Dos meses pasaron en un abrir y cerrar de ojos. La llegada de las gélidas detuvo las cosechas y comenzó la época de tala. Los árboles bordeaban la zona norte a menos de un kilómetro de distancia.
Sire observaría por primera vez el mundo fuera del asentamiento. Harl lo llevaba sobre los hombros, marchando somnoliento.
Los hombres y mujeres ya estaban en la entrada norte, esperando la apertura de las puertas.
Un muro de piedra rodeaba Valak. Tenía dos metros de alto y una escalera llevaba a una plataforma donde estaban los vigilantes, ubicados en cada extremo de la puerta, con un cuerno colgando de la cintura en caso de ataque de las bestias.
Era la época más peligrosa del año. Antes de la caída de las lluvias, las bestias feroces buscarían comida para llenar el estómago y poder invernar en paz.
Sire escuchó a Jargal decir que existían dos tipos de animales salvajes: las bestias feroces, que solo comían carne, y las bestias guardianas, que preferían las frutas y plantas, aunque eso no las hacía menos peligrosas si alguien invadía su territorio.
Generalmente, luchaban entre ellas, pero a veces las bestias feroces encontraban los asentamientos humanos y entonces era necesario eliminar a toda la manada, porque no olvidan un lugar de caza, regresando una y otra vez.
El asentamiento tenía unas doscientas personas, pero menos de la mitad eran aptos para este tipo de trabajo. Una carretilla empujada por un toro era la encargada de llevar las herramientas.
La única arma que un Servus tenía permitido llevar para defenderse era un cuchillo de cobre o bronce.
Las hachas, lanzas, mazas y arcos estaban asignadas a los 12 cazadores liderados por el Ductor, el trabajo más peligroso según la mayoría. Al mismo tiempo, los cazadores eran los protectores, eliminando a toda bestia feroz que estuviera cerca del asentamiento y las zonas de trabajo.
Jargal iba al frente junto a 6 cazadores que cargaban arcos y lanzas, mientras el resto los seguía por la senda de tierra alisada por el paseo continuo de los carros. El primero llevaba las herramientas de trabajo, mientras el segundo era tirado por dos toros con una larga carreta para cargar la leña recolectada.
Los más altos eran los primeros en caer. El crujido de la madera era seguido del grito "uno abajo" para evitar aplastar a alguien distraído o que estuviera descansando.
Sire, junto a otros niños, estaba con las mujeres. Llevaban canastas de madera que llenaban con hongos, frutos y raíces para hacer medicina.
Las siguientes dos semanas el trabajo era monótono. El niño aprendió a diferenciar las plantas de medicina de las venenosas. Algunas veces los cazadores cargaban en los carros algunos conejos, ciervos o rara vez un lobo, hasta que fueron atacados por un oso negro. Al día siguiente, Jargal prohibió ir al bosque, ya que el aroma de la sangre atraía a las bestias feroces. Armaría un grupo de caza para dejar trampas en el bosque que advirtieran si más bestias se acercaban.
Pasaron tres días hasta que les permitieron volver al bosque, pero esta vez los niños permanecerían en el asentamiento.
—Sire —llamó Nur en un tono bajo y aburrido —, él Ductor quiere que des el sermón de esta tarde.
No era la primera vez. Ya no era un asistente; ahora era reconocido como un aprendiz. Algunos días daría el sermón, otros estudiaría los pergaminos de medicina, construcción, forja. El salón de estudios tenía grandes ventanales de madera cubiertos por rejillas de hierro para evitar que alguien ingresara a robar.
—Idiotas hay en todas partes —respondió Jargal cuando Sire preguntó por los barrotes, pero el niño no creía que alguien tuviera el valor de robar el templo — dije idiotas, no valientes —replicó. El niño siguió sin entender la diferencia.
Cuando las lunas eran adornadas por un halo plateado, el clima gélido llegó a Valak.
El sol brillaba igual todo el año, pero el viento era cambiante, cálido, refrescante, frío, suave o furioso, cambiando tan a menudo que nadie podía predecir de qué dirección llegaría.
—Es igual que las personas —dijo Jargal luego de que Sire le preguntara sobre un pergamino que hablaba de los vientos capaces de crear remolinos que arrancarían los árboles de raíces.
—No entiendo —respondió Sire, que ya podía hablar con Jargal sin que le temblara la voz.
—Cambian con el tiempo, todos lo hacen.
—Mi padre no es así, él me quiere y yo a él, eso no cambia.
—Claro que lo hace. Dime, ¿lo has hecho enojar alguna vez, sentir triste o cansado?
El niño inclinó la cabeza en arrepentimiento.
—Lo importante es que no dejes de quererlo a pesar de dónde venga el viento. Es lo que un padre hace y lo que un hijo debe aprender —Jargal descubrió que el niño era ágil en la memoria pero lento en la comprensión. Era difícil para él entender entre líneas, lo cual, por algún motivo, hizo que sintiera que Maél Solaris era justo cuando impartía los dones. "No existe el ser perfecto", pensó, sintiendo alivio.
—Mañana trabajarás con Khala sanando a los enfermos.
—¿Y la anciana Tissa? —era la sanadora del templo, ayudó en el nacimiento de Sire según Harl.
—Es demasiado mayor y la memoria ha empezado a fallarle, por eso traje a Khala como nueva sanadora y tú irás con ella como ayudante. Los pergaminos te dicen lo que debes saber y el trabajo te dará la experiencia.
Jargal lo meditó por mucho tiempo. El niño tenía diez años y era delgado como un junco y carente de fuerza, temeroso de la sangre. Aunque crecería con el tiempo, se fortalecería con el alimento y el miedo calaría en el alma, algo que lo acompañaría de por vida si no era enfrentado.
Khala humedecía un paño de lana para limpiar el sudor de un joven que agonizaba por la fiebre.
—Vamos Sire, deja de estar parado allí como un tronco, tráeme los ungüentos para las fiebres.
Él corrió hasta un estante donde había diversas vasijas con símbolos tallados en ellos. "Fiebre, fiebre, ¿Dónde está el ungüento de la fiebre?", pensó mientras leía. Una vez que lo tuvo en las manos, volvió corriendo hasta Khala y, en un ágil movimiento, quitó la tapa de arcilla y con una cuchara de madera esparció aquella medicina gelatinosa de color verdusco por la frente.
"¡Nunca toques a los enfermos con tus manos desnudas!", decía uno de los pergaminos. Existían enfermedades capaces de saltar entre las personas con solo tocarlas. También llevaban bozales, a diferencia de los usados en los animales; estos cubrían la nariz y la boca. "¡Nunca respires en un lugar lleno de enfermos!", escribía en otro pergamino. "Enfermedades en la piel, enfermedades en el aire, enfermedades en las tripas, la carne, los huesos y la sangre. Tantas enfermedades y tan pocos remedios", reflexionó el niño.
En la época invernal, los vientos fríos congelaban los pulmones mientras la gente dormía, y algunos no volvían a despertar.
Harl no estaba feliz de que Sire trabajara con la sanadora, temía que el niño enfermara. Desde la mañana hasta la tarde, ayudaba a los enfermos que estaban ubicados en un salón cerca del templo. Ningún enfermo debía permanecer en la choza, especialmente los ancianos, que eran los más propensos a morir y esparcir enfermedades según las leyes del Dux.
Una vez sanados, eran devueltos a sus chozas y las camas de paja en las que descansaban se usaban para prender el fuego.
Al principio, le avergonzaba tener que pasar los ungüentos en los cuerpos desnudos, hombres, mujeres o niños, pero a los enfermos no les importaba y, con el pasar de las semanas, se convirtió en algo natural.
Asistió a dos partos que le causaron vómitos y el enojo de Khala. Gracias a las ancianas, pudo completar el trabajo sin complicaciones. Para el final de las gélidas, estaba acostumbrado a tratar las quemaduras, las amputaciones y las fiebres.
Regresando a casa del templo antes del anochecer, miró a Lux, una de las doce lunas, brillaba con un tenue halo verdoso y las sombras en la superficie tenían la forma de un ave con las alas extendidas.
El año estaba dividido en dos estaciones que eran denominadas como: verano e invierno, o también cálidas y gélidas, siembra y cosecha.
Mientras salía del templo, Sire pensó en qué pasaría el año siguiente. ¿Seguiría siendo un aprendiz o marcharía a la catedral de Maél Solaris para convertirse en Ductor, abandonando Valak, a Jargal, Khala, Nur y a... Harl? "No, a él no", miró el camino por delante y corrió a casa.
Antes de empezar la siembra, debían aflojar la tierra. La temporada gélida endurecía la tierra dando lugar a las malas hierbas. Cada hombre tenía asignada una parcela de tierra para surcar, de ese modo nadie podría quejarse de trabajar más que otro. Era más fácil separar las plantaciones de cebada, trigo y maíz, el cultivo principal del asentamiento. De sobrar tiempo, plantarían papas, batatas y otras verduras. Luego cercarían los cultivos con estacas de madera para evitar que las bestias los devoraran por la noche.
Sire estaba en el salón de los enfermos cuando escuchó sonar el cuerno de los vigías, seguido de las campanas que llamaban a todos a regresar con urgencia. Quiso salir a ver qué estaba pasando, pero Khala lo tomó por la mano.
—Este es nuestro trabajo, deja que los demás hagan el suyo —luego de dudar por un momento—, prepara agua y mantas, en caso de ser necesario.
Sire recordaba la última vez que escuchó el llamado de las campanas. Hubo muchos muertos y heridos. Al mes siguiente, cambiaron al Ductor por ignorar su labor, eso también estaba escrito en los pergaminos.
El templo estaba en el centro del asentamiento, frente a la torre de la campana desde donde salían los cuatro caminos principales. La gente corría desde la entrada norte, esa era la dirección del bosque, mientras que el sur daba a los campos de siembra. En el este estaba el puerto de desembarco y en el oeste, el camino a la urbe central. Sire jamás vio que alguien lo utilizara.
Jargal miró la entrada del bosque. Las figuras eran tan pequeñas que apenas emitían sombra.
—Valak —susurró Jargal. Los asentamientos no llevaban nombres al azar, ni era el primero en explorar el territorio quien le daba el nombre. El Dux usaba el nombre del animal más peligroso de la zona.
El Valak era un animal de aspecto felino, de piel escamosa que no reflejaba luz alguna. Tenía ojos amarillentos con pupilas verticales, una nariz aplanada con colmillos inferiores sobresalientes, una cola corta que terminaba en punta y garras filosas que cortaban hasta los huesos. Atacaría siempre en manada bajo el manto de la noche y jamás abandonaría una zona de caza hasta acabar con todas las presas.
Jargal suspiró, miró a las personas que corrían a encerrarse en las chozas. No podría salvarlos a todos.
Una vez llegada la noche, comenzaría la cacería.
Divisó unas 20 figuras, seguro de que más estaban ocultas esperando la noche y los muros no los detendrían. Las garras y el liviano peso les permitían escalar, las escamas eran blandas, fáciles de atravesar, pero la velocidad con la que se movían los convertía en blancos difíciles.
—Que todos bloqueen las puertas y ventanas, extiendan la voz —dijo Jargal a aquellos que aún permanecían curiosos observando a las bestias, como si quisieran tomarlas de mascotas.
"Que Maél Solaris los proteja a todos, porque yo no puedo", pensó, agarrando el hacha con fuerza.