Lena Varys, la tercera general de Stirba, era una figura imponente en el campo de batalla, una mujer cuya reputación rivalizaba con la de los guerreros más legendarios de su tiempo. Su posición, justo debajo de Arkadi Roganov, el temido Primer General de Stirba, y de Darian Khoras, el frío y calculador Segundo General, no era casualidad. Lena era reconocida no solo por su destreza en combate, sino por un intelecto estratégico que la colocaba en un nivel comparable al propio Darian y a Kaelric Vardros, el estratega personal del duque Maximiliano.
Pero incluso con todo su ingenio y experiencia, Lena estaba frustrada. No, frustrada era un término demasiado suave. Estaba furiosa y genuinamente sorprendida. Habían pasado cuatro días luchando sin tregua contra las treinta legiones de hierro del Ducado de Zusian, y a pesar de que esas fuerzas estaban visiblemente desgastadas, su resistencia era algo fuera de lo común. Calculaba que, de los once millones novecientos cuarenta mil soldados que Zusian había desplegado al inicio de la campaña, quedaban apenas ocho millones en pie, y aun así, parecían inagotables. Por el contrario, las fuerzas combinadas de Stirba y Zanzíbar todavía contaban con al menos sesenta millones de soldados, pero esa abrumadora superioridad numérica no estaba resultando suficiente para romper las líneas enemigas.
Lena había enfrentado guerreros formidables antes. No era ajena a la brutalidad de los combates más sangrientos, especialmente en las costas del continente de Norvadia. Aquellas tierras hostiles, dominadas por montañas cubiertas de nieve y azotadas por inviernos interminables, habían sido el escenario de algunas de las batallas más feroces de su carrera. Allí, la supervivencia dependía de la astucia y de una fuerza implacable. Había liderado tropas contra invasores que se asemejaban más a bestias con piel humana que a soldados; guerreros individuales tan poderosos y violentos que podían arrasar con decenas de hombres normales antes de ser derribados. Sus recuerdos de esos enfrentamientos estaban impregnados de sangre y sudor, y había creído que ningún ejército podría igualar la ferocidad de aquellos invasores nórdicos.
Sin embargo, ahora se encontraba frente a algo que rivalizaba con esa experiencia. Los soldados de Lucan no solo eran veteranos endurecidos por incontables campañas, sino que su fuerza tanto individual como colectiva era asombrosa. Cada legionario de hierro luchaba con una precisión y brutalidad que hacía parecer que estaban hechos de un material distinto, algo más resistente y letal que la carne común. Sus movimientos eran disciplinados hasta el extremo, sus formaciones parecían impenetrables, y su voluntad, inquebrantable.
Lena observaba la batalla desde un saliente estratégico en una de las montañas que dominaban el paso de Khorathor. Desde allí, podía ver cómo sus tropas, inmensamente superiores en número, chocaban contra las líneas enemigas como olas contra una roca. Los sonidos del combate resonaban en el aire: el estruendo metálico de las espadas al chocar, los gritos desesperados de los heridos y el retumbar constante de las catapultas y los cañones. La nieve que cubría el suelo estaba teñida de rojo, y los cadáveres se amontonaban en grotescas pilas, un recordatorio del alto costo de cada centímetro de terreno ganado.
—¿Cómo demonios lo hacen? —murmuró para sí misma, apretando los dientes mientras sus ojos recorrían la escena.
A su lado, un joven oficial se atrevió a hablar.
—General, tal vez deberíamos reconsiderar la estrategia. Estos hombres… no son como los demás.
Lena lo fulminó con la mirada, su voz era un susurro gélido cargado de autoridad.
—¿Reconsiderar? ¿Quieres que retrocedamos ante un enemigo que ya está debilitado? Si nosotros, con sesenta millones de soldados, no podemos aplastarlos, ¿qué esperanza tenemos contra el resto de sus fuerzas?
El oficial tragó saliva, incapaz de responder.
De pronto, un mensajero llegó corriendo, cubierto de barro y sangre, su rostro pálido como la nieve que pisaba.
—General Varys, han roto nuestras líneas en el flanco izquierdo. ¡Sus jinetes pesado avanzan hacia los cañones!
Lena no respondió de inmediato. En lugar de eso, se giró hacia sus comandantes cercanos y comenzó a dar órdenes con la precisión y velocidad que la caracterizaban.
—Envía a la segunda y tercera división de infantes pesados para reforzar el flanco izquierdo. Los infantes medios deben cubrir los cañones a toda costa. Y quiero que el artillero principal apunte sus baterías directamente al centro de su formación. No importa el costo, vamos a abrirles una brecha.
Mientras hablaba, su mente trabajaba frenéticamente, analizando los patrones de ataque de las legiones de hierro. Había algo en su forma de luchar que iba más allá de la simple disciplina. Era como si estuvieran sincronizados, como si compartieran un propósito único que los hacía actuar como una sola entidad.
Lena se detuvo un momento, mirando nuevamente el campo de batalla. Y fue entonces cuando lo vio: Lucan, el comandante enemigo, estaba en el centro de su ejército, rodeado por un grupo de soldados que destacaban incluso entre las legiones de hierro. Su figura era inconfundible, incluso a la distancia. Lucan no estaba oculto ni protegido; estaba allí, al frente, liderando a sus hombres como un verdadero general.
Una sonrisa torcida se formó en los labios de Lena. Había algo intoxicante en el desafío, algo que encendía un fuego en su pecho. Era lo que más deseaba: una buena pelea. A pesar de su apariencia delicada, con movimientos gráciles y un cuerpo que parecía haber sido esculpido más para la danza que para la guerra, Lena era una combatiente formidable. Aquellos que la subestimaban por su falta de músculos prominentes pronto descubrían su error mortal. En combate uno a uno, jamás había sido derrotada, ni siquiera en los duelos más arduos entre generales.
—Así que ahí estás, maldito oso viejo. Muy bien, si quieres jugar, juguemos.
Con esas palabras, Lena extendió la mano hacia su arma personal: su guadaña de guerra, un instrumento que era tanto una obra de arte como una herramienta de destrucción. La guadaña estaba forjada de acero negro con un filo tan afilado que parecía capaz de cortar incluso la misma luz. El asta, hecha de un extraño metal azulado que brillaba tenuemente en la penumbra, estaba grabada con intrincados patrones rúnicos que narraban antiguas victorias y promesas de muerte. La hoja, curvada con una perfección mortal, era lo suficientemente larga como para partir a un hombre por la mitad de un solo golpe. En la base del asta había un contrapeso esférico, diseñado para equilibrar cada movimiento, y también podía usarse como un arma contundente en un giro rápido. Esa guadaña no solo era un arma; era una extensión de Lena, un símbolo de su determinación y su ferocidad en combate.
Antes de que pudiera dar las órdenes necesarias y entrar en acción, una mano firme y pesada se posó en su hombro. Al girarse, sus ojos se encontraron con los de Roderick Brann, un hombre cuya presencia imponía respeto inmediato. Roderick era uno de los generales más veteranos y experimentados de Stirba, y durante muchos años había sido el mentor de Lena, su guía en el intrincado arte de la guerra. Era un hombre alto y robusto, con el cabello rubio platinado recogido en una trenza larga que caía por su espalda, un símbolo de su orgullo y experiencia como líder militar. Su rostro estaba marcado por cicatrices profundas, cicatrices que contaban historias de batallas contra enemigos formidables.
Roderick llevaba una armadura roja brillante, adornada con detalles de acero oscuro. Cada rasguño y abolladura en esa armadura era un recordatorio de los innumerables combates que había librado. Sus ojos grises eran fríos y calculadores, aunque Lena sabía que detrás de esa fachada severa había un hombre con un fuerte sentido del honor. Era una figura que inspiraba lealtad absoluta en sus tropas, un líder que siempre estaba dispuesto a luchar en la primera línea junto a sus hombres.
—Se prudente, Lena —dijo con voz grave, casi un gruñido, mientras retiraba su mano del hombro de ella. Su mirada se dirigió hacia el distante Lucan, que aún se mantenía visible en el horizonte, rodeado por sus tropas de élite—. Lucan no está ahí por casualidad. No vino solo para dirigir; está tentando tu ira, tratando de atraer tu atención.
Lena alzó una ceja, ligeramente molesta pero también curiosa.
—¿Temes que caiga en su trampa, maestro?
Roderick negó con la cabeza, su trenza moviéndose con el gesto.
—No temo por ti, Lena. Conozco tu fuerza y tu astucia. Pero Lucan… —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Lucan no es un enemigo cualquiera. Lo he enfrentado antes, y sé lo que es capaz de hacer. No vino aquí solo para defender estas montañas; tiene un plan, uno que todavía no hemos comprendido del todo.
Lena frunció el ceño. Sabía que Roderick hablaba desde la experiencia. Era uno de los pocos hombres que había sobrevivido a un enfrentamiento directo con Lucan, conocido como el Oso Blanco. Aquella vez, Roderick apenas había escapado con vida, y sus relatos sobre la ferocidad y la astucia del comandante enemigo eran legendarios.
—Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó Lena, cruzándose de brazos mientras sus ojos seguían fijos en Lucan.
Roderick la miró fijamente, sus ojos fríos suavizándose apenas.
—Sugiero que no juegues su juego. Si Lucan está ahí, es porque quiere que estés aquí, observándolo. Necesitamos atacarlo, sí, pero no bajo sus términos. Déjame dirigir la próxima ofensiva mientras tú planeas una estrategia para desmantelar su retaguardia. Si lo enfrentamos de frente sin un plan más sólido, podríamos perder mucho más que hombres.
Lena consideró sus palabras. Aunque odiaba admitirlo, había sabiduría en lo que Roderick decía.
—Muy bien —respondió Lena finalmente, con una sonrisa que apenas asomaba en la comisura de sus labios, cargada de una determinación fría y feroz—. Pero si algo sale mal, no dudes en pedirme ayuda. Este no es un enemigo al que pueda subestimarse.
Roderick asintió con gravedad y se giró para organizar su ofensiva. Con una orden firme, reunió a su guardia personal, un grupo de mil hombres veteranos y curtidos en innumerables batallas, conocidos como los Lamentos Carmesíes. Estos soldados eran una élite feroz, cada uno con una placa de acero rojo oscuro que parecía estar manchada permanentemente con la sangre de sus enemigos. No eran solo guerreros; eran máquinas de guerra humanas, adiestrados para pelear hasta el último aliento.
Mientras Roderick marchaba hacia el frente, Lena dirigió su mirada hacia la retaguardia. Sus pensamientos eran claros: detener los ataques de caballería pesada que estaban causando estragos en los cañones y las líneas de suministro. Sabía que debía actuar rápidamente o el flanco entero colapsaría.
Montó en su caballo, una imponente bestia negra con ojos rojos como carbones encendidos, un regalo que alguna vez recibió de un clan montañés como tributo. Su nombre, Vorak, era sinónimo de terror entre sus enemigos. Lena avanzó, abriéndose paso entre sus filas con la majestuosidad de un depredador. Sus tropas, al verla, se apartaron en silencio, conscientes de que la llegada de su comandante significaba acción inmediata.
A su lado, diez mil soldados de su guardia personal, los Cazadores del Invierno, la siguieron en formación cerrada. Eran Novardianos, hombres colosales, curtidos en el frío implacable de las montañas de Norvadia, donde la brutalidad era tanto una forma de vida como una herramienta de supervivencia. Cada uno llevaba armaduras blancas decoradas con runas azules y emblemas de lobos aullando, símbolos de su conexión con la naturaleza salvaje de su tierra natal. Portaban armas pesadas: enormes martillos de guerra, espadas de hoja ancha y hachas dobles que requerían una fuerza sobrehumana para blandirse.
Cuando Lena llegó a la retaguardia, el panorama que se presentó ante ella era devastador. Dos mil jinetes pesados de Zusian estaban causando estragos entre los cañones y los soldados encargados de su operación. Los guerreros enemigos, envueltos en armaduras negras que relucían con destellos de plata bajo la tenue luz del día, usaban martillos colosales, alabardas afiladas y hachas de petos para aplastar y destrozar a sus oponentes. Era una masacre.
Los soldados de Stirba y Zanzíbar, armados con corsecas y alabardas, luchaban con desesperación, formando muros humanos para intentar proteger los cañones. Sin embargo, los jinetes enemigos eran demasiado fuertes. Las explosiones de pólvora resonaban por todo el campo mientras los invasores tomaban los cañones uno tras otro, robando piezas de artillería y pólvora para usarlas en su contra.
En medio de ese caos, una figura se destacaba: Dravok Sarn, conocido como la Bestia de Zanzíbar. Era un guerrero que encarnaba la brutalidad y el caos en su forma más pura. Su cabello dorado desordenado brillaba bajo el sol, y su rostro estaba cubierto de cicatrices frescas que resaltaban su naturaleza salvaje. Sus ojos dorados ardían con una intensidad casi animal, reflejo de una sed insaciable de destrucción.
Dravok portaba una imponente armadura dorada oscura adornada con puntas y filigranas amenazantes, diseñada no solo para proteger, sino para aterrorizar. En sus manos, una alabarda con doble hoja que se enfrentaba a la brutal maza del capitán enemigo. Cada choque de armas era un estruendo que resonaba por el campo de batalla.
El capitán enemigo era igual de imponente, un hombre con una armadura negra con ribetes escarlatas, que portaba una enorme maza de guerra con púas ensangrentadas. Sus movimientos eran rápidos y calculados, en contraste con el estilo desenfrenado de Dravok. Ambos combatientes se lanzaban ataques devastadores, cada golpe lo suficientemente fuerte como para destruir el escudo o la vida de cualquier soldado corriente.
Dravok esquivó un golpe lateral, girando su alabarda con una destreza casi inhumana para desviar el siguiente ataque. La hoja cortó profundamente el costado del capitán, pero no fue suficiente para derribarlo. Con un gruñido de dolor, el hombre respondió con un arremetida brutal, golpeando la pierna de Dravok y haciendo que el guerrero cayera de rodillas.
Sin embargo, la Bestia de Zanzíbar no era un hombre que se rindiera fácilmente. Con un rugido que parecía salir de lo más profundo de su ser, usó la punta trasera de su alabarda para golpear la cara del capitán, aplastándole la mandíbula y enviándolo hacia atrás. Dravok se levantó, cojeando, pero con los ojos brillando de furia.
Lena, mientras tanto, no perdió tiempo.
—¡Cazadores del Invierno! ¡A mí! —gritó Lena, su voz firme y autoritaria resonando por el campo de batalla.
Alzó su guadaña de guerra, un arma imponente forjada con un metal oscuro que parecía absorber la luz. Su hoja curva, afilada como un susurro de muerte, estaba decorada con runas grabadas en plata, y el mango largo estaba reforzado con cuero y anillos de acero. Cuando Lena la blandía, la guadaña parecía una extensión de su cuerpo, girando con una precisión letal.
Los Cazadores del Invierno respondieron de inmediato. Con un rugido unísono, los enormes guerreros norvadianos se lanzaron al ataque. Su formación era impecable, un muro de músculos y acero que avanzaba con la fuerza de una avalancha. Portaban martillos de guerra que podían pulverizar escudos, espadas de hoja ancha que cortaban armaduras como mantequilla, y hachas dobles capaces de dividir cuerpos en un solo golpe. Cada uno de ellos era un soldado experimentado, curtido por años de batallas en las montañas y tundras heladas de Norvadia.
Los jinetes pesados de Zusian, aunque cansados tras días de combates, no retrocedieron. Estos hombres, veteranos endurecidos, eran famosos por su resistencia casi sobrenatural y su capacidad para luchar incluso en las peores condiciones. Armados con alabardas, martillos y hachas, y protegidos por gruesas armaduras negras que cubrían sus cuerpos desde el cuello hasta los pies, parecían fortalezas móviles.
El choque entre ambas fuerzas fue brutal. Los Cazadores del Invierno embistieron como un martillo contra el yunque que eran los jinetes pesados. El estruendo del impacto llenó el aire, seguido por los gritos de hombres que morían y el rechinar de las armas al destrozar carne y acero.
Lena lideró la carga desde el frente. Su guadaña giraba en círculos letales, cortando a través de los enemigos con una facilidad aterradora. Un jinete pesado se le acercó, levantando su martillo en un intento de aplastarla. Con un movimiento fluido, Lena esquivó el golpe y giró su guadaña hacia arriba. La hoja atravesó la armadura del hombre, cortándolo desde el abdomen hasta el pecho. La sangre brotó en un chorro oscuro, empapando el suelo y a Lena, quien apenas se detuvo para contemplar su obra antes de pasar al siguiente enemigo.
Los Cazadores del Invierno peleaban con una ferocidad que rayaba en lo inhumano. Un norvadiano levantó su martillo y lo dejó caer sobre el casco de un jinete, aplastándolo junto con el cráneo del hombre. Otro usó su hacha para arrancar el brazo de un enemigo, seguido de un segundo golpe que separó la cabeza del cuerpo. Sin embargo, los jinetes no se quedaban atrás.
Uno de ellos, un hombre corpulento con una armadura decorada con inscripciones que parecían ancestrales, desvió un ataque de un Cazador con su alabarda y luego giró su arma, cortando las piernas del norvadiano. El hombre cayó al suelo con un grito desgarrador, y el jinete lo remató aplastándole el cráneo con su maza.
Lena vio esto y dirigió su guadaña hacia el jinete, avanzando con una velocidad que parecía imposible para alguien con una armadura pesada. El jinete intentó defenderse, pero Lena giró su arma con tal fuerza que la hoja destrozó la alabarda enemiga antes de incrustarse en su cuello. Con un tirón, Lena arrancó la hoja, llevándose carne, hueso y sangre consigo.
La batalla continuaba, cada lado dando lo mejor de sí. Los jinetes, aunque superados en número y ya agotados, luchaban con la ferocidad de animales acorralados. Usaban su peso y sus monturas para aplastar a los Cazadores, mientras que sus armas seguían destrozando cuerpos.
Un grupo de jinetes logró romper la formación de los Cazadores, avanzando hacia los cañones que aún quedaban en pie. Lena, al percatarse, gritó:
—¡No permitas que toquen los cañones!
Con un salto imposible para alguien cargando una guadaña y una armadura, Lena se lanzó hacia los jinetes. Aterrizó sobre uno de ellos, hundiendo su arma en la espalda del hombre antes de empujar el cadáver al suelo y enfrentarse al siguiente enemigo.
—¡Vamos, bestias! ¿Es todo lo que tienen? —rugió Lena, su voz impregnada de desafío.
Uno de los jinetes intentó cargar contra ella, pero Lena giró su guadaña en un arco horizontal, decapitando tanto al hombre como a su caballo. El cuerpo del animal cayó pesadamente, aplastando a un soldado enemigo que estaba cerca.
A pesar de las bajas, los jinetes no se rendían. Un grupo de ellos logró rodear a Lena, atacándola desde todos los ángulos. Por un momento, pareció que la superarían, pero Lena no era una guerrera ordinaria. Con movimientos calculados y letales, desvió los ataques con su guadaña, contraatacando con una precisión quirúrgica. Uno a uno, los jinetes cayeron, sus cuerpos amontonándose alrededor de Lena, quien, aunque herida, seguía peleando como si el dolor no existiera.
Finalmente, después de lo que parecieron horas de combate, el último de los jinetes pesados cayó. Los pocos que aún permanecían con vida estaban montados sobre sus caballos tambaleantes, sus cuerpos al borde del colapso. La sangre manaba de cortes profundos en sus armaduras y piel, y sus monturas jadeaban, con espuma mezclada con sangre escapando de sus bocas. Los Cazadores del Invierno los rodeaban como lobos, sus pesadas armas aún goteando con la sangre de sus enemigos. Lena, inmóvil en el centro del caos, levantó su guadaña ensangrentada y apuntó hacia ellos, un gesto simple pero cargado de intención. Era una orden silenciosa pero clara: no habría misericordia para esos cincuenta bastardos de Zusian.
Sin embargo, antes de que los Cazadores pudieran avanzar, uno de los jinetes comenzó a moverse lentamente. Su caballo, cojeando, avanzó unos pasos tambaleantes hacia Lena. Por un momento, la general pensó que el hombre estaba rindiéndose, agotado hasta el punto de no poder seguir luchando. Pero entonces, el jinete desmontó con dificultad, dejando caer su alabarda destrozada al suelo.
Era un hombre enorme, de cabello castaño empapado de sudor y una barba poblada que goteaba sangre ajena. Su armadura negra estaba abollada, pero aún brillaba bajo el sol manchado por el humo del campo de batalla. Su respiración era pesada, pero en sus ojos ardía una furia primitiva, inextinguible. Lentamente, se quitó el yelmo y lo arrojó al suelo con un estruendo que hizo eco en el campo. Luego, rugió con una voz tan potente que pareció cortar el aire cargado de pólvora y muerte.
—¡Malditos bastardos! ¿Se dicen llamar hombres de Zusian?
El hombre giró lentamente sobre sus talones, mirando a los cuerpos esparcidos a su alrededor. Había cadáveres de compañeros desparramados en el suelo, algunos con sus entrañas al aire, otros sin extremidades, y varios decapitados. Sus ojos viajaron por cada rostro caído, y su expresión cambió de furia a desprecio puro.
—¡Recuerden lo que nos dijo nuestro general! —rugió, sus palabras como un látigo sobre los oídos de los soldados restantes—. ¡Lo que él espera de nosotros no es que seamos hombres, sino bestias! ¡Que devoremos a nuestros enemigos con la brutalidad que nos ha definido desde siempre!
Los Cazadores del Invierno miraron con cierta cautela. Este hombre no estaba simplemente dando un discurso; estaba invocando algo oscuro y visceral en los corazones de sus compañeros. Lena frunció el ceño, sus instintos le advertían que esto aún no había terminado.
—¡Hoy no habrá piedad! —continuó el jinete, su voz desgarrándose pero aún cargada de fuerza—. ¡Ni para ellos ni para nosotros! Si alguno de ustedes muere aquí, quiero que cuando encuentren su cadáver, esté rodeado de cuerpos enemigos destrozados por sus manos.
Los soldados restantes, algunos apenas respirando, comenzaron a moverse. Primero fue un temblor en sus extremidades, luego gruñidos guturales que parecían surgir desde lo más profundo de sus almas. Contra toda lógica, los cadáveres a los que Lena ya había dado por muertos empezaron a levantarse. Sus movimientos eran torpes, sus cuerpos temblaban por la pérdida de sangre, pero en sus ojos brillaba algo que no era humano. Algunos escupieron sangre mientras se ponían de pie, sosteniéndose de sus armas rotas. Otros gruñeron con dientes apretados, mientras sus heridas abiertas seguían derramando fluidos vitales.
—¡Levántense, malditos! —gritó el hombre, extendiendo los brazos como un profeta en medio de un culto—. ¡Levántense y muéstrenles a estos perros de Stirba qué significa enfrentarse a los hijos de Zusian!
Lena observó, incrédula, cómo los soldados, que apenas minutos antes parecían derrotados, comenzaban a reagruparse. Sus movimientos eran tambaleantes, pero la sed de sangre en sus miradas era inconfundible. Incluso los caballos heridos, a duras penas, intentaban mantenerse en pie, como si fueran arrastrados por la misma fuerza implacable que movía a sus jinetes.
—¿Qué mierda…? —murmuró uno de los Cazadores, su voz cargada de un miedo que no se atrevía a mostrar.
—Es su voluntad de lucha —respondió Lena, apretando los dientes mientras ajustaba su guadaña en sus manos. Luego alzó la voz—. ¡No se detengan! ¡No importa cuántas veces se levanten, nosotros los aplastaremos una y otra vez hasta que este campo sea su tumba definitiva!
El hombre castaño la miró directamente, sus labios curvándose en una sonrisa salvaje.
—Muy bien, general de Stirba. Ven por mí.
Sin esperar respuesta, el hombre avanzó hacia Lena, levantando una enorme espada que había recogido de un compañero caído. Lena no necesitaba más invitación. Giró su guadaña y corrió hacia él, sus pasos levantando polvo y sangre del suelo. Los dos chocaron con un estruendo que resonó por todo el campo, el acero de sus armas produciendo chispas al encontrarse.
El combate entre Lena y el líder enemigo fue un espectáculo de violencia pura. Cada golpe era tan poderoso que el suelo temblaba bajo sus pies. El hombre usaba su espada como si fuera una extensión de su cuerpo, cada movimiento calculado pero feroz. Lena, por su parte, giraba su guadaña con una precisión letal, buscando brechas en la defensa de su oponente.
A su alrededor, los Cazadores del Invierno y los resucitados jinetes de Zusian chocaban en un enfrentamiento aún más sangriento. Los Cazadores arrancaban brazos y cabezas con sus enormes armas, pero los jinetes, a pesar de sus heridas mortales, seguían luchando con una ferocidad que parecía imposible. Un jinete, con la mitad de su rostro arrancado, clavó su alabarda en el pecho de un Cazador antes de ser decapitado. Otro, con ambas piernas mutiladas, usaba sus manos para asfixiar a un enemigo mientras gruñía como un animal.
El combate se alargó, una danza sangrienta que no parecía tener fin. Lena finalmente logró abrir una brecha en la defensa del hombre castaño, girando su guadaña en un arco que cortó profundamente su costado. Pero en lugar de caer, el hombre rugió de nuevo, como si el dolor lo fortaleciera.
—¡No puedes matarme, general! ¡No mientras tenga aliento!
Lena apretó los dientes, sus músculos tensándose mientras preparaba el golpe final. Este hombre no era solo un soldado; era una fuerza de la naturaleza, un monumento a la voluntad de lucha que caracterizaba a los hombres de Zusian. Pero Lena no era menos.
Con un grito feroz, giró su guadaña una última vez, trazando un arco amplio y devastador que atravesó el pecho del hombre, rompiendo huesos y perforando el corazón con un sonido húmedo y escalofriante. El líder de los jinetes tambaleó hacia atrás, su mirada fija en Lena con una mezcla de furia y aceptación. La espada que había blandido con tanta ferocidad cayó de sus manos ensangrentadas, golpeando el suelo con un estrépito sordo.
—Eres… fuerte… —murmuró, su voz apenas un susurro mientras la vida se le escapaba con cada latido de su corazón destrozado. Finalmente, cayó de rodillas, como si incluso en la muerte se negara a ser derribado del todo, y luego su cuerpo colapsó sobre el terreno manchado de sangre y barro.
El campo de batalla quedó sumido en un silencio casi irreal. Solo los jadeos y gruñidos de los pocos combatientes restantes rompían la quietud, mientras el viento arrastraba el hedor de la sangre, la pólvora y la carne quemada. Lena, cubierta de sangre ajena y sudor, levantó su guadaña ensangrentada hacia el cielo teñido de rojo por el atardecer y gritó con una voz que resonó como un trueno entre las colinas:
—¡Esta es nuestra tierra! ¡Aquí morirán todos los que osen desafiar a Stirba!
Los Cazadores del Invierno, exhaustos pero indomables, respondieron con un rugido que era mitad triunfo, mitad desafío al destino. Era un sonido primitivo, casi animal, que reverberaba por el campo y hacía temblar hasta a los moribundos enemigos que aún se aferraban a la vida.
Sin embargo, el aparente final de la batalla no fue más que un espejismo. El líder caído, aquel coloso que parecía invencible, emitió un sonido que nadie esperaba: una risa, gutural y cargada de desprecio. Los soldados de ambos bandos se congelaron, sus miradas clavadas en el cuerpo del hombre que, contra toda lógica, comenzaba a moverse de nuevo.
Con un esfuerzo titánico, el líder alzó un brazo tembloroso y se aferró al mango de la guadaña que se volvió a clavar en su pecho. La sangre brotaba a borbotones, pero su voluntad era inquebrantable. Tiró de la hoja con un gruñido inhumano, liberándola de su torso en un espectáculo macabro que dejó a todos atónitos. El sonido del metal deslizándose entre huesos y carne resonó como un eco oscuro en el silencio del campo.
Respirando con dificultad, el hombre se tambaleó, sus piernas a punto de ceder bajo el peso de su cuerpo herido. Pero entonces, como si fuera impulsado por una furia más allá de la comprensión humana, sacó un puñal de su cinturón y, con un rugido, se lanzó hacia Lena.
Lena apenas tuvo tiempo de reaccionar. La hoja del puñal brilló a la luz del atardecer mientras el hombre se abalanzaba sobre ella. Estuvo a un suspiro de alcanzarla, apuntando directamente a la apertura entre las placas de su armadura, un punto mortal en su abdomen. Pero antes de que pudiera lograr su objetivo, un sonido ensordecedor llenó el aire: el golpe de una enorme hacha.
El cuerpo del líder fue literalmente partido en dos, la fuerza del impacto tan brutal que sus órganos y fragmentos de hueso salieron despedidos en todas direcciones. La sangre salpicó a Lena, que quedó paralizada por un instante, observando cómo los restos del hombre caían al suelo como un saco de carne destrozado. Frente a ella, uno de sus Cazadores del Invierno bajó su hacha ensangrentada, jadeando con una mezcla de esfuerzo y satisfacción.
—General… —dijo el hombre, limpiando la sangre de su rostro con un guante desgarrado—. No podía permitir que ese bastardo te tocara.
Lena asintió, recuperando la compostura rápidamente.
—Buen trabajo. Pero aún no hemos terminado.
El Cazador miró alrededor. Los últimos jinetes de Zusian, aunque debilitados y al borde del colapso, se reunían para un último esfuerzo desesperado. Sus ojos, llenos de locura y hambre de sangre, no mostraban miedo, solo una determinación suicida por causar el mayor daño posible antes de caer. Algunos ni siquiera podían mantenerse en pie sin apoyo, pero aún así aferraban sus armas con dedos crispados.
—General —gruñó otro de los Cazadores, acercándose a Lena mientras limpiaba su alabarda—. Esos bastardos no saben cuándo rendirse.
—Y nosotros tampoco —respondió Lena, con una sonrisa fría mientras alzaba su guadaña una vez más.
Los Cazadores se reagruparon, formando una línea imponente. Los jinetes, al ver esto, rugieron con una furia casi animal y cargaron, aunque sus movimientos eran descoordinados y torpes. La última carga fue un choque de pura desesperación y brutalidad.
Los Cazadores del Invierno, curtidos en innumerables batallas, cortaron y aplastaron a sus enemigos con precisión despiadada. Cada golpe de sus armas partía armaduras y huesos, dejando a los jinetes en pedazos antes de que pudieran causar daño significativo. Sin embargo, los de Zusian no cayeron sin luchar. Uno de ellos, con el torso atravesado por una lanza, logró decapitar a un Cazador antes de que otro lo derribara con un martillazo que convirtió su cráneo en una masa informe.
El campo de batalla pronto se convirtió en una carnicería, con sangre y vísceras cubriendo el suelo. Lena lideró a sus hombres hasta el último momento, su guadaña danzando en el aire mientras cortaba enemigos con una eficiencia aterradora. Finalmente, cuando el último jinete cayó, Lena se detuvo, sus ojos recorriendo el campo.
La batalla había terminado. El silencio volvió, pero esta vez no fue de incertidumbre, sino de victoria. Lena, empapada en sangre y exhausta, miró a sus Cazadores, quienes, aunque magullados y heridos, todavía estaban en pie.
—Esto es Stirba —dijo en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que todos la escucharan—. Aquí no perdonamos. Aquí no retrocedemos. Aquí es donde caen los débiles.
Sus hombres rugieron en respuesta, un clamor que resonó por todo el campo de batalla, un eco del triunfo logrado a costa de incontables vidas. Lena, con la guadaña aún empapada de sangre y el cuerpo cubierto de cortes y moretones, sintió la mezcla de agotamiento y satisfacción que solo la victoria podía brindar. Aunque sabía que la batalla era solo una parte de una guerra más grande, el mensaje era claro: Stirba no solo resistiría, sino que destrozaría a Zusian, pieza por pieza, hasta que no quedara nada más que cenizas.
El día, finalmente, había llegado a su fin. Los últimos rayos de sol se hundían tras el horizonte, dejando un cielo teñido de un rojo profundo que parecía reflejar la carnicería que acababa de tener lugar. Las tropas, exhaustas y con la moral rota por las pérdidas, se replegaron para montar campamentos y establecer defensas. Lena supervisó personalmente los preparativos, asegurándose de que las líneas de protección fueran lo suficientemente fuertes para soportar cualquier ataque sorpresa durante la noche.
Los informes no tardaron en llegar, y con ellos, un amargo balance de las bajas sufridas. La ofensiva, aunque exitosa en asegurar terreno ligeramente más abierto, había resultado extremadamente costosa. De los 500 cañones con los que habían comenzado, solo quedaban 280; 220 habían sido destruidos, robados o inutilizados. Los legionarios de hierro, conocidos por su brutalidad y astucia, no solo habían atacado la retaguardia de Stirba, sino que también habían logrado llevarse algunos de los cañones capturados, aunque aún no se había visto que los utilizaran.
Las bajas humanas eran aún más desoladoras. De los 10,000 Cazadores del Invierno, la élite de Lena, 1,100 habían caído, sus cuerpos ahora parte del paisaje desolador del campo de batalla. En la retaguardia, el enfrentamiento había sido un baño de sangre: 12,000 soldados de Stirba y 17,000 de Zanzíbar habían muerto en la lucha encarnizada. En el enfrentamiento principal, las cifras eran incluso más devastadoras; cinco veces esa cantidad había perecido, sus vidas sacrificadas en el altar de la guerra.
Cuando finalmente llegó a su tienda personal, Lena sintió cómo el agotamiento se apoderaba de su cuerpo. Cada músculo le dolía, y sus heridas, aunque superficiales, ardían como brasas encendidas. En silencio, ordenó a sus sirvientes preparar un baño. A pesar de la crudeza de la batalla, Lena mantenía ciertos vestigios de la nobleza que había dejado atrás. Sabía que debía cuidar su cuerpo, no solo por vanidad, sino porque un líder en malas condiciones físicas era un líder vulnerable.
Sus sirvientas, un pequeño grupo de mujeres que la acompañaban siempre, trabajaron diligentemente para calentar el agua y perfumarla con hierbas que ayudaban a aliviar el dolor y limpiar las heridas. Cuando el baño estuvo listo, Lena comenzó a desvestirse sin reparo alguno. A pesar de ser una guerrera, no veía motivo para sentirse incómoda en su desnudez, incluso frente a sus sirvientas. Era una joven de 22 años, en la cúspide de su juventud, y su cuerpo, aunque marcado por las cicatrices de innumerables batallas, conservaba una elegancia natural.
Su figura era esbelta, atlética, diseñada para la batalla más que para la voluptuosidad. Su piel, aunque ligeramente tostada por el sol, mantenía un brillo saludable, y su cabello negro, liso y sedoso, caía como un manto hasta la mitad de su espalda. Sus ojos, de un color ámbar profundo, parecían brillar incluso en la penumbra de la tienda, reflejando tanto la dureza de una guerrera como la belleza de alguien que, en otro tiempo, habría sido considerada una nobleza clásica.
Entró en el agua caliente con un suspiro de alivio, sintiendo cómo el calor relajaba sus músculos tensos y limpiaba la suciedad y la sangre que cubrían su piel. Una de las sirvientas se acercó para ayudarla a lavar su cabello, mientras otra se ocupaba de limpiar las heridas que, aunque no eran graves, necesitaban atención para evitar infecciones.
—¿Noticias del frente? —preguntó Lena, su voz cansada pero firme.
—Se han montado las defensas, mi señora —respondió una de las mujeres—. Las tropas están descansando, aunque muchos todavía están en estado de shock por las pérdidas.
Lena cerró los ojos por un momento, dejando que el peso de las palabras se asentara. Las pérdidas eran inevitables, lo sabía, pero eso no las hacía menos dolorosas. Cada soldado caído era una vida que había jurado proteger, y cada muerte pesaba en su alma como una losa.
—Diles que descansen lo mejor que puedan —dijo Lena con voz firme mientras su mirada se perdía en el resplandor tembloroso de la lámpara que iluminaba tenuemente la tienda. Sabía que el descanso era crucial, pero también que los hombres y mujeres bajo su mando dormían con un ojo abierto y el corazón pesado. La guerra no permitía treguas reales.
Cuando la sirvienta salió, Lena se recostó contra el respaldo de su asiento improvisado, sintiendo cómo el silencio llenaba el espacio. Sin embargo, su mente no encontró paz; los recuerdos de la última ofensiva nocturna regresaron con una crudeza que le erizó la piel.
Esa noche, la oscuridad había sido su aliada, pero también su enemiga. Lena había recibido ordenes de un ataque sorpresa sobre los legionarios de hierro, confiando en que, tras un día de combates, los encontrarían agotados y desprevenidos. Pero lo que hallaron al amanecer fue un espectáculo que aún pesaba sobre los corazones de sus soldados.
Los bosques por los que habían avanzado estaban transformados en un laberinto de horror. Árboles que antaño se alzaban majestuosos ahora sostenían los cuerpos mutilados de sus compañeros. Miles, millones de soldados de Stirba y Zanzíbar habían sido empalados en grotescas exhibiciones, sus caras congeladas en expresiones de agonía. Algunos aún vivían, gimiendo débilmente, pidiendo una muerte que tardaba demasiado en llegar.
Entre esos horrores, Lena recordó el emblema marcado en los cuerpos de los torturados: el símbolo de Lucan, el maestro de Thronflic, conocido como "La espada del Verdugo". Su reputación no era una exageración. Lucan no solo buscaba derrotar a sus enemigos; buscaba quebrar su espíritu, asegurarse de que cada soldado que lo enfrentara lo hiciera con miedo en el corazón y dudas en la mente. Por más de diez kilómetros, el camino se había convertido en una procesión macabra de cuerpos destrozados y agonizantes.
Mientras el agua de la bañera comenzaba a enfriarse, Lena no podía apartar la imagen de esos bosques de su mente. Había ordenado que se rescatara a los sobrevivientes y que se les diera una muerte rápida a los que no podían ser salvados. Pero incluso esas decisiones, tomadas con el pragmatismo que la guerra demandaba, no aliviaban el peso en su conciencia.
Respiró hondo y se levantó del agua, dejando que el aire frío de la noche la envolviera como un recordatorio de que aún estaba viva, a pesar de todo. Una sirvienta se apresuró a cubrirla con una toalla, sus manos temblorosas pero diligentes. Lena no se detuvo a mirar a la joven; sabía que sus propias cicatrices y su mirada endurecida intimidaban incluso a los que estaban más cerca de ella.
Ya vestida con ropas sencillas y funcionales, Lena se dirigió a la mesa de mapas que dominaba un rincón de la tienda. Allí, los pergaminos, notas y diagramas trazaban la geografía del terreno que tenían por delante: el infame paso de Khorathor, un laberinto natural de cañones, bosques densos y senderos traicioneros. Era un terreno perfecto para la emboscada, y Lucan lo conocía como la palma de su mano.
—El maldito Khorathor —murmuró Lena mientras sus dedos trazaban los caminos marcados en el mapa. La tinta señalaba las posiciones actuales de sus tropas y las posibles rutas que podrían tomar. Sin embargo, cada opción parecía conducir a una trampa.
La estrategia de Lucan era clara: desgastar, confundir y aterrorizar. Incluso Darian Khoras, el general en jefe del ejército combinado de Stirba y Zanzíbar, se había encontrado limitado frente a las tácticas impredecibles del enemigo. Aunque sus planes eran funcionales y habían logrado estabilizar las líneas en los tres frentes —el derecho, el centro comandado por Lena y el izquierdo—, apenas lograban equilibrar las pérdidas.
Una sirvienta interrumpió sus pensamientos al traerle una bandeja con algo de comida: pan duro, queso añejo y un poco de carne seca. Lena aceptó la bandeja sin levantar la vista, su mente aún absorta en los diagramas frente a ella. Tomó un bocado mientras sus ojos recorrían los detalles del terreno.
El paso de Khorathor no solo era un reto militar; era un desafío psicológico. Los legionarios de hierro de Zusian habían aprendido a usar el entorno como un arma, atacando con precisión quirúrgica y desapareciendo antes de que las tropas de Lena pudieran reaccionar.
—¿Cómo romper este ciclo? —se preguntó en voz baja, su mente buscando desesperadamente una solución. Los legionarios no eran invencibles; Lena lo sabía. Pero para vencerlos, tendría que pensar como ellos, convertirse en algo igual de letal, igual de implacable.
Se levantó de la silla y salió de la tienda, llevando consigo el mapa principal. La noche era fría, pero el campamento estaba lleno de actividad. Los soldados trabajaban en silencio, algunos montando defensas, otros atendiendo a los heridos o simplemente buscando un rincón donde descansar unas pocas horas antes de que el infierno comenzara de nuevo.
Lena caminó entre ellos, observando cada rostro, cada gesto. Sabía que la moral estaba en un punto crítico, pero también sabía que su gente confiaba en ella. Stirba había resistido antes, y resistiría de nuevo.
Al llegar al centro del campamento, Lena se detuvo un momento para observar el panorama. Los soldados trabajaban en silencio bajo la luz de las antorchas, reforzando barricadas, cavando trincheras y afilando armas. El aire estaba impregnado del olor a tierra mojada y sudor, mezclado con el leve aroma metálico de la sangre que parecía imposible de eliminar después de tantos días de combate.
Extendió el mapa sobre la mesa improvisada, sus manos firmes a pesar del cansancio que comenzaba a pesarle. A su alrededor, los oficiales más cercanos aguardaban, algunos apoyados sobre sus lanzas, otros cruzados de brazos con semblantes tensos. Era un grupo variado: veteranos endurecidos por años de guerra junto a jóvenes comandantes aún aprendiendo a navegar los horrores del campo de batalla.
—Estamos en una situación crítica —comenzó Lena, su voz firme, sin espacio para dudas—. Lucan está jugando con nosotros. Cada movimiento que hacemos, él lo anticipa. Cada paso que damos, lo convierte en una trampa. Pero esto no puede continuar. Si seguimos en esta danza, nos desgastará hasta que no quede nadie para resistir.
Señaló el paso de Khorathor en el mapa, sus dedos trazando líneas imaginarias que representaban los caminos traicioneros del terreno.
—Sabemos que este maldito paso es su terreno. Conoce cada rincón, cada ventaja, y lo está usando para desgastar nuestras fuerzas. Si queremos superarlo, necesitamos cambiar el juego.
Markus Derron levantó la voz.
—¿Qué propones, comandante? Cualquier avance frontal será un suicidio. Incluso con nuestras catapultas y cañones, los legionarios de Lucan siempre encuentran la forma de desmantelarlos antes de que podamos usarlos eficazmente.
Antes de que Lena pudiera responder, un mensajero irrumpió en la tienda, su respiración agitada y su rostro cubierto de polvo.
—Generales, órdenes del señor Darian —anunció, entregando dos pergaminos sellados y un mapa cuidadosamente enrollado.
Lena tomó los documentos, sus ojos ámbar brillando con una mezcla de curiosidad y frustración. Desató el pergamino principal y comenzó a leer, su expresión endureciéndose con cada línea.
—¿Qué dice? —preguntó Garith Morn, impaciente.
—Básicamente, Darian nos está ordenando que eliminemos a Lucan de una vez por todas. Dice que es la única forma de atravesar este infierno —respondió Lena con voz tensa, levantando el pergamino—. Y no solo eso. También incluye una reprimenda disfrazada de profesionalismo, insinuando que somos incompetentes por no haberlo hecho ya.
Hubo un murmullo entre los oficiales, algunos murmurando maldiciones en voz baja. Darian era conocido por su carácter arrogante y su disposición a culpar a otros por los contratiempos en el frente.
Lena dejó a un lado la carta y desenrolló el mapa enviado por Darian. Sus ojos se estrecharon mientras examinaba los detalles. A pesar de su desprecio por el tono del mensaje, no podía negar que el general había hecho un trabajo impresionante al cartografiar el terreno.
—Este mapa es distinto a los que tenemos —murmuró, señalando varios puntos estratégicos—. Aquí hay varias rutas pequeñas que no habíamos identificado. Cuellos de botella ideales para atrapar a los legionarios, niveles de terreno perfectos para posicionar arqueros... y este punto.
Lena golpeó ligeramente una sección marcada con tinta roja.
—Un valle cerrado entre montañas. Si logramos atraer a Lucan aquí, podríamos usar nuestra superioridad numérica para abrumar sus fuerzas. Es un terreno perfecto para una emboscada a gran escala.
—¿Y cómo planeas atraerlo allí? —preguntó Alric Fen, un joven de cabello rubio que apenas superaba los veinte años pero ya mostraba signos de un liderazgo prometedor—. Lucan no es un idiota. No caerá en una trampa tan fácilmente.
Lena sonrió levemente, aunque su expresión seguía siendo sombría.
—Lucan es metódico, pero también tiene un ego enorme. Necesitamos hacerlo creer que tiene la ventaja, que estamos desesperados. Si logramos fingir una retirada desorganizada hacia este punto, podríamos hacerlo caer.
Garith Morn con voz ronca, intervino.
—Eso significa sacrificar tropas. Tendremos que dejar atrás a una fuerza de distracción, sabiendo que serán masacrados para garantizar que el resto de nuestras fuerzas llegue al punto estratégico.
—Lo sé —respondió Lena, su voz más baja pero igualmente determinada—. Pero cada decisión que tomamos en esta guerra tiene un precio. Si queremos atravesar Khorathor, no podemos permitirnos la duda.
El grupo quedó en silencio mientras cada oficial procesaba las palabras de Lena. Finalmente, el veterano asintió lentamente.
—¿Y qué hay de Lucan? —preguntó el oficial más joven—. Aunque logremos llevar a sus tropas al valle, su presencia cambia todo. Ese hombre convierte cualquier desventaja en una victoria.
—Lucan será mío —declaró Lena con frialdad—. Si aparece en el campo de batalla, yo misma me encargaré de él.
Los oficiales intercambiaron miradas, algunos mostrando incredulidad, otros respeto. Sabían que Lena no era de las que hacían promesas vacías, pero enfrentarse a Lucan cara a cara era una apuesta peligrosa, incluso para alguien de su calibre.
Tras una larga discusión en la que se pulieron detalles, dividieron tareas y ajustaron la estrategia, Lena finalmente los despidió con un gesto.
—Descansen mientras puedan. Mañana, cada uno de ustedes tendrá un papel crucial en este plan. Y recuerden, la guerra no la gana quien tiene más fuerza, sino quien sabe usarla en el momento adecuado.
Cuando se quedó sola de nuevo, Lena miró el mapa una vez más, sus dedos acariciando la marca roja del valle.
—Lucan... —murmuró para sí misma—. Si esta es nuestra última danza, me aseguraré de que sea memorable.
Salió de la tienda, dejando que el frío de la noche despejara su mente. Los preparativos estaban en marcha, y la batalla por Khorathor sería decisiva. Pero Lena no solo quería sobrevivir. Quería ganar. A cualquier costo.