La fricción entre María, David y Violet había alcanzado un punto de ebullición. En el reducido cosmos de su edificio, los tres se repelían con una intensidad palpable, cada uno por razones profundamente arraigadas en sus propias experiencias y prejuicios. David, con su andar imponente y desconsiderado, parecía siempre estar a punto de arrollar a cualquiera en su camino en las estrechas escaleras del edificio. Violet, por su parte, había conseguido empleo en el Café Bissetti, el mismo lugar donde María solía tomar su café. Cada oportunidad que tenía, Violet se aseguraba de preparar para María el peor café posible, una mezcla amarga y quemada que María sabía era intencional.
Esta tensión personal se había convertido en un secreto a voces, aunque María evitaba a toda costa que sus compañeros del cuerpo policial descubrieran su disputa con la barista. Paradójicamente, el resto del departamento de policía, incluyendo a su jefe elfo, encontraban el café de Violet excepcionalmente bueno y disfrutaban de largas conversaciones con ella, fascinados por su conocimiento aparentemente profundo de la cultura elfa. Violet mantenía su cobertura diciendo que había aprendido todo de una amiga que había vivido con los elfos, una explicación que satisfacía la curiosidad casual de los clientes.
Este delicado equilibrio de desagrado mutuo y rutinas calculadas se mantuvo durante meses, hasta que un día trascendental trajo consigo un cambio abrupto y dramático. Esa tarde, mientras María, Violet y David estaban en sus respectivos apartamentos, la programación habitual de la televisión fue interrumpida abruptamente por un anuncio urgente: Del Norte había sido objeto de un ataque, y el gobierno emitía una orden de confinamiento inmediato, instando a todos los ciudadanos a permanecer en sus hogares hasta recibir nuevas instrucciones y el protocolo de actuación correspondiente.
María, sintiendo un torrente de adrenalina ante la noticia, no tardó en llamar al departamento de policía en busca de más información. Le indicaron que se mantuviera resguardada por ahora y que se presentara a su turno al día siguiente. Aunque intentó obtener más detalles, le fue claro que algo más grande y posiblemente más oscuro estaba en juego, algo que no se atrevían a divulgar aún.
Violet, por su parte, seguía las instrucciones al pie de la letra, aunque no podía sacudirse la sensación de que este no era un ataque común. Su mente, entrenada para analizar patrones y secuencias, no podía dejar de pensar en los levantamientos y las revoluciones intentadas por diversas sectas hace décadas. Algo en su interior le decía que lo que estaba ocurriendo podría estar conectado con esos eventos.
Al alba, mientras la ciudad de Del Norte yacía bajo un velo de silencio no característico, María se adentró en las calles con una cautela que rozaba el temor palpable. El ambiente, usualmente vibrante incluso en su caos, ahora se encontraba inquietantemente tranquilo, salvo por el eco distante de las sirenas que rompían periódicamente la calma. La estación de policía, su destino, parecía un bastión en medio de un asedio invisible.
A medida que se aproximaba, el escenario que se desplegaba ante sus ojos era digno de un estado de sitio. Barricadas erigidas apresuradamente con sacos de arena y vehículos blindados bloqueaban las arterias principales, cada intersección custodiada por oficiales fuertemente armados, cuyas miradas penetrantes escudriñaban cada esquina en busca de una amenaza latente. El aire llevaba consigo un olor acre, mientras patrullas blindadas surcaban las calles con la urgencia dictada por reportes continuos de incidentes violentos.
Al llegar a la estación, María fue recibida por un escuadrón de agentes, todos con la mirada fija en monitores que mostraban múltiples cámaras de seguridad, cada una revelando fragmentos de una ciudad al borde del colapso. Las noticias de asesinatos en masa, perpetrados no por criaturas deshumanizadas sino por vecinos, amigos y familiares consumidos por una ola de violencia psicótica, llenaban las pantallas.
El ambiente en la estación era de un nerviosismo contenido. Los oficiales intercambiaban información a gritos sobre la marcha, coordinando respuestas a los innumerables incidentes. El jefe de policía, un elfo de estatura imponente y mirada aguda, dirigía las operaciones con una calma que rayaba en lo sobrenatural, su voz resonando sobre el murmullo constante de la sala de comando.
María se equipó para lo que sabía que sería un turno más allá de lo rutinario. Armada y vestida con un chaleco antibalas.
Con la estación sumida en una cacofonía de reportes y coordinaciones, el jefe de policía, llamó a María a un lado y le asignó la tarea de investigar un incidente recién reportado en uno de los barrios más acomodados de Del Norte, una zona donde la riqueza solía blindar a sus residentes de la crudeza del mundo exterior.
Armada con su pistola reglamentaria y el pesado chaleco antibalas, María se dirigió al lugar indicado, un edificio lujoso que contrastaba marcadamente con las calles sombrías que había recorrido esa mañana. Al llegar, el aire se sentía cargado de una tensión invisible, el silencio del vestíbulo solo era interrumpido por el eco de sus propios pasos. Subió en el ascensor hasta el piso correspondiente, su corazón latiendo con fuerza ante la incertidumbre de lo que encontraría.
Al abrir la puerta del departamento, se encontró con una escena que helaría la sangre a cualquiera. En el lujoso salón, decorado con muebles elegantes y obras de arte moderno, un hombre, visiblemente alterado, sonriente y con la mirada perdida, estaba de pie con un cuchillo ensangrentado en la mano. Frente a él, los cuerpos de una mujer y una niña yacían en el suelo, bañados en un charco de sangre que manchaba la alfombra persa. El hombre murmuraba incoherencias, con los ojos desorbitados y un temblor frenético recorriendo su cuerpo.
María, con el pulso acelerado por la memoria del incidente que había marcado su carrera y casi la había llevado a prisión emergió con fuerza, pero sabía que debía actuar. Con la pistola apuntando firmemente al hombre, le ordenó que soltara el cuchillo. El hombre, sin embargo, parecía perdido en su propio mundo, ajeno a la presencia de la policía en su hogar.
Finalmente, y después de un eterno momento de duda, el hombre sonrió otra vez e hizo un movimiento brusco hacia María. Instintivamente, ella disparó. El hombre cayó al suelo, y el silencio volvió a apoderarse de la escena, solo roto por el sonido sordo de su cuerpo cayendo.
Tras asegurar la zona y llamar a refuerzos, María regresó a la comisaría, visiblemente afectada por el encuentro. Se disculpó con su jefe por la fatalidad del incidente, pero el elfo, con una serenidad que contrastaba con la violencia del día, le aseguró que no tenía que preocuparse.
Llevándola aparte, el jefe le reveló la naturaleza del horror que enfrentaban: un virus que alteraba la mente de los infectados, impulsándolos a cometer actos de violencia extrema contra aquellos más cercanos. Le explicó que cualquiera podría estar infectado y continuar aparentando normalidad hasta que cometieran el acto atroz. Podrían envenenar tu bebida, o tender trampas mortales, todo bajo una fachada de total normalidad.
María asimiló la información pero no podía evitar sentirse en la línea del frente de una batalla contra un enemigo que era tanto invisible como profundamente familiar.
Al finalizar su agotadora jornada, María regresó a su apartamento, ahora transformado en una fortaleza improvisada. La comunidad del edificio, unida por la amenaza común, había colaborado en atrincherar el lugar. Sacos de arena, tablones de madera y todo tipo de barricadas caseras adornaban el pasillo, transformando el ambiente en un búnker. María, al atravesar este escenario, sentía una mezcla de seguridad y claustrofobia.
Una vez en su departamento, se sentó en su viejo escritorio de madera, bajo la tenue luz de una lámpara de escritorio, y comenzó a escribir otra carta para la familia del niño orco que había matado. Estas cartas, llenas de disculpas y confesiones, eran su ritual semanal, un intento de expiación por su pasado. Aunque sabía que autoincriminarse podría tener graves consecuencias, el acto de escribir las cartas le ofrecía un consuelo necesario para continuar con su vida. Nunca recibía respuesta, pero cada carta enviada le aliviaba ligeramente el peso de la culpa.
Exhausta, María se recostó en su sofá para descansar un poco, pero su sueño fue breve. Pronto fue despertada por el sonido de disparos resonando en el pasillo. Sobresaltada, cogió su arma y llamó al departamento de policía buscando información. Al otro lado de la línea, su compañero comenzó a responder cuando de repente se escuchó un disparo y la comunicación se cortó abruptamente.
Mirando hacia el televisor, que había dejado encendido, las imágenes de la estación de policía en llamas llenaban la pantalla. La situación era caótica, con llamas devorando el edificio y reporteros cubriendo el desastre desde una distancia segura. Los disparos en el edificio no cesaban, aumentando su ansiedad y miedo.
En ese instante crítico, María salió al pasillo, pistola en mano, y se encontró con Violet, paralizada de miedo en su puerta. Rápidamente, la hizo entrar a su apartamento, cerrando la puerta con un golpe.
—¿Qué está pasando, María? —preguntó Violet, visiblemente asustada, buscando respuestas en los ojos de María.
María respiró hondo antes de responder, tratando de mantener la calma en medio del caos.
—Es un ataque... no solo aquí, en todo Del Norte. Algo terrible está sucediendo. —La voz de María temblaba mientras intentaba explicar la situación. Miró hacia la televisión, donde las imágenes del incendio en la estación de policía seguían transmitiéndose—. El departamento... la estación de policía ha sido atacada, probablemente por los mismos infectados o... no lo sé, por quien sea que esté detrás de esto.
Violet escuchaba, su rostro palideciendo con cada palabra.
—Pero, ¿por qué? ¿Quién haría algo así? ¿Y esos disparos aquí, en el edificio?
María apretó los labios.
—No tengo todas las respuestas. Solo sé que debemos mantenernos a salvo hasta que esto se calme. Tienes que quedarte aquí conmigo, es más seguro si estamos juntas.
Mientras los disparos y el caos continuaban afuera, María y Violet permanecían atrincheradas en el apartamento, escuchando el retumbar sordo de la violencia en las calles y pasillos de su edificio. La tensión en el aire era casi palpable, y a pesar del miedo, Violet volvió a preguntar, buscando comprender completamente la situación.
—¿Entonces, qué es exactamente este virus del que hablas? —preguntó, su voz cargada de una mezcla de curiosidad y temor.
María, con la mirada fija en la puerta como si pudiera ver a través de ella, comenzó a explicar con detalle lo poco que sabía. Describió cómo el virus parecía alterar la psique de los infectados, impulsándolos a cometer actos de violencia extrema, casi como si una parte previamente latente de su ser se hubiese despertado y tomado el control.
Violet escuchaba atentamente, y luego, con una voz seria, compartió una revelación sorprendente.
—Hace unos diez años, durante la investigación de un científico elfo, se hicieron pruebas en animales con un patógeno similar. La idea era utilizar a los animales como armas debido a la creciente ola de delincuencia en el mundo. Los comportamientos que describes... son muy similares a los observados en esas pruebas, excepto por un efecto secundario, mientras estaban bajos los efectos del patógeno todos los animales sonreían —explicó Violet.
María la miró, asombrada no solo por la información, sino por el nivel de detalle y conocimiento con el que Violet hablaba.
—¿Cómo sabes tanto sobre esto? —preguntó María, con una sospecha cautelosa.
Violet, sin embargo, evitó dar una respuesta directa, dejando un velo de misterio sobre su pasado.
Antes de que pudieran profundizar más en la conversación, la puerta del apartamento se abrió bruscamente. David entró, arrastrando a un hombre que aún llevaba una sonrisa perturbadora en su rostro. Sin mediar palabra, lo arrojó por la ventana del apartamento, un acto que las dejó boquiabiertas, la fuerza de David era descomunal.
—Si nos quedamos aquí, es solo cuestión de tiempo antes de que entren a matarnos —dijo David, mirando a María y Violet con una seriedad que no admitía réplica. Salgan si quieren vivir.
Tomando una decisión rápida, los tres salieron al pasillo, preparados para enfrentarse a lo que fuera necesario. El pasillo estaba infestado de unos veinte hombres, incluyendo orcos, lunarquidos y enanos, todos compartiendo la misma sonrisa macabra que el hombre arrojado por la ventana. Estos individuos, claramente bajo la influencia del virus, los miraban con ojos que brillaban con malicia y violencia contenida.
María, David y Violet avanzaron con cautela, cada paso medido mientras se abrían paso a través del corredor convertido en campo de batalla. María, con su arma lista, disparaba con precisión a aquellos que intentaban acercarse demasiado. David usaba su fuerza bruta, lanzando a los atacantes contra las paredes con golpes sordos y decisivos. Violet, aunque menos física, maniobraba hábilmente entre los atacantes, y los ayudaba a cubrir sus flancos. En medio del caos, lograron hacer el espacio suficiente para escapar por la escalera de emergencia.
Mientras María, David y Violet descendían precipitadamente, un crujido súbito y un grito de dolor rompieron la tensión de la huida. David había caído en una trampa: un mecanismo rudimentario pero brutal compuesto por una tabla con clavos largos y oxidados que sobresalían, oculta bajo una luz tenue que apenas daba visibilidad del camino. Cuando David pisó inadvertidamente la tabla, los clavos se incrustaron profundamente en su pie, traspasando su gruesa piel y causándole una herida sangrante y dolorosa.
Con el pie de David seriamente lesionado, el trío procedió con extrema cautela, notando ahora que el camino estaba esparcido con vidrios rotos, lo que añadía otra capa de peligro a su ya desesperada fuga. Los fragmentos de vidrio crujían bajo sus pies mientras avanzaban.
Sobre ellos, el sonido de los helicópteros patrullando la zona creaba un ruido ensordecedor, una promesa lejana de seguridad que no podían alcanzar. Atrapados dentro del edificio, el grupo no tenía otra opción que continuar su descenso hacia la salida.
Pronto, los sonidos de sus perseguidores resonaban detrás de ellos en las escaleras. Los infectados, con sus sonrisas grotescas y movimientos precisos, seguían su rastro con una persistencia alarmante. Corriendo piso tras piso, el trío finalmente llegó a una puerta lateral que conducía a la oficina del conserje, un pequeño refugio momentáneo.
Una vez dentro, cerraron la puerta con fuerza y se apoyaron contra ella, recuperando el aliento. La tensión acumulada estalló rápidamente en una discusión acalorada sobre quién podría ser el culpable de la caótica situación en la que se encontraban. David, con el pie sangrante y envuelto en ira, insistió en que esto debía ser obra de los elfos, que querían exterminarlos a todos.
Violet, quien había convivido con elfos y conocía de cerca su cultura, saltó en defensa de ellos, argumentando que los elfos no estaban alineados con tales extremos.
María, por su parte, sugirió que era gracioso culpar a alguien siendo un orco que daba fiestas y golpeaba todo lo que le rodeaba. La discusión se intensificó hasta que los sonidos de los infectados acercándose los hizo callar.
Dándose cuenta de que separarse solo aumentaría su vulnerabilidad, decidieron, a regañadientes, permanecer juntos. Salieron de la oficina del conserje y continuaron su carrera hacia abajo. Ambas le ofrecieron ayuda a David, aunque estaban seguras de que no podían sostener su peso, pero él se negó.
Cuando María, David, y Violet emergieron del edificio en un frenesí desesperado, se encontraron con un panorama apocalíptico. La calle, usualmente un corredor ordenado de actividad cotidiana, se había transformado en una grotesca galería de anarquía y destrucción. A su alrededor, el caos se había desatado con una ferocidad que desgarraba el tejido de la sociedad: vehículos embestían frenéticamente contra cualquier figura que les pareciera amenazante, personas aterrorizadas corrían en todas direcciones, algunas armadas con lo que pudieran encontrar, atacando a otros en un estallido primal de miedo y sospecha. Edificios cercanos mostraban signos de explosiones recientes, sus fachadas desgarradas exponiendo las vidas que una vez albergaron, mientras las llamas devoraban lo que quedaba de la estación de policía, reduciéndola a un esqueleto humeante de cenizas.
Ante este escenario dantesco, María sugirió dirigirse a un estacionamiento cercano, un espacio que creía todavía tenía autos que podían usar para escapar. Aunque David dudaba de seguir en grupo, la ausencia de opciones viables lo convenció de que la proximidad a María, armada y con experiencia, podría ser su mejor apuesta para sobrevivir.
Violet, observando la severidad de la herida de David, propuso un desvío necesario. "Debemos pasar por la gasolinera primero," insistió con urgencia. "Necesitamos vendas, antisépticos, algo para tratar tu pie antes de que se complique más. Si se infecta, no podrás defenderte ni a ti mismo."
David frunció el ceño, renuente. "¿Y qué utilidad tienes tú en todo esto? Al menos María tiene un arma."
Violet le sostuvo la mirada, su voz firme a pesar del caos que los rodeaba. "No soy solo una barista," confesó con una seriedad que cortaba el aire cargado de humo y cenizas. "Soy doctora. Es más crucial de lo que crees tenerme cerca."
David, enfrentado a la inquietante realidad de su pie posiblemente infectado, guardó silencio y sobre puso su mirada en un punto ciego, la severidad de la situación iba calando hondo. Finalmente asintió con reluciente pragmatismo, aceptando la necesidad de la habilidad médica de Violet.
Juntos, atravesaron las calles caóticas, esquivando enfrentamientos violentos y escombros ardientes. La gasolinera, milagrosamente aún intacta entre el desorden, se convirtió en su primer refugio temporal. Allí, entre surtidores de combustible y estantes saqueados, Violet rápidamente se puso a trabajar en la herida de David, limpiando y vendando con lo que pudo encontrar mientras María vigilaba tensamente la entrada, su arma siempre al listo, su mirada oscilando entre la compostura y el horror.
Mientras Violet atendía con precisión médica la herida de David en el improvisado refugio de la gasolinera, María, impulsada por la revelación reciente de Violet, aprovechó el interludio forzoso para indagar más sobre la situación peculiar de su compañera. "¿Qué hace una doctora trabajando en un café, aquí de todos los lugares?", preguntó María, su voz teñida de un asombro no disimulado.
Con las manos firmemente enrollando una venda alrededor del pie lastimado de David, Violet respondió con una franqueza desarmante. "No tengo licencia. Fui expulsada por un incidente trágico... maté a alguien durante una operación. Fue un punto bajo devastador en mi vida, perdí todo y me afectó profundamente. Esa es mi historia."
David, que había estado observando las hábiles manos de Violet, se tensó al oír su confesión. "¿Estás segura de que sabes lo que estás haciendo?", su voz revelaba una preocupación palpable mientras retrocedió un poco.
Violet le dirigió una sonrisa calmante. "Mantén la calma, soy muy competente en mi trabajo. Aquello fue un accidente del que me arrepiento todos los días de mi vida, todavía no sé cómo es que sucedió, podría haberlo hecho con los ojos cerrados, aún así soy responsable de mis actos."
Cambiando el foco de la conversación, Violet se volvió hacia María. "¿Y tú? ¿Qué historia te trajo a esta ciudad? Nadie llega aquí como premio a la mejor policía."
María, enfrentando su propio reflejo en las preguntas de Violet, optó por una respuesta que desviaba la profundidad de su verdadera historia. "Me atrae el peligro", dijo con una sonrisa torcida, reconociendo internamente que la verdad era mucho complicada de explicar, y más en presencia de un orco.
David y Violet, captando la ironía en sus palabras, no pudieron contener una risa breve que llenó el aire con algo distinto a la tensión. "Parece que conseguiste exactamente lo que deseabas", comentó David, aún sonriendo.
Con la herida de David adecuadamente tratada y la atmósfera momentáneamente aligerada por el intercambio de historias personales, se apresuraron a llenar una mochila con alimentos y cualquier suministro útil que pudieran encontrar. Justo cuando se disponían a dejar la gasolinera, un ruido inquietante golpeó la puerta del establecimiento. Dos hombres con sonrisas excesivamente amplias y ojos vacíos golpeaban el cristal, sus voces cantarinas solicitando entrada.
"¡Abran! Solo queremos charlar un rato", canturreaban con un tono juguetón que ocultaba una mortal seriedad.
Los tres compañeros intercambiaron miradas, comprendiendo al instante que esos hombres no eran aliados sino heraldos de la amenaza que seguía al acecho. Sin perder un segundo más, María, Violet y David se alejaron de la puerta, preparándose para enfrentar lo que sabían era inevitable.
Al encontrar la puerta trasera de la gasolinera, María, David y Violet se deslizaron hacia el estacionamiento cercano, un laberinto de concreto que prometía una ruta de escape temporal. Con la destreza de un ladrón nocturno, David manipuló el mecanismo de un coche, logrando ponerlo en marcha. El motor cobró vida con un ronroneo esperanzador, y los tres se apresuraron a entrar, ansiosos por alejarse de la escena de caos que Del Norte había llegado a ser.
Avanzaron hacia la entrada principal de la ciudad, donde esperaban encontrar el camino despejado para escapar. Sin embargo, al llegar, se toparon con una realidad mucho más sombría. Una cola inmensa de vehículos se extendía hasta donde alcanzaba la vista, todos paralizados, con sus ocupantes tocando cláxones en una sinfonía frenética de desesperación. A la distancia, se alzaban barricadas custodiadas por militares que, con una frialdad implacable, no dudaban en disparar a cualquiera que intentara salir a pie de la ciudad.
Presenciando esta brutalidad, un escalofrío de horror recorrió el grupo, y en un movimiento instintivo, retrocedieron. David, con una voz firme nacida de la urgencia del momento, propuso un cambio de planes. "Déjame manejar, María. Conozco otra salida."
Mientras intercambiaban posiciones, María sacó de la mochila una bolsa de sangre y comenzó a beberla con una necesidad palpable. David y Violet, a pesar de la gravedad de la situación, no pudieron ocultar su disgusto ante la visión.
David, intentando inyectar un toque de humor negro a la situación, comentó: "Prefiero ver eso a que me la saques del cuello."
María, con la bolsa todavía en la mano, respondió con una sonrisa torcida. "Me quebrarías los dientes con tu piel de orco."
Con un movimiento brusco, David puso el auto en reversa y aceleró, alejándolos de la entrada principal y llevándolos hacia una vieja fábrica abandonada que conectaba con las afueras de la ciudad. El edificio, una reliquia de tiempos más prósperos, se alzaba sombrío y desolado bajo el cielo nublado. Su estructura, corroída por el tiempo y el abandono, ocultaba una red de túneles que antaño servían para el transporte de materiales.
Entraron en los túneles con la precaución de quien conoce el peligro que aún puede acechar en las sombras. Los pasillos subterráneos, iluminados solo por la débil luz que filtraban las lámparas del coche, resonaban con el eco de sus pasos y el suave zumbido del motor. La atmósfera allí abajo era fría y húmeda, el aire cargado con el olor a tierra mojada.
Apenas emergieron de la oscuridad de los túneles, el mundo exterior les recibió con una ráfaga de balas que silbaban con ferocidad a través del aire, impactando contra el asfalto y el cascarón del vehículo con una violencia cruda y despiadada. Un auto militar, de apariencia imponente con su armadura de combate oscurecida y luces intermitentes que perforaban la bruma del amanecer, había empezado a seguirlos con una determinación implacable.
David, con un conocimiento casi instintivo de los terrenos áridos que rodeaban la ciudad, giró bruscamente el volante y condujo hacia el vasto y desolado desierto. El paisaje se desplegaba ante ellos como un lienzo de arena y roca, bajo un cielo que comenzaba a clarear lentamente. El auto militar, robusto y amenazador, seguía a David muy de cerca, sus neumáticos levantando nubes de polvo que se mezclaban con el rugido de su motor.
La persecución se intensificó a medida que David maniobraba entre formaciones rocosas y dunas de arena, tratando de usar el terreno a su favor. El auto enemigo, sin embargo, estaba equipado para el terreno árido, su diseño táctico permitiéndole mantener una persecución persistente. Las balas seguían zumbando alrededor de ellos, algunas golpeando el chasis del coche con un sonido metálico y sordo, otras chocando contra las rocas y enviando esquirlas de piedra a través del aire caliente.
Con el corazón latiendo y el sudor perlando su frente, David evaluó rápidamente el paisaje y, en un momento de claridad y audacia, dirigió el coche hacia una formación rocosa particularmente abrupta. Con un giro hábil y temerario, logró que el vehículo militar, menos ágil en el cambio repentino de dirección, perdiera el control. El auto militar impactó con violencia contra una roca gigantesca, el sonido del metal chocando contra la piedra resonó con brutalidad antes de que el vehículo volcara, girando en el aire antes de aterrizar de cabeza, un montón retorcido y humeante de lo que una vez fue una máquina de guerra.
Con el corazón aún en la boca y el adenalínico temblor en sus manos, los tres compañeros no se detuvieron para contemplar el caos detrás de ellos. Violet, tomando el volante con una determinación tranquila pero firme, permitió que tanto David como María descansaran en el asiento trasero, sus cuerpos y mentes agotados por el constante estado de alerta y acción.
El vehículo continuó su camino a través del desierto sin rumbo fijo, un mero punto avanzando en la inmensidad del horizonte arenoso. El desierto se extendía ante ellos en todas direcciones, un vasto mar de arena y roca bajo un cielo que lentamente se teñía de los tonos cálidos del amanecer. La quietud del desierto contrastaba con el frenesí de la persecución, ofreciendo a los tres fugitivos un momento de paz engañosa mientras se alejaban cada vez más de la ciudad que los había forjado y fracturado a partes iguales.
Después de un agotador viaje a través del desierto, María, David y Violet llegaron a una casa grande y lujosa, una isla de calma en la vastedad arenosa. Fueron recibidos por una mujer elfa y sus dos hijos, Harley y Alex, que habían elegido ese remoto refugio para evitar el tumulto de las grandes ciudades. La señora, cálida y acogedora, llena de amuletos espirituales y artefactos extraños, les ofreció comida y preguntó ansiosamente sobre el mundo exterior, mencionando que su marido había salido a investigar rumores de un virus.
A medida que la conversación se desarrollaba, la madre elfa, sin un ápice de prejuicio hacia la heterogénea composición de sus huéspedes, los hacía sentir en casa. La espiritualidad que impregnaba el hogar podía sentirse en cada rincón de lacasa, en cada gesto hospitalario. La noche avanzaba sin contratiempos hasta que el marido de la señora entró por la puerta con una sonrisa que no levantó sospechas al principio, saludó a cada uno como si lo conocieran de toda la vida, no llevaba vestimenta típica de un elfo, sino el vestido propio de las personas que practican una religión relacionada al budismo.
El hombre, con un gesto amistoso, sirvió una copa de vino para cada uno, y mientras bebían, escuchó atentamente las historias de supervivencia de sus invitados. Curioso, preguntó sobre sus ocupaciones en Del Norte. Todos respondieron, excepto Violet, que se mantenía en silencio y les hacía caras a sus acompañantes para que no digan nada. David, sintiéndose cómodo y sin pensar en las posibles consecuencias, reveló que Violet era una médica sin licencia. Después de eso rompió en carcajadas, nunca se le había visto tanta feliz, seguramente era el efecto de tantas oras sin comer en los orcos, la felicidad que sentía era admirable sabiendo todo lo que acababa de pasar horas atrás.
"¿Podrías repetir tu nombre?", pidió el elfo a Violet, su sonrisa ligeramente ampliada. Con una punzada de temor, Violet accedió. El hombre sonrió nuevamente y entonces reveló que el elfo que había muerto en su quirófano era su hermano, quien había viajado a la ciudad élfica por recomendaciones de su habilidad médica.
Recuerdo la cara de mi hermano diciéndome que la mejor médico del mundo lo operaria, que estaría de vuelta en casa en un segundo y no volvió más. – Exclamó el elfo que no desdibujaba la sonrisa de su cara.
En un instante, la atmósfera se tensó drásticamente. El elfo, con una rapidez perturbadora, se lanzó hacia Violet con un cuchillo en mano. María actuó instintivamente, sacando su arma y disparando al hombre en la cabeza antes de que pudiera alcanzar a Violet. Mientras tanto, David se interpuso entre los niños y su madre, quien, en un giro traicionero, intentaba herirlos con un fragmento de una copa que acababa de romper.
David logró reducir a la madre y la ató, intentando dialogar con ella, pero solo recibió su sonrisa inquietante como respuesta. La sala quedó sumida en un silencio pesado, roto únicamente por el llanto contenido de los niños.
María, con el rostro endurecido por la traición y la revelación, se enfrentó a Violet. "¿No hay algo más que deberías habernos dicho, por ejemplo, que mataste un elfo?" Su voz era una mezcla de ira y decepción.
David intervino, su tono era grave pero revelador. "Tú tampoco has sido completamente honesta, María. ¿Por qué no nos cuentas sobre el orco que mataste?, Racista de mierda..." "Pensaba matarte después de que Violet me curara sabes, pero necesitaba escuchar la verdad de tu boca antes de cerrártela para siempre."
María, con lágrimas bordeando sus ojos en lugar de una posición de alerta por la amenaza, explicó que nunca vio claramente quién era la víctima aquel día. Creyó estar salvando a alguien de otro ataque, no matando a un inocente. "La persona que viste murió por drogas, y las heridas que viste fueron autoinfligidas", concluyó David con la voz a punto de quebrarse.
David, movido por su propio juramento de dejar atrás una vida de crimen, reconoció el peso de sus palabras. "Quizás es por eso que aún estás viva, María, porque juré que nunca más volvería a hacerle daño a alguien después de lo que hiciste."
En ese momento de cruda vulnerabilidad, la televisión se encendió repentinamente, interrumpiendo el pesado silencio. El noticiero anunciaba que el virus se había propagado a otras ciudades y que el mecanismo de contagio seguía siendo un misterio. Los tres se quedaron mirándose, cada uno procesando las verdades reveladas, mientras fuera, el mundo continuaba su espiral hacia el caos.