Thornflic avanzaba como un demonio encarnado, su figura imponente sobresalía sobre la marea caótica de la batalla. Con cada embate, las dos hachas dentadas que empuñaba se movían con una rapidez y precisión letales, como si fueran extensiones de su propio cuerpo. Las hojas giraban en el aire, destellando bajo el cielo nublado y gris, y cada golpe era una sinfonía de destrucción. Las armaduras plateadas y negras de los soldados enemigos se abollaban y rompían bajo la fuerza bruta de sus golpes, las placas metálicas se desgarraban, y los escudos con el emblema del dragón negro sobre fondo plateado se astillaban, incapaces de soportar la ferocidad de sus ataques. Los cuerpos caían a su paso, reducidos a carne rota y huesos triturados, mientras la sangre salpicaba en todas direcciones, manchando el suelo y creando un charco de oscuridad bajo el cielo sin sol.
Los cuatro mil Desolladores Carmesí, la guardia personal de Thornflic, cabalgaba a su lado, como una sombra sangrienta que lo seguía de cerca. Llevaban armas que parecían diseñadas para la brutalidad pura: mazas gigantescas que podían mandar a volar soldados con un solo golpe, hachas dentadas que desgarraban carne y quebraban huesos, como mandíbulas de metal afiladas que se cerraban alrededor de sus víctimas como las fauces de una bestia hambrienta. Las armaduras de los Desolladores eran de un rojo sangre, tachonadas de púas, con placas negras que sobresalían en medio de la carnicería, como si estuvieran cubiertas de sangre seca. Movían sus armas con una coordinación espeluznante, sus movimientos eran precisos y letales, y cada uno de ellos parecía bailar en la batalla, sumergido en una coreografía de destrucción que había sido perfeccionada durante años de guerra.
Los caballos que montaban relinchaban y bufaban, sus patas golpeaban el suelo con furia mientras atravesaban las filas densas de infantería pesada del marquesado de Thaekar. Eran bestias enormes, de musculatura poderosa y ojos salvajes, cubiertos con bardas negras que les daban un aspecto casi demoníaco. Sus cascos aplastaban cráneos, quebraban costillas y hundían cuerpos en el barro ensangrentado. Algunos llevaban en la frente cuernos afilados que usaban para embestir a los soldados enemigos, lanzándolos por los aires como muñecos de trapo. Thornflic y sus hombres cabalgaban sobre ellos con una maestría que solo los más fieros guerreros podían tener; sus monturas parecían formar una extensión natural de su ferocidad, y avanzaban sin vacilar a través del mar de enemigos.
El aire estaba cargado con el silbido de las flechas y los virotes de las ballestas, que surcaban el cielo como enjambres de abejas mortales, buscando clavarse en los cuerpos de los soldados que luchaban abajo. Algunos proyectiles impactaban contra las armaduras de los Desolladores, rebotando sin causar daño alguno, mientras que otros lograban abrirse paso en las uniones y penetraban carne, haciendo que los guerreros heridos gruñeran de dolor, pero no se detenían por eso. El campo de batalla era un caos de ruido y furia, con el estruendo de las armas chocando, el grito de los heridos y moribundos, y el sordo retumbar de los tambores y cuernos de guerra que marcaban el ritmo de la ofensiva.
Thornflic, en el centro de todo ese caos, era una figura que inspiraba terror. Su armadura negra y carmesí, adornada con runas que brillaban con una luz roja tenue, parecía absorber la luz del entorno, haciéndolo ver como una sombra que se desplazaba a través del campo de batalla. Tenía el rostro cubierto por un yelmo de aspecto salvaje, con cuernos que se curvaban hacia atrás y una visera que solo dejaba ver dos ojos ardientes y llenos de furia. A su alrededor, los Desolladores Carmesí formaban un círculo, protegiéndolo mientras él se lanzaba de frente hacia el corazón de las líneas enemigas, buscando romperlas, destruirlas, hacerlas pedazos.
El campo de batalla rugía con el estruendo de la guerra, el retumbar de las pisadas y el choque de las armas creando un caos atronador que llenaba el aire como una tormenta inminente. Thornflic se erguía en medio del fragor, una figura imponente que dominaba la escena con una mezcla de fiereza y autoridad incuestionable. Su voz, profunda y resonante, se alzó sobre el estrépito de la batalla, llevando órdenes claras y precisas a través de los portaestandartes que corrían con urgencia para transmitirlas a todos los rincones de su vasto ejército.
—¡Adelante! ¡Que la caballería pesada regular abra el quinto bloque de infantería pesada! ¡Infantería media, rompan las últimas líneas! ¡Caballería media, flanqueo en el ala izquierda! ¡Las demás tropas, avancen y mantengan las líneas! —rugió Thornflic, su voz como un trueno que retumbaba en el horizonte, haciéndose eco en cada rincón del vasto campo de batalla. Cada palabra era una orden que resonaba como el latido de un tambor y se daba la orden de ataque con el rugido de un cuerno, impulsando a sus tropas hacia adelante con una intensidad implacable.
Los portaestandartes, jóvenes y curtidos, levantaron los estandartes con emblemas brillantes, y las insignias del ducado ondeaban al viento, llevando el mensaje de su general a cada rincón del ejército. Los tambores comenzaron a redoblar con un ritmo frenético, y los cuernos resonaron, llamando a las unidades a la acción. Los soldados respondieron al unísono, alzando sus armas y preparándose para el siguiente asalto. Era un despliegue de coordinación y disciplina que solo un comandante como Thornflic podía orquestar, y sus órdenes parecían resonar en cada corazón que latía en ese mar de acero y carne.
Thornflic, montado sobre su corcel negro, alzó su hacha dentada y señaló hacia adelante, hacia el corazón de las fuerzas enemigas que se agrupaban en un una maniobra para resistir el embate. Sus Desolladores Carmesí, la élite de su guardia personal, seguían a su lado, formando un muro viviente de acero y muerte que repelía cualquier intento de ataque. Las hachas dentadas de los Desolladores describían arcos amplios y letales, cortando a través de la carne y el metal con una facilidad aterradora. Los soldados de Thaekar que se atrevían a interponerse eran despedazados sin piedad, sus cuerpos caían bajo las hojas afiladas, dejando tras de sí un rastro de sangre y cuerpos mutilados.
Un destacamento de caballería pesada enemiga se lanzó hacia adelante, tratando de abrirse paso hasta Thornflic. Eran una unidad élite de Thaekar, soldados endurecidos por innumerables batallas, y llevaban alabardas relucientes, dispuestos a derribar al general enemigo. Pero apenas lograron acercarse cuando los Desolladores se abalanzaron sobre ellos. Con una precisión brutal, los guerreros de Thornflic se lanzaron hacia los jinetes, sus hachas silbando en el aire y cortando cabezas, abriendo gargantas y separando miembros. La carga de la caballería enemiga se convirtió en un desastre sangriento; los caballos se encabritaban y caían, sus jinetes caían desmembrados antes de tocar el suelo. No había espacio para el heroísmo en la batalla contra los Desolladores Carmesí, solo una muerte brutal y despiadada.
Mientras Thornflic reorganizaba sus tropas, sus ojos rojos y penetrantes escudriñaban el campo de batalla, buscando cualquier signo de debilidad en las filas enemigas. El cielo se oscurecía más por los proyectiles, como si las nubes se reunieran para presenciar la masacre que se desplegaba abajo. Los estandartes de Thaekar ondeaban en la distancia, tratando de mantener el orden, pero era evidente que estaban siendo empujados hacia el abismo por la imparable marea de hierro que Thornflic había desencadenado.
Un mensajero apareció entre la multitud, su rostro cubierto de sudor y su armadura manchada de barro y sangre. Se acercó a Thornflic, jadeando, con los ojos llenos de urgencia.
—¡General! ¡El comandante de la quincuagésima legión ha caído en batalla en el flanco derecho! —exclamó, casi gritando para hacerse escuchar por encima del estruendo de la batalla—. ¡Su vicecomandante está manteniendo la moral y tratando de mantener el orden, pero están bajo una poderosa ofensiva!
Por un momento, Thornflic dejó que sus pensamientos se deslizaran hacia el caos del flanco derecho. Su mente, fría y calculadora, sopesó las opciones, analizando la situación con la precisión de un depredador. Sus labios se curvaron en una sonrisa sádica bajo el yelmo, una sonrisa que no tenía nada de alegría, sino todo de desafío. «No eres tan aburrido, ¿eh, mocoso?», pensó con desprecio, recordando a los comandantes enemigos que trataban de resistir su embate.
—¡Que los bloques de ballesteros mantengan la presión en ese flanco! —ordenó Thornflic, su voz cortando el aire como una cuchilla afilada—. ¡Releven a la quincuagésima legión, y que las reservas de mi cuarta legión avancen y cubran la línea! ¡Caballería ligera, rodeo! ¡Quiero una maniobra de pinza que los aplaste contra nuestras filas! ¡Ese bastardo de Ilarius Ronkler piensa que puede jugar con nosotros! ¡Pero nosotros somos los cazadores aquí!
Los ojos de Thornflic brillaban con un fuego que no era natural, como si las llamas de un odio profundo y antiguo ardieran en lo más profundo de su ser. Esta batalla no era solo otra en la larga lista de conflictos que había librado; era una vendetta personal, una venganza que había alimentado durante años, un ajuste de cuentas con los malnacidos que habían osado invadir su hogar, destruyendo todo lo que él había jurado proteger. Ilarius, ese bastardo, había heredado la astucia retorcida de su padre, Federik Ronkler, el mismo que ideo el paln para asesinar a Kenneth, su duque, y alguuien que había sido como un hermano para Thornflic. Pero más que eso, Ilarius tenía el legado estratégico de su abuelo, Graham Ronkler, "El Viejo", un hombre que había sido humillado por Roderic diez años atrás, un golpe que Ilarius no había olvidado. Ahora, sediento de venganza y ansioso por restaurar el honor mancillado de su familia, el joven general de Thaekar había estado garreando con el desde que empezó esa campaña en Karador.
Thornflic levantó su hacha hacia el cielo, y las hojas dentadas de la hoja brillaron con un siniestro resplandor bajo el cielo nublado. Los estandartes del ducado ondeaban con más fuerza, el lobo dorado sobre el fondo negro y detalles carmesí destacándose como una advertencia a todos los que osaran desafiar su poder. Al ver el gesto de su general, las tropas respondieron al unísono, como si ese movimiento hubiera encendido la chispa de una furia colectiva. Un rugido atronador emergió de la multitud, resonando como el trueno en medio de la tormenta. Los legionarios de hierro levantaron sus armas, millones de armas llenas de sangre y que brillaban con la promesa de muerte. Sus voces se mezclaron en un clamor ensordecedor que pareció sacudir la tierra misma, un grito de guerra que dejó claro que no habría cuartel. Más de diecinueve millones de almas se unían al llamado de su general, cada corazón latiendo con fuerza, impulsado por un deseo implacable de victoria y de venganza.
La infantería media avanzó como una ola imparable, sus hachas de petos destellando bajo la luz tenue y grisácea del cielo. Cada paso que daban hacía retumbar el suelo bajo sus pies, formando una marea de acero que se estrellaba con furia sobre las líneas debilitadas de Thaekar. No había vacilación en sus movimientos, solo la precisión mortal de una máquina de guerra perfectamente sincronizada. Los soldados de Thaekar, muchos de ellos ya exhaustos y heridos, intentaron resistir, pero la fuerza de la carga era demasiado poderosa, como un océano que se desploma sobre la costa, arrasando con todo a su paso.
Los ballesteros y arqueros, situados en las elevaciones estratégicas, disparaban en salvas precisas, sus virotes y flechas atravesando el aire con un zumbido que anunciaba la muerte inminente. Los proyectiles se clavaban en los cuerpos de los soldados enemigos, atravesando armaduras, carne y huesos, dejando caer a los hombres como hojas muertas en otoño. Los cadáveres se amontonaban unos sobre otros, creando una macabra alfombra que cubría el suelo, y el aroma acre de la sangre fresca se mezclaba con el humo y el sudor, creando una atmósfera casi irrespirable.
La caballería ligera y media se movía con agilidad, ejecutando maniobras de pinza que acorralaban a los restos dispersos de las fuerzas de Thaekar. Los jinetes galopaban alrededor de los flancos, levantando columnas de polvo que se elevaban hacia el cielo, oscureciendo aún más el campo de batalla. Sus lanzas y alabardas estaban listas para atravesar a cualquiera que intentara huir del cerco, y no había escape para aquellos atrapados en medio de la tormenta. En la vanguardia, los destacamentos de caballería pesada terminaban de destrozar los bloques de infantería que intentaban resistir, sus enormes corceles aplastando a los soldados bajo sus cascos mientras las armas golpeaban sin piedad.
Desde la retaguardia, donde las tropas enemigas se encontraban dispersas, la infantería pesada de Thornflic avanzaba como un muro impenetrable. Sus largas y pesadas alabardas se levantaban como estandartes de muerte, y sus escudos de torre formaban una barrera que parecía impenetrable. Avanzaban sin prisa pero sin pausa, cada paso dado con la certeza de que la resistencia que enfrentaban estaba a punto de ser aniquilada. Los que aún quedaban en pie, desesperados por sobrevivir, no eran rivales para la implacable fuerza de la infantería pesada, que los masacraba sin piedad.
Thornflic respiró hondo, su pecho se expandió mientras observaba el caos bajo él, sus ojos fríos y calculadores observando cada detalle del combate. Su mirada se fijó entonces en la cima rocosa de una colina cercana, donde ondeaban los estandartes plateados con el dragón negro del marquesado de Thaekar. Allí, en su cuartel general improvisado, Ilarius Ronkler observaba la batalla.
Ilarius era joven, apenas en sus veintitantos, pero había heredado la astucia y la ferocidad de su linaje. Vestía una reluciente armadura plateada, pulida a la perfección, con detalles negros que le daban un aire sombrío, como si su misma presencia absorbiera la luz. En el pecho de la armadura destacaba un dragón negro grabado con precisión, que parecía enroscarse y moverse con cada respiración del joven general. Sobre su cintura, una banda de cuero negro con zafiros incrustados brillaba, reflejando la luz como ojos que observaban todo a su alrededor. Su cabello era oscuro, largo y recogido hacia atrás, dejando al descubierto un rostro joven pero marcado por la dureza, con mejillas afiladas y ojos azules que se clavaban en el horizonte, fríos y calculadores. Había en su mirada una mezcla de arrogancia y furia, como si la humillación sufrida por su familia fuera un veneno que quemaba su alma. No llevaba yelmo, dejando visible cada línea de su rostro mientras sus labios se curvaban en una mueca de desafío.
Thornflic observó a Ilarius por un largo momento, midiendo la distancia entre ellos, como si pudiera alcanzar al joven con su mirada. Sabía que Ilarius había sido entrenado para este momento, que llevaba la carga de la venganza de su abuelo, Graham, y la astucia retorcida de su padre, Federik. Pero Thornflic no tenía miedo. Había esperado este momento durante mucho tiempo, y ahora que lo tenía a su alcance, no iba a dejar que se le escapara. Apuntó su hacha hacia la colina, hacia la figura del joven general, y con un movimiento firme y decidido, ordenó la siguiente fase de su ofensiva.
—¡Que las unidades de caballería pesada de las legiones del centro refuercen nuestra carga! —ordenó, su voz fuerte y clara a pesar del caos que lo rodeaba—. ¡Que se abra el camino hasta la cima! ¡Quiero a Ilarius Ronkler muerto o de rodillas ante mí antes de que el sol caiga sobre este maldito lugar!
Los cuernos resonaron de nuevo, y los portaestandartes levantaron sus banderas una vez más, transmitiendo la orden a través del ejército. Los legionarios de hierro se reagruparon, las filas se cerraron y la caballería pesada se preparó para una nueva carga. Los corceles resoplaban, impacientes, y los jinetes frescos que formaban la vanguardia se aferraban a sus lanzas de caballería con fuerza, sabiendo que se avecinaba el momento decisivo.
Ilarius permanecía firme en lo alto de la colina, sus ojos fijos en el horizonte, observando con intensidad el movimiento del ejército enemigo. Desde allí, tenía una vista perfecta del despliegue de tropas de Thornflic, como un pintor que observa el lienzo en el que plasmará su obra. A medida que los legionarios del ducado se reorganizaban, Ilarius comprendió rápidamente que el ataque iba dirigido hacia él, y una mezcla de furia y cautela se reflejó en su mirada. Apretó los dientes, sintiendo la tensión recorrer su mandíbula, y sus ojos se entrecerraron mientras analizaba cada detalle del avance enemigo.
Ilarius tenía sed de venganza, un deseo que había ardido en su interior desde la humillación de su abuelo Graham a manos de Roderic, pero no era un idiota. Sabía que enfrentarse directamente a Thornflic en el campo de batalla sería suicida; no subestimaba la fuerza del general enemigo ni la brutalidad con la que este lideraba a sus tropas. Si había una posibilidad de vencer, no sería a través de una demostración de fuerza bruta, sino mediante la astucia y la estrategia. Así que, a pesar de su rabia, Ilarius se mantuvo frío y calculador. Si debía retirarse para preservar sus fuerzas, lo haría sin dudar, porque para él, la guerra no era solo esta batalla; era un juego a largo plazo, y su venganza podría esperar el momento oportuno.
Con esa mentalidad, comenzó a reorganizar sus propias tropas, dando órdenes precisas y rápidas, sus oficiales repitiendo las instrucciones a medida que las voces se extendían como un eco por todo el campo de batalla. Ilarius formó una disposición defensiva que llamó "La Garra del Dragón". Era una formación en tres niveles, diseñada para resistir y absorber el impacto inicial de la carga enemiga, canalizando su fuerza hacia un punto de estrangulamiento donde las tropas de Thaekar pudieran rodear y contrarrestar a los atacantes. En los flancos, colocó a su caballería pesada, con armaduras reforzadas y lanzas largas, como colmillos de acero, listos para morder y desgarrar cualquier intento de flanqueo. Estos jinetes no estaban destinados a cargar de inmediato; esperaban el momento perfecto para golpear, como depredadores que acechan a su presa, listos para lanzar un contraataque letal si los legionarios de Thornflic dejaban alguna brecha.
En el centro, Ilarius reforzó las líneas con una formación en cuña, conocida como "El Filo del Dragón". Esta disposición permitía a sus tropas avanzar en punta, penetrando las filas enemigas con precisión, mientras los lados de la cuña se ensanchaban para envolver a las fuerzas contrarias. Los soldados que componían esta formación eran la élite de su infantería media, equipados con escudos rectangulares reforzados y largos espontones, diseñados para mantener la línea y empujar hacia adelante, abriendo camino a medida que avanzaban. Los arqueros y ballesteros se situaron detrás, en posiciones elevadas, listos para lanzar lluvias de flechas sobre los enemigos que intentaran rodear las filas frontales, creando una cortina de muerte que cubría cada centímetro del campo.
Pero Thornflic no le daría tiempo para perfeccionar sus planes. El rugido del general resonó por todo el campo de batalla, como el clamor de un dios de la guerra, implacable y feroz. Era el llamado de una bestia que había esperado demasiado tiempo para desatar su ira, y las fuerzas del ducado respondieron con un estruendo que sacudió el aire. Con una precisión aterradora, la marea de acero y furia se lanzó hacia adelante, una fuerza aplastante que parecía surgir de las entrañas de la tierra misma. Los estandartes del lobo dorado ondeaban en lo alto, batiendo con la fuerza del viento, y los legionarios de hierro marchaban como una sola entidad, una máquina de guerra que devoraba todo a su paso.
La caballería pesada lideraba la carga, cuando sus lanzas de caballería dejaban de ser útiles y las tiraban desenvainando a sus enormes y pesados martillos de guerra de dos manos levantados sobre sus cabezas, listos para caer sobre los enemigos de Thornflic. Los cascos de los caballos resonaban con fuerza sobre el suelo de roca, como truenos que marcaban el ritmo de la marcha inexorable hacia la cima. Los jinetes, cubiertos de armaduras negras con detalles carmesí, avanzaban sin vacilar, sus ojos fijos en el objetivo. Cada uno de ellos era un veterano endurecido por años de combate, hombres que conocían el olor de la muerte y no temían adentrarse en sus dominios una vez más. A medida que se acercaban, el sonido de las pezuñas golpeando el suelo se convirtió en una sinfonía de destrucción, un presagio de la tormenta que estaba a punto de desatarse.
Thornflic marchaba al frente, liderando la carga como un símbolo de venganza y destrucción. Su figura destacaba entre el ejército, un gigante con su armadura oscura adornada con ornamentos carmesí. Las hachas dentadas que llevaba se alzaban sobre él, reluciendo bajo la luz mortecina que se filtraba a través de las nubes grises, como si reflejaran la sed de sangre que ardía en su corazón. Cada paso que daba, cada gesto que hacía, era una promesa de muerte para Ilarius y todos los que tuvieran la osadía de interponerse en su camino. Avanzaba como una fuerza de la naturaleza, dispuesto a reclamar la cabeza de Ilarius Ronkler.
Mientras la distancia entre los ejércitos se acortaba, los ballesteros de Thaekar dispararon sus primeras salvas, tratando de frenar el avance de los jinetes de Thornflic. Virotes gruesos y pesados cruzaron el cielo, algunos de ellos encontrando sus blancos y derribando a los hombres de la caballería pesada, pero el avance no se detuvo. Los legionarios de hierro eran imparables, cada pérdida solo parecía fortalecer su resolución. Aquellos que caían eran reemplazados inmediatamente por los que venían detrás, como una ola que nunca se detiene, siempre rompiendo con furia contra la costa. Las flechas de los arqueros silbaban en el aire, buscando abrir grietas en las filas, pero apenas lograban ralentizar la marea que se avecinaba.
Ilarius observaba, con el ceño fruncido, mientras su formación "Garra del Dragón" comenzaba a enfrentarse al impacto inicial. Los soldados de la infantería de élite de Thaekar resistían, sus largos espontones bloqueando a los primeros jinetes que lograban alcanzar las líneas, pero la presión era constante y brutal. Los escudos chocaban, las armas se alzaban y caían, y el campo se llenaba de los gritos de hombres luchando por sus vidas. Ilarius notaba cómo sus flancos se mantenían firmes, la caballería pesada que había dispuesto aún aguardando su momento para atacar. Pero, mientras observaba la batalla desarrollarse, algo en su interior le decía que la situación se estaba torciendo.
Desde el centro de la formación de Thornflic, una nueva línea de caballería pesada emergió, como si los legionarios se abrieran para dejarles paso. Era una táctica que Ilarius no había previsto, una fuerza de choque que se movía a toda velocidad, apuntando directamente hacia el punto débil de su cuña central. Los martillos de guerra se alzaron y cayeron con una brutalidad que partía escudos y aplastaba cuerpos, creando un camino sangriento a través de las defensas. Los legionarios de hierro aprovecharon ese momento para empujar hacia adelante, abriendo la brecha que necesitaban para que la caballería terminara de romper la línea.
—¡Aguanten! —gritó Ilarius, alzando su espada hacia el cielo, su voz resonando con una fuerza que no parecía corresponder a su joven figura, levantando la moral de sus hombres a niveles inesperados. Pero incluso mientras la moral subía, las pérdidas solo se hacían cada vez mayores, sabía que estaba perdiendo el control. Thornflic estaba allí, al frente de la carga, su armadura bañada en sangre y sus ojos llenos de una furia inhumana, cortando con sus hachas dentadas a cualquier soldado que se interpusiera abriendo un camino. No había nada que pareciera detenerlo, y cada vez se acercaba más a la colina.
Ilarius sabía que tenía que tomar una decisión rápida. Si sus tropas centrales caían, todo estaría perdido. Señaló a sus jinetes de los flancos, y con un movimiento, los ordenó entrar en acción. La caballería pesada de Thaekar se lanzó hacia adelante, una fuerza que hasta ese momento había permanecido latente, y se precipitó hacia los costados del ejército de Thornflic, buscando envolverlos y destrozarlos. La tierra tembló bajo el peso de los caballos cargando a toda velocidad, y el rugido de los hombres se alzó en un clamor desesperado por mantener su formación.
Thornflic observó el movimiento de las tropas de Ilarius con una calma calculadora, sus ojos brillando con una intensidad que solo prometía destrucción. Había anticipado la jugada de Ilarius, su intento desesperado de romper el cerco que sus propias fuerzas habían creado. Era una estrategia típica de un comandante que, al ver la inevitable derrota acercarse, buscaba cualquier resquicio para huir, pero Thornflic no era del tipo que dejaba escapar a su presa tan fácilmente. Con un gesto veloz y seguro, levantó su mano enguantada, y una serie de estandartes negros ondearon en el aire, portados por los heraldos de guerra. La señal fue clara, y en cuestión de segundos, la caballería ligera de Thornflic se desplegó en ambos flancos, moviéndose como un enjambre coordinado que flanqueaba a los jinetes de Ilarius, atrapándolos en una maniobra de pinza perfecta.
El campo de batalla se transformó en un caos absoluto, una maraña de gritos, metal y sangre. Las tropas se arremolinaban en un mar de confusión, las líneas que alguna vez parecían tan bien definidas se desdibujaban en medio de la vorágine. Los jinetes de ambos bandos chocaban entre sí, las lanzas se rompían, las espadas brillaban con destellos mortales bajo la luz de la tarde y los cascos de los caballos retumbaban con una furia desesperada, alzando nubes de polvo y tierra manchada de rojo. Hombres y bestias luchaban por espacio y vida, empujando y resistiendo, mientras la marea de hierro seguía avanzando sin piedad hacia la colina. Desde lo alto, Ilarius podía ver cómo sus fuerzas comenzaban a desmoronarse, y cada paso atrás de sus tropas significaba una grieta más en la muralla que había intentado construir para detener el avance inexorable de Thornflic.
Ilarius sabía que la batalla estaba perdida. Había intentado resistir, había apostado a que sus hombres se mantendrían firmes bajo la presión de los legionarios de hierro, pero subestimó la furia y la habilidad táctica de Thornflic. Los Demonios de Plata, su unidad de élite, luchaban con una valentía y destreza que habría hecho enorgullecer a cualquier comandante, pero incluso ellos, con su armadura resplandeciente y armas adornadas con plata, se veían superados por la violencia desatada de los soldados de Zusian. Esos Demonios, que se habían ganado su nombre por su capacidad de sembrar el terror en las líneas enemigas, ahora caían bajo el filo de las hachas dentadas de Thornflic, y sus gritos de guerra se ahogaban en la cacofonía del combate.
Sin otra opción, Ilarius ordenó la retirada. Era una retirada organizada, meticulosa y planeada para que no se convirtiera en una desbandada caótica. Los Demonios de Plata se colocaron como la retaguardia, cubriendo el retroceso de las tropas principales, su formación perfecta, protegiendo a sus compañeros para que pudieran escapar con vida. El enemigo podía ganar el día, pero no tendría la satisfacción de ver a sus fuerzas completamente aniquiladas. La furia y la sed de venganza que ardía en su pecho tendría que esperar otro día.
Pero Thornflic no se conformaría con solo una victoria parcial. Desde el centro del frente de batalla, él avanzaba como una bestia liberada de las profundidades más oscuras, una figura imponente con su armadura negra manchada de sangre y las hachas dentadas que refulgían como si estuvieran impregnadas de la misma esencia de la violencia. Los soldados enemigos caían a su paso, algunos simplemente apartándose del camino para evitar la masacre que él traía consigo, otros tratando de resistir solo para ser destrozados con una brutalidad sobrehumana. Junto a él, su guardia personal y los jinetes pesados despejaban un camino de cuerpos mutilados, abriendo una senda sangrienta que conducía directamente a las líneas traseras de Ilarius.
Fue entonces cuando un regimiento completo de Demonios de Plata, las élites del ejército de Thaekar, se interpuso en su camino, sus armaduras reluciendo con un brillo plateado bajo el cielo gris, como si fueran ángeles de muerte descendidos para enfrentar a una fuerza demoníaca. Pero esto solo avivó el espíritu combativo de Thornflic. Con una maestría sobrehumana, se lanzó contra ellos, sus hachas danzando a su alrededor como extensiones de sus propios brazos, cortando y mutilando a cientos de esos guerreros. Era como si su furia fuera un incendio que se expandía sin control, devorando a todo aquel que osara acercarse. Las hachas dentadas rebanaban la carne, partían la armadura, y los cuerpos caían como si fueran muñecos rotos, dejando un rastro de sangre y caos.
Thornflic se abrió paso hasta la retaguardia enemiga, y desde allí pudo ver la retirada de las fuerzas de Thaekar. Había barreras de soldados intentando mantener el orden, intentando frenar el avance de sus tropas, pero los Demonios de Plata, que eran conocidos por su disciplina y habilidad, ahora parecían más desesperados que nunca, intentando cubrir la retirada organizada y meticulosa que Ilarius había ordenado. Pero la furia de Thornflic no conocía límites. Desde su posición, vio cómo los regimientos plateados retrocedían de manera metódica, y su rostro se contorsionó con una mezcla de furia y desprecio. Levantó su hacha hacia el cielo, como si estuviera convocando a la misma muerte a que lo acompañara, y rugió con una fuerza que resonó por todo el campo de batalla.
—¡Una carga masiva! ¡Que rompan las formaciones enemigas! —ordenó, su voz rugiendo como el trueno, haciendo temblar a sus propios hombres con la intensidad de su mandato.
Los mensajeros corrieron a transmitir la orden, y en cuestión de segundos, una nueva ola de legionarios de hierro se preparaba para lanzar una carga final, una fuerza imparable que arrollaría a las últimas defensas de Ilarius. Pero antes de que Thornflic pudiera dirigir personalmente su ataque hacia el enemigo que huía, un mensajero apareció entre la multitud, jadeando, con el rostro cubierto de sudor y polvo, su mirada llena de urgencia.
—General... yo... noticias, noticias venidas de Ulthorath. —El mensajero apenas podía hablar, sus palabras entrecortadas por el esfuerzo de llegar hasta allí en medio de la batalla.
Thornflic se quedó en silencio, mirando al hombre, su expresión se volvió dura como el acero. Tomó una cantimplora de cuero que colgaba de su cinturón y se quitó el yelmo, levantó la cantimplora sobre su cabeza, dejando que el agua fría cayera por su rostro, limpiando el sudor y la sangre que se habían acumulado allí, el líquido refresco su piel antes de tomar un largo trago, saboreando el alivio momentáneo en medio del caos. ¿Qué demonios querría su maestro en ese momento? El viejo sabía que estaba en campaña por órdenes de la duquesa, para expandir el dominio del ducado sobre las montañas de Karador, y cualquier mensaje que llegara ahora solo podía significar un desvío de sus planes.
Mientras meditaba la situación, vio a su mano izquierda a Torak Bloodclaw, su segundo al mando mientras Aldric se encontraba con Iván. Torak era la encarnación de la fuerza bruta y la ferocidad controlada. Su presencia imponente dominaba la escena, un guerrero con un físico musculoso y marcado, cada movimiento suyo parecía vibrar con poder contenido. Torak lucía una barba bien cuidada y su cabello oscuro peinado hacia atrás, dándole un aire salvaje pero controlado. Su expresión era severa, con una mirada intensa que reflejaba tanto determinación como desconfianza, siempre analizando, siempre buscando una amenaza. Sobre sus hombros llevaba una capa ligera de piel, dándole una apariencia ruda y resistente al clima hostil que azotaba las montañas. Debajo de la armadura de Desollador Carmesí, su vestimenta era de cuero reforzado que dejaba ver sus músculos marcados, mostrando cicatrices que atravesaban su piel bronceada, adornada con dragones estilizados y símbolos tribales tatuados en su pecho y brazos. Todo en él intimidaba, desde la forma en que se movía hasta la manera en que sostenía su alabarda ornamentada, un arma tan mortífera como él mismo.
Thornflic lo miró, y sus ojos se encontraron por un momento. No necesitaban palabras para entenderse; había años de batallas y confianza entre ellos. Finalmente, Thornflic asintió, su decisión tomada.
—Torak, toma a mil Desolladores y a jinetes ligeros. Mantén el acoso al ejército enemigo. No dejes que se reorganicen ni que encuentren un respiro. Cuidado con sus trucos, llevamos tres meses peleando contra ellos, así que espero que ya sepas cómo se mueven y cómo podrían emboscarte. No quiero bajas innecesarias. —La voz de Thornflic retumbó con autoridad, sus palabras eran claras, precisas, y cargadas de una advertencia implícita. Él conocía bien a sus enemigos, y sabía que, aunque estaban en retirada, no eran menos peligrosos. Había aprendido a respetar la astucia de Ilarius y su habilidad para convertir una derrota en una oportunidad de contraataque, por lo que no podía permitirse un momento de descuido.
Torak, con su sonrisa torcida, una que parecía más propia de un depredador que de un soldado, se inclinó levemente hacia adelante, como si disfrutara la idea de continuar la persecución. Los músculos de su mandíbula se tensaron, y sus ojos destellaron con una malicia contenida, una sed de sangre que parecía inextinguible.
—Como ordenes, general. —respondió Torak, y su voz profunda resonó por el campo de batalla, un trueno que prometía caos y muerte a todos aquellos que se cruzaran en su camino. Con un gesto rápido, convocó a sus capitanes, y en cuestión de minutos, los Desolladores y la mayoría de los jinetes ligeros se preparaban para la cacería. Los Desolladores y los jinetes ligeros podrían sembrar el pánico en las filas enemigas, asegurando que no pudieran reorganizarse.
Mientras Torak se alejaba, Thornflic desvió su atención hacia el mensajero que aguardaba, exhausto, con el rostro cubierto de polvo y sudor. Las palabras del guerrero resonaban aún en el aire cuando Thornflic se volvió hacia el hombre, sus ojos rojos se clavaron en los del mensajero, como si pudiera ver a través de él.
—Habla. —dijo con tono serio, casi frío, mientras observaba cómo el joven se tambaleaba, apenas manteniéndose en pie. Había corrido una gran distancia para entregar el mensaje, y eso solo significaba que las noticias eran urgentes. El mensajero tomó un momento para recuperar el aliento, su pecho se hinchaba y desinflaba con dificultad, pero finalmente, logró hablar.
—Claro, mi señor. —dijo el hombre, respirando con algo más de calma. Su voz temblaba ligeramente, pero había un respeto inquebrantable en su tono. —Soy de las guarniciones que dejó en el Fuerte Balghor. —dijo, refiriéndose a la fortaleza situada en la entrada del paso de Karador, un bastión que había sido clave para mantener el control de la región montañosa. —Un mensajero llegó, anunciando que un Hrakar había llegado con una carta de su gracia Iván.
Los ojos de Thornflic se entrecerraron, su expresión se endureció. Iván era un nombre que no esperaba escuchar en medio de esta campaña, pues el niño se suponía que estaba cazando bandidos y asegurando las rutas comerciales hacia el norte. Que ahora hubiera enviado un Hrakar, tan al norte, significaba que la situación debía ser extremadamente grave. Thornflic se puso serio, su mente empezó a girar, buscando respuestas a la pregunta que aún no había sido formulada. ¿Qué demonios quería Iván, y por qué ahora?
—¿Qué decía la carta? —preguntó con voz áspera, mientras extendía la mano para tomar el pergamino que el mensajero le ofrecía. Sin embargo, antes de que pudiera desenrollarlo, el joven soldado continuó, tratando de resumir el contenido del mensaje. Había una urgencia en sus palabras, como si sintiera que el tiempo mismo se estaba agotando.
—Para resumir, mi señor, la carta dice que Zanzíbar y Stirba han formado una alianza y han lanzado dos ataques simultáneos. —dijo el mensajero, con la voz temblando de gravedad. —Un gran ejército está atacando desde el norte, en las fronteras con Zanzíbar, donde el general Lucan está preparado para detenerlos. Pero hay otro ejército, formado por tropas de élite, que viene desde el Paso de Eldrakar. El heredero ha tomado un ejército y ha marchado hacia el paso para detenerlos.
El rostro de Thornflic se volvió una máscara de piedra. Su mente se llenó de pensamientos oscuros y temores que nunca admitiría en voz alta. El heredero... aquel niño que apenas tenía quince años, el mismo al que había enseñado a sostener una espada y a planear estrategias. Aquel niño que, a pesar de su juventud, había demostrado una valentía que muchos hombres adultos habrían envidiado. Pero era inexperto, verde en el campo de batalla, y ahora se encontraba al mando de una fuerza considerable en el lugar más peligroso de todos. Thornflic confiaba en él, pero no podía evitar que una sombra de preocupación nublara su corazón. Era el único recuerdo que le quedaba de su hermano, el verdadero heredero del ducado de Zusian y el último representante legítimo de la casa Erenford, la misma casa a la que Thornflic había jurado servir hasta su último aliento.
El viento frío de las montañas sopló a través del campo de batalla, como si trajera consigo la promesa de tormentas aún peores. La mente de Thornflic regresó al presente, y con una rabia contenida, escuchó las últimas palabras del mensajero, que aún sostenía la carta en su mano temblorosa.
—El heredero ordena que atraviese las montañas de Karador, y una vez en tierras del marquesado de Thaekar, que dé la vuelta y ataque el ducado de Stirba. —dijo el mensajero, con voz casi temblorosa. —El heredero tiene un plan, general... quiere golpear a Stirba desde un flanco inesperado y forzar una retirada para que Zanzíbar se quede sin su aliado.
Thornflic permaneció inmóvil, sus ojos fijos en la distancia mientras sus pensamientos se arremolinaban en una tormenta silenciosa. Aquella maniobra que había propuesto el heredero era una apuesta peligrosa, una que requería audacia y precisión milimétrica. Un desliz, un error de cálculo, y toda la campaña podría venirse abajo, llevándose consigo no solo al ejército, sino también la esperanza de todo el ducado. Pero había algo en esa estrategia que resonaba profundamente en él, algo que lo llenaba de un oscuro y fiero orgullo. No era simplemente un plan para resistir; era un contraataque, una forma de devolver el golpe, de golpear al enemigo donde más le doliera. Esa era la clase de audacia que él había visto antes, muchas veces, en los ojos del joven heredero, en los momentos en que lo entrenaba en el patio de armas, cuando el sudor le corría por la frente y la mirada del muchacho nunca flaqueaba. Ese niño estaba pensando como su padre. Thornflic sonrió para sí, aunque era una sonrisa amarga, una que no llegaba a sus ojos.
Sin decir una palabra más, desenrolló la carta que el mensajero le había entregado y leyó rápidamente las líneas trazadas con mano firme. Las palabras eran concisas, directas, como si el joven heredero ya supiera que no había tiempo que perder en florituras. Cada frase, cada orden, le transmitía una mezcla de orgullo y miedo que le quemaba el pecho. Por un lado, estaba impresionado por la determinación y la visión del joven; por otro, no podía ignorar el peligro que acechaba. La situación era crítica, y sabía que, a pesar de la audacia, el plan podría derrumbarse en cualquier momento. Pero en el tono de la carta había algo que lo tranquilizaba: una firmeza que no era la de un niño temeroso, sino la de un líder dispuesto a arriesgarlo todo para proteger su hogar, para honrar el legado de su padre caído. Ese pensamiento le dio fuerza, como una chispa que encendía de nuevo la llama de la guerra en su interior.
Antes de que pudiera dar órdenes a sus oficiales, otro mensajero llegó, tambaleándose, con la ropa desgarrada y cubierto de polvo. Este parecía estar al borde del colapso, con el rostro demacrado por el cansancio y la boca seca, como si hubiese corrido sin detenerse por días. A duras penas se mantenía en pie, pero sus ojos brillaban con una urgencia que captó la atención inmediata de Thornflic.
—Mi señor... mensaje... capital... la duquesa... —jadeó, su voz ronca por el esfuerzo. Extendió un pergamino tembloroso y se dejó caer de rodillas, mientras un soldado cercano se apresuraba a darle un poco de agua. Thornflic tomó el pergamino con manos firmes y lo abrió. Las letras eran familiares, trazadas con la elegancia implacable de la duquesa.
El contenido de la carta era directo, casi brutal en su simplicidad. Le estaba dando una orden especial, un permiso que Thornflic no había esperado recibir, pero que entendía perfectamente. La duquesa abolía todas las restricciones y normas de la guerra que normalmente limitaban sus acciones. Le estaba dando carta blanca para atravesar las montañas a cualquier costo, sin importar los métodos, sin importar las pérdidas. Básicamente, le había dado licencia para hacer lo que fuera necesario para asegurar la victoria. Respiró hondo, sintiendo el peso de esas palabras sobre sus hombros. No era solo una orden; era una muestra de confianza absoluta en sus capacidades. Ella le había confiado el destino de sus tierras y su gente, y él no fallaría.
Con una exhalación profunda, Thornflic dejó caer la carta a un lado y levantó la cabeza. Sus ojos se entrecerraron mientras recorría el campo de batalla con la mirada, observando a sus tropas que, exhaustas y cubiertas de sangre propia y enemiga, esperaban sus órdenes. Se llevó una mano al cuello, acariciando el colgante de hierro que siempre llevaba consigo, una pequeña reliquia de tiempos mejores. Luego, con una voz profunda y resonante, amplificada por el eco de la montaña, habló, y su voz se extendió por todo el campo como el rugido de una tormenta que se avecina.
—¡Escúchenme, bastardos! —gritó, y el sonido se expandió como un trueno, haciendo que todos levantaran la cabeza, incluso aquellos que estaban a punto de derrumbarse de cansancio. —Cambio de planes. Atravesaremos estas malditas montañas, y cuando lo hagamos, daremos la vuelta y atacaremos el ducado de Stirba, que gunto a los maricas de Zanzíbar han osado invadirnos. —Sus palabras eran afiladas, cortantes, llenas de una determinación que no admitía objeciones. —La trigésima y la vigésimo quinta legión de hierro se quedarán aquí, fortificadas en las montañas. Hemos mermado demasiado las fuerzas de Thaekar, así que se retirarán a sus fortalezas. —Sus ojos recorrieron a los oficiales que lo miraban expectantes. —Todos nosotros, desde hoy, descansaremos lo justo y necesario. Atravesaremos toda la montaña, y cuando lleguemos al otro lado, no habrá nada que nos detenga.
El campo estalló en murmullos y voces, algunas de sorpresa, otras de duda. Las noticias se extendieron rápidamente, y pronto los soldados comenzaron a prepararse, a pesar del agotamiento. Se escuchaban las órdenes de los capitanes y el incesante movimiento de las pisadas y pezuñas de millones de hombres y caballos.
Pero mientras sus hombres se preparaban, Thornflic sabía que la batalla más dura aún estaba por llegar. No se trataba solo de cruzar las montañas; se trataba de enfrentarse a las fuerzas de Stirba en su propio terreno, de golpear con precisión quirúrgica en el momento justo para desmoronar su alianza con Zanzíbar. Y todo eso, mientras el joven heredero se encontraba solo, defendiendo el paso de Eldrakar. Esa imagen lo atormentaba, y con cada minuto que pasaba, sentía la presión aumentándole en el pecho.
Una vez más, recordó la mirada oscura del joven cuando discutían tácticas en las salas de estrategia. Ese era el hijo de su hermano, su legado, y el futuro del ducado. No podía permitirse fallarle. Había demasiadas en juego. Se volvió hacia uno de sus oficiales, un hombre corpulento con una cicatriz en la mejilla que lo hacía parecer perpetuamente ceñudo.
—Aldar, quiero que envíes exploradores adelantados. Necesito que esas montañas sean un libro abierto para cuando las crucemos. Cualquier paso estrecho, cualquier cueva, cada río y sendero, quiero saberlo todo. No podemos permitirnos sorpresas. —ordenó, y el hombre asintió con seriedad antes de retirarse rápidamente para cumplir con la tarea.
Thornflic se giró hacia el horizonte, donde las cumbres heladas de las montañas de Karador se alzaban como gigantes silenciosos, ocultando el camino que llevaría a su ejército a las tierras enemigas. La luna comenzaba a asomar entre las nubes, y la luz pálida iluminaba las armaduras y estandartes, dando al campo una atmósfera fantasmal. En su mente, podía imaginar los campos de Stirba, las fortalezas que pronto caerían bajo el peso de su furia. Pero sabía que primero debía cruzar esos picos traicioneros, y que allí, en el frío y la oscuridad de las montañas, se decidiría si su audaz maniobra sería un éxito... o si llevaría a todos a una trampa mortal.
Por un momento, cerró los ojos y dejó que el viento helado de la montaña acariciara su rostro. Sintió la frialdad como un recordatorio de lo que estaba por venir, y luego, sin más dudas, abrió los ojos y se dirigió hacia sus oficiales, listo para coordinar cada detalle de la marcha. El camino sería largo, y el enemigo estaría esperando al otro lado. Pero si el joven heredero había apostado todo en esta jugada, él no sería quien lo decepcionara. Haría que cada gota de sangre derramada por su familia y su ducado valiera la pena.
Los soldados empezaron a descansar y se retiraban a el campamento que ya habían construido, también mandó mensajeros por Torak y los jinetes que había mandado tras las tropas en retirada, Thornflic, por su parte, pasó las últimas horas antes del amanecer revisando los mapas y estrategias junto a sus oficiales más cercanos. Sabía que la batalla más difícil aún no había comenzado, pero también sabía que una vez cruzaran las montañas, no habría vuelta atrás.
Al final de la noche, cuando todo estuvo preparado, Thornflic se retiró brevemente a su tienda. Allí, en la soledad del espacio que había convertido en su refugio temporal, sacó una pequeña daga ceremonial de su cinturón. Era un arma simple, pero tenía un significado profundo. Se la había dado el padre del joven heredero, mucho antes de que la guerra se desatara, como símbolo de la confianza que había depositado en él. Mientras miraba el brillo del acero bajo la luz tenue de la lámpara, sus pensamientos volvieron a las palabras de la carta. La responsabilidad sobre sus hombros era enorme, pero no podía permitir que el miedo o la duda lo controlaran.
Con una última mirada al filo de la daga, Thornflic la guardó de nuevo en su funda, apretando los puños con decisión. Sabía lo que debía hacer.
Al primer rayo de sol, el ejército comenzó a moverse, adentrándose en las montañas que se alzaban como gigantes sombríos ante ellos.