.... hay dos tipos de muerte, la previsible y la inesperada:
La previsible, la esperas porque acaece tras una larga enfermedad o tras haber alcanzado una placida vejez y cuando se produce te sorprende el profundo dolor que te provoca el fallecimiento de un familiar o de un amigo. La inesperada, es aquella que de repente te arrebata la vida de un ser querido y te envuelve en una convulsa desorientación y melancolía.
Tratar con la muerte siempre te impacta, pero si es de una persona lejana, su distancia hace que la percibas con la frialdad necesaria para analizarla con la razón y no con el corazón. La lejanía también evita que luego te reproches tus decisiones y cargues con los baldíos remordimientos que provoca el pasado.
La voz temblorosa y los sollozos de Itziar en la conversación que acababa de mantener, me confirmaban el drama que estaba padeciendo. Cuando sufrimos una enfermedad grave, nos agarramos a la vida hasta que vemos a la parca con sus afiladas tijeras, en ese momento nos resignamos y esperamos tranquilos la llegada de la muerte. Eso es lo que le pasaba a su hermano, que ya no se agarraba a la vida. Aunque el enfermo se deje llevar no ocurre así con sus próximos, que sintiendo la gélida soledad que provocará su ausencia, luchan hasta la extenuación para que no se muera.
Estaba aturdida, Patxi sufría un cáncer de colon que le produjo una metástasis por todo el aparato digestivo, hígado y riñones. Su cuenta atrás había comenzado y él se dejaba deslizar por el tobogán de salida, no quería volver a soportar otro tratamiento similar al que ya le fue infructuoso y pedía que le dejasen apaciblemente morir. Itziar tenía fuerzas para luchar por ambos, me llamó para que moviese todos los resortes y le aplicásemos la medicación experimental que estábamos desarrollando, quería darle la última oportunidad y que su hermano se agarrase a la vida.
Reuní a mi equipo, les expuse el asunto y les pedí que imaginasen el mejor tratamiento para salvarle la vida de Patxi. Les di su historial para que lo analizaran y estudiasen los posibles caminos a seguir antes de proponerle algún tratamiento, sabía que si no le ofertábamos algo mejor que prolongar su suplicio ni siquiera nos escucharía. Hicimos un paréntesis en nuestro metódico proceso de investigación consagrándonos a estudiar su curación. Estábamos contraviniendo las normas del hospital que prohibían realizar investigaciones personalizadas y diseñar tratamientos a la carta. Pero ¿qué se le va a hacer?, así es la vida.
Para convencerle de que se sometiese a un protocolo experimental hecho a su medida, le cité un viernes, así tendría el fin de semana para reflexionar antes de recibir los cuidados de choque que le daríamos durante los siguientes días. A la cita me haría acompañar por los cuatro médicos que le tratarían y le pedí que viniese con Itziar, ella le daría el calor y el consejo del ser querido.
Bajé a la recepción para acogerles, de allí nos dirigimos a una sala donde se encontraban mis colegas, sentados en torno a una mesa redonda con tres sillas contiguas libres. Situada en la tercera planta, daba al exterior, con vistas un arbolado parque, que estaba lleno de
bulliciosa gente moviéndose por doquier. Frente a un ambiente donde se respiraba alegre vida, íbamos a mostrarle su camino hacia la muerte, pues de un millón de casos sólo cinco sobrevivirían. Al entrar en la estancia comencé con las presentaciones, al tiempo que me sentaba y le ofrecía la silla contigua, para que sintiese mi respaldado.
– Patxi te presento a los doctores Henry Deschamps, doctor en Oncología y Radioterapia, Veronique Vanderwall, doctora en Hepatobiliopancreasis y Trasplante, Alicia Peláez, doctora en Urología y Nefrología e Ilse Wolf, doctora en Cirugía General y del Aparato Digestivo, ellos son los responsables de las distintas especialidades que han estudiado tu caso.
– Buenos días a todos, antes de que comiencen a hablar sepan que estoy aquí por complacer a mi hermana. Quiero morir viendo felices a todos los que amo y ella es mi predilecta flor. Sólo les pido que no me hagan sufrir en los últimos días que me quedan de vida.
– ¿A caso te he presentado a un especialista en tratamientos paliativos? – Le dije
– No.
– Porque creemos que te puedes curar, por eso está excluida esa especialidad en esta
sala. Te puedes curar y estamos aquí para mostrarte cómo lograrlo. – Reafirmé.
– Esa historia ya la viví cuando me trataron por primera vez el tumor con interminables sesiones de bioterapia y radioterapia que terminaron en un trasplante de estómago. Sin contar que ese tratamiento había destruido los riñones y el esófago. Para después de un sufrimiento
indescriptible decirme que he de recomenzar.
– Ahora hablamos de regeneración celular, te vamos a proponer ir a un nuevo mundo,
ser el primer eslabón de la esperanza que nos una a la inmortalidad.
– Además de agoreros, sois vanidosos queriendo desbancar a Dios.
– ¡Patxi, por favor, escucha con respeto lo que te proponen!, - Interpeló enojada Itziar
– si no te convencen yo seré la que te ayude a morir.
– ¡Lo siento!, – prosiguió Patxi – pero tantas veces me han dado vana esperanza que
no podría soportar que sufrieses otra desilusión.
– No la sufrirá, porque sin nuestro tratamiento te mueres. Tu único dilema es morirte
mientras lo aplicamos o vivir cuando te saquemos del coma. – Apuntó el doctor Henry Deschamps.
– ¡Fantástico, quieren que les exima de la responsabilidad de mi muerte!, si es esto lo que les preocupa adelante, ya pueden empezar.
Para que Patxi arrancase de sus entrañas todos los prejuicios, cada uno de los que nos encontrábamos en la sala, sabíamos que deberíamos soportar ese proceso de sinceridad. Después podríamos sembrar la confianza en su corazón.
– No me sea infantil, usted vale para nosotros lo mismo que una máquina para un mecánico. Su valor es el espesor de los billetes que paga su dueño por repararla. – Atajó, Veronique, su indolencia de inmediato.
– Doctora Vanderwall yo creía que las holandesas eran más frías.
– No se trata de un análisis termográfico, sólo queremos dejarle claro cuál es su realidad. Para nosotros usted es una cobaya, mientras que nosotros somos para usted la última barrera que le separa de la muerte.
Vi que por debajo de la mesa apretaba, asido, la mano de su hermana, como fruta madura se había derrumbado, ahora quedaba recogerla antes de que se pudriese y decidiese pasar a recibir el tratamiento terminal al que tenía derecho.
– Bueno Patxi, - le dije, con mediadora entonación – quiero que sepas que te aplicaremos todos nuestros conocimientos, tomando los riesgos justos para llevar a buen puerto un tratamiento innovador con el que esperamos curarte. Para ello necesitamos tu aprobación.
Miró con tierna resignación a Itziar, necesitaba que ella le ayudase a pronunciar la única palabra posible, que le confirmase su esperanza de vivir.
– Acepto con la condición de que, si pido terminar con el suplicio que me vais a infringir, no sea ella quien me dé la dosis de la adormidera final.
Inmediatamente firmó el protocolo de actuación, no quiso conocer los detalles del tratamiento, poniendo su cuerpo a nuestra íntegra voluntad.
Sabíamos lo que teníamos que hacer y cómo hacerlo, pero desconocíamos la dosis y la secuencia. Teníamos que regenerarle todos los órganos internos y nos decantamos por una intervención drástica multiorgánica, así impediríamos que las células cancerígenas contagiasen a las células regeneradoras y bloquearíamos la metástasis. Llamé a Itziar para explicarle todo el proceso y le pedí que viniese con su hermano el martes para comenzar el tratamiento.
Puntuales, el día convenido, se presentaron a la cita.
- Patxi, soy Ilse, la responsable del equipo quirúrgico que le va a operar, como nos pidió vamos a evitarle cualquier sufrimiento. En pocas palabras y utilizando un lenguaje coloquial le vamos a extirpar todos los órganos dañados para posteriormente comenzar el proceso de regeneración que durará seis meses durante los cuales estará en coma inducido. Si todo va bien, pasado este periodo, necesario para que los órganos se desarrollen y alcancen un tamaño adecuado que les permita comenzar a ser autónomos, le reanimaremos y deberá seguir durante cinco años un tratamiento de maduración, al final del cual podrá llevar una vida normal.
- Doctora Wolf no me cuente pamplinas y haga su trabajo. Gracias por no hacerme sufrir, los veré en mi otra vida.
- Esperemos que sea dentro de seis meses. – Le dije para animarle.
- No lo creo, pero si es así, yo pagaré el laurel de sus coronas.
La operación transcurrió sin incidentes, extirpándole los órganos que estaban previstos.
Tras setenta y dos horas de intervención, le cerraron el vientre y lo llenaron de una solución amniótica para facilitar el desarrollo de las células regenerativas, de esta manera, sus incipientes entrañas se encontrarían como un feto en el vientre materno.
Demacrada, agotada y sin fuerzas se había pasado todo ese tiempo en mi despacho. Sin comer, muchos cafés la habían mantenido firme en espera de noticias sobre la intervención
de Patxi. No se inmutó al oír el ruido de la puerta al abrirse, no tuvo fuerzas para levantar la cabeza y escuchar el esperado veredicto. La doctora Wolf había entrado en el despacho, se acercó lo suficiente para no invadir su intimidad y con un tono uniforme, monocorde y muy profesional, le anunció el resultado.
- Itziar, la operación ha terminado con éxito, tu hermano la ha soportado, hemos dado un paso y vamos a esperar a que transcurran las cuarenta y ocho horas del postoperatorio para ver cómo evoluciona, ellas determinarán el curso de la curación.
- Gracias, Ilse habéis hecho un gran trabajo.
Liberó la tensión en un profundo sollozo que bañó de lágrimas su rostro. La doctora dio media vuelta y salió cerrando la puerta. Tenía que convencerla de que descansase, dos días más de vigilia, esperando que concluyese la fase crítica del postoperatorio podrían acabar con su salud, ahora debía llevarla a casa. Se encontraba con el tronco inclinado y la cabeza hundida sobre sus piernas, vi a una mujer abatida, el torrente de adrenalina que le había dado fuerzas para permanecer erguida, la había abandonado, ahora estaba seco y provocaba un vacío del cual no podría salir sola. Avancé hasta ella, le besé el pelo, la cogí de los brazos poniéndola en pie, la apretujé contra mi cuerpo y le susurré al oído si quería ver a Patxi, después nos iríamos a mi cercano apartamento a descansar. Entramos en la UCI, en su antesala cubrimos nuestros vestidos con atuendos verdes esterilizados, protegimos nuestros zapatos con bolsas asépticas y cegamos nuestro aliento con una mascarilla antes de pasar a la zona donde se encontraba el paciente. Allí, desnudo, con una toalla que tapaba sus partes y conectado a una infinidad de cables se encontraba Patxi, su cuerpo blanco nieve por la enfermedad y el trauma de la operación, apenas mostraba sus amoratados ojos bajo su helada frente por los tubos que salían de su nariz y de su boca, así como por los vendajes que lo cubrían. Itziar le cogió suavemente la mano cerciorándose con su débil calor que aún vivía, con una mirada me dio las gracias y giró la cabeza indicándome la salida, minutos más tarde estábamos fuera del hospital caminando hacia mi casa.
Habían transcurrido cinco días desde su operación, ella estuvo todo ese tiempo en la sala de espera que el hospital tenía para los familiares de los enfermos ingresados en la UCI. Temerosa de su repentina muerte, no aceptó quedarse en mi despacho, que se encontraba algo más alejado, quería estar cerca de Patxi para poder despedirse. La demoledora normalidad acabó por imponerse y durante la semana siguiente hizo las visitas al terminar la jornada de trabajo, llegaba al hospital, puntual como un reloj, para recibir el parte vespertino del estado de salud de su hermano. Aunque, cada día, las noticias eran esperanzadoras la prudencia del experimental tratamiento hacía que los informes se mantuviesen dentro del pesimismo, no así para el equipo médico que brindaba con cafés los gramos que cada órgano ganaba. Todos los escáneres moleculares que le realizábamos indicaban que sus órganos se estaban regenerando a la velocidad esperada, tal vez el aparato digestivo se desarrollaba de forma más lenta de lo previsto, pero desconocíamos su evolución porque nunca lo habíamos regenerado. De improvisto las cosas se torcieron, lo que el miércoles empezó con unas décimas
de fiebre, ésta se fue disparando durante los siguientes días, llegando a descontrolarse el sábado, como si el destino hubiese querido esperar al fin de semana y así darle tiempo a Itziar para que preparase su adiós. Con el proceso febril, las células dejaron de crecer y a medida que las horas pasaban la situación empeoraba, una inexplicable infección carcomía el vacío cuerpo de Patxi. Desconocíamos su origen y la atacábamos con todos los fármacos a nuestra disposición sin lograr detenerla. A ciegas, era cuestión de horas para que los pocos órganos enteros que le quedaban se colapsasen. No sabíamos cómo explotaría una persona que apenas tenía vísceras, con cuarenta y uno de fiebre, sumergido durante más de diez horas en agua a treinta y cinco grados y sin un diagnóstico certero, el final era inevitable.
Sonó mi comunicador personal para traerme las últimas noticias del enfermo.
– Alex, quiero informarte que hemos decidido poner fin al silencioso calvario que estamos infringiendo a Patxi, lo vamos a sacar del baño hipotérmico, le mantendremos con vida en la UCI hasta que llegue su hermana y después de darle el último parte médico y de comunicarle
lo sucedido le desconectaremos de los aparatos que le sujetan a la vida.
– Muchas gracias Veronique, ¿dispongo de una hora para contactar con ella e ir al
hospital?
– Sí.
– Para que pueda preparar los funerales, ¿cuánto le devolveremos el cuerpo?
– En una semana, después de hacerle la autopsia.
– ¿Tanto tiempo?
– Lo necesitamos para realizar la espectrografía de los experimentos que se le han
practicado, después podrá hacer con él lo que desee, Ilse os esperará en la UCI para atenderos. Llamé a Itziar y quedé con ella en el hospital; yo estaba en mi casa y necesitaba veinte minutos para arreglarme. Cuando llegué se encontraba en la puerta de mi oficina, consciente del agravamiento de la salud de su hermano, no se pudo contener y se lanzó a mis brazos llorando desconsoladamente, gimiendo su nombre. No cesaba de repetirme que éste no sería el fin, que él era fuerte y que se sobrepondría, no quería escuchar mis palabras, deseaba agarrarse a la vida y ver en ello un simple frenazo en lugar de la llegada a la última estación. Los demás seguíamos, pero a Patxi le tocaba apearse en el andén de la muerte. Abrazados, con la cabeza reclinada sobre mi hombro nos dirigimos hacia la UCI donde se encontraba su moribundo hermano. Ilse dio cumplidas instrucciones para que la avisasen nada más
entrásemos y nos abordó recién cubiertos con los accesorios asépticos obligatorios.
– Itziar, quería verte para decirte que lo siento. Todo iba bien hasta que una inesperada infección lo ha mandado al traste, se está carcomiendo por dentro, los órganos han dejado de regenerarse y la temperatura corporal está fuera de control. Hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos, pero ha sido insuficiente. Esperamos a que le visites por última vez para
desconectarlo.
– Ilse, muchas gracias por mantenerlo con vida, antes de que muriese necesitaba
despedirme de mi hermano.
– Lamentablemente alargaremos tu sufrimiento durante una semana, necesitamos realizarle una exhaustiva autopsia para conocer las causas de la desconocida infección. Esperamos que nos abra nuevos caminos que nos peritan curar a otros enfermos.
Yo no profundicé en el asunto, no era el momento de hablarle de autopsias científicas que le recordasen la cobaya que fue. Estoica, aguantó con sigiloso silencio el protocolario recibimiento de Ilse para terminar dándole las gracias. Sin intercambiar más palabras entramos en la zona estéril en la que yacía su hermano, se detuvo en el cabezal de la cama, estremeciéndose nada más cogerle la mano, me miró con los ojos asustados trasmitiéndome sus íntimas sensaciones. Lloraba, desconsoladamente rompió, en silencio, a llorar. Cuando el dolor terminó de desgarrarla, le dio un beso a la ardiente frente de su hermano y lo desconectó del sistema que le ayudaba a vivir. Patxi tranquilamente expiró.
– Gracias por no haberlo hecho sufrir. No me digáis nada de lo que descubráis en la autopsia, no quiero saber las causas de su muerte, sólo serviría para emborronar las fantásticas semanas de esperanza que me disteis.
Me acerqué al lecho, le cogí la mano y después fundimos en silencio nuestros rostros. Sus sonrosados labios aún le ardían cuando me besó en la mejilla para decirme que nos fuéramos, dando la espalda a un cuerpo repleto de llagas por la feroz fiebre.
Ocho días más tarde asistía al funeral y acompañaba a la melancólica Itziar a esparcir las cenizas de Patxi al pie de un nogal en su finca de viñedos riojana.
– Me dijo que cuando muriese querría partir de cero, y no hay más origen que la tierra que te vio nacer.
– Es bonito tener esperanzas, incluso ante la muerte.
– Aunque desde hacía mucho tiempo lo esperaba, no creía que llegado este momento me afectase tanto. – Me decía ella con voz melancólica – Es duro, muy duro, esperar la muerte de un ser querido y cuando el fallecimiento se produce y te lo arrebata, entonces un inmenso vacío te invade dando paso a un dolor inexplicable que sólo se entiende si lo has vivido en tus propias carnes.
Montamos en el coche y regresamos, en silencioso viaje, a Madrid.
Pasados quince días, llegó a mi buzón personal el confidencial informe de la autopsia con los análisis realizados post-mortem. ¡La tuvimos al alcance de la mano y se nos escapó, entre los dedos se nos fue la vida, no supimos juntar las manos para retenerla! ¿Cómo pudo pasarnos por alto semejante trivialidad? En la nota de acompañamiento me pedían que convocase una reunión para reorientar las investigaciones. No quería atormentarla más y me dije que cumpliría su voluntad, que la dejaría ignorante de las causas de la muerte de su hermano. Estábamos en la buena dirección, pero no cogimos el buen camino.
Ahora sabíamos que para regenerar órganos internos teníamos que mantener la solución amniótica esterilizada y renovarla periódicamente para eliminar las impurezas que la corrompen. En los mamíferos, la depuración natural de la placenta se produce a través del cordón umbilical y evita que el líquido amniótico se contamine. Si cada seis días le hubiésemos
cambiado la solución amniótica él no habría muerto. De esta forma tan sencilla hubiésemos evitado la infección que mató a Patxi.
El paso del tiempo, lo allana todo a la vez que distorsiona la realidad, despuntando las espinas que nos sangraron hasta tornarlas romas. Con el tiempo, Itziar lo supo, y lamentaba haber asistido al último funeral de este mundo, al entierro de su hermano. Le angustiaba su suerte, su mala suerte. Sin conocer toda la verdad, le desesperaba recordar que su hermano fue el tributo que se pagó por la vida longeva. No quiso convencerse de que Patxi ya estaba muerto cuando vino a nosotros y que cambió un tratamiento paliativo por otro experimental que nos enseñó el camino de la eterna vida.
Los años que siguieron y fueron de veloz éxito, avanzamos con celeridad. Al terminar el período de investigación y generalizar los tratamientos de regeneración de órganos, comenzó la era Llonga, donde el hombre pasó la barrera de los setecientos años. Ahora necesitábamos resolver el escollo que nos quedaba, evitar el envejecimiento del cerebro y así alcanzar la verdadera eternidad.