.... cuánto tiempo desperdiciado, cuántas vidas arruinadas. Durante siglos nos dedicamos a matarnos, a destruir el mundo donde vivíamos en vez de buscar nuestro bienestar y los remedios que permitiesen prolongar nuestras vidas. Ahora me tocaba recorrer el tramo final del trayecto para alcanzar la inmortalidad. Temeroso de morir estaba seguro de que mi equipo me ayudaría a ser inmortal, pero ¿llegaría a tiempo?...
.... aún siento un escalofrío cuando recuerdo la inmensa devastación nuclear que vi con mis propios ojos. La negra nada, la destrucción de toda forma de vida estaba concentrada en el agujero de la explosión. Yo sólo podía tapar el vacío que me produjo ese horror con la losa de la eternidad, por eso dediqué toda mi vida a buscarla y al final conseguí atraparla. Acepté prolongar mi vida y entonces, cuando todo iba bien, un certero golpe la resquebrajó y por las rajas que produjo veo el vacío que me atrapa y me conduce hasta la muerte....
.... entonces era feliz. De niño siempre se es feliz, incluso en los momentos más ásperos de la vida. Aún recuerdo como corría por los cascotes de la miseria, allá donde la felicidad la encuentras quemando la vitalidad junto con otros niños. Éramos ajenos al modo en el que los mayores destruían su prosperidad por culpa de la avaricia y del rencor. Nos divertíamos imitándolos y soñando en que algún día seríamos como ellos. Imaginábamos que nuestras inocuas bombas eran como las suyas. Amasábamos el polvo gris, producido al explosionar sus proyectiles, en enormes latas para lanzarlo sobre nuestros queridos enemigos y provocar una asfixiante niebla que les hiciese salir de sus escondites y ganar la incruenta batalla de la diversión. Al acabar nos sacudíamos el polvo y descansábamos tomando el sol. Ignorantes, creíamos que a nuestros padres también los días también se tornaban radiantes, tras sus cruentas batallas.
A medida que crecí comprendí el genocidio que los hombres fuimos capaces de generar, el cual nos llevó a la destrucción y a la sombría era Mari y Tagotis. La llamaron así en honor a los dos dioses mitológicos españoles. En la mitología ibérica, Mari es la diosa que se alimenta de las mentiras y de las falsedades de los hombres. Tagotis es el dios de los infiernos, representa los malos augurios y el terror.
Cuentan las leyendas que, en los albores del segundo milenio, el mundo situado en el hemisferio norte, por encima del trópico de Cáncer, fue considerado la tierra prometida, El Dorado de la nueva era. Su opulencia y ensimismamiento alcanzaron tales cotas que no fueron capaces de controlar ni el derroche, en el que estaban sumidos, ni las amenazas que desde la miseria se estaba gestando. El virus de la envidia y del odio fue prendiendo hasta que irremediablemente, lo destruyó todo y el mundo se auto aniquiló. Los gobernantes no supieron ver como detrás de las palabras hay conceptos y cuando queremos utilizar el mismo vocablo para expresar una idea y su antónima, la última termina por imponerse y propagar la destrucción. Así comenzó el reinado de Mari. Los nacionalismos y los fanatismos religiosos impusieron su criterio sembrando el odio en las naciones existentes. Estados que nacían, que se fortalecían al amparo de fascismos históricos o de arcaicas religiones. Poder, avaricia y
envidias, generaron guerras que se hacían bajo el amparo del terror. Terrorismo que gobernó bajo el nombre de nación o de religión, así llegó Tagotis e hizo de la tierra un infierno.
¡Tierras, Pueblos, Poder, Mesías y Dioses!, eran ideas que seguían arraigadas en el hombre sin haber variado un ápice desde que éste se alzó erguido sobre dos piernas. Cuando la técnica podía darnos la inmortalidad, los déspotas se dedicaron a mantener estos arquetipos intactos. Estos paradigmas inamovibles nos hicieron perder siglos en el camino hacia la eternidad y en vez de alcanzarla nos dedicamos a pelearnos como auténticas alimañas.
El hombre racional, sólo quería mantener su estatus, sin arriesgar nada y menos su vida. Acobardado, no se enfrentó a los que le generaban la desesperación y cuyo único bien era su despreciable vida. Poco a poco el hombre animal fue comiendo el terreno al racional, hasta que alcanzó el poder y rápidamente imponer el terror y el mal.
La destrucción nuclear dejó el mundo reducido a cenizas y en el límite de la desaparición humana, se arrasaron todas las ciudades de más de cincuenta mil habitantes. A los suicidas nucleares, le siguieron los bombardeos nucleares. Se aplicó una respuesta tradicional allí donde hacía falta técnicas de exterminio selectivo. Había que buscar las raíces del mal y arrancarlas sin talar el bosque que las cobijaba.
Siglos más tarde aún quedaban cascotes que retirar, espacios que recuperar, naturaleza que regenerar. Yo fui un joven de la primera generación tras los incipientes pastos verdes, aquellos que la razón del hombre fue cultivando. A nosotros nos tocó defender las primeras tierras conquistadas y destruir despiadadamente las sombras del mal cuando éste quería reconquistarlas. Con ahínco terminamos por aniquilarlo sin ninguna compasión. El declive de los despiadados arrancó cuando empezaron a temer a la muerte, cuando su vida tuvo valor.
En aquellos belicosos tiempos, los jóvenes entre dieciocho y treinta años quedábamos alistados por ley al ejército de contención, que se ocupaba de sostener los embates del invicto enemigo. Los estudiantes, tras recibir un ciclo de formación militar, nos integrábamos en las unidades operativas de combate según nuestros conocimientos. A mí, como futuro licenciado en biología, me destinaron en el cuartel de intervención NRBQ donde cumplía mi decenio de servicio a las fuerzas armadas del Globalis Mundi.
Llevaba tres días en la unidad, tras un nuevo ciclo de adiestramiento, cuando sonó zafarrancho de combate. Se acababa de producir un atentado terrorista en el noreste del territorio, uno de los últimos coletazos del hombre animal. Tres pelotones, equipados con material de protección nuclear salimos para socorrer a las víctimas.
Cuando el aéreojet abrió su panza y nos depositó en los suburbios del horror, vimos como las primeras hileras de árboles del parque natural habían mudado el color verde abeto por el gris rojizo del sufrimiento nuclear. Al girar nuestros vehículos para orientarnos en dirección Este y dirigirnos a la zona cero, el horizonte se tiñó de blanco y negro, los colores habían desaparecido, todo estaba recubierto por el gris de las cenizas de la lluvia radiactiva. Protegidos en el interior de nuestros blindados, su aislamiento nos impedía percibir el olor metálico característico de la muerte nuclear. Los aromas a plomo e incineración, de toda la
materia orgánica que allí existió, se anticipaban a los de putrefacción que producirían las desgraciadas víctimas que no tuvieron la suerte de haber perecido súbitamente. Del exterior sólo percibíamos el ruido del silencio y el uniforme tono monocromático que evocaba a la luna.
Transitábamos por aquel mundo inanimado que unos fanáticos acababan de crear, nos desplazábamos lentamente rumbo al Apocalipsis. Habíamos hecho simulacros, visto miles de imágenes del último holocausto nuclear, pero todo se iba quedando pequeño y, la monstruosidad que nos envolvía se iba impregnando para siempre en nuestras retinas. A dos kilómetros del epicentro, la onda de choque había reducido a escombros todos los edificios que encontró a su paso. Por todas partes se esparcían cuerpos mutilados por la metralla producida por los cascotes de las construcciones arrasadas. A medida que avanzábamos la destrucción era total, sólo los muros de algunos edificios quedaban en pie. Cada vez cobraba más importancia la radiación térmica, esa bola de fuego que se produce tras la explosión, que en su centro alcanza la temperatura del sol, que calienta millones de toneladas de aire y que se disipa carbonizando todo lo que encuentra a su paso hasta que su fuerza se debilita y se transforma en un tórrido viento huracanado.
Llegamos a quinientos metros del epicentro y nos encontramos con la nada, allí las temperaturas fueron tan altas que provocaron la incineración súbita de toda la materia orgánica. A esta distancia su poder fue tal que cristalizó el hormigón de las pocas paredes que pudieron resistir erguidas.
- Teniente, mire las imágenes que se encuentran impregnadas en esos veinte metros de muro que aún queda de pie.
Giré la cabeza y sentí como desde el centro de mis entrañas una bola de hiel ascendía hasta mi boca para expulsar, en el interior de la escafandra, el pavor del horror que acababa de ver. Vomité hasta vaciar completamente mi cuerpo. Aquella pared era la radiografía de la calle en el instante de la explosión; la onda térmica tatuó en el hormigón cristalizado los cuerpos de las personas que caminaban por la acera. Ellas hicieron de pantalla proyectando sus contornos en la misma y un instante de vida quedó inmortalizada. Como ocurría con las arcaicas radiografías que impregnaban los huesos en el cliché azul grisáceo, allí, sombreados en la negra pared, vimos en más claro el perfil de una mujer con un bebé en brazos y una niña asida de la mano, dos personas con patines, un árbol, una pareja abrazada y a un agente de policía señalando a unos chicos la dirección desconocida por la que entró la desgracia. Me quité la capucha, cambié el filtro de la máscara de respiración y limpié como pude la visera. Durante el resto del día me acompañó el olor a leche agria de mi espanto.
Doscientos metros más allá no quedaban escombros, únicamente había polvo nuclear hasta llegar al cráter de cien metros de diámetro y cuarenta de profundidad que se produjo en el epicentro de la explosión. Nuestros aparatos habían registrado todos los datos que necesitábamos para comenzar a tratar a las víctimas y socorrer a los supervivientes del lugar. En aquel sitio dónde la nada lo llenaba todo, decidí que dedicaría el resto de mis días a la búsqueda de la vida, hasta alcanzar la eternidad.
Un día que amaneció claro y se convirtió en brumoso, por el humo de las miles de hogueras, que por todas partes ardían, y del polvo de la destrucción, que aún flotaba y el paso del tiempo depositaría en el suelo. El ambiente estaba impregnado de la sombría humedad producida por la negra lluvia radiactiva, color de las partículas de carbón de la materia orgánica quemada tras la explosión. Aquellas gotas de alquitrán eran el último vestigio de los hombres, de los animales y de la flora que moraron en ese funesto lugar. A veinte kilómetros del epicentro no quedaba rastro significativo de contaminación.
Allí montamos el hospital de campaña donde se realizarían las primeras curas a las víctimas sangrantes y se les proporcionaría el tratamiento experimental KYCaFe. Para evitar que el cuerpo absorbiese ciertas partículas radiactivas confundiéndolas con el potasio, yodo, calcio y hierro. Se había desarrollado un tratamiento de saturación orgánica de estos elementos impidiendo que se enclavasen en el organismo y produjeran los típicos cánceres que provoca la contaminación nuclear como los de leucemia, los de linfomas de huesos y los de tiroides. Si este método resultaba exitoso, se habría conseguido limitar los daños de las explosiones nucleares a los efectos devastadores inmediatos y a la contaminación radiactiva residual del medioambiente. Una vez más nos dedicábamos a poner parches, en la maldad que el hombre generaba, en vez de concentrarnos en avanzar para alcanzar el infinito futuro.