Lucan permanecía inmóvil, una figura imponente sobre la colina que dominaba el campo de batalla. Sus ojos de acero contemplaban el caos abajo, donde el fragor de la guerra se desplegaba como un rugido implacable. Los gritos de los heridos se mezclaban con el estruendo de las armas, y el aroma acre de la pólvora impregnaba el aire, sumándose al hedor de la sangre y la carne quemada. Este era el lenguaje de la guerra, su idioma materno, y Lucan lo entendía mejor que nadie.
Empuñaba su hacha, un arma de hoja curva y negra, con grabados rúnicos que parecían brillar tenuemente bajo el sol de la mañana. En su otra mano descansaba un martillo de guerra, pesado y mortal, cuyos bordes aún goteaban con la sangre de los desafortunados que se habían cruzado en su camino. Estas armas eran más que herramientas; eran símbolos de su dominio, extensiones de la violencia que era capaz de desatar.
El asalto de Stirba y Zanzíbar había comenzado al alba. Las fuerzas combinadas avanzaban con una ferocidad que buscaba abrirse paso hasta el corazón del paso de Khorathor. Desde su posición elevada, Lucan podía ver cómo las líneas enemigas intentaban maniobrar hacia el valle, el lugar que Darian había cartografiado como el punto clave para una emboscada. El mapa que había estudiado antes del amanecer le había permitido anticipar cada uno de esos movimientos, y ahora lo observaba como un espectador cruel que disfruta de un espectáculo que él mismo había coreografiado.
Una sonrisa torcida se formó en sus labios mientras murmuraba:
—Darian, tus planes son interesantes, pero todavía estás lejos de ser un verdadero enemigo.
A su lado, Ottokar apareció montado en un caballo robusto y cubierto de sangre. Su armadura, aunque sólida, mostraba marcas de combates recientes, y su rostro endurecido apenas dejaba entrever algún rastro de emoción. Ottokar desmontó con un movimiento ágil, acercándose a su señor con una reverencia mínima, suficiente para mostrar respeto sin caer en servilismos innecesarios.
—Me llamaste, mi señor —dijo, su voz grave y directa.
Lucan asintió, sin apartar la vista del horizonte.
—Nuestros enemigos han decidido ponerme a prueba. Han encontrado un valle que consideran ideal para emboscarme. Es una trampa, pero una que quiero pisar personalmente.
Ottokar frunció el ceño, pero no habló. Sabía que Lucan siempre tenía un plan más allá de lo evidente.
Lucan continuó, su tono mezclando determinación y burla:
—Si quieren enfrentarme, no les negaré el placer. Pero antes de que lo haga, necesito que fortalezcas nuestras posiciones.
Se giró hacia Ottokar, fijando su mirada penetrante en él.
—Refuerza el flanco izquierdo con las tropas del norte. Lleva a los legionarios más frescos, no quiero desperdiciar hombres agotados. Stirba está presionando con fuerza en ese sector, y no podemos permitir que rompan la línea.
—Entendido —respondió Khoras, asintiendo con seriedad—. ¿Qué hacemos con el flanco derecho?
Lucan hizo una pausa, su expresión endureciéndose aún más.
—El flanco derecho es débil, lo sé. Y lo será aún más. Quiero que lo mantengas deliberadamente expuesto. Deja suficientes hombres para aparentar resistencia, pero no tantos como para que parezca un desafío real. Es un cebo.
Khoras arqueó una ceja, comprendiendo de inmediato el propósito detrás de esa táctica.
—¿Pretendes atraerlos hacia una posición desfavorable?
—Exactamente —respondió Lucan, con una sonrisa oscura—. Los obligaremos a concentrar sus fuerzas en un lugar donde sus números no les sirvan de nada. Mientras tanto, nuestras mejores tropas estarán listas para flanquearlos y destrozar su ofensiva desde los puntos altos.
Ottokar asintió lentamente, asimilando cada palabra.
—¿Y tú? —preguntó finalmente, su tono cargado de curiosidad y una pizca de preocupación—. ¿Qué harás mientras ejecutamos esta estrategia?
Lucan dejó escapar una breve carcajada, su voz resonando como un trueno contenido.
—Yo iré directo a la trampa que han preparado. Dejaré que sus generales crean que me tienen acorralado, y entonces los enfrentaré personalmente. Les mostraré que sus estrategias no son más que ilusiones frente a la verdadera fuerza.
El rostro de Ottokar mostró una leve expresión de duda, algo raro en él.
—Es un riesgo innecesario, mi señor. Sabemos que eres más fuerte que cualquier enemigo, pero si algo sale mal…
Lucan alzó una mano para detenerlo.
—Nada saldrá mal. Estos generales son buenos, pero no extraordinarios. Y si tengo que sacrificar algo, lo haré. Lo único que importa es que esta guerra termine con mi victoria. Ahora, ve y cumple tus órdenes.
Ottokar se inclinó una vez más y salió, dejando a Lucan solo en la cima de la colina. El comandante volvió a centrar su atención en el campo de batalla, donde los estandartes enemigos ondeaban al viento como presagios de una tormenta.
—Stirba, Zanzíbar, Darian… —murmuró Lucan con una voz grave, como un trueno contenido. Sus dedos se tensaron alrededor del mango de su hacha, mientras sus ojos recorrían el horizonte teñido de humo y sangre. Ajustó el agarre de sus armas, sintiendo el peso familiar que prometía muerte con cada golpe. Había una calma peligrosa en su expresión, una quietud que solo podía preceder al caos.
—Si esta es la mejor jugada que tienen, será un placer demostrarles por qué el paso de Khorathor es mío —continuó, alzando su hacha con un movimiento deliberado, casi ceremonial. La hoja reflejaba el pálido sol de la mañana, dejando destellos plateados que parecían danzar sobre la superficie rugosa del acero oscuro.
—Vengan, entonces —susurró, su voz apenas un aliento que se perdió entre el ruido de la guerra—. Veamos cuánto tiempo pueden sobrevivir en mi terreno o contra el Oso Blanco.
Con un movimiento firme, espoleó a su caballo, su montura, cubierta con una armadura de placas recien pulida, relinchó, como si compartiera la impaciencia de su jinete por adentrarse en la batalla. Lucan comenzó a descender hacia el valle, sus hombres siguiéndolo en formación cerrada. El sonido de los cascos resonaba como un tamborileo rítmico que marcaba el avance de la muerte misma.
Sus tropas lo miraban con una mezcla de respeto y fervor casi religioso. Para ellos, Lucan no era solo un comandante, era una leyenda viviente, un avatar de la guerra que convertía cualquier enfrentamiento en una victoria inevitable. Aquellos que marchaban detrás de él no tenían miedo; sabían que, mientras siguieran a su líder, el destino estaba de su lado. Los ojos de los soldados brillaban con una mezcla de determinación y sed de sangre, reflejando la inspiración que su presencia inquebrantable despertaba en ellos.
Cuando llegaron a los caminos sinuosos donde los enfrentamientos se intensificaban, Lucan detuvo su caballo en un punto estratégico, elevándose por encima de la línea de combate. Desde allí, observó cómo la vanguardia se ocupaba de contener al enemigo, manteniendo la línea mientras las tropas regulares intentaban resistir el embate de Stirba y Zanzíbar. El caos era palpable: alabardas y partesanas chocaban con escudos, alabardas perforaban cuerpos, miles de virotes y flechas descendían en un mortal aguacero.
Lucan alzó una mano, un gesto que bastó para que el caos entre sus filas se reorganizara. Su voz retumbó por encima del ruido, clara y autoritaria.
—¡Retiren a las tropas regulares! —ordenó—. ¡Que descansen y se reagrupen más atrás! ¡Quiero a las fuerzas de élite al frente!
Los mensajeros con las banderas salieron disparados para transmitir las órdenes, mientras Lucan dirigía su mirada hacia los Osos Blancos, su guardia personal. Estos veteranos, seleccionados por su fuerza, habilidad y lealtad inquebrantable, eran una extensión de su voluntad.
—Osos Blancos, conmigo —gruñó Lucan, su voz como un llamado primigenio que hizo temblar el aire.
La unidad avanzó, y con una precisión aterradora, su carga pareció encarnar el rugido de una tormenta desatada. Las botas golpeaban el suelo en un ritmo ensordecedor, acompañado por el clamor metálico de las armaduras y el silbido mortal de las armas en alto. Bajo la luz del sol, los filos de las hachas y las puntas de las lanzas parecían brillar con una intención cruel, anticipando el caos que pronto consumiría el campo de batalla.
Cuando las primeras líneas enemigas los divisaron, sus ojos se llenaron de pánico. Algunos intentaron alzar sus armas, mientras otros retrocedían un paso, la incertidumbre dibujada en sus rostros. No tuvieron tiempo de reaccionar. El impacto de la carga fue como una explosión; el suelo pareció temblar bajo el peso de la colisión, y en un instante, los gritos de guerra se transformaron en alaridos de dolor y desesperación.
Lucan, al frente de la formación, lideraba con una furia implacable que era casi sobrenatural. Su hacha, un monstruo de acero negro, describía arcos amplios que desgarraban carne, hueso y metal con una facilidad aterradora. Con un solo movimiento, partió a un enemigo desde el hombro hasta la cadera, bañándose en la sangre que salpicó como una fuente macabra. En su otra mano, su martillo de guerra, con un cabezal tan masivo que parecía imposible de manejar, caía con una fuerza que pulverizaba todo lo que tocaba. Un soldado desafortunado intentó bloquear el golpe con su escudo, pero el impacto lo aplastó contra el suelo, dejando un cráter manchado de sangre.
—¡Avancen! —rugió Lucan, su voz rasposa resonando sobre el estruendo de la batalla. Sus hombres respondieron con un grito ensordecedor, una mezcla de determinación y sed de sangre que los impulsaba hacia adelante sin vacilación.
La primera línea enemiga fue completamente arrasada en cuestión de minutos. Algunos intentaron resistir, pero sus esfuerzos eran inútiles contra la fuerza y la precisión de los Osos Blancos. Un infante medio de Stirba trató de embestir a Lucan, su arma dirigida hacia su pecho. Lucan giró con una rapidez que desmentía su tamaño, esquivando la partesana por un pelo antes de cortar el arma en dos con su hacha. Sin detenerse, lanzó un golpe ascendente que partió el yelmo del infante en dos, dejando su rostro irreconocible en una explosión de sangre y fragmentos de hueso.
Detrás de él, sus tropas replicaban su brutalidad. Un Oso Blanco levantó a un enemigo del suelo con su hacha, como si fuera un muñeco de trapo, antes de estrellarlo contra una roca cercana. Otro cortó a dos hombres con un solo tajo de su hacha, sus cuerpos cayendo como sacos de carne al suelo. Cada uno de ellos era una máquina de guerra, entrenada para causar el máximo daño con el mínimo esfuerzo.
Los gritos de los enemigos heridos llenaban el aire, una cacofonía de agonía que se mezclaba con el estruendo de las armas. Un soldado, con el pecho abierto por un tajo, intentó arrastrarse lejos, dejando un rastro de sangre detrás de él. Uno de los hombres de Lucan lo alcanzó, levantando su maza y aplastando su cráneo con un sonido húmedo y crujiente. El cadáver quedó inmóvil, sumándose a la creciente pila de cuerpos que marcaban el avance imparable de la unidad.
Lucan continuaba avanzando, cada paso dejando un rastro de muerte y destrucción. Una formación enemiga intentó reorganizarse para bloquear su camino, levantando sus lanzas en un intento desesperado por detenerlo. Lucan apenas se inmutó. Espoleó a su caballo hacia adelante, cargando directamente contra ellos. El impacto fue devastador. Las corcescas se rompieron contra la armadura de su caballo, y aquellos que no murieron bajo las patas del animal fueron destrozados por el martillo y el hacha de Lucan.
Un soldado especialmente valiente, quizás desesperado, logró acercarse lo suficiente como para atacar con una espada. Lucan de un tajo le corto la muñeca del hombre antes de que pudiera completar el movimiento. Con un movimiento rápido, le arrebato el brazo hasta que se escuchó el crujido nauseabundo del hueso rompiéndose. El hombre gritó de dolor, pero Lucan no le dio tiempo de reaccionar. Lo levantó del suelo y lo lanzó contra un grupo de sus propios compañeros, derribándolos como si fueran fichas de dominó.
Mientras la masacre continuaba, la figura femenina que destacaba entre las líneas enemigas se mantenía en movimiento. Observaba, gritaba órdenes y trataba de reorganizar a sus fuerzas, pero Lucan sabía que era cuestión de tiempo antes de que la desesperación se apoderara de ellos. Sus enemigos estaban siendo superados no solo por la fuerza bruta, sino también por la táctica y la coordinación impecable de sus tropas.
—No queda mucho tiempo para ti… —murmuró mientras partía a otro soldado en dos con un golpe brutal de su hacha. El filo del arma arrancó un torrente de sangre que manchó la tierra, empapando sus botas con un carmesí espeso. Sus ojos, llenos de sed de sangre, permanecían clavados en su verdadero objetivo.
Adelante, en la distancia, la figura de la general Lena Varys destacaba entre las tropas enemigas. Menuda y de aspecto inofensivo, pero su renombre la precedía. Era conocida por su astucia y su capacidad para revertir situaciones imposibles. Pero eso no inquietaba a Lucan. Al contrario, la posibilidad de enfrentarla cara a cara lo llenaba de una oscura euforia.
—Ella se moverá —se dijo en voz baja. Cada paso suyo era calculado. No buscaba simplemente aniquilarla, sino empujarla hacia el camino donde la trampa la aguardaba. Los enemigos creían que estaban atrayéndolo hacia una emboscada, pero no comprendían que habían mordido el anzuelo.
Cuando las fuerzas enemigas comenzaron a retirarse hacia el valle cerrado entre montañas, Lucan sonrió con un deleite casi infantil. —Es tan obvio… —murmuró. Dio la orden para que su infantería ligera y sus arqueros comenzaran a escalar los flancos de las montañas. Las tropas regulares, situadas más atrás, recibieron instrucciones de avanzar como una segunda oleada. Todo estaba perfectamente calculado.
Al entrar en el valle, el escenario era claustrofóbico. Las altas paredes de roca se alzaban a ambos lados, creando un eco que amplificaba cada paso, cada grito lejano. La vanguardia de Lucan avanzó con cautela, sus soldados atentos a cualquier movimiento. Sin embargo, cuando toda la fuerza de Lucan estuvo dentro, las verdaderas intenciones del enemigo se revelaron.
Tropas enemigas emergieron de caminos ocultos, bloqueando la salida y cerrando el paso por la retaguardia. En lo alto de las montañas, arqueros y ballesteros comenzaron a asomarse por terrazas naturales, formando tres niveles de tiradores que rodeaban por completo a las fuerzas de Lucan. El sonido de las trompetas de guerra resonó desde todos los flancos, y el valle se llenó de un clamor que parecía salir de las mismísimas entrañas de la tierra.
Lucan, lejos de mostrar miedo, lanzó una carcajada gutural. Estaba eufórico. La situación que había orquestado era peligrosa, pero también emocionante. —¡Esto es todo lo que tienen! —rugía mientras sus tropas formaban un semicírculo protector a su alrededor. Los Osos Blancos, se colocaron al frente, con las hachas listas y las miradas llenas de una ferocidad indomable.
Desde el contingente enemigo, varias figuras a caballo emergieron, sus siluetas recortadas contra el fondo de soldados que llenaban el valle. Lucan los reconoció de inmediato: la general Lena Varys encabezaba el grupo, flanqueada por los generales Antorius Kray, Markus Derron y Roderick Brann, así como Garith Morn, Dravok Sarn y Alric Fen, todos nombres destacados entre las filas de Zanzíbar y Stirba. Lucan observó sus rostros, intentando leer sus emociones. Intentaban mostrarse firmes, pero el miedo era palpable, incluso desde la distancia.
Lena avanzó con determinación, cada paso resonando en el terreno pedregoso del valle. Alzó una mano, sus dedos tensos como si apretaran invisible autoridad. Sus soldados, a pesar del temblor evidente en sus rostros, guardaron silencio. Su voz cortó el aire como el filo de una espada bien afilada.
—Lucan del Oso Blanco, tus días de gloria terminan aquí. Este valle será tu tumba.
El hombre al que se dirigía inclinó la cabeza, sus ojos como los de un depredador midiendo a su presa. Su enorme hacha descansaba sobre un hombro, mientras que su martillo, casi tan grande como un tronco de árbol, colgaba de su otra mano. Cada movimiento suyo irradiaba una confianza amenazante, como si supiera que el mundo entero conspiraba a su favor.
—Bonitas palabras para alguien que ni siquiera cree en ellas —respondió con una voz grave, teñida de burla. Su mirada se deslizó sobre las filas de soldados tras Lena, deteniéndose en los que temblaban y apenas podían mantener sus armas en alto—. Míralos. Están temblando. La mitad de ellos ni siquiera tendrá el valor de cargar cuando comencemos.
Lena apretó los dientes, pero no respondió. Una ráfaga de viento sacudió su cabello, llevando consigo la tensión creciente. Lucan dejó escapar una risa áspera, llena de desprecio, y avanzó un par de pasos, cada uno resonando como si el propio suelo temiera su presencia.
—Han cometido un error fatal al enfrentarse a mí aquí —continuó, extendiendo un brazo como para abarcar el paisaje del valle. Su voz se alzó aún más, resonando entre las paredes de roca—. ¿En serio creyeron que yo no sabía de este puto valle? Este lugar… es su tumba.
Antes de que Lena pudiera responder, Lucan levantó una mano y la hizo descender con fuerza. Un rugido profundo de un cuerno resonó desde las alturas, seguido por un estallido de caos. Desde las laderas que flanqueaban el valle, los soldados de Lucan desataron una lluvia de partesanas, poco después las flechas y los virotes comenzaron a llover, golpeando a los desprevenidos arqueros y ballesteros de Lena. Los gritos de los heridos y los moribundos llenaron el aire mientras los cuerpos caían como muñecos de trapo desde las posiciones elevadas.
Lena giró bruscamente hacia sus hombres.
—¡Formaciones defensivas, ya! —gritó con fuerza, pero sus órdenes se ahogaron en el caos.
Lucan sonrió mientras observaba el desconcierto enemigo. Era una sonrisa que hablaba de muerte, de destrucción inminente. Su propia tropa rugió con fuerza, un grito unificado que parecía reverberar en el mismo corazón de la tierra. Los guerreros de Zanzíbar, encabezados por los temibles generales Garith Morn y Dravok Sarn, comenzaron su carga.
Garith, un coloso de músculos cuya armadura parecía más una extensión de su cuerpo que una protección, avanzaba como una bestia imparable. Sus pasos resonaban como truenos, y su enorme maza despedazaba el aire con cada movimiento. A su lado, Dravok Sarn, un guerrero cubierto de cicatrices con ojos encendidos por una sed de sangre insaciable, cargaba con una ferocidad animal. Su alabarda, una hoja brillante montada en un asta negra, giraba con una precisión letal, partiendo carne y huesos con una violencia que hacía retroceder incluso a los más valientes.
Ambos apuntaron directamente a Lucan, abriéndose paso a través de los soldados enemigos con una brutalidad inhumana. Dos jinetes de élite, protegidos con gruesas armaduras, intentaron detenerlos, pero Garith los derribó de un solo golpe de su maza, aplastando sus cráneos con un sonido húmedo y grotesco. Dravok, con un movimiento fluido de su alabarda, atravesó a otro jinete y su montura en un solo golpe, levantando al hombre en el aire antes de lanzarlo como un muñeco de trapo.
Lucan los observaba venir con la calma de un hombre que sabe que la batalla ya le pertenece. Cuando los dos generales estuvieron lo suficientemente cerca, él movió su enorme hacha con un solo brazo, un arco descendente que cortó el aire con un silbido mortal. Garith alzó su maza para bloquear, pero la fuerza del impacto fue tan descomunal que lo envió volando varios metros hacia atrás, estrellándose contra una formación rocosa con un estruendo que hizo eco en todo el valle.
Dravok aprovechó el momento para atacar, haciendo girar su alabarda en un arco amplio y mortal que buscaba la garganta de Lucan. Pero Lucan giró sobre sí mismo con una rapidez asombrosa para alguien de su tamaño. Su martillo se alzó y golpeó la alabarda, desviándola hacia un lado antes de girar nuevamente y golpear a Dravok en el pecho con un empujón que parecía el golpe de una avalancha. Dravok salió despedido de su montura, aterrizando pesadamente en el suelo, donde rodó varios metros antes de detenerse.
Sin perder el ritmo, Lucan azuzó a su montura, un caballo blanco de musculatura descomunal, y cargó directamente hacia el corazón de las filas enemigas. Cada golpe de su hacha y martillo era un espectáculo de destrucción, cortando cuerpos y aplastando huesos con una facilidad aterradora. La sangre salpicaba a su paso, empapando la tierra bajo los cascos del caballo.
Los soldados enemigos que se atrevían a enfrentarlo eran despedazados o enviados volando como muñecos de trapo, sus cuerpos cayendo pesadamente contra el suelo ensangrentado. Lucan lideraba con una brutalidad implacable, su risa resonando entre los gritos de agonía y el choque metálico de las armas. Los Osos Blancos, inspirados por la furia de su líder, seguían su ejemplo. No importaba que estuvieran en desventaja numérica; cada uno de ellos peleaba como si su propia vida no tuviera valor, entregándose al frenesí del combate.
Los Legionarios de Hierro de élite destacaban por su despiadada eficiencia. Sus armas eran instrumentos de carnicería, y con cada golpe, un enemigo caía, despedazado o mutilado. A pesar de que sus filas se reducían a cada momento, su ferocidad no disminuía. La influencia de Lucan los había transformado en una fuerza imparable, su sed de sangre alimentada por el ejemplo de su comandante. Aunque muchos caían, cada uno se llevaba a varios enemigos consigo antes de sucumbir, dejando un rastro de destrucción a su paso.
Desde las alturas, los arqueros y ballesteros de Lucan comenzaron a apoyarlos nuevamente. Sus flechas y virotes llovían sobre las filas enemigas con una precisión letal, perforando armaduras y dejando cadáveres por doquier. Los soldados de Lena intentaban reorganizarse bajo el mando de sus oficiales, pero el caos era absoluto. Y entonces, un nuevo estruendo sacudió el campo de batalla: en las entradas del valle, las tropas regulares de Lucan habían llegado, lanzando una ofensiva coordinada. Su aparición fue como un martillo que golpeaba con fuerza sobre un yunque ya fracturado.
Lucan seguía avanzando, su sonrisa ensanchándose con cada vida que arrebataba. Sus armas, una extensión de su voluntad, se movían con una fuerza y precisión imposibles de detener. Su hacha trazó un arco amplio, decapitando a dos soldados al mismo tiempo, mientras su martillo aplastaba el pecho de otro, enviando una nube de sangre y fragmentos de hueso al aire.
Garith y Dravok, a pesar de haber sido repelidos antes, se levantaron nuevamente entre la carnicería. Como bestias heridas, sus ojos ardían con determinación y rabia. Se lanzaron hacia Lucan, abriéndose paso entre las filas, mientras sus guardias personales se adelantaban para distraer a los hombres de confianza del Oso Blanco.
Lucan los vio venir y soltó una risa seca, casi de desprecio. Después de lanzar dos golpes con su hacha que segaron la vida de otros tantos enemigos, espoleó a su caballo. Su montura, una criatura oscura y poderosa como un demonio encarnado, respondió con un bramido profundo, cargando hacia adelante con una fuerza imparable.
Garith fue el primero en alcanzarlo, levantando su enorme maza con ambas manos y descargándola con un rugido que resonó por encima del clamor de la batalla. Lucan alzó su hacha para bloquear, y el choque fue tan brutal que la onda expansiva derribó a varios soldados cercanos. Garith gruñó al sentir el impacto retroceder por sus brazos, pero mantuvo su postura, intentando empujar a Lucan con su peso colosal.
Dravok, mientras tanto, giró su alabarda con una destreza mortal, buscando flanquear a Lucan. La hoja de su arma trazó un arco descendente, apuntando directamente al flanco de la bestia de Lucan. Pero el Oso Blanco reaccionó con una rapidez sobrehumana, girando su martillo y deteniendo el golpe con un impacto ensordecedor. La fuerza del bloqueo fue suficiente para hacer tambalear a Dravok, pero no retrocedió.
—¿Eso es todo lo que tienen? —rugió Lucan, su voz resonando como un trueno.
Espoleó a su caballo hacia adelante, empujando a Garith hacia atrás mientras su martillo giraba en un arco devastador hacia Dravok. El guerrero de Zanzíbar esquivó por poco el golpe, su alabarda girando nuevamente para intentar alcanzar el cuello de Lucan. Este respondió inclinándose hacia un lado, su hacha descendiendo con fuerza sobre el asta de la alabarda. El impacto fue tan brutal que astillas de madera volaron en todas direcciones, aunque la alabarda resistió.
Garith recuperó terreno y, con un rugido salvaje, embistió nuevamente. Lucan detuvo su carga con un movimiento rápido, chocando contra la maza con su martillo. El impacto hizo que la tierra bajo ellos se resquebrajara ligeramente, y ambos hombres forcejearon en un espectáculo de pura fuerza bruta.
Dravok no perdió tiempo, lanzándose a la carga una vez más. Su alabarda giró con rapidez, buscando cualquier abertura en la defensa de Lucan. Logró un impacto parcial en la pierna de su montura, pero la criatura apenas reaccionó, como si estuviera hecha del mismo hierro que su jinete.
Lucan rió con una ferocidad inhumana, su hacha trazando un arco horizontal que obligó a ambos generales a retroceder para evitar ser cortados en dos. Espoleó nuevamente a su caballo, arremetiendo con una brutalidad arrolladora hacia ellos.
—¡Muéstrenme de qué están hechos, perros! —bramó mientras se lanzaba hacia ellos, su figura envuelta en una aura casi sobrenatural de poder y furia.
Ambos generales lanzaron un grito de guerra al unísono, sus voces rugiendo como un trueno mientras sus monturas cargaban con toda la fuerza de un alud. Dravok y su alabarda giraban en un arco mortal, mientras Garith alzaba su maza con ambas manos, listo para descargarla con toda la furia de un titán. Lucan, firme como un coloso en el centro del caos, apretó los dientes y espoleó a su caballo, lanzándose hacia ellos en una arremetida que sacudió el aire con su pura intensidad.
Dravok fue el primero en atacar. Su alabarda trazó un arco descendente, buscando el cuello de Lucan o el flanco de su montura. Lucan movió su hacha con una rapidez que desmentía su tamaño, bloqueando el golpe con un estruendo metálico que resonó como un tambor de guerra. Antes de que Dravok pudiera reaccionar, Lucan giró su martillo con fuerza descomunal, impactando directamente en el costado del caballo de Dravok.
El impacto fue devastador. El animal relinchó con un sonido desgarrador mientras su cuerpo entero era lanzado al aire junto con su jinete. Dravok salió despedido, girando de manera caótica antes de estrellarse contra el suelo a varios metros de distancia, levantando una nube de polvo y sangre. A pesar de su caída, intentó levantarse, pero antes de que pudiera reaccionar, los Osos Blancos de Lucan estaban sobre él. Rodeado y superado en número, Dravok desenvainó su espada secundaria, listo para vender cara su vida.
Mientras tanto, Garith, el coloso de Zanzíbar, se negó a ceder. Con un rugido que parecía sacado del vientre de una bestia primitiva, espoleó a su caballo y cargó directo hacia Lucan, su enorme maza levantada como un ariete. El impacto de su montura hizo temblar el suelo, y su presencia parecía devorar todo a su alrededor.
Lucan giró su caballo para enfrentar a Garith, una sonrisa de pura satisfacción en su rostro. Con su hacha y martillo preparados, chocaron en un choque titánico. La maza de Garith descendió con una fuerza brutal, y Lucan levantó su hacha para interceptarla. El impacto fue tan colosal que una onda de choque se propagó desde el punto de contacto, levantando polvo y derribando a los soldados cercanos.
Garith volvió a atacar, esta vez girando su maza en un arco amplio que buscaba aplastar a Lucan y su montura. Lucan respondió con su martillo, golpeando la maza en un ángulo que desvió el ataque hacia un lado. Antes de que Garith pudiera recuperar su equilibrio, Lucan espoleó a su caballo, cerrando la distancia en un instante.
El hacha de Lucan descendió, buscando el flanco de Garith, pero este levantó su escudo justo a tiempo. El golpe fue tan poderoso que el escudo se deformó y Garith fue empujado hacia atrás en su montura, pero no cayó. Con un rugido de rabia, Garith contraatacó, lanzando un golpe directo al torso de Lucan. Este inclinó su cuerpo hacia un lado, esquivando por centímetros, y respondió con un golpe de su martillo al casco del caballo de Garith.
El animal relinchó y perdió el equilibrio por un momento, pero Garith logró estabilizarlo con maestría. Ambos combatientes se miraron fijamente, sus respiraciones pesadas llenando el breve momento de calma antes del siguiente asalto.
—Eres fuerte, Garith —dijo Lucan, su tono burlón teñido de respeto—, pero no lo suficiente.
Garith no respondió con palabras, sino con acción. Espoleó a su caballo nuevamente, su maza girando en un arco descendente. Lucan lo enfrentó con un rugido propio, su hacha bloqueando el golpe mientras su martillo giraba hacia la pierna de Garith. El impacto fue devastador, arrancando un grito de dolor del gigante, pero este no se detuvo. Con un movimiento desesperado, levantó su maza una vez más, intentando un golpe final.
Lucan aprovechó la apertura. Con un rugido que parecía venir de lo más profundo de su ser, se levantó sobre los estribos de su montura y descargó su martillo directamente sobre el casco de Garith. El impacto aplastó el metal y el cráneo debajo con un crujido grotesco, lanzando el cuerpo del coloso hacia atrás y fuera de su caballo. Garith aterrizó con un estruendo, su cuerpo inmóvil mientras la sangre se deslizaba por su rostro destrozado.
Lucan observó su obra por un momento, su respiración pesada pero su sonrisa intacta. Levantó su martillo ensangrentado, gritando con una furia victoriosa que resonó por todo el valle, mientras los Osos Blancos redoblaban sus esfuerzos, inspirados por la supremacía de su líder.
—¡No te olvides de mí, puto anciano de mierda! —gritó Dravok, su voz retumbando por el campo de batalla. Contra toda expectativa, había sobrevivido al ataque de los Osos Blancos, su armadura marcada con abolladuras y su cuerpo ensangrentado, pero aún lleno de rabia y determinación. Montaba ahora uno de los caballos de los hombres de Lucan, un animal oscuro y poderoso, como si el mismo destino lo hubiera provisto de un medio para seguir luchando.
Lucan, todavía montado sobre su imponente corcel, giró su cabeza al escuchar el desafío. Una sonrisa apareció en su rostro, una mezcla de respeto burlón y feroz entusiasmo. Apretó las riendas, espoleando a su caballo hacia adelante mientras levantaba su martillo y su hacha con un aire de inevitabilidad.
—Dravok, ¿aún sigues respirando? —rugió Lucan, su voz llena de un desprecio que parecía más un elogio torcido—. Será un placer acabar contigo personalmente.
Dravok no respondió. En lugar de eso, levantó su alabarda, la hoja brillante y ensangrentada reflejando el sol del mediodía, y espoleó su caballo. El animal respondió con un bramido profundo, lanzándose hacia adelante como una flecha.
La distancia entre ambos se cerró en un parpadeo, y el primer choque fue como un relámpago que sacudió el aire. Dravok atacó con precisión, su alabarda trazando un arco descendente que buscaba la garganta de Lucan. Este respondió con un movimiento rápido de su martillo, desviando la hoja con un estruendo que resonó como un trueno.
Antes de que Dravok pudiera retirarse, Lucan contrarrestó con su hacha, apuntando al flanco de su oponente. Dravok giró su alabarda en un movimiento defensivo, logrando bloquear el golpe, pero el impacto fue tan brutal que su brazo tembló bajo la fuerza.
—¡¿Eso es todo lo que tienes, perro de Zanzíbar?! —gritó Lucan, su tono burlón como el de un depredador jugando con su presa.
Dravok no se dejó intimidar. Espoleó su caballo una vez más, lanzándose en una serie de ataques rápidos, su alabarda girando en movimientos precisos y calculados. Buscó las aberturas en la defensa de Lucan, apuntando a su torso, sus brazos, incluso a las patas de su montura. Sin embargo, cada golpe era desviado o bloqueado con una maestría abrumadora.
Lucan comenzó a presionar, cambiando de una defensa sólida a una ofensiva imparable. Su martillo golpeó el aire, forzando a Dravok a retroceder, mientras su hacha trazaba arcos mortales que parecían devorar el espacio entre ellos. Cada impacto resonaba como un tambor de guerra, y cada bloqueo por parte de Dravok lo dejaba más cerca del límite de su resistencia.
—No puedes vencerme, Dravok —gruñó Lucan mientras su hacha golpeaba nuevamente, astillando el asta de la alabarda de su oponente—. Tu fuerza es admirable, pero estás jugando un juego que no puedes ganar.
Dravok, jadeante pero determinado, encontró una apertura. Con un giro desesperado, lanzó un ataque lateral que apuntaba al costado de Lucan. Este, en un movimiento casi inhumano, inclinó su cuerpo hacia atrás en su montura, dejando que la hoja de la alabarda rozara apenas su armadura. Antes de que Dravok pudiera recuperarse, Lucan giró su martillo con una fuerza devastadora, impactando directamente en el pecho de su oponente.
El golpe fue monstruoso. Dravok salió disparado de su montura, su cuerpo girando en el aire como una muñeca rota antes de caer pesadamente al suelo. El impacto levantó una nube de polvo, y su alabarda cayó lejos de su alcance.
Lucan no le dio tregua. Espoleó a su caballo, cargando hacia el hombre caído con la misma ferocidad que un dios de la guerra. Dravok, tosiendo sangre y luchando por levantarse, apenas tuvo tiempo de rodar hacia un lado antes de que el martillo de Lucan golpeara el suelo donde había estado, dejando un cráter en la tierra.
—¡Levántate! —rugió Lucan, bajándose de su caballo con un salto que sacudió el suelo. Sus armas pesadas aún brillaban con sangre—. ¡Pelea como el guerrero que dices ser!
Dravok se levantó tambaleándose, su mano encontrando una espada caída en el suelo. Con un grito de pura desesperación, cargó hacia Lucan, atacando con toda la fuerza que le quedaba. Lucan bloqueó el golpe con su hacha y contraatacó, su martillo golpeando el brazo de Dravok con un crujido grotesco que hizo que el guerrero gritara de dolor.
El combate llegó a su clímax. Lucan levantó su martillo, y con un rugido final, lo dejó caer sobre Dravok. El impacto fue brutal, aplastando su torso y enviando una onda de sangre que empapó el suelo a su alrededor.
Lucan levantó su martillo ensangrentado, mirando el cuerpo destrozado de su oponente con una mezcla de satisfacción y desdén.
—Dravok esperaba mas de ti, pero bueno este es el destino de los débiles. —Con esas palabras, volvió a subir a su caballo, listo para continuar la carnicería que había comenzado.
Lucan contemplaba la carnicería desde su montura, su expresión fija y feroz mientras el caos rugía a su alrededor. Bajo el cielo teñido de gris por el humo y las cenizas, millones de hombres se enfrentaban en una danza sangrienta de muerte y destrucción. La tierra temblaba con el peso de los ejércitos, y los ecos de los gritos de guerra, los choques de acero y los alaridos de los moribundos se mezclaban en un coro infernal que resonaba en todo el valle.
A su alrededor, la batalla se desarrollaba como una tormenta de violencia sin control. Las tropas de Zanzíbar, con sus estandartes del sol áureo sobre campo naranja y el león carmesí coronado en campo negro, cargaban junto a las fuerzas de Stirba con una determinación feroz, pero los legionarios de hierro de Lucan resistían con la ferocidad de bestias acorraladas.
Los legionarios de élite formaban una muralla de escudos de torre, sus alabardas y mazas asomando por encima como colmillos listos para desgarrar. Cada ataque de las tropas de Zanzíbar y Stirba era recibido con una disciplina brutal: los escudos detenían los golpes, y las alabardas atravesaban carne y armaduras con precisión implacable. Un soldado de Stirba, armado con una corseca ornamentada, intentó romper la línea, pero fue empalado en el acto, su cuerpo elevado sobre la alabarda de un legionario antes de ser arrojado a un lado como un muñeco roto.
Las tropas medias de los legionarios avanzaban con hachas de petos y escudos en forma de lágrima. Eran ágiles, feroces, y su combinación de velocidad y fuerza los hacía mortales. Un soldado de Stirba intentó bloquear el ataque de uno de estos guerreros con su alabarda, pero el hacha de su oponente cortó a través del asta de madera como si fuera mantequilla, antes de hundirse en su casco con un chasquido nauseabundo.
Lucan observaba cómo sus tropas ligeras, armadas con partesanas y escudos redondos, se movían rápidamente entre las líneas enemigas, atacando a los desprevenidos con movimientos rápidos y mortales. Uno de ellos lanzó su partesana con una precisión letal, atravesando la garganta de un comandante enemigo antes de volver a hundirse en la masa de soldados.
El paisaje era un espectáculo de destrucción. El suelo, ennegrecido por la sangre y la tierra, parecía latir con la vida que arrebataba. Entre los cuerpos caídos, estandartes desgarrados se mezclaban con fragmentos de armas rotas y armaduras destrozadas. Las banderas del lobo dorado en campo negro, con detalles escarlata de Zusian, ondeaban aún en medio del caos, sus portadores defendiendo sus posiciones con la ferocidad de un millón de almas sedientas de victoria.
Desde las alturas, los arqueros y ballesteros de Lucan continuaban su lluvia de muerte. Las flechas y virotes caían en oleadas interminables, perforando carne y metal por igual. La infantería ligera enemiga intentaba protegerse bajo sus escudos, pero los proyectiles encontraban las rendijas y los puntos débiles. Los gritos de los heridos y moribundos llenaban el aire mientras las tropas de Stirba y Zanzíbar comenzaban a retroceder, sus líneas debilitándose bajo el constante asedio.
La caballería de ambas fuerzas chocaba en un caos de cascos resonando y armas relucientes. La caballería pesada de Zanzíbar y Stirbar, con sus caballos cubiertos de armaduras de placas y sus martillos de guerra de dos manos y mazas, intentaba abrir un camino a través de las filas de legionarios, pero se encontraban con una resistencia feroz. Los jinetes medios de Lucan, armados con alabardas y arcos, los recibían con una lluvia de flechas antes de enfrentarlos en combate directo. Un jinete enemigo, levantando su martillo para un golpe mortal, fue derribado por una flecha que atravesó su casco, su cuerpo cayendo pesadamente al suelo mientras su caballo huía en pánico.
A pesar de su superioridad numérica, las fuerzas de Stirba y Zanzíbar se encontraban atrapadas en el terreno traicionero del valle. Las alturas, controladas por los tiradores de Lucan, les impedían maniobrar libremente, y los legionarios de hierro los desgastaban con cada avance. Sin embargo, la batalla seguía siendo ferozmente disputada.
Desde su posición, Lucan podía ver cómo algunos de los generales enemigos comenzaban a organizar contraofensivas desesperadas. Lena, con su característico mando, había logrado abrir varios caminos que antes estaban bloqueados por las tropas regulares de Lucan. Sus soldados avanzaban con disciplina, buscando flanquear a los legionarios, pero cada paso ganado les costaba una marea de vidas.
Lucan sonrió con satisfacción, sus ojos brillando con un fuego implacable. Espoleó a su caballo, dirigiéndose hacia el frente donde los combates eran más intensos. Con su martillo en una mano y su hacha en la otra, su figura imponente destacaba incluso en medio del caos. Los legionarios a su alrededor gritaban su nombre, redoblando sus esfuerzos mientras su líder avanzaba hacia la carnicería.
Lucan levantó su martillo y hacha al cielo, su rostro iluminado por una sonrisa demente mientras gritaba con una voz que dominaba el caos de la batalla:
—¡Vamos, hijos del Zusian! ¡Hoy enterramos a Zanzíbar y Stirba en este valle de muerte! ¡Sean bestias! ¡Devoren a sus enemigos con la brutalidad que nos ha definido desde siempre! ¡Hoy no habrá piedad! ¡Ni para ellos ni para nosotros! Si alguno de ustedes muere, quiero que cuando encuentren su cadáver esté rodeado de cuerpos enemigos destrozados por sus manos. ¡Y aún no veo montañas de cadáveres! ¡Ninguno tiene permitido morir hasta que esto sea un maldito infierno de sangre y huesos! ¡Venganza!
El rugido que siguió a sus palabras era casi sobrenatural. Los legionarios gritaron al unísono, un coro feroz de "¡Venganza!" que pareció estremecer el mismo cielo. Como si hubieran sido poseídos por una fuerza primal, su brutalidad y ferocidad alcanzaron nuevas alturas. Las espadas se hundían con mayor fuerza, las alabardas atravesaban con más precisión y los escudos aplastaban enemigos como si fueran nada.
Los legionarios avanzaron como una ola imparable, dejando a su paso un baño de sangre y montañas de cadáveres. Partesanas y hachas de petos destrozaban corazas, huesos y carne con la misma facilidad, mientras los enemigos caían gritando, sus cuerpos reducidos a trozos irreconocibles. Lucan, liderando desde el frente, era el epicentro de esta carnicería.
Con cada golpe de su martillo, un enemigo salía despedido, su cuerpo quebrado como una muñeca rota. Un soldado de Stirba intentó bloquear el impacto con su escudo, pero el martillo de Lucan lo atravesó como si fuera papel, hundiéndose en su pecho y lanzándolo hacia atrás, chocando contra otros dos soldados que quedaron atónitos antes de ser aplastados por los cascos de la caballería pesada.
A su paso, los estandartes de Stirba y Zanzíbar caían uno tras otro. Los legionarios de caballería pesada, montados sobre imponentes caballos blindados, cargaron por el centro, rompiendo las líneas enemigas con fuerza devastadora. Los martillos de guerra de dos manos y las alabardas despedazaban a cualquier soldado que osara interponerse. La sangre salpicaba por el aire, cubriendo el suelo como un manto carmesí.
En el corazón de la batalla, Lucan divisó a su próximo objetivo: el cuartel general enemigo. Su mirada se fijó en Antorius Kray, un general de Stirba que destacaba por su imponente figura y su armadura escarlata reluciente, adornada con intrincados grabados que narraban su ilustre carrera militar. Su cabello esmeralda ondeaba al viento, y su sola presencia parecía infundir coraje a sus tropas, que redoblaron sus esfuerzos para contener a los legionarios.
Lucan rió, un sonido oscuro y lleno de desprecio.
—¡Así que aquí estás, Kray! —gritó mientras espoleaba a su caballo para cargar directamente hacia él—. ¡Eres fuerza bruta, pero yo soy la tormenta que devora mundos!
Antorius Kray no esperó. Con un rugido de desafío, levantó su enorme maza de guerra y cargó contra Lucan, el suelo temblando bajo los cascos de sus caballos. Sus ojos ardían con determinación, y su golpe inicial fue devastador, un arco de pura fuerza que buscaba aplastar a Lucan con un solo movimiento.
Lucan, sin embargo, no retrocedió. Su caballo giró con precisión, evitando el golpe por un pelo. Con una fuerza descomunal, Lucan levantó su martillo y lo lanzó contra el yelmo de Antorius, el impacto resonando como un trueno y lanzándolo hacia atrás en su silla. Antes de que Kray pudiera recuperarse, Lucan cerró la distancia, su hacha cortando el aire en un movimiento mortal que fue bloqueado en el último segundo por la maza del general.
El choque entre los dos titanes era como un duelo entre dioses. Los golpes de Antorius eran brutales, su maza aplastaba escudos y armaduras con facilidad, pero la habilidad y la velocidad de Lucan eran insuperables. Esquivaba, contraatacaba, y cada movimiento suyo estaba cargado de una precisión mortal que superaba con creces la fuerza bruta de su oponente.
Alrededor de ellos, la batalla continuaba. Los soldados, tanto amigos como enemigos, luchaban desesperadamente por sobrevivir en el infierno desatado. Los gritos de los moribundos, el chocar del acero y el rugido de los caballos se mezclaban en una cacofonía que parecía no tener fin.
Lucan finalmente encontró una apertura. Con un giro hábil de su caballo, bloqueó el siguiente golpe de Kray con su martillo, el impacto resonando con un eco metálico que casi ahogó el clamor de la batalla. Sin darle tiempo a recuperarse, Lucan llevó su hacha en un arco brutal hacia el pecho del general de Stirba. El filo se hundió en la armadura escarlata, desgarrándola como si fuera papel. El sonido del acero atravesando carne y hueso fue seguido por un grito desgarrador. Kray se tambaleó, su caballo girando erráticamente mientras la sangre brotaba a borbotones de su herida mortal.
—¡Este es tu final, Kray! —gruñó Lucan, su voz grave y cargada de desprecio.
Con un gesto descomunal, levantó el cuerpo aún con vida de Kray, quien, a pesar de su herida fatal, intentó blandir su maza una última vez. Su esfuerzo fue inútil. Lucan lo miró con una mezcla de furia y éxtasis antes de lanzarlo con toda su fuerza hacia un grupo de jinetes enemigos que cargaban por su flanco derecho. El cuerpo de Kray impactó con fuerza, derribando a varios hombres y sus monturas en un caos de gritos, sangre y polvo.
Lucan volvió su mirada al frente, y sus ojos se posaron en los generales restantes. Su sonrisa se ensanchó, salvaje y predadora, mientras su mente calculaba el siguiente movimiento. Frente a él, los líderes enemigos se reunían, resistiendo con ferocidad el asedio implacable de los legionarios de hierro. Entre ellos destacaba una figura femenina en armadura roja decorada con los símbolos de Stirba: Lena. Aunque nunca había enfrentado personalmente a esta famosa general, había oído de su reputación. Una estratega astuta, letal en combate, y líder carismática que siempre lideraba desde el frente.
A su lado estaba un hombre de cabello rubio y armadura dorada con ribetes negros: un general de Zanzíbar, cuya fama Lucan desconocía sabia el nombre pero no le importaba, pero que manejaba su espada con habilidad mientras rugía órdenes a sus tropas. Junto a ellos, dos figuras más: Roderick Brann, un viejo bastardo a quien Lucan había enfrentado en el pasado. La cicatriz que cruzaba el rostro de Roderick era un recuerdo permanente de su último encuentro. Y finalmente, Markus Derron, otro general de Stirba cuya presencia imponente dejaba claro que no sería fácil de derrotar.
Lucan sonrió, un destello de dientes bajo su casco manchado de sangre.
—Hoy será el día en que sus nombres sean olvidados.
Las guardias personales de los generales, guerreros de élite preparados para protegerlos a toda costa, se lanzaron al ataque. Los jinetes con sus relucientes armaduras y enormes armas, cargaron al unísono, seguidos de unos Norvadianos, los guardias personales de Lena. Estos últimos eran una visión aterradora: hombres altos y robustos, con armaduras blancas que apenas ocultaban su salvajismo. Norvadianos, hombres que luchaban como si fueran bestias enloquecidas, gritando con una furia primitiva que resonaba por encima del caos.
Lucan espoleó a su caballo y lideró la contracarga junto a los Osos Blancos, su guardia personal. A diferencia de los Norvadianos, los Osos Blancos eran brutalidad controlada, una fuerza disciplinada que combinaba instinto asesino con precisión mortal. Sus golpes eran certeros, sus defensas impenetrables, y su lealtad a Lucan absoluta.
El choque de ambas fuerzas fue como un terremoto. Las lanzas se rompieron, los escudos se astillaron, y la sangre salpicó el aire. Lucan, en medio del caos, destrozaba enemigos con cada movimiento. Un martillazo enviaba a un jinete volando de su montura, su cuerpo estrellándose contra el suelo con un crujido ominoso. Un giro rápido de su hacha decapitaba a un berserker que había intentado abordarlo desde un flanco.
Frente a él, los Norvadianos demostraban por qué eran tan temidos. Estos guerreros parecían no sentir dolor, luchando con una ferocidad que desafiaba la lógica. Uno de ellos, con el torso descubierto y cubierto de cicatrices, rompió un escudo con sus propias manos antes de hundir su espada en el cuello de un Oso Blanco. Otro, armado con un hacha de doble filo, cargó contra Lucan con un rugido bestial.
Lucan giró su caballo justo a tiempo para bloquear el golpe con su martillo, el impacto resonando como un trueno. Con un rugido propio, Lucan devolvió el ataque, su hacha encontrando su marca en el pecho del berserker y partiendo su cuerpo en dos.
—¡Impresionante, pero inútil! —gritó Lucan, su voz cargada de desafío mientras seguía avanzando, aplastando enemigos bajo los cascos de su caballo.
Los Osos Blancos, liderados por su señor, comenzaron a abrirse paso hacia los generales. La masacre que dejaban a su paso era indescriptible: cuerpos desmembrados, cabezas aplastadas, y un río de sangre que teñía el campo de batalla. Sin embargo, la resistencia de los Norvadianos y los demas guardias demostraba ser un obstáculo considerable, alargando la batalla en un espectáculo de brutalidad y desesperación.
Lucan no se detendría. Su cuerpo, bañado en sangre y cubierto de pequeños cortes, parecía una estatua de guerra esculpida por el caos y la violencia. Sus ojos estaban fijos en Lena Varys, el tercer general de Stirba, cuyos ojos verdes ardían con una furia que podría haber intimidado a cualquiera, pero no a Lucan. Su sonrisa se ensanchó al notar cómo su presencia parecía provocar un conflicto interno en los generales enemigos.
Lena estaba al borde de estallar. La rabia bullía dentro de ella como un volcán listo para hacer erupción. Apretó con fuerza la guadaña de guerra que portaba, una herramienta de destrucción tan letal como su portadora. Su montura, un imponente corcel blanco cubierto con una armadura plateada, parecía sentir la tensión en el aire, relinchando mientras Lena lo controlaba con un firme tirón de las riendas.
Roderick Brann y Markus Derron, al notar su intención de cargar, intentaron detenerla.
—¡Espera, Lena! —rugió Roderick, mientras colocaba su caballo en su camino—. ¡No es momento de actuar por impulsos!
Markus también alzó su voz, aunque más fría y calculada. —No subestimes a ese hombre. Ya nos ha demostrado de lo que es capaz.
Pero sus palabras fueron inútiles. Lena, con una mirada asesina, apartó su caballo de un brusco giro, ignorando los intentos de sus compañeros.
—¡A la mierda con ambos! —gritó con una mezcla de ira y determinación. Espoleó su corcel blanco, que respondió con un relincho ensordecedor, y cargó directamente contra Lucan.
El líder de los Osos Blancos observó su avance con una mezcla de asombro y deleite. La rabia de Lena no era ciega ni descontrolada; era calculada, dirigida, un arma tan letal como la guadaña que blandía. El silbido del aire cuando el arma cortaba el espacio se podía sentir incluso desde la distancia.
Lucan giró su caballo para enfrentarla, su martillo y su hacha listas en cada mano. Espoleó su montura y comenzó a avanzar, su propia carga resonando como un trueno mientras sus tropas se apartaban para dejar espacio a lo que prometía ser un enfrentamiento titánico.
El impacto inicial fue devastador. Lena giró su guadaña en un arco amplio, buscando desestabilizar a Lucan, pero este alzó su martillo justo a tiempo, bloqueando el golpe con un estruendo que envió chispas al aire.
—Eres más fuerte de lo que pareces, mujer —gruñó Lucan, sus músculos tensándose al desviar el ataque.
—Y tú eres más bruto de lo que esperaba —respondió Lena con una sonrisa sardónica, mientras maniobraba su caballo con destreza para rodearlo y atacar de nuevo.
Lena no era solo rápida; era precisa. Cada giro de su guadaña parecía diseñado para aprovechar la mínima apertura en la defensa de Lucan. La hoja cortaba el aire, buscando el cuello, las piernas o incluso las riendas de su caballo, mientras ella mantenía una postura firme y controlada.
Lucan, aunque más lento, era implacable. Su fuerza descomunal compensaba cualquier desventaja en agilidad. Cuando Lena logró acercarse lo suficiente, él lanzó un golpe con su martillo que apenas rozó el borde de su armadura, pero la fuerza del impacto fue suficiente para hacer tambalear su corcel.
—¡Vamos! ¡Muéstrame qué más tienes, general! —gritó Lucan con una mezcla de burla y entusiasmo, mientras giraba su caballo para evitar un nuevo ataque.
Lena respondió con una risa áspera y un golpe descendente que cortó el aire hacia el casco de Lucan. Este, con reflejos asombrosos para alguien de su tamaño, esquivó el ataque inclinándose hacia un lado y contrarrestó con un arco horizontal de su hacha. Lena apenas alcanzó a levantar la guadaña para bloquear el golpe, pero la fuerza detrás del impacto la obligó a retroceder.
La batalla entre ambos era feroz, cada uno demostrando por qué habían llegado a liderar ejércitos tan formidables. Lena, con movimientos fluidos y ataques calculados, mantenía a Lucan a la defensiva, mientras que él, con su fuerza bruta y resistencia sobrehumana, lograba romper su ritmo cada vez que encontraba una abertura.
En un momento, Lena aprovechó un descuido mínimo y logró que la punta de su guadaña rasgara el costado de Lucan, dejando una herida superficial pero visible.
—Parece que no eres invencible después de todo, Lucan. —Su voz era burlona, pero sus ojos no mostraban ni un ápice de complacencia.
Lucan se miró el costado y soltó una carcajada estruendosa. —¡Perfecto! Finalmente alguien que sabe cómo pelear.
Con un rugido, Lucan volvió a cargar, su caballo golpeando el suelo con fuerza mientras él levantaba su martillo para un golpe devastador. Lena giró su montura para esquivar, pero Lucan estaba preparado. Con su hacha, lanzó un barrido lateral que obligó a Lena a inclinarse peligrosamente hacia atrás para evitarlo, casi perdiendo el equilibrio.
El choque entre Lucan y Lena se intensificaba con cada segundo, una danza mortal de fuerza bruta y habilidad refinada que parecía eclipsar el caos a su alrededor. El estruendo de sus armas resonaba como un tambor de guerra, marcando el ritmo de un enfrentamiento que mantenía a todos los combatientes cercanos al borde de la parálisis, observando en un trance asombrado.
Lena, con su guadaña de guerra girando en amplios arcos letales, se movía con una velocidad y precisión que desafiaban su apariencia. Cada ataque estaba calculado, cada golpe dirigido a los puntos más vulnerables de Lucan o su montura. Su corcel blanco, ágil y obediente, respondía a sus órdenes casi como si fuera una extensión de su cuerpo, danzando entre los intentos de Lucan de alcanzarla.
Lucan, en contraste, era la encarnación de la fuerza desatada. Aunque sus movimientos carecían de la gracia de Lena, cada golpe de su martillo o barrido de su hacha era un espectáculo de poder destructivo. Cuando su hacha encontró una brecha en la defensa de Lena, la fuerza del impacto arrancó un pedazo de la armadura de su hombro, dejando al descubierto carne y sangre. Lena apenas flaqueó, su rostro torcido en una mezcla de dolor y una ferocidad que rivalizaba con la de Lucan.
—¡Eso es todo, general! Muéstrame tu mejor cara antes de que te aplaste como a los demás. —Lucan rugió, su voz rasgando el aire como un relámpago.
Lena no respondió con palabras, sino con un ataque feroz. Espoleó su corcel hacia Lucan, inclinándose en su montura mientras giraba su guadaña en un arco que parecía destinado a decapitarlo. Lucan apenas tuvo tiempo de alzar su martillo, bloqueando el golpe con un estruendo ensordecedor que envió una onda de choque visible en el aire.
El impacto fue tan brutal que ambos caballos retrocedieron tambaleándose. Lena usó la inercia para maniobrar, girando su arma en un movimiento fluido y atacando nuevamente antes de que Lucan pudiera estabilizarse por completo. Esta vez, su guadaña encontró la pierna de Lucan, rasgando la armadura y dejando un corte profundo que hizo que el líder de los Osos Blancos gruñera de dolor.
—¿Te gusta el sabor de tu propia sangre, Lucan? —espetó Lena, con una sonrisa torcida mientras su cabello ondeaba al viento, empapado de sudor y sangre.
Lucan soltó una carcajada ronca, sus ojos brillando con una mezcla de respeto y desafío.
—Es un buen comienzo. Pero si eso es lo mejor que tienes, me temo que morirás demasiado pronto.
Con un rugido, Lucan cargó de nuevo, esta vez con una furia renovada. Su martillo cayó como un meteoro hacia el costado de Lena, quien lo bloqueó en el último segundo con su guadaña. La fuerza del golpe hizo que sus brazos temblaran, pero ella usó su ventaja en velocidad para girar alrededor de él, buscando un ángulo para atacar.
Lena lanzó una serie de golpes rápidos, sus movimientos una tormenta de hojas afiladas que obligaron a Lucan a retroceder por primera vez. Aunque cada golpe encontraba resistencia en la gruesa armadura del líder, uno logró abrir una grieta en su peto, dejando al descubierto una línea de sangre que corría por su costado.
Lucan respondió con un giro salvaje de su hacha, forzando a Lena a retroceder. Su caballo relinchó, y ella aprovechó el momento para reposicionarse. Ambos combatientes se miraron fijamente, sus respiraciones pesadas formando nubes de vapor en el aire frío del valle.
Era un enfrentamiento igualado en su propia forma brutal: la fuerza sobrehumana de Lucan contra la astucia y habilidad de Lena. Ella era como un huracán, imparable y feroz, mientras que él era una montaña, inamovible y devastadora. Pero poco a poco, la superioridad de Lucan comenzó a imponerse.
Lena atacaba con una ferocidad casi sobrenatural, su guadaña trazando arcos letales que brillaban bajo el sol teñido de sangre. Cada movimiento suyo era rápido y preciso, buscando las grietas en la defensa de Lucan, que bloqueaba con un ritmo constante y un poder aplastante. Sin embargo, la diferencia en fuerza empezó a hacerse evidente. En un giro desesperado para esquivar el martillo de Lucan, Lena perdió el control momentáneo de su montura, y eso fue suficiente para que él tomara la ventaja.
Lucan soltó un rugido mientras su martillo descendía con una fuerza devastadora, golpeando de lleno la guadaña de Lena y rompiendo parte del mango de madera reforzada. El impacto hizo que su caballo tambaleara, y Lena perdió el equilibrio, quedando casi desarmada. A pesar de su destreza, no pudo evitar el siguiente ataque: un golpe brutal de Lucan que alcanzó su costado, destrozando su armadura y arrojándola de su corcel.
Ella cayó al suelo, jadeando y sangrando, pero sus ojos seguían llenos de desafío. Lucan desmontó lentamente, su enorme figura proyectando una sombra sobre Lena. Su respiración era pesada, el cansancio comenzaba a acumularse en su cuerpo después de tanto derramamiento de sangre, pero su sonrisa no había desaparecido.
—Eres más resistente de lo que esperaba, pero al final, eres como todos los demás. —Su voz era grave, cargada de burla y desprecio mientras levantaba su martillo para dar el golpe final.
Sin embargo, antes de que pudiera matarla, una alabarda se interpuso entre él y su presa. Lucan giró con una mezcla de sorpresa e irritación, encontrándose con la figura de Roderick Brann. El viejo general lo miraba con una rabia contenida, su expresión marcada por cicatrices y el peso de años de batalla.
—¡Markus, llévate a Lena y retírate! —ordenó Roderick con firmeza, sin apartar la mirada de Lucan. Su voz era grave, cargada de la convicción de alguien que sabía que estaba a punto de enfrentarse a su final. —¡Alric, te doy el mando del ejército! ¡Saca a nuestras fuerzas de aquí! Yo lo voy a detener.
—¡No! —gritó Lena, jadeando mientras Markus intentaba cargarla en su caballo. Su rostro estaba torcido de ira y dolor, pero su voz resonaba con la fuerza de su voluntad—. ¡No, Roderick, qué mierda haces! ¡No tú! ¡Manda a mi puta guardia! ¡Manda a los Cazadores del Invierno! ¡Que alguien mate a ese bastardo!
Lena luchaba por liberarse de Markus, pero el otro general la retenía con fuerza.
—¡Lena, basta! —rugió Markus, su tono teñido de desesperación y autoridad—. ¡Haz caso por una vez, maldita sea! ¡Roderick lo hará mejor que cualquiera de nosotros!
Mientras tanto, Lucan esbozó una sonrisa que helaría la sangre de cualquiera. Era un gesto frío, calculador, casi burlón, mientras sus ojos evaluaban a Roderick con la indiferencia de un depredador que ha encontrado a su próxima presa.
—Qué conmovedor. El viejo héroe sacrificándose por su amada pupila. —Lucan levantó su martillo, dejándolo descansar sobre su hombro mientras su voz resonaba con un tono cargado de desprecio—. Pero no importa cuántos de ustedes vengan, todos caerán igual.
Roderick no respondió. Sus ojos, endurecidos por años de combate y marcados por cicatrices, se clavaron en los de Lucan. Ajustó el agarre de su alabarda, tomando una postura defensiva que irradiaba experiencia y determinación. No necesitaba palabras; su silencio era un grito de desafío, una promesa de que haría todo lo necesario para frenar al monstruo frente a él.
Lucan soltó una carcajada, profunda y gutural.
—Vamos, viejo amigo. Muéstrame de qué estás hecho... o ¿correrás como un cobarde, como las veces anteriores que osaste enfrentarme? —Su voz goteaba burla y desprecio, cada palabra diseñada para hundirse como un cuchillo en la moral de Roderick.
El viejo general no titubeó. Dio un paso al frente, su alabarda brillando con la luz menguante del día, un arma que había reclamado incontables vidas en el pasado.
Lucan fue el primero en atacar. Con una velocidad que parecía imposible para alguien de su tamaño, levantó su martillo y lo dejó caer con una fuerza devastadora. El suelo tembló cuando Roderick apenas logró desviar el golpe con la hoja de su alabarda, el impacto arrancándole un gruñido de esfuerzo.
—No está mal, viejo. Pero necesitarás más que eso. —Lucan no perdió el ritmo y giró sobre sus talones, lanzando un golpe lateral que obligó a Roderick a retroceder rápidamente, dejando un surco en el suelo donde el martillo había caído.
Roderick respondió con una estocada directa, apuntando al pecho de Lucan, pero este bloqueó el ataque con la base de su martillo. La alabarda resonó como un trueno al chocar contra el acero, y ambos hombres se miraron fijamente, sus respiraciones aceleradas pero sus voluntades intactas.
El intercambio continuó, brutal y despiadado. Lucan avanzaba como una tormenta, cada golpe suyo buscando aplastar a Roderick con la fuerza de un terremoto. Por su parte, el viejo general era como una roca en medio del vendaval, desviando ataques, esquivando y buscando cualquier apertura en la defensa de Lucan.
Finalmente, un giro inesperado en el combate: Roderick encontró un momento de debilidad. Con un movimiento ágil, se lanzó hacia el costado de Lucan y hundió la punta de su alabarda en su costado, atravesando la armadura y arrancándole un gruñido de dolor.
—¡Finalmente! Un golpe decente... pero no suficiente! —rugió Lucan, apartando la alabarda con una fuerza brutal y girando con su martillo en alto.
El golpe fue decisivo. Roderick no pudo evitarlo. El martillo cayó con un estruendo ensordecedor, aplastando el escudo que el viejo había levantado para protegerse y lanzándolo al suelo. Sangre brotó de su boca mientras intentaba levantarse, pero Lucan no le dio tiempo.
—Has luchado bien, viejo... pero este es tu final.
Lucan alzó su martillo una vez más y lo dejó caer con un impacto que terminó con la vida de Roderick. Su cuerpo quedó inmóvil, pero incluso en la muerte, su rostro conservaba una expresión de desafío, como si hubiese logrado su propósito.
El rugido de Lucan llenó el aire, resonando por todo el campo de batalla. Sin embargo, mientras él reclamaba su victoria, el ejército de Zanzíbar y Stirba comenzó su retirada. Los esfuerzos de Roderick habían comprado el tiempo necesario para que las fuerzas enemigas escaparan del valle.
Lucan contempló el caos con una mezcla de emociones encontradas. La victoria era suya, pero el precio había sido alto, y la retirada del enemigo, aunque desordenada, significaba que aún había una amenaza latente. Su ejército, exhausto y ensangrentado, rugía su triunfo. Los hombres recolectaban armas, cuerpos y suministros, asegurándose de que nada útil quedara atrás en aquel campo de muerte.
Horas después, mientras la columna avanzaba lentamente hacia uno de los fuertes de campaña, un jinete emergió del horizonte, tambaleándose sobre un caballo al borde del colapso. El mensajero, empapado en sangre, apenas podía mantenerse erguido; su brazo izquierdo terminaba en un muñón envuelto en vendas improvisadas.
Lucan desmontó de su corcel al verlo, con una mezcla de preocupación y expectación.
—Habla —ordenó con una voz firme, mirando al hombre a los ojos.
El mensajero jadeó, luchando por respirar antes de soltar las palabras que llevaba consigo:
—General... un mensaje... del comandante Ottokar. —El hombre tragó saliva, intentando continuar—. Los pasos del flanco izquierdo están a salvo. Pero... las defensas del flanco derecho... fueron superadas rápidamente. El cebo fue ignorado. Básicamente... el flanco derecho ha caído. Ahora estamos... vulnerables.
Lucan permaneció en silencio por un momento, procesando la información. Sus ojos brillaron con una mezcla de frustración y una sombría admiración.
—Eres un bastardo astuto y molesto, Darian —murmuró para sí mismo, recordando a su adversario. Una sonrisa siniestra apareció en su rostro mientras meditaba—. Usar toda tu fuerza principal como distracción para abrir un camino... Inteligente. Despiadado. Debería habérmelo esperado.
Tras un breve suspiro, Lucan se giró hacia sus oficiales cercanos y dio sus órdenes, su voz resonando como un trueno en la noche.
—¡Transmitan esto a todas las unidades! Nos retiramos del paso de Khorathor y nos reagrupamos en las Colinas de Murath, en nuestro campamento original. Será una retirada rápida. No quiero que ninguna tropa quede atrás. ¡Ahora!
Los mensajeros se dispersaron de inmediato, encendiendo señales de humo y llevando las órdenes a los diversos destacamentos del ejército. El movimiento comenzó con precisión militar, mientras los legionarios dejaban atrás el campo de batalla que había sido su hogar y su tumba durante días.
Esa noche, el ejército de Zusian se retiró de los pasos de Khorathor. Las tropas, agotadas pero disciplinadas, dejaron el terreno que tanto habían luchado por mantener. El sacrificio había sido monumental: en las semanas de batalla en Khorathor, Lucan había perdido casi 5 millones de hombres. A pesar de ello, las legiones de hierro habían infligido un daño devastador al enemigo, masacrando a más de 20 millones de soldados de Zanzíbar y Stirba.
Ademas con la anterior batalla en las Colinas de Murath esa tumba de millones, Lucan había perdido otros 2 millones de hombres. Su ejército, que había comenzado con 11 millones, se reducía ahora a apenas 4 millones de soldados.
Sin embargo, la carnicería que él y sus tropas habían desatado no tenía precedentes. En las Colinas de Murath, las fuerzas combinadas de Stirba y Zanzíbar habían perdido otros 20,100,000 soldados. En total, de los más de 71 millones que habían comenzado la ofensiva contra Lucan, solo quedaban 51,150,000 hombres.
A pesar de las pérdidas, Lucan no veía la situación como una derrota. Los desgasto todo lo que pudo y pronto llegarian refuerzos