Actualidad
El centro Zyrom.
Un paraíso para algunos, una pesadilla de cuatro paredes para otros.
Yo soy del grupo que piensan lo segundo. Aunque claro, lo pienso de manera interna, pues la gente que va en contra de las normas o tiene el mínimo pensamiento de escapar, es señalada cruelmente por el resto de la gente.
Todo el mundo parece estar extremadamente feliz de vivir aquí, como si realmente les hubieran salvado la vida el día que les trajeron.
Mi vida no ha sido fácil. Mucho menos desde que mi madre murió en aquel accidente de coche. Sin embargo, tampoco estoy feliz de estar aquí y menos al pensar cómo estará mi pasando todo mi padre.
Perder a su mujer y a su hija el mismo día…
Desde que puse un pie en este estúpido centro, deseo con todas mis ganas tener la mínima oportunidad de salir de aquí y poder aprovecharla. Pero parece que esa oportunidad no llega nunca.
El centro cuenta con una seguridad excelente. Las habitaciones de los que vivimos aquí se dividen por secciones. Son básicamente tres. Todavía no sé muy bien en qué se basan para dividirnos.
Yo estoy en la sección tres, en la segunda planta.
La verdad es que, durante el año que llevo aquí nunca ha habido ningún tipo de incidente y es bastante raro que el ambiente de tranquilidad se perturbe de alguna manera.
Al intentar recordar lo que ha pasado durante todo este año, mis recuerdos se vuelven borrosos, como si no lograra procesarlos bien.
De lo único que logro acordarme es de la charla que nos dieron nada más llegar, en aquella espaciosa sala, dónde nos reunieron a todos para darnos la bienvenida. También me acuerdo de mi primera charla con la psiquiatra que me asignaron.
Yo, en mi vida, he ido a una consulta de este tipo. Pues, a pesar de sentir que algo de mí no estaba bien, nunca se lo he contado a mi familia.
En la primera charla que tuve con ella me mostré bastante reacia a querer hablar o tener algún tipo de interacción con ella, pero, de algún puto modo, consiguió hacerme hablar.
Rebecca, mi psiquiatra… Odio esa estúpida capacidad que tiene para hacerme hablar aun sin que yo quiera hacerlo. Como si tuviera poderes para imponer su voluntad ante la mía.
Tras varias sesiones, varios estudios e incontables horas de bla bla bla, me diagnosticaron trastorno explosivo intermitente. Cuando me lo dijo, la verdad es que me quedé igual. Ella me recetó un tratamiento y psicoterapia para controlar los ataques.
Me dijo que los medicamentos eran un pequeño empujón que me ayudarían, pero la que tenía que hacer el resto del trabajo era yo.
Según me explicó, es un trastorno en el que se caracteriza por varios episodios, de manera continua, de agresividad. No sabía muy bien en qué se basaron para diagnosticarme eso, hasta que empecé a experimentar arrebatos de furia por cosas sencillas.
Desde entonces, he estado trabajando en evitarlos. Es un trabajo bastante duro y requiere de mucho esfuerzo y voluntad, pero poco a poco lo he ido consiguiendo hasta que, a día de hoy, no he vuelto a tener ningún episodio.
Aunque, la verdad es que el ambiente y el entorno ayuda bastante. Nadie te juzga, ni te recrimina; ni te insultan ni discuten. Todo el mundo se muestra tan abierto y agradable que es imposible enfadarse por nada.
Pero, he de admitir que, con el paso del año que llevo aquí, esa perfección me ha ido enfadando cada día más y más. Esas ganas de salir de aquí se arremolinan en mi estómago con fuerza.
En mi casa me enseñaron que, hasta lo más brillante por fuera, está podrido por dentro.
Por eso estoy convencida de que el Centro Zyrom, no es más que un lugar perfecto para esconder secretos.
Secretos jodidamente oscuros.
Y yo, me he prometido desentrañar todos y cada uno de ellos.
Cueste lo que cueste.
Es la hora de comer.
En seguida, el comedor se empieza a arrebatar de gente que cogen las bandejas y se empujan entre ellos —de manera no muy agresiva pues, podría crear un conflicto—, mientras las cocineras intentan servir la comida a cada uno de ellos, como si fueran perros muertos de hambre.
Yo, con mi bandeja en las manos, me siento en la mesa más apartada de todos. Es una que está al fondo del comedor, justo al lado de una ventana con vistas al patio.
Saco de mi chaqueta una chocolatina que he conseguido robar del comedor por la noche y me la como con cuidado, para que nadie me pueda ver.
La bandeja solo es una manera de disimular. Aunque lo único que me bebo es una especie de líquido transparente que, se supone que es agua, pero no sabe como tal.
Estoy harta de comer lo mismo todos los días. Comidas sin sabor, que huelen mal, con texturas extrañas. Aún así, la única que parece tener quejas al respecto solo soy yo.
El bullicio que se crea en el comedor es horrible. La gente habla a gritos, sin importar que el resto escuche sus conversaciones.
Todos nos conocemos aquí, así que nadie tiene nada que ocultar.
Más o menos.
Yo siempre me he mantenido al margen del resto. Me acuerdo que en mis primeros días empecé a juntarme con un grupo de personas que, si esto fuera una escuela, ellos serían ''los populares''. Dejé de juntarme con ellos porque su tema de conversación era siempre el mismo: lo felices que están todos por estar aquí y llevar esta vida maravillosa.
Todo putas mentiras.
Como si estar encerrado entre cuatro paredes fuera algo de lo que hay que alegrarse.
Así que sí, para evitar armar un escándalo, me aparté de ellos.
Me preguntaron porqué había decidido eso, y yo, como siempre he sido una persona cruelmente sincera —aunque soy una experta en mentir si me lo propongo—, les dije lo que realmente pensaba de ellos. No se esperaban que fuera a reaccionar así, porque es bastante raro llevarse mal unos con otros, pero ni siquiera me recriminaron nada.
Decidieron ignorar mi existencia y eso es a lo que se han dedicado todo este tiempo.
En cuanto al Centro Zyrom, se rige por tres reglas fundamentales:
Nada de peleas y/o discusiones.Nada de relaciones.Nada de faltas de respeto o desacato a la autoridad.
¿Qué pasa si alguien decide incumplir alguna de esas cuatro reglas? La verdad es que es todo un misterio, porque nadie lo sabe.
Aunque lo que sí nos suponemos es que las consecuencias pueden ser malas, pero no estamos seguros de qué magnitud son. Nadie antes se ha atrevido a desobedecer ninguna de esas normas y eso me hace preguntarme una y otra vez si la gente obedece por miedo o porque realmente sienten que es lo correcto.
Todo es tan difuso en este centro que, hasta de vez en cuando, pierdes la percepción de la realidad… Que todo esto no es más que un profundo y realista sueño.
Cuando termino de comerme la chocolatina, el timbre que da por finalizada la hora de comer suena.
Ahora toca la hora del deporte, dónde nos reúnen a todos en el patio para practicar voleibol o baloncesto.
Normalmente, dejan la pista de baloncesto libre para que los chicos puedan jugar, mientras que la de voleibol la dejan para las chicas. Yo, soy la única chica que prefiere jugar baloncesto.
Me acuerdo que la primera vez que me planté en la pista, todos se me quedaron mirando, pero nadie dijo nada. Estoy segura de que más de uno estaba dispuesto a soltar algún comentario, pero supongo que ninguno de ellos tuvo los suficientes huevos para hacerlo. Con el paso del tiempo, se han acostumbrado a mi presencia e, incluso, les gusta que juegue con ellos.
—¡Nellie, a patearles el culo! —exclama Dylan, sonriente, el chico que siempre se pone en mi equipo.
Yo le miro sin ningún ápice de emoción y asiento.
Rápidamente hacemos grupos y me llama la atención ver a un chico que nunca antes había visto, sentado en los banquillos. Decido no darle mucha importancia.
El partido comienza y Dylan y yo hacemos maravillas como dúo en la pista. De vez en cuando, nuestros compañeros hacen algún pase, pero la mayoría del tiempo somos Dylan y yo.
No es raro dejar al equipo rival con el culo al aire cada vez que encestamos. Está feo que lo diga, pero es que somos demasiado buenos jugando.
Un pase por aquí, un pase por allí, un par de botes y encesto de nuevo. El partido no tarda mucho más en darse por finalizado y, obviamente, mi equipo y yo somos los ganadores.
Aunque nadie dudaba de eso.
—¿Cómo eres tan buena? —pregunta uno del equipo contrario, sin ningún tipo de mala intención.
Sé que todo lo que sé de baloncesto lo aprendí de mi padre, porque a él también le apasionaba.
—Simplemente se me da bien —respondo con simpleza.
El chico esboza una sonrisa y asiente.
—Demasiado bien diría yo —añade Dylan, pasándome un brazo alrededor de los hombros—. Hacemos muy buen equipo. Deberíamos presentarnos a la NBA —sugiere.
—Hasta dónde yo sé, aquí no existe la NBA, así que bájate de la nube —replico.
—No seas gafe. Quizá algún día venga Jordan a hacernos una visita y jugar con nosotros —comenta con gracia.
Yo le miro, incrédula.
—¿Crees que un jugador profesional como Jordan tiene tiempo para visitar a un par de niñatos encerrados en un centro? —replico, con ironía.
Él se limita a rodar los ojos con hastío, pero no responde.
Como adelanto, se me ha olvidado mencionar que todo el mundo que tiene una conversación conmigo sabe a lo que se expone: comentarios sarcásticos, contestaciones indiferentes, miradas fulminantes, entre tantas cosas.
Dylan lo sabe bien, por eso ni siquiera se sorprende. Aunque le costó acostumbrarse.
—Él seguramente no venga a jugar con vosotros, pero nosotros os retamos a un dos para dos —añade el chico que estaba sentado en el banquillo, llamando nuestra atención.
Éste se levanta y se acerca a nosotros, junto a otro chico que viene a su lado.
—¿Y vosotros sois? —pregunta Dylan.
—Marco y MJ.
—¿MJ? ¿Eso es un nombre? —inquiere Dylan, esta vez con un aire burlesco.
El otro chico le mira fijamente, de mala gana y, por un momento, puedo leer en sus ojos cómo se está reprimiendo para no pegarle un puñetazo a Dylan en toda la cara, cosa que me sorprende.
—Es un apodo —responde, intentando sonar lo más neutral posible-
—Bonito apodo —responde Dylan, esbozando una sonrisa—. ¿Jugamos? —me mira y yo asiento—. Perfecto, pues vamos.
Los cuatro nos colocamos en nuestro respectivos lados de la pista. Un chico que ha estado escuchando toda la conversación, parado en frente de nosotros, da comienzo al partido.
La verdad es que es bastante difícil agarrar la pelota, y más quitársela. Ya no solo la diferencia de altura es lo que me jode, si no que estos dos parecen saber perfectamente lo que hacen. Y eso me enfada.
Estoy acostumbrada a jugar con gente que tampoco tienen una noción extensa sobre cómo jugar al baloncesto, pero estos dos saben jugar.
Quedan apenas tres minutos para que el partido acabe. Dylan y yo ni siquiera hemos sido capaces de tocar la pelota, pero seguimos intentándolo.
Cuando es el último minuto y MJ está dispuesto a encestar, me propongo a interceptar y quitarle la pelota, pero todo se queda en el intento. Un estúpido intento que hace que acabe tirada en el suelo y que MJ consiga anotar.
Marco me ofrece la mano y me felicita por el partido, mientras que MJ pasa por mi lado y suelta un comentario que me deja impactada:
—Sigues siendo igual de patosa —dice, con seriedad.
Los tres nos quedamos mirándole, sin saber a qué se refiere.
—¿Perdón? —digo, incrédula.
—Ya lo has oído.
Alzo las cejas sorprendida. Pero la sorpresa se esfuma y entonces siento como si corazón empieza a latir más rápido. Siento hasta mi propio pulso en el cuello. Y entonces sé que está llegando.
De repente siento un inexplicable enfado y, sin pensarlo dos veces, totalmente cegada por una gran y densa nube roja, le doy una bofetada que resuena por todo el patio, llamando la atención de todos los que hay presentes.
MJ gira la cara del impacto y se lleva la mano a la cara de manera instintiva. Me mira fijamente, pero su rostro es indescifrable. No reacciona, ni se queja. Nada.
Marco y Dylan me miran horrorizados, como si acabara de matar a alguien justo en frente de sus ojos.
Empiezo a respirar con rapidez y me miro la mano, sin saber muy bien por qué le he pegado. Y, lo peor es que, el hecho de verle tan tranquilo, me provoca querer pegarle más.
Lo he hecho. Le he pegado. Y sé que hay consecuencias.
Los seguridad no tardan en llegar al patio tras ser avisados por alguien ha visto todo y vienen hacia dónde estamos los cuatro.
—¿Qué ha pasado? —indaga uno de los, pero nadie dice nada—. ¿¡Qué ha pasado!? —insiste, alzando la voz.
Miro a MJ, pensando que él le va a decir a los guardias lo que ha pasado, pero ni siquiera aparta la mirada de mí. Tampoco parece tener la intención de contarles lo que ha pasado.
—La chica acaba de pegarle una bofetada —comenta de repente el chico que ha estado ahí todo el tiempo.
Maldito chivato…
Los guardias, sin siquiera cerciorarse de que eso sea cierto, me agarran de los brazos, haciendo que sea capaz de resistirme. Me llevan patio a través hacia la entrada del centro, bajo la mirada y los cuchicheos de todos los que están ahí.
Normalmente ni siquiera le doy importancia a lo que puedan causar mis actos, sin embargo, en esta situación, sería mentir si digo que no estoy mínimamente asustada por lo que está a punto de pasar.
He sido la primera persona en romper una de las tres reglas. Esas que tanto han insistido en meternos en la cabeza…
Pues yo me las he pasado por el culo.
Los guardias me arrastran por uno de los largos pasillos y me meten en una sala que parece las típicas que hay en las comisarías, las de interrogatorio. Antes de empujarme dentro, uno saca una larga jeringa y me la clava en el cuello.
Me dicen que me siente y, a regañadientes, lo hago.
La sala está llena de manchones por la pared debido a la humedad. El techo tiene despegados varios trozos de la pintura.
—No le hagas nada. Mándala a terapia o lo que sea, pero no le hagas nada —sentencia una voz femenina en mitad del pasillo—. Me has oído, ¿verdad? Es importante.
—Sí, tranquila. No le haré nada —responde, esta vez, una voz masculina.
Entonces, entra en la sala un hombre, vestido con una larga e impecable bata blanca. En una de sus manos lleva un maletín negro que parece pesado.
Tiene buen aspecto y parece cuidarse bien.
Sin decir una sola palabra, deja el maletín encima de la mesa, haciendo que el ruido del impacto rebote en las paredes de la pequeña sala. Se sienta en la silla que hay en frente y esboza una sonrisa, mirándome fijamente.
Sus ojos grisáceos se entrecierran y la larga sonrisa le decora toda la cara, dejando ver sus alineados y perfectos dientes blanquecinos.
Le rodea un aura sombría y perturbadora, pero a la vez intrigante.
—Mi nombre es Aaron. Espero que nos llevemos bien —comenta, sonriente.