La noche envolvía el paisaje en una oscuridad impenetrable, excepto por las escasas luces de las antorchas que parpadeaban en las torres más altas. El viento, gélido y cortante como cuchillas de hielo, azotaba la capa de Iván mientras cabalgaba, a medida que Iván y sus hombres avanzaban, la estructura completa de Drakenhold emergió como un coloso entre las montañas circundantes. Allí, ondeando con una ferocidad que parecía imitar la rabia de los vientos, las banderas de Zusian se desplegaban orgullosas. El lobo dorado destacaba en el oscuro telón negro de la bandera, rodeado de detalles rojos que parecían las fauces abiertas de una bestia. Era un símbolo temido por todos sus enemigos, una advertencia de lo que venía. El emblema parecía cobrar vida con cada ráfaga, aullando su poder y dominio. Iván, agotado, no podía dejar de contemplar el lugar que pronto sería su refugio temporal y su base de operaciones.
Drakenhold no era una simple fortaleza, era una obra maestra de la ingeniería militar, su arquitectura monumental y sus dimensiones desafiaban la imaginación. Desde las imponentes torres que ascendían hacia el cielo como dedos de piedra buscando las estrellas, hasta los Sus muros, gigantescos e impenetrables, se alzaban como montañas artificiales, protegidos por capas y más capas de defensas. Todo indicaba que esa fortaleza había sido creada para resistir lo inimaginable.
Los muros externos estaban forrados de piedra negra, reluciente bajo la tenue luz de la luna, con grietas apenas visibles donde las capas de protección se entrelazaban como escamas de un dragón, cada una diseñada para desviar el impacto de los proyectiles enemigos. Las murallas hacían que cualquier atacante tuviera que atravesar un infierno de balistas, escorpiones y onagros que dominaban el horizonte desde las torres. A lo largo de los muros, trebuchets y mangoneles estaban siempre listos para vomitar proyectiles ardientes sobre cualquiera lo suficientemente insensato como para desafiar al Fuerte. Las torres, verdaderos colosos de piedra, se alzaban hasta el cielo, lo suficientemente altas para vigilar los valles y montañas circundantes. Desde allí, los vigías podían avistar un ejército acercándose desde kilómetros de distancia. Era las mejores fortificaciones del ducado, y uno de los orgullos de Zusian, además de la tumba de innumerables enemigos.
Las enormes puertas de Drakenhold, de hierro reforzado con acero, tenían grabados antiguos que representaban las victorias de las legiones de Zusian a lo largo de los siglos. Iván sabía que detrás de esos muros, estarian sus "tropas". Ocho de sus propias legiones originales estaban allí, aguardando su llegada. Seis legiones de hierro, las temibles máquinas de guerra de Zusian, cuyos legionarios eran entrenados para ser implacables en el combate cuerpo a cuerpo. Además, dos legiones del Duque, una fuerza de élite que aunque nueva estaba llena de elites veteranas. Sin olvidar las veinte legiones de hierro adicionales, lo que elevaba el número total de soldados a más de 11,200,000 Era un ejército gigantesco, y no solo en número, sino en la calidad de sus tropas.
Mientras Iván cabalgaba hacia las puertas, acompañado por sus legionarios más cercanos, no podía evitar pensar en lo exhaustos que todos estaban. Habían cabalgado sin descanso durante dos días completos, apenas deteniéndose para comer o beber. Sus cuerpos estaban al borde del colapso, pero las órdenes eran claras: llegar a Drakenhold y preparar la siguiente marcha. Junto a él cabalgaban 9,970 legionarios de las sombras, liderados por Varkath y los 980 Desolladores Carmesíes, dirigidos por el brutal Aldric.
Pero entre todos ellos, la presencia de Otón destacaba como un coloso entre hombres. La mano izquierda de Lucan, Otón, era un gigante en todos los sentidos. Su estómago prominente y su imponente musculatura, combinados con una mirada afable, lo hacían parecer menos peligroso de lo que realmente era. Sin embargo, según lo que contaban los que conocían a Otón era que bajo ese exterior bonachón se ocultaba una bestia de pura fuerza bruta, capaz de aplastar cráneos con sus propias manos. Su sola presencia imponía respeto, y más de uno de los legionarios sentía un estremecimiento al estar cerca de él.
A su lado, cabalgaba Ladislao, la espada personal de Lucan. Aunque joven, su fama lo precedía. Según el propio Lucan, Ladislao era un guerrero excepcional, y su cuerpo musculoso y esculpido parecía dar fe de esa afirmación. Los músculos de sus brazos eran como acero bajo su piel, y su mirada era tan afilada como la hoja de su espada.
Cuando finalmente llegaron a las puertas, las antorchas en lo alto de las murallas proyectaban sombras inquietantes sobre el suelo. Iván alzó la vista, su mirada viajando desde el suelo hasta lo más alto de las torres. A pesar del cansancio que sentía, una chispa de admiración y alivio brilló en sus ojos. Este fuerte sería su salvación, su punto de encuentro con el futuro de la guerra. Mañana marcharían de nuevo, esta vez hacia la confrontación inevitable con los ejércitos combinados de Stirba y Zanzíbar. Pero por ahora, Drakenhold sería su refugio.
El viento helado azotaba el rostro de Iván mientras avanzaba hacia las colosales puertas de hierro de Drakenhold. La fortaleza, ahora completamente despierta, emanaba una energía latente que se sentía en el aire. A medida que Iván y sus acompañantes se acercaban, los legionarios que custodiaban las puertas, vigilantes como estatuas de hierro, reconocieron de inmediato el estandarte del heredero que se aproximaba. Las grandes puertas de metal comenzaron a moverse lentamente, produciendo un chirrido profundo y resonante que parecía hacer eco en las montañas circundantes, como el rugido de una bestia prehistórica despertando de su letargo.
Detrás de las puertas, se reveló el vasto interior de Drakenhold. Las hogueras esparcidas por todo el patio central iluminaban la imponente estructura y proyectaban sombras danzantes sobre las caras endurecidas de los legionarios. Miles de ellos, formados con precisión militar, aguardaban en silencio, aunque el sonido de armas siendo afiladas, el constante martilleo del acero y el murmullo incesante de las conversaciones creaban una atmósfera cargada de tensión. Cada legionario parecía estar inmerso en sus propios pensamientos, en preparación para la batalla que sabían se avecinaba. El olor a fuego, sudor y acero dominaba el ambiente, mezclado con el aire frío de la noche.
Mientras cruzaba el patio, Iván observó a los soldados que pronto comandaría, veteranos que habían marchado y luchado bajo durante incontables campañas. Rostros curtidos por la guerra, cuerpos esculpidos por años de disciplina militar. Sabía que no solo enfrentaban una batalla más, sino una que podría cambiar el curso del conflicto de forma decisiva.
A medida que Iván y su grupo se acercaban al centro del patio, fue recibido por los veinte comandantes de legión y otros oficiales de alto rango. Los ocho comandantes de las legiones originales que Iván había comandado personalmente también estaban presentes.
Un hombre se adelantó entre los comandantes. Su figura era imponente, de más de dos metros de altura, con una armadura pesada adornada con inscripciones rojas y antiguas que simbolizaban su rango y su experiencia en el campo de batalla. Tenía una mandíbula cuadrada y endurecida, con cicatrices que cruzaban su rostro, prueba de que no solo era un estratega sino también un hombre que había estado en la primera línea de combate. Sus ojos, oscuros y penetrantes, revelaban una inteligencia afilada y una astucia natural.
—Su gracia —dijo el hombre con una voz profunda que resonó por todo el patio, mientras inclinaba ligeramente la cabeza en señal de respeto—. Nos alegra que haya llegado con salud y en forma. Soy Valorian Drathos, comandante en jefe de esta fortaleza. —Hizo un gesto hacia los otros comandantes que estaban a su lado—. Ellos son los comandantes de las legiones de hierro que protegen las fronteras con Stirba. Todos nosotros estamos bajo su mando, señor. Solo dé la orden y haremos lo que sea necesario.
El patio quedó en un silencio sepulcral. Los ojos de millones de soldados estaban fijos en Iván, esperando sus palabras, sus instrucciones. Sabían que cada decisión que tomara en ese momento podría determinar el futuro de Zusian y la victoria en las montañas Karador.
Iván mantuvo su mirada firme, paseándola por los rostros de los comandantes y las formaciones de soldados que se extendían por todo el patio. El aire estaba cargado de anticipación, y podía sentir la presión que se acumulaba sobre sus hombros, pero no vaciló. Era consciente de la magnitud de la situación. Respiró hondo antes de hablar, su voz resonó como el trueno sobre los legionarios.
—Como saben —comenzó Iván, su tono firme y decidido—, un ejército combinado de los Ejércitos de Sangre Real de Stirba y las tropas de élite de Zanzíbar están avanzando desde el paso de Eldrakar. Son un total de 24,500,000 soldados de élite. —Su mirada se oscureció mientras sus palabras tomaban un tono más serio—. Nosotros somos 11,200,000, y podríamos detenerlos aquí si esos bastardos quisieran invadir el interior de Zusian. Pero esos hijos de puta no vienen a por nuestras tierras, sino a por nuestras montañas y nuestras minas en Karador. Esas minas son el alma de nuestra economía.
El murmullo se intensificó por un momento entre los soldados que lo escuchaban, pero Iván levantó una mano para pedir silencio. Continuó hablando con una calma controlada que el mimo no sentía.
—Sé que suena una locura, pero debemos atravesar y masacrar ese ejército —dijo Iván, clavando sus ojos en los comandantes y soldados—. Y no solo eso. Después, debemos invadir el Ducado de Stirba. No solo esos 24 millones de soldados están viniendo por nosotros. Otros 72 millones de soldados adicionales vienen desde Zanzíbar en un ejército combinado que esta siendo retinido por el general Lucan pero tiene una cantidad similar a la nuestra, así que en lo que llegan los refuerzos nosotros necesitamos atravesar a ese ejercito.
Los rostros de los comandantes se endurecieron aún más mientras escuchaban la magnitud del desafío que se avecinaba. Las legiones se enfrentaban a una tarea monumental, un reto que pocos podrían siquiera imaginar, y menos aún ejecutar. Sin embargo, Iván no había terminado.
—Nuestro trabajo —dijo, con la voz cortante como una espada— es eliminar al ejército de 24 millones en menos de tres semanas. Debemos hacerlo rápido y con precisión. No podemos permitir que nos derroten. Si lo hacen, será una carnicería para nosotros. Pero si conseguimos aplastar a los 24 millones no solo sobreviviremos a esta masiva invasión, si no que también podremos tomar parte de ambos ducados.
El viento helado silbaba a través del patio, pero nadie se movía. La gravedad de las palabras de Iván calaba profundamente en los corazones de todos los presentes. Era una tarea titánica, pero Iván sabía que su ejército tenía la disciplina y la fuerza para lograrlo. Y esperaba en el fondo de si que el tuviera la capacidad de lograr algo de tal magnitud, estos hombres que ahora comandaba habain luchado en muchas batallas que parecían batallas imposibles antes, y esta sería solo una más en su largo legado de victorias.
Valorian Drathos asintió lentamente, como si estuviera procesando las palabras de Iván. Luego, con una mirada de determinación en sus ojos oscuros, habló.
—Si ese es el plan, entonces que así sea. Nos moveremos con la primera luz del alba. Nuestras legiones estarán listas para marchar y hacer lo necesario.
Iván observó el vasto océano de legionarios que se extendía frente a él. La magnitud del ejército, con sus armaduras negras reflejando la luz de las hogueras, hacía que la fortaleza de Drakenhold pareciera más viva que nunca. Podía ver los rostros endurecidos de los hombres que lo miraban, no con dudas, sino con una mezcla de expectación y miedo, sabiendo que el destino de todos ellos dependía de las decisiones que tomara. La presión era aplastante, pero no permitió que le afectara. Respiró hondo, sintiendo el aire helado llenar sus pulmones antes de usar un hechizo que amplificó su voz para que cada legionario pudiera escuchar cada palabra que diría.
El hechizo vibró en el aire, dándole a su voz una resonancia profunda, como si la misma fortaleza estuviera hablando a través de él. Sus palabras debían ser precisas, su mensaje claro. No podía permitirse errores.
—Sé que lo que les estoy pidiendo parece la petición egoísta de un joven heredero inexperto. Y aunque sí lo soy, les juro que no lo hago por mí. —Su voz, profunda y llena de convicción, resonó por todo el patio—. Esta solicitud que les hago no es para engrandecer mi futuro, ni para asegurarme un lugar en las leyendas. Esto es por la supervivencia del Ducado de Zusian, de su gente, de sus familias, de todo aquello que amamos y llamamos hogar.
Sus palabras viajaban a través del viento helado, golpeando como martillos los corazones de sus hombres. Las palabras "hogar" y "supervivencia" parecían resonar con una intensidad especial en cada legionario. Iván mantuvo su mirada fija, recorriendo los rostros cansados y expectantes, notando cómo algunos de ellos inclinaban levemente la cabeza, reflexionando sobre el significado de sus palabras.
—Esta fortaleza, nuestras montañas, nuestras minas... si caemos, Zusian caerá con nosotros. Si eso ocurre, no habrá nada que pueda detener la destrucción de nuestra nación. Pero incluso si yo caigo en el campo de batalla, incluso si soy el primero en perder la vida, ¡no quiero que ninguno de ustedes se retire! —Las últimas palabras las pronunció con una intensidad feroz, cada sílaba era una orden irrevocable—. Tendremos que dar nuestras vidas, y eso me incluye a mí. Zusian no caerá en manos enemigas mientras tengamos aliento en nuestros cuerpos.
La fortaleza de Drakenhold, silenciosa y solemne, pareció respirar al ritmo de sus palabras. Cada soldado, cada legionario, mantenía la mirada fija en Iván, como si cada una de sus palabras estuviera escrita con fuego en sus corazones. No era solo una orden, era un pacto de sangre, un juramento que ninguno de ellos osaría romper.
—Mañana será cansado —prosiguió Iván, con un tono más bajo pero firme—, pero esta noche... esta noche, les doy la orden de vivir. Descansen, coman, beban, fumen... y si es necesario, salgan y busquen compañía en las ciudades cercanas. —Una leve sonrisa apareció en su rostro mientras permitía que su tono adquiriera una ligera calidez—. Hagan lo que necesiten para recordar que están vivos. Esta noche, sientan la vida en sus venas, porque mañana… será un infierno.
Un breve silencio siguió a sus palabras, pero no era incómodo. Era el silencio de la reflexión, de las mentes asimilando la realidad de lo que se avecinaba. El viento continuaba soplando, llevando el eco de sus palabras por cada rincón de la fortaleza.
Varkath, siempre tan tranquilo y despreocupado se encogió de hombros, sus ojos oscuros reflejando una calma inquietante, casi sobrenatural. Era como si el líder de los Legionarios de las Sombras ya hubiera aceptado la muerte, pero no la temía. Al contrario, parecía estar listo para abrazarla si fuera necesario. En su mirada se podía leer un pacto implícito con Iván: lo seguiría hasta el mismo infierno si fuera necesario.
Aldric, el líder de los Desolladores Carmesíes, no dijo nada, solo asintió. Su expresión, aunque igual de severa, no mostraba ni un atisbo de duda. Los Desolladores eran los guerreros más brutales del ejército de Iván, famosos por su despiadada eficacia en el campo de batalla. No eran hombres que se detuvieran a reflexionar sobre la muerte; la conocían tan bien que no necesitaban pensar en ella.
Otón, la mano izquierda de Lucan, siempre pragmático, estiró su espalda mientras soltaba un gruñido bajo, casi como si estuviera tratando de aflojar los músculos después de una larga marcha. Miró a su alrededor y, con un tono despreocupado, dijo:
—Que alguien traiga comida y vino. Si vamos a morir mañana, al menos lo haremos con el estómago lleno.
La ligera broma fue recibida con algunas risas nerviosas, pero agradecidas. Incluso en medio de la oscuridad de la situación, esas palabras trajeron un momento de alivio. Los legionarios, aunque tensos, sabían que un banquete de despedida era una tradición tan antigua como la guerra misma. Celebrar la vida, aunque solo fuera por unas horas, antes de enfrentar la muerte.
Ulfric, el mentor de Iván, un hombre robusto con el cabello pelirrojo despeinado por el viento, se acercó lentamente. Sus ojos, llenos de sabiduría y años de batallas, estudiaban a Iván como un padre miraría a su hijo.
—Un poco sombrío, pero al menos inspiraste a los hombres —dijo Ulfric mientras colocaba una mano pesada sobre el hombro de Iván, dándole un leve apretón—. Buen trabajo, Iván.
Iván esbozó una sonrisa, pero su mente seguía corriendo a través de cada plan, cada estrategia que podría necesitar para el día siguiente. Sabía que había inspirado a sus hombres, pero también sabía que lo que estaba por venir sería una prueba mucho más difícil de lo que cualquiera de ellos podría imaginar.
En las cercanías de Drakenhold comenzaban a brillar con las luces de las tabernas y los hogares, mientras los soldados, siguiendo las órdenes de su comandante, se dispersaban en busca de alimento, descanso y una última noche de respiro antes del caos. El murmullo volvió a llenar el patio, mientras los legionarios se relajaban por primera vez en días.
El cielo, salpicado de estrellas que titilaban en la oscuridad como ojos vigilantes, parecía observar cada rincón de la fortaleza. Drakenhold, con sus imponentes torres y muros que se alzaban hacia el firmamento, era ahora un refugio temporal para los soldados que descansaban tras días de agotadoras marchas. La guerra, sin embargo, no daba tregua en sus mentes. El eco de las palabras de Iván aún resonaba en los corazones de los legionarios, pero por un breve instante, esa noche, podían permitirse sentir la calidez de la vida antes de sumergirse en la fría brutalidad del combate.
Iván, después de haber entregado su discurso, caminaba con pasos pesados por los vastos pasillos de piedra de Drakenhold. El cansancio lo envolvía como una sombra pesada que apenas lograba sacudirse. Sus músculos dolían tras días sin descanso, y su mente estaba dividida entre el peso de la responsabilidad y el anhelo de un momento de consuelo. Los oficiales le habían indicado el camino a sus aposentos, y mientras se acercaba, los sonidos del bullicio en los patios se apagaban poco a poco, reemplazados por el susurro del viento entre las torres y las antorchas que parpadeaban en las paredes de piedra.
El pasillo que lo llevaba a su habitación era largo, adornado con tapices antiguos que contaban historias de batallas pasadas y leyendas de héroes olvidados. La luz tenue proyectaba sombras danzantes que se movían como fantasmas, y por un momento, Iván se sintió abrumado por la soledad de su propio destino. El peso de ser un comandante, un heredero, y un guerrero lo aplastaba en esos momentos de quietud. Necesitaba un respiro, un momento para ser simplemente un hombre, lejos del peso de su rango.
Al llegar a la puerta de su habitación, la empujó lentamente, el chirrido de las bisagras resonando en el silencio. Apenas puso un pie dentro, sintió una presencia envolvente, cálida y suave. Antes de poder reaccionar, Seraphina, su concubina de largos cabellos rubios platinados, lo abrazó con un gesto posesivo, hundiendo su rostro en sus pechos generosos, el aroma embriagador de su perfume llenando los sentidos de Iván. Su piel suave contra la suya le trajo un momento de paz. Los rizos dorados de Seraphina caían en cascada por su espalda, y sus ojos azules lo miraban con una adoración casi infantil, como si lo viera no solo como su señor, sino como el hombre que había conquistado su corazón.
—Ivy —dijo ella con una sonrisa radiante, sus labios temblorosos por la emoción. Su tono de voz, dulce y melódico, casi como el canto de una niña enamorada, le hizo sentir una calidez inesperada.
Iván le devolvió una sonrisa cansada, agotado, pero antes de que pudiera articular una palabra, sintió otras manos tirando de él, apartándolo suavemente de los brazos de Seraphina.
—No lo acapares, Seraphina —interrumpió Kalisha, con su tono exótico y seductor. Su piel oscura y sus ojos color ámbar brillaban con una intensidad que siempre lo desconcertaba. Su cabello negro azabache, liso y largo, caía elegantemente por su espalda, y su presencia emanaba una sensualidad que no podía ignorar. Kalisha se acercó y lo envolvió en un abrazo, su cuerpo delgado pero fuerte presionándose contra el suyo.
Antes de que la escena pudiera desarrollarse más, Sarah, su primera concubina, emitió una suave risa, rompiendo la tensión entre las mujeres. Se acercó a Iván con una gracia natural, sus enormes pechos rozando suavemente su pecho mientras lo apartaba de las otras dos con un gesto decidido. Sarah tenía un cabello rojo ondulado que caía en cascada hasta su cintura, y sus ojos rojos eran profundos y llenos de misterio. Habían estado juntos apenas tres semanas, pero la conexión entre ambos ya se sentía como algo más que simple deseo. Su relación había madurado rápidamente, y ahora, en momentos como este, Iván sentía una extraña familiaridad con ella.
—Bienvenido —susurró Sarah mientras lo abrazaba, su voz seductora resonando en su oído, y una chispa de calor recorrió su columna vertebral. Iván cerró los ojos por un instante, disfrutando de ese breve respiro de ternura en medio de la tormenta que sabía que se avecinaba.
Detrás de Sarah, una voz tímida rompió el momento. Adeline, la más joven y reservada de sus concubinas, se acercó lentamente, jugando nerviosamente con los pliegues de su vestido. Sus enormes pechos, perfectamente equilibrados con su figura delicada, se movían ligeramente con cada paso que daba. Sus grandes ojos azules lo miraban con una mezcla de timidez y adoración, como si aún no pudiera creer que estaba en presencia de un hombre como él.
—Bi-bienvenido, Iván —murmuró Adeline, su tono vacilante pero lleno de genuina calidez. Parecía más hermosa de lo que Iván recordaba, su fragilidad dándole una belleza casi etérea.
Iván sonrió, aunque estaba agotado. El peso del cansancio aún se sentía en sus hombros, pero la calidez de la bienvenida y el afecto que recibía de estas mujeres le ofrecían un consuelo que necesitaba desesperadamente. Se dejó llevar por el abrazo de todas ellas, su cuerpo finalmente sucumbiendo a la fatiga acumulada. Sentía sus músculos tensos, sus párpados pesados, pero no quería aún rendirse al sueño. Quería disfrutar de estos últimos momentos de calma, de consuelo.
—Necesito un baño —murmuró finalmente, su voz ronca por el cansancio. Su cuerpo, cubierto de polvo y sudor de los largos días de cabalgata, clamaba por alivio.
Kalisha, siempre atenta y diligente, se retiró hacia el rincón de la habitación, donde ya estaba preparado un gran recipiente de agua caliente, humeante y perfumada con aceites de hierbas que liberaban una fragancia sutil, pero penetrante. Las velas titilaban en los extremos de la estancia, proyectando sombras que parecían moverse con vida propia, mientras el crepitar del fuego en la chimenea llenaba el espacio con un murmullo reconfortante. El aroma a madera quemada se mezclaba con el del agua, creando un ambiente de calidez y refugio, un respiro en medio de la tormenta de guerra que se avecinaba.
Con movimientos elegantes y fluidos, Kalisha se inclinó sobre el recipiente, vertiendo más aceites en el agua. Cada gesto estaba impregnado de una sensualidad medida, como si su sola presencia fuera capaz de aliviar los nudos invisibles que la tensión había dejado en los músculos de Iván. Sus manos, firmes y cálidas, acariciaron brevemente el agua para asegurarse de que la temperatura fuera la adecuada, y luego, sin decir una palabra, se giró para observar cómo Seraphina y Adeline se ocupaban de su señor.
Seraphina, con esa misma mirada de adoración que solía dirigirle, se acercó por detrás de Iván, sus dedos finos y delicados comenzando a desabrochar la pesada túnica que llevaba puesta. Cada movimiento era suave, cuidadoso, como si despojándolo de sus prendas también lo liberara del peso de la carga que llevaba. Su cabello rubio platinado rozaba los hombros de Iván mientras ella trabajaba, y el aroma a jazmín que desprendía la envolvía a ambos en una burbuja de intimidad. Cuando la túnica finalmente cayó al suelo, dejando al descubierto el torso de Iván, Seraphina deslizó las manos por sus hombros, acariciando sus músculos tensos, como si su simple toque pudiera calmar la tormenta que lo consumía.
—Relájate, mi señor —murmuró Seraphina, su voz baja y profunda, con una nota de seducción que recorría el aire como un susurro tentador—. Déjanos cuidar de ti esta noche.
Mientras sus palabras resonaban, ella tomó la mano de Iván y la guió suavemente hacia sus propios pechos, enormes y firmes, presionándola contra su piel para que él sintiera su calor y suavidad. El contacto directo encendió algo en Iván, un fuego que había estado conteniéndose, y comenzó a acariciarla con más intensidad, disfrutando de la forma en que sus dedos se hundían en la carne suave, en cómo ella dejaba escapar pequeños suspiros de placer ante sus caricias. Seraphina lo miraba con ojos encendidos, deseando que ese momento se alargara para siempre, queriendo ser la única que lo tocara, que lo consolara, que compartiera su intimidad en ese instante.
Adeline, por otro lado, había adoptado una postura más tímida al principio, observando desde la distancia. Sin embargo, la llamada de Iván, la suave presión de su mano tomando un mechón de su cabello y atrayéndola hacia él, la hizo arrodillarse frente a su cuerpo desnudo. Sus ojos azules lo miraron con una mezcla de miedo reverente y deseo creciente, y sus labios temblaban mientras se acercaba más a él. Deslizó sus dedos sobre los botones de sus pantalones, desabrochándolos con lentitud y sin apartar la vista de sus ojos, como si esperara su permiso con cada movimiento.
Cuando finalmente sus pantalones se deslizaron por sus piernas, liberando su erección, Adeline dejó escapar un pequeño jadeo, pero no retrocedió. Se inclinó hacia adelante, besando la punta con ternura, como si quisiera familiarizarse con cada parte de él antes de entregarse por completo. Sus manos pequeñas rodearon la base, y con una mezcla de timidez y determinación, se la llevó a la boca, dejando que sus labios suaves acariciaran la longitud mientras lo miraba con esos ojos azules llenos de devoción. Iván tomó un mechón de su cabello, guiándola suavemente, y sintió una oleada de placer recorrer su cuerpo cuando la boca de Adeline comenzó a moverse, más rápido, más profundo, sus labios rozando su piel con una ternura casi inocente.
Seraphina, que había estado observando la escena con una sonrisa posesiva, se acercó más a Iván. Se apretó contra él, dejando que sus pechos enormes rozaran su costado, mientras deslizaba sus dedos por su pecho, delineando cada músculo con una sensualidad lenta y deliberada. Su respiración se volvía más rápida a medida que sentía el cuerpo de Iván estremecerse bajo sus caricias, y no pudo evitar morderse el labio mientras lo miraba con deseo.
—Déjate llevar —susurró en su oído, sus labios rozando el lóbulo—. Esta noche, somos tuyas.
Sarah no se quedó atrás. Observando con una chispa de deseo y competitividad en sus ojos, se acercó con sus caderas balanceándose de un lado a otro, sus anchas caderas atrayendo la mirada de Iván con cada paso. Se situó al otro lado de él, rodeándolo con sus brazos y tirando de su cuerpo hacia ella, hasta que sus labios se encontraron en un beso apasionado y profundo. Los dedos de Iván se deslizaron hacia abajo, agarrando el generoso trasero de Sarah, que se amoldaba a sus manos como si hubiera sido creado solo para él. Ella dejó escapar un gemido ahogado en el beso, intensificando el ritmo, sus lenguas entrelazándose mientras Adeline, aún arrodillada, continuaba su tarea, su boca trabajando para llevarlo al borde.
La habitación se llenaba de sonidos de respiraciones entrecortadas, suspiros y el leve crujido de las sábanas mientras los cuerpos se movían al unísono, una coreografía de deseo que parecía guiada por una pasión incontrolable. Seraphina acariciaba los hombros y el pecho de Iván, Sarah lo besaba con fuerza, mordiéndole el labio con suavidad, y Adeline le daba placer con cada movimiento de su cabeza, mientras Kalisha observaba con una mirada satisfecha, dejando que las otras tomaran el control por el momento.
Iván se dejaba llevar, su mente despejándose de los horrores de la guerra, de la estrategia y de las decisiones imposibles. En ese momento, no era el comandante, el guerrero, ni el heredero de un trono. Era solo un hombre rodeado de mujeres que lo deseaban, que lo adoraban, y que le ofrecían la calidez y el consuelo que necesitaba. Sus manos se movieron, recorriendo los cuerpos de Sarah y Seraphina, apretándolas contra él, sintiendo sus curvas, sus pieles suaves, la humedad de sus labios, y el calor que emanaba de ellas.
—Las necesito —susurró Iván, con la voz entrecortada, sus palabras resonando en el espacio cargado de deseo—. Necesito olvidarme de todo, aunque sea por esta noche.
Las mujeres lo entendieron sin necesidad de más explicaciones. Seraphina deslizó sus labios por el cuello de Iván, mordisqueándolo suavemente, mientras Sarah dejaba de besar sus labios para pasar a su pecho, lamiendo y besando su piel con fervor. Adeline aumentó el ritmo, sus labios moviéndose cada vez más rápido, y Kalisha, finalmente acercándose, tomó la decisión de unirse, inclinándose para besar el pecho de Iván, susurrándole palabras suaves en su lengua natal, que resonaban como una melodía hipnótica.
El cuarto se llenó de una atmósfera densa y cargada de deseo, donde los cuerpos se entrelazaban como una sinfonía de movimiento. El calor de la habitación se intensificaba, como si las llamas de la chimenea se alimentaran del fervor que emanaba de sus cuerpos. Las caricias eran suaves, pero a la vez, urgentes; los susurros se mezclaban con gemidos ahogados y respiraciones entrecortadas, creando una melodía íntima que resonaba en cada rincón, mientras las sombras danzaban por las paredes, acompañando el ritmo de sus movimientos.
Cada una de las mujeres, con sus propias maneras y particularidades, reclamaba un espacio en el cuerpo de Iván, deseando ser la que lograra arrancarle ese placer que lo hiciera olvidarse de todo. Seraphina, con su cabello rubio platinado enredado en sus dedos, lo besaba con suavidad, sus labios recorriendo su cuello, bajando por su pecho, mientras su respiración se aceleraba, dejando pequeñas mordidas que marcaban su piel. Se movía con la gracia de alguien que sabía exactamente cómo encender el deseo en otro, y sus dedos no dejaban de explorar cada rincón de su torso, delineando los músculos tensos, disfrutando de cada estremecimiento que provocaba en él.
Sarah, con su cabellera roja ondeando alrededor de su rostro, no perdía oportunidad de atraer su atención hacia ella. Se movía con una cadencia provocadora, sus anchas caderas balanceándose al compás de sus suspiros, mientras sus manos firmes recorrían la espalda de Iván, tirando de él hacia ella para que sus cuerpos se fundieran aún más. Sus labios rojos se cerraban sobre los suyos, besándolo con un hambre que parecía inagotable, y luego bajaban hasta su pecho, mordiéndolo suavemente, dejándole marcas que ardían de placer.
Adeline, que había comenzado tímida, encontró el coraje en medio de la pasión, y con cada minuto que pasaba, su boca se volvía más segura, más decidida. Se arrodillaba frente a Iván, sus labios suaves envolviendo su miembro, deslizándose hacia arriba y hacia abajo con una precisión lenta pero intensa. Sus grandes ojos azules lo miraban con devoción, brillando a la luz del fuego, y sus manos se mantenían firmes en su cadera, guiándolo para que él marcara el ritmo. Iván podía sentir el calor de su boca, la presión de su lengua, y cada vez que ella lo miraba desde abajo, sentía una chispa de éxtasis recorrer su columna.
Kalisha se movía como una sombra grácil, deslizando sus manos por su piel mojada cuando lo llevaron al baño. La bañera de agua caliente desprendía vapores que se mezclaban con los aromas de aceites y perfumes, y el calor lo envolvía, relajando sus músculos. Kalisha vertía agua sobre su espalda, masajeando sus hombros con manos expertas, mientras sus labios se posaban en su cuello, dejando un rastro de besos húmedos que se desvanecían entre el vapor. La fragancia exótica que emanaba de ella era embriagadora, y sus dedos lo acariciaban con una ternura que contrastaba con el fuego de sus ojos.
El agua se deslizaba por el cuerpo de Iván, mezclándose con el sudor y los aceites, como si todo se fundiera en una experiencia de placer que borraba las preocupaciones de su mente. Se dejó llevar, sin saber cuánto tiempo pasó allí, perdiéndose en el vaivén de las manos de Kalisha, en la boca de Adeline que no dejaba de lamer y succionar su miembro, en los pechos de Seraphina que presionaban su espalda, y en las caderas de Sarah que se apretaban contra él, buscando más y más contacto. Todo era una bruma cálida y reconfortante, y la tensión de los días de batalla desaparecía con cada roce, con cada gemido que escapaba de sus labios.
No había prisa en sus movimientos; cada gesto era lento, suave, como si quisieran prolongar esa noche eterna. Iván se dejaba llevar por sus caricias, sus manos recorriendo los cuerpos de ellas, sintiendo la suavidad de sus pieles, la firmeza de sus curvas. Las bocas de las mujeres se turnaban para besarlo, para acariciarlo, para hacerle olvidar todo menos ese momento. Seraphina, que normalmente era más reservada, se mostró más atrevida, y Kalisha, que solía tener el control, dejó que él tomara las riendas, disfrutando de cada vez que él tiraba de su cabello y la acercaba más a él.
El tiempo parecía haberse detenido dentro de esa habitación. Afuera, el cielo permanecía oscuro, con las estrellas brillando indiferentes a lo que ocurría en ese lugar. Las sombras en las paredes parecían moverse al ritmo de los cuerpos que se entrelazaban en la bañera, en la cama, en el suelo. La madera de la chimenea crujía, como si compartiera el calor que se extendía por toda la habitación, y el perfume del incienso se mezclaba con el aroma a piel caliente, a deseo consumado.
La cena llegó en algún momento, traída por sirvientes que apenas se atrevieron a asomar la cabeza dentro de la habitación. Iván apenas lo notó; para entonces, sus sentidos estaban embotados por el placer, por la satisfacción que sentía al tener esos cuerpos alrededor suyo, acariciándolo, besándolo, haciéndolo sentir como un rey en su palacio privado. Solo cuando una de las mujeres lo obligó a comer, trayendo un trozo de fruta a su boca, se dio cuenta del hambre que tenía. Comió sin pensar, saboreando cada bocado, mientras sus manos no dejaban de explorar, de apretar la carne de las mujeres que lo rodeaban.
Fue un festín tanto de sabores como de cuerpos, con manos alimentándolo, labios besándolo, y suspiros llenando el aire. Adeline le ofreció vino, sosteniendo la copa en alto para que él bebiera directamente de sus manos, y cada sorbo lo llenaba de una calidez que se mezclaba con el fuego interno que ardía en su pecho. Kalisha compartió un trozo de fruta con él, llevándola a su boca y luego besándolo para compartir el jugo, dejándolo saborear la dulzura a través de sus labios. Seraphina mordió una manzana, sus dientes blancos brillando a la luz del fuego, y luego la ofreció para que él la mordiera también, compartiendo el crujido y el sabor fresco.
La cena fue breve, porque el hambre por ellos mismos era mayor. Pronto, Iván se encontró rodeado de nuevo, con Sarah llevándolo a la cama, tumbándolo con una fuerza sorprendente para alguien tan delicada en apariencia. Se subió sobre él, sus pechos aplastándose contra su pecho, mientras movía sus caderas con un ritmo lento, tentador. Los otros cuerpos no se quedaron atrás, y en poco tiempo, Iván estaba siendo acariciado, besado, mordido, lamido, en una orgía de placeres donde el tiempo no tenía significado.
Se corrió más de una vez, sin saber exactamente cuándo o cómo había empezado, pero cada liberación era como una ola que barría con todas sus preocupaciones, con todos sus miedos. El placer era intenso pero controlado, nunca abrupto, y las mujeres parecían saber exactamente cuándo darle un respiro, cuándo presionarlo más, y cuándo dejar que él tomara el control. Había un equilibrio perfecto en ese caos de cuerpos que se movían, se tocaban, se abrazaban, como si todos compartieran el mismo deseo de hacer de esa noche algo inolvidable.
Y finalmente, cuando los cuerpos se separaron, exhaustos pero satisfechos, Iván sintió una paz que hacía tiempo no experimentaba. Los cuerpos cálidos de las mujeres se acurrucaron a su alrededor, sus respiraciones lentas y suaves llenando el aire con un ritmo constante que lo adormecía. El sabor de la comida aún estaba en su boca, mezclado con el de los labios que había besado, y el calor de las mantas y de las pieles suaves de sus concubinas lo envolvía como una armadura de placer.
Esa noche, al menos por un momento, Iván dejó de ser un guerrero, un líder, el heredero de un reino en guerra. Se permitió ser solo un hombre, deseado y satisfecho, y se dejó llevar por la marea del sueño, con los cuerpos de sus mujeres acurrucados a su alrededor, ofreciéndole un consuelo que el frío acero de la batalla nunca podría darle. Y mientras se sumía en la oscuridad del sueño, afuera, el cielo seguía siendo el mismo, las estrellas inmóviles, como si el mundo no fuera más que un vasto y eterno manto bajo el cual se tejían momentos fugaces de placer y paz.
Iván despertó poco después, aún sin que el sol hubiera comenzado a asomarse por el horizonte. La penumbra de la madrugada llenaba la habitación, y el suave resplandor de la luna apenas iluminaba los contornos de los cuerpos que lo rodeaban. Se encontró envuelto por el calor de Sarah y Seraphina, que lo abrazaban de ambos lados, sus pieles suaves y cálidas pegadas a él como si buscaran retenerlo en esa isla de paz un poco más. Con cansancio, Iván deslizó sus manos por sus cuerpos, apartándolas con cuidado, para no despertarlas. Las chicas murmuraron en sueños, pero no abrieron los ojos, y él aprovechó ese momento de tranquilidad para deslizarse fuera de la cama.
Se acercó a la ventana con pasos lentos y cautelosos, sintiendo la frialdad del suelo bajo sus pies desnudos. Al abrir las cortinas, una brisa gélida entró por el ventanal, acariciando su rostro, despejando un poco el cansancio que aún sentía en los músculos. Afuera, el cielo permanecía oscuro, pero ya comenzaba a clarear en el horizonte, señalando el amanecer que se aproximaba. Las estrellas, aunque aún visibles, se difuminaban en el velo del alba que se levantaba poco a poco. Iván suspiró, dejando que el aire frío llenara sus pulmones, como si con cada bocanada pudiera disipar el temor que lo invadía.
Quería mantener esa paz, esa calma momentánea que la noche le había concedido, pero la realidad era ineludible. Afuera de esas paredes, la guerra los esperaba, y por primera vez desde que se había encontrado en esa posición, Iván sintió el peso verdadero de lo que significaba ser un líder, un comandante. Tenía apenas quince años, y aunque su mente portaba los recuerdos de una vida anterior, tampoco había sido precisamente un adulto en esa vida pasada. Había muerto joven, sin llegar a los dieciséis, y su alma había sido transportada a este mundo. Había aprendido, se había preparado, pero la verdad es que, en el fondo, seguía siendo un muchacho que se veía arrojado a la vorágine de una guerra monumental.
Se estremeció, no por el frío, sino por el miedo. Su corazón palpitaba rápido, y notó que sus manos temblaban mientras las apoyaba en el marco de la ventana. Era fácil recordar las victorias anteriores, como cuando logró repeler a los mercenarios que se hicieron pasar por bandidos; aquello fue casi un juego comparado con lo que tenía por delante. Esta vez, la escala de la batalla era abrumadora: más de once millones de soldados bajo su mando, enfrentándose a un ejército combinado de más de veinticuatro millones. Las cifras por sí solas hacían que el miedo le recorriera el cuerpo como un torrente helado.
No se trataba solo de defender unas tierras, era su primera gran batalla, la que definiría su capacidad para mantener el dominio sobre lo que en el futuro sería su ducado, y posiblemente una nación entera. Su mente se nublaba con las posibilidades, con los "qué pasaría si" que parecían multiplicarse cada vez que intentaba tranquilizarse. No era como en los libros, no era solo estrategia y teoría; en esta batalla se desangrarían millones, soldados veteranos que luchaban con todo lo que tenían. Su misión era proteger esa hegemonía futura, y el solo pensar en lo que podría salir mal le hacía sentir el estómago revuelto.
Claro, tenía todo el conocimiento teórico que le habían inculcado; los nueve generales del ducado lo habían preparado, y había estudiado estrategias y formaciones de otras naciones gracias a la guía de Ulfric, Kael y el legendario Antoni Morozov. Morozov no era cualquier comandante; era el líder de la Legión de las Sombras, la élite de las fuerzas del ducado, y su mente era una de las más brillantes en cuanto a táctica y estrategia. Había aprendido de él y de otros grandes maestros, pero todo eso no era suficiente para acallar las dudas que se arremolinaban en su mente.
Y ahora tenía que enfrentarse a los ejércitos combinados de dos poderosos ducados: Stirba y Zanzíbar. Stirba, con sus Huestes Juradas de Sangre, tropas de una calidad que se comparaba a las temibles Legiones de Hierro, y Zanzíbar, que aunque carecían de la misma destreza, podían compensar cada pérdida con miles de hombres de reserva. No serían solo soldados comunes los que encontraría en el campo de batalla; serían las tropas de élite, veteranos curtidos en innumerables combates, y comandados por generales expertos.
Los números eran aplastantes, pero lo que más le aterraba era saber que iba a enfrentarse a las fuerzas más selectas de Stirba: los 50 Ejércitos de Sangre Real. Cada uno de estos ejércitos era dirigido por hombres que se decía que tenían la capacidad de un general, y todos estaban bajo el mando de Arkadi Roganov una figura temible conocida como "La Bestia Roja". Este comandante no era alguien a quien pudiera subestimar; las historias hablaban de su astucia y ferocidad, comparándolo con los grandes generales de Zusian, como Roderic, conocido por su inteligencia táctica, y Lucan, cuyos instintos combinados con una mente fría y calculadora hacía que cada batalla fuera una obra de estrategia. Además de no tener nada que envidiar a la brutalidad y fuerza imparable de Thronflic, "La Espada del Verdugo".
Iván sabía que contaba con dos de las nuevas legiones de élite del ducado, las Legiones del Duque, tropas entrenadas y disciplinadas, pero incluso con ellas y la fuerza de las Legiones de Hierro y los legionarios de las sombras a su mando, la situación parecía desesperada. Además, tenía que enfrentarse a la incógnita de los aliados de Stirba; tropas de Zanzíbar que, aunque de menor calidad, eran casi infinitas en número. Era un panorama desolador, y no podía evitar sentir que cualquier movimiento en falso podría significar la aniquilación de sus fuerzas.
Pero no todo era sombrío. Iván sabía que debía confiar en la estrategia, en los oficiales a su mando, y en las piezas claves que tenía a su disposición. Ulfric, su maestro y mentor, quien le había enseñado tanto en la guerra como en el combate personal, estaría allí, y su sola presencia era un pilar de seguridad. Había ganado el respeto del mismísimo Antoni Morozov, y eso decía mucho. Aldric Feralthorn, "El Martillo de Karador", era otro de sus aliados más valiosos; un comandante implacable, conocido por ser la mano derecha de Thronflic, y un maestro de la brutalidad en el campo de batalla.
Además, Varkath, un comandante de la Legión de las Sombras, ahora lideraba casi diez mil hombres de esa guardia de élite, y su destreza en la guerra encubierta sería vital en las estrategias que Iván había planeado. Por último, estaban Otón y Ladislao, oficiales experimentados que habían servido bajo Lucan Frostblade, "El Oso Blanco". La habilidad de Lucan en la guerra y su capacidad para adaptar las tácticas a cualquier situación se habían convertido en una leyenda, y tener a sus oficiales a su lado era una ventaja que Iván no podía permitirse subestimar.
Con un suspiro profundo, Iván apartó la mirada del horizonte y se obligó a centrarse. La oscuridad que empezaba a desvanecerse en el cielo le recordaba la incertidumbre que se avecinaba, pero también la promesa de un nuevo día, un amanecer que podría traer tanto la victoria como la derrota. Necesitaba recordar que no estaba solo, que no era un muchacho abandonado a su suerte frente a un enemigo imparable. Había construido alianzas, había reunido a sus tropas y aprendido de los mejores. Todo lo que había hecho hasta ahora lo había llevado a este momento, y no podía permitirse el lujo de dudar.
Su mente, siempre activa, comenzó a delinear una vez más las estrategias que había planeado, repasando cada movimiento de las tropas, los despliegues tácticos que había diseñado meticulosamente, las posibles emboscadas y ataques de flanco que debía prever. Visualizó la batalla, no solo como un mar de caos y violencia, sino como un tablero de ajedrez gigantesco en el que cada soldado, cada caballero, cada ariete y catapulta era una pieza crucial que debía ser movida con precisión milimétrica. Había ensayado esos movimientos una y otra vez en su mente, como un gran maestro de ajedrez que planifica cada jugada varios movimientos adelante, anticipando los errores y aprovechando las debilidades del adversario.
Sin embargo, la presión no se desvanecía. Por mucho que tratara de calmar sus pensamientos, el miedo no desaparecía por completo. Estaba allí, palpitante, como un peso constante que le apretaba el pecho. Iván sabía que no podía dejar que ese miedo lo dominara, pero también sabía que no era tan fácil mantener la calma cuando millones de vidas dependían de sus decisiones. Su primera gran batalla no sería simplemente un enfrentamiento de fuerzas; sería una prueba para su liderazgo, para su capacidad de mantener la hegemonía de lo que en el futuro se convertiría en su ducado, su nación.
Necesitaba más que un plan; necesitaba una estrategia sólida, adaptable, que pudiera evolucionar en respuesta a los movimientos de un enemigo que era, como él, astuto y calculador. Aunque ya tenía un esquema en mente, sentía que aún faltaban piezas por encajar. Necesitaba esa chispa, ese momento de claridad que lo guiara hacia una solución que le permitiera superar las ventajas numéricas del enemigo. Cerró los ojos por un momento, respirando profundamente, intentando ordenar sus pensamientos, cuando sintió un calor suave rodearlo desde atrás. Unos brazos delgados y delicados lo abrazaron por la cintura, y el aroma de jazmín y miel llenó sus sentidos, calmando el torbellino en su mente.
Iván miró de reojo y vio una cascada de cabellos rojizos rozándole el hombro. Supo de inmediato que era Sarah, su cabello brillando tenuemente bajo la luz tenue que se filtraba por la ventana. Sentía el peso ligero de su cuerpo contra el suyo, la suavidad de sus manos que lo sujetaban con ternura, como si con ese simple gesto quisiera protegerlo de todo el mundo. Se giró lentamente, encontrando sus ojos entreabiertos, aún adormilados, con una expresión que mezclaba preocupación y afecto.
—¿Por qué estás despierto, cariño? —murmuró ella con voz ronca y suave, como si cada palabra fuera una caricia que se deslizaba por el aire frío de la madrugada—. Volvamos a la cama, todavía ni ha salido el sol.
Su tono era calmado, casi como una súplica. Sarah no necesitaba entender de estrategias militares ni de la presión que Iván llevaba sobre los hombros; bastaba con que supiera que él necesitaba descansar, que esa noche, más que nunca, debía aferrarse a cualquier momento de paz que pudiera encontrar antes de que el mundo se desmoronara a su alrededor. Sarah había visto los efectos del estrés en él durante semanas, y en ese instante, lo único que quería era mantenerlo alejado, aunque fuera por unas pocas horas más, de las preocupaciones que lo devoraban.
Iván dejó escapar un suspiro, sintiendo cómo la tensión que había acumulado en los hombros se relajaba, aunque fuera un poco. La calidez de Sarah contra su piel le daba un extraño consuelo que no podía encontrar en mapas ni en planes de batalla. Se dio la vuelta por completo para mirarla, acariciando su mejilla con suavidad, observando cómo cerraba los ojos ante el toque, como si estuviera disfrutando de ese contacto tanto como él.
—Lo sé, Sarah —respondió él, con una sonrisa cansada que intentaba tranquilizarla—. Pero… no puedo evitarlo. Hay tanto que considerar, tanto que planificar, y el tiempo se nos escapa de las manos.
Sarah lo observó en silencio por un momento, sus ojos verdes clavados en los de él, como si tratara de descifrar los pensamientos que no decía en voz alta. Luego, sin decir nada, se puso de puntillas y lo besó, sus labios cálidos contra los de él, llenando ese momento con una suavidad que contrastaba con la dureza del mundo exterior. Era un beso lento, pausado, como si tratara de detener el tiempo, de congelar el mundo por un instante para que solo existieran ellos dos, sin guerras ni ejércitos ni planes de batalla.
—Entonces déjame ayudarte a olvidarlo, aunque sea por un rato —dijo ella suavemente, sus labios rozando los de él mientras hablaba—. Ven a la cama, Iván. No estás solo en esto, y todavía tenemos tiempo antes de que el mundo vuelva a necesitarte.
Las palabras de Sarah tenían un peso reconfortante, pero también un recordatorio implícito. No estaba solo. Por mucho que el miedo intentara consumirlo, había personas que lo apoyaban, que confiaban en él. Se permitió cerrar los ojos por un momento, inhalando profundamente, dejando que su aroma lo envolviera y su voz lo calmara. Asintió lentamente, sin decir nada, y dejó que Sarah lo guiara de vuelta a la cama. Mientras caminaban, ella mantenía sus brazos alrededor de él, como si quisiera asegurarse de que no se alejara de nuevo.
Cuando regresaron a la cama, Sarah se acomodó junto a él, atrayéndolo hacia su pecho, sus dedos jugando suavemente con su cabello, enredándolo y desenredándolo con delicadeza. Iván se dejó llevar, permitiendo que su cuerpo se relajara en el calor que ella le ofrecía, y por un momento, pudo olvidarse del peso de la responsabilidad, de los ejércitos que se acercaban, de la batalla que se avecinaba.
Mientras sus ojos se cerraban lentamente, sintió que Sarah acariciaba su espalda, dibujando círculos suaves sobre su piel, y susurraba palabras tranquilizadoras que él apenas podía escuchar, pero cuyo significado comprendía perfectamente. Era un recordatorio de que no importaba cuán dura fuera la tormenta, siempre habría un refugio para él, alguien dispuesto a compartir el peso, aunque solo fuera por un momento.
Y así, mientras el amanecer empezaba a asomar lentamente, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados, Iván se permitió descansar. El mundo aún estaba sumido en el silencio, y los primeros rayos de luz se filtraban suavemente por las ventanas, bañando la habitación en un tenue resplandor que hacía que todo pareciera menos amenazante, más cálido, más sereno. Las sombras se desvanecían poco a poco, disipadas por la luz, y por unos momentos, la calma reinaba, permitiéndole olvidar, aunque fuera por un breve instante, la guerra que se avecinaba, las decisiones que lo atormentaban, y el caos que inevitablemente tendría que enfrentar. Por ahora, se aferraba a la paz de ese momento, al calor de los cuerpos que lo rodeaban, y al consuelo que le brindaban esos pequeños instantes de tranquilidad antes de la tempestad.
El sueño lo envolvió como una manta cálida, y por un rato, Iván se perdió en la sensación de calma, en la cadencia suave de las respiraciones de las mujeres que lo acompañaban. Sin embargo, esa paz fue efímera. Poco a poco, los primeros destellos del amanecer comenzaron a colarse por la ventana, iluminando su rostro con una luz suave y anaranjada que lo hizo fruncir el ceño mientras seguía adormilado. Sin darse cuenta, su cuerpo se despertó de manera casi automática, como si una alarma interna lo obligara a levantarse. Sabía que no podía permitirse dormir más. Había llegado el día, y con él, todo lo que había planeado, temido y anticipado.
Con cuidado, se deslizó fuera de la cama, moviéndose lentamente para no despertar a ninguna de las cuatro mujeres que descansaban a su lado. Sus cuerpos desnudos seguían entrelazados entre las sábanas de seda, las mantas apenas cubriendo sus formas, y sus rostros reflejaban una paz que Iván envidiaba. Las observó por un momento, sus labios curvándose en una suave sonrisa. Había algo reconfortante en verlas allí, en la quietud de la habitación, como si el mundo exterior no pudiera alcanzarlas. Pero él sabía que esa ilusión se rompería pronto.
Se acercó al armario y comenzó a vestirse lentamente. Eligió ropa oscura, una túnica de lana negra con bordados rojos, delicadamente cosidos con hilos de oro que trazaban patrones intrincados a lo largo del dobladillo y las mangas. Era una prenda que le confería elegancia y autoridad, pero también discreción. Los tonos oscuros contrastaban con el brillo del bordado, destacando su figura alta y esbelta. Con movimientos precisos, se abrochó la túnica, asegurándose de que cada pliegue quedara en su lugar, y luego se colocó una capa gruesa para protegerse del frío que aún dominaba la mañana.
No usaba su armadura todo el tiempo, a diferencia de otros comandantes que preferían estar siempre listos para el combate. Para Iván, la armadura tenía un propósito específico, y se la reservaba solo para la batalla. No quería que el peso del metal lo distrajera o lo limitara cuando necesitaba pensar con claridad. Después de ponerse la capa, se sentó en el borde de la cama para calzarse las botas, ajustando las correas una a una, como si el simple acto de vestirse pudiera darle la calma que tanto necesitaba.
Cuando terminó de vestirse, se levantó y se giró para mirar a las mujeres. Vio que empezaban a despertarse, estirándose bajo las sábanas como si la luz del amanecer las invitara a abandonar el mundo de los sueños. Les dedicó una pequeña sonrisa, una que intentaba transmitir tranquilidad, aunque sabía que sus ojos probablemente delataban la seriedad de sus pensamientos.
—Buenos días —dijo Iván con una voz suave, pero firme, tratando de ocultar el nerviosismo que sentía. Su sonrisa era tan tranquila como su tono, un intento de brindarles una última sensación de seguridad antes de partir.
Las cuatro mujeres lo miraron con una mezcla de somnolencia y curiosidad, sus rostros suavemente iluminados por la luz matinal. Poco a poco, sus expresiones se volvieron más conscientes, y una a una, comenzaron a devolverle la sonrisa, aunque con diferentes grados de intensidad. Seraphina fue la primera en hablar. Mientras se estiraba, sus labios se curvaron en una sonrisa juguetona que contrarrestaba la tensión del momento.
—¿Ya nos vamos? —preguntó, su voz aún adormilada pero con un tono ligeramente provocador.
Iván se puso serio, la suavidad de su sonrisa desapareciendo al instante. Respiró hondo antes de responder, sabiendo que sus palabras serían difíciles de aceptar.
—No. Yo me voy. Ustedes se van a quedar aquí, en esta fortaleza. Si algo sale mal, si fallo... deben irse del norte del ducado tan pronto como sea posible. —Su tono era firme, casi autoritario, pero detrás de esa dureza se escondía la preocupación genuina por su seguridad. Era un mandato, pero también una súplica disfrazada de orden.
El aire en la habitación pareció volverse más denso. Las mujeres se miraron entre ellas, intentando asimilar lo que Iván acababa de decir. La primera en reaccionar fue Adeline, sus ojos se abrieron de par en par, y la inquietud se reflejó en su expresión.
—Pe-pero... —comenzó a decir, como si buscara las palabras para convencerlo de lo contrario, pero antes de que pudiera continuar, Sarah la interrumpió, colocándole una mano en el hombro con delicadeza, pero firmeza.
—No te preocupes, Iván. Nos quedaremos. Sé que necesitas tener la mente completamente concentrada en lo que se avecina, y no queremos ser una distracción para ti —dijo Sarah, sus ojos azules fijos en los de él, brillando con una determinación que contrastaba con la ternura de su sonrisa—. Pero por favor, prométeme que volverás. Me gusta mi vida desde que me convertí en tu concubina, y creo que las demás comparten el sentimiento.
Finalmente, Iván se separó de ellas, a regañadientes, y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo justo antes de salir, volviendo a mirar hacia atrás una última vez. Las cuatro mujeres lo observaban, y aunque sus sonrisas eran suaves, había algo inquebrantable en sus miradas, como si estuvieran dispuestas a esperarlo, sin importar cuánto tiempo tardara en regresar.
Con una última mirada, Iván se dio la vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta detrás de él. El pasillo estaba oscuro, pero más allá, el sol comenzaba a alzarse, derramando sus primeros rayos de luz sobre las murallas de la fortaleza. Caminó por los corredores en silencio, sintiendo el peso de su capa sobre los hombros, el frío del aire matutino acariciando su rostro. Su mente volvió a llenarse de pensamientos sobre la estrategia, sobre las tropas que esperaban sus órdenes, pero esta vez, había una chispa de confianza, una certeza que se había encendido gracias a las palabras de Sarah y la promesa que había hecho.
Al salir de los muros de la fortaleza y llegar al patio principal, Iván observó cómo la actividad ya era frenética a pesar de la hora temprana. Los legionarios y las unidades de logística se movían como hormigas laboriosas, preparando la línea de suministros que se extendería hasta el frente. Carros cargados de sacos de granos, barriles de agua, y cajas llenas de flechas y espadas se alineaban en filas organizadas, mientras los oficiales supervisaban a sus hombres con voces graves y directas. Había algo casi hipnótico en la eficiencia con la que trabajaban, como un engranaje bien aceitado que se aseguraba de que cada tuerca estuviera en su sitio, cada perno apretado.
Las avenidas cercanas, bajo el control del ducado, estaban relativamente a salvo, y las aldeas circundantes podían funcionar como puntos de abastecimiento, pero muchas otras habían sido devastadas. Los mercenarios, disfrazados de bandidos, habían hecho de las suyas, destruyendo cosechas, robando ganado, y obligando a los aldeanos a huir. Sin embargo, las ciudades más grandes, como Aleons, estaban en condiciones óptimas, y de allí provenía la mayor parte del suministro de comida, armas, y otros pertrechos necesarios para mantener la campaña en marcha. Iván confiaba en que, al menos en ese aspecto, todo estaba bajo control.
Mientras caminaba, se dirigió hacia las caballerizas, situadas al extremo del patio. Un aroma mezclado de heno fresco, cuero curtido y estiércol llenaba el aire. A pesar del caos de la preparación, había una especie de serenidad en ese lugar. Los establos eran amplios, con espacio para cientos de caballos, pero al fondo, en un compartimiento más grande que el resto, estaba su montura: Eclipse. Iván no pudo evitar sonreír al verlo, su imponente caballo negro se destacaba entre los demás, con su brillante pelaje que parecía absorber la luz del amanecer en lugar de reflejarla. Era un animal majestuoso, de crines largas y onduladas, musculoso y poderoso, pero con una elegancia innata que lo distinguía.
Eclipse levantó la cabeza al ver a Iván acercarse, sus oscuros ojos brillando con un reconocimiento inmediato. Había una especie de entendimiento silencioso entre ellos, una conexión que se había forjado desde el primer momento en que se conocieron. Iván acarició suavemente el hocico del caballo, sintiendo la cálida respiración del animal contra su mano. Eclipse era un ser imponente, pero con Iván siempre se mostraba dócil, como si entendiera la importancia del rol que ambos estaban a punto de desempeñar.
—Buenos días, Eclipse —murmuró Iván, mientras sus dedos recorrían las crines sedosas del caballo. Eclipse soltó un resoplido suave, casi como una respuesta, y se inclinó hacia Iván buscando más caricias. El joven heredero dejó escapar una risa ligera, rascando la parte superior de la cabeza del animal, justo donde sabía que le gustaba. Habían pasado meses desde que se conocieron, cuando Iván había cumplido quince años y había recibido a Eclipse como su primer y único caballo. Desde ese momento, parecía como si siempre hubieran estado juntos, como si sus destinos estuvieran entrelazados.
—Eres un buen muchacho, ¿verdad? —dijo Iván en tono juguetón, sabiendo que Eclipse no necesitaba palabras para entenderlo. Acarició al caballo una vez más antes de proceder a ensillarlo con cuidado, asegurándose de que cada correa estuviera en su lugar, cada hebilla bien ajustada. Era una tarea que normalmente habría delegado en alguien más, pero a Iván le gustaba hacerlo él mismo. Sentía que era una forma de conectar con Eclipse antes de cada viaje, de asegurarse de que ambos estuvieran preparados para lo que vendría.
Una vez que el caballo estuvo completamente ensillado, Iván tomó las riendas y lo guió hacia el patio. Eclipse caminaba a su lado con paso firme y orgulloso, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si también supiera que pronto se embarcarían en algo importante. Iván disfrutaba de estos momentos de quietud, de las escasas ocasiones en las que podía estar solo con su fiel compañero sin el bullicio constante de órdenes y gritos a su alrededor. Pero esa paz se rompió rápidamente cuando una figura imponente emergió del otro lado del patio.
Valorian Drathos, el comandante en jefe de la fortaleza, se acercó a Iván. Era un hombre grande, de hombros anchos y brazos que parecían troncos, con una barba espesa que acentuaba la dureza de sus facciones. Su voz grave resonó con el peso de años de liderazgo y batallas.
—Su gracia —dijo Valorian, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto. Hizo una pausa, como si midiera sus palabras antes de continuar—. Perdón por pedirle algo a estas alturas, pero en el norte somos muy fieles a los dioses Notrofh. Sé que en otras partes del continente no son una prioridad, pero quisiera que hiciéramos la ceremonia de inicio de campaña. No es lo más común en otros lugares, pero aquí sería algo bueno para la moral, especialmente si lo hace el heredero y nuestro comandante en jefe. —Tras decir esto, su séquito, compuesto por oficiales y soldados veteranos, se inclinó, esperando con reverencia el veredicto de Iván.
Iván lo escuchó en silencio, sopesando la petición. En teoría, compartía las mismas creencias que Valorian, pero como el mismo comandante había dicho, la importancia de esas creencias variaba mucho según la región. Cada territorio tenía su propio Gran Sacerdote Negro, y no existía un poder religioso centralizado. Pero Iván también entendía la importancia simbólica de la ceremonia, especialmente para los hombres del norte. No era solo una tradición; era una forma de pedir la bendición de los dioses para la batalla que estaban a punto de enfrentar, un recordatorio de que no luchaban solos.
—Claro —dijo Iván, esbozando una suave sonrisa, la máscara perfecta de un noble cortés y seguro—. Los dioses deben ser honrados. —Su voz era serena, sus palabras elegantes, pero detrás de esa calma había una comprensión profunda de lo que significaba ese gesto para aquellos hombres. Sabía cómo mostrarse como el líder que necesitaban, cómo ofrecerles un rayo de esperanza en medio de la incertidumbre.
Se volvió hacia uno de los legionarios de las sombras, que esperaba a una distancia respetuosa.
—¿Tenemos algún prisionero de guerra? —preguntó Iván, sabiendo perfectamente cuál era la naturaleza de la ceremonia que Valorian deseaba.
El legionario asintió lentamente antes de responder. —No, su gracia, pero tenemos a un hombre llamado Xeren. Es de cuando buscamos información en Lindell. Era la mano derecha del traidor Lord Well. Lo capturaron algunos soldados de infantería ligera. No dio información valiosa, pero lo hemos mantenido, por si acaso. Si lo desea, podemos traerlo.
Iván asintió, entendiendo lo que implicaba esa decisión. Para la ceremonia de inicio de campaña, era necesario derramar la sangre del enemigo primero, una ofrenda a los dioses para asegurar el éxito de la guerra. Había oído hablar de rituales similares en su vida pasada, y aunque no había pensado que llegaría a presenciar algo así, entendía el simbolismo. Los legionarios comenzaron a moverse, y los preparativos se detuvieron mientras todos en el patio dirigían su atención a la ceremonia.
Tragó saliva mientras observaba cómo una plataforma improvisada era montada en el centro del patio. Sobre ella, colocaron una mesa de madera robusta, con ganchos y cuchillos dispuestos cuidadosamente a los lados. Las hojas de los cuchillos brillaban bajo la luz del sol, frías y afiladas, como si ya supieran lo que se les pedía. El ambiente se volvió tenso, y los murmullos se apagaron cuando los soldados trajeron al prisionero. Xeren, un hombre flaco y con el aspecto descuidado, forcejeaba contra los legionarios que lo escoltaban. Sus ojos reflejaban miedo y rabia, pero no podía escapar de las manos firmes que lo mantenían inmovilizado.
Iván permaneció en silencio mientras observaba la escena. Sabía que era necesario, que así se hacían las cosas en el norte, si quería liderar, tenía que hacerlo sin vacilar, sin dudar, incluso cuando el peso de la tradición exigía sacrificios.
Los legionarios de las sombras sujetaron al prisionero con firmeza, apretándole los brazos y el torso contra la fría madera de la mesa, como si fueran grilletes de carne y hueso. Sus manos curtidas y ásperas lo mantenían inmóvil, mientras otro de ellos le tapaba la boca con un trapo para silenciar los gritos de desesperación. La mirada de Xeren se volvía frenética, con los ojos muy abiertos, llenos de terror y un sudor frío que le perlaba la frente, pero sus esfuerzos por liberarse eran inútiles. Todo estaba ya dispuesto, y la ceremonia debía seguir su curso.
El sacerdote negro, una figura delgada y alta, emergió de entre las sombras, envuelto en una túnica negra con bordados dorados que brillaban como serpientes al sol. Caminaba con una elegancia serena y meticulosa, cada paso que daba resonaba con un suave crujido sobre las piedras del patio. Las túnicas ondeaban a su alrededor, casi como si cobraran vida propia, y al detenerse frente a la mesa, levantó las manos al cielo. Los dedos huesudos y pálidos parecían extenderse hacia algo invisible, como si estuviera tratando de agarrar las mismas nubes.
El sacerdote comenzó a recitar una plegaria en un lenguaje antiguo y olvidado por la mayoría. Sus palabras fluían como un río oscuro, con un eco que reverberaba en el aire, llenando el patio con una sensación de inquietud. A pesar de lo suave de su voz, cada sílaba cargaba un peso extraño, como si invocara fuerzas que habían estado dormidas durante siglos, fuerzas que ahora despertaban con la promesa de la sangre. Los soldados presentes, que hasta ese momento habían susurrado entre ellos, callaron de inmediato. El silencio se volvió tan espeso que se podía sentir, como si todo el lugar contuviera la respiración.
"Oh, dioses antiguos que habitan en los oscuros rincones del cielo,
Escuchen nuestra súplica, escuchen nuestro llamado.
A ustedes que son fuego y sombra, guerra y paz,
Bendigan esta tierra, bendigan nuestra espada.
Con la sangre del enemigo, sellamos nuestro juramento,
Y con la fuerza de su espíritu, aseguramos nuestra victoria.
Que el viento sople a nuestro favor, que la tierra tiemble bajo nuestros pies.
Que la oscuridad envuelva a nuestros enemigos y los dioses nos protejan.
Kradun, Aegri, y Thalys: mírennos con bondad, miren este sacrificio."
Las palabras del sacerdote se apagaron lentamente, y el patio entero quedó sumido en un silencio mortal. Iván, que había estado observando desde unos pasos atrás, sintió un escalofrío recorrerle la espalda, como si una mano invisible le acariciara la nuca. No era un hombre que se dejara llevar fácilmente por supersticiones, pero había algo en esas palabras que le erizó la piel. Aun así, mantuvo su expresión firme. Sabía que todos los ojos estaban puestos en él, y no podía permitirse mostrar debilidad, no ahora, no cuando tenía que ser el símbolo de fuerza que todos esperaban.
Se acercó lentamente a la mesa, y a cada paso sentía el peso de la responsabilidad aplastarle los hombros. Las miradas de los soldados se volvieron aún más penetrantes, siguiendo cada uno de sus movimientos. Cuando alcanzó la mesa, tomó uno de los cuchillos con delicadeza. El acero era frío y cortante al tacto, y su hoja brillaba bajo la luz del sol como un espejismo. Por un instante, el mundo pareció detenerse, como si todo lo que estaba por suceder dependiera de ese único momento.
Iván respiró hondo y alzó la mirada hacia la multitud. Vio entre ellos a Ulfric, el gigante de cabello rojo que lo observaba con seriedad. Había algo reconfortante en su presencia, como la de un viejo roble que se mantiene firme en medio de una tormenta. Ulfric asintió con un gesto lento, ofreciéndole un apoyo silencioso. Iván sintió que la tensión en sus hombros disminuía, solo un poco, y se permitió un instante de calma antes de seguir adelante.
Activó el hechizo para amplificar su voz, haciendo que esta resonara en cada rincón del patio, profunda y clara, como el tañido de una campana. Sabía que tenía que mostrarse firme, pero también respetuoso. No era solo un acto, era una promesa a sus hombres y a sus dioses.
—Yo, Iván Erenford de la dinastía Erelith, de la línea de sangre principal de los Erelith, heredero de la casa Erenford y del ducado de Zusian, descendiente de reyes y grandes duques que han pasado a la historia y a las leyendas, hijo del gran duque Kenneth Erenford, anterior duque y mi padre, "El Lobo Sangriento", quien dio su vida para defender nuestro ducado, y de la duquesa Alba Lindmier, quien hasta el momento ha levantado este ducado —dijo Iván, y sus palabras resonaron como un trueno, fuertes y ceremoniosas—. Yo suplico que los dioses me escuchen.
Con esas palabras, Iván tomó el cuchillo y lo acercó a su propia palma. Sin dudar, cortó ligeramente su piel y dejó que gotas de sangre corriera por la hoja. Luego, con esa misma sangre, se trazó en el rostro antiguos símbolos que había aprendido de los libros religiosos: espirales y líneas que representaban protección, fuerza y sacrificio. El frío del acero fue reemplazado por el calor de su propia sangre que marcaba su piel, un recordatorio de que el sacrificio no solo era del enemigo, sino también de sí mismo.
—Suplico que Kradun, dios de la guerra y del acero, nos dé la fuerza de sus martillos.
Que Aegri, diosa de la tierra y la fertilidad, nos brinde valor para resistir las pruebas.
Y que Thalys, señor de la sombra y el viento, nos dé la astucia para superar a nuestros enemigos.
Que sus bendiciones caigan sobre nosotros y guíen nuestras espadas, que su poder nos rodee y proteja —prosiguió Iván, levantando las manos con los símbolos aún frescos en su piel.
Sus ojos se posaron nuevamente en el prisionero. Xeren, inmovilizado y mudo por el miedo, seguía forcejeando, pero la resistencia era inútil. Iván tomó dos cuchillos, uno en cada mano, y se acercó al hombre. Sintió que sus manos temblaban ligeramente, pero cerró los ojos por un segundo y respiró hondo, encontrando la calma dentro de sí mismo. Entonces, con un movimiento rápido, clavó ambos cuchillos en el cuerpo del prisionero, en los hombros, creando un arco perfecto de sangre que salpicó la mesa y el suelo.
—Con este sacrificio, un enemigo de estas tierras, ofrezco la sangre del adversario, la primera sangre de esta campaña. Suplico a Kradun, señor del acero y la guerra, a Aegri, diosa de la tierra fértil y la resistencia, y a Thalys, guardián de la sombra y el viento, que nos otorguen su fuerza, su valor y su astucia para vencer en la guerra que se avecina. Que el enemigo caiga ante nosotros como árboles ante el hacha, y que sus almas sean arrastradas hacia el juicio eterno. Que nuestras armas jamás pierdan su filo, que los escudos de nuestros enemigos se quiebren como la arcilla bajo el martillo, que nuestras flechas sean guiadas por el viento certero, y que los caballos galopen sin descanso, incansables como las llamas del infierno, para llevarnos a la victoria.
El rostro de Iván era una máscara de seriedad, pero sus ojos reflejaban algo más profundo, una mezcla de determinación, frialdad y aceptación del peso de la tradición que había elegido llevar. La ceremonia, antigua y sangrienta, exigía más que un simple acto simbólico; era un juramento sellado con la sangre del enemigo. Mientras la mirada de Iván se clavaba en el cuerpo del prisionero, la sangre goteaba lentamente de los cuchillos, cayendo en el suelo de piedra y dibujando manchas oscuras que se extendían como raíces perversas.
Por un instante, nadie se movió. Todo el patio permaneció en un silencio sepulcral, como si incluso el viento hubiera decidido detenerse para observar. Con una frialdad calculada, Iván soltó los cuchillos que había clavado en el cuerpo del hombre, dejándolos ahí como si fueran las patas de un animal muerto, sujetándolo en su lugar. Luego, con un movimiento lento y deliberado, colocó ambas manos en los cortes abiertos de la espalda del prisionero. Respiró hondo, sintiendo el hedor metálico de la sangre mezclado con el aire frío de la mañana, y comenzó a tirar con fuerza.
La piel se desgarró bajo la presión de sus dedos, y un chorro caliente de sangre salpicó el rostro y el pecho de Iván. Casi se tambaleó ante la brutalidad del acto, y por un momento sintió que el mundo giraba a su alrededor, como si la propia tierra quisiera tragárselo, pero se obligó a ignorar el mareo. Se mantuvo firme, apretando los dientes hasta que sintió el sabor metálico de su propia sangre en la boca. Los músculos de sus brazos se tensaron, y con un esfuerzo casi sobrehumano, abrió la carne, creando un arco grotesco que dejaba al descubierto los huesos y órganos. La sangre brotaba con fuerza, como si la misma vida del hombre quisiera escapar antes de que se completara el rito.
Iván apenas escuchaba los jadeos desesperados del prisionero, ya que su propia respiración rugía en sus oídos, resonando como el redoble de tambores de guerra. Con las manos manchadas, tomó los ganchos y los clavó en las partes de la espalda que había roto, estirando la piel hacia atrás para que el cuerpo se mantuviera erguido y firme, como si fuera una grotesca bandera que ondeaba en la brisa matutina. La imagen era horrenda, pero necesaria; los dioses antiguos exigían sangre y dolor, y él se los daría.
—Le pido a todos los dioses de nuestro panteón que nos den su fuerza, no solo a Kradun, Aegri y Thalys, sino también a Zorvyn, maestro de la tormenta, a Vaelith, la reina de las llamas eternas, a Oras, el guardián de los océanos oscuros, a Tenira, madre de la caza, a Yorth, el sabio de la noche infinita, a Halthor, el juez de las almas, y a Belsara, la tejedora de destinos. No pido solo valor, astucia o fuerza; pido la ira de los dioses, la furia desatada que convierte a los hombres en bestias. Que su sed de sangre se convierta en la nuestra, y que nos volvamos sus avatares en esta tierra.
Iván levantó las manos ensangrentadas hacia el cielo, sus dedos goteando la vida del prisionero como si fueran ramas cargadas de rocío rojo. La piel y la carne colgaban de los ganchos, mientras el hombre en la mesa emitía apenas un débil gemido. Iván no lo miraba, sus ojos estaban fijos en el cielo que comenzaba a clarear, pero sus palabras resonaban con una fuerza implacable.
—Que nuestros enemigos nos recuerden como las pesadillas que los perseguirán incluso después de la muerte. Y si no sobrevivimos, que al menos tengamos la fuerza para llevarnos a un mar de ellos y bañarnos en su sangre. No pido honor ni piedad. Pido sangre y muerte, un río que corra rojo y denso hasta cubrir esta tierra que defendemos. Sea cual sea el sacrificio que se me exija, incluso mi vida, la daré por la victoria. —Iván respiró hondo, sintiendo el sabor del hierro en el aire, y con un movimiento decidido, hundió el puño en la carne abierta del prisionero.
El sonido fue húmedo y asqueroso, un ruido de carne y huesos que se quebraban. Con un jalón firme y certero, Iván sacó el corazón del hombre. Todavía palpitaba, caliente y húmedo en su mano, un latido débil que se extinguía lentamente. Lo levantó para que todos lo vieran, y la sangre comenzó a correr por su brazo, manchando las mangas de su ropa hasta los codos. La expresión de Iván seguía siendo imperturbable, pero en sus ojos había una intensidad feroz, una llama que ardía con la promesa de destrucción.
—Que este sacrificio sea el comienzo de un mar de sangre, porque solo hay dos caminos: la victoria o la muerte, y la muerte no es para nosotros.
El sol comenzaba a elevarse en el horizonte, sus primeros rayos bañando el patio en una luz cálida y dorada, como si los cielos mismos dieran su bendición al sacrificio que se acababa de realizar. Al mismo tiempo, los tambores empezaron a sonar, fuertes e imponentes, como el retumbar de un trueno que anuncia una tormenta. Los soldados comenzaron a golpear sus pechos, a golpear sus escudos y a gruñir, un sonido bajo y gutural que crecía en intensidad, transformándose en un rugido inhumano y salvaje.
Iván, con el corazón todavía en la mano, alzó el puño ensangrentado al cielo y lo aplastó, dejando que la sangre chorreara entre sus dedos y cayera al suelo. Fue en ese momento cuando el grito de los soldados se desató, llenando el aire con un rugido de rabia y ansia de sangre. Los ojos de los presentes estaban inyectados de fervor y furia, como si la misma sed de los dioses hubiera entrado en ellos.
—¿¡Me entendieron!? —rugió Iván, su voz cortando el aire como un látigo—. ¡Es morir o ganar! ¡Pelear hasta morir o pelear para ganar! ¡Quiero que sus espadas nunca descansen, que sus corazones latan con la misma furia que este! —levantó la mano con la sangre aún caliente escurriendo—. ¡Bañemos estas tierras en la sangre de nuestros enemigos, y que sus vísceras sean nuestro estandarte! ¡No pido prisioneros, no pido piedad! ¡Quiero verlos caer, quiero ver sus cuerpos destrozados bajo nuestras botas!
Los tambores golpearon más rápido, como el latido acelerado de un corazón, y los soldados gritaron en respuesta, un grito que resonó por todo el patio, subiendo hasta perderse en las montañas. Iván sentía la euforia y el poder recorrerlo como una corriente eléctrica. Sabía que había encendido la chispa, y que ahora el fuego de la guerra consumiría todo a su paso.