.... abrir las puertas a la longevidad implicó manipular el reloj biológico del hombre, causando desfases entre el físico y el psíquico. Confrontar a un cuerpo, siempre joven, frente una mente que envejecía y se saturaba a medida que acumulaba más y más experiencia, era muy difícil de compaginar.
... mientras el futuro me esperaba, yo seguía subiendo los peldaños de la escalera de mi vida. Nunca tuve la sensación de estar en un rellano que me permitiese descansar para gozar de la lenta y plomiza vagancia. El hospital me absorbía hasta ser el centro de mi vida, siempre estaba trabajando frenéticamente para alcanzar cada uno de los nuevos retos que los avances me marcaban y que yo me imponía.
... más allá de la profesión mi existencia era solitaria, estaba rodeado por superficiales compañeros de diversión. En aquella época, todos los hombres nos movíamos por pautas que reflejaban el apoltronamiento a una sociedad sin afectividad y sin capacidad para la improvisación. Vivíamos, consumíamos y nos explayábamos según pautas globales y homogéneas. Habíamos llegado a desarrollar tal diversidad de drogas que podíamos refugiarnos en ellas y prescindir de las relaciones humanas. Éstas se compraban para consumo colectivo en los show-rooms o individual en los muebles shopping-bat de nuestros apartamentos. Todo envasado en excelentes dosis condensadas y sin efectos secundarios, los divertógenos cubrían todos los sentidos e instintos conocidos. Todos, menos el tacto, y como éste no se podía vender se desarrollaron las orgías sensuales para sentir el cálido contacto de los seres vivos, que no de las personas.
Un domingo tras una orgía sensual, me levanté vacío, me sentí atraído por el vértigo que la nada creaba en mi interior y decidí lanzarme a sus brazos. Hastiado, opté por apuntarme a uno de esos inframundos marginales que prometen sensaciones primitivas y salté a un oscuro pozo buscando acabar con mi soledad.
¡Qué difícil es huir cuándo no sabes hacia dónde dirigirte! Quería acabar con el deambular por una existencia incuestionada de la vida, desde que comenzara la Era Llonga, todos estábamos sumergidos en ese mar sin horizonte. Me alejé tomando el sentido opuesto, buscando el origen de las cosas y me paré, no supe cómo elegir entre las doscientas cincuenta mil asociaciones primitivas que te prometían sensaciones naturales. Al fin opté por hacer senderismo apuntándome a la Fundación Atenea de Senderismo. El próximo fin de semana ofertaban el descenso del río Aqueronte. Me hizo ilusión zambullirme en las mismas aguas que narra la mitología griega, aquellas que sustentaban la barca de Caronte para transitar de la vida al mundo de los muertos cruzando el río Acheron. Recobrar las sensaciones vitales de forma natural, bajando a nado uno de los pocos ríos vivos que existen en Europa, era excitante. Los cincuenta y dos kilómetros de longitud del río lo íbamos a recorrer en dos etapas, la primera que iría desde el nacimiento hasta el pueblo de Glyki y desde allí hasta su desembocadura en la concha de Ammoydia.
Mi primera sorpresa fue el madrugón que me di. Como buen espécimen urbano al levantarme quité las etiquetas de mis chanclas acuáticas, de doble suela, que me protegerían
de los chinos puntiagudos del río y me las puse con calcetines gruesos, tal como preconizaba la organización. Llegué a las seis, puntual a nuestra cita en Derviziana, desde allí remontamos la montaña hasta el nacimiento del río. Diez personas íbamos a lanzarnos hacia una aventura pasajera de contacto con la naturaleza.
– Estáis acostumbrados a que os den las instrucciones de cómo funcionan las cosas, y la vida antigua no es así. – dijo el guía tras darnos la bienvenida – Habéis venido para iniciaros en conocimiento de las experiencias naturales y estas son personales, cada uno tiene un sentimiento que no depende de lo que percibe su compañero, depende de la emoción que él haya sentido. De eso se trata, de que aprendáis a sentir por vosotros mismos y no por las activaciones neuronales provocadas por los ludofármacos. Queremos que sepáis que el placer de la vida lo da su carácter efímero y transitorio. En este mundo donde la juventud y longevidad nos hacen olvidar que el tiempo es un martillo pilón, que termina por aplastarnos, hemos de aprender a saborear los segundos que vivimos. El río es vuestro tiempo, los dos días de descenso son vuestra vida. Los miedos, las sensaciones, las alegrías y los sufrimientos que experimentéis durante el descenso, han de serviros para aprender que se vive porque se siente. A las siete se pone en marcha el reloj, habrán superado la prueba todos los que lleguen a Ammoydia antes de medianoche de mañana.
– ¿Dónde se encuentra el primer punto de avituallamiento? – Preguntó un atónito expedicionario.
– Donde tú quieras. – Le dejó boquiabierto el guía
– ¿Cómo nos pondremos en contacto con el transporte aéreo para que nos deje la comida cuando queramos comer? – Insistió otro, no convencido de la respuesta que le habían dado a su compañero.
– No hay nada hasta el final de jornada. Glyki es el punto intermedio de descenso, allí haréis noche y cuando lleguéis tendréis lo que os haga falta, hasta entonces sólo disponéis de vuestro quid de supervivencia. Permitidme un último consejo, comenzad a caminar, a las doce se cierran las puertas del albergue. Yo me voy, allí os espero.
– ¡Oiga, oiga no ha dado las reglas de juego! - Le espetó una chica.
– Queda prohibido matar, si os hacen falta más reglas las escribís, pero si queréis llegar a tiempo comenzad a caminar.
Se dio media vuelta, subió al helitransporte y se marchó. Así comencé otra vez a sentir temor, algo que había olvidado desde que terminé mi vida como miliciano. La gente se puso en marcha siguiendo el cauce del riachuelo que de una fuente manaba. No podía creerme la cantidad de errores que había cometido, el apoltronamiento y doscientos años de vida acomodada habían borrado los instintos básicos de supervivencia que, de repente, afloraron ante mis atónitos ojos.
Ella se quedó rezagada, observándome preocupada y se me acercó.
– ¿Se encuentra bien?, ¿quiere que llamemos a un médico?
– ¿Es que hay alguno entre nosotros?
– No lo sé, digo uno de la organización, lo llamo por el comunicador.
– ¿Ese que dejamos en Derviziana?
Viendo su expresiva cara supe que en ese instante ya éramos dos los que teníamos
conciencia de donde nos habíamos metido.
Comenzamos, en silencio, a caminar. A nuestra vera corría un minúsculo riachuelo que
mientras pudiésemos no hundiríamos nuestros pies en sus gélidas y poco profundas aguas. Poco a poco el agua nos atrapó engulléndonos en la garganta de un cañón de paredes de piedra labrada por millones de riadas. El incipiente calor de los primeros rayos de la mañana no calentaba la fría agua que nos cubría, su luz reconfortaba nuestra vista, iluminaba el agua transparente y verde oliva de los remansos naturales que formaban las pozas de su lecho. Esta belleza, hacía olvidarnos de los pinchazos de nuestras rígidas piernas. Al acabar el sombrío cañón, me senté sobre el sol que se escapaba entre dos encinas y me descalcé secando suavemente mis amoratados pies. Tenía que borrar las arrugas, que el agua había provocado sobre mi cuerpo, antes de reanudar la marcha. Compartimos un largo silencio, ninguno de los dos se atrevió a romperlo, hasta que me puse en pie para proseguir.
– ¿Cómo te llamas?
– Lucía. – Me dijo mientras comía frutos secos.
– Soy Alex, ¿nos vamos?
– Déjame que beba un poco, los cacahuetes me han producido sed.
– La que quieras, si estos días tendremos algún exceso será de agua.
Se arrodilló e inclinó su cuerpo haciendo con sus manos un cuenco para atrapar el río y
beber. Anduvimos una hora y comenzaba a pagar mi estúpida novatada, las nuevas sandalias me produjeron las primeras llagas a pesar de que me cambié los calcetines en la pausa anterior. Tuve que parar y cubrir los pies con una toalla seca para que cogiesen de nuevo calor.
– Lucía, vete, te estoy retasando mucho y esta noche no tendrás tiempo de descansar y de recuperarte.
– Qué más da, a tu lado me siento segura, no has demostrado en ningún momento síntomas de nerviosismo a pesar de lo mal rodadas que te están llegando las cosas, parece que estés acostumbrado a vivir situaciones de gran estrés.
– Hace mucho tiempo, pero no me acordaba cómo se controlaban los nervios. Vete, imagínate que he sufrido un accidente y has de abandonarme para pedir ayuda, mañana seré incapaz de andar y abandonaré la prueba.
– No puedo, tengo pánico a la soledad, si te pasa algo moriré contigo.
– No pienses en ello y vete, yo soy una carga.
No se inmutó y prosiguió a mi lado. Me puse uno calcetines secos y volvimos a caminar en
silencio. Tardamos ocho horas en descender los primeros veintinueve kilómetros del río para alcanzar el refugio. Yo tenía los pies llenos de ampollas y las piernas acalambradas por el dolor
que me producían al apoyar, los lavé y desinfecté mis ampollas, después de secarme le pedí ayuda a Lucía. Cogí del estuche de supervivencia una aguja y la enhebré con un hilo de algodón. – Pincha cada ampolla con el alfiler y cruza el hilo por su interior, córtalo dejando dos
cabos al aire para que permitan supurar el líquido de la inflamación.
– ¿Por qué no cortas la piel muerta y sobre la llaga adhieres un apósito sintético que la
sustituya?
– No tenemos, acuérdate que estamos aquí para despertar de forma natural los sentidos. Salí del refugio, me senté en una mecedora dejando, mis desnudos pies, colgando sobre el
respaldo de una silla. Noté que sus manos se deslizaban sobre mis hombros realizando suaves presiones con la yema de sus dedos.
– En media hora cenaremos. Estoy preocupada. – Me dijo.
– ¿Por la cena?
– No, por quedarme sola. Me acerqué al grupo, pero son unos engreídos.
– Al menos tú has venido entrenada, con el calzado moldeado y los pies endurecidos. No
creo que mañana pueda proseguir, así que ve pensado unirte a ellos.
– Ya les he hablado, pero me han rechazado. Afortunadamente nos tenemos el uno al
otro.
– ¿Por qué dices afortunadamente?
– Porque los dos formamos un equipo y eso nos permitirá llegar. Si queremos salir de
aquí tendremos que ayudarnos.
– ¿Tienes tiempo para esperarme?, necesito descansar unos días hasta que me recupere,
entonces podré realizar el último tramo.
– A partir de mañana esto se cierra y sólo quedan provisiones hasta el próximo desayuno,
todo se preparó para que descendamos en dos jornadas.
Me retiré temprano para estirar los músculos y hacer unos ejercicios de relajación, cuando
terminé me acosté exhausto. Creía que al día siguiente estaría mal, pero me quedé corto, apenas podía apoyar los pies en el suelo ni estirar las piernas. Tenía tremendos dolores y calambres que me obligaban a andar con extrema dificultad y a pesar de ello proseguí el descenso.
En este tramo el cañón se había convertido en un estrecho valle de exuberante vegetación verde, con intensos aromas y con espectaculares contrastes visuales, que el sol dibujaba al traspasar la frondosa arboleda. Brillante luminosidad y negras sombras se entrelazaban ante nosotros. Gozar de esa relajante visión, junto con la disminución de la bravura del río, hizo que la vida fuese por unos instantes más fácil. El medio metro de profundidad me dejaba avanzar flotando, en vez de caminar, lo que disminuía mi sufrimiento. Secar periódicamente los pies, airearlos y calentarlos bajo el tórrido sol estival me permitía mantener a raya mis tormentosas ampollas. Súbitamente el río comenzó a acelerarse y la corriente nos empujaba con más fuerza. De repente el cauce se estrechó hasta cegarse. No me percaté de que Lucía se quedó retrasada, como si no pudiese entrar en la oscuridad del túnel formado por la
frondosidad y las abruptas laderas que lo encauzaban y se elevaban comprimiendo completamente el paso.
– Cógeme la mano, cruzaremos unidos este tramo.
– No, – dijo con voz firme y decidida – tú estás superando el dolor que tus pies te infringen, yo debo sobreponerme a mis miedos, tengo que vencer el pánico a la negra soledad y eso únicamente lo puedo hacer sola. Gracias por apoyarme, nos veremos en Ammoydia.
– ¡Lucía te esperaré eternamente! – Le dije para reconfortarla.
– ¡Un beso, procuraré no convertirme en tu Penélope y cruzaré el tétrico desfiladero! Fui comido por la oscuridad del acantilado a la vez que me engullía el empuje del agua.
Cuando dominé el pánico y adapté la retina a la débil luminosidad de la garganta, que me engulló, pude disfrutar de un delicioso viaje entre la vertical de dos inmensas paredes. El lugar estaba lleno de aromas y olores como en mi vida había sentido. Lamentaba el exceso de velocidad con la que me arrastraba el agua, pues requería que me concentrase en el devenir y me impedía saborear la vivencia del momento. Al final, la corriente me lanzó sobre el torbellino que formaba una catarata. Al emerger la cabeza me encontré en una poza, cuya profundidad, teñía el agua de verde zaino. La crucé con calma y me dejé arrastrar por mi inercia para salir allá donde el agua perdía su fuerza. Volvió de cuajo esa luz cegadora que, durante un tiempo, no te deja ver la claridad del horizonte. A partir de este tramo el cauce del río se ensanchaba y armoniosamente fui entrando en un ancho valle por el que surcaban las mansas aguas cristalinas. Sin más sorpresas, apaciblemente llegué a la playa, en forma de concha, de Ammoydia.
Mi buen humor se aplacó cuando les pedí que me llevasen a una clínica para que me curasen. La respuesta fue categórica: "eso no estaba permitido". Durante las ecoescapadas, la única medicina posible era la naturista. "Haciendo sufrir a las personas, se activan los sentidos" decían. Así que empezaron por cortarme las escasas postillas que aún cubrían mi carne, recortaron el resto de las pieles apelmazadas sujetas a mis pies y los pusieron en un barreño frío con agua hervida mezclada con sal y vinagre. Lavaron la carne viva con jabón y dejaron que las llagas se secasen al cálido atardecer.
Viendo la relajante puesta de sol sentado frente al mar, con mis pies descalzos acariciados por su fresca brisa me acordé de Lucía. Miré la desembocadura del río Aqueronte, pero no la vi. Pensé en ella y la intranquilidad arremolinó mi mente y como en el azaroso giro de una ruleta la imaginaba en mil situaciones diferentes, en unas alegre y victoriosa, en otras triste y derrotada. Tras la cena salí a la terraza y temeroso miré la desembocadura del río y como decía la leyenda, salvar tus miedos era el óbolo que pagaba el porte a Caronte por ayudarte con su barca a cruzarlo para llegar al mundo de los muertos, al reino de Hades.
Un beso en la mejilla me sobresaltó, sin darme cuenta me había quedado dormido por el agotamiento y no la vi llegar.
– ¿Como te encuentras?
– Bien, - avergonzado por no estar despierto, no le hice partícipe de mis temores - ¿por qué has tardado tanto, son las dos de la mañana?
– Ya llevo aquí dos horas, llegué antes de terminar el día, he tomado una ducha y he cenado. Quería verte antes de acostarme.
– ¿Cómo lo conseguiste?
– Mejor sería decir cuándo. Al comenzar a asomarse la noche por mis espaldas, me abalancé sobre mi soledad y su oscuridad me empujó hacia el cañón.
– Has cambiado una neura por otra.
– No, la mayor de las soledades es cuando estando solo, te abraza la oscuridad y no sabes que rumbo seguir.
Cogió una silla sentándose a mi lado, apoyó la cabeza en mi hombro para compartir, en silencio, su hazaña. Por un momento detuvimos el tiempo y abrazados nos alcanzó el amanecer.
Tardé una semana en volver a caminar. Sentado frente al mar, gocé de las magníficas puestas de sol, viendo como éste pintaba sobre el lienzo azul del cielo los colores del anochecer. Cada día diferente, el claro del horizonte se teñía en anaranjados, en violetas, en azules turquesas y finalmente colgaba, sobre la negra cúpula de la noche cerrada, las chispeantes estrellas. Siete días en los que degusté el paso del tiempo, leí como solía hacerlo de pequeño y medité. Me di cuenta de que la vida es el instantáneo presente y luego buscamos la coherencia entre éste y el pasado para imaginar el futuro. El hombre siempre hace coincidir la intencionalidad del prefacere con la interpretación del postfacere.
No me acordaba de ella, cuando por azar nos encontramos, coincidimos en la obra de Edipo rey. Como todos los años iba al festival de teatro de Mérida, donde presenciaba, en su teatro romano, un drama clásico. Fue ella la que, durante el cóctel del entreacto me reconoció y se acercó para saludarme.
– ¡Qué alegría!, desde que te dejé con los pies ensangrentados no he sabido nada de ti, no has vuelto por la fundación.
– ¡Estás guapísima con ese vestido de noche!, ¡cuán importante son los hábitos!, si no llegas a saludarme no te hubiese reconocido.
– Yo nunca te olvidaré, siempre te asociaré con la superación de mi gran miedo. ¿te acompaña alguien?
– No, somos pocos los que amamos el teatro clásico, así que vengo a verlo y nada más terminar regreso a Madrid.
– ¿Querrías acompañarme a cenar?, después tomamos unas copas y compartimos cama.
– Encantado, no tenía nada programado para el domingo.
Cada uno volvió a su butaca y al terminar la función nos vimos en el guardarropa donde
ella había dejado su chal y nos fuimos a cenar.
Con Lucía nunca tomé la iniciativa, siempre me dejé llevar, desde que me esperó en el río Acheron, ella marcó mi tempo. Nada más alejarse el maître, después de haber terminado de recoger la comanda, comenzó a abordarme.
– Desde hace mucho tiempo estoy buscando una persona para que me embarace y sentir qué significa tener un hijo, criarlo y educarlo. Antes de superar mi fobia lo necesitaba para no estar sola, ahora lo quiero para constituir un hogar.
– ¿Eres consciente de lo que eso significa?, ¿estas dispuesta a sacrificarte hasta que él decida independizarse?
– Y Como no encuentro nadie que quiera compartirlo conmigo, – prosiguió ignorando mis preguntas – viviremos mi hijo y yo.
– Bueno si quieres meterte en un proyecto que condicione tus próximos cuarenta años, adelante. – No me escuchaba, exponía sus intenciones.
– Quiero que seas tú el padre.
– ¿¡Qué!?
– Lo que te pido es que seas tú el donante.
– De acuerdo.
Continuamos cenando y terminamos, como previsto, en su habitación. Como buen
caballero le pregunté el tipo de noche que quería pasar.
– Veo que este hotel tiene una excelente carta de placeres sensuales, ¿cuál prefieres para
esta noche?
– Alex, ¿tú puedes tener hijos?
– Sí, tengo un certificado del banco de espermas, mi última extracción alcanzó un
coeficiente de calidad genética y de fecundación de novecientos noventa y cinco.
– Quiero copular contigo para tenerlo de forma natural.
– ¡Cómo, qué me dices!, ¿te refieres a que follemos?, ¿a embarazarte con penetración?
No me digas que no eres estéril, hoy en día todos los hombres lo somos, el ser humano ha evolucionado y para tener hijos no necesita hacer esas ordinarieces.
– Perdona, pero todo ha sido un malentendido, creí que apostabas por una filosofía de vida alternativa, por volver a las sensaciones naturales, primitivas, entre ellas al placer sexual por contacto.
– Discúlpame tú a mí, no te comprendí, me cegué con la posibilidad de tener una bacanal a dos y que para preñarte pasaríamos por mi banco de espermas para que te inseminasen. Pensaba que querías un parto normal, un mes de gestación in vitro, tres de embarazo uterino y una extracción del feto en la vigésima semana. El resto sería como marcan los cánones vigentes, crecimiento exógeno del feto para que terminase de desarrollarse antes de entregarte al bebé.
– ¿Te harías fértil por mí?, serías capaz de darme un hijo de manera natural, follándome hasta la extenuación.
– No lo sé, hace tanto tiempo que..., no sé si podría. – Me silenció cogiendo mi mano e introduciéndola por su regazo para que tocase sus desnudos pechos sin haber tomado ningún tipo de elixir sensual. Recuperado tras la sorpresa de la cálida emoción del contacto natural, proseguí. – Por ti Lucía merece la pena intentarlo, por ti lo haré.
Lo que comenzó siendo una simple promesa de fecundidad terminó por una unión sentimental de largos silencios e intensas emociones. Tuvimos un par de niños, separados por dos años para que pudiesen jugar como dos hermanos. Pero cuan rápido pasa el tiempo cuando es pasado, habían transcurrido cincuenta años desde que se marcharon cuando a Lucía le volvió a brotar el instinto de maternidad. Tuvimos otros dos hijos, que apenas conocieron a los precedentes. Nada más cumplir los cuarenta años nos pidieron independizarse para andar su propia vida y se marcharon de casa.
Pasados otros cincuenta años, en el silencio de la noche, afrontamos el problema de su instinto familiar y comenzamos a excavar la zanja de nuestro distanciamiento.
– Lucía, – le dije – sabes que, con el paso de tiempo, nuestros hijos nos olvidarán y menospreciarán hasta llegar a ignorarnos. ¿Merece la pena volver a sufrir ese dolor?
– Alex, nosotros también les olvidamos y modelamos nuestros recuerdos a su distancia. Yo me siento muy llena por completar mi ciclo de la vida, me hacen sentirme humana. Ves a tus hijos crecer, los cuidas, les enseñas a volar junto a ti, hasta que, sin darte cuenta, vuelan solos y terminan por no regresar al hogar. Luego necesito un tiempo para hacerme a su ausencia, para volver a ser yo y cuando lo consigo, quiero empezar, entonces ya me siento preparada para reiniciar otro ciclo de maternidad.
– Hace ciento y cincuenta años desde que nuestros primeros hijos se marcharon, ¿crees que mereció la pena haberles consagrado cuarenta años de nuestras vidas?
– ¡Por Dios estás hablando de nuestros hijos!
– No, estoy hablando de cómo hemos decidido criarlos, lo hubiésemos podido hacer de otra manera menos gravosa para los dos.
– Querrás decir menos natural.
– No, quiero decir más adaptada a nuestros tiempos, como lo hacen nuestros coetáneos.
– A nuestros hijos no sé si les hubiese cambiado la vida, pero para mí la forma de
engendrarlos hace que me sienta un ser humano y tener un cálido hogar donde educarlos me hace sentir persona.
– Podíamos haberlos fecundado y criado como marcan los cánones de nuestra civilización, sin que por ello nada hubiese cambiado.
– No, no es lo mismo, actualmente no hay ese contacto carnal que permite el buen desarrollo afectivo. Llevarlos dentro y luego verlos crecer en mi regazo, me hace conservar el instinto animal, ese instinto básico que nuestra sociedad está repudiando.
– Creo que debemos encontrar sentido a nuestra existencia por lo que nosotros mismos queramos ser y no ampararnos en los demás.
Era la primera vez en los doscientos años que nos conocíamos que no nos poníamos de acuerdo en cuál era nuestro próximo proyecto de vida en común.