En la fría celda de piedra, el prisionero contemplaba su destino. Había sido condenado por un crimen que no cometió, una víctima de la injusticia de un sistema corrupto.
En la mañana de su ejecución, fue llevado al patio del castillo, donde el verdugo aguardaba con su hacha reluciente. El prisionero fue obligado a arrodillarse, su cuello expuesto al filo del hacha."¿Alguna última palabra?", preguntó el verdugo con indiferencia. El prisionero levantó la mirada, sus ojos ardiendo con la injusticia. "Que mi sangre sea la marca de tu crimen", susurró con voz firme.
Con un golpe certero, el hacha cayó, cortando el cuello del prisionero. La sangre brotó en un arco carmesí, manchando el suelo de piedra. La multitud observó en silencio mientras el verdugo levantaba la cabeza del prisionero, exhibiéndola como un trofeo macabro.