La falsa Milennia no camina, ¡corre!, tratando de alcanzar los largos pasos del emperador. Los pasillos están vacíos, apenas alumbrados y el silencio absoluto rodea al hombre.
Ella es consciente de que lo ha arruinado todo. Solo espera no hacer cargar a Philip con las consecuencias de sus errores.
Llegan al estudio, un espacio amplio y lujoso, cuyas paredes están adornadas con frescos que representan escenas mitológicas y heroicas del imperio.
En las estanterías de roble, alineadas a lo largo de la habitación, se encuentran numerosos volúmenes de libros: tratados de filosofía y estrategia militar.
La rabia hace que Darius descuide sus modales. Enfurecido, abre la puerta con brusquedad y se sienta sin atender a las normas de cortesía.
Milennia, algo temerosa, se esfuerza por conservar una apariencia serena. No es de las mujeres que revelan una expresión de derrota; sin esperar permiso alguno, se acomoda frente a él.
Ambos cara a cara, divididos por un escritorio, se estudian, evaluando cada gesto.
Por un extenso período, ninguno de los dos rompe el silencio.
La mujer sostiene una mirada imperturbable, aunque su mente está en otro lugar. «Mierda, está esperando que diga algo. No quiero, no quiero», piensa para sí misma.
La puerta se queda entreabierta y en ese instante, una joven de cabello rubio se asoma con gracia. En sus delicadas manos sostiene una charola, cubierta por una campana de plata.
Sin necesidad de pronunciar palabra alguna, Darius se pone de pie y pasa junto a Milennia como si no existiera.
Es entonces cuando ella se gira para observar qué ha capturado la atención de este hombre.
Aunque no puede ver su rostro, alcanza a escuchar el tono peculiar con el que habla.
—Señorita Su, no se hubiera molestado. No era necesario que viniese hasta aquí. Podría haberlo enviado con alguien más —sugiere el emperador, mientras toma la charola.
La señorita mira con detenimiento a la mujer vestida de hombre. Ajusta su postura y eleva el pecho de manera seductora.
—Por favor, mi emperador, disculpe a esta humilde servidora por tal atrevimiento.
—Oh, no. No fue mi intención. No quise darle a entender eso.
—Lamento la imprudencia. Solo quería desearle un buen descanso antes de retirarme, por ese motivo fui indiscreta.
Milennia los observa, preguntándose qué tipo de situación se está desarrollando ante sus ojos.
Después de una breve conversación, la señorita Su se retira. Pero antes de hacerlo, clava sus ojos azules en la santa una última vez, transmitiendo un mensaje.
Ella entiende lo que intenta decirle. «¡Atrás, hermana! ¡No es lo que crees, no ves que me odia!». Lo último que necesita en ese momento es enfrentar a una rival femenina por un hombre que ni siquiera le interesa.
¿Pero quién es esta joven? Los personajes femeninos relevantes son escasos, mejor dicho, inexistentes.
Todo gira alrededor de Milennia y Darius; además, este es un hombre que no se deja llevar por los encantos femeninos fácilmente, entonces, ¿de dónde surge la señorita Su?
Al ver cómo el semblante del emperador se suaviza al volver hacia su asiento, Milennia siente alivio.
Esto es una buena señal, calcula que no la matará. Quizás la encerrará en las mazmorras y la azotará como castigo por su fuga. Mientras no vea afectada a ninguna persona inocente, podrá soportarlo.
Ahora es momento de resolver este problema.
—Señor, permítame disculparme y explicarle que lo ocurrido es responsabilidad mía.
—Usted es responsable de sus actos y Philip de los suyos. Pueden hacer lo que les plazca en su intimidad. Eso no es de mi interés, siempre y cuando no afecte al imperio.
—No, no, Philip no tiene ese tipo de relación conmigo.
—No es mi problema el tipo de relación que tienen ustedes dos —dice con fastidio. Después de un breve silencio, intenta relajar el ceño fruncido—. ¿Comprende por qué tiene escoltas? En este momento, está bajo mi protección. Desde que la conocí, incluso debo protegerla de sí misma. Si deseaba salir, debería haberlo mencionado, ¿lo hizo?, ¿se acercó a mí?
Milennia siente la tentación de reprocharle algo, pero sabe que él tiene razón. Opta por mantenerse en silencio.
Darius tensa la mandíbula con disgusto. Hablar con esta mujer resulta ser una pérdida de tiempo. Está agotado.
—Entiendo... bien, no le quitaré más de su valioso tiempo. Quería informarle que los oráculos ya nos han proporcionado el día y el lugar para un posible enfrentamiento.
Mientras el emperador explica la situación, Milennia se sumerge en sus pensamientos al escuchar el nombre del lugar del primer encuentro.
Será en Valle Escondido, que está ubicado en la región del Sur.
La comunidad que reside allí no supera las setenta personas entre adultos y niños.
En esas tierras viven los últimos maestros de la forja de las almas. Ellos confieren un poder mágico a las armas, las cuales se conectan con sus portadores, permitiéndoles acceder a este poder.
Está profesión se volvió compleja y profunda.
Los herreros deben tener conocimientos filosóficos y alquímicos de gran alcance. El proceso de fabricación comienza con la extracción del metal y la aleación es un secreto celosamente guardado. Cada etapa implica trabajar con el horno y alcanzar la temperatura adecuada para el metal.
Además de esto, la conexión con la naturaleza y los materiales que se fusionan con el acero dan vida a una herramienta perfecta. Estas armas estan decoradas con intrincados patrones y conjuros que otorgan un poder superior.
El herrero y su ayudante visten ropas de color violeta, simbolizando así su labor de transmutar toda energía negativa en positiva.
Un símbolo de poder, espiritualidad, sabiduría y un noble corazón.
De las manos de esos hombres nacieron las hermosas devoradoras de almas Orí y Gia, así como la cimitarra de Darius.
La mujer nota que algo se le olvidó. «¿Qué poder encierra esa cimitarra? ¿Por qué no lo recuerdo? Dios, qué memoria de pez».
El emperador hace una pausa y observa a la santa. Traga saliva, pero su garganta está algo seca.
Una vez más, la mujer lo ignora.
Chasquea los dedos tres veces; al sonido, la mirada distraída de Milennia vuelve. «Ay, no».
Los ojos de Darius arden, el rostro enrojecido por la ira. Hace un esfuerzo por contenerse y no golpear la mesa.
—Será mejor que se retire.
—Lo siento. Fue un día agitado y yo... —Su voz temblorosa intenta justificarse.
El emperador habla entre dientes:
—Descanse, mañana partimos temprano.
—Sí, sí, sí... disculpe.
Mientras la santa se marcha, el hombre toca su frente con la yema de los dedos. «¡Dios, dame fuerza! ¡Cómo odio a esta mujer!».
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Esa misma noche, en una cueva subterránea, dos personas se encuentran a solas. Están vestidos de negro y cubren sus rostros con máscaras, mientras sus voces resuenan alteradas por un hechizo.
Nadie debe conocer sus identidades.
—¿Estás seguro, Número Uno? —pregunta Sin Nombre.
—El general accedió, el plan está en marcha.
En la voz se percibe el éxtasis que la embarca:
—Esto es excelente. Pensé que el Sr. Pillon y los sacerdotes del Sur serían un poco más reticentes.
—No, accedieron de inmediato.
Sin Nombre mira hacia arriba, como si estuviera satisfecho con algo que solo él conoce y su tono sigue siendo alegre:
—Número Uno, ¿cuándo traes a esa persona?
—Todo dependerá de su desempeño en el Valle Escondido.
—¿Una pequeña prueba?
—Sí.
Al escucharlo, suelta una carcajada.
—Muy bien, mantenme informado.
Ambos se retiran.
Sin Nombre se sumerge en las profundidades de la cueva, mientras Número Uno sale hacia el exterior.
Observa la noche estrellada y siente la brisa cálida. Están llegando los últimos días de la primavera. Con una sonrisa cargada de satisfacción habla para si mismo.
—¡El inicio del fin! ¡Mi detestable emperador!
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