Me trataron con mucho desprecio, el mismo que yo sentía por encontrarme en esta fría celda de la comisaría de la guardia nacional. Estaba aislado y apartado de mi profesión. Fuera de mi hábitat natural, comencé a ver la vida desde otra óptica, desde la óptica de un delincuente. Justifiqué la bondad de mis actos y odié a los que me recluyeron en esta gélida habitación. Aborrecí aquel despotismo justiciero que me aplicaban, amparados en el formalismo legal, me habían, vilmente, retenido. El villano de mi jefe, con el apoyo del fiscal, me incriminaba de unos hechos distorsionados. Era yo quien defendía que se aplicase, a mi paciente, la ley vigente y ellos quienes, con la vigente ley, me encarcelaban. Más tarde, comencé a dudar, pensé en la injusticia que iba a cometer dejando morir a mi paciente, de una curable enfermedad. Si pudiese la subsanaría, pero ahora ya era tarde y otros lo harían por mí. El rodillo compresor de la justicia se había puesto en marcha y no había quien lo parase, de nada serviría protestar. Paciencia, mucha paciencia, sólo me quedaba esperar a que se celebrase mi causa oral. Necesitaba un abogado y algún guardia que me escuchase para solicitarlo.
El tiempo se paró. En aquel blanco habitáculo, el sepulcral silenció detuvo el reloj. El ansía me carcomía y debía controlar mis nervios si quería mantener la cordura. Pensé, pensé en él, en el hospital, en el ordenador central que recogía los pensamientos de Alex y los almacenaba. Quizá sus circuitos ya conociesen por qué quería morir, esta era la causa de mí desconcertante situación. Cerré los ojos y visualicé la pantalla con el espectrograma que recogía sus pensamientos....