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Chapter 31 - ELLA, NATIVIDAD, MI AMOR -2-

.... el amargo sabor de aquella fruta me dejó la lengua áspera, el vello de punta y la carne de gallina. Habían pasado muchísimos años desde que la probé y sólo con pensarlo su aroma me venía a la cabeza, su recuerdo es tan fuerte que me hace estremecer. Desde que renací, no huelo tu fresca piel. Natividad, por ti me convertí en un homograma y desde entonces no siento las caricias de tus manos y he perdido el sabor de tus besos. Al morirte dejas huérfanos mis recuerdos y no los puedo enlazar con los olores, los sabores y las caricias de nuestro amor....

.... no se ganan todas las batallas, en un accidente perdí a Natividad de la misma forma que, sin esperarlo, perdí la lucha contra el negocio de las lucrativas Ninfas, hoy tan populares y aceptadas. Sigo creyendo que no las debimos autorizar. No sé dónde fallé para que el interminable pleno del CeCAR rechazase mi petición de prohibir la creación de esta, querámoslo o no, subespecie humana.

Al acabar la sesión fui a comer con el presidente del consejo. Tomábamos un lúpulo carbonizado cuando se nos acercó una encantadora mujer que me dejó prendado de su aroma natural y su espontánea sonrisa.

- Disculpen que les moleste, soy Natividad Yagüe, abogada, trabajo en el equipo de letrados del despacho de Carrión y Cernuda, C&C. He participado en la elaboración del dossier de alegaciones presentado por la asociación Proclonación Racional. Señor Rus, querría felicitarle, su exposición fue magistral, lástima que la profundidad de sus razonamientos no haya sido entendida por la mayoría del consejo. Resultaba evidente que íbamos a perder, con todo el dinero que había en juego pudieron comprar a los mejores cerebros del planeta y plantear un argumento cuyas falacias eran imposibles de descifrar. Lamento que hayamos engendrado a seres de segunda, cuyo único fin sea su utilización sexual. Los continuos derrapes legales nos pueden llevar a crear subespecies humanas que formen las razas de los trabajos despreciables que no sean aptos ni para los humanoides.

Aquel encanto de torrente no dejaba de hablarme mirándome a los ojos, me tenía fascinado, mientras yo, embelesado, me dejaba atrapar en su red. Por un momento pensé que estaba sólo sentado ante aquella aparición. Hacía tiempo que mis neuronas no bailaban tan alocadamente. Por fin titubeante y con voz temblorosa reaccioné, me levanté de la silla y le tendí la mano.

- Encantado de conocerla, le presento a Sebastián Paredes, presidente del CeCAR y director de investigación del hospital Memorial Cinco de Enero.

De pie entorno a la mesa continuamos hablando hasta que el camarero, con los entrantes en la mano, nos interrumpió. Sebastián, que estaba más fresco, reaccionó pidiéndole a Natividad que comiese con nosotros. Ella pasó toda la mañana en la sesión del consejo y solo habría tomado el tentempié de la pausa.

- También vine a comer, así que será un honor compartir mesa con ustedes, espero que me permitan continuar contrastando mis bases argumentales.

- Le servirá de poco, el caso ha quedado cerrado y no se volverá a presentar al CeCAR, la decisión es inapelable. – Apuntilló Sebastián

- Ya sé que no existe posibilidad de recurso y ha quedado cerrado para siempre, debatir con ustedes me permitirá conocer sus criterios y así mejorar mis argumentos en futuros pleitos.

Así, por azar, por la inquietud personal de una jovencita que quiso contrastar su experiencia con los sólidos principios de dos miembros del prestigioso consejo, la conocí, conocí a Natividad, conocí a mi amor.

Tenía ciento cuarenta años y una regeneración, desde el principio me produjo un cosquilleo que tenía olvidado. Los alucinógenos lúdicos a la carta habían hecho que se perdiese la sensibilidad humana, todas las sensaciones se vivían a través de fármacos elegidos del amplio catálogo que las ludoempresas nos proponían. Según sus prospectos no generaban ninguna adicción, ni dependencia, ni efectos secundarios. Fisiológicamente era cierto, pero nadie consideró que la apatía hacia la especie humana era su contraindicación psicológica. Esos productos fueron separando al hombre de las relaciones interpersonales, de los contactos humanos y más allá del trabajo, el hombre se había limitado a vivir en una colectiva soledad.

No sé si mis recientes vacaciones, en Santa María de Mave, me afectaron, pero mi interior hervía. Tenía que decidir entre ir al médico, para que controlase esta ansiedad, o ir a por ella y dar rienda suelta al instinto surgido de mi interior. Más tarde supe que esos retortijones eran amor. Primero opté por un exceso lúdico y pasé un desenfrenado fin de semana en Ludus Park de Annaba, la semana siguiente estuve tranquilo, no me vino a la cabeza ningún recuerdo. Todo recomenzó el lunes, durante la reunión del consejo no dejé de pensar en ella. Por fin comprendí que este mal sólo lo podría curar su presencia. Cuando terminó llamé al despacho de abogados C&C, un nudo en el estómago me asaltó desde que tomé la decisión hasta que establecí la comunicación. No se encontraba en su oficina, había salido de viaje, se hallaba resolviendo un asunto en Roma, así que, hasta su vuelta, dentro de tres semanas no podría verla. Ni usando mi influencia, como miembro del CeCAR, pude obtener su comunicador privado, era política de empresa que no iban a romper.

Ese día no me cundió nada, ni pude rendir el siguiente, no había forma de concentrarme y para no perder el tiempo, decidí localizarla por mi cuenta, llamando a todos los hoteles de Roma. Comencé y a las primeras indagaciones desistí de mi locura, había más de cuatrocientos cincuenta hoteles en la ciudad. Pero mi cabeza seguía imaginando ensoñaciones, quería verla, estar con ella, hablar con ella, poseerla. Estaba enfermo, así que me pasé por un psicoanalista, era la primera vez en la vida que iba a una consulta de ese tipo. Después de visitarlo tuve la sensación de haber derrochado mi dinero, me dijo que mi estado de ansiedad era normal, que se debía a un simple enamoramiento y que la falta de costumbre hacía que sus efectos fuesen más alocados y me recetó píldoras de autocontrol. Además, me aconsejó que le contase, en persona, mis sentimientos para ver si ella los compartía, lo que incrementó mi angustia.

En el trayecto a casa me vino la gran idea, se me ocurrió llamar a Itziar para que me pusiese en contacto con alguien del mundillo de la computación que me ayudase a localizarla.

- Buenas noches, ¿Alex Rus?

- Sí, soy yo, ¿con quién hablo?

- Soy Fran Redondo, Itziar, una amiga común me ha llamado para que le ayude a buscar

a una persona que se encuentra hospedada en Roma.

- ¡Ah, sí!, ¿cómo puede hacerlo?

- Soy ingeniero en telecomunicaciones y doctor en lenguajes interactivos de

comunicaciones cibernéticas, acabo de adaptarle un programa capaz de mantener conversaciones autónomas con los androides de recepción de los hoteles que le permitirá localizarla en poco tiempo.

- ¿Para ti que es poco tiempo?

- Eso depende del nodo de transmisión que tengas en casa. ¿De qué generación es el controlador central de tu vivienda?

- Es un H52-hábitat.

- Malo, entonces va a ser un poco lento, sólo puede establecer un centenar de conexiones simultáneas. Te envío el programa, lo activas y le documentas su ficha de identificación personal, cuantos más datos le des más argumentos tendrá para dialogar con su interlocutor. Espero que antes de una hora te la encuentre. Un saludo.

- Muchas gracias, te debo una.

No me lo podía creer, seis minutos más tarde tenía localizada a Natividad, así que llamé

al hotel Fontana, en persona, para asegurarme. Cuando hice la pegunta pronunciando su nombre, mi estómago se encogió formando una bola, se tornó duro como una piedra y expulsó una ola de fuego cuyo calor se disipó por mi cuerpo enrojeciendo mi cara. Al oír sí, no pude resistirlo más y bruscamente colgué. Eran las tres de la madrugada cuando retomé el pulso de mi cuerpo, debí llamar al incompetente del psicólogo para que viese que lo que me estaba pasando era una enfermedad y no síntoma normal de un intenso enamoramiento.

A las siete ya estaba de pie, me fui más temprano al trabajo, tenía la sensación de que me había pasado por encima un tren de mercancías. La noche y las pastillas lograron aplacar la ansiedad de mi cuerpo, pero a medida que la mañana avanzó, comenzaban a prenderse los rescoldos de mi pasión. No podía más, necesitaba verla, estar cerca de ella y decidí provocar un fortuito encuentro. Le pedí a mi asistente que reservase tres noches en el hotel Fontana, quería pasar el fin de semana en Roma, el lunes volvería directamente al despacho. Era viernes y cuando terminé de trabajar cogí un transporte supersónico que me trasladó a la ciudad eterna.

Llevaba más de una hora y media, impaciente, sentado en un sillón de la recepción del hotel, mirando fijamente la puerta, esperándola. Tenía el cuerpo tembloroso, no podía controlar mi ansiedad y afortunadamente los brazos del sillón sujetaban mi desesperación. A las ocho vi su cabellera despuntar por el horizonte de la escalinata del hotel, a medida que

ascendía su figura se desvelaba y de repente quise que la tierra me tragase. Iba alegremente hablando con un atractivo hombre. El desenfado familiar de la escena hacía presagiar que se conocían, que entre ellos había mucha empatía y que en aquel lugar sobraba yo. Sonrojado me fui arrugando hasta esconderme detrás de la primera planta que encontré. Me invadió una infinita tristeza, mezclada con rabia y melancolía, que ayudaban a emerger, del más profundo interior, el mayor de los ridículos jamás vivido. Agarrotado e inmóvil me confundí con el mobiliario que me envolvía hasta que una suave mano me rescató.

- ¡Alex!, – Al escuchar la dulce exclamación de mi nombre en su boca me fundí por culpa de mis acalorados sentimientos. – ¡No me lo puedo creer!, ¡divina casualidad!, hace media hora, cuando terminé la reunión, te llamé al trabajo, no estabas y no quisieron darme tu número privado. ¡Desde que me dijeron que me buscabas, no he dejado de pensar en ti!

No podía responder, me encontraba asustado, como un chiquillo al que le han pillado en una gamberrada, la presencia de aquel hombre había súbitamente cambiado mis planes, había inmovilizado mi voluntad. ¡Qué ridiculez haber abandonado todo para venir a buscarla creyendo que estaría esperándome, cual Mesías, con los brazos abiertos!

- ¡Natividad, qué sorpresa! – Contesté con la voz más firme que pude pronunciar. - ¿Qué haces por aquí?

- Yo, nada, venía a ver a un amigo, pero no está, ya me iba.

- De eso ni hablar, hoy cenarás conmigo.

- No, ¿y tu acompañante?, mejor que cenéis los dos, si me marchaba.

- ¿Samuel?, ¡que cene sólo, ya estoy harta de comer toda la semana con el pesado de mi colega!, ahora quiero estar contigo.

Girándose le envió una confidencial sonrisa con la que le pidió que la dejase pasar la velada conmigo. El corazón retomaba su pulso llevando precipitadamente sangre a mi blanco cerebro, ahora temía que la fuerza de las palpitaciones llamara su atención. La media hora que me pidió para arreglarse sirvió para que retomase un poco el control de mis emociones.

La noche fue extraordinaria, no recuerdo ni lo que comí, ni lo que bebí, sólo me acuerdo del magnífico sitio al que me llevó, era un lugar ambientado en la época del imperio romano, el restaurante Ninfeo, estaba situado frente al Coliseo, en el parque Trajano y allí, sin darme tiempo a que mostrase mis cartas, me declaró su amor, ella también hervía por dentro y tenía ganas de encontrarme. Absorto en su imagen, hablamos de mis cosas, de mis sentimientos, de mis deseos. También hablamos de sus cosas, de sus sentimientos, de sus deseos y al final de la velada los convertimos en nuestros. Con ella no quería tener ningún secreto y le confesé la locura que terminaba de hacer.

Tantos años sin acariciar un cuerpo, sin tener una copulación real, que tuve miedo, necesitaba tiempo para prepararme. Durante el trayecto de vuelta al hotel le pedí una tregua antes de penetrar en su interior. Nunca había generado esa adrenalina natural que me hacía flotar durante todo el día, observando la realidad desde la felicidad. Estaba impregnado de su belleza, de sus aromas, de su melodía y de sus sabores, de manera que, si alguno de ellos

aparecía, inmediatamente los demás me venían a la cabeza y al cerrar los ojos todo encajaba y revivía el instante que con ella había pasado. Todas las cosas funcionaban perfectamente, incluso cuando iban mal, salían bien, porque el optimismo desbordante me hacía encontrar imaginativas soluciones.

Poco a poco fuimos urdiendo juntos un mundo hasta que estrechamos nuestra convivencia en un mismo hogar. Hilar, me parece más apropiado que urdir, así se estaba gestando nuestra relación, como una hebra, en la que, paulatinamente, las diferentes fibras de nuestros seres se iban convirtiendo en hilo con el que bordábamos el lazo de nuestra unión, sobre el tapiz da la vida. Vivíamos juntos en su ático, así, durante sus largas ausencias profesionales, sus aromas arropaban. La casa era para mí frasco de sus deliciosas fragancias. En la antigüedad debió ser tan fácil mantener un vínculo sentimental entre las personas, éstas no eran centenarias y su brevedad facilitaba la convivencia hasta que la muerte les ponía fin. Siempre se añora lo que no se tiene, y yo añoro la muerte, porque ella me unirá con mi enamorada.

Éramos considerados excéntricos por las aficiones que compartíamos, vivir al lado de la tecnología suponía aceptar unos riesgos impensables para nuestros coetáneos, lo que fue natural desde que el hombre comenzó a colonizar este planeta, ahora provocaba estrés ambiental y lesiones físicas. ¡Qué barbaridad ponerse a andar durante dos horas sin haber pasado previamente por el calibrador de esfuerzo!, ¡qué osadía no inhalar aire de atleta porque corríamos en el parque de la ciudad en vez de hacerlo en un atletódromo!, ¿cómo podíamos soportar el esfuerzo sin respirar el aire enlatado con las proporciones precisas de oxígeno, humedad y reconstituyentes que nuestro cuerpo necesitaba? Para nosotros era mágico enfrentarse al azar que se produce cuando estás en contacto directo y no programado con la naturaleza, esa espontaneidad nos fascinaba.

Una tarde, haciendo surf frente a la playa portuguesa de Peniche quisimos descansar del fatigante esfuerzo de surcar olas. Nos apeteció flotar, asidos a nuestras tablas, en vez de recuperarnos tumbarnos en la ardiente arena. Las llevamos mar adentro y durante un rato, un largo rato, cogidos de la mano cerramos los ojos dejándonos mecer por su placentero balanceo. Relajados perdimos la noción del tiempo. Cuando volvimos a la realidad, casi no se veía la costa. Una fuerte resaca marina nos había alejado de ella, engulléndonos en el inmenso atlántico. Cualquier esfuerzo que hacíamos, remando con nuestros brazos para acercarnos a tierra, era improductivo, toda la energía gastada para avanzar hacia ella era ampliamente contrarrestada por la fuerza de la corriente que tiraba de nosotros hacia el interior.

A la deriva, debíamos actuar rápidamente si no queríamos perecer, atamos las dos tablas para que no tomaran rumbos distintos y cada una de ellas la anudamos a nuestro brazo, confiando nuestro destino a que pronto virase la mar. En esos momentos, cuando la vida aprieta su continuidad, lo vi claro y decidí que sin ella no merecía la pena vivir. Natividad más pragmática pensó que lo importante no era con quién morir, lo primordial era seguir compartiendo los días con la persona que amas. Se aferró a la tabla y me propuso remar en dirección sur y beneficiarnos de la orografía del país para con suerte llegar a Praia das Maçãs,

la nariz de Portugal o a la bahía de Lisboa en el caso de que las corrientes nos devolviesen más tarde a la costa.

Abrigados por nuestros monos térmicos podríamos soportar las frías aguas del oscuro mar. La noche comenzaba a reinar por el levante, en dirección a la costa, pintando de negro el azul del cielo y llenando de temores mi cabeza al percibir que todo a mí alrededor languidecía. Le tomé la mano para sentir su aplomo. Ella reconoció en ese gesto la aparición de mis desasosiegos y vino rápidamente en mi auxilio.

- Alex, recorre el cielo de derecha a izquierda y verás colorido espectáculo de la bóveda celeste. Más tarde, la noche le colgará las estrellas.

- Todavía hay mucha luz para poderlas ver.

- Las estrellas ya vendrán, ahora saborea este instante de cielo coloreado.

En efecto, la costa se ceñía de azul oscuro y zaino. A medida que giraba la cabeza, trazando

el arco de la bóveda celeste, el azul se clareaba y a partir de mí comenzaban a pintarse los cirrostratos de morado para terminar anaranjados. Mi vista tornaba apacible a poniente hasta que topó con el deslumbrante sol irradiando su amarillo canario. Aquella espectacular imagen basculó hacia el pánico cuando imaginé que todo lo perdería si la mar me tragaba. Intentaba controlar mis temores, pero los temblores de mis extremidades me delataban. Natividad lo intuyó y me abrazó susurrándome al oído que soltase las manos de la tabla para enfrentarme a la profundidad del mar, dejándome engullir asido a su cuerpo. Dos metros más abajo las tablas nos sujetaron y mis angustias fueron desapareciendo a medida que la tranquila calma nos llevaba hacia la superficie.

- Ves, por muy hondo que sea, el mar no nos atrapará. Ahora debemos mantenernos toda la noche despiertos para combatir al frío, nuestro gran enemigo.

Pasado un tiempo, un punzante dolor me estremeció cuando quise achuchar su cuerpo para abrazarla. Traicioneramente el frío se apoderó de mis manos y de mis pies, volviéndolos insensibles, yo comenzaba a sentirme derrotado. Natividad con su dulce voz me había alejado de la realidad, haciendo planes para el cálido futuro que nos aguardaba. Cogió con sus dos manos mis mejillas y me besó para darme un poco de calor.

- Mueve suavemente los dedos para que se vayan desentumeciendo.

- No puedo, no obedecen mis órdenes, no se menean.

Insertó su mano entre mis agarrotados dedos abriéndolos, luego con la palma los volvió a

cerrar, entonces supe que ella también sufría en silencio, apenas le quedaba fuerzas para mover los suyos. Tenía que luchar con ella, no podía hundirme ahora que, con su amor, la vida se llenaba de sentido. Deslicé su mano sobre mi cuello depositándola entre mi hombro y el traje térmico que me calentaba. A los pocos segundos la sacó acariciando mi cara en su camino de vuelta hacia la tabla.

- No disipes más energía, la carga de los trajes tiene que aguantar hasta el alba.

Se giró y con su mano señaló el firmamento, enseñándome una estrella brillante llamada Estrella Polar. Me contó unas historias increíbles de antiguos navegantes que la utilizaban para

orientarse por la noche, pues en nuestro hemisferio siempre indica el norte. Me enseñó los nombres que formaban sus dibujos, llamados constelaciones, que sirvieron para hacer los horóscopos que marcan el destino de nuestras vidas, como la de Tauro o la de Capricornio, o para hilvanar mitologías, como la de Andrómeda o Casiopea, o para orientar a navegantes como Osa Mayor o la Osa Menor que en el extremo de su cola se encuentra la citada Estrella Polar. Pasó horas hechizándome con innumerables leyendas, alejándome del frío mar.

El infatigable péndulo volvió a bascular en sentido inverso. El sol comenzaba a desteñir el oscuro levante, borrándole sus estrellas. A medida que amanecía el horizonte se aclaraba, marcando sobre nosotros la cercanía de la esperanza. Como ella predijo, y la fortuna nos ayudó, la resaca había desaparecido y el mar nos acercaba a la costa. Cuando el sol iluminó completamente el cielo, conseguimos llegar a las playas de Santa Cruz, veinticinco kilómetros al sur, y un poco más arriba de lo esperado. Su pericia y el conocimiento de las estrellas, nos llevó a buen puerto.

Exhaustos, nos tumbamos boca arriba, sobre la blanca arena de la playa para que el calor penetrase en nuestros semidesnudos cuerpos, así recobramos la energía perdida en la inesperada aventura nocturna. A media mañana, con la llegada de los primeros bañistas enfundamos nuestros trajes y regresamos a Peniche. Recuperamos nuestros enseres y volvimos a Madrid.