Sin querer, me sorprendo a mí misma examinando cada rasgo de su rostro con detenimiento. Su melena rubia, bañada por la luz de los halógenos del techo, enmarca un rostro simétrico.
Sus ojos, de un gris profundo, irradian una intensidad que resulta casi hipnotizante.
Un velo de barba bien cuidada y poblada de manera escasa, adorna su rostro, resaltando sus facciones. A sus cuarenta y pocos años, emana una madurez que se refleja en su expresión.
En seguida, recuerdo que es el mismo que nos dio la charla el primer día.
—Si pones de tu parte, seguro que nos llevaremos bien —dice, sin dejar de sonreír.
Su sonrisa, lejos de ser agradable, es bastante sombría y perturbadora. La típica sonrisa de un psicópata.
Y yo, estando tan enfadada, lo único que quiero es borrarle la sonrisa de un puñetazo.
—¿Quién eres? —indago, demandante.
De pronto, se le borra la sonrisa y su rostro se vuelve serio, como si mi tono de voz le hubiera molestado.
—Soy el psiquiatra asignado a la última sección —responde después de unos segundos en silencio—. No esperaba tener que venir aquí, pero teniendo en cuenta que has sido la primera persona en romper una de las reglas, debía actuar yo mismo —añade.
Chasqueo la lengua.
—Sí, seguro que he sido la primera —respondo con ironía—. Que yo sepa, las relaciones en sí están prohibidas.
—Así es —entrelaza sus dedos sobre la mesa.
—Pues me gustaría poner una reclamación, porque los golpes en la pared a las cuatro de la mañana dudo que sea alguien haciendo obras —escupo, con rabia.
Él esboza una sonrisa graciosa y asiente.
—Está bien, lo investigaré. Pero volvamos al tema…
—Que sí, que estás a cargo de los rebeldes —le interrumpo, burlesca.
—Así es… He tratado con todo tipo de personas. Con trastornos muy severos y, aún así, la gente rebelde siempre escapa de mi control —responde con gracia—. ¿En qué estabas pensando cuando lo hiciste?
Le miro extrañada.
—¿Al pegarle? Pues en partirle la cara, ¿en qué iba a estar pensando si no?
—¿Me puedes explicar qué pasó exactamente? —indaga, sacando una libreta y un bolígrafo de su maletín.
—Pues… —hago una pausa, recordando todo—. Estábamos jugando baloncesto y nos ganaron.
—¿Eso te enfadó? —pregunta, alzado la mirada del papel para mirarme directamente a los ojos.
—Sí, pero no fue eso por lo que le pegué.
—¿Y qué fue? —pregunta mientras empieza a anotar cosas en su libreta.
—Cuando terminamos de jaguar me dijo que seguía siendo la misma patosa —le digo.
Eso parece sorprenderle, pues levanta la cabeza del papel y deja de escribir una vez me oye. Me mira atentamente mientras frunce el ceño, como si estuviera procesando lo que acabo de decir.
—¿Te dijo eso exactamente? —pregunta y yo asiento—. Entiendo.
Vuelve a coger su bolígrafo y sigue apuntando.
Desde mi posición veo como escribe, pero no soy capaz de ver el qué. Sin embargo, puedo distinguir cómo rodea la palabra ''pasado'' varias veces, como si fuera un apunte importante.
—Entonces… ¿Te enfadó que te llamara patosa?
—Sí, la verdad que sí —confieso, sin ningún tipo de arrepentimiento, por muy estúpido que sea el motivo.
Él sonríe y niega con la cabeza.
—¿O te molestó que te dijera que seguías siendo igual sin recordar si le conoces o no? —indaga, observando mi reacción.
Frunzo el ceño, pensativa.
Obviamente me molestó no ser capaz de reconocerle, si es que de verdad le conozco de antes, pero eso no fue lo que me llevó a pegarle un puñetazo, sino su comentario, ¿no? O sea, claro que fue eso.
—No, simplemente me molestó que me llamara patosa.
—Entiendo. Por lo que veo tienes mucha facilidad para enfadarte… ¿Te diagnosticó algo tu psiquiatra?
—Trastorno explosivo intermitente —respondo, sin importancia.
Él alza las cejas y esboza una de esas sonrisas maquiavélicas.
—Una bomba andante, eh… —comenta, jocoso—. ¿Sabes si alguien más de tu familia lo padecía?
—No, que yo sepa.
—¿Podrías decirme si notaste conductas agresivas frecuentes en alguno de tus padres? —indaga.
Empiezo a pensar, intentando ser capaz de recordar algo.
—¿Me puedes explicar de dónde vienes a estas horas de la noche? —indaga mi madre a gritos.
Mi padre la observó con molestia. Le jodía demasiado que le controlara como a un niño pequeño.
—Te lo he dicho mil veces, tengo asuntos de trabajo que tengo que avanzar —contesta con serenidad.
—¿Y tiene que ser por la puta noche? ¿No puedes avanzar por la mañana? —insiste mi madre, sin relajo.
—No, no puedo, son de un tema importante, urgente —responde mi padre.
—¿Es que acaso no hay más gente trabajando que siempre te llaman a ti o qué? —continúa mi madre.
En la cara de mi padre podía notar como estaba empezando a perder la paciencia.
—Si voy es por algo, Alice —responde mi padre con tranquilidad, aunque puedo decir que estaba en su límite.
—¡Tienes una hija que no ves durante toda la semana por tu puto trabajo! ¿Algún día te has parado a pensar en eso?
—Claro que lo pienso y si trabajo es para que las dos podáis vivir tranquilamente.
—¿Lo haces por nosotras o por ti, Nick? ¿Tanto te jode que ese compañero tuyo haya ascendido antes que tú y por eso ahora te estás partiendo la espalda? ¿Por tu maldita mierda de orgullo? —inquiere, incapaz de controlar la rabia.
—Alice, basta ya. Es muy tarde y vas a despertar a la niña —replica mi padre, intentando tranquilizarla.
—¡No quiero calmarme, joder! —grita.
Mi madre avanza hacia la cocina y empieza a agarrar todos los vasos y platos que se le cruzan por la mirada y los empieza a estampar contra el suelo, uno tras otro.
Mi padre insiste en que se tranquilice, pero mi madre es como una fiera que está completamente fuera de sí que no es capaz de escuchar más allá.
Yo mientras observo la escena, escondida tras la pared del pasillo que lleva hacia las escaleras.
Unas lágrimas le recorren el rostro a mi padre mientras mi madre sigue rompiendo todo.
—Mi madre solía enfadarse cuando papá llegaba tarde a casa —empiezo a hablar, atrayendo su atención—. Él siempre le decía que era por su trabajo, pero eso la enfadaba mucho más.
—¿Y qué hacía tu madre? —indaga Aaron, con curiosidad.
—Rompía todo lo que pillaba, sin pensar en si podía hacer o hacerse daño.
—¿Consideras que tu madre quizá reaccionaba de manera exagerada en ciertas situaciones?
No quiero seguir hablando, pero siento cómo si tuviera la necesidad de hacerlo. Como si algo más allá de mi voluntad me obligara.
—Sí, por eso murió esa noche —confieso, y un ápice de tristeza me sacude el estómago.
Yo no quería decir eso.
Él me mira confundido y se acomoda bien en la silla.
—¿Tu madre murió? —yo asiento y él apoya los codos sobre la mesa—. ¿Podrías decirme qué pasó?
Yo le miro, recelosa, sintiendo que está haciendo demasiadas preguntas.
—Mi madre discutió con mi padre esa noche y tuvo un accidente de coche —respondo—. Se la encontraron tres calles más arriba, con el coche destrozado.
Aaron entrecierra los ojos, como si estuviera uniendo hilos imaginarios en su cabeza.
—¿Te sentiste mal esa noche? —pregunta.
La pregunta me resulta absurda y por un momento siento como el enfado intenta apoderarse de mí de nuevo al pensar que me está vacilando.
—Mi madre murió, claro que me sentí mal —respondo, con un tono chulesco.
—¿La enterrásteis? —indago.
—Supongo que sí, pero yo ya estaba aquí.
—¿Y quién fue al funeral?
—Supongo que toda la familia, sus amigos… A lo mejor la vecina de al lado también.
—¿Ella era cercana a tu familia?
—Supongo que sí, aunque la noche que mi madre tuvo el accidente noté algo que me molestó.
—¿El qué?
—Como si no le importara la muerte de mi madre. Como si le hubiera hecho feliz que acabara así. Eso me molestó muchísimo, pero supuse que serían cosas mías.
—¿No le preguntaste a tu padre sobre ella? —indaga, curioso.
—No, simplemente supuse que conocía y se llevaba bien con mis padres, por lo que no vi necesidad de preguntar nada.
—Ya veo… Bueno, al menos ya sabemos de quién has heredado el regalo —responde, dejando el bolígrafo sobre la mesa y cerrando la libreta.
—Mi madre… ¿También tenía esto?
—Eso parece. Eso podría explicar los episodios de impulsividad e ira desmesurada, incluso irracional, reacciones agresivas y daños hacia cosas materiales.
—¿Estás diciendo que lo heredé de mi madre?
—Sí, al parecer tenéis una bomba corriendo por vuestras venas.
No puedo evitar mirarle con repugnancia e incredulidad.
—¿Tomarte a broma las enfermedades de las personas es parte de tu puto trabajo como psiquiatra? —inquiero, molesta.
Mierda, otra vez.
Él sonríe y niega con la cabeza.
—Ahí va… Una reacción explosiva a un mero comentario… Intuyo que no te estás tomando ningún tipo de medicación —empieza a jugar con el bolígrafo, pasándoselo de un dedo a otro.
—No, hace meses que no me trato. No lo necesito.
—¿Quién ha dicho que no lo necesites?
—Hace tiempo que no tengo ningún episodio, así que decidí dejar de tomarme las pastillas —confieso sin ningún reparo.
—Deberías de seguir tomándolas. Hoy has tenido un episodio y por suerte no ha sido grave, pero, ¿quién dice de lo que serás capaz de hacer mañana? —dice, sonriendo—. Sabes… Soy muy bueno leyendo a las personas —hace una breve pausa, para inclinar su cabeza, mirándome directamente a los ojos—. Es casi un don… Puedo decir lo que estás pensando ahora mismo.
No aparto la mirada, ni aun sintiéndome ligeramente asustada. Mostrar miedo o debilidad no es lo mío.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué la primera pregunta que me has hecho ha sido qué estaba pensando en ese momento? —replico
con arrogancia.
—Porque no estaba allí —responde con simpleza.
Suelto una breve risotada y sonrío.
—Ahora si lo estoy y, sin embargo, me has hecho muchas preguntas… demasiadas incluso. ¿Es un don que funciona a ratos?
—Deberías tener cuidado con lo que dices, Nellie. No querrás romper dos reglas en un día, ¿verdad? —inquiere, amenazante.
Empiezo a sentir como la sangre me hierve, pero aprieto los puños, intentando controlarme. Él se fija y sonríe.
—¿O quizá piensas romper tres? —añade, con chulería.
—Tres podrían ser…
—... las sillas que podría romperte en la cabeza —termina la frase por mí con una exactitud que me provoca escalofríos—. Te advierto que amenazar o contradecir a la autoridad también es una falta a las reglas.
—¿Y quién te ha nombrado a ti autoridad?
—La directiva del centro en el momento en el que me contrataron para trabajar aquí —responde—. ¿Sabes? Tu actitud dice mucho más que tus palabras… Eso es algo que no se ve aquí todos los días.
—¿Quizá porque todo el mundo se limitar a pensar exactamente lo mismo por miedo a que la gente les señale? —replico, irónica.
—¿Tú no tienes miedo? —indaga.
—¿Miedo a qué? Me habéis separado de mi familia, pretendéis que me comporte como un robot… Me da más miedo ser un patrón cortado por la misma tijera a que me señalen por tener mis propios criterios.
—¿Estás segura? Porque juraría que hace no mucho tuviste una charla con tu psiquiatra y le dijiste que estabas muy cómoda aquí, como todo el mundo.
—¿Y qué pasa con eso? —inquiero, desafiante—. Mentir no lo prohíbe ninguna norma.
Él sonríe, ligeramente satisfecho.
Si no deja de sonreír, juro que le voy a saltar los dientes.
—Es curioso, de verdad. He tratado con tantos pacientes tan sumamente… impredecibles que, a la larga, conseguía pillarlos… Pero, como te he dicho, los rebeldes siempre se escapan de mi control —confiesa, y ya no sé si es fascinación o indignación lo que gritan sus ojos.
—A lo mejor eso es porque no eres tan bueno en tu trabajo.
—¿Tú crees? —pregunta, fingiendo estar ofendido—. Yo creo que si te he sacado tanta información, incluso con detalles que no te has dado cuenta, es porque realmente soy bueno en lo que hago.
—Claro, por eso me habéis drogado antes de interrogarme, ¿no? —espeto, con gracia—. Se nota que haces bien tu trabajo.
Noto como se le hincha la vena del cuello y eso solo me provoca una gran satisfacción.
Yo también sé dar dónde pica, Aaron.
—Tampoco lo necesito para sacarte información.
—Ya, claro, porque no sé con quién estoy hablando, con Aaron el psiquiatra o con Sherlock Holmes, el detective.
—¿Y por qué no ambas? También soy bueno investigando.
—Tu madre debía estar orgullosa de ti entonces.
—La verdad que sí lo estaba. Siempre procuré hacer que se sintiera orgullosa —responde—. ¿Tú podrías decir lo mismo
Chasqueo la lengua, con ligera molestia.
—Yo me he dedicado a vivir mi vida por mi cuenta, sin necesitar la aprobación de nadie —respondo con franqueza—. Aunque supongo que cada persona tiene sus propias inseguridades, ¿no?
Él se muerde el labio inferior con cierta rabia.
—El psiquiatra perfecto al parecer no es tan perfecto… Ups.
—Oh, espera… Tengo un mensaje —dice, ignorándome.
Saca su móvil del bolsillo de su bata y lo revisa.
Su cara pasa a ser una decepción, como si la diversión se le hubiera esfumado al leer el mensaje.
Apaga la pantalla del móvil y lo vuelve a guardar. Me mira.
—Supongo que es hora de irme —anuncia, levantándose de la silla—. Órdenes de la jefatura.
—¿Te van a regañar por haberte portado mal con una paciente? —inquiero con gracia, pero él se limita a sonreír.
Le odio.
—No, pero es una pena que nos hayan interrumpido la conversación… Se ponía interesante. Aunque, viendo lo susceptible que eres, seguramente tengamos otra oportunidad más adelante, pero te aseguro que esa no será tan agradable —replica, sonriente.
Sale por la puerta y les hace un gesto a los guardias que hay en la puerta custodiando la sala para que me saquen de ahí.
Tengo que respirar hondo para disipar lo molesta que estoy, aunque con suerte, me he podido contener lo suficiente para no haber roto todas las reglas que me quedaban por romper.
Hay algo raro en él. Algo que me intriga.
Como si fuera un libro viejo y desgastado que todos al verlo lo rechazan… Pero la gente que se atreve a hacerlo, descubre grandes cosas.
Oh, Aaron, tienes razón.
Yo soy una bomba.
Y estoy a punto de explotar.