Cada día era un peso más que se sumaba a la carga que Lady Alba arrastraba, como si el mundo entero se complaciera en añadirle una nueva piedra al yugo invisible que llevaba a cuestas. La maldita Málashk, una enfermedad rara y despiadada que atacaba el sistema nervioso y muscular, no solo drenaba su energía, sino que también le robaba la fuerza para mantenerse erguida, dejando su cuerpo cada vez más frágil y su espíritu más abatido. A simple vista, nadie hubiera sospechado el tormento que la carcomía por dentro; todavía mantenía su elegancia, la firmeza de su porte y la belleza que siempre la había caracterizado. Su piel seguía siendo suave, casi translúcida, con ese toque pálido que recordaba a la porcelana fina. Pero bajo esa apariencia serena, su cuerpo luchaba cada segundo para no ceder ante el dolor y el agotamiento.
Aquella tarde, en su alcoba bañada por la tenue luz del sol que se colaba entre las cortinas de terciopelo carmesí, Lady Alba se preparaba para otra sesión de tratamiento. Estaba de pie frente al gran espejo de pie que reflejaba su figura delgada y delicada, y se veía como una sombra de la mujer que alguna vez había sido. Sus ojos azules, profundos y penetrantes, ahora mostraban un cansancio que ninguna cantidad de maquillaje podía ocultar. A su alrededor, tres sirvientas trabajaban con cuidado para quitarle las prendas, moviéndose con la precisión y el respeto de quien sabe que cualquier gesto brusco podría desencadenar un dolor insoportable. Las telas de seda negra y azul oscuro caían una por una al suelo, y a medida que lo hacían, se revelaba la piel desnuda de Alba, una piel que aún conservaba su suavidad, pero que era como el mármol: fría al tacto, rígida, inquebrantable y frágil a la vez.
Sentía que cada movimiento, por más insignificante que fuera, era como cargar kilos de acero en los músculos. Los brazos le pesaban, las piernas le temblaban, y hasta el simple acto de mantener la cabeza erguida era una batalla que libraba en silencio. Sin embargo, mantuvo la expresión serena, una máscara de nobleza que había perfeccionado durante años, aunque detrás de ella se ocultaba la lucha constante por no desmoronarse. Sabía que debía parecer fuerte, porque todos, incluso sus sirvientes más cercanos, buscaban en ella una fuerza que les permitiera continuar, que les recordara que la dama del ducado seguía siendo inquebrantable. Pero en ese cuarto, en la privacidad de su alcoba, con las cortinas cerradas y las puertas bien aseguradas, se permitía ser débil.
Finalmente, una vez que estuvo completamente desnuda, las sirvientas la ayudaron a sentarse en una silla acolchada junto al gran ventanal que daba al jardín interior. Desde allí, podía ver las flores que florecían pese a todo, ajenas a la enfermedad que le estaba arrebatando la vida poco a poco. Cerró los ojos un momento y respiró profundamente, dejando que el aire fresco le llenara los pulmones. Era uno de esos escasos momentos en los que podía relajarse, aunque fuera por unos segundos, antes de que la sanadora entrara en la habitación.
La sanadora, una mujer mayor de Yuxiang, de rostro severo y manos arrugadas pero firmes, se acercó con una calma que reflejaba años de experiencia. Había viajado desde muy lejos, una curandera conocida por su sabiduría ancestral y sus métodos poco convencionales que a veces rozaban lo místico. Para encontrarla, Lady Alba había invertido una fortuna, pero el dinero era lo de menos cuando la esperanza de vida se acortaba a cada momento. La sanadora llevaba consigo una pequeña caja de madera, adornada con símbolos tallados a mano, y la colocó cuidadosamente sobre la mesa. Luego abrió la caja para revelar pequeños frascos llenos de líquidos de colores, hierbas secas, y amuletos que brillaban débilmente a la luz de las velas.
La habitación se llenó de un aroma a incienso y plantas medicinales, un olor que Alba había llegado a asociar con una ligera promesa de alivio. Aunque sabía que no había cura para la Málashk, la idea de que estos tratamientos pudieran al menos extender sus días y darle la fuerza necesaria para continuar le daba algo de consuelo. Observó con ojos vidriosos y cansados cómo la sanadora preparaba sus herramientas, y cuando la mujer comenzó a aplicarle ungüentos en la piel, Alba sintió la frescura de las pomadas y el suave roce de las manos arrugadas que se movían con sorprendente agilidad.
Los dedos de la sanadora se deslizaban con precisión, explorando la carne en busca de los puntos donde la enfermedad se manifestaba con más intensidad. Alba cerró los ojos y dejó escapar un leve suspiro. Sentía el sudor perlándole la frente y las sienes, y se permitió apoyar la cabeza contra el respaldo de la silla, permitiendo que la tensión se escapara de sus músculos, aunque fuera por un momento. La sanadora murmuraba en su lengua nativa, cantando una especie de cántico bajo y suave que parecía una mezcla de oraciones y antiguas fórmulas mágicas. Era como si el sonido mismo tuviera el poder de calmar los nervios agitados de Alba, y por un momento, pudo olvidar el dolor constante que la había estado acompañando durante semanas.
A pesar de su debilidad, Lady Alba era consciente de cada detalle en la habitación. El suave crujir de la madera bajo los pies de la sanadora, el susurro del viento al golpear las ventanas, y el murmullo casi inaudible de las sirvientas que se mantenían a cierta distancia, respetando el espacio que requería el ritual. También notaba la forma en que sus propios dedos temblaban ligeramente sobre el brazo del sillón, como si fueran ramas sacudidas por una tormenta invisible. Y sabía que ese temblor no se debía solo a la enfermedad, sino al miedo. Un miedo que iba más allá de la Málashk, un miedo que tenía nombre: Iván. Su hijo, su legado, su esperanza.
Alba había gastado tanto platino y oro en encontrar a los mejores curanderos, doctores y sanadores del mundo no solo por ella misma, sino por él. Sabía que su tiempo era limitado, que la enfermedad seguiría drenándole la vida poco a poco, pero quería vivir lo suficiente para enseñarle todo lo que necesitaba. Para asegurarse de que Iván no quedara solo, sin guía ni protección. Él era joven, y aunque ya demostraba una fortaleza y liderazgo innatos, aún le faltaba por aprender. La idea de dejarlo antes de tiempo, de no estar allí para verlo crecer y convertirse en el hombre que debía ser, la llenaba de una angustia que superaba el dolor físico que la Málashk le causaba.
—Mi señora —dijo la sanadora, su voz suave y arrastrada, como quien busca encontrar las palabras adecuadas en una lengua que no es la suya, pronunciando cada sílaba con un acento extranjero que hacía susurrar las erres y alargar las vocales, convirtiendo cada frase en un canto tranquilo y casi hipnótico—. Los espíritus de la tierra son poderosos, pero no pueden hacer milagros. Debes ser fuerte. La Málashk no se va fácilmente y, sinceramente, no creo que lo haga. Pero puedo aliviar, momentáneamente, el dolor... quizás darle tiempo. No prometo un largo camino, pero al menos, puedo alargarlo un poco más, darle un respiro.
Sus manos se movían con delicadeza sobre la piel pálida de Alba, trazando patrones invisibles como si dibujara símbolos antiguos en un idioma olvidado. Eran manos arrugadas, curtidas por los años y el trabajo, pero firmes y seguras, como las de alguien que ha aprendido a sostener la vida entre sus dedos con el mismo cuidado que un artesano sostiene una pieza frágil de cerámica. La sanadora había visto ese miedo antes, en los rostros de madres, esposas e hijos que acudían a ella desesperados, buscando en sus conocimientos ancestrales la esperanza que la medicina convencional no podía ofrecerles. Pero pocas veces había sentido una voluntad tan férrea, una vida que se aferraba a la existencia con uñas y dientes, no por su propio bien, sino por el de alguien más.
—No es el tiempo lo que me preocupa —respondió Alba, con voz suave pero firme, mientras sus ojos se mantenían fijos en el jardín más allá del ventanal. Era como si en las flores que se mecían al ritmo del viento encontrara un consuelo que el resto del mundo le negaba—. Es mi heredero. No quiero que se quede solo.
Sus palabras flotaron en el aire como una confesión, una verdad que había estado guardando en el fondo de su alma y que ahora se revelaba ante una extraña que, pese a la distancia cultural, parecía entender. Los ojos de la sanadora, oscuros y profundos como la noche, se clavaron en los de Alba, y en ellos se reflejaba una mezcla de compasión y respeto. Sabía que no había consuelo suficiente para aliviar el dolor de una madre que temía dejar a su hijo desamparado, pero aun así, intentó ofrecerle una pequeña llama de esperanza, por más tenue que fuera.
—Su espíritu es fuerte, joven dama. Más fuerte que la enfermedad. Los dioses no permiten que una madre tan valiente abandone a su hijo tan fácilmente. No conozco a los dioses de mi señora, pero conozco a los míos. No son piadosos, pero valoran el coraje. Y su coraje es grande... se nota en la forma en que respira, en cómo no deja que la enfermedad la consuma sin dar pelea.
La sanadora hizo una pausa, sus manos todavía reposando sobre el cuerpo de Alba. El contacto era cálido, casi maternal, como si estuviera transmitiéndole fuerza a través de las yemas de sus dedos. Mientras hablaba, el ritmo de su voz cambiaba, volviéndose más pausado, como si cada palabra fuera parte de un hechizo antiguo que buscaba calmar no solo el cuerpo sino también el alma de su paciente.
Alba intentó sonreír. Pero no era una sonrisa alegre; era la sonrisa triste de alguien que ya ha comenzado a despedirse, aunque no quiera hacerlo. Sentía que su cuerpo era un campo de batalla en el que peleaba a diario contra un enemigo invisible e implacable, y cada día que pasaba era una nueva victoria que le costaba más y más. Sabía que la Málashk no tenía cura, que su vida se estaba desmoronando como un castillo de arena que la marea borra lentamente, pero no podía dejar de luchar. No podía permitirse el lujo de rendirse cuando Iván aún la necesitaba.
La sanadora continuó con su cántico, una melodía antigua que resonaba suavemente en las paredes de la alcoba, y Alba cerró los ojos, dejando que el sonido la envolviera. Era un canto bajo, profundo, casi gutural, que parecía vibrar en el aire, como si las palabras fueran algo tangible, algo que pudiera envolver su cuerpo dolorido y llevarse aunque fuera un poco del peso que cargaba. Las manos de la sanadora seguían moviéndose, aplicando ungüentos y aceites que desprendían aromas a hierbas frescas y tierra mojada, olores que Alba asociaba con la vida y la esperanza. Poco a poco, sintió que el dolor cedía, que el peso que la aplastaba desde dentro se aligeraba, aunque fuera solo un poco. El alivio era efímero, pero suficiente para darle un respiro, para permitirle recuperar las fuerzas necesarias para continuar.
Afuera, el sol seguía brillando, bañando el jardín con una luz dorada que hacía que las flores parecieran más vivas de lo que realmente estaban. Alba observó cómo una mariposa se posaba sobre una flor, sus alas vibrando suavemente antes de alzarse de nuevo en el aire. Aquella simple visión, tan mundana, le arrancó una lágrima que rodó por su mejilla sin que ella se diera cuenta. Le recordaba lo frágil que era la vida, lo efímera que podía ser la belleza, y sin embargo, lo persistente que era la naturaleza en su afán de sobrevivir, de florecer a pesar de todo.
El silencio volvió a la habitación una vez que el cántico de la sanadora cesó, y la mujer retiró las manos, terminando el ritual.
—Eso es todo por hoy, mi señora —dijo con voz tranquila, pero firme—. Su cuerpo está agotado, pero su espíritu... su espíritu sigue luchando. No es solo la enfermedad lo que pelea, sino también su miedo, su angustia. Todo eso pesa, mucho más de lo que imagina. Pero recuerde que no está sola. Mientras haya alguien que la ame, mientras haya alguien que crea en usted, esa fuerza seguirá allí.
Alba abrió los ojos y asintió, agradecida pero aún con el corazón pesado.
—Gracias —murmuró, sin saber realmente si lo decía por el tratamiento o por las palabras de aliento. Quizás por ambas.
La sanadora inclinó la cabeza ligeramente, como si entendiera, y comenzó a guardar sus herramientas en la caja de madera. Las sirvientas, que habían permanecido en silencio durante todo el procedimiento, se acercaron de nuevo para ayudar a Alba a vestirse. Aunque el alivio era palpable, Alba todavía sentía el cansancio en cada uno de sus huesos, como si hubiera corrido una larga distancia y apenas pudiera mantenerse en pie. Pero se dejó ayudar, y cuando finalmente estuvo de nuevo vestida, levantó la vista hacia la sanadora, que estaba de pie junto a la puerta, lista para marcharse.
—¿Volverá mañana? —preguntó Alba, su voz apenas un susurro.
La sanadora sonrió, una sonrisa ligera que arrugó aún más las comisuras de sus ojos oscuros.
—Si mi señora lo desea, estaré aquí. Siempre hay esperanza, mientras haya voluntad para buscarla.
Con esas palabras, la sanadora se marchó, dejando a Alba sola con sus pensamientos. El cuarto parecía más vacío sin el cántico que había llenado el espacio momentos antes, y el silencio se sentía pesado, como un manto que la envolvía. Alba miró de nuevo al jardín, buscando algo que le recordara por qué seguía luchando. Y entonces lo vio: una pequeña flor, apenas un brote, que había comenzado a abrirse al sol. Frágil y delicada, pero viva. Era una señal, una promesa silenciosa de que la vida seguía, incluso cuando todo parecía perdido.
Alba respiró hondo, dejando que el aire fresco llenara sus pulmones, enfriando la tensión que se había aferrado a su pecho como una garra invisible. Sentía la brisa acariciándole la piel, trayendo consigo el aroma sutil de las flores que florecían en el jardín, mezclado con el olor a tierra húmeda. Por un momento, esa sensación de frescura fue un bálsamo, una tregua temporal en medio de la guerra interminable que libraba contra su propia fragilidad. Se permitió cerrar los ojos y perderse en el leve canto de los pájaros que resonaba desde las copas de los árboles, una sinfonía natural que se desplegaba en las alturas, ajena a sus pesares. A veces, pensaba Alba, eso era lo único que podía pedir: un instante de paz, un breve respiro en la vorágine de su propia existencia. Una señal de que aún había algo por lo que valía la pena luchar, por muy efímero que fuese.
Esa mañana, tras el agotador ritual de la sanadora, decidió permitirse un momento de indulgencia, un pequeño lujo que hacía mucho no se concedía. Con una leve inclinación de cabeza, dio una orden silenciosa a una de las sirvientas cercanas, una joven de ojos grandes y nerviosos que comprendió al instante que la duquesa deseaba su desayuno. No hizo falta decir nada; las palabras eran innecesarias cuando había tanta costumbre y entendimiento en la servidumbre de la casa Erenford.
Unos minutos después, la puerta de la alcoba se abrió suavemente, y entró un grupo de sirvientes, avanzando con pasos delicados, casi ceremoniales, cargando bandejas de plata pulida, tan relucientes que reflejaban la luz que se filtraba a través de los ventanales. Cada bandeja estaba cubierta por campanas ornamentadas, trabajadas con intrincados grabados de hojas y espirales que parecían enredarse unas con otras, como si quisieran contar una historia secreta a quien se detuviera a observarlas. Los sirvientes se movían en silencio, casi en sincronía, cada uno sabiendo exactamente cuál era su lugar y su tarea, sin necesitar más que una mirada para coordinarse.
El chef del castillo, Francois, les seguía de cerca, con la espalda erguida y la cabeza alta, como un general que inspecciona sus tropas antes de la batalla. Era un hombre alto y robusto, con un rostro redondeado y siempre ligeramente enrojecido por el calor perpetuo de las cocinas. Su cabello canoso y rizado le daba una apariencia severa y venerable, pero sus pequeños ojos oscuros brillaban con una pasión que delataba el orgullo que sentía por su oficio. Vestía un uniforme blanco impecable, abotonado hasta el cuello con botones dorados que brillaban bajo la luz del sol. Sobre su delantal, bordado con un emblema inspirado en el escudo de la casa Erenford —una estilizada corona rodeada por dos lobos en postura defensiva—, había pequeñas manchas de harina y aceite, cicatrices de una larga mañana de trabajo.
Cada movimiento suyo estaba cargado de precisión y cuidado, como si aquel desayuno fuera una obra de arte que había preparado con la devoción de un artesano. Se acercó a la mesa cercana a la cama de Alba y, con un gesto elegante y decidido, levantó la primera campana de plata, revelando el contenido: un gran plato de hojaldre dorado, relleno de una suave crema de mantequilla y miel, cubierta con finas rodajas de manzana caramelizada y un espolvoreo de azúcar glaseado que brillaba como polvo de estrellas. El dulce aroma invadió la habitación de inmediato, cálido y tentador, llenando el espacio con su promesa de consuelo.
A su lado, había un pequeño cuenco de porcelana azul, lleno de moras negras, frambuesas y grosellas, frescas y jugosas, recogidas esa misma mañana de los huertos del castillo. Junto a él, una jarra de plata contenía leche tibia, espumosa, perfumada con una pizca de canela y un toque de miel de flores. Era una bebida suave y reconfortante, pensada para calmar el cuerpo y el alma en igual medida.
Francois levantó otra campana, revelando un plato de salchichas especiadas, doradas a la perfección, acompañadas de pequeñas cebollas caramelizadas y trozos de pan recién horneado, crujiente por fuera y esponjoso por dentro, aún caliente. Había también pequeñas tartas rellenas de espinaca, queso cremoso y hierbas finamente picadas, que desprendían un aroma ligeramente terroso y fresco. Por último, un plato de huevos pochados, coronados con una salsa cremosa de hierbas y un toque de limón, completaba el festín, cada elemento dispuesto con esmero y elegancia, como si Francois hubiese coreografiado no solo la comida, sino también la disposición de cada plato sobre la bandeja.
Alba observó el desayuno con una mezcla de agradecimiento y melancolía. Solía disfrutar de estos pequeños placeres con verdadera devoción, pero ahora le recordaban lo lejos que había caído desde aquellos días en que su energía la impulsaba a vivir sin temor ni restricciones. Se obligó a dejar de lado esos pensamientos y levantó la mano con lentitud, temblorosa, para tomar uno de los trozos de pan. Sin embargo, antes de que pudiera alzarlo a sus labios, una de las sirvientas, una mujer menuda de cabello oscuro recogido en un moño impecable, se acercó para ayudarla. Con movimientos suaves, tomó el pan y lo llevó a la boca de Alba, permitiéndole comer sin tener que hacer el esfuerzo de levantar el brazo.
La duquesa se sintió algo humillada, como siempre que necesitaba ser alimentada como una niña pequeña, pero no dijo nada. Simplemente cerró los ojos y masticó con lentitud, dejándose llevar por el sabor cálido y reconfortante que se extendía por su paladar. Sentía el crujir del pan bajo sus dientes, la suavidad de la mantequilla fundiéndose en su lengua, y aunque sabía que esta era otra señal de la debilidad que la consumía día tras día, también era un pequeño placer que le permitía olvidar, aunque fuera solo por un instante, la realidad que la rodeaba.
Francois observó desde la distancia, atento a cada reacción, cada pequeño gesto de la duquesa, como un pintor que examina la expresión de quienes contemplan su obra. Cuando la vio asentir con una leve sonrisa de satisfacción, sus ojos se iluminaron y su rostro enrojecido pareció calmarse un poco. Era un hombre que vivía por estos momentos, donde podía ver que su trabajo no era solo una rutina, sino algo que proporcionaba alivio y placer, por pequeño que fuese.
—Espero que todo esté a su gusto, mi señora —dijo Francois con un tono solemne, inclinándose ligeramente, sus grandes manos entrelazadas frente a él. Sus dedos gruesos, acostumbrados al calor y el rigor de la cocina, se veían inusualmente delicados mientras aguardaba con expectación. Cada palabra suya parecía cargada de una mezcla de humildad y orgullo, como si esperara el veredicto de un rey después de una ardua batalla en los fogones.
Alba, que había mantenido los ojos cerrados durante unos instantes más, como si quisiera alargar el placer de ese simple respiro, los abrió despacio. Se encontró con la mirada del chef y asintió lentamente, esforzándose por esbozar una sonrisa, aunque el cansancio que la invadía hacía que hasta el gesto más pequeño le resultara fatigoso. Su expresión, sin embargo, no dejaba de ser sincera, una mezcla de gratitud y admiración por el esfuerzo que el hombre había puesto en cada detalle.
—Es maravilloso, Francois —murmuró Alba después de tragar el primer bocado. Su voz, suave y apagada, apenas era un susurro, pero estaba impregnada de un sincero agradecimiento. Las palabras brotaron con dificultad, pero cargadas de esa calidez que Alba siempre había reservado para quienes verdaderamente la servían con devoción—. Como siempre, has superado mis expectativas. Te agradezco mucho.
Francois, a pesar de su tamaño imponente y su presencia robusta, sonrió con una humildad que contrastaba con su figura. Sus mejillas, ya enrojecidas por el calor de las cocinas, se tornaron aún más sonrosadas al recibir el cumplido. Había dedicado su vida al arte de la cocina, y aquellas palabras de su señora eran mucho más que una simple formalidad; eran un reconocimiento genuino, una validación de su oficio. Era consciente de la difícil situación de Alba, de cómo cada pequeño detalle en su entorno debía ser perfecto para ofrecerle un alivio, por mínimo que fuera.
—Gracias, mi señora. Es un honor servirle —respondió, haciendo una profunda reverencia, su tono firme pero lleno de humildad.
El ambiente en la habitación se llenó de una calma serena, donde el silencio predominaba, roto solo por el ocasional tintineo de las copas de cristal al moverse ligeramente o el suave roce de los cubiertos sobre la fina porcelana. Las sirvientas, moviéndose con precisión y delicadeza, seguían ayudando a Alba a comer. Cada vez que le acercaban un bocado a los labios, lo hacían con cuidado, casi como si temieran quebrar algo delicado. Alba, aunque agradecida por la asistencia, no podía evitar sentir una punzada de frustración. Su cuerpo, otrora fuerte y lleno de vida, ahora dependía de manos ajenas hasta para los actos más simples. Pero decidió apartar esos pensamientos, enterrándolos en lo más profundo de su mente. Sabía que aferrarse a su orgullo solo haría más amarga la lucha contra la Málashk, y en estos tiempos, necesitaba conservar cada pequeña chispa de energía que le quedara.
El desayuno fue un proceso tranquilo, meticuloso, casi ritualístico. Cada bocado, cada trago de leche especiada, era un recordatorio de los pequeños placeres que aún podía disfrutar. A pesar de la fatiga que la embargaba, Alba encontró un breve consuelo en esos sabores cálidos, en las texturas delicadas que se deshacían en su boca. Cuando terminó, sintió el peso en su cuerpo de nuevo, un cansancio que ya no era solo físico, sino también emocional.
Con un leve gesto de la mano, Alba despidió al chef y a los sirvientes. Francois hizo una última reverencia antes de retirarse con paso firme, pero silencioso, seguido por los demás, que recogieron con sumo cuidado las bandejas y utensilios, como si temieran romper el equilibrio precario de la habitación.
Solo quedaron en la alcoba las tres sirvientas que habían estado ayudando a Alba esa mañana. Eran jóvenes, de mirada respetuosa y manos siempre dispuestas. Alba las observó durante unos segundos, sopesando lo que debía hacer a continuación. Su cuerpo le pedía descanso, pero su mente, inquieta, ansiaba algo más. Se negaba a ser completamente inútil. Tal vez no podía manejar grandes tareas, pero aún podía permitirse un pequeño acto de creación, algo que mantuviera viva su mente, aunque su cuerpo se desmoronara lentamente.
—Prepárenme un baño, por favor —dijo en un tono suave pero firme. Las sirvientas asintieron sin pronunciar palabra y se apresuraron a cumplir su orden. La bañera de mármol situada en un rincón de la habitación comenzó a llenarse con agua tibia, perfumada con aceites de lavanda y pétalos de rosa, una mezcla diseñada para relajar el cuerpo y aliviar el peso que Alba sentía en sus extremidades. Mientras las sirvientas atendían la bañera, Alba se recostó en su sillón de terciopelo, que miraba hacia las ventanas. La luz del sol se filtraba a través de los vitrales, dibujando figuras de colores en el suelo de piedra, como si el día estuviera pintando escenas en su propia alcoba.
A una de las sirvientas le pidió su libreta de dibujos, la que solía usar para plasmar los pequeños detalles que la rodeaban y que aún conseguían fascinarla, a pesar de todo. No era una gran artista, pero el simple acto de dibujar la mantenía ocupada, la distraía de la constante opresión que sentía en su pecho. Mientras esperaba que le trajeran la libreta y las plumas, sus ojos recorrieron las hojas anteriores. Había dibujos de flores de los jardines, bocetos de armaduras y espadas, e incluso retratos rápidos de los legionarios de las sombras que la custodiaban, siempre con la mirada vigilante, inmóviles como estatuas, pero presentes.
Estaba cansada de dibujar siempre lo mismo. Sentía que aquellas imágenes, que antaño le parecían tan intrigantes, ahora la aburrían. Quería algo nuevo, algo diferente, algo que no le recordara el constante pasar de los días que se sentían cada vez más monótonos y pesados. Tomó una de las plumas y la mojó en la tinta, pero antes de comenzar, cerró los ojos y dejó que su mente vagara en busca de inspiración. Pensó en su juventud, en los lugares que había visitado antes de que la enfermedad comenzara a apoderarse de ella. Recordó las tierras lejanas, los cielos amplios y las montañas majestuosas, y decidió que dibujaría algo diferente, algo que representara no lo que veía ahora, sino lo que había visto antes, en tiempos más felices.
Cuando Alba tomó la pluma y comenzó a dibujar, sus manos, aunque débiles y temblorosas, se movían con una determinación que contrastaba con su delicado estado. Cada trazo era lento, medido, pero cargado de una firmeza que nacía de lo profundo de su memoria. La pluma se deslizó por la hoja, trazando líneas que poco a poco tomaron la forma de un paisaje, uno que no veía desde hacía años, pero que conservaba vívido en sus recuerdos. Era una llanura inmensa, vastas extensiones de campos verdes que se estiraban hasta perderse en el horizonte, suaves colinas onduladas como las olas de un mar de esmeralda, y un cielo despejado, de un azul tan profundo e infinito que parecía querer abrazar la tierra. A lo lejos, empezó a delinear la silueta de una ciudad amurallada, su ciudad natal, con torres que se alzaban como lanzas doradas hacia el cielo, y pequeñas luces que se encendían en las ventanas al anochecer, como luciérnagas que salían a bailar en la oscuridad.
Alba suspiró, dejando que su mente se sumergiera en aquel dibujo, en aquel recuerdo. Habían pasado más de veinte años desde que había huido de ese lugar, su hogar. Era apenas una niña de quince años entonces, obligada a tomar decisiones desesperadas. Su padre, el conde de la casa Collham, había acordado su matrimonio con Kenneth, el joven heredero de una casa aliada. Kenneth... el nombre resonaba en su mente como una melodía olvidada pero amada. Él había sido su primer y único amor, el padre de su querido Iván. Lo recordaba con una calidez que la llenaba de nostalgia y tristeza. Todo había podido ser tan diferente, tan feliz, si no fuera por las crueles decisiones que otros tomaron en su lugar.
El rostro de Kenneth, joven y vibrante, apareció en su mente mientras dibujaba. Recordó su sonrisa, su risa sincera, y cómo había hecho que su corazón se acelerara en aquel entonces. Pero la felicidad fue breve. Su padre, siempre preocupado por el poder y la política, había cancelado su matrimonio. Una nueva alianza se había formado para frenar la expansión de Zusian, y en su búsqueda por asegurar el futuro de la casa Collham, Alba fue prometida a un viejo conde de esa alianza. La idea de pertenecer a un hombre que no amaba, que no conocía, la aterrorizaba, y aun así su padre había insistido, ciego ante sus lágrimas y súplicas.
Alba cerró los ojos un momento, permitiendo que los recuerdos se deslizaran como el agua de un río, dejándola vulnerable ante la marea de emociones que evocaban. Una niña, tan joven y enamorada, desesperada por escapar de un destino que no había elegido. Al final, su juventud y su amor triunfaron sobre el deber que le había sido impuesto. Huyó. Recordaba esa noche claramente: los susurros apresurados de la sirvienta que había enviado como emisaria, el pequeño saco de monedas de oro que había robado de las arcas del castillo, y el caballo de guerra que había tomado prestado de los establos. Esa era ella, la tercera hija, la que no tenía derecho al trono, la que sus hermanas gemelas mayores, fuertes y orgullosas, despreciaban por considerarla demasiado frágil para la política y la guerra. Pero Alba había demostrado que, aunque no tuviera la fuerza de sus hermanas, tenía la valentía para luchar por su propia libertad.
Recordó cómo había cabalgado durante quince días, atravesando bosques oscuros, cruzando senderos traicioneros, durmiendo en posadas sucias llenas de rostros intimidantes. El miedo la acompañaba cada noche, un miedo constante que la hacía saltar ante el más mínimo ruido, pero aun así continuó. Seguía cabalgando, aferrándose a la esperanza de que la sirvienta hubiera conseguido encontrar a Kenneth y entregarle su mensaje, aunque la duda persistía en su corazón como una sombra. Sin embargo, ese miedo nunca la detuvo; había un fuego dentro de ella, una llama que la impulsaba a seguir, sin importar los obstáculos.
Mientras Alba continuaba trazando líneas en el papel, la escena de su dibujo comenzó a transformarse. Ya no eran solo colinas y torres; era el camino que había recorrido, con sus peligros y desafíos. Bosques espesos, donde los árboles parecían observarla en la oscuridad, y caminos solitarios bajo cielos encapotados. Dibujó la figura de una joven montando un caballo, con el cabello ondeando al viento, la mirada fija hacia adelante, sin permitirse mirar atrás. Esa era ella, cuando aún tenía toda una vida por delante, cuando aún creía que el mundo podía ser conquistado si se tenía el valor para enfrentarlo.
Su corazón latía con fuerza cuando llegó al final de ese viaje en su mente, al momento en que llegó a la frontera del ducado de Zusian. Recordaba el cansancio que pesaba sobre sus hombros, el miedo y la adrenalina mezclándose en su pecho cuando vio a lo lejos a los soldados del condado de Kheogia. Había cavalgado más rápido, obligando al caballo a darlo todo, sabiendo que si la atrapaban, la devolverían a la fuerza a su hogar, a un destino que ella había rechazado. El sonido de los cascos resonaba en sus oídos, los árboles se desdibujaban en el frenesí de su carrera.
Y entonces, llegó a la cima de una colina. Alba dibujó esa escena lentamente, con cuidado. Desde allí, vio lo que nunca hubiera imaginado: un ejército. No el de sus perseguidores, sino un ejército de jinetes en armaduras negras, que brillaban bajo el sol de la mañana como un mar de obsidiana. Eran los legionarios de las sombras, la fuerza de élite que servía a la familia de Kenneth. Su corazón casi se detuvo al verlos, pero la desesperación se convirtió en esperanza cuando reconoció las insignias y los estandartes que ondeaban al viento.
Los legionarios avanzaron hacia ella, y por un momento, Alba temió que fueran a atacarla. Pero en lugar de eso, se colocaron entre ella y los soldados de su padre, formando una barrera protectora. Ella vio cómo los soldados de Kheogia vacilaron, retrocediendo, sabiendo que no podían enfrentarse a semejante fuerza. Y entonces, como si todo hubiera sido planeado por el destino, Kenneth apareció.
Dibujó su figura con la misma precisión con la que había plasmado el paisaje, porque ese momento había quedado grabado en su alma para siempre. Kenneth, con su armadura oscura y su cabello despeinado por el viento, la miró como si no pudiera creer que realmente estuviera allí. Alba recordaba cómo había bajado de su caballo, temblando, sucia y agotada, nerviosa y temerosa. No sabía qué decir, no sabía si él la recibiría, si la rechazaría por haber sido tan imprudente. Pero Kenneth no dijo nada; simplemente la abrazó, envolviéndola en sus brazos con una fuerza y calidez que la hicieron sentir, por primera vez en semanas, que estaba a salvo. El mundo entero desapareció en ese abrazo, y el miedo que la había perseguido se disipó como la niebla bajo el sol de la mañana.
—Mi señora —dijo una voz suave, sacándola de sus recuerdos. Alba parpadeó, volviendo al presente. Las sirvientas habían regresado y le informaban que el baño estaba listo. Alba dejó la pluma y apartó la libreta con cuidado, como si temiera romper el frágil puente que había construido con su pasado. Sabía que el momento de concentración que había logrado encontrar se desvanecería pronto, reemplazado por el cansancio de siempre. Pero ese breve viaje a sus recuerdos había sido suficiente para llenarla de una calidez que la enfermedad no había logrado arrebatarle.
Las sirvientas se acercaron para ayudarla a desvestirse, moviéndose con la misma delicadeza con la que la habían asistido durante el desayuno. Retiraron cada prenda con cuidado, dejando al descubierto su piel pálida, casi translúcida bajo la luz del sol que se filtraba por las ventanas. Cada movimiento era preciso y respetuoso, como si temieran romper algo frágil y precioso. Alba se dejó guiar hacia la bañera, permitiendo que el cálido abrazo del agua la envolviera, cubriéndola hasta los hombros. Sintió el calor rodear sus extremidades, relajando los músculos que habían estado tensos durante toda la mañana. Cerró los ojos y se hundió un poco más, permitiendo que su mente se sumergiera de nuevo en los recuerdos, lejos de las preocupaciones y del peso de la enfermedad que la asfixiaba.
Podía sentir las manos de las sirvientas sobre sus hombros, frotando suavemente su piel con paños impregnados de aceites perfumados. Cada toque era gentil, casi reverente, como si temieran dañarla. El aroma a lavanda y rosas llenaba el aire, envolviéndola en una atmósfera de tranquilidad que parecía flotar, densa y suave, como una niebla delicada que la apartaba del presente. Por un momento, Alba se permitió creer que todo aquello no era más que un sueño, un refugio momentáneo donde la fragilidad y el dolor no eran reales, donde no sentía que su cuerpo se desmoronaba lentamente. Cerró los ojos, hundiéndose más en el agua tibia, dejando que el calor calmara las tensiones acumuladas, los pensamientos oscuros que la habían perseguido durante tanto tiempo.
Y entonces, como si el vapor del baño abriera una puerta en su mente, los recuerdos volvieron. Se vio a sí misma de nuevo en aquella colina, con el viento fresco acariciando su rostro, despeinando suavemente sus cabellos, mientras miraba a Kenneth. Él estaba allí, alto y fuerte, con su armadura negra brillando bajo el sol, sus cálidos y robustos brazos rodeándola, sosteniéndola con una fuerza que parecía capaz de protegerla de todo el mal del mundo. Sintió cómo su propio cuerpo se hundía en el pecho de él, buscando refugio en su calor, en su fortaleza. Lloró de alivio, lágrimas silenciosas que descendieron por sus mejillas mientras se aferraba a él. Siempre había sido pequeña, menuda y delicada, y en esos momentos de desesperación, sentir su cuerpo contra el de Kenneth, tan fuerte y seguro, la hizo desmoronarse. Todo el estrés, la ansiedad, el miedo que había cargado durante esos quince días de huida se desvanecieron, disipados por la calidez de ese abrazo.
Kenneth siempre había sido alto, robusto, una figura que imponía respeto y seguridad. Recordaba cómo sus manos grandes y ásperas acariciaron suavemente su cabello, cómo murmuraba palabras de consuelo que ella apenas podía comprender, pero que la tranquilizaban. Alba sonrió al recordar aquello. Su hijo, su querido Iván, había heredado su misma complexión esbelta, con los mismos rasgos delicados y finos, aunque al menos había crecido lo suficientemente alto como su padre. Sabía que no sería tan musculoso ni robusto como Kenneth, pero veía en él la misma nobleza, la misma gentileza, y eso la llenaba de un orgullo silencioso.
Abandonó todo por él. Alba dejó atrás su apellido, el peso de la familia Collham, y tomó el apellido Erenford, el de Kenneth, el de su esposo y el amor de su vida. Fueron años felices, años que le parecieron un regalo tras todo lo que había tenido que enfrentar para llegar a él. Pero la vida, pensó Alba, era cruel. Sus cinco años de amor y felicidad se desvanecieron como humo cuando la política y las alianzas entre reinos volvieron a cambiar. Una coalición de territorios se había formado para frenar la expansión de Zusian, y aunque ella no era ni estratega ni guerrera, comprendió que se avecinaban tiempos difíciles. Recordaba cómo se había preparado, con el corazón en un puño, para lo inevitable.
Alba nunca había sido hábil con las armas. Recordó cómo, en una ocasión, intentó tensar la cuerda de un arco bajo la atenta mirada de Kenneth. Sus brazos temblaron, incapaces de mantener la tensión, y él había soltado una risa cálida, sin burlarse, solo tierna, mientras le ayudaba a soltar el arco. Incluso cuando estaba sana y fuerte, nunca había tenido la fuerza para sostener un arma. Y ahora, cuando la guerra se cernía sobre ellos, aún menos podía hacer. Estaba embarazada de Iván, y su estado le impedía siquiera intentar participar activamente en los esfuerzos bélicos. Pero no era inútil. Encontró su lugar en la gestión, en la organización de recursos, en asegurar que los suministros fluyeran sin interrupción hacia las tropas. Mantuvo todo en orden, incluso cuando su esposo y los fieles generales del ducado peleaban para que Zusian no cayera bajo la coalición que se cernía sobre ellos como un nubarrón oscuro.
Recordaba las largas noches que pasó escribiendo, leyendo informes, revisando mapas, asegurándose de que cada carta, cada pedido de ayuda, cada ración de alimento estuviera en su lugar. Alba no era una estratega militar, pero comprendía la importancia de mantener a los soldados bien alimentados, bien equipados, motivados para seguir luchando. Las esperanzas eran escasas, pero Zusian se aferró a su resistencia. Aun así, en una de las últimas y más terribles batallas, la victoria fue para Zusian, pero el costo fue demasiado alto. Kenneth murió en el campo.
Recordó la devastación que sintió cuando recibió la noticia. Era como si el mundo entero se hubiera desmoronado a su alrededor. Las paredes que había construido para proteger su corazón, para mantener su fortaleza durante esos años de guerra, se derrumbaron en un instante. Quería gritar, quería llorar hasta quedarse sin voz, pero se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de desmoronarse. Había otra vida dentro de ella, una pequeña luz que aún no había visto el mundo, y que dependía de ella. El trauma de perder a Kenneth fue tan intenso que, durante un tiempo, sintió que se movía como en un sueño. Pero el bebé en su vientre fue su ancla, lo único que la mantuvo en pie. Comió porque sabía que él necesitaba fuerzas, respiró porque él necesitaba aire. Vivió por él.
Y luego, cuando Iván nació, su mundo se iluminó nuevamente. Alba recordó el momento en que lo sostuvo por primera vez, tan pequeño, tan frágil. Parecía una réplica en miniatura de Kenneth, con su piel blanca y perfecta, su cabello claro y suave, y esas delicadas facciones que eran una mezcla perfecta de ambos. Pero los ojos, oh, los ojos... los ojos eran suyos. Unos profundos ojos azules, como zafiros, hermosos y penetrantes. En ellos veía todo el amor que había perdido, pero también una nueva esperanza. Desde entonces, todo giró en torno a Iván. Era su vida, su razón, la promesa que Kenneth le había dejado.
El suave chapoteo del agua la devolvió al presente. Alba se dio cuenta de que las manos de las sirvientas se habían detenido y que el agua se estaba enfriando, la tibieza reemplazada por una sensación de frescura que le hizo estremecerse ligeramente. Con delicadeza, se levantó de la bañera, sintiendo cómo el agua goteaba por su piel mientras las sirvientas se apresuraban a envolverla en toallas suaves, acariciando su cuerpo con cuidado. Las telas absorbieron el agua, dejando su piel tersa y limpia. Una de las sirvientas, con gestos pacientes, le ayudó a secarse el cabello mientras otra le ofrecía una bata de seda, suave como el terciopelo, que se ceñía perfectamente a su cuerpo, cubriendo su figura delicada.
Las mujeres escogieron ropa cómoda para el día. Con la misma paciencia y delicadeza con la que la habían lavado, comenzaron a vestirla. Alba sintió la suavidad del lino sobre su piel, el roce del terciopelo sobre sus brazos. Hoy, al menos, sentía que tenía suficientes fuerzas para levantarse y dar un paseo por los jardines de Drakonholt Keep. Sabía que no podía caminar lejos, que la enfermedad la debilitaba cada vez más, pero necesitaba ese contacto con la naturaleza, la brisa, el sol. Algo que le recordara que aún estaba viva, que aún podía disfrutar de pequeñas cosas.
Mientras las sirvientas la vestían con la misma delicadeza con la que la habían bañado, Alba dejó que su mirada se perdiera por la ventana abierta, sus ojos vagando por las altas murallas de Drakonholt. Desde allí, las imponentes fortificaciones de piedra negra se erguían como centinelas, protegiendo el corazón del ducado. Más allá de las murallas, los jardines se desplegaban en terrazas, escalonados con una precisión exquisita. Eran como alfombras de flores que se extendían en cascadas de colores vibrantes: lavandas, lirios, rosas de todos los tonos imaginables, girasoles que se inclinaban hacia el sol, margaritas que balanceaban sus pétalos con la brisa. Parecían saludarla, esas flores, con sus colores y formas, una bienvenida silenciosa que le recordaba la belleza aún presente en el mundo, a pesar de todo lo que había perdido.
Alba recordó los días en que solía caminar por esos mismos jardines, la mano de Iván apretada firmemente en la suya. Su hijo era pequeño entonces, y con los ojos bien abiertos observaba todo a su alrededor, curioso e inquieto. Ella le mostraba las flores, le contaba historias, cuentos que mezclaban realidad y fantasía. Le hablaba de Zusian, su verdadero hogar, aquel lugar que siempre añoraba, aunque disimulaba la nostalgia transformando esos recuerdos en cuentos de héroes y reinas. Sabía cómo endulzar las historias, cómo convertir los duros episodios del pasado en aventuras llenas de honor y valentía, pero Iván era inteligente. No tardó en aprender a ver más allá de las palabras dulces de su madre, a descifrar las verdades ocultas bajo sus historias. A veces, le preguntaba cosas que la sorprendían, preguntas difíciles que la obligaban a recordarle el mundo real, ese mundo complejo y crudo que ella tanto había querido protegerle.
Suspiró, un leve nudo de preocupación formándose en su pecho. Se preguntaba cómo estaría su hijo. Ya llevaba casi un mes desde que le había encomendado la misión de deshacerse de los bandidos que asolaban el norte, una molestia que había crecido hasta convertirse en una leve amenaza para las rutas comerciales y los asentamientos. Alba sabía que Iván había partido acompañado por dos de las Legiones del Duque, una fuerza recién formada pero compuesta por veteranos experimentados, curtidos en numerosas batallas. Para ella, esas legiones representaba más que una simple fuerza militar; era el renacimiento de Zusian, el resurgir de una potencia que alguna vez había dominado la región. Había invertido mucho dinero y recursos en reconstruir el poder del ducado, recuperando poco a poco la fuerza militar, económica y social que había perdido durante los años oscuros. En sus manos, Zusian había vuelto a ser una potencia formidable, y ya no era solo un ducado: sus dominios se extendían lo suficiente como para que muchos lo llamaran un principado.
Alba no era una guerrera, pero había aprendido a ser una administradora excepcional. Había manejado los recursos, forjado alianzas, y asegurado que cada moneda y cada soldado estuvieran en el lugar correcto. Su habilidad para mantener el equilibrio entre las facciones del ducado, entre las necesidades de los mercaderes y los deseos de los que tenían poder en el ducado, había permitido que Zusian prosperara. Y aunque su corazón seguía lamentando la pérdida de Kenneth, encontró consuelo en saber que había asegurado un futuro para su hijo, uno donde Iván podría reinar con la fuerza y la sabiduría que su padre había tenido.
Cuando las sirvientas terminaron de vestirla, Alba ordenó que llamaran a Antoni Morozov. Quería hablar con él, aunque fuera solo por un rato. Era un hombre en el que podía confiar, alguien que había estado con ella durante los momentos más oscuros, y cuya presencia le ofrecía una sensación de estabilidad y control.
Salió de su habitación, y allí, en el pasillo, la esperaban los legionarios de las sombras, sus guardias personales. Sus armaduras de acero eran de un negro tan profundo que absorbía la luz del pasillo, haciendo que parecieran figuras esculpidas en ébano, inmóviles e imponentes. Las sombras parecían danzar alrededor de ellos, jugando con el contraste entre la oscuridad de su armadura y las luces doradas que provenían de los candelabros. Y allí, en medio de ellos, se encontraba Antoni Morozov.
Antoni era un hombre alto, de complexión fuerte y aspecto imponente. Su rostro, de facciones duras y cinceladas, no mostraba emoción alguna; una máscara de frialdad que solo aquellos que lo conocían bien podían descifrar. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecían siempre evaluar, calcular, como si estuviera constantemente en medio de una partida de ajedrez invisible. Su presencia imponía respeto, no solo por su estatura y su postura, sino por el aura de poder que lo rodeaba. Era el comandante de la Legión de las Sombras, la unidad más letal del ducado, y era considerado por muchos como uno de los mejores estrategas y guerreros que Zusian había conocido.
Antoni era una bestia en el campo de batalla, una fuerza de la naturaleza que parecía capaz de doblegar cualquier desafío. Había luchado en cientos de guerras, y su armadura negra, ornamentada con detalles de oro y carmesí, reflejaba su posición y sus hazañas. Las inscripciones que adornaban las placas de metal eran símbolos antiguos, llenos de significados que solo los veteranos conocían; recordatorios de las campañas en las que había liderado, de los enemigos que había derrotado, y de las victorias que había conseguido para Zusian. El yelmo que llevaba en la mano, negro como el resto de su armadura, estaba decorado con plumas carmesí que caían como una cascada sobre sus hombros, y sus guanteletes eran de un diseño complejo, con garras metálicas que sugerían la ferocidad de un depredador.
Cuando Alba se acercó, Antoni inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de respeto, antes de extenderle una mano para ayudarla a caminar. Ella aceptó el gesto y empezaron a moverse por el imponente castillo. Drakonholt Keep era una maravilla en construcción. Las torres antiguas y robustas estaban siendo renovadas, adornadas con el nuevo estilo arquitectónico que estaba floreciendo en todo el continente. Se inspiraba en formas curvilíneas, en la grandiosidad y en la atención al detalle, pero no perdía la solidez que caracterizaba a las fortalezas de Zusian. Era un estilo que abrazaba la ornamentación exuberante sin sacrificar la funcionalidad; arcos elaborados, columnas adornadas con esculturas de mármol, balcones con detalles intrincados que imitaban formas naturales como enredaderas y flores en metal pulido. Todo el castillo parecía estar en expansión y renovación, un símbolo del renacer de Zusian bajo el liderazgo de Alba.
Mientras caminaban, el sonido rítmico de sus pasos resonaba en los largos pasillos de piedra del castillo, un eco constante que parecía marcar el compás de sus pensamientos. Alba y Antoni avanzaban con un andar firme y tranquilo, pero los legionarios de las sombras, que les seguían a pocos metros detrás, lo hacían en formación perfecta, sus botas golpeando el suelo con una sincronización marcial. Las armaduras negras que vestían los soldados absorbían la luz de las antorchas que colgaban de las paredes, creando un efecto casi fantasmal. La penumbra y la luz dorada parpadeante parecían danzar sobre el metal oscuro, resaltando los detalles rojos y dorados de las insignias que llevaban en sus hombros y pechos.
Alba giró la cabeza ligeramente hacia Antoni, sus ojos observando al hombre que caminaba a su lado. A pesar de los años, la edad solo había acentuado su imponente figura. Era un hombre de hombros anchos y postura recta, con un porte que reflejaba disciplina y autoridad. Su perfil era severo, las arrugas que marcaban su frente y alrededor de sus ojos no eran las de la vejez, sino las que dejaban los años de experiencia y decisiones difíciles. Bajo esa fachada imperturbable, Alba sabía que Antoni siempre estaba observando, siempre calculando, como si cada paso que diera fuera parte de una estrategia más grande que solo él comprendía.
—¿Noticias de Iván? —preguntó ella finalmente, rompiendo el silencio que les envolvía.
Antoni no apartó la vista del camino, sus ojos permanecieron fijos al frente, pero respondió con la precisión que le caracterizaba, sin una pizca de vacilación en su tono.
—Aún no, mi señora. La última comunicación vino de Ulfric, el norteño. Dijo que ya han llegado al norte y han comenzado con la cacería. Pero tanto Ulfric como el joven Iván sienten que hay algo extraño allá arriba... —se detuvo por un momento, como si midiera sus palabras—. Esa fue la última información que recibimos.
Alba asintió lentamente, dejando que las palabras de Antoni se asentaran en su mente. Había algo inquietante en esa mención de "algo extraño", pero sabía que Iván no era alguien que se dejara intimidar fácilmente. Él era fuerte, inteligente, y lo había preparado para enfrentar desafíos mucho más difíciles que un grupo de bandidos en el norte. Mientras avanzaban, dejó que sus pensamientos divagaran hacia el futuro que se avecinaba, un futuro que, esperaba, sería más brillante que el pasado.
Salieron de los pasillos interiores del castillo, el eco de sus pasos quedó atrás mientras cruzaban el umbral hacia el exterior. El sol cálido de la tarde bañó sus rostros, y Alba respiró profundamente, llenando sus pulmones del aire fresco que soplaba suavemente desde las colinas. Caminaron hasta llegar a la zona suroeste del vasto recinto del castillo, un rincón que siempre había sido especial para ella. Allí, se encontraba el jardín privado, un espacio de serenidad y belleza meticulosamente cuidado que ofrecía un escape del bullicio del mundo exterior.
El jardín era un oasis de paz en medio de la imponente fortaleza. Rodeado por pequeños muros de piedra cubiertos de enredaderas en flor, el santuario estaba decorado con una abundancia de plantas exóticas que parecían haber sido traídas de todos los rincones del mundo. Las flores, de colores vibrantes y fragancias embriagadoras, creaban un espectáculo para los sentidos. Había rosas de un rojo tan profundo que parecían arder bajo la luz del sol, orquídeas violetas con pétalos delicados como alas de mariposa, jazmines que soltaban su aroma al menor suspiro de viento. Cada planta había sido cuidadosamente seleccionada y atendida por hábiles jardineros, quienes trabajaban con devoción para mantener la armonía y el equilibrio en este paraíso botánico.
Bajo la atenta mirada de Alba, el jardín había florecido con vida, cada brote y cada hoja eran un testimonio de su amor por la naturaleza y su deseo de crear un refugio de paz y tranquilidad en un mundo lleno de caos. Un arroyo de agua cristalina serpenteaba a través del jardín, susurrando suavemente mientras creaba pequeñas cascadas que desembocaban en piscinas serenas donde los peces de colores nadaban perezosamente. El murmullo constante del agua añadía un ritmo relajante al ambiente, invitando a la contemplación y el descanso. A lo largo del jardín, bancos de madera desgastada por el tiempo y pasarelas sinuosas se extendían, ofreciendo lugares de descanso y puntos de vista panorámicos desde donde se podía admirar la belleza del entorno. La madera, con sus grietas y vetas marcadas por los años, añadía un toque rústico al paisaje, un recordatorio de la historia y la longevidad de aquel refugio verde.
En el centro del jardín, como un monumento al pasado glorioso de los Erenford, se alzaba un grupo imponente de estatuas. Eran figuras talladas en piedra, representaciones de antiguos héroes del linaje, hombres y mujeres que habían dejado huella en la historia del ducado. Las esculturas, tan detalladas que parecían cobrar vida bajo la luz del sol, mostraban a los guerreros en poses majestuosas, con espadas alzadas, escudos firmes, y rostros que transmitían una mezcla de orgullo, valentía y determinación. Había algo sobrecogedor en aquellas figuras inmortales; mirarlas era sentir el peso del pasado, una conexión con los antepasados que habían construido el legado que Alba ahora protegía. Las estatuas parecían vigilar el jardín, recordando a todos los que las contemplaban las lecciones del pasado: gloria, sacrificio, y el interminable anhelo de grandeza que definía a los Erenford.
Bajo la sombra de una estatua particularmente alta, la de Kenneth, Alba y Antoni se sentaron en uno de los bancos. Kenneth había sido esculpido con una precisión casi realista; su pose era la de un líder imparable, con la espada descansando sobre su hombro, y sus ojos de piedra mirando hacia el horizonte, como si aún contemplara el futuro de Zusian.
—Sabes, Antoni —dijo Alba después de un momento de silencio, sus dedos jugueteando con un pétalo de rosa que había caído en su regazo—, he estado bastante nostálgica estos últimos años. Dime, ¿cómo percibías a mi difunto esposo? Y dime, ¿qué piensas del heredero de los Erenford, de mi hijo?
Antoni observaba la estatua de Kenneth con una intensidad que rara vez dejaba entrever. Sus ojos, profundos y oscuros, brillaban bajo la luz del sol que se filtraba entre las hojas de los árboles, reflejando un brillo casi melancólico, como si en ese momento todo el peso de los recuerdos hubiera caído sobre sus hombros. Se permitió un instante de silencio, sus pensamientos navegando por tiempos pasados, tiempos en los que había servido bajo el mando de Kenneth. Parecía que cada palabra que estaba a punto de pronunciar debía ser elegida con el mismo cuidado y precisión de un cirujano al usar su bisturí, midiendo cada sílaba para transmitir exactamente lo que sentía sin perder un ápice de su significado.
—Desde niño, Kenneth estaba destinado a la grandeza —comenzó finalmente, su voz profunda se mezclaba con el suave murmullo del arroyo cercano, resonando como un eco cálido en el aire cargado de aromas florales—. Sus ojos dorados... había algo en ellos, una luz ardiente que era hipnótica, casi abrumadora. Brillaban con una pasión y un hambre que pocos podían comprender. Era seguro de sí mismo, siempre lo fue, fuerte y astuto, un estratega nato... el perfecto conquistador. Un verdadero Erenford, portador de la ambición del linaje Erelith. No era solo un título, no era solo un hombre. Kenneth era una fuerza de la naturaleza, un huracán que arrasaba todo a su paso, pero que, al mismo tiempo, sabía exactamente cuándo frenar, cuándo dejarse llevar por el viento y cuándo luchar contra la corriente. Es una pena su muerte, porque estoy seguro de que habría llevado a Zusian a recuperar la gloria perdida, a volver a ser aquello que alguna vez fue, antes de las guerras de unificación que tanto lo fragmentaron.
Los ojos de Antoni se cerraron por un momento, como si viera las imágenes de batallas pasadas en su mente, el estruendo del acero, el choque de los escudos, y la figura imponente de Kenneth liderando a sus hombres, con su armadura brillante como si estuviera hecha de fuego vivo.
—Mi antiguo señor... era el líder que todo hombre deseaba seguir —continuó, abriendo los ojos y clavando su mirada en la estatua, como si hablara directamente con el espíritu de Kenneth—. Tenía esa aura ardiente que encendía tu orgullo y avivaba tu valor, incluso en las peores circunstancias. No importaba cuán sombrío fuera el horizonte, él siempre encontraba la manera de inspirar, de hacer que te levantaras una vez más, aunque tu cuerpo estuviera cubierto de heridas y tu espíritu desgarrado por la batalla. Kenneth era un guerrero excelente, sí, pero más allá de eso, era un estratega brillante, alguien que veía más allá de lo evidente, que podía prever el desenlace de una batalla antes de que el primer golpe fuera asestado. Era perfecto, o al menos, tan perfecto como uno puede ser... un general, un líder, un hombre que, en su esencia, llevaba la marca de un conquistador.
Antoni se detuvo, dejando que sus palabras flotaran en el aire, como si esperara que la memoria de Kenneth respondiera de alguna forma. Alba, sentada a su lado, mantenía sus ojos fijos en el rostro de Antoni, absorbiendo cada palabra, cada matiz de emoción que se filtraba en su voz. Finalmente, él giró la cabeza hacia ella, sus facciones suavizándose un poco.
—Iván... Iván es diferente —dijo, su tono se volvió más pausado, más introspectivo, como si hablara de un enigma que aún no había sido descifrado—. Tiene la apariencia de mi antiguo señor, pero es distinto. No por eso menos interesante. Es joven, quince años, y aún es inseguro en algunas cosas, pero es un prodigio. Y no lo digo solo porque sea tu hijo, ni por la gracia de ser el heredero. Lo digo porque yo le enseñé. He visto cómo su mente trabaja, cómo analiza cada situación con una precisión que da miedo. Ulfric, ese norvadiano que tanto insistí en que contrataras, es un prodigio de la guerra, un hombre con una visión tan vasta y aterradora que casi me recuerda a mí o a Lucan en nuestros mejores años. Poner a Ulfric como el principal mentor de Iván fue la decisión correcta. Iván necesita a alguien que le muestre cómo aprovechar esa mente estratégica, cómo convertir el pensamiento en acción.
La voz de Antoni se tornó un poco más grave, más intensa, como si el peso de sus palabras las arrastrara más profundamente.
—Iván es más tranquilo, más reservado que su padre, pero esa calma no debe confundirse con debilidad. Al contrario, inspira una lealtad aún más feroz entre quienes le conocen. Y, sin sonar grosero, no es Kenneth. No tiene esos ojos dorados que ardían como llamas, esos que te hacían sentir que estabas mirando directamente al sol. Los suyos son diferentes, son ojos azules, fríos y claros como el hielo, como zafiros que reflejan una profundidad abrumadora. Hay algo oscuro en ellos, algo embriagador que no tiene que ver con la sed de un conquistador o la paz de un unificador. Esos ojos pueden helar a los hombres más fieros, paralizar a cualquiera que los sostenga por demasiado tiempo.
Antoni sonrió apenas, pero no era una sonrisa de alegría, sino de una especie de reconocimiento, como si viera en Iván algo que otros aún no habían percibido.
—Es un hombre joven, quince años y ya me estremezco al pensar en lo que será capaz de lograr en los años venideros. Todavía no comprende del todo el peso que lleva sobre sus hombros, pero lo hará. Y cuando lo haga... —hizo una pausa, sus ojos se perdieron por un momento en la distancia, como si intentara ver el futuro a través del velo del presente—. Su mirada... hay algo en ella que me dice que grabará su nombre en la historia, no solo de este continente, sino del mundo entero. Pero no lo hará como su padre, no será un conquistador que arrase con todo a su paso, ni será alguien que simplemente una pueblos dispersos. Será algo diferente, una fuerza imparable, una mezcla aterradora de inteligencia y poder.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, acariciando sus dedos, como si buscara en él, el impulso para continuar.
—Iván es muy fuerte en la estrategia, tanto que me aterra. Ve cosas que otros no pueden ver, piensa en formas que otros no podrían imaginar ni en sus mejores sueños. Es un guerrero competente y habilidoso, pero su verdadera arma no es la espada, sino su mente. Es de las mejores que he visto en mi vida. No tiene la misma aura que su padre, esa que hacía que todos lo siguieran sin cuestionar, pero tiene algo aún más potente: tiene la capacidad de inspirar una devoción que trasciende la simple lealtad. Su presencia empieza a imponer respeto, incluso miedo, y eso es un arma que puede ser más letal que cualquier espada.
Antoni levantó la vista, miró a Alba directamente a los ojos, y por un momento, parecía que el tiempo se había detenido, como si todo el jardín se hubiera congelado para escuchar las últimas palabras de aquel hombre que había visto más de lo que quería recordar.
—Iván no es solo un líder, no es solo un estratega. Es algo más. Será más que perfecto en la guerra, más que unificador en tiempos de paz. Está destinado a gobernar el mundo, a dominarlo, a grabar su nombre en el tejido mismo de la historia. Y no lo hará como un rey o un emperador en su trono, sino como alguien que moldeará el futuro con sus propias manos, que creará un legado que otros recordarán por generaciones. No habrá historias de él que no sean de poder, de control, de una fuerza inquebrantable que nadie podrá desafiar.
El silencio que siguió fue casi palpable, como si el mundo se hubiera detenido para absorber las palabras que acababan de ser pronunciadas. El jardín, que momentos antes parecía lleno de vida con el suave murmullo del viento acariciando las hojas y el canto ocasional de algún pájaro escondido entre las ramas, ahora se sentía inmóvil, como si estuviera expectante, conteniendo la respiración. Las palabras de Antoni flotaban en el aire como una niebla espesa, enredándose entre los troncos de los árboles y las hojas caídas, resonando en la mente de Alba mucho después de que el eco de su voz se hubiera desvanecido.
Alba permaneció inmóvil, con la mirada perdida, sus ojos fijos en un punto invisible más allá del jardín. Aunque había escuchado muchas cosas a lo largo de los años, tanto promesas como advertencias, sabía que lo que acababa de oír no era una simple opinión. Las palabras de Antoni no eran especulaciones vacías; eran una profecía, una visión de lo que estaba por venir, un futuro que, aunque incierto, se vislumbraba como algo inevitable. Y de alguna manera, esa certeza la asustaba más que cualquier guerra o batalla que hubiese enfrentado o comandado. No obstante, en lo más profundo de su ser, había una parte de ella que se sentía aliviada. Saber que Iván no era simplemente una sombra de su padre, sino algo completamente diferente, algo nuevo y aterrador en su propia medida, le daba una extraña tranquilidad. Sentía miedo por lo que podría desencadenar, pero también esperanza de que, si había alguien capaz de enfrentarlo, ese sería su hijo.
—Gracias por tus palabras —dijo suavemente, con un tono que apenas rompió el silencio que la rodeaba. Cerró los ojos por un momento, dejando que el sonido de las hojas meciéndose en la brisa llenara el espacio que las palabras habían dejado. Inspiró profundamente, permitiéndose, aunque solo fuera por unos segundos, escapar a ese lugar de calma que ofrecía el jardín.
El murmullo del arroyo y el suave crujido de las hojas bajo la suave brisa eran casi hipnóticos. Se perdía en ellos, en la tranquilidad que le ofrecían, como si con cada respiración pudiera expulsar el peso que sentía sobre sus hombros. Pero esa paz se rompió repentinamente con el sonido de unos pasos apresurados que se acercaban por el sendero de grava. Alba abrió los ojos lentamente, girando la cabeza hacia el origen del sonido. Un sirviente apareció, jadeando por el esfuerzo de haber corrido hasta allí, con el rostro enrojecido y gotas de sudor perlando su frente. Sostenía un pequeño pergamino enrollado en la mano, como si se aferrara a él con todas sus fuerzas.
—Su-su gracia... —tartamudeó, inclinando la cabeza con una mezcla de nerviosismo y urgencia—. Un mensaje del norte... un Hrakar de la ciudad de Ulthorath.
Alba sintió cómo su cuerpo se tensaba de inmediato al escuchar las palabras del sirviente. Su mente empezó a dar vueltas, intentando comprender por qué Iván le mandaría un mensaje desde una ubicación tan remota, en el mismo límite de las tierras del ducado, y más aún, desde Ulthorath. Esa ciudad, conocida por ser el último bastión de la frontera, se había convertido en un lugar casi fantasma después de la muerte de su esposo. Lucan, el hombre que alguna vez había sido uno de sus generales más fieles, se había retirado allí, refugiándose en la soledad y el aislamiento, evitando cualquier contacto con el mundo exterior. El simple hecho de recibir un mensaje desde ese lugar la llenaba de incertidumbre.
El sirviente se acercó y extendió el pergamino tembloroso. Alba lo tomó con manos firmes, aunque sentía cómo la tensión recorría cada uno de sus músculos. Desenrolló el mensaje con cuidado, sus ojos recorriendo rápidamente las líneas escritas con una caligrafía que, aunque familiar, parecía más apresurada de lo que recordaba.
"Hola mamá, sé que estuvo mal no haberte enviado cartas antes sobre mi progreso, pero he estado muy ocupado y estresado con todo lo que ha pasado. Como sea, me he deshecho de los bandidos que habíamos detectado, pero hay algo más... algo mucho más serio."
Alba sintió cómo su corazón empezaba a latir con fuerza. La mano que sostenía el pergamino se tensó ligeramente, pero continuó leyendo.
"Los bandidos no eran simples delincuentes. Eran una banda de mercenarios disfrazados, enviados aquí para sembrar el caos, y estoy seguro de que también para atraerme al norte. Supongo que alguien pensó que sería una buena oportunidad para que un joven heredero adquiriera experiencia militar en un entorno controlado. Pero esto es más grande que eso. Liberé dos batallas contra ellos, pero incluso así, tuve que enviar a Zandric a liderar a las milicias de los Centinelas de Hierro para interceptar a un grupo que se había separado de la banda principal.
Alba se detuvo un momento, levantando la vista, pensando en Zandric. Era uno de los comandantes más jóvenes, y el hecho de que Iván hubiera tenido que enviarlo para liderar una parte de la defensa indicaba que la situación era mucho más peligrosa de lo que parecía. Volvió a bajar la mirada y siguió leyendo, sus ojos moviéndose rápidamente por las líneas.
"Pero hay algo más importante, y no puedo ocultarlo más. La situación es crítica, mamá. Actualmente tengo bajo mi mando a dos legiones del duque y he mandado a llamar a dos legiones de Thornflic, así como a seis legiones de Hierro. Necesito refuerzos, y los necesito rápido. El ducado de Zanzíbar y Stirba están planeando una invasión. Están trayendo casi todas sus fuerzas. Se han dividido en dos ejércitos principales: uno regular, formado por las fuerzas conjuntas de ambos ducados, que avanzan desde el norte, bordeando la frontera con Zanzíbar. El grueso de sus tropas viene por allí, una fuerza directa, casi sin subterfugios."
Cada palabra parecía más pesada que la anterior. Alba sabía lo que significaba un ataque de esa magnitud. Si Zanzíbar y Stirba unían sus fuerzas, sería una amenaza que no se podría ignorar. Pero lo que siguió fue aún peor.
"Me reuní con el general Lucan... sí, ese Lucan. Lo convencí de salir de su retiro y luchar nuevamente. Ha reunido a las legiones de Hierro y está liderando el enfrentamiento contra el ejército principal. Pero el segundo ejército, mamá, está compuesto por unidades de élite y vienen a través del paso de Eldrakar. Tú sabes tan bien como yo que no planean invadir directamente, sino atacar nuestras minas en Karador. Si logran interrumpir la producción allí, la economía del ducado colapsará."
Alba sintió una punzada de miedo en el estómago. Las minas de Karador eran vitales para la economía de su ducado. Si esos enemigos llegaban a ellas, las consecuencias serían desastrosas. El rostro de Alba se endureció, sus labios apretados en una línea delgada mientras continuaba leyendo.
"Haré lo que pueda para enfrentarlos, pero necesito que envíes refuerzos. Necesito que mandes todas las legiones de Hierro disponibles, y que las legiones del duque se preparen para apoyarme. He trazado un plan. Yo me encargaré de interceptar al ejército de élite, y si es posible, contraatacaré e invadiré el ducado de Stirba. También he enviado una carta a Thornflic, pidiéndole que rompa las defensas en karador contra ellos y hasta llegar a el marquesado de Thaekar para que desde ahí de al vuelta e invada directamente a el ducado de Stirba, mamá, esto es urgente. Si no enviamos más tropas, perderemos casi toda la economía, y si me ocurre algo... quiero que sepas que te amo más que nada en este mundo."
Las palabras de Iván resonaban en la mente de Alba como un tambor de guerra, cada sílaba impregnada de urgencia y una fría determinación que, sin embargo, no podía ocultar la sombra de desesperación que se ocultaba tras ellas. "Si no enviamos más tropas, perderemos casi toda la economía." Esa frase seguía retumbando en su cabeza, haciendo que su corazón se acelerara. Y luego, la última confesión, una declaración de amor que, por un instante, rompió la frialdad de la estrategia calculada. Alba sintió que algo se rompía en su interior, una mezcla de orgullo y dolor al leer esas palabras, al entender la gravedad de la situación que enfrentaba su hijo.
Las manos de Alba temblaban ligeramente al sostener el pergamino. Intentaba mantener la calma, pero era imposible. La intensidad de las palabras de Iván, la urgencia en su tono, la desesperación oculta bajo esa lógica meticulosa, todo aquello la golpeaba con una fuerza devastadora. Mientras sus ojos recorrían las últimas líneas del mensaje, se sentía como si estuviera leyendo una despedida, una nota que temía podría ser la última de su hijo. La idea de perderlo, de ver su nombre inscrito en la historia como un mártir y no como un gobernante, era una visión que no podía soportar. Pero había algo más... algo que ardía más profundo que el miedo: la ira.
Una ira que no sentía desde hacía muchos años comenzó a crecer en su pecho, una furia que la envolvió como una tormenta oscura. Esos malditos bastardos de Stirba y Zanzíbar... Querían arrebatárselo todo otra vez. Querían destruir lo que ella y su esposo habían construido, querían arruinar el futuro de Iván antes de que pudiera comenzar a escribir su propia historia. No lo permitiría. No esta vez.
Apretó el pergamino con tal fuerza que sus nudillos se pusieron blancos, sus ojos fríos y afilados como el acero mientras se levantaba de la banca. Ignorando el dolor que irradiaba por su cuerpo, enderezó la espalda, proyectando una imagen de autoridad que no admitía dudas ni contradicciones. Miró a Antoni, que la observaba en silencio, como si estuviera esperando su reacción, sabiendo que la decisión que tomara en ese momento definiría el futuro de la guerra. Sin decir una palabra, le extendió la carta. Antoni la tomó, leyendo rápidamente mientras ella comenzaba a dar órdenes, su voz baja pero impregnada de una furia que hacía que cada palabra resonara con el peso de un mandato absoluto.
—Reúne a cuatrocientos mil legionarios de las Sombras —ordenó, su tono firme, cada palabra cortante como una cuchilla—. Y llama a las dieciocho legiones del duque. Quiero que esos siete millones novecientos veinte mil legionarios empiecen a movilizarse de inmediato. Que todas las legiones en reserva en las entradas de Karador se preparen para marchar. Que las quince legiones de hierro, cinco millones novecientos setenta mil legionarios, inicien su avance hacia el paso de Eldrakar. Deberán reunirse con Iván y reforzar su posición. Que nadie retroceda, que nadie titubee. Esas tropas tienen que estar listas para luchar hasta el último aliento.
Alba hizo una pausa, su respiración profunda, como si estuviera absorbiendo la magnitud de las palabras que acababa de pronunciar. El viento soplaba a través del jardín, haciendo crujir las ramas de los árboles, pero ni siquiera ese sonido pudo distraerla. Volvió a mirar a Antoni, sus ojos encendidos con una determinación casi feroz.
—Envía una carta a Roderic. Dile que se encargue de la defensa de Karador por completo, desde todos los frentes. Que se prepare para defender cada mina, cada paso, cada colina. Las tropas que tiene tendrán que bastar, y si es necesario, que utilice las técnicas más despiadadas para mantener al enemigo a raya. Y aunque Iván ya ha enviado un mensaje a Thornflic, quiero que mandes otro en mi nombre. Dile que las reglas y normas de la guerra se abolen. Que haga lo que sea necesario para atravesar esas montañas, no importa lo inhumano de los métodos. Si tiene que convertir el paso en una carnicería para abrir camino, que así sea. Que apoye a mi hijo sin demora, y que lo haga rápido.
Mientras hablaba, podía sentir la fuerza de sus palabras, como si cada orden que daba fuera una promesa, una advertencia a sus enemigos de que no cedería, de que lucharían con todo lo que tenían. Su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, trazando estrategias, planificando movimientos, visualizando el tablero de guerra que se extendía ante ella.
Alba se encontraba de pie, inmóvil, como si una fuerza invisible la mantuviera anclada en ese lugar, y, sin embargo, su mente era un torbellino de pensamientos y emociones que bullían bajo la superficie. La noticia que había recibido de Iván había desatado una marea de ira y determinación que amenazaba con desbordarse, pero ella la contenía, transformándola en una fría y calculada resolución. Cada decisión que tomaba, cada orden que daba, era una respuesta a esa amenaza, un desafío a aquellos que osaban intentar destruir todo lo que ella y su familia habían construido.
Su mirada recorrió el horizonte una vez más, como si pudiera ver más allá de las colinas y bosques que rodeaban el castillo, hacia las tierras lejanas donde se librarían las batallas más cruciales. Los campos dorados y las montañas grises se extendían ante ella, bañados por la luz del atardecer, pero lo que Alba veía no eran paisajes serenos, sino futuros campos de batalla teñidos de sangre, el eco distante de tambores de guerra y el clamor de miles de soldados marchando hacia un destino incierto.
—Ordena que diez de las veinte legiones que custodian las fronteras con el marquesado de Ruston se retiren y refuercen la frontera con Zanzíbar. —La voz de Alba era baja, pero cada palabra se pronunciaba con una claridad que no admitía dudas, como si estuviera esculpiendo su voluntad en piedra—. Que esas legiones se reagrupen con las tropas de reserva, que se alineen y estén listas para reforzar las líneas defensivas sin demora. Esas quince legiones serán apoyadas por las legiones de hierro que tenemos cerca. Manda a llamar a los generales Varyn Firestorm y Quentin Shadowstrike. Ellos serán asignados como los vice generales de Lucan. Quiero que sus diez legiones personales se movilicen de inmediato. No deben perder tiempo. Que se desplieguen como una sombra en el campo de batalla, invisibles, letales.
Antoni, que estaba tomando notas frenéticamente, levantó la vista para ver el rostro de Alba. No había emoción visible en sus facciones, sólo una máscara de hierro que ocultaba cualquier atisbo de duda o miedo. Pero sus ojos, esos ojos oscuros como la obsidiana, ardían con una intensidad casi inquietante, como si estuvieran consumidos por un fuego que nada podría apagar.
—Quiero más de treinta legiones de hierro partiendo desde aquí. Que comiencen a movilizarse sin esperar a recibir más órdenes. —Continuó Alba, y el tono de su voz, aunque bajo, tenía una firmeza que no dejaba lugar a protestas—. En total, cincuenta y cinco legiones deben dirigirse a la frontera con Zanzíbar. No habrá tregua. No habrá concesiones. Nuestros enemigos han elegido desafiar a nuestra casa, y pagarán el precio de su osadía.
Hizo una pausa, y durante ese breve instante el silencio pareció alargarse, casi sofocante. El viento apenas se atrevía a soplar, como si incluso la naturaleza esperara con miedo las palabras que estaban por salir de sus labios. Alba alzó la vista hacia Antoni, y en ese momento parecía una figura imponente, casi mítica, una líder dispuesta a llevar a sus tropas al fin del mundo si era necesario.
—No quiero piedad. —La frialdad en su voz hizo que el aire alrededor pareciera congelarse—. Dile a Felix Swiftwing que envíe treinta legiones a Zanzíbar. Que con la mitad de ellas defienda o intercepte cualquier ataque que provenga del sur del condado de Sedora o del condado de Prinad. Nuestras fuerzas deben concentrarse en el norte. La ofensiva principal debe ser contundente, sin vacilaciones. Si los ejércitos de Stirba y Zanzíbar quieren venir, que lo hagan. Los aplastaremos bajo el peso de nuestras legiones, y los haremos arrepentirse de haber osado cruzar nuestras fronteras. Que sientan el peso de nuestro acero y que entiendan que no habrá piedad para quienes se atrevan a amenazar a mi familia.
Antoni asintió, comprendiendo la gravedad de las órdenes que acababa de recibir. Sabía que Alba estaba pidiendo una movilización sin precedentes, una demostración de fuerza que requeriría una coordinación minuciosa, una planificación meticulosa, y, sobre todo, una voluntad de hierro. No era simplemente una cuestión de estrategia militar; era una declaración de guerra total. Pero también sabía que si alguien era capaz de comandar un despliegue tan masivo, de llevar a las tropas a la victoria contra todo pronóstico, esa era Alba. Durante años había visto cómo tomaba decisiones difíciles, cómo enfrentaba las crisis más devastadoras con una calma que podía resultar aterradora. Y ahora, esa misma calma parecía envolverse en una furia fría que no permitiría concesiones.
—Entendido, mi señora. —dijo Antoni, inclinando la cabeza con respeto, mientras se apresuraba a memorizar cada palabra—. Daré las órdenes de inmediato. Todo estará listo antes del amanecer.
Mientras Antoni se alejaba para cumplir con sus instrucciones, Alba permaneció de pie, sin moverse. Se quedó mirando el horizonte, como si intentara visualizar el escenario que se avecinaba, cada batalla, cada choque de espadas, cada grito que resonaría en el fragor de la guerra. Sabía que esto no era solo una cuestión de táctica y estrategia. No se trataba solo de ganar o perder una batalla; se trataba de la supervivencia misma de su linaje, de proteger el legado que ella y su esposo habían construido con tanto sacrificio. Sentía el peso de esa responsabilidad sobre sus hombros, pero también la fuerza que surgía de saber que estaba haciendo lo correcto, que estaba luchando por todo lo que amaba, por todo lo que era importante.
Sus ojos brillaban con una determinación inquebrantable, y una chispa que no se apagaría mientras tuviera aliento en el cuerpo. Sintió la brisa acariciar su rostro, moviendo suavemente los mechones negros de su cabello. Pero, en lugar de calmarla, ese viento traía consigo la sensación de un presagio, como el preludio de una tormenta que se avecinaba, una tempestad que arrasaría con todo a su paso. Y ella estaba decidida a ser el ojo de esa tormenta, el epicentro de una fuerza imparable que cambiaría el curso del destino.
—Iván... —susurró, como si el viento pudiera llevar sus palabras hasta él, dondequiera que estuviera—. No caerás. No dejaré que te arrebaten lo que es tuyo por derecho. Lucharemos. Y venceremos. No dejaré que te arrebaten de mí.
El jardín a su alrededor parecía respirar con ella, como si compartiera su furia contenida. Los árboles se mecían ligeramente, sus ramas rozando unas con otras, creando un susurro que resonaba en el silencio crepuscular, casi como si la tierra misma aprobara su determinación. Pero Alba no había terminado. Había una última orden que debía dar, una que sabía que cambiaría todo.
—Antoni, antes de eso... —llamó, su voz más baja, pero aún más intensa, cargada de una gravedad que hizo que el consejero se detuviera en seco, girándose para mirarla de nuevo—. Llama al Gran Sacerdote Negro. Que se prepare para un sacrificio de mil personas durante los próximos meses. Que los dioses nos ayuden a cambio de nuestros sacrificios.
Antoni asintió una vez más, con más lentitud esta vez, y se retiró sin decir una palabra más, sabiendo que había sido testigo de una decisión que definiría el curso de la historia.