En los oscuros pasillos de un castillo antiguo, un noble fue acusado de un crimen que había mantenido oculto durante años. Se le encontró culpable del secuestro y tortura de jóvenes campesinas, su sótano convertido en un lugar de horrores inimaginables.
La ejecución se llevó a cabo en la misma mazmorra donde cometió sus atrocidades. El noble, arrodillado y con las manos atadas, miró fijamente al verdugo mientras este afilaba su espada.
"Confieso mis pecados", murmuró el noble, su voz apenas un susurro en la oscuridad de la mazmorra. La multitud, que había escuchado los detalles macabros del crimen durante el juicio, observaba en silencio, ansiosa por presenciar la justicia.
Con un movimiento rápido, el verdugo levantó su espada y la descendió con fuerza. La cabeza del noble rodó por el suelo, su confesión tardía no pudo salvarlo del castigo final por sus actos monstruosos.