En la penumbra de la noche eterna, Ardent Dawnseeker avanzaba entre sombras, cargando sobre sus hombros la pesada carga de siglos. Su figura, bañada por la luz de la luna, era como un espectro del pasado, un guerrero que había perdido la cuenta de las batallas y de las veces que la muerte le había rozado con su frío aliento.
Ardent Dawnseeker, el guerrero inmortal que lleva el peso de los siglos en su alma, se presenta como una figura enigmática, distante de los relatos épicos que una vez contaron su historia. Su cabellera albina, sin domar y con las puntas cayendo con gracia sobre su cuello, es un reflejo de la negligencia que ha adoptado para con su propia apariencia.
Viste con la sencillez de un campesino, una elección que, a simple vista, podría llevar a pensar que se trata de un vagabundo más que de un héroe legendario. Su atuendo se completa con un sombrero, una sombra que cubre su rostro y contribuye a ese aire de misterio que lo rodea. La sutil barba de varios días sin afeitar añade un toque de desalineada sabiduría a su semblante.
El guerrero, que ha enfrentado incontables batallas y pisoteado los infiernos una y otra vez, prefiere olvidar sus días de gloria. Su apariencia descuidada no es solo un reflejo de su desinterés por la vanidad, sino también un intento de distanciarse de la imagen del héroe que alguna vez fue.
En su mirada, tras la melena alba y bajo el sombrero que proyecta sombras sobre sus ojos, yace la carga de alguien que ha atravesado la eternidad. Ardent Dawnseeker camina como una paradoja, un ser inmortal que lleva la carga de la edad sobre sus hombros, un recordatorio constante de que el tiempo no es su aliado.
El niño que llevaba consigo, envuelto en mantas desgastadas y con ojos inocentes que reflejaban el miedo del caos que los rodeaba, era la única luz en la oscuridad que rodeaba a Ardent. Un testigo silencioso de los días oscuros que se cernían sobre Atheria.
El estruendo de las bestias huecas, criaturas nacidas de la corrupción mágica, resonaba en la distancia. Aquel ejército infernal, sediento de almas, había arrasado con todo a su paso. Pero Ardent, el guerrero inmortal, no huiría sin resistir.
Recordó los días en que peleaba por un propósito más noble, cuando la esperanza brillaba en su corazón como una estrella distante. Ahora, esa luz se había desvanecido, y en su lugar solo quedaba la sombra de la venganza.
Un siglo atrás, la humanidad buscaba refugio en un rincón olvidado de Atheria. Ardent, junto con otros guerreros, lideraba la defensa. Sin embargo, las bestias huecas, como sombras voraces, devoraron la esperanza y dejaron atrás un rastro de desolación.
El niño a su lado, huérfano de una realidad que ya no existía, era el último vestigio de la tragedia. Ardent había jurado cuidar y proteger a ese pequeño fragmento de vida en un mundo que parecía haber perdido todo sentido.
Mientras escapaban entre ruinas humeantes y bosques oscuros, Ardent sentía la pulsación constante de su conexión con Eldrian. Esa dualidad compartida entre sus almas, un enlace místico que resonaba a través del tiempo, se convertía en una guía en este laberinto de oscuridad.
Pero en su corazón, Ardent sentía la desesperanza crecer como una sombra implacable. La humanidad, una vez su razón para luchar, ahora se desvanecía en el horizonte de su interés. Solo quedaba una obsesión, un propósito erosionado por la amargura: la búsqueda interminable de Mer, el nigromante que había corrompido la tierra.
Ardent, el guerrero inmortal y cansado, avanzaba hacia el futuro con un pasado que pesaba más que la propia inmortalidad. Mientras las bestias huecas rugían en la distancia, su mirada perdida reflejaba el eco de una existencia que había perdido su brillo y se sumía en la oscuridad sin fin.
En la quietud de la oscuridad, una sombra imperceptible observaba desde la distancia. Una presencia indetectable ante los sentidos de Ardent, pero cuya atención estaba fija en el camino que el guerrero inmortal se veía obligado a recorrer. Era un espectador silencioso, una entidad que observaba con detenimiento el curso de los acontecimientos en Atheria.
Ardent Dawnseeker, con el niño aún a su lado, detuvo su avance al percatarse de esa presencia sigilosa. Sus sentidos, afilados por siglos de lucha, captaron la sutil interferencia en el tejido de la realidad.
— ¿Quién está ahí? — preguntó Ardent, su voz resonando en la quietud de la noche.
La sombra permaneció inmutable, como una presencia etérea que se mantenía al margen de la realidad tangible.
La comprensión se apoderó de Ardent. Por mucho que huyera, el niño no estaría a salvo mientras las bestias huecas acecharan en la oscuridad. En su interior, una decisión tomó forma, guiada por la certeza de que el sacrificio personal era la única opción.
— Niño, corre hacia allí — indicó Ardent señalando el convoy de evacuación que se perfilaba en la lejanía. — Encuentra refugio. Yo me encargaré de las bestias.
El niño, con ojos llenos de temor pero también de confianza, asintió y se apresuró hacia la seguridad relativa que ofrecía el convoy.
Ardent, enfrentándose a la oscuridad que se cernía sobre él, canalizó la energía compartida con Eldrian. La dualidad mística entre sus almas resonó, fortaleciendo su resolución. La sombra en la distancia, aún observando, pudo sentir la intensidad de la conexión que se tejía en ese instante.
Con la suerte como aliada, Ardent se preparó para el enfrentamiento inminente. Las bestias huecas, criaturas corrompidas y hambrientas, se acercaban como una marea voraz. En el claro de la desesperación, Ardent Dawnseeker se erigía como el último bastión, un guerrero inmortal dispuesto a luchar, aunque el peso de los siglos se reflejara en sus ojos cansados.
El silencio previo a la tormenta se desgarró cuando las bestias infernales avanzaron como sombras hambrientas. Ardent Dawnseeker, el guerrero inmortal, alzó su mano, y de repente, una energía mística de color rojo carmesí comenzó a danzar a su alrededor. El espíritu rojo, en su máximo esplendor, se manifestó como un halo ardiente que envolvía al legendario guerrero.
Las bestias, al percibir la presencia de aquel opositor titubearon por un instante, como si fueran conscientes de que se enfrentaban a algo más allá de su comprensión. Pero, en un rugido colectivo, avanzaron nuevamente hacia él.
El poder místico que fluía a través de Ardent cobró forma. Las llamas carmesíes danzaban en sus ojos, una expresión ardiente que reflejaba la ira de quien ha enfrentado los abismos innumerables veces. Con un gesto, desató el espíritu rojo en un torrente de energía que se extendió como fuego voraz.
Cada golpe de Ardent estaba impregnado de esa esencia mística. El espíritu rojo se materializaba en cada movimiento, dejando a su paso un rastro de destrucción y renovación. Las bestias, incapaces de resistir la magnitud de su poder, retrocedían ante la furia del demonio de sangre.
Ardent Dawnseeker se erguía como una figura imparable, su presencia iluminada por el resplandor carmesí que lo rodeaba. Era el demonio de sangre, un título forjado en las llamas de incontables batallas. Ahora, frente a la multitud de bestias infernales, estaba decidido a recordarles por qué se había ganado ese apodo en los épicos relatos que trascendían el tiempo.
En la periferia de la conflagración que envolvía a Ardent, Hurrem, la guardiana experimentada, percibió el peligro en el flujo místico que compartía con él. Junto a su aprendiz, Selene, decidieron intervenir para evaluar la situación y proteger el alma del guerrero inmortal.
Hurrem, a pesar de su edad, irradiaba una juventud que desafiaba el paso del tiempo. Su piel era de un blanco inmaculado, resaltando sus ojos azules que parecían contener la sabiduría de siglos. Vestía una elegante indumentaria de cuero rojo, adornada con sutiles detalles de armadura dorada que reflejaban su maestría en el arte místico. Sin armas a la vista, confiaba en sus poderes místicos para atacar y defenderse. Su largo cabello blanco caía con gracia sobre sus hombros, una corona plateada que simbolizaba su conexión con el mundo espiritual.
En contraste, Selene emanaba una pureza juvenil que se reflejaba en sus rasgos. Adolescente de cabello blanco, sus ojos avellana brillaban con un destello inocente. Ataviada con una túnica negra que evocaba la solemnidad de una monja, portaba una guadaña blanca que llevaba el peso de la purificación de almas corruptas. Aunque joven, su presencia irradiaba una fuerza espiritual que desafiaba su aparente fragilidad. Su misión era clara: ser la guardiana de la pureza en medio del caos que amenazaba Atheria.
— Este lugar está impregnado de caos, Selene. Nuestro deber es asegurarnos de que el alma de Ardent no caiga en manos equivocadas —advirtió Hurrem, con la mirada fija en la vorágine de energía que se desataba.
Selene, sin embargo, no compartía la misma visión pragmática. Miró con determinación hacia la figura de Ardent y, sin titubear, creó un portal que las colocó al margen de la batalla.
— No puedo permitir que muera, Hurrem. Hay algo en él que va más allá de lo que puedes ver. —respondió Selene, con la convicción reflejada en sus ojos.
Ardent, entre la llamarada del espíritu rojo, notó la presencia de las guardianas. La aparición de estas figuras con auras místicas no hizo más que disgustarlo.
— ¿Guardianas? Qué asco. ¿Vienen a rescatar al héroe de la historia? —murmuró Ardent, con desdén, mientras despejaba su camino de bestias caídas con brutales asesinatos. La sangre de sus enemigos manchaba su ropa, su piel, su esencia. Remarcando con sus ojos filosos envueltos en llamas, una ira carmesí.
Hurrem, observando la hostilidad de Ardent, decidió abordar la situación con pragmatismo.
— No estamos aquí para ser héroes, Ardent. Solo queremos asegurarnos de que tu alma no se convierta en una herramienta en manos equivocadas —explicó Hurrem, su tono tranquilo contrastando con la ferocidad del campo de batalla.
Selene, sin embargo, avanzó hacia Ardent con determinación, ignorando la hostilidad que emanaba de él.
— No quiero que mueras. Hay algo más que puedo sentir en tu alma, algo que puede cambiar la historia de Atheria —declaró Selene, con una convicción que desafiaba las expectativas de su maestra.
Ardent, aceptando temporalmente la presencia de las guardianas, permitió que Selene y Hurrem llevaran a cabo su hechizo de exterminio. Mientras las bestias infernales caían ante el poder místico de las guardianas, Ardent observaba con desinterés, manteniendo su distancia.
Hurrem, al principio reticente ante la intervención de Selene, se vio cautivada por la decisión de Ardent de querer sacrificarse por un simple niño. Una sola alma que, desde su perspectiva, no tenía nada que aportar al mundo. Era una visión pesimista que Hurrem compartía en muchos aspectos.
Selene, por otro lado, deseaba salvar cuantas vidas humanas fueran posibles, reconociendo la urgencia de la situación y la inminente amenaza de extinción. Mientras sus manos ejecutaban el hechizo que absorbía las almas de las bestias, su mirada se encontró con la de Ardent, reflejando su determinación por preservar cualquier atisbo de vida en Atheria.
Ardent, observando la divergencia de perspectivas entre las guardianas, mantenía su postura de desconfianza, pero no interfería en sus acciones. El espectáculo de magia y destrucción continuaba a su alrededor, mientras las almas de las bestias infernales se disolvían en el aire.
Para Hurrem, Ardent representaba una contradicción, alguien dispuesto a sacrificarse por una causa que ella consideraba fútil. Sin embargo, Selene veía en él la posibilidad de cambiar el destino de Atheria, un enigma que ansiaba desentrañar a pesar de la resistencia de aquellos que ya habían perdido la fe en la esperanza. La colisión de ideales entre estos personajes marcaba el comienzo de un capítulo crucial en la historia de Atheria.
El campo de batalla, impregnado por el eco del conflicto recién terminado, se sumió en un breve pero inquietante momento de paz. Sin embargo, la tranquilidad fue efímera cuando la presencia oscura en la distancia se manifestó con furia.
El presagio de peligro se materializó en un instante, como sombras voraces que se abalanzaban sobre Selene y Hurrem.
— ¡Maestra!
Selene, con aguda percepción, advirtió el inminente ataque y, con la rapidez propia de su juventud, levantó su guadaña en posición defensiva.
— ¡Detrás de mi!
Hurrem, la maestra experimentada, reaccionó con destreza y tejió un escudo de energía en un intento desesperado por protegerse a sí misma y a su aprendiz.
Aunque el escudo de energía de Hurrem logró formarse, apenas sirvió como barrera ante la ferocidad del golpe oscuro. La onda expansiva hizo retroceder a ambas, pero el impacto dejó su huella, resonando en el aire como un eco de la amenaza que se cernía sobre ellas.
Selene, tras resistir el embate, mantenía la firmeza en su postura, pero sus ojos reflejaban la sorpresa y la inquietud por la fuerza que enfrentaban. Hurrem, con el escudo tembloroso, sostenía la mirada en la oscuridad que las rodeaba, consciente de que aquella tiniebla representaba una entidad mucho más formidable de lo que habían enfrentado hasta entonces.
El destello de relámpagos oscuros se había abalanzado sobre ellas logró separarlas de Ardent Dawnseeker en un instante y entonces ante él se materializó la oscura entidad, una tiniebla comandada por un poder superior que exigía su rendición, una rendición que llevaría a Ardent ante el gran maestro, Mer. La oferta resonó en el aire, una invitación que llevaba consigo el peso de un destino inescrutable. Aunque la perspectiva de rendirse no era un peso insostenible para Ardent, ya que veía en ello la oportunidad de acercarse a su anhelada venganza, la mera sugerencia de someterse a la voluntad de Mer no le resultaba inaceptable.
— Ardent Dawnseeker, tu resistencia es inútil. Ríndete y ven conmigo. El gran maestro desea tu presencia —resonó la voz de Mer, impregnada de un eco que sugería la inmensidad de su poder.
— Si quieres llevarme ante tu gran maestro, Mer, adelante. Pero asegúrate de que esté preparado para encontrarse con su propia oscuridad. Mi venganza será inevitable —declaró Ardent, su voz resonando con determinación en medio de la tormenta mística que lo envolvía.
Sin embargo, antes de que la oscura entidad pudiera llevar a cabo su cometido, Hurrem y Selene, en un acto de valentía y determinación, intervinieron con un hechizo que tejía un lazo místico sobre Ardent. Un vínculo que, aunque efímero, resistió el intento de rapto, desafiando las fuerzas oscuras que buscaban arrastrar al guerrero legendario hacia su destino predeterminado.
La tensión en el aire era palpable, un choque entre la voluntad de Ardent de seguir su propio camino y el destino que la oscuridad quería imponerle. El campo de batalla se convirtió en el escenario de una lucha no solo entre fuerzas místicas, sino entre la determinación de aquellos que buscaban forjar su propio destino y las sombras que intentaban moldearlo a su conveniencia.
De entre la oscuridad que buscaba reclamar a Ardent, surgió de manera súbita un látigo negro, en llamas púrpuras que irradiaban la esencia misma de la corrupción. Este látigo tenía un propósito claro: impactar los lazos espirituales que fluían desde Hurrem. La corrupción impregnada en ese ataque era tan intensa que el brazo de la sacerdotisa sufrió quemaduras graves de hasta cuarto grado.
El látigo, como una extensión malévola y ardiente, se arremolinó con violencia contra los lazos que unían a Hurrem y Ardent, desatando una explosión de llamas púrpuras que devoraban la esencia espiritual. El grito de dolor de Hurrem resonó en la penumbra, eclipsado por la cruel eficacia del ataque que dejó su marca en el cuerpo y alma de la experimentada sacerdotisa.
Ardent, testigo de la brutalidad desatada por el látigo oscuro, no pudo permanecer indiferente ante la agonía de Hurrem. Aunque su expresión permanecía impasible, la comprensión de la oscura amenaza que enfrentaban se intensificó, delineándose como una sombra más en el creciente conflicto de Atheria.
— ¡Hurrem!
La preocupación era palpable en Selene, quien se acercó de prisa con su arma en mano, pero su andar se detivo abruptamente cuando su maestra alzó su brazo en señal de que se detuviera.
— ¡Quédate atrás!
Fueron sus órdenes. Era claro que el poder que estaba ante ellas, sobre todo para Selene era superior en muchos sentidos, por lo que era deber de Hurrem protegerla en estos momentos.
Desde las sombras de la corrupción emergió el portador del látigo negro, un hombre envuelto en una armadura oscura que resplandecía con las llamas púrpuras y oscuras, esparciendo la esencia misma de la corrupción. Este individuo era Athrak, uno de los súbditos de Mer, y a su lado, imponente en fuerza y tamaño, se encontraba Asterios, el minotauro, otro leal servidor de Mer. El contacto inesperado con las guardianas, Hurrem y Selene, provocó un cambio drástico en los planes originales del grupo aparentemente malévolo.
Athrak, con su presencia imponente, avanzó hacia Ardent y las sacerdotisas, su armadura oscura resonando con el crujir de las llamas corruptoras. Asterios, el minotauro, permanecía a su lado, una fuerza colosal lista para intervenir en caso de que Athrak encontrara dificultades.
La tensión en el aire era palpable mientras Athrak, con una malicia apenas disimulada, dirigió su mirada hacia Ardent y las guardianas.
— Este encuentro inesperado cambia nuestros planes, pero no nuestra meta. Ardent Dawnseeker, te llevaremos ante nuestro gran maestro, pero las guardianas también serán bienvenidas en la oscuridad que se avecina. Asterios, asegúrate de que no haya resistencia —pronunció Athrak con un tono impregnado de corrupción, mientras el imponente minotauro asentía con un gruñido profundo.
En medio del caos y la amenaza que Athrak y Asterios representaban, Selene, en un acto de desesperación y determinación, decidió recitar un hechizo silencioso. Clavando su guadaña en el suelo como foco de su magiabmarcando el epicentro de una acción mística que trascendería las garras de la oscuridad que los rodeaba. Su propósito era crear un vínculo místico con Ardent y su maestra, Hurrem.
Con el tiempo agónico transcurriendo antes de que los súbditos de Mer pudieran reaccionar, el hechizo de Selene se activó. Una energía mágica envolvió a los tres fugitivos, deslizándolos fuera del alcance de sus enemigos y dejando a Athrak, Asterios y la tiniebla que observaba sin presas a su alcance. Escaparon.