Harl mantenía una lanza improvisada en la mano, tras sacarle punta a un palo lo bastante largo y grueso para que no se quebrara fácilmente. Sire pensó que el lugar más seguro era el templo, pero los pergaminos decían que mantener a la mayoría de las personas reunidas en el mismo lugar aglomeraría más bestias feroces alrededor, por lo tanto, lo mejor era dispersarlos y poder atacarlos cuando estaban en pequeños grupos.
En esta noche no habría fogatas, ni cuentos, ni comida caliente; el aroma las atraía y la luz les molestaba, por lo que las mujeres pegarían a los bebés al pecho para evitar los llantos y los hombres permanecerían en vigilia frente a la puerta y ventanas.
Jargal observó desde la cima del campanario junto a los cazadores. Intentar detener a las bestias en el muro solo lograría que estas se dispersaran hasta encontrar un lugar sin vigilancia, y una vez que atravesaran estarían rodeados por ambos lados. Era mejor dejarlas ingresar y atacarlas una vez que estuvieran cansadas de rasguñar las puertas y paredes de las chozas.
Desde la cima contempló el asentamiento, los cuatro caminos principales y las casas separadas por pequeños senderos para permitir el paso de dos personas. Las chozas apiladas una al lado de otra dejaban un espacio cada cinco casas, formando cuadrados perfectos, otra ley del Dux: el orden, la gente lo necesitaba en todos los aspectos de la vida y los Ductor eran responsables de aplicarlo a todos los habitantes del Vicus. A las bestias no les importaba el orden o el caos, solo alimentarse.
Las antorchas puestas en el muro cada cinco pasos permitieron ver las pequeñas figuras saltar por sobre la pared y desvanecerse en las sombras. Gruñidos y rasguños comenzaron a resonar en la zona norte. Jargal esperó el momento adecuado junto a los hombres que lo acompañaban; ellos eran cazadores tan letales como las bestias.
No hicieron ningún sonido, no existía el miedo; en sus ojos reinaba la calma, esperando el momento de comenzar la cacería. Jargal pensó que al menos en ese aspecto estaban igualados con las bestias.
Cuando las sombras dejaron de saltar, todos esperaron por unos minutos; en aquel amargo silencio, Jargal escuchaba el latido de su corazón. Señaló una de las casillas a unos veinte metros de distancia; un cazador apuntó con el arco, tensó la cuerda y dejó de respirar. La sombra olfateaba por un hueco en una puerta desgastada por los años.
La flecha viajó en silencio y clavó la sombra al suelo. Hubo un grito agudo de dolor tan desagradable que helaba la sangre. Antes de que pudiera volver a gritar, otra sombra saltó sobre la bestia herida desgarrándola con las zarpas; luego vino otra, clavando los colmillos en el cuello, cortando todo ruido, y cada vez más venían a darle un mordisco.
La sangre los volvía locos; no importaba que fueran de la misma manada, una vez heridas no harían distinción. Las flechas seguían viajando por el aire en todas direcciones; no podían acumular muchas bestias en el mismo sitio, no eran tontas y comenzarían a buscar en los alrededores, revelando su posición en lo alto.
—Seis lunas brillando —susurró un cazador —y apenas puedo verlas.
Jargal miró al cielo; Lux era la luna más pequeña y lejana. Luego de una hora de comenzado el ataque, escucharon el grito de una mujer, lleno de miedo y desesperación, que no duró más de tres respiraciones. A las bestias les gustaba morder el cuello, comer en silencio; eran criaturas de la noche provenientes de las pesadillas, no rugían, no ronroneaban, no hacían ruido, chillarían al ser heridas alertando al resto de la manada de la presencia de un enemigo, matando al que diera la alarma si no encontraban una presa cerca.
Pasó más de una hora, y escucharon otros gritos, esta vez cerca del muelle, un hombre, una mujer y niños.
—¡No! ¡no! ¡no! —gritó el hombre —. Aléjate de ella —las sombras comenzaron a desplazarse hacia esa zona. El llanto de los niños duró unos segundos, pero antes que pudieran ubicar la choza, volvió el silencio.
Jargal apretó con fuerza el hacha y miró al horizonte deseando que saliera el sol, la noche, por otro lado, no tenía prisa por abandonarlo.
Harl contenía la respiración, apuntando con la lanza a la puerta, podía escuchar los rasguños continuos excavando el suelo, miró por un pequeño hueco en la madera y encontró oscuridad.
Los rasguños eran cada vez más rápidos, sonaban cercanos.
—La choza de al lado —Harl tuvo una idea de lo que estaba pasando, la noche era más larga de lo habitual, a veces escuchaba los gritos, especialmente las mujeres y niñas, contando un total de once.
—La sangre —susurro Harl, sin saber si debía estar aliviado por la idea.
¨Lorna, Kran y el bebé¨ pensó en la familia que vivía al lado, el niño no había llorado en toda la noche, volvió la cabeza y miró a Sire, estaba envuelto en las pieles con la espalda contra la pared, tenía la mirada en el respiradero del techo que era apenas del tamaño de un puño.
Harl miró arriba y unos ojos amarillentos lo observaban fijamente. ¨La loza¨ pensó ¨Olvidé colocar la loza¨.
La bestia acercó el hocico al hueco inhalando profundamente, Harl estuvo a punto de atravesarlo con la lanza pero se contuvo, correría sangre y eso atraería a más bestias.
Esperó y mantuvo la mirada en aquellos ojos, pudo sentir el latir del corazón en la garganta, intentó contener la respiración para calmar el miedo pero la bestia volvió a inhalar. ¨¿Qué huele?¨ la mente de Harl no tardó en encontrar una respuesta, al ver brillar aquellos ojos con algo parecido a la satisfacción, ¨Miedo, huele el miedo¨.
Un chillido agudo lo sobresaltó estando a punto de atacar a la bestia, el animal miró a un costado y desapareció de la vista.
Harl tomó una bolsa de pieles con la que recolectaban las frutas y cubrió el hueco, quedando completamente a oscuras.
El llanto contenido provenía de un costado, reconoció la voz de Kran. — ¡Por favor no! —luego hubo otro chillido más, y el sonido de las garras contra la tierra regresó — ¡ayuda, por favor, ayuda! —gritó desesperado.
Harl tuvo una idea de lo que pasaba pero no quería imaginarlo, agarró la lanza con más fuerza mirando debajo de la puerta temiendo que la bestia también hiciera un hueco bajo ella.
Esta vez no hubo forma de contener el llanto del bebé.
—No lo dejes pasar —dijo Lorna —. Tapa el hueco con el barril —. Las bestias siguieron cavando al encontrar el camino truncado, insistieron hasta que el bebé dejó de llorar, buscando una presa más fácil abandonaron el lugar.
Harl siempre pensó que Lorna era mucha mujer para el joven Kran y al parecer tenía razón.
Le recordó a Mizza, la madre de Sire, la mujer no tenía miedo y si lo tenía sabía cómo enfrentarlo.
La primera vez que la vio estaba recolectando papas, tenía el cabello castaño y ojos grises, un rostro regordete, alegre y labios finos, nunca olvidaría el toque de aquellos labios, mientras ella estaba de puntillas de pies y él inclinaba la cabeza, no era cómodo, pero era perfecto.
El recuerdo de ella vino repentinamente, una historia que le había contado muchas veces a Sire.
—Grandote, ven aquí —le dijo la primera vez —. Me has estado mirando toda la semana, así que te daré dos opciones, dejas de mirarme como un niño tonto o construyes una choza de piedra y pagas al templo por mi primera noche —. Luego cargó la bolsa en la espalda y caminó entre los cultivos.
Harl estaba sonrojado y en ese momento las palabras salieron sin pensarlas.
—Construiré la choza, pagaré tu primera noche... y todas las siguientes —gritó y los presentes comenzaron a reír y aplaudir, ella volvió la vista, tan sonrojada como Harl, le sonrió y esos ojos grises brillaron como estrellas.
—Me llamo Mizza, estaré esperando que cumplas tu palabra.
No era la mujer más bonita que había visto, pero era la única a la que no podía dejar de mirar.
El recuerdo hizo que Harl se relajara, acarició la cabeza de su hijo y le sonrió, no estaba seguro si podía verlo en aquel tenue lugar. Sire salió debajo de las pieles dándole un abrazo, sintiendo que la noche era menos oscura estando juntos.
Jargal miró el cielo que estaba tornándose rojizo, a pesar de estar despiertos toda la noche no tenían sueño, los ojos rojos reflejaban odio por todos los muertos, la luz del sol le arrebataría la ventaja a las bestias, no podrían ocultarse en la oscuridad para hacer ataques furtivos y la visión nocturna desaparecería.
Jargal y los doce cazadores llevaban sobre las pieles una cota de malla, escudos y lanzas de acero, eran artículos más pesados y ruidosos siendo más efectivos en la defensa que el ataque.
Cuando el sol brilló por el horizonte los hombres bajaron las escaleras en forma de caracol, creando una formación semicircular de espaldas a la torre, Jargal tomó la soga del campanario y la jaló con fuerza, resonando la campana con aguda nitidez, las bestias volvieron la cabeza mirando al hombre en la cima de aquella torre y los ojos ardieron con sed de sangre.
—Es hora de la cacería —agarró el hacha con ambas manos y rugió —que ninguno salga con vida, venganza por los caídos, ¡Por Maél Solaris! —. Los cazadores golpearon las lanzas en los escudos.
—¡Por Maél Solaris! —gritaron, mientras las bestias corrían hacia ellos.
Jargal saltó desde la cima de 4 metros de alto envuelto en luz dorada, cayendo sobre las bestias que corrían como una marea oscura sobre la formación.
Aplastó cinco bestias en la caída, antes que pudiera volver a retomar el equilibrio dos bestias ya saltaban con las fauces abiertas y las garras listas, agitó el hacha partiéndolas por la mitad.
Dio un paso atrás para estar más cerca de la formación, una bestia enganchó las garras en la malla, atacando desde un punto ciego rompió el equilibrio dejando un pequeño corte en la piel, antes de volver la cabeza, una lanza le quitó de encima el animal, volvió a retroceder, los anillos del hacha brillaron, en un movimiento horizontal dejaron salir llamas por donde pasó el corte, quemando las bestias más cercanas, dio otro paso atrás, ingresando a la formación mientras respiraba con dificultad y el brillo que emitía ahora era tenue.
Las bestias al ver las llamas se dispersaron, los cazadores dieron un paso al frente rematando a los heridos.
El aroma de sangre y carne quemada era todo lo que quedaba en aquella plaza, Jargal dio un rápido vistazo a los cuerpos contando las cabezas.
—¿Cuántas escaparon?
—Conté siete —dijo Balcos, él primer cazador, mientras agitaba la lanza para quitar las tres bestias que había atravesado de una estocada.
—Recuperen el aliento, pronto iremos a buscarlos.
Jargal era consiente que la batalla no duró más de unos segundos, siendo cada segundo eterno, el corazón estaba acelerado, los músculos le dolían y la bendición otorgada por el hacha estaba agotada por el momento, el rasguño en la parte baja de la espalda le ardía, uno de los cazadores regresó a la torre para buscar un ungüento y detener el sangrado.
No tenían prisa, no importaba donde se escondieran las bestias, las cazarían.