— ¡Kiriya, protege a las personas! —ordenó Zhì Yuè— ¡Yo me encargo del resto!
— Entiendo.
Kiriya se levantó y se paró delante de la gente que se arrinconaba en la esquina más lejana del salón. Se puso en posición de pelea.
Zhì Yuè lo sospechó, no por un sexto sentido o algo así, no era una persona cautelosa que viviera del anticipar o el precaver cada evento de su vida. Generalmente, dejaba al viento empujar las velas de su barco que obligarlo a seguir un curso; eso era lo mejor, las corrientes del mar siempre eran desafiantes, intrépidas e indomables, así era como le gustaba vivir.
La desconfianza nació de otra cosa, algo extraño que escuchó en el pueblo mientras caminaba junto a Kiriya. Su consciencia estaba vigilante, sumido a detalle en las palabras. La información en esos días valía mucho más que el oro.
Paralelo a la guerra, "Natsugama", una asociación clandestina de magos oscuros, la cual se mantuvo aparentemente tranquila durante el último año, estuvo experimentando con personas.
Fue un dato que Zhì Yuè escuchó una noche infiltrado en el Consejo de Magos. Natsugama estaba implantando lágrimas en el cuerpo de pueblerinos. Una lágrima era introducida por el orificio del oído. Una vez en el cuerpo, se incubaba con lentitud y quedaba en la espera de ser activado por el creador de dicha atrocidad. El Consejo lo llamó "Alteración". Su activación convertía al humano en un horrible orco de dos metros y medio, deformando sus huesos y piel, alterando su estado y volviéndolos impulsivos y violentos.
Con esa información, fue inevitable, para Zhì Yuè, alzar la guardia al escuchar a un señor decir: "Me duele la cabeza".
— ¡Kiriya, no permitas que lastime a alguien!
— ¡Entiendo!
El arma era pesada, consistía en una gigante esfera de metal con largas y puntiagudas púas. El orco arrastró violentamente el artefacto; por su volumen, su desplazamiento fue lento, chirriante y disconforme.
«¿De dónde sacó eso? Es una herramienta mágica. ¿Acaso hay alguien de Natsugama infiltrado entre la gente?», se cuestionó Zhì Yuè. Se molestó consigo mismo. Aunque había subido la guardia, su empeño fue mediocre al no reconocer a su enemigo.
El orco agitó frenético su herramienta en el cielo. Destrozó algunos establecimientos. La gente corrió de un lado a otro. Por suerte, no había ningún herido de gravedad, no más que algunos civiles con raspones. No tan lejos se escuchó el llanto de unos bebés. Con ingenio, Zhì Yuè logró guiar al orco al centro del pase peatonal, donde la corrosión y las manchas oscuras conquistaban el pavimento; el ser descomunal había formado baches en más de un punto.
«¿Qué hago? Aunque ahora es un orco, sigue siendo una persona. No puedo lastimarlo, pero tampoco puedo permitir que hiera a otros».
— ¡Oye, tú! —gritó Zhì Yuè— ¡Sí, tú!, ¡el asqueroso de piel verde! ¿No sabes que puedes matar a alguien si te comportas así? ¡No, mi error! ¿No sabes que tu actitud arruina los códigos de etiqueta?
— Y luego me preguntas de dónde aprendo "esas" cosas —articuló Kiriya.
Zhì Yuè se volvió sorprendido hacia él.
— ¿Ah?, ¿qué haces aquí?, ¿y las personas? —preguntó.
— Adentro. —Kiriya saltó el marco inferior de la entrada de la pastelería. Tenía un cuchillo de cocina, el cual sostenía como si se tratase de un dardo—. Créeme. Eso no entrará.
«¿Qué le hizo la familia Kaer? Esa mirada… Es como si hubiera cambiado de personalidad», meditó Zhì Yuè. Era aliviador que no sintiera miedo, no tendría que estar protegiéndolo. Pero era preocupante la axiología por la que parecía fluctuar. Una conversación importante estaba pendiente entre ellos.
— Es un humano —esclareció Zhì Yuè—. No podemos lastimarlo.
Kiriya lo miró con una expresión blanca. ¿Zhì Yuè intentaba bromear con él?, ¿o quizás no sabía qué era un orco? No. Zhì Yuè no sabía la diferencia entre humanos y orcos. «Sí, es eso», concluyó Kiriya, y lo miró con decepción.
Zhì Yuè leyó sus pensamientos. Sin mucho palabreo, resumió:
— Luego te explico. Tira el cuchillo. Céntrate en cuidar el entorno. Si ves a alguien sospechoso entre la gente, hazme un favor, abofetéalo y subyúgalo. No hagas más. Al parecer alguien "malo" está oculto y comete fechorías.
— Entiendo —asintió Kiriya.
El joven Yamagata se tomó su papel en serio. Colocó una expresión seria y miró el entorno con cuidado. Inmediatamente, notó un desperfecto. Sin dudarlo, desapareció del lugar yendo tras él.
Zhì Yuè evaluó la situación con cuidado.
«Debe existir una forma de regresarlo a la normalidad, ¿no? —se planteó dudoso. El día que escuchó la charla de sus superiores, estaba muy apresurado por escaparse, pasó por el lugar por pura casualidad, no era parte de su cometido espiarlos; además, antes de que su líder se diera cuenta de su ausencia en Grumelia, era mejor desaparecer, así que su espionaje se redujo a dos o tres minutos de información—. El Consejo de Magos debe estar examinando el asunto. Si ese es el caso, entonces…»
Zhì Yuè tenía muchos artefactos mágicos. Su maestro se lo había advertido. «¡No utilices tu magia a menos que lo necesites de verdad!», le gritó en el pasado, lanzándole un barril de cerveza. Por ello, siempre llevaba un garlin con él, un objeto de la familia Caelifer que servía de equipaje. Colgaba de su muñeca derecha como una pulsera negra, simple y desgastada. Pero era un artefacto que se moldeaba a la afinidad del dueño, así que su aspecto variaba según la evolución de este.
Dentro del garlin, había algunos talismanes y conjuros, de nuevo, netamente de la familia Caelifer; estaban plasmados en una hoja negra con sangre de quimera. Sacó uno de ellos nombrado Midda, el cual alteraba el tamaño de seres o cosas.
El orco se acercó violentamente hacia Zhì Yuè, lanzó el arma a su dirección. Zhì Yuè lo esquivó. El artefacto creó una gran cavidad en el acerado. Medio metal se había clavado allí. El impactó generó un temblor en la tierra y provocó mayor terror en los pueblerinos.
Zhì Yuè era capaz de volverse tan liviano como una pluma si lo quería. Por ello, no se le complicó escapar del ataque. De tan solo un salto, el audaz joven aterrizó de pie en la esfera de metal. Su caída estuvo tan milimetrada que ninguna de las agujas le causó herida alguna.
— Eso sin duda fue personal, ¿quieres matarme? —consultó Zhì Yuè, ofendido. Lo único que salía del orco eran gruñidos y jadeos, mas no palabras—. Bueno, ¡me toca!
El joven de los cabellos rojos corrió rápidamente alrededor del orco. Direccionó el conjuro de Midda hacia él, pegándolo en su espalda. Con una de sus manos, realizó un gesto; cerró tres de sus dedos y dejó extendidos el índice y el dedo del medio de su mano derecha.
— ¡Haf'alah! —gritó— ¡Diez centímetros!
La figura robusta y gigantona del atacante fue volviéndose diminuta. Sus gritos y gruñidos se escucharon cada vez menos. La gente, que antes gritaba aterrada y frenética, se fue calmando, viendo el cambio de escenario. Los que se arrastraban por el suelo se pusieron de pie y con otro grupo de personas, de los que se ocultaban entre muros y paredes del entorno, se acercaron hasta donde el orco yacía en su nueva estatura.
— Parece una rata… Una rata fea y gorda, …y sin pelaje —aseguró un adulto, sacudiendo su sombrero contra su pantorrilla, sacando el polvo.
— Señor… —habló Zhì Yuè—, procure no volver a gritar como si lo desmembraran. En este pueblo, sí que muchos son exagerados.
Aquello era cierto. Muchas de las "victimas", que gritaron, ni siquiera habían estado cerca de ser una.
— Los habitantes de Starlim somos conocidos por tener un nivel inferior de magia, diríamos que ocupamos el último puesto en todo el país. Deberías saber eso. Si lo único que podemos hacer es gritar por nuestras vidas, entonces gritaremos con todo lo que tengamos para que alguien nos ayude. Es de inteligentes saber cuáles son los límites, ¿no crees?
— Tal vez tenga razón —aseguró Zhì Yuè—. ¿Pero no le parece honorifico morir sin gritar como un puerco?
— Yo tengo un punto, y tú, niño, otro. No deberías pelear con un adulto. Gracias por la ayuda. Será mejor que saques eso de aquí —sugirió, mirando al orco.
Un anciano de expresión rancia y líneas faciales desesperadas se acercó y rugió bruscamente:
— ¿Sacarlo? ¡Tiene que matarlo! ¡Niño!, ¡mátalo ahora mismo! ¿Qué pasa si regresa a su tamaño? ¡Nos asesinará!
El viejo recogió un ladrillo despedazado de un escombro y se aproximó prepotente.
— Ni se le ocurra acercarse, o tendré que detenerlo —emitió Zhì Yuè, parándose al frente de él.
— ¿No estás viendo la gravedad de esto? —le incriminó el anciano.
— Deja al niño en paz, Cebridick —lo detuvo un hombre robusto, parecía estar cerca de los cincuenta años. Se escuchó ofendido y menospreciativo. Desdeñó a Zhì Yuè sin vacilar—. Él sabe lo que hace, ¿no? —pronunció lentamente, reservando los caracteres de amabilidad—. Lo último que necesitamos es que alguien apellado Caelifer se sienta insultado.
— ¿Caelifer? —repitió Cebridick.
— Solo tienes que ver su asquerosa cabellera; un poco más oscura y sería tan densa como toda la sangre que cargan los Caelifer. Escuché que sus hilos están compuestos de eso. Se dice que es una maldición, una diferente a la que le llega a uno de los nacidos de cada generación. Hace unos siglos, la muerte se aparentó a ellos, todo aquel apellado como tal, sea de sangre o no, unido hasta por el matrimonio, la cabellera muta al color manzana.
— ¿No es la guerra también por la culpa de los Caelifer? —preguntó otro.
— ¡Sí, sí!, ¡lo es! —confirmó un campesino— ¡Lo escuche de unos viajeros en la taberna!
La mirada de Zhì Yuè apuntó al suelo. Sus hombros estaban tensos y alzados. Su cuerpo reaccionó a una vergüenza indigerida que lo motivo a un torpe intento de esconder su rostro. Se sintió mareado. No realizó acción alguna. Su saliva se acumuló en su boca. Y estaba preparado para que le lanzaran piedras y le cupieran, o cualquier cosa que ya le habían hecho antes. No importaba. Podían cobrar algo de su desprecio y odio con él. No movería ni un musculo hasta que sintieran saciados de justicia.
— ¡Cardidick!, sé agradecido con los que nos ayudan —corrigió un hombre, espléndidamente enfadado y golpeándolo en la cabeza. Aquel señor era el pastelero que había atendido a Zhì Yuè momentos atrás—. No hables así del joven, solo es un niño; deberías comportante como un adulto. ¡Y deja de beber!, mira cómo estás.
— ¡Cahandick! —gruñó Cardidick, aún más enfadado e impotente—. ¿Quién te crees para golpearme?
— ¡Cómo se te ocurre a ti! —regañó el pastelero, fuertemente—, ¡hostigar a un menor! ¡Anda, anda! ¿Dónde está tu hijo? ¡Celidick!, ¡Celidick!, ¡ven y sostén a tu padre, que con las justas puede ponerse en pie! —El señor entregó a Cardidick a su hijo, el joven de veintiuno se disculpó apenado con Zhì Yuè, y, a pesar de los gritos de su padre, lo retiró del lugar. Los presentes comenzaron a murmurar entre sí. Cahandick observó con severidad a todos. Sus ojos cargaban flechas de advertencia. Con un tono paternal, palmeó el hombro de Zhì Yuè y habló—: Joven amo Zhi, el pueblo Starlim le agradece su trabajo. Usted es un niño alegre, no se apene por tonterías. Los comentarios y los rumores, o solo "los rumores", como sea que se diga, son como el viento y los olores, pueden ser beneficiosos, pero algunas veces tóxicos. Usted sabrá que ser inteligente y sabio depende de uno, ser feliz, sobre todo. A dónde vaya, encontrará dificultades, mucho peores que estas, y algo me dice que ya lo ha hecho y ha sabido levantarse. Esto es un juego para usted. Levante el rostro y camine con firmeza. Si usted no hubiera estado aquí, este día habrían muerto algunas personas, piense en eso, olvide el pesar y viva sin remordimientos, deje esto último a la vejez, no amargue su juventud. —Tomó su mano y lo hizo sujetar una bolsa de papel—. Creo que tiene que irse, su amigo, el joven Yamagata, me parece; vi que se fue detrás de alguien hacia los callejones de la calle M, el cual se conecta con la avenida G. La calle M es un laberinto. Ha de necesitar su ayuda, vaya rápido.
El semblante de Zhì Yuè permaneció oculto. Sujetó rápidamente al orco, lo sostuvo como si se tratase de un muñeco y lo llevó consigo. Antes de abandonar el lugar, se volvió hacia el pastelero y le agradeció con una sonrisa.
En el camino, mientras giraba de esquina en esquina, intentando encontrar la calle, el pequeño vándalo le mordisqueó el aductor del pulgar; su mano terminó chorreando en sangre, pero, aunque le dolía, lo ignoró por completo.
Se detuvo en seco. No sabía por dónde ir. Todas las calles se veían idénticas. Tres rutas se dividieron frente a él. Cada una emitía un extraño y particular llamado. ¿Por cuál iría? ¿Cuál era la vía correcta…?
Kiriya corría tras una persona disfrazada de mercader, de traje desaliñado y zurcido. Las telas, opacas y oscuras, se agitaban con el viento por su espaciosidad. Sus pisadas eran simples. No parecía ser alguien entrenado. Estaba sudando, demasiado agitado y nervioso. Dobló otra esquina, mirando de reojo a Kiriya.
— Oye, ya detente, me estoy agotando —expresó monótono. El señor no respondió. El joven dio un saltó que lo impulsó tan alto que fue capaz de dar un giro limpio en el aire, cayó unos pasos adelante del hombre—. Dije, "detente". No puedo malograr está ropa, no es mía.
El señor se acercó con brusquedad hasta Kiriya, lo tomó del cuello y lo empotró contra la pared.
— No debiste seguirme —dijo, mirando por los costados, con una expresión aterrada y exaltada. Su agarre se hizo asfixiante en la garganta del menor—. Él está observando… Él… Él me dijo que mandaría una señal —murmuró—. ¡No puedes arruinar esto! —gritó, golpeándole la cabeza contra la pared—. ¡Lo que tenga que suceder pasará! ¡Mi familia me necesita! Siempre y cuando ellas estén bien…, ¡no me importa matar a otros!
La fuerza del intruso era inusualmente más rebosante que con la que Kiriya solía tratar. El hombre no parecía tener algún talento en especial. Y, con el contacto, midió que su nivel mágico era casi inexistente. ¿De dónde tenía tanta fuerza?
La desprevenida arremetida y la falta de aire lo hizo sentirse débil. Sus manos se enfocaron en liberarse de su agresor.
— Mi hija, la mayor, solo tiene cuatro años, ¡no puede morir!, ¡no puede!, ni siquiera le he comprado un vestido rosa, su preferido, y nunca ha comido una barra de chocolate. Mi princesa nunca ha comido ese caramelo, ¡ese tonto caramelo! —sollozó entre lágrimas de amargura y pena—. El dulce está tan caro, y yo soy tan pobre… Mi pequeña solo conoce el sabor de la ardilla y el cerdo. Y la otra, mi otra hija nació hace tan solo tres días, todavía no dice sus primeras palabras, no la he visto caminar. ¡Ninguna de ellas puede morir! ¡No lo permitiré! ¡Soy su padre! ¡Un hombre protege su hogar! ¡Un hombre cuida de su familia! ¡Un hombre debe ser el sostén, luchar siempre, sin quejarse ni temer!; ¡ser un poco de todo, y hasta representar la felicidad solo por ellas! ¡Eso es lo que hace un buen padre! ¡No me arrepentiré de nada!
— ¿Sus hijas…? ¿Padre? No creo que… el significado de ser buen padre… incluya transformar a alguien en orco…
— ¿Transformarlo yo? Ja…, jaja —rio nervioso— ¡No sabes nada!
— ¿Se… se puede…? ¡Cof, cof! ¡¿Se puede revertir?! Me refiero… al orco humano. Quiero revertirlo…
La pregunta lleno sus pupilas de duda y pánico. Su embestida disminuyó, algo de aire ingresó a Kiriya. Este aprovechó para respirar todo lo negado. Las rodillas del falso mercader temblaron como vidrio bajo un trueno. Sus labios trepidaron, líneas de saliva se formaron en sus dientes. Exhaló aire, el cual ahuyentó al muchacho; su mal aliento era putrefacto, como si un gato muerto estuviera dentro de él.
«¿Piensa en ayudar a otros en esta situación…? Él acompañaba al pelirrojo. ¿También pertenece a Mermaid Wings?», se cuestionó el señor. Sacudió alterado su cabeza. Su consternación se suprimió cuando Kiriya intentó liberarse. Se aferró rápidamente; sus uñas se incrustaron en la carne.
— Tú… —murmuró, dudoso. Se escuchó titubeante, ligeramente esperanzado.
Estuvo a punto de retomar sus palabras. Pero vaciló. Cayó en un vació sin fin de inseguridades. Nada tenía arreglo o salvación. Recordó a sus hijas, a la menor llorando y a la mayor jugando con sus muñecas. Soltó otras dos lagrimas con impotencia y miedo. Se mordió los labios con rabia, y pasó velozmente su mejilla por su ropa.
Inesperadamente, sus ojos se absorbieron en algo. Soltó a Kiriya. Este se derrumbó sobre el pétreo. Restregó dolorosamente sus dedos por su cuello. Ahora allí, en esa parte de su cuerpo, se habían dibujado largos dedos de un desfavorecido labriego, hasta el desgaste de las huellas se había marcado, las líneas abiertas de las palmas, formadas desde el eterno trabajo de un agrícola. Y gotas de sangre descendían, manchando su túnica interior.
Kiriya tosió intensamente. Con un poco más de presión, le habría roto la tráquea, o ingresado completamente sus dedos.
En el cielo, desde algún punto entre los árboles, muy distante al pueblo Starlim, se vio un artefacto volando como una bengala, atravesando los cielos, las nubes, perforando todo lo que se le atravesaba; produjo un sonido escalofriante, observarlo lo fue. Justo el brillo del atardecer era testigo de lo que ocurría. Y el manto naranja, bañando la intensa luz roja que emitía, no tranquilizaba a las futuras víctimas del provenir.
— Esa es la señal —murmuró, sacando una najaba de su bolsillo. Sus manos le temblaron. Tragó en seco—. Esto es por mis hijas. Sí, así es. Los dioses, si es que toda existen, sabrán perdonarme. Los dioses me perdonarán, lo harán. Sé que lo harán. ¡Dónde estés!, ¡Tú!, ¡Mitsude!, ¡cumple tu palabra! ¡Deja vivir a mis hijas!, ¡déjalas vivir! Tienes que… dejarlas vivir…
Lentamente, llevó la hoja hasta su cuello. Su brazo tembló junto a sus dedos, y sus ojos se llenaron de una vibración casi febril, evocaba una desesperada suplica de ayuda, una clemencia de paz. Su mandíbula era incapaz de permanecer firme. El sudor se montó en su frente y se fusionó con sus lágrimas. Apretó sus dientes, así como su mano se aferraba desesperadamente al arma.
Su respiración era errática, sus inhalaciones provenían de un esfuerzo hercúleo. El aire se rehusó a llenar sus pulmones, se intensificó con el miedo y el espanto, obstruidos en la vía de su vida. La sangre corría por su cuerpo con rapidez, el bombeo de sus venas se potenció, su accionar era evidente hasta en la lejanía.
El difuminado de las nuevas matices y la propia sombra del cuerpo recubrió su imagen, saturó su aflicción y agudizó los sentidos. En el aire se percibió un olor de aprehensión. La piel de Kiriya se puso pálida. Sus sentidos se activaron y sus ojos por fin mostraron sentimiento humano. Terror.
— ¡No lo haga! —ordenó Kiriya, casi suplicante— ¡Baje eso! ¡No…!
— Asegúrate de que mis hijas vivan —susurró, en tono quebradizo y rasposo—. Nat…
Sus palabras fuero inaudibles. Sus dientes se desprendieron de sus encías. Los huesos de sus manos, pies y cráneo se estrujaron entre ellos. Cayó al suelo, gritando. Se escuchó fracturas por distintas partes. Sus pupilas se pusieron frenéticas. Se dibujaron varias y largas líneas rojas por sus escleróticas. Sangre salió de su nariz. Su cabeza se deformó tres veces, como si alguien la comprimiera. Sus ojos se rebalsaron de sus cuencas y estallaron al segundo de rozar sus mejillas.
La navaja se había desprendido de su mano, cayó cerca de Kiriya, y se manchó de la sangre de su dueño; el líquido granate aprovechó cada abertura entre hueso y piel para deslizarse por allí. Aquello capturó los remordimientos del joven. Su reflejó se hizo intenso, en un rojo energético, fue arrastrado y sumergido en sus pesares. Cerró los ojos con fuerza, intentando deshacerse de sus memorias y de lo que observaba.
La escena era completamente perturbadora. Y los alaridos del hombre, sus gritos eran lo peor de todo. Su garganta rebosaba en carmesí, el sonido se prolongaba y variaba, cargado de terror y agonía, subía y bajaba de forma irregular, lo que aumentaba el nerviosismo de Kiriya. Los chillidos eran quebradizos y rasposos, como si la voz estuviera al borde de romperse a causa del máximo esfuerzo.
Se escuchó un estallido en el cielo, las nubes emitieron algo similar al rugido de un potente trueno. Esa bengala de luz roja que anteriormente estuvo en el aire y que ya no se veía, había estallado, y se oía objetos descender violentamente.
¿Pero que sería? ¡No se podía observar nada!
Segundos después, bolas de fuego traspasaron las nubes, las que llegaron antes a tierra, incendiaron los bosques del lado Sur, y, las otras, incendiaron lentamente el pueblo. Las llamas devoraron todo, como un río abriéndose paso en verano, aumentando su caudal según su horario.
Había un cuerpo sin vida al frente de Kiriya. Había sangre en el suelo, un charco formándose y corrientes rojas descendiendo hasta él, persiguiéndolo, acechándolo, culpándolo.
«Tienes que ser castigado», le murmuró su subconsciente. «Esto es lo que eres y lo que siempre serás. ¡Te consumirá! ¡El precio es el castigo! ¡Sí!, ¡el castigo! ¡El fuego será tu liberación, el fuego y el metal! ¡Solo así pagarás el precio! ¡Solo con eso puedes hacerlo!».
El humo se esparció sin perdón ni límites. Y los gritos de los pueblerinos se escucharon por todos lados.
¿Qué podía hacer? ¿Qué tenía que hacer? El hombre no debió morir. Ese no era el plan. Solo tenía que capturarlo. ¿Cómo se lo explicaría a Zhì Yuè? ¡Seguro que lo odiaría! ¡No le creería! ¿Qué podía hacer? ¡Él era el culpable!, ¡el único culpable!
Nadie creía en su palabra.
«Y nunca lo harán», le aseguró la voz, frenética y gustosa. «Todo lo que digas será mentira».
¿Por qué alguien siempre tenía que fallecer? ¿Era su culpa? ¿Eso solo pasaba cuándo él estaba cerca? ¿Eso era cierto? ¿Si él vivía, otros morían? ¿Los Kaer no mentían? ¿Él merecía sufrir?, ¿morir?, ¿ser lastimado?
— ¡Kiriya!, ¡qué bueno que estés bien! —gritó Zhì Yuè, corriendo hacia él y mirando hacia atrás— ¡Vámonos!, ¡tenemos que irnos! —Sujetó su brazo y lo levantó del suelo, aun corriendo, no realizó pausa alguna—. Tenemos que...
Kiriya se zafó bruscamente del agarré. Se detuvo y se dio la vuelta.
Zhì Yuè casi se va de cara por el repentino movimiento. Sonriente y nervioso se volvió hacia Kiriya.
— ¿Qué pasa? No es por allá —explicó. Se acercó e intentó tomarle la muñeca—. Tenemos que…
— ¡Suéltame! —gritó Kiriya, y lo empujó.
Zhì Yuè se quedó completamente callado. Se culpó por la reacción de Kiriya, otra vez lo había arruinado.
— Yo no… No quise... No volveré a tocarte. Lo siento. Algunas veces olvido las cosas —dijo, acercándose a él. Zhì Yuè pensó que Kiriya se sentía asustado—. Pero tenemos que irnos. Hay gente de Mermaid Wings…
— ¡Te dije que no te me acerques! ¡Vete! ¡Fuera! —gritó Kiriya, interrumpiéndolo, y volvió a empujarlo— ¡No es bueno que estés cerca de mí!
Zhì Yuè realmente no supo qué decir. Quedó completamente estático. Su mandíbula le tembló y sus dientes rechinaron. Una lanza de hielo perforó su conciencia y lo despersonalizó. Kiriya lucía enfadado bajo la oscuridad, ni siquiera lo miraba a la cara.
Su culpa se volvió inmensa. ¿Cómo podría consolarlo? ¿Cómo debería disculparse? ¿Lo lastimó demasiado al tocarlo? ¿Se había acercado a él en medio de un trauma?, ¿o fue algo que dijo?, ¿alguna palabra que empleó?
No tenía los detalles, pero estaba consciente de que había sido el detonante.
— Si yo…
— ¿No lo estás viendo? —preguntó Kiriya, señalando el cadáver. Su expresión lucía perturbada. Su mirada estaba más abierta de lo usual. Sus parpados expresaban desesperación y temor, pero sus ojos tristeza y abandono—. Yo… yo lo maté. Él está muerto. ¡Yo lo maté! ¡Murió por mi culpa!
«¡Eso! ¡Así es! ¡Fuiste tú!», repitió la voz, exaltada y complacida. Escucharla lo estremeció. «En tu cuerpo cargas la sangre de todos, ¡DE TODOS!».
Zhì Yuè llevó sus ojos a la navaja y sangre, estudió el escenario como tal.
— ¿Intentas… intentas decirme que tú lo asesinaste? —preguntó.
— … Sí. Esto es mi culpa. ¡Será mejor que encuentres un lugar en donde encerrarme! ¡Yo debo estar encerrado!, ¡oculto! —aseveró, mirando con asco sus manos. Se tocó la cabeza y se cubrió los oídos. Su respiración se agitó— ¡Solo soy basura! ¡Solo soy basura! ¡La familia Kaer tenía razón, yo no soy más que un…!
Zhì Yuè le tiró un puñete en el mentón. Kiriya cayó al suelo, y Zhì Yuè se aferró a su solapa con rabia y le golpeó el pecho repetitivamente.
— ¡¿Qué es lo que planeas decir?! —le preguntó, furioso, agitándolo. Kiriya lo observó impactado, sintió adormecido su rostro, pero sumergió los dedos en los brazos de Zhì Yuè para detenerlo—. ¿Cómo que eres basura? ¿Qué te sucede? ¿Cómo puedes llamarte así? —Los ojos de Zhì Yuè se volvieron intensos. Extrañamente, se vieron celestes. El color del fuego avivó su cabellera e hizo imponente su expresión facial—. ¿Acaso no tienes derecho a tener vida? ¿Qué era lo ibas a decir?, ¡responde!
Zhì Yuè forcejeó, pero Kiriya lo sostuvo con dureza para detenerlo. Ambos pelearon en fuerza, y rodaron por el suelo.
— Detente… —gruñó Kiriya.
— ¡No!
Zhì Yuè no planeaba soltarlo, así que enroscó sus manos en la túnica de Kiriya. Dio otra vuelta, quedando sobre él de nuevo. A la primera oportunidad, golpeó el suelo, le lanzó un puñetazo, captando su atención.
— ¡Para empezar, nunca debiste estar encadenado en un sótano, comiendo sobras sumergidas en agua y recibiendo golpes! ¡Eso no era vida! ¡No mereces nada de eso! ¿Cómo me pides que te encierre? ¡Enserio!, ¿cómo pides eso luego de hacerte mi amigo? ¿Cómo podría dejarte solo y a tu suerte? —preguntó entre lágrimas—. ¡No eres basura, mucho menos un asesino! ¡No eres nada de lo que la familia Kaer dijo! Y no tienes por qué soportar, ni mucho menos tolerar, el trato que te dieron. ¡Kiriya, no te culpes por lo que escapa de tu control! Todos queremos que las cosas salgan como las planeamos, y, muchas veces, deseamos que no hubieran salido peor de lo que salieron. Y quizás, solo quizás, de algunas sí somos totalmente responsables, pero créeme cuando te digo que esta no es una de ellas. Ni tú ni yo somos responsables de esto. Y no solo quiero que lo sepas, sino que lo digas. ¡No eres responsable de esto! ¡No lo eres! ¡Y sí así fuera, en todo caso, yo lo soy, yo soy el único responsable! Yo te traje hasta aquí. Yo te dije que tomáramos el tren. Yo te permití acompañarme. No tienes por qué sufrir solo…
El llanto de Zhì Yuè se intensificó. Su voz se quebró. Tenía tanto que decir, pero su control y coherencia quedó a un lado. Todos los detalles de información que había ordenado, para hablar con Kiriya, ahora se habían dispersado por el colapso de sus sentimientos y la angustia.
Kiriya lo observó absorto.
La cabeza de Zhì Yuè se refugió con impotencia en el hombro de Kiriya. ¿Qué más podía decir? ¿Qué podía hacer para ayudarlo? Simplemente, no lo sabía. Pero intentaría de todo. Lo haría. No se cansaría. No dejaría de hablar hasta ayudarlo, no hasta que le cortaran la lengua si era posible.
— ¿Por qué eres así? —le preguntó entre sollozos. Kiriya sintió su calor, su hálito era acogedor al igual que la tibiez de sus lágrimas, las cuales recorrían su cuello y aún hacían presencia encima de su rostro, su torso también era confortable. Si Zhì Yuè no estuviera enfadado, habría apostado que estaba ardiendo en fiebre—. Tienes que olvidar a los Kaer —exigió, en un gruñido profundo—. Querías pagarme por todo, ¿no?, entonces que el pago sea el olvido. ¡Olvida todo eso! ¡No quiero que recuerdes a los Kaer! ¡Olvida todo! ¡Desde ahora, solo recuérdame a mí!, ¡solo a mí y a nadie más…! ¡QUIERO QUE ME DIGAS QUE SÍ! ¡DI QUE SÍ! Tienes que hacerlo —suplicó, mirándolo a los ojos.
Kiriya perdió todo control. Sin darse cuenta, sin saberlo, sin sentirlo, sin planearlo, sin verlo venir, pronunció, ensimismado en los ojos de Zhì Yuè:
— Está bien…
— Si tú te rindes, entonces ¿qué debería hacer yo?, ¿qué se supone que tendría que hacer?, dime, ¿qué haría?, si ambos somos iguales.
— Ya dije "ya". Dije "sí". Cálmate.
Aunque sus palabras parecieron superficiales, su tono fue neutro y pausado; sobre todo, sincero.
Zhì Yuè lo miró suavemente, ver a Kiriya asentir lo calmó.
Este último desvió la mirada, recostó su mejilla sobre la tierra y las piedras decorativas del pavimiento. Si permitía a Zhì Yuè colarse en su interior, entonces perdería el control. Los sentimientos y emociones, eso de lo que le había hablado la noche en la que se conocieron y de lo que le había preguntado al llegar a Starlim, tomaría cada uno de ellos. Se los pediría. Y Zhì Yuè se los daría. Pero sería un robo consentido, porque los sentires eran algo privado, intimo, personal. Ahora lo entendía, ¡sí era hermoso!, sin duda deslumbrante y placentero. Lo convertirían en un codicioso.
Los impulsos eran difíciles de controlar.
— No rompas tu palabra —murmuró Zhì Yuè—. Si lo haces, te patearé el trasero. —Kiriya mantuvo su mirada lejos, pero Zhì Yuè quería una respuesta, entonces preguntó, forzoso, atrayéndolo hacia él—: ¿Entiendes?
Kiriya lo observó. Creyendo ganar, aceptó el reto.
— No lo haré —pronunció.
Pero perdió. Zhì Yuè lo derrotó.
Lo inmencionable marcó el resultado.