.... Todo lo que el hombre puede imaginar termina ocurriendo y nosotros no lo intuimos. Ni mi equipo ni yo pudimos imaginar que uso darían otros a la tecnología desarrollada. Nosotros recorríamos el camino que nos llevaba hacia la eternidad y no prestábamos atención a las ramificaciones que otros encontraban.
Quería aclarar mi conciencia, poner en orden mi ética. Lo que mi razón aceptó, matar a Petraclón, destruir a una cobaya con apariencia de mujer, no coincidía con lo que mis ojos veían, un ser humano con apariencia de mujer. Ella era una cobaya con fecha de caducidad y cuándo su hora se cumplió la matamos, enterrando su cadáver en el estercolero de nuestra conciencia, envuelto con la manta de nuestra profesión.
Para poner ordena mi mente, decidí tomar unas vacaciones no convencionales y reencontrarme con la naturaleza, quería ralentizar la ajetreada vida que había tenido en los últimos años. Así que me decidí por volver a los círculos naturalistas, ellos garantizaban un trato humano, personal y creativo. De todos los miles de ciberpropuestas, opté por la paz de los antiguos monasterios románicos castellanos. Pasaría unas vacaciones de tranquilidad y de apacible naturaleza, viviría como un monje. Tomando como base el monasterio Santa María de Mave, haría cuatro rutas del románico castellano andando, como un antiguo peregrino, por las medievales sendas del campo palentino. Alternando con el senderismo cultural, tendría jornadas temáticas para aprender oficios ya extinguidos. El programa nos dejaba media tarde libre para dedicarla a la lectura o al fresco reposo, a la sombra de los fresnos.
Para prepararme tuve que hacer algunas compras. Siguiendo las recomendaciones de la organización, adquirí unas botas de senderismo, calcetines gruesos de algodón y un equipo completo de montaña, pantalón, camisa, suéter y chubasquero. La experiencia que pasé, en Grecia, me hizo usar el calzado durante ciertas tardes para que se reblandeciese y mis pies se adaptasen.
Alquilé un autotransporte y me fui a Santa María de Mave, pueblo en el que se ubicaba el antiguo monasterio Benedictino, en el corazón de las llanuras de Aguilar de Campoo. Es un edificio románico, pétreo que envuelve a un atrio rectangular y en cuyo centro hay un pozo. Tiene dos milenarios robles que dan sombra a la esquina sur. La primera sorpresa, de aquella impactante experiencia, la tuve cuando me dieron de alta en la recepción, las habitaciones se identificaban por el nombre del último monje que la moró. A mí me asignaron la celda de fray Bartolomé, en la segunda planta. Subí por la milenaria escalera de piedra hasta alcanzar el forjado, que conducía a mi habitación, la vieja madera crujía al pisarlo. Entré en la diminuta estancia de dos metros y medio de ancho por tres de largo. De mobiliario espartano, tenía una cama, un armario, una pequeña mesa de lectura, una silla y un austero cuarto de baño. Me atrajo un ventanillo que daba a la huerta del monasterio, corrí el pestillo de metal, incrustado en el marco cuadrado de madera y lo abrí para que corriese el aire, pero entró el silencio. Era la primera vez en mi vida que no oía nada, ningún sonido, ningún ruido, era la primera vez que escuchaba el espeso silencio. Debí pasar una inmóvil hora, con la mente en blanco, observando a través del ojo del ventanillo desde el verde del huerto, hasta el azul del
cielo que apuntaba por encima de las lejanas montañas. La cena, de menú único, se servía para todos los huéspedes a la vez, y al ver la tardía hora bajé inmediatamente. Cuando terminé pedí si tenían polvo de estrellas para evadirme, antes de irme a la cama.
- No, al natural las tenemos en el jardín, pase y coja las que usted quiera. En este hotel no tenemos ningún tipo de alucinógenos evasores, ni recomendamos que los tome, aunque se los haya traído. ¿Le sirvo un gran vaso de té frío con hielo y miel?
Salí al jardín, me senté en una mecedora de rejilla de mimbre con un fino cojín de plumas en su respaldo, al lado de un velador, donde el camarero dejó el frío vaso sudoroso. Al poco tiempo nos quedamos iluminados por la claridad de la luna creciente y siguiendo su consejo, esperé a que ésta se apagase, dando paso a un negro firmamento lleno de blancas estrellas. Aquella inmóvil imagen, la sinfonía de silencio y los aromas del verde campo, que el fresco rocío de la noche levantaba, iban regenerando mi interior. Me sentía pequeño al saberme observado por el infinito universo. La fría calidez de la noche empapaba mi cuerpo tonificándolo sin necesidad de ungüentos, pastillas y apósitos. Comenzaba a encontrarme a mí mismo, a sentirme feliz.
Fui repitiendo, como un ritual, las marchas por el solitario bosque de castilla, sazonándolas con los talleres artesanales. Alimentar al ganado de la granja, ver pastorear a los cervatos, recoger los huevos de las gallinas y elegir a los animales del corral que servirían de ingredientes a nuestras comidas, me produjo un gran placer que lleno mi interior y me ayudó a pasar la página de esta etapa de mi vida. Matar para comer o matar para vivir eternamente, es lo mismo, es una opción que uno toma en la vida.
La machacona realidad me devoró al regresar a Madrid.
Tarde o temprano, deberíamos hacer públicos los resultados de nuestras investigaciones, habría que informar al mundo sobre la gestación del homo-latente. Para ello preparamos un informe de los trabajos, que presentamos al CeCAR para que autorizase su difusión. Nos encontrábamos ante una duplicación de la vida y no ante la eternidad. Utilizando un TE-4G podíamos copiar la mente de una persona a un ordenador y de éste a su homo-latente, cuyo cerebro estaba en blanco, creando un duplicado exacto de la misma persona, su copia vital. La única diferencia entre ambos, serían las experiencias vividas desde el día que se hizo la copia mental y el día en que la persona murió.
Ahora, debíamos concentrarnos en subir el último escalón para alcanzar realmente la inmortalidad. Teníamos que resolver cómo vaciar o aligerar los cerebros saturados de los hombres longevos. Si queríamos vaciar el cerebro, nos faltaba definir el proceso para separar las ideas y vivencias esenciales de aquellas superfluas e innecesarias. Esa era la forma de prolongar la vida y de evitar los colapsos cerebrales. Lo demás, fueron peldaños necesarios en nuestra subida al olimpo.
Cuando apareció el TE-5G, ascendimos otro escalón. Por primera vez, podíamos programar funcionalidades cerebrales básicas, lo que facilitaría la tarea de corregir los fallos que se producían durante las grabaciones mentales de las copias informáticas. Tarde o
temprano, lamentablemente, alguien le encontraría otras aplicaciones que no habíamos imaginado.
Un inesperado día, me mandaron el informe Ninfas para que lo analizase. Tenía que presentar un dictamen en sesión plenaria de CeCAR. Desde que éste se fundó, intuía que algún día le dedicaríamos tiempo a temas filosóficos y la ocasión había llegado. Así que me puse a estudiar los ficheros que recibí en las carpetas de mi directorio del consejo. Una empresa, que fabricaba productos para la evasión lúdica, nos pedía autorización para realizar las primeras Ninfas con homo-latentes.
Aprovechando la aparición de la última generación de traductores encefalográmicos, los TE-5G, proponían programar el cerebro de homínidos clonados, tanto de sexo masculino como femenino, para que respondiesen a funciones sexuales, bloqueando de su cerebro el resto de las conexiones. Esto impediría que tuviesen recuerdos, convirtiéndolos en meros autómatas lúdicos, pero biológicos e idénticos a nosotros.
Cuando empecé a analizar el dossier, vi que era consistente. Comenzaron por repasar toda la legislación que regulaba la creación y posesión de animales clónicos. Sin quererlo, nos habíamos extralimitado en la clonación de animales, la ley permitía realizar mascotas a la carta. Comenzamos por reproducir a nuestra querida mascota, recientemente fallecida y terminamos por crear más especies de las que habíamos destruido. Luego asimilaron las Ninfas con los animales, ya que su capacidad racional estaba bloqueada. Admitiendo la no racionalidad de las Ninfas, concluías que éstas eran una mascota a la carta, el silogismo expuesto en el dossier era irreprochable. La nueva raza de compañía, eran humanoides, no tendrían función reproductiva y sólo se podrían obtener por clonación. Éstas servirían para satisfacer nuestro instinto sexual primario con contacto físico y carnal. Suplantando la soledad que los alucinógenos nos creaban.
Frente a este planteamiento, teníamos los puristas. Éstos argumentaban que su autorización sería abrir una puerta a la creación de subespecies humanas, de hombres a la carta. Avalados por complejas justificaciones, los grupos Proclonación Racional, pedían limitar el uso de homo-latentes para lo que inicialmente fueron creados, para alargar la vida de los hombres.
Mi propuesta al Consejo fue de no autorizarlas. El desconocimiento que aún teníamos de los homo-latentes aconsejaba ser prudentes y esperar hasta comprender las transferencias mentales completas y tener una amplia experiencia. Mi opinión no fue mantenida en el consejo y tras deliberación, el CeCAR decidió conceder la explotación de las Ninfas bajo licencias restrictivas que daría el consejo mundial de sanidad.