La noche en la que conocieron a David, María y Violet estaban en sus respectivos departamentos, sumidas en las rutinas de su vida cotidiana. María estaba en su cocina, preparando el almuerzo para el día siguiente. Había conseguido sangre de muy buena calidad para hacer un guiso de carne, un platillo que su madre solía preparar. Mientras cocinaba, encendía el extractor de humos intermitentemente, intentando que los olores no invadieran demasiado el departamento de Violet, aunque esto parecía una tarea fútil dada la cercanía entre sus hogares.
Por otro lado, Violet reflexionaba sobre sus hábitos alimenticios. Sentada en su pequeña mesa de comedor, pensaba que debería aprender a cocinar algo más nutritivo que hamburguesas, café y panecillos. El aroma del guiso de María llegaba hasta su departamento, evocando en su mente imágenes exageradas de María cazando en algún callejón cercano para obtener los ingredientes necesarios para su receta.
En ese momento, la tranquilidad de la noche se rompió con un ruido estrepitoso que sacó a ambas de sus pensamientos. María, instintivamente, tomó su arma y salió al pasillo, mientras que Violet, movida por la curiosidad, se asomó a su puerta. Ambas observaron cómo David, un nuevo residente en el edificio, terminaba de golpear a un enano que también vivía en el edificio. David estaba visiblemente enojado y le decía al enano con voz amenazante:
—Te dije que tenías que pagarme, ¿cierto? Te dije que el lunes debías pagarme, ¿cierto? ¿Y qué pasó? ¿Qué pasó?
—No lo hice —contestó el enano, con voz temblorosa.
—Exacto, no lo hiciste y ahora no solo me vas a pagar, sino que también me vas a comprar una nueva camisa. No volveré a usar nada que lleve tu sangre sucia de enano.
María y Violet, desde el umbral de sus puertas, observaban la escena conmocionada. Aunque no se habían cruzado en las últimas semanas, este incidente abrupto las había unido en un momento de desconcierto.
La tensión se espesó en el aire mientras María, con el arma en mano, enfrentaba una vez más un eco del pasado que la había llevado hasta ese sombrío corredor en Del Norte. La visión del orco de espaldas, su piel azul resaltando en la penumbra del pasillo, la hizo dudar. Temía que cualquier disparo accidental pudiera enviarla directamente a prisión, pero aún así, con voz firme, le ordenó que soltara al enano sin bajar el arma.
El orco, imperturbable y sin volverse, continuó presionando al enano contra la pared. Tras un breve forcejeo, sacudió al enano, provocando que un fajo de billetes y monedas cayeran al suelo. El orco recogió el dinero rápidamente y finalmente soltó a su víctima. Luego, se volvió hacia María, mirándola desafiante y le espetó que si tenía intenciones de disparar, ya era demasiado tarde. María, confundida y cautelosa, bajó el arma y le pidió al orco que se marchara.
Violet, observando desde su puerta, estaba visiblemente asustada por la escena. Era la primera pelea que presenciaba desde su llegada; aunque distaba mucho de la violencia real que se podía encontrar en las calles de Del Norte, para ella fue demasiado. El orco entonces le advirtió a María con un tono amenazante:
—Tranquila, solo estoy trabajando. Ese enano no me pagaba desde hace meses. Vale más que tengas más carácter, poli. En esta ciudad, el que no ataca primero, es devorado. Así que no me vuelvas a apuntar con esa arma porque puedo llegar a sentirme amenazado, ¿sabe? Afortunadamente somos vecinos, ¿cierto? Está todo bien, ahora métanse de donde salieron.
María, sobrepasada por los eventos, no dijo nada más. Violet se quedó mirando la escena, incapaz de reaccionar mientras el orco se retiraba a su apartamento. Al volver a su cocina, María descubrió que su comida se había echado a perder. Desalentada, tiró el guiso por el lavadero, perdió el apetito y se derrumbó en lágrimas. Desde el otro lado de la pared, Violet escuchaba su llanto desconsolado, disipando cualquier idea previa de que María pudiera estar acechándola.
Al día siguiente, Violet intentó dar un paso hacia adelante haciendo llamadas a antiguos colegas. Aunque sabía que no podría ejercer la medicina, esperaba al menos poder corregir ensayos de estudiantes o encontrar algún empleo que no la relegara a trabajar en un café. Sin embargo, no obtuvo ninguna respuesta positiva; parecía haber sido borrada de la historia médica de un día para otro, un tema tabú en cualquier laboratorio o centro médico.
Para María, los días en la estación de policía se volvían cada vez más difíciles. Sus colegas orcos se mofaban de ella, enviándole alertas falsas y pinchando los neumáticos de su patrulla. El estrés era tal que solicitó un traslado a otra ciudad, pero sus peticiones eran constantemente ignoradas con un lacónico "Lo estaremos evaluando". Las jornadas se hacían largas y pesadas, marcadas por la incertidumbre y la burla.
María entendía perfectamente lo que implicaba esa respuesta evasiva sobre su transferencia: nunca saldría de ese lugar a menos que tomara medidas drásticas para cambiar su situación. En algún momento, se convenció, el trato injusto debía cesar. Los meses siguientes le revelaron la verdadera naturaleza de su destino: el departamento de policía de Del Norte, junto con la ciudad en sí, era considerado el depósito de lo peor de lo peor en el cuerpo policial. Era la última estación para aquellos que se habían desviado, un lugar sin retorno, lo que explicaba la presencia de un elfo entre tantos considerados salvajes. No era común ver a elfos en ambientes tan degradados, pues solían ocupar puestos privilegiados en barrios respetables.
Con el tiempo, las tensiones entre María y su vecino David se intensificaron. Él organizaba fiestas casi todas las noches en su departamento, y todo el edificio conocía la naturaleza de las fiestas orcas: desenfreno sexual en los pasillos, drogas omnipresentes, ruido incesante y caos total. Sin embargo, curiosamente, cada mañana David se dedicaba a limpiar meticulosamente todo el desorden que había generado la noche anterior. Aunque los vecinos se quejaban constantemente, al propietario del edificio solo le importaba que David estuviera al día con el pago del alquiler.
David no era tan malvado como parecía, o al menos había dejado de actuar como un delincuente hacía algún tiempo. Aunque si preguntabas por él en los círculos orcos, te advertirían que era alguien a temer. Un día, por razones que solo él conocía, David entró en una iglesia orca que promovía un camino de vida alternativo al de la calle, y desde ese momento dejó atrás el oscuro mundo en el que había estado inmerso. Ahora se dedicaba a crímenes menores, como la extorsión, ayudando a cobrar dinero de personas que tenían problemas para hacerlo. David se convertía en el hombre necesario para resolver problemas que requerían fuerza: desalojar a ocupantes ilegales, cobrar deudas, o incluso impartir justicia por mano propia. Se decía a sí mismo que de esa manera canalizaría su fuerza y la maldad en su corazón hacia acciones benéficas.
Sin embargo, su abrupta salida de la vida nocturna no fue bien recibida por los capos locales, quienes empezaron a causarle problemas. A pesar de los intentos de sus antiguos jefes por hacerle volver a las andadas, y de sus intentos de dañarlo por su negativa, David nunca acudió a la policía ni buscó venganza. El mesías orco le había enseñado que siempre se debe ofrecer el otro colmillo cuando uno es atacado.
Lo que verdaderamente molestaba a David era tener que compartir el edificio con María, a quien veía como un chupasangre, y con Violet, una humana que él percibía como racista. Para David, los humanos eran los seres más racistas que existían, siempre proclamando su superioridad, creyendo ser los más inteligentes y compasivos. En su opinión, solo ellos mismos creían esas mentiras, mientras que para los orcos, los humanos no eran más que bufones pretenciosos. Aunque no era atacado directamente, David sentía el peso del maltrato histórico a los orcos y estaba dispuesto a romper unos cuantos huesos si alguien osaba faltarle al respeto.
David era un orco imponente, de unos dos metros de altura, con piel azul intensa y una musculatura atlética notable. Un aficionado al pollo de Pilar Fried Chicken en la calle 72, trabajaba principalmente para financiar sus dos grandes placeres: las fiestas y el pollo. Para él, eran su forma de demostrar a su dios que había cambiado y que ahora la serenidad dominaba su vida.