La fría luz de la mañana comenzaba a desparramarse por el escarpado paso de Eldrakar, bañando las cimas rocosas y el campamento militar que se extendía como un enjambre de tiendas y hombres. El aire era gélido, cortante, y una leve neblina se aferraba al suelo, serpenteando entre las tiendas como una serpiente blanca y espectral. A pesar de la hora temprana, el campamento cobraba vida con un ajetreo constante. Los soldados de Stirba y Zanzíbar, un ejército combinado que se había preparado para este día durante meses, se equipaban con prisa, ajustando las correas de sus armaduras, verificando el filo de sus armas, preparando proyectiles. Los murmullos de las órdenes se mezclaban con el sonido metálico de las armas, el retumbar de botas sobre la tierra dura, y el ocasional relincho de los caballos, nerviosos e inquietos por lo que se avecinaba.
El olor a cuero, acero y sudor llenaba el aire, una mezcla penetrante que anunciaba la inminencia de la batalla. Habían acampado en ese paso, estratégico y traicionero, conscientes de que pronto se verían envueltos en la sangrienta lucha por la supremacía en Eldrakar. Soldados curtidos, veteranos de múltiples batallas, afilaban sus cuchillos y ajustaban las lanzas. Había rostros endurecidos, cicatrices que contaban historias de victorias pasadas, y miradas que destilaban determinación. No le temían a la guerra ni a la muerte. Cada uno era consciente de que los próximos días definirían más que una simple victoria; decidirían el destino de sus tierras y sus hogares.
Sin embargo, en medio de esa actividad febril, había una carpa que permanecía tranquila, inusualmente silenciosa. Era la carpa de mando, una estructura imponente y ricamente adornada, situada en el corazón del campamento, con los estandartes de Stirba y Zanzíbar ondeando con elegancia a ambos lados de la entrada. La tela era gruesa y oscura, adornada con hilos dorados y rojos que narraban la historia de las casas que representaban. Dentro, lejos del bullicio exterior, Maximiliano Marsdale, el duque de Stirba y comandante en jefe de las fuerzas combinadas, no se encontraba en un consejo de guerra, revisando planes con sus generales y oficiales, como cabría esperar. No estaba de pie junto a un mapa, trazando estrategias, ni discutiendo las mejores rutas para enfrentar a las tropas de Zusian. En lugar de eso, estaba acostado en su lujosa cama de campaña, con cortinas de terciopelo rojo que daban una apariencia de realeza en medio de la guerra.
Maximiliano Marsdale, duque de Stirba, se encontraba recostado en la cama con una expresión de serena satisfacción. Su corpulento cuerpo estaba relajado, sus músculos apenas cubiertos por las sábanas de seda roja que contrastaban con su piel bronceada y marcada por las cicatrices de innumerables batallas. Su mandíbula cuadrada y sus labios firmemente apretados denotaban una autoridad innata, la de un hombre acostumbrado a comandar, a ser obedecido sin cuestionamientos. Su cabello castaño rojizo caía de forma descuidada pero elegante sobre la almohada, como si cada mechón hubiera sido colocado deliberadamente para darle un aire de realeza indolente. Sus ojos, de un rojo penetrante, parecían brillar con una mezcla de deseo y orgullo, y no apartaban la mirada de la mujer que tenía encima, una figura que se movía con una fluidez casi hipnótica.
Encima de él, Lyrith Maenon, su reciente esposa y única hija del duque Eberhard de Zanzíbar, se movía con una gracia controlada. Cada movimiento de su cuerpo delgado y esbelto era calculado, una mezcla de poder y seducción que parecía dominar la habitación. Lyrith tenía el cabello largo y dorado, brillante como el oro bajo la luz tenue que se filtraba por las costuras de la carpa. Sus mechones caían en suaves cascadas sobre su espalda desnuda, rozando ocasionalmente la piel de Maximiliano, provocando escalofríos que lo recorrían. Su piel era clara y suave, casi etérea, con un brillo perlado que la hacía parecer una criatura salida de un sueño. Cada curva de su cuerpo se destacaba a la luz de la madrugada, que apenas se filtraba en el interior de la carpa, y sus pechos, generosos y firmes, se balanceaban rítmicamente mientras ella se movía sobre él, trazando lentas ondas de placer con cada movimiento.
La atmósfera en la carpa era sofocante, cargada de deseo y del aroma a sándalo de los aceites perfumados que Lyrith había hecho quemar antes. Las sombras danzaban sobre las paredes, proyectando figuras que se retorcían y se entrelazaban en un juego silencioso. El sol aún no había ascendido por completo, y el cielo fuera de la carpa permanecía teñido de un púrpura profundo, pero la luz tenue que se colaba iluminaba apenas sus cuerpos, resaltando cada detalle. Las caderas de Lyrith se movían con una elegancia felina, y su respiración se volvía más profunda y rápida, pero en su mirada había algo que no encajaba del todo con la pasión que irradiaba su cuerpo. Había un destello de frialdad en sus ojos verdes, una mirada calculadora que hablaba de algo más que simple deseo. Para ella, esta unión era tanto una forma de placer como de poder, una herramienta para consolidar una alianza que cambiaría el curso de los eventos en el paso de Eldrakar.
—Maxi —murmuró Lyrith, sin dejar de moverse, su voz suave y seductora, pero cargada de un tono burlón que parecía querer provocarlo—. Al final, no eres tan malo en la cama como pensé —dijo con una sonrisa que curvó sus labios llenos, pero no alcanzó a suavizar la intensidad de su mirada. El desafío brillaba en sus ojos, como si quisiera retarlo, ver cómo reaccionaba a sus palabras.
Maximiliano soltó una risa breve y perezosa, dejando escapar un suspiro profundo mientras sus manos fuertes recorrían las caderas de Lyrith, apretándolas con una firmeza que revelaba tanto posesión como deseo. Sus dedos se deslizaron por su piel suave, trazando líneas invisibles que parecían querer marcarla como suya. No era un hombre que cediera ante provocaciones, y había aprendido a reconocer el juego cuando lo veía. No era la primera vez que lidiaba con mujeres fuertes y astutas, y Lyrith, con todo su encanto y belleza, no sería una excepción.
—¿Eso crees? —respondió Maximiliano, su voz resonando con un tono bajo y grave, cargado de una confianza que no permitía réplica. Sus ojos rojos brillaban mientras sus labios se curvaban en una sonrisa que tenía un toque de arrogancia—. Tal vez deberías dejar de subestimarme, querida. Podrías llevarte algunas sorpresas. —Con un movimiento repentino, Maximiliano se irguió un poco, deslizando sus manos hacia arriba por el torso de Lyrith hasta sus hombros, atrayéndola hacia él, haciéndola bajar hasta que sus labios quedaron a un susurro de distancia. Sus respiraciones se mezclaron, calientes y densas en el aire frío de la carpa—. Aunque… —continuó en un murmullo, sus labios rozando los de ella, apenas tocándolos—. Me gusta cuando eres insolente. Hace las cosas más interesantes.
Lyrith sonrió, sus labios rozando suavemente los de Maximiliano antes de apartarse apenas un centímetro, dejando que sus alientos se mezclaran, cálidos y lentos en el aire cargado de la carpa. Sus ojos verdes, brillantes y calculadores, relucían con una mezcla de diversión y desafío, reflejando la luz que se filtraba entre las costuras del lienzo. Era una mujer que conocía su poder, y lo ejercía con la destreza de una cortesana experta en el juego de la seducción. Su mirada era intensa, fija en los ojos rojos de Maximiliano, como si intentara penetrar hasta los rincones más oscuros de su alma. No había titubeos en ella; no era una mujer que se contentara con ser un adorno en el lecho de un hombre poderoso. Sabía cómo usar su cuerpo y su encanto para conseguir lo que quería, y, más aún, sabía cuándo era el momento preciso para hacerlo. No era la primera vez que se encontraba en una posición donde el placer y la política se entrelazaban, y había aprendido a disfrutar de ese equilibrio, a sacar provecho de él, a saborear cada instante como si cada momento de intimidad fuera una pieza en un tablero más grande y complejo.
—Oh, créeme, mi amor —dijo Lyrith, dejando que su voz se deslizara suave y sedosa, casi como un susurro que acariciaba el oído de Maximiliano—. Sé exactamente lo que estoy haciendo. —Sus palabras eran suaves, melodiosas, pero en ellas había una clara advertencia, como el filo de una daga oculta bajo una sonrisa seductora. Sus ojos se estrecharon apenas, y la curva de sus labios se torció en una mueca de satisfacción, consciente del poder que ejercía sobre él, de cómo podía manipular cada uno de sus movimientos con una simple mirada, un simple gesto.
Maximiliano soltó una risa profunda y gutural, un sonido que resonó en la carpa como el rugido de un animal que acecha, una risa que no denotaba tanto diversión como un reconocimiento de las reglas del juego que ambos jugaban. No había duda de que Lyrith era diferente de sus otras esposas y concubinas. Había tenido cuatro matrimonios antes de este, y de esas uniones había perdido a dos esposas, muertas por enfermedades o enredadas en intrigas palaciegas que acabaron por reclamar sus vidas. Cada una de ellas había sido parte de un plan cuidadosamente trazado, piezas en un tablero de ajedrez donde Maximiliano movía las fichas con precisión, siempre un paso por delante de sus enemigos. Pero Lyrith... Lyrith no era una simple pieza; ella era una jugadora, y eso la hacía peligrosa y fascinante a la vez.
Maximiliano se recostó sobre las almohadas de terciopelo, sus ojos recorriendo cada centímetro del cuerpo de Lyrith con la mirada de un conquistador que contempla las tierras que ha logrado someter. Sus manos se movieron lentamente por la piel suave de su espalda, trazando líneas invisibles que parecían querer marcarla como suya. Había algo en ella que lo intrigaba, algo que lo hacía querer jugar ese peligroso juego una y otra vez, aunque supiera que en algún momento podría volverse en su contra. Él era un hombre acostumbrado a obtener lo que quería, a imponer su voluntad sin que nadie se atreviera a desafiarlo. Pero Lyrith... ella era distinta, y esa diferencia era lo que la hacía tan adictiva.
—Eres una mujer intrigante, Lyrith —murmuró, dejando que su voz profunda se arrastrara lentamente por el aire, llenando el espacio entre ambos con un tono que era tanto una declaración como una advertencia—. Más intrigante de lo que imaginé cuando acordé esta unión. —Sus ojos se estrecharon, buscando alguna reacción en su expresión, algún indicio de que sus palabras habían hecho mella en ella. Pero Lyrith no flaqueó, su sonrisa permaneció intacta, y eso solo hizo que Maximiliano se sintiera aún más intrigado, más deseoso de descubrir los secretos que ella ocultaba tras esa fachada de elegancia y control.
No había duda de que Lyrith era diferente de sus otras esposas y concubinas. Había tenido cuatro matrimonios antes que este, y de esas uniones había perdido a dos esposas, muertas por enfermedades o enredadas en intrigas palaciegas que acabaron por reclamar sus vidas. Las habladurías sobre la mala suerte que parecía seguir a las mujeres que se unían a Maximiliano eran constantes en las cortes vecinas, y aunque algunos lo veían como un hombre perseguido por el infortunio, otros sospechaban que sus manos no eran tan limpias como él pretendía. Además, tenía doce concubinas, mujeres que entraban y salían de su vida como sombras, algunas para darle placer, otras para ganar su favor o jugar sus propios juegos políticos. Pero Lyrith era su segunda esposa legítima, y ella lo sabía bien. No era una mujer que simplemente esperaba cumplir un rol decorativo; ella era una pieza fundamental en una alianza que había sido negociada con sumo cuidado entre Stirba y Zanzíbar.
Ambos estaban en sus treinta y no era su primer matrimonio para ninguno. Maximiliano, un hombre conocido tanto por su astucia política como por su dureza en el campo de batalla, ya había tenido cuatro esposas. Dos de ellas habían fallecido, además de sus esposas, tenía doce concubinas y varias amantes que iban y venían según su capricho. Para Maximiliano, las alianzas no solo se formaban en el campo de batalla o en la mesa de negociación; también se sellaban en el lecho, y Lyrith era la última incorporación a su complejo juego de poder.
Pero Lyrith no era ninguna novata en el arte de las alianzas matrimoniales. Este era su segundo matrimonio, después de haber enviudado de un marqués de otro territorio. Había perdido la guerra por el poder de ese marquesado, pero no sin aprender lecciones valiosas en el proceso. Había tenido seis hijas con su difunto esposo, y aunque las chicas, de entre catorce y doce años, eran su mayor orgullo, también las veía como piezas estratégicas. Había aprendido a usar la maternidad como una herramienta para negociar, a posicionar a sus hijas en la corte y asegurarse de que tuvieran un futuro asegurado, sin importar quién estuviera en el poder. Su alianza con Maximiliano no era diferente; no era solo un matrimonio de conveniencia, era un pacto, una apuesta calculada para consolidar su posición y la de su descendencia en un mundo donde la lealtad era voluble y el poder siempre estaba en juego.
La carpa se llenaba de un silencio tenso, solo interrumpido por el leve crujido de las telas al moverse y el suave crepitar de las brasas en un pequeño brasero a un lado del lecho. Afuera, el bullicio del campamento seguía en crescendo, como un rumor distante que no podía penetrar la burbuja que ambos habían creado dentro de esa habitación de terciopelo y sombras. Pero para Lyrith, cada sonido era una nota que añadía a su composición mental, cada susurro era una advertencia de lo que estaba por venir.
—Tu juego de poder es impresionante, Maximiliano —dijo Lyrith, arqueando ligeramente la espalda mientras se movía con más intensidad, aumentando el ritmo de sus caderas con una destreza calculada. Su cuerpo se apretaba alrededor de él, cada movimiento provocando que Maximiliano gruñera profundamente, sintiendo cómo la tensión se acumulaba en su interior antes de liberar su esencia en oleadas calientes. Ella podía sentir cómo su cuerpo respondía a cada una de sus provocaciones, cómo el poder de controlar el ritmo del encuentro se mezclaba con la satisfacción de llevarlo al límite.
Mientras Maximiliano exhalaba un gemido prolongado, sus músculos tensos se relajaron y su cuerpo se hundió más en las almohadas de seda que cubrían el lecho. Los sonidos de sus respiraciones pesadas llenaban la carpa, creando un eco que parecía resonar en cada rincón. Lyrith se quedó allí por un momento, inmóvil, disfrutando de la sensación de control absoluto antes de separarse lentamente de él. Un hilo de su semilla quedó suspendido por un instante entre sus cuerpos antes de resbalar por la suave piel de sus muslos, un recordatorio tangible del momento compartido.
—Pero recuerda, no soy solo una pieza más en tu tablero —añadió, su voz deslizándose como un susurro aterciopelado que se enroscaba alrededor de sus oídos. Sus palabras flotaron en el aire, cargadas de significado, de una advertencia que no necesitaba ser explicada. Los ojos verdes de Lyrith brillaban con una intensidad que sugería tanto desafío como diversión.
Maximiliano la observó en silencio, sus ojos rojos destellando con algo más que simple deseo. Había una peligrosa mezcla de admiración y precaución en su mirada, como si estuviera evaluando cada uno de sus gestos, cada palabra, buscando descifrar qué más se escondía tras esa máscara de seducción y juego. Lentamente, una sonrisa se formó en sus labios, una curva lenta y peligrosa que prometía tanto placer como advertencias ocultas.
—Y por eso me interesas tanto, Lyrith. No eres solo una pieza; eres alguien que entiende cómo se juega —respondió, alzando una mano para acariciar su mejilla. Sus dedos rozaron suavemente su piel, dibujando pequeños círculos en ella, como si quisiera grabar su textura en su memoria. Había una delicadeza engañosa en ese gesto, como si probara los límites de su paciencia, como si disfrutara explorando cuán lejos podía llegar antes de que ella se rebelara—. Pero no olvides, querida, que en este juego, solo hay un rey. Y ese soy yo.
Lyrith dejó escapar una risita suave, casi burlona, mientras deslizaba su mano hacia abajo, tomando con delicadeza el miembro semi erecto de Maximiliano. Con un movimiento lento y provocador, lo liberó de su cuerpo, observando cómo el exceso de su semilla comenzaba a deslizarse por sus muslos, dejando un rastro brillante que la hacía sonreír con satisfacción. Se levantó de la cama con una gracia casi felina, sus caderas balanceándose mientras se dirigía hacia una mesa baja al otro lado de la carpa, donde había una jarra finamente elaborada de latón, con detalles intrincados grabados a mano. La jarra estaba llena de vino caro, traído desde las viñas más selectas de Stirba, reservado solo para las ocasiones más especiales.
Tomó la jarra con una mano, su delicado agarre haciendo que el metal brillara bajo la luz suave de las velas, y se sirvió una copa. El líquido carmesí se vertió lentamente, llenando el espacio con su aroma profundo y embriagador. Levantó la copa hacia sus labios, bebiendo un sorbo antes de girarse lentamente hacia Maximiliano, que aún la observaba desde el lecho, sus ojos siguiendo cada movimiento como un depredador acechando a su presa.
—Si fueras un rey, obviamente no tendrías que hacer una alianza con mi familia —dijo Lyrith, su voz goteando sarcasmo y astucia mientras daba un paso hacia él, balanceando las caderas con un ritmo hipnótico. Cada paso era un baile, una declaración de su control sobre la situación—. Eres un duque, como mi padre. Así que, aunque fue placentero, no seas tan pretencioso, cariño. —Llevó la copa a sus labios de nuevo, permitiendo que el vino recorriera su garganta mientras sus ojos se mantenían fijos en los de él, desafiándolo a contradecirla.
Se acercó a él con una elegancia felina, dejando que el borde de la jarra rozara suavemente su piel al pasar, una caricia sutil que enviaba escalofríos por su cuerpo. Cuando llegó a la cama, se inclinó hacia él, su cabello cayendo como una cortina de sedas oscuras alrededor de su rostro, y le entregó una copa. El vino brillaba como rubíes líquidos bajo la luz, y el aroma agridulce llenaba el aire a su alrededor.
—Bebe —le dijo, acercando la copa a sus labios, su mirada fija en la de él, esperando ver cómo reaccionaría ante sus palabras—. Porque tanto en el placer como en la política, siempre hay algo que negociar, y no siempre se trata de quién tiene la corona. —Le ofreció una sonrisa lenta y cargada de promesas, una sonrisa que sugería que, aunque él pudiera creer que tenía el control, ella estaba dispuesta a retar esa creencia en cada momento, a forzar sus límites y ver cuán lejos podía llegar antes de que él se diera cuenta del juego que ella estaba jugando.
Maximiliano aceptó la copa, pero no bebió de inmediato. En lugar de eso, la sostuvo frente a él, girando el vino dentro de la copa mientras sus ojos seguían fijos en los de Lyrith. Había algo en su mirada que sugería que disfrutaba de la confrontación, que cada palabra suya era un desafío que él estaba ansioso por aceptar. La tensión entre ambos era palpable, como si cada uno estuviera midiendo al otro, esperando el momento adecuado para hacer su próximo movimiento. Finalmente, después de un largo momento, llevó la copa a sus labios y bebió, dejando que el vino inundara su boca, su sabor complejo y ardiente haciendo eco de la intensidad de la conversación que mantenían.
—Me gusta tu atrevimiento, Lyrith. Pero recuerda —dijo después de beber, su voz baja y profunda, como el retumbar de un trueno distante—, en este juego, el rey siempre dicta las reglas. —Se inclinó hacia adelante, acercando su rostro al de ella, su aliento cálido mezclándose con el aroma del vino en el aire, hasta que sus labios casi se tocaban. Pero en lugar de besarla, se detuvo justo antes, dejando que la tensión se acumulara, que la anticipación se convirtiera en un pulso constante entre ambos—. Y yo no soy alguien que se doblegue fácilmente.
Lyrith sostuvo su mirada, su sonrisa ampliándose, pero esta vez, había un brillo en sus ojos que sugería que ella había estado esperando exactamente ese tipo de respuesta. Levantó su copa, brindando silenciosamente antes de beber otro sorbo, sin apartar los ojos de él. Era un juego peligroso el que ambos estaban jugando, un juego de poder y control donde cada palabra, cada gesto, podía cambiar el equilibrio de fuerzas. Pero era un juego en el que Lyrith se movía con destreza, sabiendo que cada movimiento la acercaba más a sus propios objetivos, y que, si jugaba bien sus cartas, podría hacer que incluso el "rey" tuviera que arrodillarse ante ella.
Lyrith se deslizó suavemente por la habitación, su cuerpo aún cubierto por el tenue resplandor de la luz de las velas, sus movimientos calculados y gráciles, como una pantera acechando. Sus palabras eran como seda, suaves pero cargadas de veneno, en cada frase se escondía una amenaza velada, un recordatorio de la delicada danza de poder en la que ambos se encontraban. Su voz resonaba en el aire, baja, seductora, pero con un filo de advertencia que Maximiliano no pudo ignorar.
—Espero que así sea, esposo mío —murmuró Lyrith, inclinándose hacia Maximiliano, dejando que sus labios rozaran suavemente la piel de su cuello, su aliento cálido y suave acariciando su oído—. Porque si ese niño, Erenford, logra ganarte en esta batalla, no tendré más opción que considerar alianzas más... ventajosas. —La amenaza se deslizó en sus palabras como una serpiente en la oscuridad, envolviendo la promesa con seducción. Lyrith sonrió, sus labios formando una curva que parecía inocente, pero en sus ojos brillaba una chispa de astucia—. Pero —continuó, modulando su voz a un tono más suave y seductor, como si quisiera endulzar el veneno de sus palabras—, si tú ganas y no solo haces que Zusian pierda sus mejores territorios, sino que también enmiendas el fracaso de la coalición... yo misma te llamaré rey. Y quizás, solo quizás, podría ayudarte a tener todo el territorio de Zanzíbar. Amo a mi hermano, pero soy ambiciosa. —Lyrith dejó que su promesa flotara en el aire, cargada de posibilidades, antes de inclinarse para besarle los labios con un ardor que mezclaba deseo y desafío.
El beso fue profundo, casi desesperado, como si buscara transmitir más de lo que las palabras podían expresar. Era un gesto lleno de promesas no dichas, de oportunidades que podrían surgir si las piezas se movían en el tablero de la forma correcta. Pero tan pronto como comenzó, el beso se desvaneció, y Lyrith se apartó, sus labios aún brillantes por la pasión momentánea. Sus ojos verdes lo miraron intensamente, como si estuviera midiendo cada una de sus reacciones, sopesando sus propias palabras mientras estudiaba las emociones que cruzaban el rostro de Maximiliano.
Ella se enderezó y se giró con gracia, como si no hubiera dicho nada fuera de lo común, y alzó una mano, llamando a las sirvientas que esperaban fuera de la carpa, apenas audibles tras las cortinas. Entraron en fila, respetuosas y con la mirada baja, evitando el contacto visual con la pareja. Las sirvientas eran jóvenes, con cabellos oscuros recogidos en trenzas simples, y llevaban túnicas de lino blanco que contrastaban con las sombras suaves que llenaban el lugar. Con movimientos rápidos y eficientes, comenzaron a preparar un baño para Maximiliano, llenando una gran tina de madera con agua caliente que habían transportado en jarras pesadas.
El sonido del agua llenando la tina se mezclaba con el crepitar distante de las llamas en las lámparas de aceite, creando una atmósfera de calma que contrastaba con la conversación llena de tensiones y promesas que acababan de tener. Las sirvientas vertían el agua con cuidado, el vapor ascendiendo y envolviendo la habitación, llenándola de una fragancia ligera de hierbas que habían añadido al agua para relajar el cuerpo. Lyrith las observaba en silencio, sus ojos verdes recorriendo los movimientos cuidadosos de las jóvenes, notando cómo sus manos vertían las esencias con una precisión que denotaba experiencia.
—Deberías bañarte, esposo mío —dijo finalmente, girándose hacia Maximiliano. Su voz tenía un tono suave, pero no había perdido ese matiz de autoridad, como si fuera una orden disfrazada de sugerencia—. En unas horas, tendrás que demostrar qué tan bueno en la guerra eres. —Lyrith se permitió una ligera sonrisa, una mezcla de burla y desafío, antes de volver a enfocarse en las sirvientas que ahora colocaban paños de lino al borde de la tina y esponjas perfumadas para el baño.
Maximiliano la observaba desde el lecho, todavía desnudo, su cuerpo fuerte y marcado por las cicatrices de muchas batallas. Sus ojos rojos se estrecharon ligeramente mientras procesaba las palabras de Lyrith, pero no dijo nada al principio. Había aprendido a no subestimarla, a entender que detrás de cada frase seductora había una intención bien calculada, una estrategia que ella había pensado hasta el más mínimo detalle. Lentamente, se levantó de la cama, su cuerpo musculoso se tensó y luego se relajó mientras caminaba hacia la tina, sus pies descalzos acariciando las alfombras suaves que cubrían el suelo.
Las sirvientas se retiraron un paso cuando Maximiliano se acercó, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto. Él se metió en la tina, sumergiendo su cuerpo en el agua caliente que envolvió sus músculos tensos, relajándolos al instante. Cerró los ojos por un momento, dejando que el calor se apoderara de sus sentidos, calmando la tensión acumulada en su cuerpo y mente. Lyrith, mientras tanto, se quedó de pie cerca, observándolo con una expresión que mezclaba satisfacción y curiosidad, como si estuviera disfrutando el espectáculo de verlo vulnerable, aunque fuera solo por unos minutos.
El agua caliente lo rodeaba, cubriendo cada cicatriz, cada marca de guerra que había acumulado a lo largo de los años. Maximiliano era un hombre que había vivido muchas batallas, no solo en el campo de guerra, sino también en la política, en el juego de alianzas y traiciones que se tejía constantemente en el reino. Sentía el peso de todas esas luchas mientras se hundía en el agua, el vapor envolviendo su rostro, relajando cada músculo tenso. Pero aun así, incluso en ese momento de aparente vulnerabilidad, su mente no dejaba de pensar en las palabras de Lyrith, en las promesas veladas y las amenazas sutiles que se escondían en su tono suave.
—Dices que me llamarás rey si gano esta batalla —dijo finalmente, abriendo los ojos y encontrándose con la mirada de ella, que lo observaba desde la distancia—. Pero dime, esposa mía, ¿qué harás si pierdo? —Su tono era suave, casi casual, pero había una dureza en sus palabras, una prueba que quería imponerle, un desafío que ella tendría que aceptar.
Lyrith se acercó lentamente, sus caderas moviéndose con esa gracia natural que parecía hipnotizar a cualquiera que la mirara. Se inclinó hacia él, apoyando las manos en el borde de la tina, sus dedos rozando el agua caliente, creando pequeños círculos en la superficie.
—Si pierdes, Maximiliano... —murmuró, su voz baja y melosa, como un veneno dulce—. Entonces sabré que he apostado por el hombre equivocado, y buscaré mejores opciones. El heredero de los Erenford es joven, pero es prometedor, y estoy segura de que sabrá apreciar la alianza que puedo ofrecerle. —Se detuvo por un momento, dejando que la amenaza se asentara, viendo cómo sus palabras parecían penetrar la piel de Maximiliano como agujas afiladas—. Pero no hablemos de perder, ¿de acuerdo? Prefiero pensar en la victoria, en cómo ambos podríamos tomar Zanzíbar y Zusian si juegas bien tus cartas.
Lyrith se inclinó aún más, acortando la distancia entre ellos, sus labios a escasos milímetros de los de Maximiliano, tan cerca que podía sentir el calor de su aliento, cálido y húmedo, mezclándose con el vapor que envolvía la habitación. Sus ojos brillaban con una intensidad calculada, como si buscaran penetrar en los pensamientos de Maximiliano, desentrañar sus secretos más profundos. El vapor del baño parecía envolverlos en un halo de intimidad que solo amplificaba la tensión entre ambos, como una cortina que separaba la realidad del mundo exterior de ese instante privado, donde las promesas de poder y ambición se entrelazaban con el deseo.
—Sé que puedes hacerlo, esposo mío —susurró Lyrith, su voz tan baja que era casi un murmullo, pero cada palabra estaba cargada de una confianza firme y desafiante—. Pero también sé que necesitarás algo más que fuerza en la batalla para ganar. —Dejó que sus labios rozaran apenas los de él, susurrando las palabras directamente contra su boca antes de separarse lentamente, como si quisiera que el eco de sus palabras se quedara flotando en el aire, persiguiéndolo incluso después de que ella ya no estuviera cerca.
Maximiliano la observó mientras se alejaba, sus ojos siguiendo cada uno de sus movimientos con una intensidad que denotaba tanto deseo como admiración. Sabía que ella era una aliada formidable, una mujer que comprendía los juegos de poder mejor que muchas de las personas que había conocido en su vida. Mientras ella se apartaba, le dio la espalda y, sin perder la elegancia, comenzó a sumergirse en la tina junto a él. El agua caliente la rodeó, envolviendo su figura delicada y elegante, y Lyrith se acercó hasta quedar tan cerca de Maximiliano que sus piernas se rozaban bajo el agua, un toque que parecía casual pero estaba cargado de intenciones.
El vapor llenaba el ambiente, creando una atmósfera casi irreal, y ambos se miraron en silencio durante unos instantes, como si estuvieran evaluando la magnitud de lo que estaba por suceder. No hubo más palabras, no las necesitaban. El deseo que había en sus ojos era suficiente para decir todo lo que sus labios no se atrevían a pronunciar, una declaración muda de una pasión que se desbordaba más allá de las palabras. Se deslizaron el uno hacia el otro, y pronto las manos de Maximiliano se aferraron a las caderas de Lyrith, atrayéndola hacia él en un movimiento que era tanto posesivo como urgente.
El agua salpicó ligeramente cuando sus cuerpos volvieron a unirse, la calidez del líquido y el vapor creando un contraste embriagador con la frialdad del acero que colgaba de las paredes de la tienda. Lyrith se dejó llevar por la intensidad del momento, su cuerpo respondiendo a cada movimiento de Maximiliano, sus suspiros se mezclaban con el leve burbujeo del agua, creando una melodía íntima que solo ellos podían escuchar. Sus cuerpos se encontraron una vez más, enredándose en una danza de pasión cruda y contenida, como dos titanes que medían fuerzas no solo para saciar su deseo, sino para recordarse mutuamente quién tenía el control en aquella delicada alianza.
El tiempo pareció detenerse, o al menos perder su significado, hasta que ambos se separaron lentamente, jadeantes, con sus respiraciones aún entrelazadas. El vapor ya comenzaba a disiparse cuando finalmente decidieron dejar la tina, preparándose para lo que sería el verdadero desafío que se cernía fuera de aquella burbuja de intimidad.
Maximiliano fue el primero en levantarse, dejando que las gotas de agua se deslizaran por su piel mientras caminaba hacia donde estaba su armadura. Su armadura roja, de un tono profundo como el vino oscuro, brillante y perfectamente pulida, era una declaración de poder y fuerza. Los detalles de oro adornaban el pecho y los hombros, representando símbolos que evocaban autoridad y respeto, emblemas que él había ganado a través de años de guerra y conquista. Las placas metálicas encajaban perfectamente en su cuerpo, brindándole una apariencia casi imponente, como si fuera una estatua esculpida en acero y sangre. Cada pieza de la armadura se colocaba con precisión y cuidado, asegurándose de que nada quedara fuera de lugar. Un cinturón ancho de cuero oscuro aseguraba la espada a su costado, la empuñadura tallada con intrincados diseños que representaban las victorias de su casa.
Mientras Maximiliano se vestía, Lyrith también comenzó a prepararse. Su vestido era una obra de arte, tejido de finas sedas y brocados, de un tono esmeralda profundo que contrastaba maravillosamente con la suavidad de su piel. Los bordados dorados recorrían el escote y las mangas, creando patrones que parecían moverse con cada paso que daba. Se recogió el cabello en un moño elegante, adornado con pequeñas joyas que brillaban bajo la luz tenue de la tienda. Todo en su apariencia era impecable, calculado para resaltar su estatus y su poder, como la esposa de un gran duque que no temía mostrar su ambición.
Cuando ambos estuvieron listos, salieron de la tienda y se encontraron con el bullicio constante del campamento. Afuera, la realidad los golpeó con fuerza. El campamento seguía en movimiento, un hervidero de actividad incesante mientras las tropas se preparaban para el día siguiente. Había soldados por todas partes, organizando filas, revisando suministros, y ajustando las armas. Cerca de veinticuatro millones y medio de hombres componían ese ejército combinado, una vasta fuerza reunida por cincuenta ejércitos de sangre real del ducado de Stirba, sumando un total de 250,000 soldados cada uno. Sin embargo, lo que más impresionaba eran las tropas de élite de los ciento veinte Ejércitos del Sol Áureo de Zanzíbar, el orgullo de aquella nación, que estaban allí presentes en un cuarto de su totalidad, el 25%, asegurando la fuerza y la superioridad de aquel ejército.
El rugido del acero al chocar mientras los soldados afilaban o movían armas, el murmullo de las órdenes dadas y cumplidas, y el retumbar de los tambores de guerra creaban una sinfonía de preparación para la batalla que se avecinaba. Era un espectáculo que hablaba de poder, de la capacidad de destruir y conquistar, y Lyrith lo observaba con una sonrisa suave, aunque calculada, mientras sus ojos se paseaban por las filas perfectamente alineadas de soldados listos para marchar hacia la guerra.
—Bueno, esposo, ha sido un viaje interesante —dijo Lyrith, deteniéndose a unos pasos de Maximiliano, la voz teñida con una mezcla de orgullo y astucia—. Ya demostré que esta alianza será duradera. Así que me retiro, tomaré un carruaje y regresaré al ducado de Stirba. Esperaré noticias de tu victoria.
Sus palabras llevaban una certeza que dejaba claro que no esperaba otro resultado que no fuera el éxito, pero su tono cambió súbitamente al tornarse más serio. Sus ojos, que habían brillado con astucia, se suavizaron momentáneamente mientras agregaba:
—Solo te pido una cosa —dijo, su voz más baja, más personal, casi un ruego que contrastaba con el tono frío de antes—. Cuida de mi hermano. Lo amo como si fuera mi propio hijo, y si algo le sucede, me enojaré mucho. Y soy rencorosa, Maximiliano. Muy rencorosa.
La advertencia quedó flotando en el aire, como una amenaza no tan velada que pesaba sobre los hombros de Maximiliano. Lyrith era ambiciosa, sí, pero también protectora, y su amor por su hermano era una fuerza que él no se atrevía a subestimar. Con una última mirada que dejó claro lo mucho que estaba en juego, Lyrith se dio la vuelta y se alejó, sus pasos resonando en el suelo mientras las ruedas de su carruaje ya se preparaban para partir, dejándolo a él solo frente a la vastedad de la campaña que estaba a punto de liderar.
Maximiliano sonrió para sí mismo mientras observaba la figura de Lyrith alejándose, su vestido ondeando ligeramente con la brisa. Ella era, sin duda, una mujer intrigante y formidable. Pero ahora no había tiempo para divagaciones o distracciones; la batalla que se avecinaba requería toda su atención, toda su astucia y poder. Con ese pensamiento en mente, se giró y caminó con paso firme hacia el cuartel general, sus botas resonando sobre el suelo de tierra compacta del campamento, mientras los soldados se apartaban para dejarle paso, inclinando la cabeza en señal de respeto.
Al entrar al cuartel, el aire era denso con el olor de la madera quemada, el cuero, y el metal recién afilado. Había un murmullo constante de voces en el interior, discusiones estratégicas, órdenes y planes que se trazaban en mapas desplegados sobre mesas de roble. Sin embargo, el ruido cesó por un instante cuando Maximiliano hizo su entrada. Los oficiales y comandantes presentes volvieron la mirada hacia él, reconociendo al líder que los conduciría a la victoria o al abismo.
Frente a él, se alzaba la figura de Arkadi Roganov, conocido como "La Bestia Roja". Era imposible no notar su presencia, que dominaba el espacio como si el mismo aire se apartara a su paso. Arkadi era un hombre de apariencia imponente, de cabello largo y rubio que caía suelto en trenzas gruesas, destacando su rostro cincelado por cicatrices de antiguas batallas. Cada una de esas marcas era un recordatorio de sus victorias, de los enemigos que había abatido y de las veces que había sobrevivido cuando otros no lo lograron. Su barba y bigote añadían un aire feroz e intimidante a su semblante, y sus ojos, intensos y penetrantes, brillaban con la confianza de alguien que había visto la muerte de cerca y la había desafiado sin dudar.
Arkadi vestía una armadura carmesí adornada con intrincados detalles dorados, que resaltaban bajo la luz de las antorchas. La armadura no solo era una pieza de protección, sino una declaración de poder y autoridad. Las hombreras anchas, el pecho cubierto de placas decoradas con motivos de dragones y espadas, daban la impresión de que ningún golpe podría traspasar esa coraza. En sus manos descansaba un casco con cuernos que parecía más una corona de guerra que un simple accesorio defensivo. Él no necesitaba hablar para imponer respeto; su mera presencia era suficiente para silenciar a todos en la sala. Era el primer general de Stirba, el estratega y guerrero más temido y respetado en todo el ducado, alguien cuya fuerza bruta y mente táctica habían asegurado innumerables victorias.
A su lado estaba Kaelric Vardros, otro nombre que inspiraba temor y reverencia entre las tropas. Kaelric era un hombre alto, de complexión robusta, con un cabello castaño que caía ondulado sobre sus hombros, y una barba corta que añadía dureza a sus facciones. Su expresión siempre era seria, sus ojos claros y penetrantes reflejaban una frialdad casi implacable, la mirada de alguien que veía más allá de lo evidente, que evaluaba y juzgaba sin mostrar emoción alguna. Llevaba una armadura pesada, de un rojo metálico oscuro, con detalles ornamentados que imitaban las formas de afiladas cuchillas, como si cada parte de su atuendo fuera un arma en sí misma. La armadura estaba diseñada no solo para proteger, sino para intimidar, y cada vez que Kaelric se movía, el metal relucía bajo la luz, reflejando las llamas de las antorchas y creando destellos que parecían advertencias silenciosas a cualquiera que se atreviera a subestimarlo. Él era la mente fuerte y calculadora, el segundo mejor estratega de Stirba, y su reputación como "el Monstruo de Hierro" le precedía en cada batalla.
Ambos generales intercambiaron miradas con Maximiliano, un gesto que parecía transmitir más que mil palabras. Había un entendimiento silencioso entre ellos, una camaradería forjada en el campo de batalla, en la sangre y el acero. Arkadi fue el primero en romper el silencio con su voz grave y profunda, que resonaba como un trueno en la sala.
—Los hombres están listos, mi señor. Tanto tropas de Stirba y Zanzíbar también se han desplegado. —Su tono era respetuoso, pero había una ligera nota de desdén al mencionar a los soldados de Zanzíbar, como si dudara de su eficacia comparada con la de sus propias tropas.
Maximiliano asintió, su mirada viajando hacia el otro extremo del cuartel general, donde se encontraba la delegación de oficiales de Zanzíbar. Había cientos de ellos, vestidos con armaduras doradas que brillaban bajo la luz, como si fueran símbolos de la gloria y la riqueza de su tierra. A pesar de la pomposidad de sus vestimentas, Maximiliano no pudo evitar notar la falta de la misma calidad militar que veía en sus propios hombres de Stirba. Sin embargo, entre esos oficiales, destacaban dos figuras que capturaron su atención de inmediato: los generales número uno y dos de Zanzíbar.
El primero era conocido como Taruk Arzakh, "El Coloso Dorado", un anciano de alrededor de sesenta años. Era increíblemente alto y corpulento, su figura era una mezcla impresionante de fuerza y sabiduría. Su barba larga y espesa, de un blanco inmaculado, le daba un aire casi mítico, como si fuera una deidad guerrera descendida de los cielos para dirigir sus tropas. Sus ojos, de un dorado profundo, parecían ver más allá del presente, como si pudiera anticipar cada movimiento en el campo de batalla. Su expresión era tranquila, casi serena, lo que contrastaba con la imponente musculatura que poseía. Taruk no necesitaba mostrar ira o fuerza para intimidar; su mera presencia bastaba para hacer que los demás lo respetaran, como si estuvieran frente a una montaña inmóvil e imperturbable.
A su lado estaba Darien Vareth, "El Ojo de la Tormenta", el primer general de Zanzíbar, y quizás el más temido de todos. A diferencia de Taruk, Darien era un poco mas joven, con una complexión igualmente robusta pero menos imponente en tamaño. Lo que le faltaba en estatura lo compensaba con su mirada intensa y salvaje, una mirada que parecía arder con una furia contenida. Tenía un bigote y a una barba perfectamente cortados, y su rostro estaba cubierto de cicatrices que contaban historias de innumerables batallas, enfrentamientos donde había dejado claro que no retrocedía ante nada. Su cabello, una mezcla de gris y blanco, caía desordenado sobre sus hombros, dándole un aspecto casi salvaje, como si estuviera siempre al borde de desatarse en la batalla. Darien no era solo un estratega; era un guerrero que prefería estar en la primera línea, cortando el paso de sus enemigos con sus propias manos.
Ambos hombres miraron a Maximiliano con atención, midiendo cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos, como si buscaran asegurarse de que su alianza no era un error. Frente a ellos, rodeado por las figuras más poderosas de ambos bandos, se encontraba el joven heredero de Zanzíbar, Caelan Maenon. A diferencia de los otros, Caelan no tenía una apariencia imponente ni intimidante; sus facciones eran delicadas, casi etéreas. Su cabello rubio y liso estaba cuidadosamente trenzado, cayendo a los lados de su rostro en un estilo que resaltaba su juventud y nobleza. Tenía la piel clara, y sus ojos grandes de un ámbar dorado eran quizás su rasgo más distintivo. Había una serenidad en su mirada, una inteligencia que contrastaba con la ferocidad de los generales que lo rodeaban.
Caelan Maenon permanecía en el centro de la sala, con su porte noble y mirada tranquila, como si la discusión en torno a la guerra fuera una práctica cotidiana. Su atuendo era un reflejo de la elegancia y la riqueza de Zanzíbar, hecho de finas telas en tonos claros, con detalles dorados bordados minuciosamente a lo largo de las mangas y el cuello. Los dorados reflejaban un brillo sutil bajo las antorchas, acentuando la serenidad que parecía irradiar el joven heredero. Aunque a simple vista pudiera parecer un líder sin experiencia, Maximiliano sabía que aquel muchacho de apenas quince años era mucho más que un noble político. A pesar de su corta edad, Caelan ya era un guerrero formidable; se decía que manejaba la alabarda con una destreza asombrosa, comparable a la de las tropas de élite de Stirba. Era, sin lugar a dudas, un monstruo en ciernes, y Maximiliano, que había visto a más de un guerrero temible en su vida, se sentía intrigado por el potencial que irradiaba aquel joven.
Maximiliano avanzó hasta el centro de la sala, su figura imponente atrayendo la mirada de todos los presentes. Su voz, clara y firme, rompió el silencio que se había asentado en el lugar, como un trueno en medio de la tormenta.
—Señores —comenzó, sus ojos recorriendo el rostro de cada uno de los oficiales y generales que tenía delante—, quiero informes detallados del enemigo. Todo. No voy a permitir que esos pedazos de mierda tengan una sola ventaja sobre nosotros. Debemos saber cada uno de sus movimientos antes de que ellos siquiera imaginen los nuestros.
El ambiente en el cuartel general se tensó aún más, como si las palabras de Maximiliano hubieran lanzado un desafío en el aire. Todos los oficiales presentes comprendían la magnitud de lo que estaba en juego; esta no era una simple confrontación, era una batalla que determinaría el destino de sus tierras, de sus familias y de sus pueblos.
Arkadi tomó la palabra con su imponente voz, un tono profundo que parecía resonar desde el mismísimo corazón de la tierra. Su rostro, endurecido por las cicatrices y el tiempo, mantenía una expresión inquebrantable, y sus ojos observaban a Maximiliano con respeto y determinación.
—Tal y como lo predijo su gracia —comenzó Arkadi—. El heredero, Ivan Erenford, ha decidido enfrentar nuestra marcha con todas las fuerzas a su disposición. Ha movilizado a las legiones en la frontera y las unidades que comanda personalmente, calculamos que tiene no más de once millones de hombres listos para detenernos. —El gigantesco general observó a Maximiliano, esperando su reacción, aunque sabía bien que aquello no era una sorpresa para él.
Maximiliano entrecerró los ojos, evaluando cada palabra. Había oído rumores de aquel joven Erenford, el heredero de Zusian, un joven inexperto pero entrenado desde joven por los mejores generales y estrategas de su ducado. No sabía si aquel muchacho era un genio estratégico, un arrogante presuntuoso, o, quizás, una combinación de ambos. Pero tenía que admitir que el muchacho tenía valentía; intentar detener a un ejército de élite como el suyo con una fuerza numéricamente inferior y con un contingente de tropas regulares en su mayoría era, cuando menos, un acto de audacia desmedida.
—Ese muchacho —pensó en voz alta Maximiliano, hablando más consigo mismo que con los demás—, podría ser un idiota, un genio o un imbécil con suerte. Pero una cosa es cierta: valor y descaro no le faltan.
Uno de los oficiales de Zanzíbar, vestido con una armadura dorada menos ornamentada que la de sus generales, pero suficientemente llamativa, alzó la voz con desdén, interrumpiendo los pensamientos de Maximiliano.
—Esos idiotas de Zusian solo se enfocan en la ofensiva, mi señor. No son más que animales rabiosos —dijo, esbozando una sonrisa desdeñosa.
Maximiliano lo fulminó con la mirada, sus ojos ardiendo de una furia contenida. Aunque despreciaba la calidad militar de los soldados de Zanzíbar, que a su juicio era muy inferior a la de sus propios hombres, no toleraría un comentario tan imprudente. Era cierto que las fuerzas de Zanzíbar eran numerosas y estaban bien equipadas gracias a su vasta riqueza, pero en comparación con los ejércitos de Stirba, apenas se les podía considerar tropas de élite. Cualquier ejército de sangre real o hueste jurada de Stirba podía enfrentar y superar a cualquier unidad de Zanzíbar, y aunque eso le daba orgullo, el general entendía que subestimar al enemigo era un error fatal.
—No los subestimes, imbécil —replicó Maximiliano, su voz atravesando la sala como una daga afilada—. Subestimarlos nos costó ocho condados durante la guerra de coalición, ocho condados en su apogeo militar completamente arrasados por las fuerzas de Zusian que estaban tan mermadas que daban pena. Incluso las tierras de tu señor y las mías estuvieron a punto de ser exterminadas por esos "animales rabiosos".
El silencio que siguió a sus palabras fue sepulcral. Todos los presentes sabían bien que Maximiliano decía la verdad. Las fuerzas de Zusian, aunque brutales y desenfrenadas, habían demostrado en más de una ocasión ser monstruos en el campo de batalla. La disciplina militar y la ferocidad de sus hombres eran algo que no podía ignorarse. Zusian, siendo un ducado enorme rodeado de territorios hostiles, había desarrollado un ejército formidable, capaz de enfrentarse a enemigos superiores en número y aún así salir victorioso.
Caelan, que hasta entonces había permanecido en silencio, observando la dinámica entre los generales y oficiales, decidió intervenir. Su voz, suave pero firme, se hizo escuchar.
—Sabemos que el heredero de Zusian, Ivan Erenford, no es alguien a quien debamos tomar a la ligera —dijo, con un tono sereno pero con la autoridad que solo alguien de su posición podía proyectar—. Sus hombres pueden carecer de la disciplina y la calidad de las fuerzas de Stirba, pero compensan esas deficiencias con una ferocidad innata y una disposición para luchar hasta la muerte. Lo que enfrentamos no es un ejército, señores, sino una fuerza de naturaleza casi implacable.
Arkadi asintió, sus ojos de acero mostrando aprobación hacia las palabras del joven heredero.
—Exactamente, joven heredero. No podemos permitirnos ningún error en el campo de batalla. Este joven Erenford es peligroso precisamente porque sabe que juega en desventaja. Eso lo hace impredecible, y eso es algo que los generales de Stirba y de Zanzíbar nunca deben olvidar.
Maximiliano se permitió un asentimiento leve. La planificación estratégica, la comprensión de las fortalezas y debilidades del enemigo, eran clave en toda confrontación. Y aunque su alianza con Zanzíbar no fuera ideal a sus ojos, no dejaría que la arrogancia o el desprecio nublaran el juicio de sus hombres. Ellos no podían permitirse otro error.
—Entonces, caballeros —prosiguió Maximiliano, su figura imponente desplazándose lentamente alrededor de la gran mesa de mapas que dominaba el centro de la sala. Cada paso estaba cuidadosamente calculado, como un depredador que mide a su presa. Su mirada recorría a los oficiales reunidos y luego se enfocaba en el enorme mapa detallado de la región. Con una voz profunda y serena, que parecía penetrar hasta los huesos de cada soldado presente, continuó—. Debemos prever cada posible movimiento de ese muchacho y sus comandantes. Aunque los superamos en número y la calidad de nuestras tropas es innegablemente superior, el paso de Eldrakar nos presenta una desventaja táctica; es una región con menor visibilidad, lo cual podría favorecer la agilidad de sus fuerzas. Nuestra misión es asegurar cada punto estratégico desde el inicio, cerrar cualquier posibilidad de escape o resistencia. Zusian no tendrá forma de contrarrestar nuestras maniobras si actuamos con precisión y disciplina absolutas.
Los oficiales asintieron, comprendiendo la gravedad del plan que estaba por desplegarse. Uno de los estrategas de Stirba, un hombre de mediana edad con cicatrices en el rostro que atestiguaban su experiencia en el campo, señaló en el mapa un estrecho valle rodeado de montañas al noreste.
—Proponemos atacar aquí, en las inmediaciones del desfiladero de Anord —indicó, su dedo trazando el camino serpenteante en el mapa. Alzó la vista, encontrándose con el semblante atento de Maximiliano y los demás comandantes—. Debemos impedir que Zusian tome posiciones aquí, o de lo contrario cualquier intento de avance será en vano. Nuestra ofensiva debe ser tan brutal y arrolladora que ni siquiera una formación bien organizada podría resistirla. Al ganar esta primera batalla, podríamos empujar sus líneas hasta Karador y asegurar el dominio de sus minas y fortalezas. Necesitamos llevar a cabo una incursión violenta, sin dejar margen de maniobra.
Maximiliano asintió, absorbiendo cada palabra. Era un plan audaz, y todos sabían que aquel desfiladero estrecho podía ser la clave para la victoria. Pero la ejecución debía ser impecable, sin errores. Un solo paso en falso y las fuerzas de Stirba podrían caer en una emboscada que pondría en peligro toda la campaña.
Kaelric Vardros, el primer general de Stirba, un hombre alto y robusto de expresión sombría, dio un paso al frente. Su presencia irradiaba un aire de severidad, como si su mera mirada pudiera reducir a cenizas a cualquier subordinado poco diligente.
—Es una táctica clásica, pero eficaz —concedió Kaelric, con una voz profunda y rasposa, que resonó en el salón como un eco implacable—. Sin embargo, todo dependerá de que Zusian permanezca en una postura defensiva. Nuestros exploradores mencionaron la presencia de varios comandantes, entre ellos, uno en particular que podría darnos problemas. La mano izquierda del general Lucan, Otón "El Martillo del Oso Blanco". Ese hombre es una leyenda viviente en Zusian; si está al mando, nuestra ofensiva será mucho más complicada. Es un combatiente salvaje y estratégico, uno que conoce a la perfección los terrenos montañosos de Karador.
Arkadi soltó una carcajada llena de arrogancia y desdén. Esos ojos, de un tono acerado, parecían retar a cualquiera que osara contradecirlo.
—Déjenme esa reliquia del pasado a mí —dijo Arkadi con una sonrisa feroz, casi hambrienta—. No hay hombre en este mundo capaz de enfrentarme en el campo de batalla y salir ileso. El llamado "Martillo del Oso Blanco" será una presa fácil para mí.
Maximiliano lo observó, satisfecho. Arkadi no era solo su mejor guerrero, sino un estratega instintivo. Sabía cómo leer el campo de batalla y adaptarse con una rapidez y precisión impresionantes. Había derrotado a innumerables generales enemigos, y no había estrategia, por compleja que fuera, que pudiera vencerlo en el campo. A pesar de su brutalidad, Arkadi nunca había sido derrotado, acumulando más de quinientas victorias y una lista interminable de campañas exitosas en su nombre. Su presencia era una garantía de triunfo, y Maximiliano confiaba plenamente en él para hacer frente a cualquier obstáculo.
—Muy bien, entonces es hora de movilizarnos —anunció Maximiliano con determinación, mientras un murmullo de aprobación se alzaba entre los presentes—. Si los informes son correctos, estamos a unas pocas horas del ejército de Zusian. Tendremos que adelantarnos a su movimiento y asegurar una posición ventajosa antes de que logren organizarnos un contraataque efectivo.
Unos instantes después, la sala comenzó a vaciarse mientras los oficiales y generales salían con rapidez para poner en marcha las órdenes. Maximiliano se acercó a la mesa, estudiando cada detalle del mapa, evaluando cada estrategia posible. Kaelric y Arkadi permanecieron a su lado, compartiendo ideas y revisando los puntos críticos del plan.
—Si Otón está con ellos, no debemos dar ni un solo paso en falso —observó Kaelric, sus ojos serios clavados en el mapa—. Ha servido a ese viejo Osos durante años, y se sabe que sus tácticas o su fuerza le tienen nada que envidiarle a su señor, que es conocido por su habilidad para explotar cualquier mínima debilidad en la formación enemiga. El desfiladero es una trampa, tanto para ellos como para nosotros. Un solo error podría significar nuestra perdición.
Arkadi sonrió, su confianza inquebrantable.
—Ese oso de las montañas no representa un peligro si se le enfrenta con la fuerza necesaria. Su gracia, le prometo que ese hombre caerá bajo mi maza. Zusian no tendrá una sola ventaja cuando yo esté al frente.
Maximiliano asintió, una expresión de satisfacción en su rostro.
—Confío en tu palabra, Arkadi. Sabes bien lo que te juegas. Esta batalla marcará el inicio de nuestra marcha hacia Karador. Cada piedra, cada árbol y cada sombra deberá ser nuestra aliada en este terreno. Si fallamos, será porque no aprovechamos al máximo cada recurso a nuestra disposición.
Después de unas horas de preparativos febriles, la marcha comenzó finalmente. El sonido de los tambores de guerra resonaba en el aire, un eco ominoso que viajaba entre las montañas mientras las tropas de Stirba y Zanzíbar avanzaban como un solo organismo, perfectamente sincronizadas y disciplinadas. A cada paso, el suelo vibraba con el peso de miles de soldados moviéndose al unísono, el reflejo de sus armaduras brillando bajo la luz menguante del sol. Oficiales entrenados en las artes militares coordinaban los movimientos de los soldados, organizando las filas y ajustando las estrategias en un complejo ballet de precisión casi sobrehumana. Los estandartes de ambas naciones ondeaban con orgullo, exhibiendo el emblema del León Coronado negro de Stirba, negro sobre un campo rojo sangre, y el Sol Áureo de Zanzíbar, un disco dorado sobre un campo naranja ardiente. La luz dorada de la mañana hacía que los colores parecieran aún más intensos, como una promesa de la sangre que pronto sería derramada.
El ejército se adentraba en el desfiladero de Anord, donde las montañas se elevaban como muros de piedra impenetrables, sus sombras proyectándose como dedos oscuros que parecían envolver al ejército en un abrazo sombrío. El viento soplaba a través de las rocas, trayendo consigo un silencio inquietante, roto únicamente por el crujir de las armaduras y el roce de las botas sobre el suelo pedregoso. Las tropas avanzaban con cautela, sabiendo que en cada curva, en cada sombra, podría ocultarse una emboscada. Arkadi marchaba al frente, liderando a la vanguardia. Su imponente figura de guerrero, con su armadura teñida de rojo oscuro, destacaba como la punta de una lanza lista para penetrar cualquier defensa. Sus ojos, fríos y calculadores, escaneaban el terreno con la precisión de un cazador experimentado, buscando cualquier señal de movimiento, cualquier indicio de la presencia enemiga. Detrás de él, Kaelric y Maximiliano analizaban cada paso, atentos a las instrucciones de los exploradores y los informes sobre la disposición de las fuerzas enemigas.
Un explorador llegó al frente, con el rostro tenso y sudoroso, y se inclinó respetuosamente ante Maximiliano antes de hablar.
—Su gracia, las fuerzas de Zusian están cerca. El ejército de Iván Erenford se ha desplegado en formación defensiva en el otro extremo del desfiladero —informó el explorador con un tono serio y contenido.
Maximiliano frunció el ceño, intrigado. La posición del enemigo mostraba una organización táctica que no esperaba ver en un ejército comandado por alguien tan joven. Pero ese "niño", Iván Erenford, parecía estar mucho mejor preparado de lo que muchos habrían imaginado. Con los ojos fijos en el horizonte, Maximiliano murmuró, como si hablase consigo mismo pero lo suficientemente alto como para que sus oficiales lo escucharan.
—Interesante… este muchacho es más que un simple líder improvisado. Esta formación... parece una táctica defensiva altamente estructurada, quizás buscando rodearnos o limitar nuestros movimientos.
Los oficiales se inclinaron sobre sus caballos para observar mejor los detalles. La formación de Zusian, que se desplegaba al otro lado del desfiladero, era compleja y ordenada. Era una disposición en capas, como si cada línea de defensa fuera una muralla en sí misma. En el frente, las unidades de infantería ligera regular ocupaban una línea densa pero flexible, diseñada para retroceder y crear "huecos" controlados. Este tipo de formación sugería que el enemigo planeaba dejar entrar a ciertas unidades de Stirba y Zanzíbar, solo para cerrar el cerco sobre ellas desde los flancos, aislándolas y neutralizándolas una por una.
—Una formación en capas... —murmuró Taruk, fascinado y desconcertado al mismo tiempo—. Cada capa tiene un propósito específico; es como un tamiz. Cualquiera que logre atravesarla será desgastado y debilitado antes de enfrentarse a la siguiente. Esa es una táctica compleja, diseñada para filtrar y fraccionar nuestras fuerzas.
Maximiliano asintió con una mirada sombría, comprendiendo el riesgo. Esta estrategia sugería que Zusian estaba dispuesto a sacrificar parte de su fuerza frontal para atrapar y aislar a las unidades de vanguardia enemigas. Más allá de la primera línea de infantería ligera, se encontraba una segunda capa de soldados de infantería media de élite armados con largas hachas de petos y escudos de cometa, preparados para detener cualquier avance, asi barias y diversas capaz de soldados de infantería tanto pesados, medios y ligeros. Y detrás de ellos, se movían los arqueros y ballesteros, listos para lanzar un aluvión de flechas y virotes sobre cualquier enemigo que avanzara demasiado rápido.
—Si nuestras unidades se separan en esta formación, podrían atraparnos y debilitar nuestra fuerza de combate principal —dijo Kaelric, señalando con precisión varios puntos invisibles—. Cada capa de defensa está diseñada para cerrar el paso, para canalizar a nuestras tropas hacia el centro y desorganizar nuestra ofensiva.
Darien, con una expresión de desprecio, cruzó los brazos, sus ojos brillando con desafío.
—Es una táctica ingeniosa, pero tiene sus puntos débiles. Si logramos romper una de esas capas de defensa antes de que Zusian tenga tiempo de reorganizarse, podríamos colapsar su formación desde dentro. Sugiero usar la caballería pesada para hacer un impacto inicial y desestabilizar la línea frontal. Luego, las unidades de infantería entrarán y cerrarán cualquier posible intento de reorganización.
Maximiliano evaluó la idea de Darien con una expresión pensativa, considerando cada posibilidad.
—Aquí es donde haremos nuestra primera jugada —decidió, su voz firme y segura—. Desplegaremos a las unidades de caballería pesada de los Ejércitos de Sangre Real en la cresta norte. Necesitamos un ataque que parezca desesperado, una carga prematura, que capte la atención de sus primeras capas. Arkadi, liderarás esta ofensiva. Fingirás una retirada tras romper su primera línea; en ese momento, las tropas de infantería principal entrarán desde el este, envolviéndolos y dejando su retaguardia expuesta.
Arkadi esbozó una sonrisa feroz, una expresión de emoción salvaje que parecía haber estado conteniendo. Sus ojos destellaban con la anticipación de la batalla y el inconfundible deseo de vencer.
—Será un placer. Zusian aprenderá que una vez que caen en la trampa, no hay escape. Que vengan con sus "capas de defensa". Les mostraré que no hay muralla que pueda detenerme.
Kaelric se inclinó hacia Maximiliano, una expresión seria en su rostro mientras observaba el desfiladero.
—La caballería es nuestra mayor ventaja en terreno abierto, pero el desfiladero nos limita. Si esta táctica falla, nuestras tropas estarán atrapadas entre las formaciones de Zusian y la roca. Sugiero que mantengamos un contingente de arqueros en la cresta para proporcionar fuego de cobertura. La artillería también podría ser útil si logramos posicionarla en una elevación segura.
Maximiliano asintió, sus ojos fijos en el desfiladero como si pudiera ver ya el campo de batalla desplegarse ante él, el eco de las trompetas resonaba en el aire como un trueno contenido, un presagio de la tempestad de acero y fuego que estaba a punto de desatarse. Las líneas de la caballería de élite de Stirba, con sus armaduras de un rojo oscuro y detalles en oro, brillaban bajo la última luz de la tarde. Cada jinete, envuelto en una imponente armadura completa, parecía una fortaleza sobre su caballo. Los yelmos celadas con viseras y barboteas forjadas en figuras de leones y dragones conferían a cada soldado un aspecto bestial y aterrador, sus lanzas de caballería apuntando hacia adelante como un bosque de acero afilado. Al frente, montado en su corcel negro como la noche, estaba Arkadi, sosteniendo su maza colosal con una facilidad que contrastaba con su peso, como si fuera una extensión de su propio brazo. Su mirada estaba fija en las filas enemigas, calculadora y fría, mientras los músculos de su caballo se tensaban, contagiados del ansia de su jinete.
Desde el cuartel general, Maximiliano observaba en silencio, acompañado de los generales Taruk Arzakh y Darien Vareth de Zanzíbar, así como sus propios oficiales de Stirba, quienes no apartaban la vista del despliegue de tropas en el desfiladero. La tensión era palpable en cada rostro; podían sentir la expectación y la urgencia como un peso en sus propios cuerpos. Maximiliano mantenía una postura imperturbable, aunque sus ojos seguían cada movimiento del ejército con precisión, evaluando y ajustando mentalmente cada paso, cada formación.
Los cuernos de guerra del ejército de Zusian rompieron el silencio con un rugido profundo y estremecedor, una respuesta desafiante a las trompetas de Stirba. Los soldados de Zusian, alineados en formaciones perfectas, ajustaban sus escudos y lanzas, preparándose para recibir la embestida. Su armadura negra, adornada con detalles en escarlata, relucía bajo el cielo gris, y sus estandartes, con el emblema del lobo dorado, ondeaban imponentes. Frente a ellos, los tambores comenzaron a sonar, un ritmo firme y pesado que resonaba a través del desfiladero, como un llamado a las armas que encendía el espíritu de lucha en cada soldado.
Pronto, el cielo se oscureció cuando una primera andanada de flechas fue lanzada por los arqueros de Zusian. Miles de flechas cortaron el aire con un silbido mortal, descendiendo sobre las tropas de Stirba y Zanzíbar como una lluvia negra. Las flechas chocaron contra las armaduras de la caballería de Stirba, rebotando inofensivamente en la mayoría de los casos, pero algunas lograban encontrar las pequeñas aberturas entre las placas, arrancando gritos de dolor aislados. Sin embargo, la caballería de Stirba se mantenía firme, sin mostrar el más mínimo signo de debilidad o temor. Era como si sus jinetes fueran estatuas de hierro, inmunes a la amenaza de la muerte.
Maximiliano, con una calma calculadora, miró a uno de sus oficiales y asintió con la cabeza. El oficial, entendiendo la señal, levantó una bandera roja y la agitó, enviando la orden a Arkadi para que iniciara el ataque.
—Que así sea —murmuró Maximiliano, sus ojos fijos en el horizonte.
La caballería de Stirba respondió con un grito unísono de guerra que reverberó en las montañas. Arkadi, al frente de sus hombres, levantó su maza y la agitó en un gesto desafiante, luego la apuntó hacia las filas enemigas y espoleó a su caballo. La caballería comenzó a moverse, primero a un trote lento que pronto se transformó en una carga atronadora. El suelo temblaba bajo el peso de los caballos y las armaduras, el estruendo de los cascos se elevaba como una ola incontenible que avanzaba hacia el enemigo. Cada paso parecía un latido del corazón del propio ejército, un ritmo frenético que anunciaba la destrucción.
Los soldados de Zusian, conscientes del inminente impacto, bajaron sus lanzas y se prepararon para recibir la embestida. La primera línea de defensa estaba formada por guerreros de infantería ligera, su propósito era absorber el impacto inicial y desgastar a los atacantes. Los soldados de la primera línea comenzaron a retroceder de forma ordenada, creando un "hueco" controlado que permitiría canalizar a la caballería de Stirba hacia el centro de la formación, donde los guerreros de Zusian planeaban cerrar el cerco y envolver a los atacantes. Pero Arkadi no era un comandante fácil de engañar. Mientras su caballería se adentraba en la formación enemiga, dio la señal para que algunos de sus jinetes se separaran y atacaran desde los flancos, generando caos y desorganización en las filas de Zusian.
Desde la distancia, Maximiliano observaba la escena con ojos afilados. Veía cómo la caballería de Stirba rompía las primeras capas de defensa de Zusian, abriéndose paso con brutalidad. Los soldados de Zusian caían bajo las mazas y lanzas de la caballería, sus cuerpos aplastados por la embestida imparable. Algunos intentaban replegarse, pero Arkadi y sus jinetes los perseguían sin piedad, derribando a cualquiera que intentara escapar. El suelo comenzaba a mancharse de rojo, y el aire se llenaba del sonido de gritos y el choque de acero.
Pero entonces, Maximiliano notó algo. En las filas posteriores de Zusian, comenzaron a reordenarse. Iván Erenford, joven pero astuto, estaba preparado para este tipo de embate. Al ver la efectividad de la carga inicial de Arkadi, ordenó a sus tropas replegarse en semicírculo, formando una nueva línea de defensa que se curvaba para envolver a la caballería de Stirba. Era una táctica arriesgada y hábil; al permitir que la caballería avanzara más allá de la primera línea, Iván estaba posicionando sus tropas para aislar y rodear a los jinetes.
Maximiliano frunció el ceño, dándose cuenta de la intención del joven comandante enemigo.
—Están intentando atraparnos —murmuró, su tono cargado de preocupación contenida. Se giró hacia Kaelric y Darien—. Necesitamos una señal para Arkadi. Que no avance demasiado en la formación. Están creando un semicírculo para atraparlo.
Darien asintió rápidamente y envió la orden a los mensajeros, quienes espolearon sus caballos para alcanzar a Arkadi antes de que fuera demasiado tarde. Desde su posición, Maximiliano pudo ver cómo los hombres de Arkadi comenzaban a recibir la señal, y el comandante de Stirba ordenaba una retirada estratégica hacia la línea principal. Arkadi, guiando a sus tropas con ferocidad, logró reorganizar a sus hombres, retrocediendo sin perder el control.
Maximiliano observó la escena con una intensidad implacable, sus ojos escudriñando cada movimiento en la distancia. La retirada de Arkadi se complicaba con cada segundo que pasaba, como una marea descontrolada golpeando contra las defensas de Zusian. Podía ver cómo la infantería ligera del enemigo, armada con partesanas y escudos redondos, comenzaba a cerrar el cerco en un intento desesperado de cortar la retirada de la caballería de Stirba. Frente a ellos, la infantería media, equipada con largas hachas de petos, avanzaba, sus pesados escudos de cometa formando una muralla impenetrable. Los jinetes de Arkadi caían bajo los golpes de esas armas brutales, arrojados de sus caballos y dejados a merced de la línea enemiga. Algunos intentaban defenderse en el suelo, pero eran rápidamente abatidos por las fuerzas de Zusian que, con precisión meticulosa, los derribaban uno a uno.
Maximiliano observó con inquietud cómo el cerco se cerraba cada vez más. Arkadi y su caballería estaban atrapados en una trampa mortal, rodeados por una marea de soldados que avanzaba con implacable precisión. Justo cuando parecía que la caballería de Stirba iba a abrir una abertura, un destello de acero negro captó su atención. Un destacamento de jinetes de armadura oscura, montados sobre corceles negros, atravesó la formación enemiga con una facilidad perturbadora. Al frente de ellos, un hombre pelirrojo, de ojos fieros y armadura negra, sostenía un hacha de doble filo que centelleaba amenazadoramente bajo la luz mortecina del cielo. Su porte era imponente, casi sobrehumano, y su destreza para abrirse paso entre las filas enemigas, devastadora.
Los legionarios de las sombras, la élite del ducado de Zusian, acompañaban a este misterioso guerrero, moviéndose con precisión letal. A medida que avanzaban, los soldados de Arkadi caían a su alrededor en una carnicería imparable. Las largas alabardas de los legionarios se alzaban y descendían con precisión, perforando armaduras y desgarrando carne en un espectáculo brutal. Maximiliano nunca había visto una formación tan letal, tan precisa en sus movimientos, cada golpe era un despliegue de perfección calculada, una danza de muerte que dejaba a los hombres de Stirba reducidos a meros obstáculos.
A medida que el pelirrojo y su destacamento se acercaban, Arkadi giró su montura y levantó su maza colosal, sus ojos llenos de una furia salvaje. El hombre pelirrojo esbozó una sonrisa, un gesto cruel y despectivo, y sin decir palabra, arremetió contra Arkadi con una brutalidad desmedida. Su hacha descendió con una fuerza demoledora, obligando a Arkadi a retroceder con su caballo, forzado por el impacto. Arkadi apenas tuvo tiempo de estabilizarse antes de que el siguiente golpe cayera, obligándolo a defenderse con una velocidad que bordeaba el límite de sus capacidades. Cada choque entre la maza de Arkadi y el hacha del pelirrojo resonaba como el estruendo de una tormenta, un intercambio implacable de acero y furia.
Los soldados personales de Arkadi intentaron unirse a la lucha para liberar a su comandante de ese duelo desesperado, pero los legionarios de las sombras los interceptaron sin esfuerzo. Con una frialdad despiadada, los legionarios alzaban sus alabardas y aniquilaban a los defensores de Arkadi en cuestión de segundos. Cada hombre que intentaba acercarse a su comandante caía antes de poder levantar su maza, sus cuerpos desmembrados y apilados en un charco de sangre y lodo. La escena era un espectáculo de muerte sin tregua; la tierra misma parecía beber la sangre derramada, teñida de un rojo oscuro que se extendía como un manto macabro.
Desde su posición en el cuartel general, Maximiliano comprendió que la retirada de Arkadi estaba al borde del desastre. Su comandante se encontraba inmerso en una batalla personal contra un enemigo desconocido, mientras que sus soldados eran masacrados por los legionarios de hierro y sombras. Cada segundo que pasaba era una herida más para las fuerzas de Stirba. Sabía que, si no intervenía pronto, todo el frente caería y los soldados de Zusian aprovecharían para lanzar un ataque definitivo.
Entonces, desde la retaguardia enemiga, un nuevo sonido cortó el aire: el retumbar de tambores que anunciaba el avance de la infantería pesada de Zusian. Esta nueva línea estaba compuesta por soldados que llevaban enormes escudos de torre y alabardas que brillaban amenazantes, formando una barrera infranqueable que avanzaba implacablemente hacia las fuerzas de Stirba. La infantería ligera de Zusian, que había quedado atrás, aprovechó la confusión para lanzar una nueva lluvia de flechas sobre la caballería de Arkadi, que se vio obligada a retroceder desordenadamente. Flechas y jabalinas descendían desde todas las direcciones, creando una tormenta de muerte que envolvía a los jinetes atrapados en el campo de batalla.
Maximiliano observaba desde la distancia, sus ojos fríos y calculadores recorrían cada esquina del campo de batalla mientras el caos tomaba vida propia bajo la feroz embestida de sus hombres. La ferocidad del enemigo había puesto en un aprieto las formaciones de Stirba y Zanzíbar, pero su determinación no flaqueaba. Con un gesto ordenó a Kaelric enviar un mensaje urgente a Arkadi. Los mensajeros cabalgaron sin detenerse, surcando el campo cubierto de barro y sangre, sorteando los cuerpos caídos de amigos y enemigos por igual.
Arkadi seguía inmerso en su combate contra el pelirrojo desconocido, que hasta ese momento parecía tener la ventaja. Los golpes del hacha de dos filos caían sobre él como una tormenta de acero y fuego. Sin embargo, Arkadi no era alguien que se rindiera fácilmente. Con un rugido que resonó sobre el clamor de la batalla, recuperó su fuerza y se lanzó con una furia monstruosa sobre su oponente. Logró hacer retroceder al pelirrojo, y en un giro devastador, le asestó un golpe que lo lanzó hacia atrás, haciéndolo rodar por el suelo. Sin perder tiempo, Arkadi se abrió paso a través de los legionarios de las sombras, aplastando a aquellos que se interponían en su camino con su colosal maza, destrozando sus cuerpos en un espectáculo de brutalidad pura.
La tierra tembló bajo la potencia de sus ataques, y los soldados que intentaban retenerlo caían despedazados o aplastados bajo el peso de su arma. Con cada paso, Arkadi iba forjando un camino de destrucción, abriéndose paso entre los legionarios sombras y los legionarios de hierro que intentaban cerrarle el paso. Sin embargo, cada metro ganado costaba vidas, y Maximiliano, desde su posición elevada, veía cómo sus tropas luchaban por mantenerse en pie en una batalla que se había vuelto un matadero.
Maximiliano sintió un alivio que rápidamente ocultó, su rostro permaneciendo imperturbable mientras levantaba una mano y daba una nueva orden con autoridad inquebrantable.
—Kaelric, despliega a la infantería media de Zanzíbar en la vanguardia. Stirba se mantendrá como reserva —dijo en un tono implacable—. El enemigo ha desmoronado sus formaciones, y nuestra caballería debe aprovechar la apertura. Que la caballería pesada de Zanzíbar rompa sus líneas; cuando lo hagan, la infantería media tomará su posición y abrirá paso a la infantería pesada. Necesito a los arqueros cubriendo cada avance y diezmando cualquier intento de reorganización por parte de Zusian.
Las órdenes de Maximiliano se ejecutaron con precisión mortal. Desde los flancos, la infantería media de Zanzíbar comenzó a moverse con pasos decididos, sus corazas reflejando la luz del día en destellos irregulares mientras sus escudos avanzaban en una formación tan cerrada que parecía impenetrable. Los arqueros, apostados en una elevación cercana, soltaron una lluvia de flechas que surcó el aire en una marea oscura, descendiendo sobre las líneas de Zusian y hundiéndose en cuerpos y escudos. Los soldados de Zusian se tambalearon bajo el impacto; la confusión cundió entre ellos, pues la retirada de la caballería de Stirba y el brutal asalto de los refuerzos los tomó desprevenidos.
Maximiliano apenas parpadeaba mientras observaba cómo el campo de batalla se transformaba en un espectáculo de brutalidad desatada. La infantería pesada de Stirba y Zanzíbar avanzaba como un ariete de acero y carne, los soldados de sus filas portaban espadas largas y pesadas lanzas, sus escudos se alzaban para repeler las flechas enemigas mientras que sus armas apuntaban hacia adelante, listas para atravesar cualquier obstáculo en su camino. Los soldados de Stirba, endurecidos por incontables batallas, se movían como una máquina perfectamente engrasada, cada paso, cada golpe, cada embestida calculada con una precisión letal.
El primer impacto de la caballería pesada de Zanzíbar contra las filas de Zusian fue devastador. Los jinetes cargaron con sus lanzas en alto, el suelo temblando bajo el peso de los caballos de guerra. El estruendo de las lanzas al perforar los escudos y cuerpos enemigos resonó como el crujir de un bosque en llamas. Los soldados de Zusian caían en oleadas, algunos eran levantados por las lanzas y lanzados hacia atrás, otros simplemente desaparecían bajo el peso de los corceles, sus cuerpos triturados contra el suelo en un espectáculo macabro de brutalidad y fuerza.
La infantería pesada de Stirba seguía de cerca, avanzando con sus escudos elevados y sus lanzas en posición, sus rostros sin mostrar miedo, solo una determinación implacable de aplastar a sus enemigos. Cada centímetro ganado era una victoria labrada en sangre y sacrificio. Los soldados se arremolinaban en un frenesí de combate, las corseques de Stirba y las partasanas de los soldados de Zusian chocaban y se desgarraban entre sí, los filos de las armas brillaban con un resplandor siniestro mientras cortaban carne y rompían huesos.
Maximiliano notó cómo el suelo, antes gris y pedregoso, comenzaba a teñirse de un tono oscuro, manchado por la sangre de cientos de hombres. El sonido de las espadas cortando carne y los gritos de dolor y furia llenaban el aire, creando una sinfonía de guerra que retumbaba en sus oídos como el clamor de una tormenta imparable. Los soldados caían por decenas, algunos con los rostros congelados en una expresión de horror, otros con los labios aún emitiendo gritos de rabia mientras sus cuerpos eran desgarrados y pisoteados en la brutal vorágine.
La línea de combate se convirtió en un espectáculo dantesco. Los arqueros de Zanzíbar y Stirba continuaban lanzando oleadas de flechas desde la elevación, los proyectiles atravesaban el aire en un zumbido que se mezclaba con el choque del acero y los alaridos de los heridos. Maximiliano veía a sus arqueros apuntar con precisión, sus manos moviéndose con rapidez y destreza, cada flecha lanzada con el propósito de arrebatar una vida enemiga, cada disparo calculado para desgarrar la moral de Zusian y dejar un mensaje claro: esta era una batalla en la que solo uno de los dos bandos podría prevalecer.
La infantería de Stirba y Zanzíbar se adentraba cada vez más en el desfiladero, su avance imparable, como una ola oscura que arrasaba con cualquier vestigio de resistencia. Los soldados de Zusian, viendo el avance inminente de la infantería pesada, comenzaron a retroceder, pero cada intento de reorganización era rápidamente diezmado por los arqueros y las embestidas brutales de los refuerzos de Maximiliano. Los cuerpos de los caídos comenzaban a amontonarse, creando montículos de carne y acero que marcaban el camino de la muerte por donde los hombres de Stirba avanzaban sin detenerse.
Maximiliano giró su rostro hacia Taruk y Darien, los generales de Zanzíbar, y, con una voz cortante y segura, les ordenó:
—Mantengan la presión en los flancos. No permitan que Zusian se reagrupen, no les concedan un solo segundo de respiro.
Taruk y Darien asintieron, y en sus ojos brillaba la misma determinación que en los de Maximiliano. Sin vacilar, comenzaron a dirigir a sus tropas en ataques coordinados que envolvían los flancos de Zusian, cerrándoles cualquier ruta de escape y aprisionándolos en una jaula de acero y muerte.
El tiempo pasaba, y el crepúsculo comenzaba a teñir el cielo con un tono carmesí que reflejaba la sangrienta realidad en el suelo. La batalla, ahora desbordada de caos y furia, había dejado de lado cualquier semblanza de orden o estrategia coherente. Ambos ejércitos estaban atrapados en una brutal contienda donde las tácticas se perdían bajo la intensidad del combate cuerpo a cuerpo. Maximiliano, desde su puesto elevado, observaba con atención, su mirada afilada y sus puños apretados, mientras el choque incesante de metal y el alarido de los heridos llenaban el campo con una sinfonía infernal.
El ejército de Zusian, feroz y bien organizado, mostraba una adaptabilidad que parecía interminable. Ante cada maniobra de los estrategas de Maximiliano, el enemigo respondía con una contramedida igualmente efectiva. Como una bestia con múltiples cabezas, la línea de batalla de Zusian se dividía y reagrupaba, atacando con movimientos calculados y precisos. Los soldados de Maximiliano, liderados por algunos de los mejores generales de Stirba y Zanzíbar, contraatacaban sin descanso. Cada oficial dirigía a sus hombres con determinación y audacia, resistiendo las oleadas de ataques que intentaban abrir brechas en sus filas.
La línea de combate se había convertido en un río de sangre y destrucción. Los soldados caían y se levantaban una y otra vez, sus cuerpos cubiertos de heridas y sus rostros endurecidos por el dolor y la furia. El acero de los hombres de Stirba y Zanzíbar se estrellaba contra el acero de Zusian, produciendo un estruendo que resonaba como el tambor de la muerte. La sangre empapaba el suelo hasta volverlo resbaladizo y traicionero, y los cuerpos de los caídos se acumulaban, formando pequeñas colinas de cadáveres sobre las cuales los soldados continuaban peleando sin tregua.
Maximiliano, con su rostro imperturbable, escudriñaba cada rincón del campo, consciente de cada decisión que tomaba y del peso que cada orden traía consigo. Observaba cómo los cuerpos de sus soldados se desplomaban uno tras otro, golpeados por el enemigo, mientras los combatientes de ambos bandos se enzarzaban en duelos individuales tan intensos y salvajes que cada lucha parecía una batalla propia. En un punto, dos oficiales se enfrentaban con sus armas en alto, sus cuerpos girando y esquivando en una danza mortal. El oficial de Stirba, un hombre robusto de barba espesa, logró asestar un golpe decisivo, pero no antes de que su oponente, herido de muerte, hundiera su daga en su costado, dejándolos a ambos desplomados sobre el suelo cubierto de sangre.
Las Horas siguieron transcurrían lentas y pesadas como el avance de la muerte misma en aquel campo devastado. La batalla se mantenía en un impasse brutal; los cuerpos, apilados como macabras ofrendas, creaban montículos rojizos, y la sangre, abundante y espesa, impregnaba el terreno, tiñendo cada pulgada de aquel suelo profanado por el odio y el acero. Maximiliano observaba desde su posición elevada, sus ojos clavados en la carnicería que se desplegaba frente a él. La visión del campo era como mirar a un abismo sin fin, donde cada soldado luchaba no solo por su vida, sino también por la de sus hermanos caídos, por la sangre derramada y por la furia acumulada.
Los soldados de Stirba y Zanzíbar avanzaban en oleadas, sus cuerpos cubiertos de barro y heridas. En el centro de la contienda, los jinetes arremetían una y otra vez contra las líneas de Zusian, sus lanzas astilladas y escudos deformados bajo la presión de los escudos enemigos. Los cascos de los caballos retumbaban, y el suelo vibraba bajo el peso de sus embestidas. Sin embargo, tras cada ataque feroz, los jinetes se veían obligados a retroceder, cada carga se convertía en un baño de sangre y carne desgarrada. Las lanzas se rompían como ramas secas, los cuerpos eran lanzados al aire o aplastados bajo los cascos de sus propios caballos. El grito de los heridos y el gemido de los moribundos creaban una atmósfera espesa, como si el campo de batalla hubiera sido tragado por una neblina infernal.
Los soldados de Stirba y Zanzíbar, cubiertos de barro y sangre, avanzaban pesadamente, sus armas chocando contra la feroz resistencia de Zusian. Cada golpe era brutal y final. Un soldado atravesaba a un enemigo, solo para recibir un corte profundo en el cuello en el segundo siguiente. Los cuerpos caían, y la sangre salpicaba a quienes permanecían de pie, manchando sus rostros de rojo, mientras la marea de combatientes seguía adelante sin detenerse. Cada paso que avanzaban costaba una vida; cada victoria, una pérdida.
Maximiliano escuchaba la tensión y la desesperación en las voces de sus comandantes, cada uno desesperado por romper el equilibrio y empujar al ejército de Zusian hacia la retirada. Pero el enemigo no cedía. Los soldados de Zusian respondían cada avance con una contraofensiva, sus líneas reagrupándose con precisión. Incluso los jinetes y la infantería pesada que Maximiliano había desplegado para abrir el camino hallaban una resistencia implacable. La frustración se acumulaba como una presión creciente dentro de su pecho, cada minuto que pasaba significaba vidas perdidas, esperanzas rotas y un esfuerzo que parecía condenado a desvanecerse en el ocaso.
Finalmente, Maximiliano se volvió hacia los oficiales, sus ojos oscuros y su expresión impasible. El clamor de voces desesperadas se hacía cada vez más fuerte, hasta que, con voz firme, Maximiliano rompió el tumulto.
—Silencio —pronunció, su tono fue cortante como una hoja afilada, y los hombres se callaron al instante. La tensión en sus rostros se suavizó momentáneamente ante la autoridad que exudaba Maximiliano, quien continuó sin dudar—. Toquen la trompeta de retirada. Vamos a reorganizar el ejército.
Uno de los comandantes intentó protestar, el miedo y la frustración afloraban en sus ojos. La voz de Maximiliano no dejó espacio a la objeción.
—Cállate y obedece —ordenó con una frialdad implacable.
Los soldados comenzaron a reagruparse mientras el sol empezaba a caer, bañando el campo de batalla en una luz crepuscular, transformando cada charco de sangre en un lago oscuro, cada cuerpo en una silueta sombría. Maximiliano se giró hacia un mensajero que aguardaba tembloroso y le habló con una resolución inquebrantable.
—Que las tropas frescas ocupen la vanguardia y que todos los generales regresen. Arkadi tiene el mando absoluto. Informen que él controla ambos ejércitos, a los generales y las tropas bajo su dirección, y que su única misión es hacer retroceder a Zusian.
El mensajero asintió, y, sin titubear, espoleó a su caballo y partió a toda velocidad, dejando tras de sí el eco de las órdenes que cambiarían el curso de la batalla. Maximiliano observó cómo sus hombres, agotados pero decididos, comenzaban a reagruparse y cómo, poco a poco, la esperanza de una victoria incierta renacía en sus corazones. El horizonte se teñía de rojo, y la noche, cargada de promesas sombrías, esperaba con ansias a que la batalla decidiera su desenlace final.