Arkadi observaba en silencio el lento, pero efectivo, despliegue de las tropas que se reorganizaban en el frente. La noche comenzaba a caer, y el campo de batalla, bañado en el resplandor rojizo del ocaso, se extendía como un paisaje surrealista de cuerpos caídos, acero manchado y el eco de los gemidos de los heridos. Los soldados exhaustos se retiraban hacia las filas traseras, mientras que las tropas frescas avanzaban para formar una nueva vanguardia. La atmósfera estaba cargada de una quietud aterradora, el aire impregnado de sudor, sangre y la tensión palpable de una tregua momentánea antes de la próxima embestida.
Mientras observaba a sus hombres tomando posiciones, Arkadi sentía un peso en su pecho. La decepción consigo mismo era amarga. Había cometido un error al confiarse demasiado y lanzarse al combate con una seguridad que casi le costaba la vida y la de sus hombres. Aquel joven comandante, el tal Erenford, había logrado rodearlo en los primeros momentos de la batalla. Un movimiento astuto, inesperado, que había probado no solo la habilidad del muchacho, sino también el peligro de subestimar a un enemigo desconocido. Arkadi había pasado años afinando sus instintos, forjándolos en el fuego de incontables guerras y desafíos, y aun así, había sido sorprendido. Por un breve instante, casi involuntario, sintió una pizca de respeto por aquel estratega joven que casi había logrado asesinarlo. Pero, así como apareció, aquella chispa de admiración se apagó, y lo único que quedaba era la necesidad de reivindicarse.
La visión que tenía Arkadi del campo de batalla era un espectáculo de horror y violencia pura. La tierra, manchada de rojo y ennegrecida por el humo de las fogatas encendidas en los momentos de pausa, se extendía como un recordatorio de la crueldad que se desataba sobre los hombres. Llevaban más de nueve horas de combate continuo en aquel desfiladero, y cada minuto que pasaba drenaba no solo la vida de sus soldados, sino también su propio espíritu. Las bajas eran descomunales; una masa de cuerpos destrozados, miembros arrancados, yacía como una alfombra macabra en el suelo, cubriendo cada palmo del terreno con restos de armaduras y armas quebradas, acompañados del hedor de la sangre y la carne expuesta.
A pesar de la carnicería, el ejército enemigo no cedía. Las tropas de Zusian, organizadas y tenaces, parecían poseídas por una voluntad tan feroz como la suya. Retrocedían apenas unos metros, reorganizándose con una precisión y disciplina casi inhumanas. Cada intento de sus fuerzas por romper la línea era respondido con maniobras calculadas, y Arkadi maldijo para sí mismo la habilidad de Iván, el comandante enemigo. Aquel maldito sabía cómo mover sus piezas con maestría, frustrando cualquier ventaja obtenida. Maximiliano había tenido que confiarle a Arkadi el mando de sus propias tropas y las de Zanzíbar, una responsabilidad que no tomaba a la ligera. Sabía que esa carga pesaba sobre sus hombros. Había que quebrar al enemigo y demostrar el peso de su nombre: "La Bestia Roja", ese título que había ganado en mil campos de batalla y que se lo otorgaban no por simples cuentos, sino por la brutalidad despiadada y la tenacidad de un hombre dispuesto a llevar a sus soldados hasta los confines de la masacre.
Mientras Arkadi se preparaba para liderar la siguiente carga, su cuerpo, aún cubierto de sudor y sangre, temblaba con una mezcla de ira y propósito. Su mirada era una hoguera, un destello oscuro y asesino que contenía la promesa de una carnicería mayor. Se dio cuenta, con amarga claridad, de que se había dejado envolver por las estrategias, permitiendo que su instinto animal se apagara en la comodidad del mando. Aquella paz falsa había debilitado su espíritu de guerrero. Él no era un estratega cualquiera; era una bestia, un demonio hecho carne, y así debía actuar.
Volvió la vista hacia sus soldados. Hombres que respiraban con dificultad, cubiertos de barro, sudor y cicatrices, y que lo miraban con miedo y reverencia. Arkadi sabía que necesitaba encender en ellos la misma rabia que ardía en su interior, convertir a aquellos soldados exhaustos en bestias tan sedientas de sangre como él.
—Escuchen, bastardos mal nacidos de Stirba, y ustedes, hijos de puta de Zanzíbar, que se hacen llamar la élite de sus respectivos ducado. —Su voz fue un trueno, cruda y sin compasión—. Nos han dejado aquí, varados en este desfiladero infecto, ¡y ni siquiera podemos hacer retroceder a unas malditas tropas regulares con un poco de moral alta! Eso es patético. ¡Una vergüenza! Y créanme, esa decepción me incluye a mí, y a cada maldito general en este campo.
Un silencio pesado siguió sus palabras, un silencio que incluso la batalla, por un instante, pareció respetar. Los soldados lo miraban, algunos con miedo, otros con odio, pero todos sabían que aquellas palabras llevaban la verdad. Los hombres empezaron a apretar los puños, sus respiraciones se volvieron más pesadas, sus miradas más feroces. Arkadi sintió el cambio, el resurgir de una rabia latente, y supo que su misión estaba cumplida.
—Así que, hoy… —continuó, una sonrisa torcida cruzando su rostro ensangrentado—. Hoy vamos a demostrar porque somos bestias. Si alguno de ustedes tiene miedo, si alguno siente que sus fuerzas se acaban, ¡que ruede su cabeza ahora y libere a este ejército de su carga! Los que se queden conmigo, prepárense para luchar hasta la última gota de su sangre, porque voy a convertir esta maldita batalla en un infierno del que nadie escapará. ¡No quiero sobrevivientes, ni entre nosotros ni entre ellos!
La tensión en el ambiente era tan espesa como el humo que cubría el campo. Los soldados respondieron con un rugido, un alarido de furia y desafío que resonó como el grito de una manada salvaje, lista para desgarrar todo a su paso. Los oficiales, golpeados por las palabras de Arkadi, se dispusieron a dar las últimas órdenes, su convicción renovada, su espíritu inflamado por aquella llamada brutal a la acción.
—¡Formen para la carga, hijos de puta, es matar o morir! —rugió Arkadi, su voz un trueno desgarrador que retumbó por todo el valle. Su pesada maza de guerra se alzó como un símbolo de brutalidad indomable, cada rayo del sol moribundo reflejándose en el acero cubierto de cicatrices. La noche caía, y con ella, la promesa de una matanza sin fin. Arkadi sentía cómo sus instintos comenzaban a aflorar, cómo cada fibra de su ser ansiaba el contacto, el choque, el caos del combate cuerpo a cuerpo. Sabía que, mientras otros hombres dependían de tácticas y formación, él se lanzaba con una intuición visceral que lo hacía adaptarse, sentir cada cambio en el flujo de la batalla y aprovechar cualquier debilidad en un instante.
A su alrededor, los soldados de Stirba y Zanzíbar respondieron al llamado con un rugido atronador, una mezcla de furia y miedo reprimido, formando una cuña, en la punta se concentró la caballería pesada lista para destrozar cualquier cosa en su camino. Arkadi se colocó al frente, su cuerpo una masa de músculos tensos y determinación, su mente en un estado casi animal, aguzada para detectar cualquier movimiento, cualquier grieta en la línea enemiga.
La carga comenzó. El suelo temblaba bajo el peso de los caballos y de los hombres, y el estruendo de sus cascos era un presagio de la tormenta que se avecinaba. Arkadi se arrojó hacia adelante, sintiendo el aire frío de la noche en el rostro y el calor de la sangre en sus manos. El primer impacto fue brutal: los hombres de Zusian apenas tuvieron tiempo de reorganizar su formación antes de que Arkadi y sus tropas cayeran sobre ellos como una fuerza imparable.
El choque fue como el estallido de un trueno. La formación de Zusian, que tan meticulosamente había resistido durante horas, se desmoronó en segundos. La primera línea de soldados enemigos fue aplastada bajo el peso de la caballería pesada, los gritos ahogados de los hombres siendo arrastrados bajo las pezuñas y las mazas destrozando cuerpos sin piedad. Arkadi, en el centro, era el eje de la masacre. Su maza se movía como una extensión de su brazo, destrozando huesos, aplastando cráneos, y enviando pedazos de carne y metal volando a su alrededor. Cada enemigo que intentaba interponerse era reducido a una masa inerte en cuestión de segundos, su cuerpo desgarrado y sus huesos quebrados por la brutalidad de cada golpe.
Mientras avanzaba, Arkadi no sólo atacaba; sus ojos, feroces y atentos, absorbían cada mínimo cambio en el campo de batalla. Veía cómo los soldados de Zusian trataban de reagruparse, cómo algunos oficiales intentaban restablecer la formación. Cada movimiento, cada intento desesperado de reorganizarse, era registrado por su instinto, que lo guiaba para aprovechar cada instante de desorden en las filas enemigas. Veía un hueco en la formación y giraba su caballo en esa dirección, deslizándose como una sombra mortal para sembrar el caos donde el enemigo era más vulnerable. Cada golpe de su maza era calculado y preciso, y a la vez salvaje, aplastando la moral de los soldados que intentaban resistir su avance.
Los gritos de agonía y el sonido de huesos rompiéndose se mezclaban en una sinfonía macabra. Un soldado de Zusian, alzado en su escudo, intentó defenderse, pero Arkadi lo redujo en un solo golpe, la fuerza de la maza atravesando la madera y hundiéndose en el pecho del hombre, aplastando sus costillas como si fueran ramas secas. La sangre salpicó el rostro de Arkadi, y él la lamió de sus labios, dejando escapar una risa salvaje que heló la sangre de los soldados enemigos. Sabía que los hombres de Stirba y Zanzíbar estaban viendo a su líder convertido en una verdadera bestia, y aquel frenesí de destrucción encendió una chispa de locura en sus propios corazones. Pronto, ellos también se lanzaban a la masacre con una ferocidad renovada.
La segunda línea de Zusian intentó una maniobra defensiva, formándose en un círculo, sus hachas de petos alzadas para recibir la carga. Pero Arkadi ya lo había visto venir. Giró su caballo bruscamente, cortando en un ángulo inesperado, y se lanzó hacia un flanco débil, donde los soldados aún se reagrupaban. Sus instintos afilados lo guiaron hasta el punto exacto donde la defensa era más frágil. Con un rugido, alzó su maza y la descargó sobre el primer soldado en su camino, cuyo casco se abolló y colapsó bajo el impacto, esparciendo fragmentos de hueso y cerebro en todas direcciones. Otro enemigo intentó acuchillarlo por el costado, pero Arkadi giró con una rapidez casi inhumana, agarrándolo por el cuello y estrellándolo contra el suelo con una fuerza tal que el cráneo del hombre se partió al instante.
La formación de Zusian, antes sólida, se fracturó en un mar de caos. Los hombres gritaban, rugían y trataban de reformarse, pero Arkadi no les dio tregua. Su instinto lo empujaba a seguir, a anticiparse a cada movimiento, la infantería pronto llego y irrumpió haciendo que las formaciones enemigas se volvieron aún más caóticas. Girando sobre su montura siguió su embate y se siguió rompiendo las líneas enemigas. Cada golpe de su maza era como una sentencia, cada paso de su caballo aplastaba a un soldado enemigo, y cada rugido suyo resonaba como una promesa de muerte inminente. A su alrededor, el resto de la caballería seguía su ejemplo, lanzándose sin piedad sobre la formación de Zusian, destrozando las líneas enemigas.
La tierra estaba cubierta de cuerpos desmembrados, fragmentos de armaduras y armas rotas. Arkadi, cubierto de sangre, sintió la adrenalina quemar en sus venas como un fuego inextinguible. No pensaba, no planeaba; sólo sentía. Y sus instintos, afilados como cuchillas, lo guiaban a través del caos, sus ojos atentos a cualquier cambio, cualquier apertura, cualquier señal de debilidad en el enemigo.
De repente, la caballería pesada de Zusian apareció en la distancia, avanzando a toda velocidad con sus enormes martillos de dos manos alzados, listos para aplastar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Eran jinetes de puro músculo, guerreros entrenados para ser la encarnación de la fuerza bruta y la violencia desmedida en el campo de batalla. Sus armaduras relucían con un tono oscuro, y con detalles escarlata que parecían manchas de sangre de incontables batallas. Sin embargo, Arkadi no era un adversario común. Él y su caballería personal, la élite entre la élite, avanzaban sin dudar, la ira en sus rostros desfigurando cualquier rastro de humanidad.
Arkadi mantuvo firme su posición en el centro de la formación, sus ojos encendidos con una furia imparable. Sentía el peso de su enorme maza de más de dos metros de acero, un arma que había esculpido personalmente con sus propias manos para ser un instrumento de destrucción. Mientras las dos fuerzas se aproximaban, el aire se volvió denso, cargado con el presagio de una colisión que haría temblar la tierra. Arkadi apretó las riendas y los músculos de sus brazos se tensaron como cables de acero. Podía oír los gritos de desafío de los jinetes enemigos y el retumbar de sus monturas como tambores de guerra.
El impacto fue una explosión de brutalidad. Arkadi levantó su maza y la giró con un movimiento tan rápido y preciso que se sintió como el látigo de un dios furioso. El primer enemigo que osó enfrentarlo fue golpeado con tal fuerza que su armadura de placas se partió en mil fragmentos, su cuerpo lanzado por los aires como un muñeco de trapo, estrellándose contra sus propios hombres y dejando un reguero de sangre y vísceras. El grito ahogado del jinete se mezcló con el choque de metales y el aullido de la muerte que se esparcía por las filas de Zusian.
Los otros jinetes de Zusian, acostumbrados a ser el terror del campo de batalla, dudaron por un instante. Ese momento fue suficiente para que Arkadi avanzara, dirigiendo a su caballería con una precisión mortal. Con cada vaivén de su maza, cuerpos yacían rotos y desmembrados a su paso. Otro jinete se acercó, levantando su martillo con un rugido de desafío, pero Arkadi movió su arma en un arco que cortó el aire y el cuello del enemigo al mismo tiempo. La cabeza del jinete salió despedida, girando en el aire, y una fuente de sangre brotó de su torso, empapando a los guerreros cercanos con un baño carmesí.
Arkadi continuó avanzando, su caballo, una bestia tan formidable como su jinete, pisoteaba a los soldados caídos, quebrando huesos bajo su peso mientras Arkadi derribaba a sus enemigos sin clemencia. Otro grupo de jinetes intentó flanquearlo, buscando rodearlo y aplastarlo con sus martillos. Arkadi notó el movimiento apenas perceptible en sus filas, un cambio en el peso de las lanzas y el crujir de las correas de cuero. Sin pensar, giró con un rugido y lanzó su maza en un barrido lateral, golpeando a tres de ellos de una vez. La fuerza del golpe fue tal que los cuerpos volaron por el aire, los huesos rotos sobresaliendo grotescamente de la carne rasgada, y los martillos cayeron de sus manos sin vida.
El instinto de Arkadi, afinado por años de brutalidad y supervivencia, le permitía anticiparse a cada ataque. Sus ojos, desenfrenados y atentos, captaron un movimiento a su derecha. Sin perder un segundo, dirigió su maza hacia el atacante, destrozando su armadura y clavándolo contra el suelo con un estruendo que resonó por todo el campo de batalla. La tierra se sacudió bajo el peso del impacto, y el aire se llenó de polvo y el olor acre de la sangre derramada.
Arkadi respiraba el aire espeso y caliente, impregnado del hedor a sangre, sudor y miedo. Sus instintos estaban al rojo vivo, cada uno de sus sentidos actuando como radares en el caos. Sus ojos, encendidos como brasas, registraban cada movimiento, cada titubeo en las líneas enemigas. No pensaba en términos de estrategias calculadas; Arkadi era una fuerza de la naturaleza, un depredador en su elemento. Se lanzaba al combate con un salvajismo casi animal, confiando en la intuición afilada que había desarrollado a lo largo de años de guerra. Mientras avanzaba, sentía el más mínimo cambio en la presión del aire, el zumbido de una flecha que rozaba su yelmo o el crujir de la tierra bajo las pezuñas de su montura.
Los soldados de Zusian trataban desesperadamente de reagruparse, pero el miedo les había infectado las venas. Arkadi, con su maza cubierta de sangre fresca y trozos de carne, parecía un dios de la guerra, imparable e implacable. A medida que cargaba contra los enemigos, su maza se movía con una velocidad y una precisión que desmentían su tamaño. Cada golpe dejaba un rastro de destrucción; hombres eran despedazados, sus cuerpos reventados por la fuerza descomunal de la maza. Un jinete ligero de Zusian trató de acercarse por un flanco, su lanza dirigida al torso de Arkadi. Pero el general lo vio de reojo, y con un gruñido que resonó como un trueno, desvió la lanza con un golpe brutal y reventó el pecho del jinete con un segundo movimiento. El cuerpo se desplomó de la montura, chorreando sangre, mientras el caballo relinchaba y huía espantado.
—¡Más rápido, bastardos! ¡No dejen que esos bastardos levanten cabeza! —rugió Arkadi a sus hombres mientras se abalanzó sobre un grupo de infantería enemiga que intentaba reformar una línea defensiva. Sus gritos de mando eran feroces y desprovistos de piedad.
Un soldado enemigo se adelantó, partesana en mano, buscando un golpe de fortuna. Arkadi movió la cabeza para esquivar el tajo y con una mano tomo la partesana y en otro rápido moviente lo empalo. Los ojos del soldado se abrieron de par en par, reflejando un terror abismal, mientras Arkadi lo empalaba con un crujido seco. Después Arkadi se giró para enfrentar a los siguientes. Sus movimientos eran un torbellino de brutalidad. La maza subió y descendió, aplastando cascos y reventando costillas. Los enemigos saltaban al frente sólo para ser reducidos a pulpa en segundos.
Las flechas y virotes silbaban por el aire, algunos golpeaban su armadura, pero apenas lo hacían tambalear. Era como si la sangre de sus ancestros guerreros corriera en sus venas como fuego líquido. Un grupo de soldados intentó rodearlo, armados con picas largas, buscando inmovilizarlo. Arkadi observó sus posiciones, sintiendo la tensión en los movimientos de sus enemigos. Dejó que se acercaran antes de girar sobre sí mismo, su maza trazando un arco letal que pulverizó las puntas de las picas y los brazos de quienes las sostenían. Los gritos de agonía de los hombres se mezclaron con el sonido de huesos astillándose y carne desgarrada.
—¡Hijos de puta, retroceden como perros! —vociferó uno de los jinetes que lo acompañaban mientras alistaba el cuerpo de un enemigo que intentaba levantarse, haciéndolo rodar entre sus compañeros caídos.
A su alrededor, los soldados de Stirba y Zanzíbar, inspirados por la brutalidad de su líder, cargaban con un fervor renovado. La infantería de ambos ducados avanzaba con precisión letal, cortando y empujando, asegurándose de que cada centímetro ganado estuviera marcado por la sangre de los enemigos. La formación de Zusian, que alguna vez había sido un bastión de resistencia, se deshacía en fragmentos dispersos. Algunos intentaban huir, otros se quedaban paralizados, incapaces de procesar la visión de Arkadi, un gigante de músculos y furia, avanzando entre ellos como un monstruo hambriento de caos.
El campo de batalla se había vuelto un paisaje aun mas desolador que antes, una extensión de tierra ennegrecida y empapada en sangre, cubierta de cuerpos rotos y armas abandonadas. Se oía el crujir de la tierra bajo las botas de los hombres, el estruendo de las armas chocando y los gritos, esos alaridos desesperados que surgían tanto de la rabia como del miedo más puro.
Arkadi seguía avanzando hacia adelante, un coloso que no se detenía ni ante el mar de cadáveres que jalonaban su camino. Sus movimientos eran cada vez mas salvajes, mas instintivos, calculados en fracciones de segundo por una mente afinada para la supervivencia y la dominación. No necesitaba detenerse a pensar; cada reacción, cada giro de su maza era una extensión natural de su voluntad. Era capaz de percibir los cambios más sutiles: la vacilación en la postura de un enemigo, el parpadeo nervioso de un soldado que dudaba si cargar o retroceder. Esos detalles, que otros generales no captarían en la vorágine del combate, eran para Arkadi señales tan claras como un grito. Y las usaba, las usaba para aplastar cualquier atisbo de resistencia antes de que pudiera enraizarse.
A unos metros de distancia, Kaelric, el frío y calculador comandante de Stirba, movía sus tropas con precisión mortal, como si dirigiera un juego de ajedrez sangriento. Sus órdenes eran cortantes y eficaces, y sus soldados respondían con disciplina feroz. Pero incluso Kaelric, con su mente de estratega, miraba de reojo a Arkadi, comprendiendo que la verdadera fuerza de su ejército estaba encarnada en ese torbellino de brutalidad que hacía retroceder a los enemigos con una mezcla de terror y asombro. Darien y Taruk, de Zanzíbar, comandaban los flancos, enviando oleadas de soldados frescos que golpeaban las posiciones de Zusian con la fuerza de un martillo, rompiendo las líneas que intentaban rearmarse.
Las formaciones de Zusian, que hasta entonces habían sido impecables en su disciplina, comenzaban a deshacerse bajo el peso de la presión constante. Los oficiales gritaban hasta romperse la voz, tratando de restaurar el orden. Al frente, destacaban los estandartes desgarrados, ondeando con desesperación en el aire cargado de ceniza. La infantería pesada de Zusian, armada con grandes escudos y alabardas, intentaba formar un muro de acero que pudiera frenar la marea. Sin embargo, el caos se filtraba entre ellos, como un veneno lento y mortal.
Arkadi arremetió contra esa pared de escudos con un rugido que resonó por encima de los choques de las armas. Su maza, de acero macizo y con puntas mortales, se balanceó con una fuerza sobrehumana y rompió los escudos como si fueran de madera podrida, enviando astillas y miembros desmembrados volando en todas direcciones. El impacto hizo retroceder a los hombres de Zusian, desarmando su formación cuidadosamente construida. Sus rostros, manchados de tierra y sudor, se transformaron en máscaras de horror mientras el monstruo de Stirba se abría paso entre ellos sin piedad.
—¡Sostengan la línea! —gritó un capitán de Zusian, su voz ahogada por el estruendo. Pero su orden fue tragada por el clamor de los hombres que caían a su alrededor, aplastados, desgarrados, quebrados bajo el avance imparable de Arkadi y los suyos.
Kaelric vio una apertura en el flanco izquierdo del enemigo y levantó su brazo, señalando a una unidad de infantes medio para que avanzara y explotara la brecha. Sus hombres cargaron en perfecta sincronía, lanzas en ristre y gritos de guerra que parecían desafiar a la misma muerte. Darien, observando desde su posición, hizo una seña a sus ballesteros, que comenzaron a disparar una lluvia de virotes hacia los soldados de Zusian que intentaban reagruparse, ensartando cuerpos y rompiendo filas con una eficiencia aterradora.
El caos era absoluto, un torbellino de gritos, sangre y acero que no mostraba señales de detenerse. Las estrategias de Iván y de los comandantes de Zusian, se desmoronaba como un castillo de arena golpeado por la marea. Soldados que habían marchado con la disciplina de veteranos ahora miraban a su alrededor con los ojos desorbitados, con el horror reflejado en sus rostros mientras la marea de Stirba y Zanzíbar los aplastaba sin misericordia. Al frente, como un coloso ensangrentado, Arkadi destrozaba las líneas enemigas con la brutalidad de un animal rabioso, su maza gigante, empapada de sangre y vísceras, levantándose y cayendo como un juicio final.
El suelo temblaba bajo los pies de ambos ejércitos, saturado de la sangre que manaba de cientos de miles de cuerpos. La mezcla de sangre y tierra formaba un lodo rojo y resbaloso que dificultaba los movimientos, pero Arkadi no parecía afectado; avanzaba con la implacabilidad de una tormenta. Cualquier enemigo que se cruzaba en su camino era despedazado sin contemplaciones, arrojado a un lado o aplastado bajo la monstruosa fuerza de su maza. Los soldados de Zusian retrocedían, empujados por el terror más primario, mientras el suelo se convertía en un cementerio improvisado de los caídos, un espectáculo de pesadilla donde la muerte parecía ser la única liberación.
A pesar de la fatiga que se agolpaba en los músculos de sus hombres, y de su sed de sangre y su fervor anima el instinto guerrero de Arkadi lo mantenía alerta. No pensaba; su cuerpo respondía al campo de batalla como un depredador que percibe cada cambio sutil en el viento. La carga caótica y brutal que había liderado había deshecho las formaciones del enemigo, y ahora, el reconocimiento instintivo de su mente percibía la retirada inminente. Sabía que su ejército y sus comandantes estaban al borde del colapso tras horas de combate incesante, sin un respiro. Pero la llegada de la noche, con la luna llena en lo alto, trajo consigo una nueva señal que ya esperaba: el retumbar de tambores y el atronador sonido de cuernos de batalla resonaron en la distancia, señalando el comienzo de la retirada de Zusian. Pero antes de que pudiera dar la orden final para una última carga que pulverizara lo que quedaba del ejército de Zusian, se escuchó el atronador retumbar de pezuñas de caballos. Un destacamento de caballería pesada, cubierto con armaduras negras y decoraciones de acero bruñido, se lanzó al frente, interceptando el avance de Arkadi y su vanguardia. Como se esperaba este no seria un retroceso caótico; Zusian era astuto y, para cubrir su retirada, desplegaron a las tropas más letales de su arsenal: los legionarios de las Sombras y los temidos Desolladores Carmesí.
Los hombres de Stirba y Zanzíbar, curtidos en mil batallas, se lanzaron hacia adelante con rugidos de guerra, chocando con la caballería élite de Zusian en una explosión de metal y gritos. Las lanzas, mazas, martillos de guerra y alabardas se rompieron en astillas, y los cascos de los caballos aplastaban cuerpos sin piedad. Arkadi, a lomos de su imponente corcel negro, no se detuvo. Con un grito salvaje, levantó su maza de dos metros de acero y la dejó caer con una fuerza que resonó como un trueno, aplastando a un jinete y su montura en un solo golpe que esparció vísceras y sangre en un radio de metros.
Los ojos de Arkadi, llenos de rabia, se encontraron con una figura imponente en la distancia, los Desolladores Carmesí se situaron en la vanguardia de la retirada, formando una barrera letal entre sus camaradas en retirada y el ejército de Stirba y Zanzíbar. Al frente de ellos cabalgaba una figura inconfundible: Aldric Feralthorn, conocido como el "Martillo de Kalador". La armadura de Aldric, de un profundo rojo sangre, estaba decorada con runas antiguas y desgastadas por las innumerables batallas. Era un hombre de rostro endurecido y ojos acerados, que sostenía un martillo de guerra casi tan grande como la propia maza de Arkadi. Su presencia impuso un silencio momentáneo en el caos, como si la batalla entera hubiera contenido el aliento.
Sin esperar a que se diera la orden, Arkadi cargó hacia Feralthorn, la determinación marcada en su rostro y un rugido profundo escapando de sus labios. Pero en ese mismo instante, como si el destino se burlara de él, la caballería pesada de Zusian se interpuso, formando una barrera infranqueable. Los jinetes que lo enfrentaron no eran tropas comunes, eran caballería de élite, hombres que habían entrenado para aguantar el embate de bestias como él. Los caballos, enormes y cubiertos de armaduras gruesas, se alzaron con relinchos feroces, y Arkadi se vio forzado a desviar su ataque, envuelto en una batalla frenética con esa muralla de músculo y acero que lo contenía, mientras Feralthorn y los suyos protegían la retirada.
Arkadi gritaba órdenes a sus hombres, pero el caos y la confusión eran impenetrables. Kaelric, Darien y Taruk trataban de reorganizar las tropas, manteniéndolas en formación mientras ordenaban ataques a las posiciones laterales de Zusian, buscando flanquear la retaguardia. Pero el Martillo de Kalador y sus Desolladores Carmesí mantenían una defensa brutal y efectiva, bloqueando cualquier intento de avance. Los legionarios de las Sombras, en cambio lanzo ataques que atravesaban cualquier vanguardia que se formaba, destrozaba formaciones y interceptaban a cualquiera que intentara cargar contra las tropas en retirada, volviendo a cada soldado enemigo que intentaba atravesarlos al suelo en un charco de sangre y huesos rotos.
En un momento de furia ciega, Arkadi levantó su maza y la dejó caer con una fuerza devastadora sobre un soldado enemigo, despedazándolo. Sin detenerse a mirar el destrozo, giró rápidamente y desvió el ataque de un jinete que lo asaltó desde su flanco derecho. Su instinto lo guiaba, detectando cualquier cambio en la marea de la batalla; en cada movimiento, sus músculos parecían responder por sí mismos, haciendo caso omiso a cualquier estrategia previa. Era una fuerza de la naturaleza, un depredador en su elemento, adaptándose a la vorágine del caos y reaccionando a cada nuevo obstáculo con una brutalidad inhumana.
La línea de combate era un paisaje de horror, una sinfonía grotesca de carne desgarrada y huesos astillados. Los gritos de guerra se entremezclaban con los alaridos de los heridos, creando un eco que parecía retumbar en el pecho de cada soldado. Arkadi, con la respiración agitada y los músculos tensos como cuerdas, lanzaba golpes con su gigantesca maza que impactaban como martillazos en las defensas enemigas. Cada golpe que conectaba despedazaba carne y acero, y las chispas del acero contra acero se esparcían como un incendio, pero los Desolladores Carmesí respondían con una frialdad aterradora, manteniéndose firmes, sus ojos impasibles tras las viseras de sus yelmos carmesí.
El aire estaba saturado de la humedad de la sangre y el hedor de la muerte. Las alabardas de los legionarios de las Sombras rasgaban el aire, derribando a los soldados de Stirba y Zanzíbar con una eficiencia brutal. Los jinetes de élite, encorvados sobre sus monturas cubiertas de placas negras, cortaban y empalaban con una velocidad inhumana, frustrando los intentos de Arkadi de penetrar la retaguardia. La caballería pesada de Zusian, endurecida y experimentada, mostraba una tenacidad que desmentía la desesperación que se ocultaba en sus entrañas. Resistían, no por esperanza, sino por la pura y cruda voluntad de sobrevivir un minuto más en el infierno que los envolvía.
Arkadi gritó órdenes a sus hombres, su voz un trueno que apenas se oía entre el clamor del acero y los alaridos de los moribundos. A su lado, los recien llegado generales Kaelric, Darien y Taruk combatían con una ferocidad similar. Kaelric, el estratega de mirada acerada y movimientos precisos, dirigía a los arqueros para que liberaran un diluvio de flechas en puntos clave, buscando abrir brechas en las filas enemigas. Taruk, con su imponente figura y su maza que competía en tamaño con la de Arkadi, embestía a la caballería con golpes que hacían retumbar el suelo. Darien, rápido y letal, se movía con la destreza de un lince, cortando gargantas y atravesando corazones con su alabarda mientras daba órdenes a los batallones de infantería ligera para que flanquearan a los legionarios de las Sombras.
Pero los Desolladores Carmesí eran un muro de disciplina y destreza marcial, imperturbables ante el asalto. El "Martillo de Kalador", Aldric Feralthorn, comandaba a sus hombres con una calma asesina, su martillo de guerra girando en círculos devastadores que hacían retroceder incluso a los más fieros de Stirba. Cada golpe suyo era un juicio de hierro, aplastando cráneos y partiendo armaduras como si fueran de papel. Cuando Arkadi y Feralthorn intercambiaron miradas, fue como si el tiempo se detuviera un instante. Ambos guerreros se reconocían como depredadores, la muerte brillando en sus ojos.
El choque entre los dos fue una explosión de energía y violencia. Arkadi lanzó un golpe descendente con toda la fuerza de su cuerpo, pero Feralthorn lo bloqueó con un giro de su martillo, desviando la maza de Arkadi lo suficiente para evitar un golpe mortal. En un movimiento fluido, Feralthorn giró sobre su caballo y lanzó un ataque lateral que Arkadi apenas esquivó, sintiendo el viento del martillo que rozó su armadura. Sin perder un segundo, Arkadi respondió con un puñetazo directo a la cara de su rival, un golpe que resonó con un crujido sordo y derramó sangre bajo el yelmo de Feralthorn.
A su alrededor, la batalla continuaba siendo un torbellino de muerte y desorden. Las formaciones de los legionarios de las Sombras interceptaban a los soldados de Stirba que intentaban flanquearlos, las alabardas desgarrando carne y desarmando con una precisión calculada. Los jinetes de élite a caballo cargaban una y otra vez, sus martillos de guerra arremetiendo contra los cansados jinetes de Zanzíbar, que se veían superados por la destreza y el peso de sus oponentes. La presión era sofocante; los hombres de Arkadi sentían cómo sus fuerzas flaqueaban y sus movimientos se volvían más lentos.
La batalla continuaba rugiendo con una brutalidad despiadada, mientras Arkadi y Aldric se miraban fijamente desde sus monturas, ambos conscientes de que este enfrentamiento decidiría el destino de sus tropas. La respiración de Arkadi era un trueno ahogado bajo su yelmo ensangrentado, sus músculos tensos y listos para descargar cada gota de su furia contenida en su enemigo. El peso de la maza, que muchos hombres no habrían podido levantar, era para él como una extensión de su propio brazo. Aldric, sin mostrar temor, sostenía su martillo con una precisión fría, sus ojos fijos en cada movimiento de Arkadi, calculando el próximo golpe, buscando cualquier fisura en la defensa del monstruo que tenía enfrente.
Arkadi espoleó a su caballo, embistiendo con una violencia tal que el suelo bajo las patas de su montura tembló. Su maza describió un arco salvaje hacia la cabeza de Aldric, pero este último reaccionó con reflejos asesinos, alzando su martillo para desviar el ataque. El choque de los dos titanes fue un estallido de acero y chispa; la fuerza de ambos era descomunal, y el impacto resonó como un trueno en el aire frío de la noche. Los caballos de ambos guerreros relincharon y se sacudieron, sintiendo en sus huesos la intensidad de la violencia de sus jinetes.
Arkadi se mantuvo implacable, lanzando golpe tras golpe con una rapidez y ferocidad que desafiaba toda lógica. Aldric se defendía, cada movimiento suyo era calculado y preciso, moviendo su martillo en un baile mortal que frustraba el avance de Arkadi. Pero el instinto de Arkadi, su fuerza animal, era como una ola que no dejaba de crecer. A cada embate, Arkadi lograba avanzar unos centímetros más, empujando poco a poco a Aldric hacia atrás, erosionando su firmeza.
Entonces, en un movimiento inesperado, Arkadi cambió el ritmo. En lugar de lanzar un golpe horizontal, elevó su maza y la dejó caer en vertical con un poder aterrador. Aldric intentó esquivar, pero el golpe rozó su hombro, abollando la armadura y arrancándole un gruñido de dolor. Sin perder tiempo, Aldric recuperó el equilibrio y lanzó su propio contraataque, girando su martillo y dirigiéndolo hacia el costado de Arkadi con una precisión quirúrgica. El golpe impactó con un estruendo, hundiendo el metal de la armadura de Arkadi, quien gruñó pero se mantuvo firme. Era una danza de destrucción, un tira y afloja de fuerza y destreza que mantenía en vilo a los soldados que los rodeaban, quienes miraban con una mezcla de temor y asombro el choque de los dos colosos.
Arkadi se rió, una carcajada profunda y oscura que resonó por encima del estruendo de la batalla. —¿Es todo lo que tienes, Aldric? —murmuró entre dientes, con una voz que apenas contenía su desprecio. La respuesta de Aldric fue otra acometida furiosa, su martillo trazando un arco letal hacia la cabeza de Arkadi. Este último, con una agilidad sorprendente para su tamaño, esquivó el golpe por un pelo y, en un contraataque veloz, lanzó su maza hacia el pecho de Aldric. El golpe aterrizó con la fuerza de una avalancha, haciendo que Aldric se tambaleara en su montura y que su respiración saliera en jadeos entrecortados.
Sin embargo, Aldric no era un hombre que cediera fácilmente. A pesar del dolor, se rehízo y, en un esfuerzo sobrehumano, consiguió mantenerse en pie. Con un grito salvaje, cargó de nuevo contra Arkadi, su martillo apuntando al corazón del gigante. El impacto fue tan brutal que Arkadi retrocedió, la fuerza de su rival había perforado hasta el grueso de su coraza, y por primera vez, Arkadi sintió la verdadera amenaza que representaba el "Martillo de Kalador".
Cuando los dos titanes se encontraron nuevamente, el aire parecía tensarse, casi cristalizando por la anticipación de la próxima explosión de violencia. Las armaduras resplandecían bajo la luz pálida de la luna, cubiertas de la viscosa capa de sangre, sudor y barro que las hacía parecer bestias míticas emergiendo de la oscuridad. Arkadi, con los ojos inyectados en sangre, hizo girar su maza sobre su cabeza, el silbido mortal que producía rasgando el caos circundante. Feralthorn, en su montura imponente, ajustó el agarre en el mango de su martillo, sus músculos tensos como si fueran a romperse por la presión.
La carga fue simultánea. Ambos caballos se lanzaron hacia adelante, bufando y golpeando el suelo con un estruendo que resonó por todo el campo de batalla. Arkadi atacó primero, lanzando un golpe descendente con la fuerza de una avalancha. Feralthorn, calculando al milímetro, giró su martillo y desvió el ataque, el choque de las armas produciendo una chispa que iluminó brevemente sus rostros endurecidos. La desviación del golpe hizo que la maza de Arkadi golpeara el suelo, arrancando una explosión de tierra y sangre que salpicó a los combatientes cercanos.
Aldric aprovechó el instante para atacar. Su martillo giró con una precisión asesina, apuntando al costado de Arkadi. El titán de Stirba, con un rugido, se dejó caer de su caballo, esquivando por un pelo el golpe que habría destrozado sus costillas. Con un movimiento que parecía imposible para un hombre de su tamaño, Arkadi se puso de pie de un salto y giró su maza en un arco ascendente que alcanzó a impactar en el flanco del caballo de Feralthorn, haciendo que la bestia relinchara en agonía y lanzara al jinete por los aires.
Aldric aterrizó rodando, su armadura produciendo un ruido metálico que se perdió entre los gritos y el sonido del acero chocando. Se levantó de inmediato, los ojos encendidos con una mezcla de furia y ira. Arkadi no le dio respiro; con un paso largo y feroz, se lanzó sobre él, la maza describiendo un arco que amenazaba con partir a Aldric en dos. Feralthorn, volvió a demostrar por qué era conocido como el "Martillo de Kalador", esquivó girando sobre un pie y contrarrestó con un golpe al rostro de Arkadi. El impacto resonó como un trueno, haciendo que la cabeza de Arkadi se moviera violentamente hacia un lado, escupiendo una mezcla de saliva y sangre.
El combate se tornó una serie de ataques y contragolpes, rápidos y brutales, cada golpe suficiente para matar a cualquier otro hombre. Arkadi sentía cada fibra de sus músculos arder, el sabor metálico de la sangre en su boca lo enfurecía aún más, su instinto de depredador alimentándose de la lucha. Con un rugido, ejecutó un barrido con la maza que obligó a Aldric a retroceder varios pasos, resbalando en la sangre que cubría el terreno y perdiendo momentáneamente el equilibrio. Arkadi aprovechó el momento y avanzó, la maza bajando como un rayo sobre la cabeza de Aldric, que se agachó en el último segundo, el golpe arrancando un pedazo de su yelmo y dejando un corte en su mejilla.
Aldric respondió con un giro rápido de su martillo, golpeando el costado de Arkadi con un crujido seco. Arkadi gruñó, su visión tambaleándose un instante, pero el dolor solo alimentó su rabia. Con un gesto salvaje, agarró el martillo de Aldric con una mano y lo retorció, rompiendo la guardia del guerrero de Zusian y dándole una patada que lo lanzó hacia atrás. Aldric chocó contra un grupo de legionarios de las Sombras, que se dispersaron rápidamente, dejando espacio a su líder para que retomara el combate.
Desde la distancia, Kaelric y Darien vieron la oportunidad. Sus alabardas destellaban mientras cabalgaban a toda velocidad, esquivando a los soldados y dejando un rastro de muerte a su paso. La llegada de refuerzos alentó a Arkadi, quien, ahora liberado de la amenaza de otros atacantes, avanzó de nuevo hacia Aldric con una sonrisa torcida y ensangrentada. La batalla entre los dos titanes, rodeada de caos y muerte, se volvió el epicentro de un infierno, donde cada golpe, cada respiración y cada gota de sangre derramada resonaban como un eco del juicio final.
Aldric, consciente de la desventaja numérica que se avecinaba, lanzó un último golpe, buscando desesperadamente la apertura que necesitaba para tomar ventaja. Pero Arkadi, con una brutalidad inhumana, bloqueó el golpe con su propia maza y, en un movimiento relámpago, asestó un golpe directo al pecho de Aldric, haciendo que este cayera de rodillas, el sonido de huesos rompiéndose silenciado por el rugido de victoria de Arkadi.
El campo de batalla estaba cubierto de cadáveres y ecos de dolor, mientras el suelo se teñía de rojo con cada paso de los soldados de Stirba y Zanzíbar. El humo y el polvo se levantaban como una niebla opresiva que cubría la luna, haciendo que el ambiente fuera aún más sombrío. Los gritos de desesperación de los soldados de Zusian se entremezclaban con el fragor del combate, su retirada cada vez más desordenada mientras las fuerzas de Arkadi los arrastraban hacia un destino ineludible. La moral de los hombres de Stirba y Zanzíbar era casi palpable, emanaba de ellos como un aura oscura de hambre de victoria, sus rostros distorsionados por la sed de sangre y la determinación feroz que Arkadi había inculcado en cada uno de ellos.
Arkadi estaba cubierto de sangre, sus ojos ardiendo con una furia bestial mientras observaba cómo sus enemigos caían uno tras otro, incapaces de sostener la línea. En ese instante, Kaelric y Darien, venían a su encuentro, cada músculo de sus cuerpos tensado por la adrenalina mientras sorteaban cuerpos y escombros en su camino hacia Arkadi. Sus monturas bufaban, con las crines enmarañadas por la sangre y el sudor, y sus alabardas cortaban el aire, listas para reclamar más víctimas. Pero entonces, como un espectro surgido de las sombras mismas, un jinete de los legionarios de las sombras apareció en su camino. No era un soldado común; su armadura, ornamentada con detalles negros y dorados que brillaban siniestramente bajo la luna, revelaba su rango de comandante.
El impacto fue brutal e inesperado. Con un giro de su alabarda, el jinete embistió a Kaelric y Darien con tal fuerza que los hizo tambalearse, sus caballos relinchando y girando sobre sus patas traseras mientras trataban de mantener el equilibrio. El comandante de los legionarios no mostró ninguna emoción; sus ojos, ocultos tras el visor de su yelmo, eran pozos oscuros que reflejaban la muerte. Kaelric y Darien se recuperaron rápidamente, lanzando miradas asesinas al misterioso adversario, pero el jinete no se quedó para enfrentarlos. Con una velocidad endemoniada y sin detenerse un instante, el comandante de los Legionarios de las Sombras giró su montura y avanzó hacia Arkadi. Aquel movimiento era una declaración abierta de desafío, un acto de absoluta osadía en medio de un campo donde el caos reinaba por doquier. Arkadi, envuelto en una furia que lo hacía parecer más una bestia que un hombre, levantó su maza, dispuesto a aplastar a aquel intrépido enemigo. Con un grito que resonó como un trueno, descargó un golpe con toda la fuerza que poseía.
Arkadi, cuyos músculos se tensaban como cables de acero, observó al jinete acercarse, un rugido inhumano saliendo de su garganta. Sin pensarlo dos veces, lanzó un golpe con su maza, un ataque tan potente que el aire mismo pareció quebrarse. Pero el jinete, con movimientos que desafiaban la lógica y la gravedad, esquivó con elegancia letal, girando sobre su silla de montar y lanzando un tajo que rasgó la armadura de Arkadi y dejó una profunda herida en su costado. La sangre brotó en un chorro caliente, salpicando al jinete y a Arkadi por igual.
El gigante apenas reaccionó al dolor; sus ojos, inyectados de furia, se clavaron en el jinete mientras la respiración acelerada se mezclaba con un gruñido que parecía venir desde lo más profundo de sus entrañas. Antes de que pudiera lanzar otro ataque, el jinete se apartó, acompañado por más legionarios de las sombras que se unieron a su retirada en formación perfecta, protegiendo la huida de los soldados de Zusian y al herido Aldric. Un soldado colosal, que portaba un martillo de guerra con punta, intercedió en ese momento, impidiendo que Arkadi pudiera lanzar un golpe decisivo contra su enemigo caído.
Arkadi sintió una punzada de furia al ver cómo el jinete lo esquivaba y contraatacaba, logrando deslizara su alabarda en un corte rápido y preciso que arañó el brazo de Arkadi, haciendo que la sangre brotara. El comandante de las Sombras se mantenía sereno, sus movimientos precisos y fríos, como si aquel enfrentamiento no fuera más que una táctica para ganar tiempo. A su alrededor, los soldados de Zusian comenzaban una retirada aún más desesperada, buscando la protección de su retaguardia mientras el comandante dirigía sus tropas con una calma aterradora.
—¡Denme un caballo! —bramó Arkadi, encolerizado, mientras Kaelric y Darien lograban recuperarse y lo alcanzaban. Su tono era una mezcla de rabia y ansia de venganza, la herida en su brazo solo alimentando el fuego que ardía en su interior.
Kaelric y Darien, aún tambaleantes pero con los ojos llenos de determinación, intercambiaron una mirada y asintieron. Sabían que aquel combate no podía terminar hasta que aquella línea de élite fuera quebrada. Arkadi, montando rápidamente, hizo un ademán para que sus mejores hombres se le unieran. Los tres jinetes formaron una cuña letal y emprendieron una carga contra el comandante y sus hombres, el estruendo de sus cascos resonando como una tormenta desatada en el campo de batalla.
Taruk, que había observado la escena desde la distancia, notó la confusión y el desorden que reinaba en sus propias tropas. Sin perder tiempo, comenzó a dar órdenes a gritos, haciendo señales con la mano para reagrupar a sus hombres, asegurando que su avance no se convirtiera en una marea descontrolada. Los soldados respondieron, organizándose en líneas más compactas mientras sus armas brillaban a la luz de la luna y sus pisadas se sincronizaban en un avance disciplinado, pero implacable.
Arkadi, Kaelric y Darien se lanzaron con todo hacia la retaguardia enemiga, su enfoque mortalmente fijo en el comandante de los Legionarios de las Sombras. La caballería de élite de Zusian, sin embargo, no les hizo el camino fácil. Un grupo de jinetes pesados, vestidos con armaduras que parecían hechas para resistir hasta el mismísimo infierno, los interceptó con lanzas y martillos alzados, sus ojos brillando con una determinación fanática.
El choque fue brutal. Arkadi se alzó en su montura y dejó caer su maza en el cráneo de uno de los jinetes enemigos, haciendo que la cabeza del soldado estallara en un torrente de sangre y huesos fragmentados. Kaelric y Darien, junto a él, barrían el campo con sus alabardas, cortando extremidades y aplastando costillas con movimientos metódicos pero salvajes. La caballería de élite de Zusian, sin embargo, luchaba con una tenacidad desesperada, consciente de que aquella carga podría decidir el destino de sus camaradas en retirada.
A medida que el combate se intensificaba, el comandante de los Legionarios de las Sombras comenzó a retroceder, coordinando a sus hombres con movimientos de mano precisos mientras los demás legionarios y los desolladores Carmesí cubrían su retirada con una feroz resistencia. El mismo Aldric Feralthorn, el Martillo de Kalador, que había estado al borde de la derrota, fue levantado por uno de sus hombres y escoltado a la retaguardia mientras Arkadi y los otros generales perseguía incansablemente.
—¡No dejen que escapen! ¡Arrasen con ellos! —rugió Arkadi, alzando su maza hacia adelante. La furia en su voz inspiraba a sus hombres a redoblar sus esfuerzos, sus gritos de guerra retumbando en el aire nocturno.
Pero el enemigo era astuto. Cada vez que Arkadi creía que los había alcanzado, una nueva línea de legionarios se interponía, retardando su avance lo suficiente como para permitir que las tropas de Zusian continuaran con su retirada. Los hombres de Stirba y Zanzíbar avanzaban sin descanso, impulsados por la brutalidad que Arkadi les había inculcado, pero la estructura y disciplina de los legionarios impedía que el avance fuera tan rápido como deseaban.
Finalmente, Arkadi y los otros dos generales se abrieron paso a través del muro de carne y acero que los separaba de sus objetivos. Cada golpe de su maza y cada tajo de sus alabardas habían sido brutales, dejando un reguero de cuerpos y miembros destrozados a su paso. Al fin, se encontraban en una posición desde la cual podían divisar al comandante de las Sombras y a Aldric, retirándose con paso calculado, sus figuras distantes y oscuras bajo la pálida luz de la luna. La rabia de Arkadi hervía, su respiración agitada por el combate y la frustración al ver a su enemigo alejarse justo cuando su sangre clamaba por un enfrentamiento final y decisivo.
Fue entonces cuando un mensajero apareció, emergiendo de entre la línea de batalla como una sombra exhausta. Su caballo jadeaba, con espuma blanca y espesa en las comisuras de su boca, y las patas temblaban, como si estuviera a punto de desplomarse en cualquier momento. El jinete, pálido y cubierto de sudor, apenas podía mantenerse en la silla, pero su voz rompió el silencio con un tono de urgencia.
—General... órdenes de su gracia. Ordena que los tres generales se retiren a la retaguardia para ayudar en la reorganización del ejército... hemos forzado al ejército de Zusian a moverse del desfiladero. Gracias a sus esfuerzos podemos reagruparnos en un campo que nos dará ventaja...
Las palabras resonaron en la mente de Arkadi como un eco distante. Su cuerpo estaba cubierto de sudor, tierra y sangre, su armadura abollada y salpicada de restos del combate. El ansia de destrucción aún latía en sus venas; la necesidad de perseguir, de hacer caer a cada uno de esos miserables legionarios y a ese comandante maldito que había osado interponerse entre él y Aldric era casi insoportable. Pero, girando su caballo con un violento movimiento, Arkadi apretó la mandíbula con furia y una insatisfacción casi salvaje. Las riendas crujieron entre sus manos, y sus compañeros, que habían estado preparados para lanzarse una vez más al ataque, se detuvieron al verlo girar. Kaelric y Darien, aún con los ojos fijos en la retaguardia enemiga, compartían la misma furia contenida en sus rostros.
Arkadi lanzó una mirada enardecida al mensajero, quien se encogió ligeramente ante la intensidad de su comandante.
—Carajo, ¡estábamos tan cerca! —murmuró Kaelric, escupiendo al suelo con desprecio, sus nudillos aún blancos alrededor del mango de su alabarda, mientras Darien resoplaba con frustración.
—Nos dan órdenes de replegarnos, ¡en medio de esta carnicería! —gruñó Darien, mirando a Arkadi buscando cualquier atisbo de vacilación.
—Arkadi, es la oportunidad —se atrevió a decir Kaelric, su voz baja y ronca, apenas más que un susurro en medio del alboroto. Sus ojos grises, marcados por años de batalla, reflejaban la comprensión de la necesidad estratégica. Arkadi no respondió de inmediato, pero su respiración agitada se volvió más profunda, controlando a duras penas la furia que hervía en sus venas.
Alrededor, el campo de batalla seguía vivo con movimientos entrecortados. Soldados de Stirba y Zanzíbar avanzaban y retrocedían, algunos arrastrándose sobre charcos de sangre, otros rematando a los heridos de Zusian con despiadada eficacia. Los gritos de los moribundos se mezclaban con el crepitar de los estandartes y el crujir de las armaduras, creando una atmósfera que olía a muerte y gloria en partes iguales.
El viento nocturno llevó consigo el olor acre de la muerte y la sangre, y Arkadi finalmente alzó la cabeza. Sus ojos se encontraron con los de Aldric a lo lejos, todavía retrocediendo, rodeado por su guardia de élite. La visión del hombre que tantas veces había escapado de su ira encendió de nuevo la chispa de rabia en su pecho. Pero antes de que pudiera dar la orden de cargar, la voz del mensajero, apenas un hilo, se alzó una vez más.
—Su Gracia insiste... dice que debemos preparar el terreno para el golpe final.
Arkadi soltó un gruñido, más bestial que humano. Con un movimiento brusco, hizo girar a su caballo, su mirada gélida y decidida. Kaelric y Darien lo siguieron, aunque la frustración y la sed de sangre aún marcaban cada línea de sus rostros. Taruk, viendo el cambio de rumbo, asintió y comenzó a dar órdenes para reorganizar las líneas. Las tropas, que habían comenzado a dispersarse en la embriaguez del combate, empezaron a reagruparse con movimientos apresurados y torpes, algunos tropezando sobre los cadáveres de camaradas y enemigos.
—¡Ordeno retirada! —bramó, haciendo que hasta los soldados más distantes se giraran hacia él, con rostros llenos de confusión y desaprobación—. Reagrupémonos y afiancemos nuestra posición. Aún no es el momento, pero cuando llegue… ¡Zusian pagará cada gota de sangre derramada esta noche!
Kaelric y Darien intercambiaron una mirada de resignación y asentaron con pesadez. Era una retirada estratégica, pero en el fondo, todos sabían que aquello solo retrasaba el ansiado enfrentamiento final. Arkadi se giró, dando una última y ardiente mirada al ejército de Zusian, que se desvanecía en la distancia mientras ellos reorganizaban las líneas, reuniendo a los soldados dispersos y reforzando sus defensas.
—¡Todos en formación! —bramó Taruk, su voz imponente cortando el aire como una cuchilla—. ¡Reagrupen las líneas, preparen la retaguardia y manténganse alertas! Nadie baja la guardia.
El aire en el paso montañoso estaba cargado de muerte y tensión. La luna se alzaba alta, su resplandor plateado se reflejaba en las rocas y en los cuerpos inertes que alfombraban el terreno accidentado. Aquel campo de batalla, aunque rodeado de colosales picos que parecían observar como testigos indiferentes, se había convertido en un mar de sufrimiento y desesperación. Era un espacio tan vasto que podía albergar millones de hombres luchando y muriendo en largas filas, cada metro empapado de sangre y sudor, entre el resonar de los cascos y el clamor metálico de las espadas que chocaban sin tregua.
Las rocas, oscuras y afiladas, sobresalían del terreno como dientes de una bestia antigua. Entre ellas se arrastraban los heridos, algunos tratando de salvarse mientras gemían con un dolor que parecía resonar por todo el paso. Los cadáveres eran arrastrados, con brusquedad, por soldados que no podían perder tiempo en mostrar compasión. Los heridos que aún podían moverse por su cuenta luchaban por llegar a las tiendas médicas improvisadas, donde las antorchas iluminaban escenas desgarradoras: médicos ensangrentados cortando extremidades gangrenadas y vendajes empapados de sangre que apenas sostenían la carne abierta. La fosa común, una grieta en la tierra ennegrecida y manchada, recibía sin discriminación a los muertos de todas las banderas; una tumba compartida donde la identidad y el honor se disolvían en el olvido.
Arkadi se encontraba dentro de una gran tienda de lona, el único refugio que podía ofrecerle un momento de descanso tras horas interminables de brutal combate. Se sentó en un taburete de madera desgastada, con la espalda encorvada y la respiración aún agitada, mientras su piel, sudada y cubierta de sangre, comenzaba a enfriarse. Las marcas recientes de la batalla, cortes y contusiones, adornaban sus brazos y rostro como trofeos de una contienda que no se sentía ganada. Con el ceño fruncido y los ojos fijos en el vacío, maldecía su falta de éxito. Había dejado escapar a Aldric y al misterioso comandante de las sombras; incluso había sentido la humillación de ser retenido por un guerrero que apenas reconocía.
Las aletas de la tienda se movieron y Arkadi levantó la vista con brusquedad, su mano alcanzando el pomo de su espada por puro instinto. Pero en la penumbra se perfiló la figura imponente de Maximiliano, su duque. El monarca, con una sonrisa que no lograba ocultar su naturaleza astuta, entró acompañado de un servidor que portaba una jarra de vino y dos copas de plata. La luz de las antorchas tintineó, reflejando los detalles dorados de la armadura de Maximiliano y la cicatriz que cruzaba su rostro desde la ceja hasta la mejilla.
—Buen trabajo, como siempre, Arkadi —dijo Maximiliano, con un tono que intentaba ser afable mientras tomaba asiento al lado del guerrero y servía vino en ambas copas.
Arkadi aflojó el agarre sobre su espada y respiró más profundamente, aunque sus músculos seguían tensos. Tomó la copa que le ofrecían, el líquido oscuro brillando como un rubí bajo las luces temblorosas.
—Gracias, Su Gracia. Es muy amable de su parte venir a ver a un humilde ciervo a su servicio.
Maximiliano soltó una carcajada baja, una que apenas desvaneció la gravedad en su semblante.
—Ah, cállate. No estamos en público. Háblame de tú, te lo has ganado.
Arkadi permitió que una mueca, una mezcla entre sonrisa y gruñido, se formara en sus labios. —Gracias, Maximiliano —respondió con voz más relajada, aunque su mente aún navegaba en las aguas de la batalla perdida.
El duque levantó la copa, como brindando en silencio, y bebió un largo sorbo. El silencio se prolongó, interrumpido solo por el murmullo distante de la actividad exterior: órdenes gritadas, el tambor de tambores que marcaban el compás de la retirada ordenada y el llanto de los moribundos que se ahogaba en la penumbra.
—¿Puedo hacerte una pregunta, mi señor? —Arkadi habló después de un largo momento, con el peso de una duda que le atormentaba.
—Claro, dime.
—¿Qué tanto conoce a ese joven, Iván Erenford? El comandante en jefe de Zusian —pronunció el nombre con un tono de desprecio apenas contenido, sus ojos ardiendo con el recuerdo de la resistencia férrea que habían encontrado.
Maximiliano entrecerró los ojos, dejando que una sonrisa delgada, casi divertida, se esbozara en su rostro curtido.
—La información que me dio su tío, ese idiota de Darius Erenford, es reveladora. Iván es un prodigio de la guerra. Desde los siete años, ha sido moldeado en el arte de la estrategia y la batalla. Se ha nutrido de los conocimientos de nueve de los diez generales de Zusian. Incluso ha entrenado bajo la sombra de los líderes de la temida Legión de las sombras, tanto del comandante como del vicecomandante.
Arkadi frunció el ceño, con la mirada perdida en el vino que sostenía entre sus dedos ensangrentados.
—¿Y qué hay de su espíritu? ¿Tiene el fuego para liderar y matar como se requiere en una guerra de esta magnitud? —insistió, con un dejo de burla que no lograba ocultar su propia frustración.
Maximiliano dio un sorbo más a su copa y sus ojos centellearon como los de un depredador bajo la luz de las llamas. —Es joven, como el propio heredero que nos acompaña. Tiene la lealtad de sus hombres, y eso ya es una ventaja peligrosa. Pero aún es inexperto. Le falta la chispa de un verdadero general. Podrá ser una amenaza, sí, pero por ahora, no es más que un cachorro jugando a ser lobo. Y eso, Arkadi, es lo que lo hace vulnerable.
Arkadi dejó que las palabras de Maximiliano se hundieran en su mente como dagas afiladas, cada una atravesando el velo de su furia y frustración. Tomó un trago de su copa, sintiendo cómo el vino se deslizaba por su garganta, ardiente y profundo, mientras el sabor del metal oxidado de la sangre seca se mezclaba con el dulzor del alcohol. El ambiente en la tienda, iluminada por la luz titilante de las antorchas, se sentía cargado de expectativas y tensiones ocultas. Fuera de la tienda, los ecos de la batalla seguían resonando; gritos de dolor, órdenes desgarradas y el estruendo de hombres y caballos en caos se entremezclaban como una sinfonía de horror.
—Gracias por la información —respondió Arkadi, su voz resonando baja, casi como un susurro, aunque el ímpetu de su furia seguía al acecho en su interior—. Dime, ¿hay algo más que debería saber?
Maximiliano lo miró fijamente, su mirada incisiva. A sus espaldas, la tienda temblaba suavemente con el viento, pero en su interior, la atmósfera era densa, cargada de un conocimiento que Arkadi podía sentir palpitando entre ellos.
—No solo quería beber —dijo Maximiliano, alzando la copa en un gesto de camaradería—. También quería decirte que mañana, quien tomará el mando del ejército será una gran parte de las tropas de Zanzíbar. Así que puedes descansar un poco esta noche, aunque el aire esté cargado de muerte y desesperanza.
Arkadi frunció el ceño, las palabras de su duque resonando como un tambor en su mente. La idea de perder el mando, de ceder la dirección de su ejército a otro, lo llenaba de un desasosiego profundo. Sin embargo, sabía que el ejército necesitaba ser reagrupado, que la cadena de mando debía mantenerse fuerte en este caos. Aun así, la imagen de Aldric y el comandante de las sombras escapando con su vida lo irritaba hasta la médula.
—¿Y quién será el que tome el mando? —preguntó Arkadi, incapaz de ocultar la acidez de su tono.
—Uno de los generales de Zanzíbar. Taruk —respondió Maximiliano, dejando caer el nombre como si fuese una piedra en un estanque tranquilo. Las ondas que creó en la mente de Arkadi fueron perturbadoras.
—¿Taruk? —repitió Arkadi, su voz dejando entrever su sorpresa—. ¿El Coloso Dorado?
Maximiliano asintió, su mirada se intensificó. —Exactamente. Es un hombre con un instinto natural para el combate. Durante la batalla, no solo ha sido un guerrero formidable, sino que ha mantenido la moral de las tropas a un nivel que muchos desearían alcanzar. Su liderazgo podría ser la clave para que nuestras fuerzas resistan el asalto de los Zusianos.
Arkadi sintió cómo una mezcla compleja de admiración, celos y algo más oscuro comenzaba a burbujear en su interior. No podía negar la habilidad y la autoridad que Taruk irradiaba con cada palabra y cada movimiento, pero su propio ego, herido por las batallas, se resistía a aceptar que su puesto de liderazgo pudiera ser ocupado, siquiera momentáneamente, por otro. Sin embargo, comprendía la lógica detrás de la decisión. El ejército necesitaba reagrupamiento, un orden renovado para prepararse para la siguiente y feroz oleada de combate que se avecinaba. La lucha estaba lejos de terminar, y cada soldado en el campamento parecía saberlo; el aire mismo estaba cargado de una violencia contenida, como un tambor de guerra que aún no había terminado de retumbar.
Taruk, el hombre que tomaría las riendas en esta crucial transición, no era un guerrero ordinario. A sus sesenta años, su figura era una mezcla impresionante de fuerza desgastada por el tiempo y una sabiduría que solo los guerreros de las antiguas leyendas parecían poseer. Era increíblemente alto, de una estatura que superaba incluso a los más altos de sus soldados. Sus músculos, definidos y tensos bajo la armadura, aún tenían la firmeza de un acero templado en incontables batallas. La presencia de Taruk era como una fuerza natural; no intimidaba con gritos ni amenazas, sino con la gravedad tranquila de una montaña inmóvil, imperturbable ante la tempestad que la rodeaba.
Su barba era larga y espesa, de un blanco puro, que contrastaba de manera casi mística con su piel curtida y sus cicatrices, rastros de guerras antiguas. En sus ojos de un dorado profundo brillaba una intensidad insondable, como si pudiera ver más allá de la maraña del presente, anticipando cada movimiento en el campo de batalla antes de que siquiera ocurriera. Su expresión era serena, incluso en medio del caos y la destrucción, una calma gélida que le daba un aire casi mitológico, como si fuera una deidad guerrera descendida de los cielos para dirigir a los mortales en su último respiro.
Taruk era un veterano que había luchado junto a figuras que el tiempo mismo parecía haber olvidado. Cuentan que había combatido codo a codo con Lucan "El Oso Blanco", cuya brutalidad y fuerza le habían ganado su sobrenombre; con Mortan "La Tormenta Eterna", un guerrero cuyo paso en batalla se comparaba con un huracán devastador; y con Iridia "La Espada Carmesí", una maestra de la guerra que dejaba tras de sí un rastro sangriento en cada enfrentamiento. Todos ellos, nombres que evocaban leyendas y que, en su tiempo, habían forjado un temor que aún persistía en el corazón de quienes recordaban sus hazañas. Taruk no necesitaba contar historias de sus glorias pasadas; cada cicatriz en su cuerpo era un testamento vivo de las batallas que había sobrevivido y de los hombres que había vencido.
Después de la visita de Maximiliano y de un prolongado silencio tras la charla sobre los líderes enemigos, Arkadi se sintió embargado por una sensación de agotamiento absoluto. El peso de la batalla, la rabia contenida y el resentimiento hacia sus propias limitaciones lo aplastaban. Se recostó en un rincón de su tienda, donde las sombras proyectadas por la luz de las antorchas parecían formar espectros inquietantes, y cerró los ojos, intentando por un instante alejarse de la brutal realidad que lo rodeaba. Los ecos de la batalla seguían vibrando en su mente, pero lentamente se sumergió en un sueño oscuro y profundo, donde los gritos de los caídos y el rugido del acero se fundían en un coro salvaje.
Cuando despertara al alba, sabría que la batalla no había hecho más que empezar, y que la presencia de Taruk en el mando sería clave para mantener a las tropas firmes ante el inminente y mortal enfrentamiento. Pero por ahora, en esa oscura y tranquila soledad, dejó que el cansancio lo dominara, preparando su mente y cuerpo para el día sangriento que los esperaba. La guerra aún clamaba su nombre.