Mil años han transcurrido desde la Gran Guerra, ese cataclismo épico que ensombreció el mundo durante medio siglo y que, al final, no dejó a ningún bando victorioso. Durante cincuenta años, las tierras se teñían de rojo, los campos ardían y las ciudades se desmoronaban. La guerra, con su hambre insaciable de vidas y recursos, redujo imperios a cenizas y dinastías a recuerdos. Pero la guerra, como un monstruo insaciable, no sólo devoró cuerpos y tierras, sino también la esperanza misma de quienes la vivieron.

Solo después de que los pueblos del mundo se hundieran en una crisis de hambruna y enfermedad, producto de tanto caos y destrucción, los líderes de las razas más poderosas que ahora habitan el planeta, aquellos que aún conservaban suficiente cordura y fuerza, se vieron obligados a reunirse. En un consejo sin precedentes, en una mesa rodeada de desconfianza y resentimiento, lograron un acuerdo de paz, frágil como el cristal, pero suficiente para poner fin al derramamiento de sangre. Así fue como se promulgó la primera Constitución Mundial, un documento que, en líneas generales, establece que todos los habitantes de este vasto y devastado mundo tienen los mismos derechos ante la ley.

Es una ironía cruel y mordaz, pensar que los mismos términos podrían haberse alcanzado sin la necesidad de masacrarse mutuamente durante tanto tiempo. Sin embargo, tal es la naturaleza de la humanidad y de las razas que la acompañan en este mundo. Tal vez, al final de una guerra, lo más rescatable es la oportunidad de un nuevo comienzo, un reinicio en la carrera por el poder. Aquellos que estaban en lo más bajo pueden encontrar la posibilidad de ascender, y con ese ascenso, la esperanza, tenue y frágil, de un futuro mejor para todos. Es una ilusión tentadora, una fantasía que aquellos desesperados por un cambio eligen creer.

Pero la verdad, la cruda y amarga verdad, es que nada cambia realmente. El poder, con su atractivo oscuro y seductor, tiene la capacidad de corromper incluso a las almas más nobles y puras. Los nombres y los rostros pueden cambiar, pero la esencia del poder y su capacidad para pervertir permanece. Así, en este ciclo interminable, siempre habrá tiranos que se alzarán y víctimas que sufrirán bajo el yugo del sistema. Y de este modo, la historia, como un espectro vengativo, siempre corre el peligro de repetirse, atrapando a generaciones futuras en el mismo patrón de sangre y sufrimiento.