Antes de su llegada a Del Norte, California, María había hecho todo lo posible para asegurar un mejor departamento de policía. Sin embargo, la fama caótica de la ciudad la precedía, con un manual entero de chistes sobre su ley y orden, o la falta de ella. Chistes como "En Del Norte arrestan a la policía, ellos no arrestan a nadie", o "En Del Norte, las balas le piden permiso a los ladrones para impactarlos", inundaban su mente mientras viajaba en autobús hacia su nuevo destino. Estos comentarios sembraron una semilla de duda en su mente, haciéndola cuestionar su decisión de continuar su carrera policial en un lugar tan turbulento. Sin embargo, renunciar no era una opción; patrullar las calles había sido siempre su vida, y su experiencia en Luminaris había sido gratificante. Se convenció de que en Del Norte no sería diferente, después de todo, ella representaba la ley.
Después de una exhaustiva búsqueda de alquiler que la llevó a tocar mil puertas, María no encontró nada que se ajustara a su presupuesto. En Del Norte, los contrastes sociales eran marcados: o eras rico o pobre, y cada quien sobrevivía como podía. Finalmente, encontró un apartamento en un edificio cercano a la estación de policía. Contrario a lo que uno podría esperar, este no era un signo de seguridad; el barrio donde María viviría era considerado de muy bajo estrato. El departamento que le asignaron estaba en el séptimo piso y el ascensor, que sólo funcionó el día que firmó el contrato, nunca volvió a operar.
Amoblar su nuevo hogar fue una odisea; tuvo que subir sus pertenencias por las escaleras, que parecían tan o más inseguras que la calle misma. Sin ascensores funcionales, las escaleras de emergencia se convertían en las arterias principales del edificio de veinte pisos. Con el tiempo, María comenzó a sentirse afortunada, sabiendo que había alguien siete pisos más arriba que probablemente lamentaba aún más su decisión de mudarse allí. Los problemas se acumulaban: los residentes problemáticos, el ascensor roto, la falta de limpieza, la escasa presencia policial a pesar de ser ella misma parte de la fuerza, el ruido constante y los olores penetrantes sumaban a la desolación de su nueva vida.
Un día, mientras intentaba en vano hacer funcionar el ascensor, María exclamó en voz alta: "¡Ojalá pudiera volver atrás!" A lo que una voz desconocida respondió:
—Lo mismo digo yo —contestó Violet, con una sonrisa.
María se giró sorprendida; era la segunda persona que le hablaba en todo el tiempo que había estado allí. La primera había sido su jefe, de quien estaba segura que la detestaba, y ahora ella.
—También te cuesta estar aquí, ¿no? —contestó María.
Hacen lo mismo con todos los inquilinos, sabes. Me lo dijo el portero. Hacen funcionar este ascensor antes de que lo rentes. Después de eso, viene el dueño y lo apaga. Después de todo, no hay mucho para elegir tampoco. Si algo aprendí de la vida, es que a veces hay que tomar lo que tienes frente a ti. – Explicó Violet.
María sintió que las palabras de Violet la alcanzaban de una manera profundamente personal, como si, por algún misterio del destino, conociera su historia íntimamente. Ese entendimiento no expresado entre ellas llenó el espacio con un silencio reflexivo.
—Bueno, parece que esto no va a arrancar —dijo Violet con una resignación amarga, rompiendo el silencio.
Ambas mujeres subieron las escaleras juntas en un silencio contemplativo, apartándose de las personas que descendían apresuradamente. Cuando llegaron al séptimo piso, intentando dejar atrás el momento incómodo, descubrieron por sorpresa que eran vecinas, con sus departamentos ubicados uno junto al otro.
Los apartamentos en ese edificio eran un reflejo de la decadencia urbana. Eran espacios reducidos, plagados de problemas estructurales. Las paredes, afectadas por una humedad persistente, eran tan delgadas que apenas servían como barreras contra los sonidos de los departamentos vecinos, permitiendo que cada conversación telefónica o ruido menor se filtrara a través de ellas. A pesar de las deficiencias, ambos departamentos compartían un balcón, un pequeño respiro en medio del desaliento urbano. Aunque solo ofrecían vistas a otro edificio igualmente deteriorado, el balcón se había convertido en un preciado escape al aire libre que ambas valoraban, evitando el descenso de siete pisos hasta la calle.
Violet había adoptado el hábito de fumar en el balcón, buscando en cada cigarrillo un momento de serenidad que mitigara los ecos de su pasado que constantemente la asaltaban. ¿Cómo había llegado a tal punto? Después de la tormenta que había arrasado con su carrera profesional, apenas le quedaba dinero suficiente para sobrevivir un tiempo más. La vergüenza de enfrentar a sus colegas o incluso a sus padres era demasiado grande, lo que la llevó a mudarse al lugar más económico que pudo encontrar, un apartamento sombrío que se convirtió en su refugio mientras intentaba idear algún plan que la reviviera.
Desde entonces, no había logrado ningún avance significativo. Su mente alternaba entre programas infantiles en la televisión y el peso de la culpa que la empujaba a recordar el momento exacto en que había fallado como médica. En ese lugar no era nadie, y de alguna manera, eso le permitía enfrentar en paz el duelo por haber "muerto en vida", sintiéndose como una mujer que, aunque seguía respirando y comiendo, se sentía esencialmente muerta por dentro.
Violet, con su vasto conocimiento del ADN de las diversas razas, sabía que orcos, lunarquidos, trolls y enanos de las montañas tenían predisposiciones notables hacia la violencia. Estar en ese lugar era la coartada perfecta para cualquier lunarquido sectario del que tanto se rumoreaba. A pesar de sus prejuicios científicamente fundamentados, reconocía su condición humana y prefería evitar riesgos innecesarios formando vínculos que pudieran complicar aún más su vida. Quizás por eso, en el fondo, no lamentaba que la conversación con María no hubiera prosperado. Después de todo, era un problema menos en su complicada existencia.
En las semanas que siguieron, Violet y María lograron evitarse la una a la otra en los confines de su deteriorado edificio y en las calles del vecindario. Sin embargo, el destino las reunió una vez más en un café ubicado cerca de la estación de policía, un pequeño establecimiento que se había convertido en el refugio matutino de María para disfrutar de su espresso habitual acompañado de panecillos. Ese día, Violet estaba allí, esperando su pedido detrás de la barra cuando María la reconoció. A pesar de la tensión palpable, María no estaba dispuesta a renunciar a su ritual matutino y se alineó detrás de ella, esbozando una sonrisa forzada.
Violet, por su parte, no respondió a la sonrisa. De hecho, se sintió aún más incómoda al saber que vivía al lado de un lunarquido que, en su percepción única y distorsionada por prejuicios científicos, estaba biológicamente predispuesto en contra de los humanos. Además, el hecho de que María fuera policía solo añadía una capa de temor a su ya complicada convivencia; en su mente, eso confería a María una cierta impunidad que podría volverse en su contra en cualquier disputa.
Después de recibir su pedido, Violet se sentó en una mesa apartada, mientras María, tras recoger su café, optó por salir rápidamente del lugar, intensificando esa tensión entre ellas. Esta solo era un reflejo de los desafíos más grandes que María enfrentaba en su nueva asignación. En la estación de policía, su jefe elfo había hecho público su historial de Luminaris, y la presencia de numerosos orcos en el cuerpo policial, quienes no veían con buenos ojos su llegada, solo añadía estrés a su ya difícil adaptación. María se encontraba cada vez más atrapada, como al borde de un precipicio, sin poder avanzar ni retroceder, simplemente sobreviviendo día a día.
Mientras tanto, Violet continuaba su monótona rutina entre el café y su apartamento. Sus padres intentaban mantener contacto regular, preocupados por su bienestar, pero ella se limitaba a responder con mensajes esporádicos asegurando que estaba bien y que no debían preocuparse. Cada día se sentía más atrapada en una realidad que parecía una pesadilla continua, una que nunca había imaginado vivir.