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Chapter 48 - XLVIII

Darian, con su mirada fría y calculadora, permanecía junto a un grupo selecto de sus hombres, flanqueado por oficiales de Stirba y los estandartes de sus aliados. Desde una posición elevada en el campamento, contemplaba las interminables filas de soldados recién llegados, las tropas convocadas por el duque Eberhard Maenon. El escudo dorado de los ejércitos del Sol Áureo brillaba intensamente bajo los rayos del sol poniente, un océano de armaduras relucientes que parecía no tener fin. 

Eran cincuenta ejércitos, una fuerza colosal compuesta por más de veinte millones de soldados, de los cuales cinco millones eran tropas de élite. Aunque los guerreros del Sol Áureo no igualaban en disciplina y destreza a las legendarias fuerzas de Stirba, su presencia imponía. La simple cantidad de soldados y su organización metódica sugerían una determinación despiadada, una que no se detendría ante nada para aplastar a sus enemigos. En conjunto con las fuerzas de Stirba y Zanzíbar, el ejército combinado alcanzaba una cifra inimaginable: setenta y dos millones de almas dispuestas a la guerra.

Darian dejó escapar un suspiro apenas audible, aunque su rostro permanecía tan impasible como una máscara de hierro. El viento frío que descendía de las montañas de Khorathor agitaba los estandartes de batalla y hacía crujir las capas de los oficiales. La sensación de inmensidad y poder era innegable, pero para Darian, aquella escena también representaba una pesadilla logística y una carga de liderazgo abrumadora. No bastaba con números; había que saber manejarlos.

—Es una fuerza descomunal, sin duda —murmuró Aldan, uno de los capitanes más veteranos de Stirba a su servicio, mientras observaba a las tropas con gesto serio. Su voz, aunque baja, tenía un tono áspero que traicionaba su escepticismo—. Pero ¿cuánto valen realmente veinte millones de hombres si carecen de espíritu en el campo de batalla?

—No subestimes a los ejércitos del Sol Aurelio, Aldan —respondió Darian con calma, sin apartar los ojos del horizonte donde las formaciones se extendían hasta donde alcanzaba la vista—. Eberhard no convoca fuerzas por mero espectáculo. Puede que no tengan la calidad de nuestros hombres, pero tienen algo que nosotros no: una fe inquebrantable en su causa. Y esa fe, combinada con números como estos, es un arma peligrosa.

El capitán asintió, aunque sus labios se torcieron en un gesto de duda. A su lado, los oficiales de Stirba intercambiaron miradas incómodas. Las tropas del Sol Áureo eran notorias por su devoción fanática, pero esa misma devoción podía ser un arma de doble filo en el fragor de la batalla. Un ejército cegado por la fe podía ser tan destructivo para sus aliados como para sus enemigos.

—No obstante, hay una diferencia entre la fe y la estrategia —intervino Lucanor, un estratega de Stirba que había sido convocado para ser uno de los cientos de asesores en la campaña. Su tono era tan frío como el aire que los rodeaba—. Y será nuestra tarea asegurarnos de que estas tropas sean dirigidas con precisión quirúrgica. No necesitamos una estampida, sino un ariete disciplinado para abrir los pasos de Khorathor. Si nos precipitamos, todo este esfuerzo será en vano.

Darian asintió lentamente, cruzando los brazos mientras observaba las filas interminables. Sabía que las palabras de Lucanor eran ciertas. Los pasos de Khorathor representaban un cuello de botella natural, una defensa casi inexpugnable que las fuerzas de Lucan habían convertido en una fortaleza. Romper esas defensas requeriría más que números; requeriría ingenio, sacrificio y una coordinación impecable.

—Los pasos de Khorathor no caerán fácilmente —dijo finalmente Darian, su voz firme pero calmada, atrayendo la atención de todos los presentes—. Lucan conoce el terreno mejor que nadie. Cada roca, cada curva del sendero ha sido fortificada con una precisión casi obsesiva. Si avanzamos con esta horda sin una estrategia clara, simplemente alimentaremos su máquina de guerra con nuestros propios hombres.

—Entonces, ¿cuál es el plan? —preguntó Aldan, su tono directo y casi desafiante. No era un acto de insubordinación, sino una muestra de la confianza que tenía en el liderazgo de Darian. Sabía que, si alguien podía idear una solución, era él.

Darian guardó silencio por un momento, sus ojos clavados en el horizonte. El viento frío le agitaba el cabello, y la luz del sol poniente proyectaba una sombra larga detrás de él. Finalmente, habló, su voz tan firme como una espada desenvainada.

—Dividiremos nuestras fuerzas en tres frentes. Stirba y las tropas de Zanzíbar liderarán el ataque principal por el paso central. Será una maniobra de distracción. Mientras tanto, una fuerza más pequeña, compuesta por nuestras unidades más rápidas y ligeras, flanqueará el paso por el norte, utilizando senderos que Lucan probablemente haya subestimado. El tercer grupo, nuestra artillería y las tropas de élite, permanecerá en reserva, listas para explotar cualquier debilidad que logremos abrir.

—Eso suena... arriesgado —comentó Lucanor, aunque su tono era más curioso que crítico—. Dividir nuestras fuerzas en un terreno tan limitado podría dejarnos vulnerables si Lucan anticipa nuestros movimientos.

—Lucan es un estratega brillante, pero también es predecible, solo con nuestro primer encuentro me di cuenta de eso, si, es una leyenda pero es solo un viejo que sigue usando sus trucos del pasado —respondió Darian con un leve esbozo de sonrisa—. Su obsesión por el control lo hará reaccionar exactamente como necesitamos. Creerá que el ataque principal es nuestra única jugada y concentrará todas sus fuerzas allí. Para cuando se dé cuenta de la maniobra de flanqueo, ya será demasiado tarde. Los oficiales intercambiaron miradas, sopesando las palabras de Darian. Aunque su plan era audaz, también tenía sentido. La confianza en su voz era contagiosa, y, poco a poco, los murmullos de duda dieron paso a asentimientos decididos.

—Que se solicite un consejo de guerra—dijo Darian finalmente, girándose hacia sus hombres—. Mañana al amanecer, comenzaremos el avance. Esta será la batalla que definirá el curso de la guerra, y no pienso permitir que la derrota sea nuestra historia.

Darian avanzó hacia el centro de la gran carpa de mando, su andar firme y sus ojos brillando con una mezcla de determinación y desafío. A pesar del frío que se colaba por las aberturas de lona, la atmósfera dentro del recinto era sofocante, cargada de tensión y poder. La sala estaba iluminada por candelabros de hierro forjado y lámparas de aceite que proyectaban sombras irregulares sobre las caras de los hombres y mujeres reunidos allí, como si las mismas luces quisieran exponer sus dudas, sus miedos y sus secretos. 

La mesa central, un enorme mueble de madera oscura tallada con intrincados mapas de la región, era el epicentro de la discusión. En ella descansaban pergaminos, planos de batalla, y pequeñas figuras de bronce que representaban las tropas. El aire estaba impregnado del olor a cera derretida, vino derramado y el leve toque metálico de la sangre que aún parecía acompañar a los generales recién llegados del frente.

Eberhard Maenon, duque de Zanzíbar, se encontraba sentado en una ostentosa silla dorada colocada estratégicamente en el centro del círculo. Su silla no era solo un asiento, sino un símbolo de su autoridad, decorada con grabados de soles, laureles y patrones que evocaban su linaje y el poder que ostentaba. Eberhard mantenía la espalda erguida y las manos cruzadas sobre el pomo de un bastón adornado con un rubí. Sus ojos seguían a Darian mientras avanzaba, evaluándolo con la frialdad de un hombre acostumbrado a decidir destinos desde la seguridad de un trono.

—Darian, finalmente nos honras con tu presencia —dijo Eberhard, su voz profunda pero cargada de un leve matiz de condescendencia. La sala se silenció de inmediato, y todas las miradas se posaron en el recién llegado.

Darian no respondió de inmediato. Se tomó un momento para recorrer con la mirada a cada uno de los presentes. Los generales de Zanzíbar eran un espectáculo en sí mismos, y no por las razones correctas. Ravion, delgado y tenso como un ave al borde del vuelo, apenas podía mantener la mirada fija en Darian, como si temiera ser llamado a actuar. Garith Morn, el coloso musculoso, lo observaba con una sonrisa despectiva, sus grandes manos tamborileando sobre la mesa como si estuviera ansioso por romper algo o a alguien. Karan Baltros, con su cáliz de vino en la mano, apenas disimulaba su desinterés, mientras que Faron Kael, el más diplomático, se mantenía callado, pero sus ojos seguían a Darian con una mezcla de curiosidad y cálculo. Halvard Wyn parecía incómodo, su cuerpo rígido y su rostro apenas capaz de esconder la vergüenza que aún lo perseguía tras su caída en desgracia, mientras que Dravok Sarn sonreía de manera inquietante, su cicatriz torcida ampliando la mueca hasta convertirla en algo casi grotesco. Joran Vex, el único que proyectaba cierta dignidad, lo miraba con atención, como si buscara en Darian algo que aún no había decidido si admirar o temer.

Los generales de Stirba, por otro lado, eran un contraste marcado. Mikal Von Hoss mantenía su expresión severa, sus manos cruzadas sobre el pecho mientras lo estudiaba como un depredador que evalúa a su presa. Antorius Kray, corpulento y de ceño fruncido, parecía contener una furia latente, mientras Lena Varys, con sus ojos afilados y su postura relajada, lo observaba como una jugadora que evalúa cada movimiento en un tablero de ajedrez. Severin Gael, más joven y menos experimentado, evitaba el contacto visual, claramente incómodo por la intensidad de la reunión, mientras que Roderick Brann y Markus Derron permanecían inmóviles como estatuas, aunque sus miradas eran como cuchillas que se clavaban en Darian.

Darian finalmente llegó al centro de la sala y se detuvo frente a Eberhard. Su postura era firme, su rostro una máscara impenetrable. Sabía que cada movimiento, cada palabra que dijera en ese momento sería evaluada y juzgada.

—Veo que ya todos están reunidos —dijo Darian con voz firme, dejando que sus palabras resonaran en la carpa. No se molestó en inclinarse o mostrar deferencia hacia el duque. En su mente, Eberhard no era más que un político con demasiado poder y una comprensión limitada de lo que realmente significaba liderar hombres en la batalla.

—Y estamos esperando tu plan milagroso, Darian —interrumpió Karan Baltros, con su sonrisa burlona y su tono impregnado de sarcasmo—. Después de todo, parece que tú solo sabes encontrar fallas en las ideas de los demás. ¿Tienes algo más que palabras esta vez?

Algunos generales rieron entre dientes, pero Darian no reaccionó. Simplemente se giró hacia Karan con una mirada tan helada que el estratega bajó el cáliz y evitó su mirada.

—El plan ya está trazado —respondió Darian, ignorando la provocación. Se inclinó sobre la mesa y movió una de las piezas de bronce hacia el paso central en el mapa—. El ataque principal será aquí, en el corazón de las defensas de Lucan. Stirba liderará este frente con Zanzíbar reforzando nuestras líneas. Mientras tanto, una fuerza secundaria flanqueará por el norte, utilizando los senderos que Lucan cree demasiado estrechos para una invasión. La artillería y las tropas de élite se mantendrán en reserva para explotar cualquier brecha.

—¿Y qué te hace pensar que Lucan no anticipará esto? —preguntó Faron Kael con voz grave, rompiendo su silencio. Sus palabras estaban llenas de duda, pero también de una genuina curiosidad.

—Porque Lucan es brillante, pero también un hombre atrapado en el pasado —respondió Darian con calma, su mirada fija en Faron. Su tono era tan seguro que parecía grabarse en el aire, como si estuviera dictando una verdad inevitable—. Lo enfrenté una vez, y entendí que su obsesión por controlar cada detalle lo hace predecible. Su paranoia lo llevará a concentrar sus fuerzas donde cree que está el peligro mayor, y cuando lo haga, lo rodearemos.

El silencio que siguió fue pesado, como si cada palabra de Darian hubiera desplazado el aire dentro de la carpa. Los generales intercambiaron miradas, algunos evaluando la audacia de la estrategia, mientras otros parecían buscar señales de duda en el rostro de quien la proponía. Entre los murmullos se escucharon algunas voces de asentimiento, aunque también hubo escepticismo en las expresiones de los más veteranos.

—¿Cómo es que simples catapultas y balistas romperán las defensas que Lucan ha fortificado durante semanas? —preguntó con voz rasposa el estratega Landar Veylin, un hombre alto y de hombros encorvados que representaba a Zanzíbar. Su tono llevaba un filo de burla, acompañado por una ligera inclinación de su cabeza que lo hacía parecer aún más arrogante—. Dejamos a ese hombre más de dos semanas para reforzar esos pasos, mientras usted pensó en este plan... en solo dos semanas. ¿Cree que su brillantez superará la experiencia y preparación de una leyenda como Lucan?

Darian giró la cabeza lentamente hacia Landar, su mirada tan fría que podría haber congelado las llamas de las lámparas de aceite. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa que no llegaba a sus ojos.

—No atacaré con simples catapultas ni balistas, Landar. Maximiliano, nuestro duque, nos ha cedido un arma que ustedes aún no comprenden. —Su voz era como una daga afilada, cargada de certeza e intención—. Los cañones.

La palabra parecía flotar en el aire, dejando a los generales de Zanzíbar momentáneamente confundidos. Landar frunció el ceño, mientras algunos de los más jóvenes intercambiaban miradas de desconcierto.

—¿Cañones? —repitió Faron Kael con cautela, rompiendo el incómodo silencio. Su tono era inquisitivo, pero no incrédulo, como si ya hubiera oído rumores sobre estas armas pero no entendiera completamente su alcance.

—Sí, cañones —afirmó Darian, inclinándose ligeramente hacia el mapa sobre la mesa. Con un dedo trazó un camino hacia los pasos fortificados en el terreno—. Una creación de Yuxiang más allá de los mares orientales. Allí, los herreros y alquimistas han perfeccionado estas armas. Son tubos de hierro, alimentados con un polvo negro llamado pólvora, que su gracia Maximiliano consiguió a un gran costo. —Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras se asentaran en la mente de sus oyentes—. Estos cañones disparan bolas de hierro macizo con una fuerza y alcance que ninguna catapulta o balista podría igualar. No importa cuán gruesas sean las paredes de esas fortificaciones; se romperán como si fueran de arcilla.

Las palabras de Darian cayeron como un trueno. Algunos generales de Stirba, como Antorius Kray, asintieron con aprobación, mientras que los de Zanzíbar mostraban expresiones de duda y confusión.

—¿Qué tan confiables son esas "armas milagrosas"? —intervino Ravion, su tono teñido de escepticismo. El delgado general de Zanzíbar parecía inquieto, su mente claramente tratando de imaginar cómo algo tan extranjero podría tener un impacto real en una batalla.

—Lo suficiente como para haber ganado ya varias batallas en las tierras del norte —respondió Darian con firmeza—. Y serán la clave para abrirnos paso aquí. Lucan no sabe que tenemos estos cañones. Para él, seguimos dependiendo de las herramientas tradicionales. Esa ignorancia será su caída.

Eberhard, quien hasta ahora había permanecido en silencio, se inclinó ligeramente hacia adelante en su trono dorado. Sus ojos brillaron con un destello de interés, aunque su voz seguía siendo medida y fría.

—Y si estos cañones fallan, Darian... —dijo, dejando la pregunta en el aire como una amenaza implícita. Era claro que no estaba dispuesto a apostar todos sus recursos en un arma que no comprendía completamente.

—No fallarán —contestó Darian, su voz cortante como el acero—. Pero en el improbable caso de que lo hicieran, nuestras tropas estarán listas para un asalto secundario. Los flancos estarán cubiertos, y nuestras fuerzas de elite aprovecharán cualquier brecha creada por las armas. Esto no es una apuesta, su gracia; es un plan calculado.

Hubo un murmullo entre los presentes, un zumbido de debate contenido que se extendió por la carpa como el murmullo de una tormenta acercándose. Markus Derron, el general silencioso de Stirba, finalmente habló, su tono grave y decidido.

—Darian tiene razón. Estas armas son tan efectivas como se dicen, podríamos cambiar el curso de esta guerra. Pero no podemos permitirnos depender únicamente de ellas. Necesitamos un plan de contingencia. 

Darian asintió, mostrando por primera vez en toda la reunión un gesto de acuerdo hacia alguien más.

—Por supuesto. No subestimaré a Lucan, ni a sus defensas. Tendremos tropas listas para atacar directamente si es necesario. Pero los cañones serán nuestra ventaja inicial, nuestro golpe sorpresa.

Eberhard se recostó en su trono, los dedos tamborileando contra el dorado bastón que sostenía con gesto ensimismado. El sonido rítmico y metálico de sus anillos chocando contra el oro resonaba en la carpa, una melodía inquietante que reflejaba su deliberación. Finalmente, asintió lentamente, aunque su expresión seguía siendo tan inescrutable como una máscara tallada en piedra.

—Que así sea. Pero recuerda, Darian, si fallas, no solo será tu fracaso, sino el de todos los hombres aquí reunidos. Y te aseguro que las consecuencias serán severas.

Darian, de pie frente al imponente duque, mantuvo su postura rígida y su mirada fija, como si cada palabra resbalara de su armadura emocional. Su rostro, esa máscara de frialdad que lo caracterizaba, no mostró ni una pizca de emoción ante la amenaza implícita. Finalmente, habló con una voz que era una mezcla de determinación y desafío contenido.

—No fallaremos —sentenció, sus palabras cortantes como el filo de una espada, resonando con la fuerza de una promesa. Una promesa que sabía que no podía permitirse romper.

Por un instante, un silencio pesado llenó la carpa. Los hombres presentes, generales y estrategas, se miraban entre ellos, sus rostros oscilando entre la duda y la aceptación. El ambiente estaba cargado de tensión, como una cuerda de arco estirada al límite.

—Que así sea —repitió el duque finalmente, con un tono que no admitía réplica.

Darian, sin perder tiempo, desplegó un mapa sobre la gran mesa central, sus manos firmes y decididas moviendo los pergaminos para alisar las esquinas. Era un mapa detallado de los pasos de Khorathor, con cada sendero, barranco y punto estratégico marcado con precisión. Los generales se inclinaron hacia adelante, sus ojos repasando las líneas y anotaciones mientras el aire en la carpa parecía volverse más denso.

—Bien, procederé con la distribución de las fuerzas —anunció Darian, señalando las secciones del mapa con un puntero de metal que resonaba con un suave clic cada vez que tocaba la superficie—. Escuchen con atención, porque cada movimiento será crucial para el éxito de esta operación.

La mirada de Darian era como un látigo que mantenía a todos en línea, asegurándose de que nadie se desviara ni un milímetro de sus instrucciones. Su voz, clara y autoritaria, cortaba el aire.

—El camino principal, el más amplio y accesible, será donde concentremos nuestro ataque inicial. Creemos que Lucan ha establecido allí sus defensas principales, y probablemente está esperando que pongamos todos nuestros recursos en un solo golpe. Por lo tanto, será allí donde haremos nuestra mayor demostración de fuerza, pero no nuestro único esfuerzo.

Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran en los presentes antes de continuar.

—La general Lena Varys comandará esta ofensiva junto con los generales Antorius Kray, Markus Derron y Roderick Brann, todos ellos de Stirba. Tendrán bajo su mando a 18 millones de soldados de Stirba. Estas fuerzas serán la lanza que apunte directamente al corazón de las defensas de Lucan. —Darian giró su mirada hacia los generales mencionados, cada uno de los cuales asintió con gravedad.

—A su vez —continuó, señalando otra sección del mapa—, los generales Garith Morn, Dravok Sarn y Alric Fen, de Zanzíbar, liderarán a 27 millones de soldados de Zanzíbar. Estos hombres proporcionarán el apoyo necesario para mantener la presión en el frente principal. Deben mantener a las tropas cohesionadas y evitar que el enemigo se reagrupe.

Un murmullo recorrió a los presentes, pero Darian levantó una mano, imponiendo silencio.

—Mientras tanto, las tropas que ejecutarán el flanqueo hacia el norte estarán bajo el mando de Mikal Von Hoss, de Stirba. Como su segundo al mando, tendrá al general Joran Vex, de Zanzíbar. —Su mirada se posó en ambos hombres, quienes intercambiaron un breve asentimiento—. Estas fuerzas tendrán la misión crítica de atacar desde un ángulo inesperado, cortando las líneas de suministro y refuerzos enemigos.

El puntero de Darian se movió con precisión hacia otros puntos marcados en el mapa.

—El resto de los generales liderarán los grupos de asalto que tomarán las rutas secundarias. Estas tropas tienen la tarea de causar confusión y dispersión en las líneas defensivas de Lucan, dividiendo su atención y debilitando su capacidad de respuesta.

Darian levantó la mirada, sus ojos azules fríos recorriendo cada rostro presente. Su tono se endureció, casi como un desafío directo.

—Por último, nuestras tropas de elite, los cuatro millones de soldados del Sol Áureo de Zanzíbar y las reservas seleccionadas de las Huestes Juradas de Sangre de Stirba, permanecerán aquí, en el campamento. Estos hombres serán nuestra última línea, listos para intervenir donde sea necesario. Yo mismo supervisaré el avance desde la retaguardia y coordinaré cada movimiento.

Hubo un breve silencio, roto solo por el crujido del pergamino cuando uno de los generales ajustó su posición para observar mejor el mapa. Finalmente, fue Lena Varys quien habló, su voz calmada pero cargada de un tinte de desafío calculado.

—¿Y qué garantías tenemos de que estas "nuevas armas" serán suficientes para romper las defensas principales? —preguntó, su mirada fija en Darian como si intentara desentrañar cada pensamiento oculto.

Darian sostuvo su mirada sin parpadear, su tono frío y seguro.

—No hay garantías en la guerra, general Varys. Pero estas armas han demostrado su eficacia en el norte, donde las murallas que se creían impenetrables cayeron en cuestión de horas. Con ellas, abriremos el camino. Y con nuestra fuerza y estrategia, aseguraremos la victoria.

El amanecer aún estaba lejano, pero la atmósfera dentro de la carpa ya era la de una batalla por librar. Afuera, el sonido de los herreros ajustando las armas y los soldados preparándose para el combate llenaba el aire, un recordatorio constante de que cada decisión tomada esta noche definiría el destino de millones. Darian observó una vez más a los generales reunidos, sus figuras envueltas en sombras por la luz oscilante de las antorchas.

—Descansen lo que puedan —ordenó finalmente—. Al amanecer, avanzaremos. No habrá marcha atrás.

La noche en el campamento estaba cargada de tensión, una mezcla de anticipación y miedo que parecía impregnar incluso el aire frío que soplaba desde las montañas cercanas. Las antorchas iluminaban tenuemente los senderos entre las carpas, proyectando sombras alargadas que parecían bailar como fantasmas inquietos. Los sonidos habituales del campamento —el crujir de botas sobre la tierra, el murmullo de conversaciones susurradas y el tintineo metálico de armas siendo ajustadas— se sentían más intensos, casi como si cada ruido estuviera amplificado por la gravedad de lo que estaba por venir.

Algunos hombres, sobre todo los más jóvenes, caminaban de un lado a otro, incapaces de quedarse quietos. Sus rostros mostraban una mezcla de ansiedad y determinación, aunque en sus ojos brillaba el reflejo del miedo. Para muchos, esta sería su primera gran batalla, y el peso de esa realidad los mantenía despiertos. Se reunían en pequeños grupos alrededor de las fogatas, intercambiando historias de batallas pasadas que habían escuchado de sus superiores, como si las palabras de otros pudieran darles la fortaleza que ellos mismos aún no encontraban.

En contraste, los veteranos, aquellos hombres endurecidos por años de guerra, parecían inmunes al ambiente cargado de emociones. Algunos dormían profundamente, sus cuerpos acurrucados en mantas desgastadas, como si el sonido distante de los martillos de los herreros no fuera más que un arrullo. Otros simplemente afilaban sus armas con movimientos metódicos, el raspado del acero contra la piedra siendo el único sonido que acompañaba su silencio introspectivo. Para ellos, esta noche no era diferente a muchas otras antes de una batalla. Sabían que preocuparse era inútil; el campo de batalla no dejaba espacio para la incertidumbre, solo para la acción.

Cerca del centro del campamento, donde las carpas de mando se alzaban como una fortaleza dentro de la fortaleza, Darian observaba todo desde la entrada de su tienda. Su figura, inmóvil y envuelta en un manto oscuro, se recortaba contra la luz que emanaba del interior. Sus ojos seguían cada movimiento en el campamento, cada detalle que pudiera dar pistas sobre el estado de ánimo de sus hombres. Había aprendido a leer a sus soldados, a interpretar sus miradas y gestos, y lo que veía esta noche no era diferente a lo que había presenciado antes de cada gran enfrentamiento.

Dentro de la tienda, el ambiente era igual de tenso. Los generales y estrategas más cercanos a Darian se habían reunido en un último esfuerzo por revisar los planes. El mapa aún permanecía desplegado sobre la mesa central, las marcas de tinta señalando los movimientos previstos y las rutas de ataque. Lena Varys, con los brazos cruzados, permanecía de pie al lado de la mesa, su mirada fija en los trazos como si buscara algo que se les hubiera escapado. Antorius Kray, sentado en un banco cercano, jugueteaba con el pomo de su espada, su rostro oscuro y pensativo. Markus Derron, siempre imperturbable, observaba a los demás sin decir una palabra, mientras Roderick Brann hablaba en voz baja con uno de los capitanes, ajustando detalles sobre las formaciones.

—¿Crees que dormirán esta noche? —preguntó Lena en voz baja, rompiendo el silencio. Su tono era más reflexivo que inquisitivo.

Antorius levantó la vista y esbozó una sonrisa cansada. 

—Los que no duermen son los que no están listos. Los veteranos ya lo saben, Lena. La batalla empieza aquí, en la mente. Si no pueden calmarse esta noche, estarán muertos antes del amanecer.

—¿Y tú? —replicó Lena, arqueando una ceja—. ¿Vas a dormir?

Antorius soltó una risa ronca, casi burlona.

—Yo no duermo desde hace años. Pero no porque me preocupe, sino porque prefiero estar alerta. Las noches antes de una batalla siempre tienen algo especial. Algo... inquietante.

Darian entró en la tienda en ese momento, su presencia silenciando cualquier conversación. Caminó con pasos firmes hasta la mesa, dejando caer su manto sobre una silla cercana. Su mirada recorrió a los presentes antes de hablar.

—Todo está listo. Los hombres están nerviosos, pero eso es normal. Lo importante es que cada uno de ustedes cumpla con su parte. Si lo hacen, esta noche será recordada como el principio del fin para Lucan.

Markus Derron asintió, su voz grave resonando con firmeza en la tienda, como un tambor que marcaba el ritmo de la conversación.

—Los soldados confiarán en nosotros si ven que no dudamos. ¿Alguna instrucción final, comandante?

El silencio llenó el espacio por un instante. Todos los presentes miraron a Darian, quien permanecía de pie al otro lado de la mesa, con la cabeza ligeramente inclinada y las manos apoyadas en el borde de madera. Su postura era rígida, como si cargara un peso invisible que solo él podía soportar. Finalmente, alzó la mirada, sus ojos fríos como el acero fijándose primero en Lena y luego recorriendo a los demás. Cuando habló, su voz fue baja, controlada, pero cada palabra parecía un cuchillo afilado cortando el aire.

—Ya hemos discutido todo —comenzó, dejando que la pausa se prolongara antes de continuar—. Pero no voy a dejar de recordarles por qué están aquí. Los escogí porque no solo son capaces, sino porque sé que pueden romper esas defensas. Ni el más mínimo error será perdonado. 

Darian hizo una pausa deliberada, dejando que sus palabras calaran profundamente en cada uno de los presentes. Entonces, su mirada volvió a posarse en Lena, fría como una ventisca nocturna.

—Y en especial de ti, Lena. Tú eres la comandante en jefe de ese ataque. No quiero excusas, no quiero vacilaciones. Quiero la cabeza de Lucan antes del anochecer.

Lena sostuvo su mirada sin pestañear, su mandíbula apretada pero su postura firme. Asintió una sola vez, con la misma frialdad que Darian mostraba.

—Entendido, comandante. No habrá errores.

Uno a uno, los generales se retiraron de la tienda, sus rostros oscuros y sus pensamientos más oscuros aún. Darian no los observó partir. En cambio, permaneció inmóvil, su mirada fija en el mapa extendido sobre la mesa, como si quisiera absorber cada detalle, memorizar cada línea, cada curva de los pasos montañosos que los separaban de su enemigo. Afuera, el viento comenzaba a soplar con más fuerza, y el sonido de las banderas ondeando se mezclaba con los susurros de los hombres que intentaban mantener la calma en la vasta extensión del campamento.

La luz de la luna iluminaba el exterior de la tienda, y en la distancia, los picos de las montañas brillaban bajo su tenue resplandor, dándoles un aspecto casi fantasmal, como si fueran los guardianes silenciosos de un destino inminente.

Cerca de las líneas traseras del campamento, donde los enormes cañones de hierro estaban dispuestos en una formación precisa, los herreros trabajaban sin descanso. Estas imponentes máquinas, con sus cañones macizos grabados con relieves de leones rugientes y arabescos intrincados, parecían obras de arte tanto como armas de guerra. Cada detalle de sus superficies, desde los adornos que corrían a lo largo de los tubos hasta las inscripciones en una lengua extranjera talladas en sus bases, hablaba de la maestría de los artesanos de Yuxiang, un continente lejano pero famoso por sus invenciones revolucionarias.

Los cañones eran tan grandes que requerían de varias bestias de carga para moverlos y de un equipo completo de soldados para ensamblarlos y prepararlos. Sus bases macizas descansaban sobre ruedas de madera reforzadas con metal, y el mero acto de ajustar las piezas resonaba como un trueno en el silencio de la noche. Los soldados que custodiaban las máquinas observaban con mezcla de admiración y temor. Habían escuchado historias de su poder devastador: cómo podían derribar murallas que parecían invencibles y abrir brechas en fortalezas que llevaban siglos de pie. Pero también conocían los riesgos; los cañones eran tan peligrosos para los enemigos como para aquellos que los manejaban. Un error en el cálculo, una chispa fuera de lugar, y el desastre podía ser inminente.

Cerca de las fogatas, los soldados más jóvenes intentaban distraerse con canciones de guerra, sus voces ásperas y algo inseguras buscando infundir ánimo a los demás. Sin embargo, esas canciones eran efímeras, apagándose rápidamente cuando el peso de la realidad volvía a imponerse. Algunos trataban de conversar en susurros, mientras otros permanecían sentados en silencio, aferrándose a sus armas como si fueran talismanes.

Entre ellos, un joven soldado de Zanzíbar llamado Erion miraba fijamente las llamas, sus manos temblando ligeramente mientras afilaba su espada. A su lado, un veterano de Stirba, un hombre canoso y de cicatrices profundas llamado Halmar, lo observaba con una mezcla de compasión y severidad.

—Primera batalla, ¿eh? —murmuró Halmar, tomando un sorbo de su cuerno de licor.

Erion asintió sin apartar la vista del fuego.

—Sí... no sé si estoy listo.

Halmar soltó una risa breve y amarga.

—Nadie lo está, chico. Pero cuando estés ahí afuera, cuando veas a los tuyos caer y escuches los gritos... encontrarás algo dentro de ti. Algo que ni siquiera sabías que tenías.

Erion lo miró, intentando encontrar consuelo en esas palabras, pero todo lo que vio fue la sombra de alguien que había sobrevivido a demasiadas batallas.

La noche avanzaba lentamente, cada minuto alargándose como si el tiempo mismo quisiera retrasar lo inevitable. En la tienda de mando, Darian finalmente se permitió un momento de soledad. Cerró los ojos y respiró hondo, sintiendo el frío de la noche filtrarse por la tela de la tienda. Sus pensamientos no estaban en el presente, sino en el amanecer que traería consigo la batalla. Sabía que no todos regresarían con vida. Sabía que cada decisión que había tomado hasta ahora sería puesta a prueba. Cerca de las fogatas, algunos hombres se aventuraron a cantar canciones de guerra, sus voces ásperas tratando de infundir algo de coraje a los demás. Sin embargo, esas canciones pronto se desvanecían, reemplazadas por un silencio expectante que parecía envolverlo todo.

La noche seguía su curso, pesada y solemne, como si el mismo tiempo se detuviera para presenciar los últimos momentos de quietud antes del amanecer. Las estrellas titilaban en lo alto, pero parecían más distantes de lo habitual, como si incluso ellas temieran lo que estaba por venir. La luna, pálida y fría, iluminaba el campamento con un resplandor mortecino que hacía que las sombras de los hombres y las máquinas parecieran espectros danzando al borde de la batalla.

En el horizonte, un tenue resplandor anaranjado comenzaba a aparecer, anunciando la llegada del alba. La calma de la noche dio paso al bullicio del despertar. Los centinelas que habían permanecido en sus puestos durante la noche alertaron a los oficiales con señales, y pronto, el campamento entero cobró vida. Hombres de todas las edades y condiciones se levantaban de sus lechos improvisados, algunos con movimientos rápidos y decididos, otros con la torpeza de quien no ha dormido lo suficiente. El aire estaba cargado con el sonido del metal chocando contra el metal mientras los soldados ajustaban sus armaduras, afilaban sus armas y revisaban sus monturas.

El ejército comenzó a formarse lentamente. Las tropas de infantería, divididas en filas ordenadas, alzaron sus armas hacia el cielo. Corcescas, partesanas, gujas y lanzas reflejaban los primeros rayos de sol, creando un espectáculo de destellos dorados que parecía un océano de acero. Los soldados, con sus rostros endurecidos y sus mandíbulas apretadas, permanecían en silencio, aunque en sus ojos se podía leer una mezcla de miedo y resolución. Sabían que no todos regresarían, pero también sabían que aquel día se escribiría en los anales de la historia.

Los cañones, esas imponentes máquinas de destrucción, comenzaron a moverse lentamente, tirados por largas filas de caballos de carga. Los animales, enormes y musculosos, resoplaban con fuerza, sus patas levantando nubes de polvo que se alzaban como una cortina tras su paso. Los cañones eran tan grandes que sus ruedas de madera reforzada crujían bajo el peso, mientras los artilleros supervisaban cada movimiento con extremo cuidado. Algunos murmuraban oraciones, otros intercambiaban instrucciones rápidas y precisas. La imagen de estas máquinas, con sus cañones grabados con relieves de leones rugientes y símbolos desconocidos de un continente lejano, proyectaba una mezcla de majestuosidad y amenaza.

En lo alto de los mástiles, los estandartes ondeaban con fuerza gracias a un viento que parecía soplar a favor del ejército. El sol áureo en un campo naranja, emblema de Zanzíbar, brillaba intensamente junto al león coronado de Stirba, negro sobre un campo rojo sangre. Los colores vibrantes de ambas insignias parecían rivalizar con el propio cielo, anunciando la unión de dos naciones que, aunque diferentes, se habían alzado juntas contra un enemigo común.

En una de las primeras filas, un joven portaestandarte de Zanzíbar alzaba con esfuerzo el pesado emblema dorado, sus manos temblando por el esfuerzo. A su lado, un veterano de Stirba lo observaba con una sonrisa torcida.

—No lo dejes caer, muchacho —gruñó el veterano, ajustándose el yelmo con gesto decidido—. Ese estandarte es más pesado que tu valor, pero hoy aprenderás a cargarlo.

El joven tragó saliva, pero asintió con firmeza.

No muy lejos, Darian se encontraba a caballo, observando desde una colina la formación de las tropas. Su montura, un imponente corcel negro con una crin que parecía fluir como un río de tinta, permanecía inquieto bajo su jinete. Darian, sin embargo, estaba inmóvil, su capa ondeando al viento y su mirada fija en el horizonte. A su alrededor, los oficiales lo observaban en silencio, esperando órdenes. Su figura emanaba autoridad, pero también una calma tensa que se extendía como un contagio entre los presentes.

Lena Varys, flanqueada por los generales Antorius Kray y Markus Derron, se acercó al comandante, su armadura reflejando la luz del amanecer. Su expresión era tan impenetrable como siempre, aunque sus ojos traicionaban una chispa de determinación.

—Las tropas están listas, comandante —informó Lena, su voz firme.

Darian asintió sin apartar la vista del horizonte. Finalmente, habló, su tono tan frío como el aire de la madrugada. 

—Bien. Que todos sepan que hoy no hay margen para el error. Cada hombre, cada movimiento, cada aliento cuenta. El enemigo nos observa, y Lucan estará esperando que cometamos el menor descuido. No se lo concederemos. 

Los tres generales asintieron en silencio y se reunieron con los demás líderes del ataque principal. Allí comenzaron a organizar y formar a sus tropas, ajustando los últimos detalles con la precisión de quienes sabían que cualquier error sería mortal. 

A lo lejos, se escuchó el resonar de un cuerno de guerra de Zusian. Su sonido era profundo y gutural, como si surgiera desde las mismas entrañas de la tierra, y era la primera señal de que Lucan y las Legiones de Hierro estaban listos para recibirlos. Los soldados de Stirba y Zanzíbar se tensaron al escuchar ese ominoso llamado, y el campamento entero pareció contener el aliento. Las trompetas aliadas comenzaron a sonar en respuesta, sus notas claras y decididas intentando contrarrestar la inquietud que había comenzado a extenderse entre las filas. 

Los tambores, con su ritmo lento y constante, resonaban como el pulso de un corazón gigantesco que se preparaba para enfrentar la batalla. Era el preludio de la tormenta, un eco que reverberaba en los corazones de los presentes, recordándoles que estaban al borde de un enfrentamiento que definiría sus vidas. 

Desde la colina, Darian observó con ojos críticos. Notó cómo el eco del cuerno enemigo había sembrado dudas en las tropas de Zanzíbar, cuya disciplina, aunque sólida, no alcanzaba la precisión marcial de las Huestes Juradas de Sangre de Stirba. Por un instante, pensó en permanecer en silencio. Después de todo, en su opinión, un soldado debía ser perfecto por sí mismo, sin necesidad de discursos baratos ni motivaciones superfluas. En el campo de batalla, solo importaban la preparación, la disciplina y la capacidad de actuar como una pieza impecable en el gran tablero de la guerra. 

Sin embargo, sabía que los hombres no eran perfectos. Sabía que, por más entrenamiento que tuvieran, siempre habría dudas, miedos y flaquezas que podrían convertirse en grietas fatales. Y aunque despreciaba profundamente la idea de apelar a las emociones, comprendía que a veces un fuego encendido en el corazón podía ser tan efectivo como el filo de una espada bien afilada. 

Inspiró profundamente, dejando que el aire frío de la madrugada llenara sus pulmones. Su mirada recorrió las filas, fijándose en los estandartes que ondeaban al viento. El sol áureo de Zanzíbar y el león coronado de Stirba brillaban juntos bajo los primeros rayos del amanecer. Era un recordatorio de lo que estaba en juego. 

Levantó su espada, su hoja reluciendo con un brillo casi celestial. 

—¡Soldados de Stirba! ¡Soldados de Zanzíbar! ¡Escúchenme bien, porque no lo repetiré! —rugió con una fuerza que hizo que incluso los tambores enemigos parecieran menguar. 

Las filas se giraron hacia él, los ojos de centenares de millones fijándose en su figura. 

—Han pasado dieciséis años desde que estas dos grandes naciones se alzaron juntas en un mismo campo de batalla. Dieciséis años desde que enfrentamos a las mismas ratas de Zusian que hoy se esconden tras esas montañas. Hace dieciséis años, lideramos el mayor ejército que el oeste haya conocido. Pero esa gloria fue mancillada. No importa cuántos hombres de Zusian matáramos, ellos seguían resistiendo como cucarachas. Incluso con su duque Kenneth muerto, incluso cuando sus territorios fueron arrasados, ¡encontraron la forma de contraatacar! 

El tono de Darian se volvió más frío, más cortante, como un cuchillo que se hunde lentamente. 

—Esas malditas ratas nos hicieron retroceder. Devastaron linajes milenarios, destruyeron familias enteras, y nos hicieron probar la amarga humillación de la derrota. Durante dieciséis años hemos llevado esa vergüenza como una marca ardiente en nuestras almas. Pero hoy... ¡hoy es el día en que lavaremos esa humillación con ríos de sangre! 

El viento parecía intensificar sus palabras, llevándolas hasta las filas más lejanas. Los soldados comenzaron a murmurar entre ellos, y una chispa de fervor comenzó a prenderse. 

Darian bajó la espada lentamente, señalando hacia las montañas. 

—Ellos piensan que hoy será como entonces. Creen que somos los mismos hombres que derrotaron hace años. Pero no saben lo que Stirba y Zanzíbar se han convertido. No saben que cada uno de ustedes, cada soldado aquí presente, lleva en su corazón el fuego de la venganza, la fuerza del acero templado por la derrota. 

Su mirada era implacable, y su voz, aunque más baja, resonaba con una intensidad que perforaba las almas. 

—Hoy no luchamos solo por Stirba. No luchamos solo por Zanzíbar. Luchamos por el honor, por los caídos, por aquellos cuyos nombres fueron borrados por sus inmundas manos. ¡Luchamos para que el mundo recuerde que nadie, ni siquiera Zusian, puede desafiarnos sin pagar el precio! 

Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran profundamente. 

—Cuando la última piedra de sus murallas caiga, cuando Lucan y sus legiones sean reducidos a cenizas, el mundo sabrá que Stirba y Zanzíbar no solo son fuertes... ¡son implacables! 

Los soldados comenzaron a gritar. Al principio fueron unos pocos, pero pronto el rugido de aprobación se extendió como un incendio por todo el campamento. Los tambores se unieron al clamor, y los estandartes ondearon con más fuerza. 

Darian levantó la espada una vez más, apuntando directamente hacia las montañas. 

—¡Por Stirba! ¡Por Zanzíbar! ¡Por la victoria! 

El grito de guerra se alzó como un trueno, resonando entre los picos de las montañas. Era un rugido que no solo intimidaba al enemigo, sino que despertaba una fuerza primordial en los corazones de todos los presentes. Aquellos hombres ya no eran soldados comunes; eran una fuerza desatada, una marea de acero y fuego lista para arrasar con todo a su paso. 

Y con ese grito, la marcha comenzó. Pasaron varias horas para que centenares de millones de soldados desaparecieran bajo las sombras de las montañas y se adentraran en los estrechos pasos de Khorathor. Durante esas horas, el sonido de la batalla se convirtió en un eco incesante que resonaba como el rugido de una tormenta lejana. Los gritos de guerra, el choque metálico de armas y escudos, y el rugido ensordecedor de las balistas, trabuquetes, catapultas y onagros que lanzaban proyectiles en ambas direcciones llenaban el aire. Era un estruendo que parecía reverberar hasta en los huesos de quienes lo escuchaban. 

De repente, un nuevo sonido irrumpió en el caos. Fue un estruendo profundo y resonante, un rugido que silenciaba todo a su alrededor por un instante. Era el primer disparo de los cañones. La explosión de pólvora cortó el aire con un eco que se extendió más allá de las montañas, dejando una marca imborrable en la memoria de quienes lo escucharon por primera vez. 

En el frente, los soldados de Zusian sintieron el impacto del disparo no solo en sus cuerpos, sino en sus almas. A pesar de la devastación causada por esas terribles máquinas de guerra, las líneas zusianas no se quebraron. Eran hombres endurecidos por generaciones de conflictos, entrenados para soportar el miedo y convertirlo en furia. Aunque algunos cayeron, otros cerraron filas rápidamente, llenando los huecos con una disciplina casi sobrehumana. Avanzaban como un muro de carne y acero, sus armas empapadas de sangre brillando bajo la luz del sol que apenas se filtraba entre las montañas. 

La resistencia de Zusian era feroz. Incluso bajo el constante asedio de los cañones y las cargas que se realizan e su contra, sus tropas mantenían las posiciones con una brutalidad implacable. Eran disciplinados, sí, pero también salvajes en su forma de luchar. Los soldados de primera línea no dudaban en sacrificar sus vidas para proteger a los artilleros que manejaban sus balistas y onagros, disparando proyectiles pesados hacia las líneas de Stirba y Zanzíbar con precisión letal. 

En el cuartel general, Darian escuchaba las noticias que traían sus mensajeros con una calma calculadora. Estaba rodeado de mapas, pergaminos y estrategas que discutían constantemente, cada uno tratando de imponer su opinión. Sin embargo, Darian los ignoraba. Sabía que la mayoría eran teóricos sin experiencia real en el campo de batalla, hombres que jamás habían empuñado una espada ni sentido el peso de una armadura durante horas de combate. 

Uno de los mensajeros llegó jadeando, su rostro pálido pero sus ojos llenos de determinación. 

—Mi señor, la primera defensa del camino principal ha sido destruida. Las tropas avanzan, pero los caminos secundarios son complicados. Las montañas están llenas de cuevas y desfiladeros. Las fuerzas enemigas usan el terreno a su favor. 

Darian tomó el informe sin decir una palabra y extendió un pergamino en blanco sobre la mesa. Con una precisión casi obsesiva, comenzó a trazar un nuevo mapa basado en la información que acababa de recibir. Su mano se movía con rapidez, delineando los senderos, las inclinaciones del terreno, las cuevas ocultas y los pasos secundarios que los mensajeros habían descrito. 

A su alrededor, los estrategas de Zanzíbar y Stirba continuaban discutiendo, algunos incluso levantando la voz para intentar imponer sus ideas. 

—Debemos concentrar los cañones en el flanco derecho. 

—No, eso dejará el centro desprotegido. 

—Deberíamos enviar refuerzos al camino principal. 

Darian levantó la mirada brevemente, sus ojos fríos como el acero. 

—Silencio —ordenó, su voz cortante como un filo. La tienda quedó en absoluto mutismo. 

Regresó a su mapa, trazando líneas y anotaciones con una concentración implacable. Aunque prefería comandar en el campo de batalla, entendía que su posición estratégica era crucial en ese momento. Cada decisión que tomaba era como mover piezas en un tablero de ajedrez, y no podía permitirse un solo error. 

Otro mensajero llegó apresuradamente, con manchas de sangre en su armadura. 

—¡Señor! Las fuerzas enemigas están contraatacando en el flanco derecho. Han construido barricadas improvisadas y están lanzando ataques con una ferocidad que no esperábamos. 

Darian asintió, pero no mostró ninguna señal de sorpresa. 

—¿Qué hay de nuestros refuerzos? 

—Están en camino, pero los pasos son estrechos, y el avance es lento. 

Darian frunció el ceño, observando su mapa. Las montañas de Khorathor eran un laberinto de caminos serpenteantes, cuevas ocultas y desfiladeros traicioneros. Aunque había memorizado los caminos principales, no había tenido tiempo de recorrer cada rincón del terreno, y ahora eso se estaba convirtiendo en un problema. 

Afuera, el sonido de los cañones continuaba, intercalado con los gritos de batalla y el resonar de los tambores. Las líneas de Stirba y Zanzíbar avanzaban lentamente, pero cada metro ganado era pagado con sangre. Los zusianos, a pesar del miedo que inspiraban los cañones, seguían luchando con una ferocidad que parecía inhumana. Sus soldados atacaban con brutalidad, utilizando cada piedra, cada árbol y cada curva del terreno como una ventaja táctica. 

En el frente, la batalla se describía como un espectáculo caótico y sangriento. Los soldados de Zanzíbar cargaban con sus armas, intentando abrir brechas en las líneas zusianas. Por cada enemigo que caía, otro tomaba su lugar, como si fueran un río interminable de carne y acero. Los hombres de Stirba, más disciplinados, avanzaban en formación cerrada, utilizando sus escudos como una muralla impenetrable. Pero incluso ellos se encontraban con dificultades para superar la tenacidad de los defensores. 

Las explosiones de los cañones iluminaban el campo de batalla como relámpagos, dejando tras de sí cráteres humeantes y cuerpos destrozados. Pero los zusianos no cedían. Gritaban sus juramentos de lealtad y muerte, y sus oficiales caminaban entre las filas, alabardas en mano, asegurándose de que nadie retrocediera. 

Apenas era mediodía, y la batalla en los pasos de Khorathor seguía siendo feroz y despiadada. A pesar del esfuerzo titánico de las tropas aliadas, apenas habían logrado destruir las primeras líneas de defensa enemigas. Darian comenzaba a comprender la verdadera magnitud del genio estratégico de Lucan. Los informes que había recibido, aunque fragmentados, ahora cobraban sentido. Frente a él, no había una defensa estática convencional, sino una defensa rotativa y cambiante, diseñada con un propósito claro: agotar al enemigo. 

Las líneas zusianas estaban organizadas de manera meticulosa. Los defensores se alternaban constantemente, enviando unidades frescas al frente mientras las agotadas retrocedían a posiciones más seguras para reorganizarse. Los corredores naturales de las montañas servían como rutas para mover tropas, permitiendo que Lucan desplegara refuerzos de manera impredecible. Cada retirada aparente era en realidad una maniobra táctica: los legionarios de hierro retrocedían solo para reorganizarse y contraatacar con más fuerza, utilizando el terreno escarpado y las posiciones elevadas a su favor. 

En algunos sectores, las tropas de Zusian habían levantado barricadas de madera y piedra, reforzadas con armas de asta y púas metálicas que hacían casi imposible el avance sin sufrir bajas significativas. Sus arqueros y ballestero, situados en puntos elevados, disparaban con una precisión letal, mientras las catapultas y balistas lanzaban una lluvia constante de proyectiles sobre las tropas de Stirba y Zanzíbar. 

Darian observaba todo desde su cuartel general, sus ojos recorriendo los mapas y las posiciones que se actualizaban constantemente. La información llegaba de manera caótica, con mensajeros jadeantes y cubiertos de polvo y sangre entregando reportes que apenas lograban mantener el hilo de la batalla.

—Señor, hemos asegurado los primeros tres pasos principales, pero el avance es lento —informó uno de sus capitanes, señalando un mapa con dedos temblorosos—. El terreno en los flancos es demasiado difícil, y el enemigo sigue utilizando las cuevas para emboscarnos. 

Darian frunció el ceño, sus manos trazando líneas rápidas y precisas en un pergamino en blanco. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar en su mente. Lucan había diseñado sus defensas no solo para resistir, sino para castigar cada avance aliado. 

—Una defensa rotativa, cambiante y asimétrica —murmuró Darian para sí mismo, mientras sus estrategas se inclinaban sobre su hombro para observar su trabajo—. No busca detenernos aquí. Busca debilitarnos antes de llegar a su posición central. 

Los estrategas, tanto de Stirba como de Zanzíbar, comenzaron a hablar al unísono, cada uno proponiendo ideas contradictorias. 

—Debemos concentrar más tropas en el flanco derecho. 

—No, el centro es la clave. Si tomamos el paso principal, el enemigo se verá obligado a retroceder. 

Darian alzó una mano, silenciándolos de inmediato. 

—La clave no es el centro ni los flancos. Es el control del terreno —dijo, con voz fría pero llena de determinación—. Lucan está utilizando estas montañas como un arma. Si queremos avanzar, debemos neutralizar esa ventaja. 

Tomó una decisión rápida. 

—Que los generales manden unidades de reconocimiento avanzada a los pasos secundarios. Quiero un informe detallado de todas las cuevas y rutas que el enemigo está utilizando. Que traigan mapas, que marquen cada curva y cada pendiente. Mientras tanto, reorganizaremos nuestras fuerzas. 

Uno de los estrategas de Zanzíbar se atrevió a intervenir. 

—Pero señor, si dividimos nuestras fuerzas, corremos el riesgo de exponernos. 

Darian lo miró fijamente, sus ojos llenos de una intensidad que hizo que el hombre retrocediera. 

—Si no dividimos nuestras fuerzas, estaremos jugando según las reglas de Lucan. Y en este tablero, no podemos permitirnos ser previsibles. 

Ordenó que las tropas del flanco izquierdo se reagruparan en una formación más compacta, utilizando escudos pesados para protegerse de los proyectiles enemigos mientras los cañones continuaban disparando. En el flanco derecho, envió una unidad de veteranos de Stirba acompañados con arietes y picas largas para tratar de romper las barricadas. Mientras tanto, en el centro, donde el avance era más lento, reforzó las líneas con soldados frescos de Zanzíbar, instruyéndoles que mantuvieran la presión sin exponerse demasiado. 

En el campo de batalla, los legionarios de hierro seguían luchando con una ferocidad impresionante. Incluso cuando retrocedían, lo hacían con una disciplina brutal, utilizando tácticas de guerrilla para causar el máximo daño posible antes de retirarse a posiciones más seguras. Sus oficiales gritaban órdenes mientras empujaban a sus hombres hacia el frente, y cada contraataque era un espectáculo de fuerza y determinación. 

El sonido de los cañones continuaba llenando el aire, pero los legionarios de hierro no parecían perder el espíritu. Incluso cuando las explosiones destrozaban sus barricadas, volvían a reconstruirlas con una velocidad asombrosa, utilizando los restos de los escombros y cualquier material que tuvieran a mano. 

Al caer la tarde, las líneas de Stirba y Zanzíbar habían avanzado, pero el costo era alto. Los cadáveres de hombres y caballos cubrían el terreno, y el aire estaba cargado con el olor a sangre, sudor y pólvora. Darian, desde su posición, observaba todo con una expresión imperturbable. 

Sabía que la victoria no se mediría en metros ganados, sino en la capacidad de desestabilizar la estrategia de Lucan. 

—Esto no es una batalla —dijo en voz baja, mientras trazaba una nueva línea en su mapa—. Es un juego de desgaste. Pero si él quiere jugar, jugaremos. 

Darian ordenó un movimiento audaz: un ataque nocturno coordinado. Las tropas aliadas utilizarían antorchas y bengalas para iluminar el campo de batalla, mientras grupos selectos de soldados intentaban infiltrarse en las posiciones zusianas a través de los pasos secundarios. Era una estrategia arriesgada, pero Darian sabía que la clave para romper la resistencia zusiana era la sorpresa. 

Mientras las órdenes se transmitían con una eficiencia casi mecánica, Darian permaneció en su lugar, con la mirada fija en el horizonte teñido de rojo por el sol poniente. El brillo anaranjado iluminaba los riscos y gargantas de las montañas, transformando el terreno en un laberinto de sombras y luces, un reflejo del caos que se vivía en el campo de batalla. La noche se acercaba, pero la batalla apenas comenzaba a mostrar su verdadera ferocidad. 

Darian, consciente de que la posición de su cuartel general no era lo suficientemente estratégica para los movimientos que planeaba, decidió trasladarlo. Ordenó con precisión que los cartógrafos, estrategas, mensajeros y todo el aparato logístico se movilizaran hacia un punto más elevado, uno que había identificado meses atrás mientras estudiaba los pasos de Khorathor en los albores de la campaña. Aquel lugar, una meseta rocosa rodeada de desfiladeros estrechos, no solo ofrecía una vista privilegiada del campo de batalla, sino que también proporcionaba defensas naturales contra posibles ataques sorpresa. 

Los movimientos del cuartel general no fueron sencillos. Caravanas de mulas y caballos cargaban baúles llenos de mapas, estandartes y suministros. Las antorchas iluminaban el camino, mientras los soldados asignados a la tarea trabajaban en un silencio tenso. Darian cabalgaba al frente, su figura destacando contra el crepúsculo, como un espectro que guiaba el destino de miles de hombres. 

Al llegar al nuevo emplazamiento, no perdió tiempo. Ordenó que se instalaran las tiendas de campaña, pero mantuvo la suya modesta y funcional, con una mesa de madera robusta que rápidamente se llenó de mapas marcados con líneas, flechas y anotaciones. A su alrededor, estrategas de Stirba y Zanzíbar discutían, sus voces entrecortadas por la tensión de la jornada. 

—General Darian, el avance en los pasos centrales es prometedor, pero el enemigo sigue resistiendo con una tenacidad admirable. Sus tropas no muestran signos de quiebre —informó un oficial de Zanzíbar, señalando un mapa con varios puntos marcados en rojo. 

—Sus defensas en las torres y fortalezas de los flancos son especialmente problemáticas —añadió un estratega de Stirba—. Cada torre actúa como un nido de avispas. Cuando destruimos una, el enemigo simplemente se repliega y reorganiza en la siguiente. 

Darian asintió, su expresión pétrea mientras estudiaba los informes. 

—Es precisamente lo que esperaba —murmuró, casi para sí mismo—. Lucan no está defendiendo cada punto por separado. Está usando las montañas como un sistema interconectado, un cuerpo vivo que se adapta y responde a cada uno de nuestros movimientos. 

Tomando una pluma y un frasco de tinta, comenzó a trazar líneas en un mapa actualizado. Cada línea representaba un movimiento, una maniobra para presionar al enemigo desde múltiples ángulos. 

—Movilicen a la artillería pesada hacia estos puntos —ordenó, señalando tres posiciones estratégicas que dominaban los pasos centrales y los flancos—. No quiero que disparen todavía. Úsenla para mantener al enemigo bajo presión, pero sin agotar nuestras reservas de pólvora. Quiero que piensen que estamos preparando un ataque directo. 

Uno de los oficiales se inclinó hacia él, visiblemente intrigado. 

—¿Y cuál es el verdadero plan, mi señor? 

Darian lo miró fijamente, su voz fría pero cargada de determinación. 

—Vamos a usar su propia estrategia en su contra. Fingiremos que estamos concentrando nuestras fuerzas en los pasos centrales, pero al amparo de la noche, enviaremos unidades selectas a los flancos. Usaremos los caminos secundarios y las cuevas que ya hemos identificado para infiltrarnos en sus líneas. Nuestro objetivo no es solo avanzar. Vamos a rodearlos. 

Las órdenes fueron transmitidas con rapidez. Mientras tanto, Darian observaba los movimientos de las tropas zusianas desde su posición elevada. A pesar de las constantes explosiones de los cañones, los soldados zusianos seguían luchando con una brutalidad casi inhumana. Incluso cuando sus barricadas eran destrozadas, se reorganizaban con una velocidad asombrosa, utilizando escombros, cadáveres y cualquier material que encontraran a su disposición para reforzar sus defensas. 

En el frente, los soldados de Stirba y Zanzíbar combatían con valentía, pero las bajas eran altas. Los zusianos, aunque claramente superados en número, compensaban su inferioridad con una disciplina implacable. Sus formaciones eran casi perfectas, y cada retirada aparente era seguida por un contraataque devastador. 

En un momento crítico, una de las torres en el flanco derecho fue tomada por las fuerzas aliadas, pero no sin un costo terrible. Los soldados zusianos habían luchado hasta el último hombre, y cuando las tropas de Stirba finalmente irrumpieron en la torre, encontraron que el enemigo había volado parte de la estructura, enterrando a decenas de aliados bajo los escombros. 

Mientras esto ocurría, las unidades designadas para el ataque nocturno se preparaban en silencio. Grupos pequeños, equipados con antorchas apagadas y armas ligeras, comenzaron a moverse a través de los pasos secundarios. Darian había seleccionado personalmente a los líderes de estas unidades, confiando solo en los más experimentados para llevar a cabo la maniobra. 

La noche cayó finalmente, y con ella llegó un breve respiro en el fragor de la batalla. Pero para Darian, esto no era más que la calma antes de la tormenta. Desde su nueva posición, observó cómo las tropas aliadas se reorganizaban para el ataque final. 

—Cuando Lucan note lo que estamos haciendo, será demasiado tarde —dijo en voz baja, mirando fijamente hacia las posiciones enemigas.

El amanecer llegó teñido de un carmesí oscuro, como si el cielo mismo llorara por la masacre que se desató durante la noche. El aire estaba saturado con el hedor de la pólvora, la sangre y los cuerpos en descomposición que cubrían el terreno rocoso. Khorathor, con sus imponentes montañas y estrechos pasos, se había transformado en un cementerio abierto.

Darian salió de su tienda al amanecer, su rostro pétreo mientras observaba el desastre que se extendía ante él. Las fuerzas aliadas estaban exhaustas, diezmadas y desmoralizadas. Grupos enteros de soldados habían desaparecido, y de los millones que se enviaron a los flancos durante la noche, apenas un puñado regresó, heridos y cargando con relatos de emboscadas implacables y sacrificios sin tregua por parte de los legionarios de hierro.

Las líneas de Zusian, aunque claramente desgastadas, seguían firmes. Sus soldados luchaban con una tenacidad sobrehumana, como si la derrota no fuera una opción. Cada colina, cada torre y cada zanja tomada por los aliados les había costado miles de vidas. Sin embargo, los zusianos mantenían una brutal disciplina, reorganizándose con rapidez y atacando sin misericordia cada vez que detectaban una brecha en las líneas enemigas.

Darian se apartó de la vista del frente, regresando a su tienda de campaña. Allí, a la luz tenue de una lámpara de aceite, trazaba nuevos planes sobre un mapa manchado de sangre y sudor. Los estrategas de Zanzíbar y Stirba, frenéticos por encontrar soluciones, intentaron presentarle sus propuestas, pero Darian, con una fría mirada, los despidió sin escuchar.

—Salgan. No tengo tiempo para juegos de niños.

Un mensajero entró apresuradamente, jadeando mientras le entregaba un informe.

—Señor, los exploradores informan que el flanco izquierdo está casi destruido. Los cañones no fueron suficientes para contenerlos, y los zusianos están concentrando más tropas en el paso sur.

Darian tomó el informe, lo leyó rápidamente y lo arrojó sobre la mesa.

—Claro que lo están haciendo. Lucan quiere llevarnos a una trampa. Si respondemos enviando refuerzos, nos atrapará en los estrechos del sur. Este maldito terreno está hecho a su medida. 

—¿Entonces qué hacemos, mi señor? —preguntó el mensajero, nervioso. 

—Ordenale a los generales que tomen sus fortalezas y que las hagan nuestras. Pero esta vez, no será un ataque para desgastar. Necesito que Lucan crea que hemos perdido el control. 

Darian pasó el resto de la mañana aislado en su tienda, analizando informes topográficos, planos antiguos de las montañas y mensajes de sus exploradores. Trazó líneas y rutas en su mapa, cada trazo más certero y decidido que el anterior. La estrategia era simple en esencia, pero extremadamente arriesgada: sacrificaría recursos y hombres para hacer creer a Lucan que los aliados estaban al borde del colapso. Mientras tanto, un grupo selecto de soldados, los más experimentados y letales, se infiltraría profundamente en las líneas de Zusian con un único objetivo: eliminar a Lucan. 

La tarde trajo consigo un nuevo ímpetu en las líneas aliadas. Los generales, siguiendo las órdenes de Darian, lideraron ataques de presión sobre las posiciones zusianas. Las tropas aliadas lanzaron oleada tras oleada, aparentando un caos desesperado. Cada avance se encontraba con una resistencia feroz. Los legionarios de hierro, a pesar de sus bajas, no retrocedían sin luchar hasta el último hombre. 

En uno de los pasos principales, un grupo de infantería pesada de Zanzíbar logró romper una línea defensiva, pero su victoria fue breve. Un contraataque de infantería media de Zusian, liderado por un comandante menor, recuperó la posición con una brutalidad asombrosa. Los legionarios de hierro usaban todo a su disposición: rocas, armas improvisadas e incluso sus propias manos para acabar con los aliados que se encontraban en su camino. 

Mientras tanto, las fuerzas de infiltración seleccionadas por Darian avanzaban en silencio por senderos ocultos. Conformado por un contingente de Stirba y Zanzíbar, este grupo era el arma más letal de Darian. Los hombres se movían bajo la cobertura de la oscuridad, usando cuevas y barrancos para evitar ser detectados. Entre ellos, una tensión palpable los acompañaba, pero nadie hablaba. Su misión era clara: encontrar a Lucan y acabar con él, sin importar el costo. 

Cerca del anochecer, Darian recibió un informe crucial: las defensas zusianas en el flanco derecho estaban comenzando a debilitarse, como si el enemigo estuviera retirando tropas hacia una posición más central. 

—Perfecto —murmuró Darian, mientras ajustaba las líneas en su mapa. Sabía que esto era exactamente lo que Lucan haría. Ahora, solo necesitaba asegurarse de que el golpe final llegara en el momento preciso. 

En las últimas horas de la noche, las tropas aliadas lanzaron un ataque masivo en todos los frentes. Era un movimiento desesperado, diseñado no para ganar terreno, sino para mantener ocupadas a las fuerzas de Zusian. Los cañones retumbaban con una fuerza ensordecedora, iluminando el cielo con destellos naranjas. Las líneas de Zusian, aunque resistentes, comenzaron a mostrar grietas. 

En medio de este caos, el grupo de infiltración finalmente llegó al corazón del campamento de Zusian. Allí, rodeado por un mar de soldados, se encontraba Lucan. El general enemigo, un hombre de apariencia imponente y fría determinación, estaba dando órdenes mientras sus estrategas y mensajeros se movían frenéticamente a su alrededor. 

Los infiltrados esperaron el momento perfecto para atacar. Todo dependía de su precisión y coordinación. Mientras tanto, Darian, desde su cuartel general, observaba las señales desde el campo de batalla, esperando el momento exacto para lanzar el golpe final. 

Cuando el primer grito de alarma resonó en el campamento de legionarios de hierro, Darian supo que la hora había llegado. Sin perder tiempo, ordenó un avance total de sus fuerzas hacia las posiciones enemigas debilitadas. 

—Esto es todo o nada. Que ningún hombre retroceda —ordenó, su voz retumbando con una ferocidad que resonó incluso en los corazones más fatigados.

El amanecer se levantó con una luz espectral que apenas lograba penetrar la densa neblina que cubría los campamentos aliados. Una calma antinatural impregnaba el aire, rota solo por los susurros de soldados exhaustos que regresaban a sus puestos o el sonido distante de cuervos sobrevolando el campo de batalla. Darian, decidido a reorganizar a sus fuerzas para un asalto final al día siguiente, abandonó su tienda para inspeccionar las líneas y supervisar los preparativos. Sin embargo, lo que encontró al acercarse a las defensas del campamento fue algo que jamás podría borrar de su memoria. 

El horror se reveló de forma gradual, como una pesadilla que se despliega a plena luz del día. Los cadáveres de millones de soldados de Stirba y Zanzíbar, brutalizados más allá de cualquier comprensión humana, estaban esparcidos por todo el área del campamento. Las escenas eran inimaginablemente atroces. Cuerpos completamente desmembrados, miembros arrancados con violencia y lanzados como trofeos grotescos contra las tiendas de campaña. Las cabezas de algunos soldados habían sido aplastadas hasta quedar irreconocibles, mientras que otros tenían sus cráneos abiertos, exhibiendo lo que alguna vez fueron sus pensamientos y sueños. 

Un hedor insoportable impregnaba el aire, una mezcla de sangre seca, entrañas expuestas y el peculiar olor metálico de la muerte en su forma más cruda. A lo largo de los senderos principales del campamento, las partes humanas se apilaban en grotescas esculturas improvisadas. Brazos, piernas y torsos formaban torres deformes que parecían señalar la ubicación de algo aún más espantoso. 

Darian avanzó, su mirada fija en la dirección de un grupo de soldados que parecían petrificados. Estaban reunidos frente a las afueras cuartel general, incapaces de moverse o siquiera hablar. Algunos vomitaban mientras otros lloraban, murmurando oraciones entrecortadas a dioses Nofos que probablemente ya habían abandonado ese lugar. 

Allí, frente a su cuartel, estaban los cuerpos de su unidad de élite, los hombres que había enviado con la misión de asesinar a Lucan. Lo que encontró era más que un mensaje: era una declaración de guerra total, una demostración de una crueldad insondable. Los soldados estaban empalados de una manera tan inhumana que era difícil creer que alguien pudiera concebir semejante acto. 

Los postes improvisados atravesaban sus cuerpos desde el ano hasta la garganta, dejando los rostros congelados en una expresión de sufrimiento eterno. Algunos aún respiraban débilmente, sus ojos vidriosos llenos de agonía imploraban un final que no llegaba. La sangre chorreaba en gruesos hilos por los postes, empapando el suelo en charcos oscuros. Las moscas zumbaban frenéticamente, atraídas por el festín grotesco que se les presentaba.

El suelo estaba cubierto de entrañas arrancadas y órganos aplastados. Los torsos habían sido abiertos, dejando las costillas expuestas como las fauces de bestias monstruosas. Los cuerpos habían sido mutilados con tal precisión que parecía más un macabro espectáculo de arte que un acto de guerra.

Justo frente a los cuerpos empalados, una estructura indescriptiblemente grotesca se alzaba: un letrero formado con miembros masculinos y testículos. La carne cortada aún sangraba, y el hedor que emanaba era nauseabundo. Sobre esta abominable escultura estaba tallado un mensaje con sangre oscura que goteaba lentamente hacia el suelo. 

"Buen intento, bastardo, pero si quieres matarme necesitas más que eso. Te dejo un poco de lo que te falta, cobarde de mierda. Espero que disfrutes del arte de un viejo oso". 

El mensaje era un insulto directo, una burla despiadada diseñada para quebrar la moral de Darian y sus hombres. 

Darian, inmóvil ante la escena, sintió cómo una ira helada se apoderaba de su ser. Su respiración era pesada, sus puños estaban cerrados con tal fuerza que sus uñas perforaban la piel. Pero no dijo una sola palabra. No podía permitirse el lujo de ceder a la rabia ni al dolor. Sin embargo, en sus ojos, una oscura determinación comenzó a arder, una promesa silenciosa de que este acto no quedaría sin respuesta. 

Los soldados que lo rodeaban esperaban algún tipo de orden, algo que los sacara de la pesadilla en la que estaban atrapados. Pero Darian simplemente permaneció allí, mirando el mensaje mientras su mente elaboraba un plan que aseguraría que el nombre de Lucan no fuese recordado como el de un conquistador, sino como el de un monstruo condenado al olvido. 

Y así, con el último grito de un soldado empalado resonando en el aire, el capítulo llegó a su fin, dejando en el ambiente un silencio cargado de venganza y promesas de retribución.