Iván estaba consternado. Un peso oscuro y opresivo se cernía sobre sus hombros, inmovilizándolo. Había perdido su primera gran batalla, y la derrota no era algo que se desvaneciera fácilmente; era una sombra que se adhería a su piel y carcomía su espíritu. Se encontraba de pie en medio de su tienda, donde las velas temblaban proyectando sombras en la lona, figuras deformadas y retorcidas que parecían burlarse de él, de su fracaso. Iván, que había avivado el espíritu de sus tropas como una llama poderosa y casi indomable, ahora se reducía a una chispa débil, temblorosa, al borde de extinguirse.
Iván había liderado a sus hombres con una determinación feroz, la moral alta tras el sacrificio al comienzo de la guerra había sido la piedra angular que mantuvo la cohesión de su ejército durante diez largas horas de combate intenso. Pero ahora, esa cohesión se había desmoronado, dejando a su ejército tambaleándose al borde del colapso. Más de doscientos mil hombres yacían muertos en el campo, cuerpos inertes que, apenas horas antes, habían sido soldados de Zusian, sus soldados. Y casi el triple de esa cifra estaba herido, una marea de hombres que gemían y gritaban de dolor mientras las unidades medicas trabajaban sin descanso, tratando de salvar a tantos como fuera posible.
Fuera de la tienda de Iván, el campamento estaba sumido en un caos silencioso y opresivo. Los soldados caminaban como sombras, con las miradas bajas y los hombros encorvados, cargando el peso de la derrota. La luna, apenas visible a través de un cielo encapotado, arrojaba una luz pálida y fría que se filtraba entre las tiendas y los hombres, iluminando rostros pálidos y ojos vacíos, como si la misma noche estuviera de luto por la masacre que había presenciado. El terreno en el que se encontraban, al que habían sido empujados por las fuerzas implacables de Stirba y Zanzíbar, era un territorio traicionero, un suelo irregular y pedregoso que dificultaba cualquier intento de maniobra defensiva. Las piedras se mezclaban con el barro, manchado de sangre y de restos de armaduras y armas rotas, y cada paso resonaba en el silencio con un sonido hueco y sombrío.
Iván se odiaba a sí mismo por esta derrota, por no haber sido lo suficientemente fuerte, lo suficientemente astuto para anticipar las tácticas de sus enemigos. Cada herido, cada muerto, era una carga que sentía sobre su propia alma, una responsabilidad que se clavaba en él como una daga helada. Los gritos y gemidos de sus soldados heridos resonaban en su mente, un eco constante que le recordaba su fracaso. La batalla había sido feroz, brutal, una tormenta de acero y sangre en la que cada segundo había contado. Las líneas de Stirba y Zanzíbar habían embestido una y otra vez, con una brutalidad que parecía inhumana, y sus soldados se habían mantenido firmes, resistiendo en la medida de lo posible, pero finalmente habían sido superados.
Se acercó a la mesa donde un mapa de guerra estaba desplegado, sus manos temblorosas recorriendo las líneas y posiciones que había trazado con tanta confianza antes del combate. Su plan, que en su mente había sido perfecto, ahora le parecía una burla cruel. Golpeó la mesa con ambas manos, los nudillos blancos de rabia e impotencia. Su sacrificio al comienzo de la guerra, aquella maniobra audaz que pensaba que les daría la ventaja, parecía ahora un error de juicio infantil.
—¿Cómo pude fallar tan miserablemente? —murmuró para sí, su voz un susurro que apenas pudo escuchar.
La tienda se abrió en ese instante, y uno de sus capitanes, un hombre alto y fornido, con la armadura aún manchada de sangre y polvo, entró con una expresión cansada pero llena de respeto.
—Su gracia, los comandantes están en una reunión discutiendo el siguete movimientos, esperan su llegada
Iván levantó la vista, mirando al capitán a los ojos. Vio en él una mezcla de desesperación y esperanza, una súplica muda para que Iván encontrara las palabras adecuadas, algo que pudiera devolverles el espíritu que habían perdido. Pero Iván no podía, no en ese momento. Las palabras se le atascaban en la garganta, un nudo de frustración y odio hacia sí mismo que no podía desatar.
—Diles que en un momento iré —pero las palabras lo traicionaron una vez más.
El capitán esperó un instante, y luego, sin decir nada, asintió solemnemente, comprendiendo el dolor que pesaba en su comandante. Salió de la tienda en silencio, dejando a Iván solo con sus pensamientos. Iván se sentó en una silla, con la cabeza entre las manos, intentando desesperadamente encontrar algún sentido a lo que había sucedido.
Cada segundo que pasaba, el peso de la derrota se volvía más insoportable, una carga que no sabía si sería capaz de soportar. Iván avanzó lentamente hacia el cuartel general, cada paso resonando en el suelo húmedo y manchado de sangre. Sus botas, pesadas y embarradas, apenas rozaban el suelo, como si el peso de la derrota hubiera infundido cada fibra de su cuerpo con una fatiga insoportable. A medida que se acercaba a la tienda principal, las voces al interior se volvían más audibles, cargadas de tensión y desesperación. Los líderes de su ejército discutían, sus voces llenas de incertidumbre, pero también de una firmeza que Iván sentía que a él le faltaba en ese momento.
—Tenemos que evacuar a Su Gracia. Los demás nos quedaremos y retrasaremos al enemigo mientras los legionarios de las sombras lo protegen —declaró Otón, el gigante comandante de la Guardia de Ébano, su voz grave y decidida, sin rastro de vacilación. Era un hombre corpulento, una muralla viviente, y su armadura negra brillaba con manchas de sangre seca y barro. Su semblante no dejaba espacio para la duda; estaba dispuesto a sacrificarse sin cuestionamientos.
—Su Gracia no ha ordenado nada —replicó Varkath, comandante de los legionarios de las sombras, con una voz dura y cortante. Varkath era famoso por su frialdad y su capacidad para ejecutar las órdenes sin titubear, sin importar lo difíciles o crueles que fueran. Su rostro imperturbable mostraba un leve atisbo de frustración ante la propuesta de Otón.
Iván se detuvo un momento, sin fuerzas para intervenir aún, escuchando las palabras que cruzaban los hombres de su confianza. Las llamas de las antorchas parpadeaban en el interior de la tienda, proyectando sombras en el suelo de tela y barro, como si las figuras en su interior fueran espectros de los caídos, reclamando justicia o una victoria que nunca llegó.
—No podemos quedarnos a esperar un milagro que quizás nunca llegue —intervino Aldric, el capitán de los Desolladores Carmesí. Su voz, rasposa y amarga, reflejaba una mezcla de rabia y resignación. Aldric era conocido por su crueldad en el campo de batalla, un hombre al que pocos se atrevían a enfrentar, pero incluso él parecía dudar en ese momento. Sus cicatrices, un mapa de viejas batallas, brillaban con el sudor y la tensión de la noche.
—Si evacuamos, es como admitir nuestra derrota frente al enemigo. Y ¿qué pensarán nuestros hombres cuando vean que su comandante se retira? —dijo Ladislao, su voz, llena de reproche, resonaba con una autoridad que Iván casi envidiaba. Para Ladislao, retirarse era una vergüenza, una traición al sacrificio de los hombres que habían dado su vida ese día.
—Este no es el momento de pensar en el honor, Ladislao. Si Su Gracia cae, todo esto será en vano. Somos su último escudo, y debemos priorizar su seguridad —insistió Otón, su voz cada vez más firme, casi rugiendo con la intensidad de su convicción. La respiración de Iván se detuvo un momento, el aire atrapado en su pecho como si aquellas palabras le hubieran golpeado directamente en el estómago.
—¿Acaso has olvidado quién es Iván? No necesita que lo escoltemos como a un niño perdido —la voz de Ulfric resonó como un trueno en la tienda, profunda y cortante. Era su mentor y maestro, el hombre que le había enseñado a luchar y a pensar como un guerrero. Con sus hombros anchos y su barba pelirroja y rebelde, Ulfric parecía un coloso, una mezcla de sabiduría y brutalidad. Sus ojos eran dos fragmentos de acero afilado, fríos e implacables, y en ese momento recorrían a cada uno de los presentes con un desprecio silencioso, como si los desafiara a cuestionar su lealtad—. Si Iván no tiene el valor de enfrentarse a sus propios errores, entonces es él quien nos ha fallado a todos.
—Deberías callarte, norvadiano —respondió Otón con un gruñido, dando un paso adelante. Su inmensa sombra oscureció la tenue luz de las antorchas, y su voz, profunda y cargada de resentimiento, resonó en la tienda—. Tu tarea era matar a ese bastardo de Arkadi Roganov, pero se te escapó. Si hubiera sido yo, lo habría logrado sin dudar.
La tensión entre ambos hombres era palpable. Ulfric, que aunque alto y robusto, parecía más ágil y esbelto junto al colosal Otón, se irguió aún más, con una mirada amenazante que no escondía su desprecio. Aunque ambos superaban los dos metros de altura, Otón era una mole aún mayor, con músculos que parecían esculpidos de piedra, mientras que Ulfric tenía una fortaleza más contenida y letal, una fiera oculta tras la máscara de la estrategia.
—¿Y si lo hubieras hecho, qué crees que habría pasado? —respondió Ulfric con tono venenoso—. La moral de las tropas se habría hundido aún más. He cruzado espadas contra ese hijo de puta antes de entrar al servicio de los Erenford, y si crees que solo con fuerza bruta puedes derrotarlo, entonces eres más simple de lo que pensaba. Se supone que eres la mano izquierda de un veterano de mil batallas, Otón, pero parece que no eres más que un bruto sin cerebro.
El rostro de Otón enrojeció de furia, sus ojos se encendieron con un brillo asesino, y su mandíbula se tensó hasta hacer crujir sus dientes.
—¿Cómo te atreves a llamarme bruto sin cerebro, norvadiano? —gruñó, su voz retumbando como un trueno en la tienda mientras daba un paso más hacia Ulfric, su aliento pesado llenando el espacio.
Los otros comandantes observaron la escena con miradas de preocupación, conscientes de que un enfrentamiento entre esos dos sería catastrófico. Ladislao, un veterano de ojos oscuros y cicatrices en el rostro, dio un paso adelante como para intervenir, pero Ulfric lo detuvo con un gesto de la mano, sin apartar la mirada de Otón.
—A diferencia de muchos de los que están en esta tienda, yo no tengo un rol tan prominente que afecte la moral del ejército si caigo en combate. Quizás Iván lloraría por mí, pero nadie más. Pero tú, Otón, eres el Martillo del Oso Blanco, uno de los pilares de esta campaña. Aquí está el capitán de los Legionarios de las Sombras y el vicegeneral del Segundo Ejército de Zusian. ¿Ya olvidaste que somos los líderes de este ejército? ¿Que representamos la fuerza y el valor de miles de hombres que ponen su vida en nuestras manos? —la voz de Ulfric bajó a un tono glacial, sus palabras goteando veneno—. Antes de juzgar o de intentar asumir el mando, recuerda que Iván es quien manda, y aunque cometió un error, es un error que se puede enmendar. Tiene quince años, Otón, y ha hecho lo que ni tú ni yo podríamos: mantuvo a raya a un ejército de élite durante nueve horas solo con su moral y maniobras.
Otón soltó un gruñido y apretó los puños, pero no replicó. Las palabras de Ulfric habían sido como cuchillas afiladas, desgarrando la furia y la frustración que bullían en su interior, obligándolo a enfrentar la cruda verdad que prefería ignorar. Alrededor de ellos, el aire de la tienda se volvió denso, cargado de tensión y de una quietud forzada que solo intensificaba la atmósfera de conflicto. El único sonido que rompía aquel silencio sepulcral era el silbido del viento que se filtraba entre las rendijas de la lona, y el crepitar de las antorchas que proyectaban sombras danzantes en los rostros cansados de los comandantes. Cada uno de ellos, veteranos y guerreros curtidos, sabía que, a pesar de su juventud, Iván poseía algo que ni la experiencia ni los años podían otorgar: una capacidad de sorpresa, una chispa de genialidad impredecible. ¿Quién, en su sano juicio, habría imaginado que su defensa inicial era una trampa mortal destinada a eliminar al primer general de Stirba?
Finalmente, Iván apartó la lona de la entrada y, con pasos firmes, se adentró en la tienda. Su presencia silenció a todos los presentes. Las miradas de los comandantes, llenas de expectación, se dirigieron hacia él, y en sus ojos había una mezcla de esperanza y escepticismo. El silencio que llenaba la tienda era tan espeso como la niebla en una mañana fría de batalla. El viento afuera golpeaba la lona con insistencia, y las antorchas parpadeaban, proyectando sombras que bailaban sobre los rostros marcados y tensos de sus líderes.
Iván se detuvo en el centro de la tienda, alzando la vista con determinación. A pesar del cansancio que lo invadía, de la amarga derrota que aún sentía como un peso opresivo en el pecho, sabía que debía actuar como el líder que todos ellos esperaban, como un general que veía el campo de batalla como su dominio personal, un lugar donde todo giraba en torno a él, aunque en realidad no sentía ese egoísmo. Sin embargo, en ese momento, la apariencia era tan vital como la realidad.
—¿Qué es esto? —Iván rompió el silencio con una voz que era tan fría como el acero, cargada con una rabia que, aunque fingida, sonaba absolutamente convincente—. ¿Ya me ven muerto antes siquiera de haber caído? —sus palabras cortaron el aire como una hoja, su tono vibrante y lleno de desprecio hacia la duda que percibía en ellos—. He escuchado sus planes de retirada, y aunque aprecio su lealtad, no huiré de esta batalla. Hemos perdido, sí, pero solo perdimos una batalla, no la guerra.
Sus palabras calaron hondo en los corazones de sus comandantes. Otón frunció el ceño, su semblante endureciéndose, pero permaneció en silencio, sus puños aún cerrados. La lealtad que profesaba hacia Iván era inquebrantable, y aunque una chispa de duda nublaba su mirada, sabía que, como guerrero, debía confiar en las palabras de su líder. Sin embargo, era evidente que Iván tendría que hacer mucho más para devolverles el coraje.
Aldric, el capitán de los Desolladores Carmesí, se adelantó, su rostro serio y su tono implacable.
—Su Gracia, lo que está en juego no es solo esta batalla, sino el curso de toda la guerra. Si cae aquí, será el final de todo. Necesitamos replegarnos, reagrupar a las tropas y regresar con una estrategia sólida, con la fuerza renovada. La guerra no se gana con impulsos —su voz, aunque severa, era firme, como si buscara apelar a la razón que quedaba en su joven comandante.
Iván sintió que el peso de las palabras de Aldric se hundía en su pecho, intensificando la tormenta de emociones que lo asediaba. La responsabilidad sobre sus hombros parecía ahogarlo, aplastándolo con una carga casi insoportable. Pero algo en él, una chispa de orgullo, se resistía a ceder ante la desesperación, a entregarse a la idea de la retirada. Sus ojos se oscurecieron, y, tras un breve instante, el joven levantó la cabeza con una resolución férrea.
—No. Creo que lo han olvidado —dijo con voz ronca, pero fuerte, y avanzó un paso hacia el centro de la tienda, mirando directamente a cada uno de ellos, sus ojos brillando con una intensidad feroz—. Esta guerra no es solo por Zusian, sino también por algo mucho más grande.
Las miradas de los comandantes se entrecruzaron, desconcertadas ante sus palabras. Iván los observó con detenimiento, su mandíbula tensa, sus puños aún cerrados. Cada palabra que pronunciaba parecía reavivar una chispa en su interior.
—Esta guerra… —continuó, su voz ganando fuerza con cada palabra, resonando en la tienda como un trueno— es mi nacimiento al mundo. Esta guerra es para hacer conocer mi nombre, el nombre del heredero de los Erenford y de Zusian, el hijo de Kenneth "El Lobo Sangriento". Esta guerra será el acontecimiento que hará que el nombre de Iván Erenford sea temido, respetado, y recordado.
El silencio se hizo más denso, sus palabras cayendo como piedras en las mentes de sus comandantes. Ulfric, su mentor, lo miró con una mezcla de orgullo y aprobación, mientras Otón apretaba los labios, reconociendo la fortaleza en las palabras de su joven señor. Los demás comandantes parecían más determinados, como si aquella proclamación hubiese encendido en ellos una chispa de la misma ambición que quemaba en el alma de Iván.
Iván no había terminado. Dio un paso adelante, su presencia imponente llenando la tienda, y continuó, su voz ahora más grave, cargada con la solemnidad de sus palabras.
—Cada uno de ustedes está aquí no solo como soldado, sino como parte de algo más grande, son la herencia de mi padre. Su sangre corre por mis venas, y yo… —hizo una pausa, sus ojos recorriendo cada rostro en la tienda— seré digno de ese legado. No retrocederé, no me esconderé. Si he de morir, será con una espada en la mano, y habré dejado mi marca en el mundo. ¿Cuántos duques erenford conocen la valentía de sus soldados, el sacrificio de sus guerreros? Esta no es solo una guerra por tierra, es una guerra por nuestro orgullo.
Otón asintió lentamente, su ira apaciguándose, reemplazada por una renovada determinación. Las palabras de Iván resonaban en su pecho, llenándolo de una energía que solo la certeza y la pasión de un líder auténtico podían despertar.
Ladislao, un veterano con la piel curtida y los ojos profundos de quien ha visto muchas batallas, habló, su voz cargada de respeto.
—Entonces, Su Gracia… ¿cuál será nuestro siguiente paso? ¿Qué espera de nosotros, ahora que la marea parece estar en nuestra contra?
Iván exhaló, sus ojos brillando con una mezcla de furia contenida y una calma renovada.
—Nuestro siguiente paso será resistir. Nos reagruparemos, fortaleceremos nuestras defensas y, cuando llegue el momento, golpearemos con toda la fuerza que nos queda. No busco mártires; busco guerreros que luchen a mi lado hasta el final. Cada vida que se ha perdido no será en vano, cada herida será el recuerdo de que seguimos de pie. No es el final; solo es el comienzo.
El silencio que siguió a sus palabras no fue de duda, sino de respeto y resolución. Las miradas de sus comandantes, una vez llenas de agotamiento, ahora reflejaban algo que hacía tiempo no se veía en ese lugar sombrío: la fe en una causa que iba más allá de ellos mismos.