Abandonamos la habitación donde se encontraba el agonizante Alex. Quería que descansase tras el esfuerzo realizado hablando con Blanca. A ella, como gran periodista que era, le gustaba enfatizar el lenguaje, yo no estaba acostumbrado a ello y quedé sorprendido ante su observación. ¿Dejarle descansar, para qué?, uno reposa para recuperar energías con las que retomar la vida con fuerza, uno sestea para seguir, pero cuando una persona va a expirar lo que quiere es vivir con intensidad sus últimos momentos. Yo lo trataba como si él no fuese a morir.
- ¿Por qué no le das un estimulante que le permita quemar los últimos suspiros con la gente a la que quiere, conmigo, en vez de dejarlo descansar?
Esta observación me dejó atónito. De entrada, pensé en las consecuencias clínicas, valoré los impactos que eso tendría en su deteriorada salud y calibré el lastre que esta dosis de drogas supondría para el enfermo. Pero eso ya no importaba ante la cercanía de su final. Él no me pertenecía y en su muerte se escondía mi fracaso, el fracaso por no haberlo podido curar.
Todos los que le rodeábamos velábamos por nuestro egoísmo, Aturo se preocupaba para alcanzar la cima, quería mantenerlo vivo y esperaba que después los gobernantes le catapultasen a la cumbre. Blanca, la recién llegada, vio la oportunidad de agrandar sus vanidades, de contar al mundo la desesperación de aquella lucha numantina por hacer prevalecer la voluntad individual frente a la legalidad, aunque ello implicase su muerte. Yo buscaba el saber por qué quería morir, aunque lo que realmente me importaba, era averiguar los efectos secundarios que producía la eternidad. Alex lo sabía y decidió no pagar su precio, no cruzar su umbral. A mí también me llegaría el momento y quería conocer lo que eso significaba.
Sedado, sobre su lecho de muerte, seguía respirando con dificultad y permanecía conectado al traductor encefalográmico y sus recuerdos se volcaban en el ordenador central de back-up cerebrales del hospital....