Chapter 41 - XLI

Darian caminaba con pasos pesados y los ojos llenos de furia contenida, y con el alma aplastada por el peso de la derrota, cada paso un recordatorio de la amarga derrota que había sufrido. Sentía cómo la ira se agitaba dentro de él como un fuego que no podía apagar. Su frustración no tenía límites; no era simplemente una derrota más, era un golpe directo a su orgullo, a su reputación que había forjado con sangre y acero durante más de sesenta y cinco victorias. Pero ahora, todo ese esfuerzo, todos esos triunfos se veían manchados por la incompetencia de aquellos con los que había sido obligado a aliarse. Su odio por Elveric Malkor crecía con cada paso.

Jamás en su vida había sentido una impotencia tan amarga. Su rabia, tan profunda como las heridas en su orgullo, hervía dentro de él, dirigida a todos, pero sobre todo a sí mismo. Ese maldito duque de Zanzíbar, Eberhard Maenon, lo había puesto en esta situación, relegándolo a un puesto secundario como vicegeneral bajo las órdenes de un necio y arrogante gorila como Elveric Malkor. Un hijo de puta sin cerebro, sin visión, que lo llevó directo a la boca del lobo.

Aun así, ¿Cómo habían podido perder con el doble de números y una calidad de tropas similares? Darian sabía la respuesta: incompetencia. Elveric Malkor, con su desprecio por la táctica y su confianza ciega en su fuerza bruta, había arruinado todo. Darian maldijo a ese idiota, a sus estrategas ineptos, y sobre todo al duque Eberhard de Zanzíbar, cuya codicia y arrogancia habían puesto al mando a un completo inútil. Si Darian hubiera dirigido las fuerzas combinadas de Stirba y Zanzíbar, el resultado habría sido muy distinto. Sabía que habría aplastara a Lucan y sus tropas abriendo el camino para que el ejército combinada empezara la invasion a Zusian. Pero no, había tenido que obedecer, obligado a permanecer a la sombra de otro, y ahora marchaba cabizbajo junto a los miserables restos de lo que alguna vez fue un imponente ejército.

Sentir el amargo sabor de la derrota era algo que Darian apenas había experimentado en dos ocasiones brevísimas a lo largo de su carrera. Lo había odiado tanto que había jurado no volver a saborearlo nunca más. Y lo había logrado. Setenta y cinco batallas, dos guerras... siempre victorioso, hasta ahora. Pero tenía que aparecer "El Oso Blanco", Lucan Frostblade, esa puta reliquia del pasado, lo había vencido. Él, Darian Khoras "El Carroñero", segundo general de Stirba, invicto en dos guerras, y setenta y cinco batallas, ahora por la culpa de ese anciano y de gente incompetente sumaba tres derrotas en su carrera. Era algo inaceptable, impensable. La sensación de fracaso era como un veneno en su boca, un sabor amargo que lo atormentaba. La imagen de Lucan, con su martillo ensangrentado y su figura imponente, se repetía en su mente una y otra vez. Cada vez que cerraba los ojos, podía ver la muerte de Malkor, el crujido de huesos y la cabeza de Malkor siendo aplastada bajo el peso de ese arma devastadora.

Darian levantó la mirada, forzando a su mente a salir de ese ciclo de autodesprecio. Delante de él, los restos de lo que alguna vez fue un glorioso ejército avanzaban pesadamente por los estrechos y traicioneros pasos de las montañas de Khorathor. Los hombres, agotados y con las miradas vacías, apenas podían sostener sus armas. Las armaduras, sucias de barro y sangre seca, pesaban más que nunca sobre sus cuerpos destrozados. Menos de 600 mil hombres quedaban, la mayoría de Stirba. Los estandartes de Zanzíbar casi habían desaparecido por completo, arrasados por la derrota, al igual que la moral de sus soldados.

Las montañas parecían cerrarse sobre ellos, sus picos afilados rasgando el cielo como las garras de un depredador al acecho. Ciertamente era el camino más corto, pero también el más peligroso. Un laberinto de senderos rocosos que serpenteaban entre acantilados y gargantas profundas, donde un solo error significaba la muerte. Sin embargo, había sido el único camino disponible para huir rápido, y Darian se lo había jugado todo para abrirse paso por esas tierras hostiles. No solo había perdido a sus hombres, sino también el orgullo que lo había mantenido firme durante años. Ahora, mientras descendía por los senderos menos estrechos, finalmente, después de lo que pareció una eternidad, emergieron de los pasos montañosos, saliendo a un terreno más abierto. Ante ellos, al pie de las montañas, se encontraba el campamento del ejército combinado de Stirba y Zanzíbar. Más de 50 millones de soldados estaban apostados allí, una fuerza imponente que esperaba las órdenes para avanzar hacia Zusian. Pero para Darian, esa visión no inspiraba esperanza, sino una profunda desesperación.

El campamento de los ejércitos de Stirba y Zanzíba se extendía en todas direcciones como un enjambre de hormigas en un hervidero de actividad. Las tiendas de campaña se extendían en todas direcciones, cubriendo las colinas y los valles cercanos. Las insignias de ambos ducados ondeaban al viento: el León Coronado de Stirba, negro sobre un campo rojo sangre, y el Sol Áureo de Zanzíbar, un disco dorado sobre un campo naranja, reflejando la luz del sol que ya comenzaba a ocultarse tras las montañas.

El campamento en sí era una ciudad de caos organizado. Tiendas de campaña de todos los tamaños estaban esparcidas por el terreno irregular. Las tiendas de los oficiales y los comandantes, más grandes y adornadas con ricos tapices y estandartes, se alzaban como pequeñas fortalezas en el corazón del campamento, aquellas eran las tiendas donde se tomaban las decisiones más importantes, donde los generales discutían estrategias y planificaban las batallas. Pero en este momento, ese lugar solo representaba para Darian un tribunal, un lugar donde se decidiría su destino. Mientras que las tiendas de los soldados comunes eran mucho más simples, hechas de lona gruesa y desgastada. Entre ellas, las hogueras crepitaban con furia, alimentadas por troncos secos que chisporroteaban a lo largo del campamento, proyectando sombras irregulares que parecían bailar como espectros sobre las tiendas de campaña. Las tropas, que parecían hormiguear por el vasto terreno, trabajaban en sus quehaceres cotidianos: algunos reparaban armas, otros curaban a los heridos o intentaban encontrar un momento de descanso después de largas marchas. El aire estaba impregnado del hedor de la derrota, hedor del sudor, la sangre seca y la carne podrida.

Las carpas médicas estaban abarrotadas, los heridos gemían en camillas improvisadas mientras los curanderos y médicos ya abrumados por la cantidad de cuerpos, luchaban por mantener vivos a quienes aún podían pelea, pero la mayoría de los heridos sabía que no saldrían con vida. Algunos gemían en agonía, otros simplemente yacían en silencio, esperando la muerte con los ojos cerrados.

Darian cruzó el campamento sin levantar la vista. No tenía fuerzas para enfrentar las miradas de los soldados, que sabían que él, uno de los generales más temidos y respetados de Stirba, había sido derrotado. Sabía que los rumores ya habían comenzado a correr como el viento entre las filas, y no había forma de detenerlos. Aunque su furia bullía en su interior, la fatiga lo aplastaba. Apenas sentía sus propias piernas, pero su orgullo lo empujaba hacia adelante, manteniéndolo erguido, aunque su alma estuviera rota.

Darian podía sentir el peso de su fracaso aplastándolo, como si cada paso lo acercara un poco más a su sentencia. Aunque Maximiliano, el duque de Stirba, no estaba presente, Eberhard Maenon, el incompetente duque de Zanzíbar, ostentaba el título de comandante supremo. Una decisión que Darian no podía cuestionar, pues había sido Maximiliano quien lo había colocado en esa posición. Y ahora, después de esta debacle, tendría que enfrentarse a las consecuencias de esa decisión.

Finalmente, llegó al cuartel general que se alzaba imponente en el centro del campamento, una gran tienda decorada con estandartes de ambos ducados una tienda enorme situada en el centro del campamento, rodeada por guardias con armaduras doradas, los hombres de aspecto severo y de confianza del duque Eberhard Maenon. El estandarte de Zanzíbar colgaba pesadamente a la entrada, iluminado por las antorchas que flanqueaban la tienda. Darian se detuvo por un momento, cerrando los ojos y respirando hondo. Sentía cómo su rabia crecía nuevamente al pensar en lo que le esperaba dentro. No tenía ninguna ilusión. Eberhard no era su señor, pero por orden de su propio duque, Maximiliano de Stirba, estaba obligado a obedecer al comandante supremo de la campaña. El duque de Zanzíbar sería quien dictara su destino, y Darian sabía que, aunque era uno de los generales más valiosos, una derrota como esta no pasaría sin castigo.No le temía a la muerte, pero la idea de perder su cabeza por la incompetencia de otros lo enfurecía más que cualquier otra cosa.

Darian Khoras cruzó el umbral de la tienda de mando, su rostro rígido, pero sus ojos ardiendo con una furia apenas contenida. La cabeza baja denotaba agotamiento, sí, pero la chispa inquebrantable que brillaba en su mirada dejaba en claro que no había sido quebrado. Al entrar, lo recibió el calor sofocante del lugar, cargado de tensión, un espacio que, aunque vasto, parecía ahogarlo con el peso de las expectativas y juicios que caían sobre él.

El interior de la tienda estaba tenuemente iluminado por una lámpara de aceite, cuyo parpadeo proyectaba sombras danzantes sobre los rostros de los oficiales presentes. El aire olía a cuero, sudor y cera quemada, y los murmullos entre los oficiales cesaron al instante en que Darian cruzó la entrada. Todos se volvieron hacia él, como depredadores observando a una presa debilitada. Los rostros severos y curtidos de los generales se veían grabados por años de guerras y política sucia, pero Darian no mostró ningún signo de flaqueza.

Al fondo de la tienda, sentado en un trono improvisado hecho de gruesos cojines y telas ricamente decoradas, estaba Eberhard Maenon, Duque de Zanzíbar. Un hombre cuya sola presencia imponía respeto, al menos para aquellos que no lo conocían bien. Aunque de avanzada edad, la estampa de Eberhard daba la impresión de alguien que aún tenía poder, o que al menos se esforzaba por proyectarlo. Su cabello largo y gris estaba recogido en una trenza sencilla que caía sobre su espalda, y su barba recortada y su bigote perfectamente cuidados le daban un aire de nobleza estudiada, casi artificiosa. Las profundas arrugas que surcaban su rostro contaban historias de años de liderazgo, pero Darian sabía que esas arrugas no habían sido ganadas en la batalla, sino en los lujosos pasillos de los palacios de Zanzíbar. Los ojos de Eberhard, penetrantes y aparentemente serenos, parecían evaluar todo lo que lo rodeaba con frialdad, pero Darian sabía que detrás de esa mirada no había ni la mitad de la agudeza que otros podían ver. 

Eberhard solo estaba en esa posición por su ejército, su vasta riqueza y, sobre todo, porque una de sus hijas estaba casada con Maximiliano, el duque de Stirba. El título de "Comandante Supremo" que ostentaba era una burla a la verdadera estrategia y al arte de la guerra, algo que Darian conocía demasiado bien.

El rostro de Eberhard era una máscara de desprecio mientras observaba a Darian. Era una expresión que el general ya había visto antes, una mirada que sugería que el anciano estaba buscando alguien a quien culpar, un chivo expiatorio que pagara por su propia incompetencia. Alrededor del trono se encontraban ocho generales de Zanzíbar, hombres que habían escalado las filas más por sus lazos familiares que por su destreza en el campo de batalla.

El primero de ellos era General Ravion, un hombre delgado con ojos agudos como un halcón, pero cuya cobardía en batalla era conocida por todos. A su lado estaba Garith Morn, un coloso de músculos, que había ganado su puesto no por su inteligencia, sino por su brutalidad, conocido por disfrutar la carnicería más que la táctica. Karan Baltros, un estratega mediocre pero experto en intrigas palaciegas, sostenía un cáliz con vino mientras observaba la escena con una sonrisa burlona. La presencia del General Faron Kael, un hombre de expresión severa, contrastaba con la de sus compañeros; aunque respetado, siempre había sido más político que guerrero. Luego estaba Alric Fen, un joven general que apenas había participado en batallas importantes, pero que por sus lazos familiares estaba aquí, observando con ojos inexpertos pero llenos de ambición. Del otro lado se encontraba Halvard Wyn, el ex conde de Acilan, caído en desgracia tras su derrota en la guerra de coalición y que había recuperado su estatus a base de favores sucios, y junto a él, Dravok Sarn, el más sanguinario de todos, con cicatrices que cruzaban su rostro como mapas de violencia descontrolada. Por último, Joran Vex, el único que parecía mantener la compostura, se encontraba con las manos cruzadas, observando a Darian con cierta empatía oculta tras una mirada calculadora.

Los generales de Stirba, por otro lado, eran seis. El primero de ellos, Mikal Von Hoss, un veterano cuyas hazañas en combate eran conocidas por todo el ejército, lo miraba con desconfianza, como si no pudiera decidir si condenarlo o apoyarlo. A su lado estaba Antorius Kray, un hombre grande y corpulento, conocido por su temperamento volátil y su lealtad inquebrantable a Maximiliano. Lena Varys, la única mujer entre los generales, lo miraba con los ojos entrecerrados, evaluando cada movimiento. Su reputación como estratega fría y calculadora la precedía, y aunque no mostraba abiertamente su apoyo a Darian, tampoco lo condenaba. El joven Severin Gael, lleno de nerviosismo, apenas podía mantener la compostura, mientras que Roderick Brann, un curtido veterano con una cicatriz que le cruzaba la cara, solo asentía lentamente, como si ya hubiera decidido el destino de Darian. Finalmente, Markus Derron, con su expresión impenetrable, permanecía en un silencio casi aterrador, como una sombra al acecho.

Eberhard finalmente habló, su voz fría como el acero desenvainado: —General Darian Khoras —sus palabras eran lentas, calculadas, llenas de veneno—. ¿Qué tienes que decir sobre este... fracaso?

Las palabras se clavaron en Darian como puñaladas, pero el general no se dejó amedrentar. Respiró profundamente, su pecho hinchándose, mientras sus manos se apretaban en puños. Sabía que su destino estaba en juego, que todo en este momento dependía de su respuesta. Sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que su honor fuera destruido sin luchar.

—¿Qué tengo que decir? —murmuró, levantando lentamente la mirada para encontrar los ojos de Eberhard. Su voz, baja al principio, se fue fortaleciendo—. Lo que tengo que decir, es que si me hubieran dado el mando, ahora mismo estaríamos entrando en el ducado de Zusian. Pero en lugar de eso, su general, ese incompetente, fue quien lideró... y fue él quien llevó a nuestras tropas a la muerte. Más de veinte millones de soldados de ambos ejércitos están muertos por su fracaso, y más morirán esta noche. Apenas seiscientos mil han sobrevivido, y muchos de ellos ya están más muertos que vivos.

El silencio cayó sobre la tienda como una pesada losa. Todos los ojos estaban fijos en Darian, algunos con asombro, otros con furia contenida, pero nadie interrumpió. Darian, con la mirada aún fija en el duque, continuó, su voz más firme, casi un gruñido:

—Lucan Frostblade, el Oso Blanco, lo mató. Mató a su general, y masacró a nuestras tropas. Esta derrota no es mía. No soy yo quien debe ser juzgado por esto.

La tensión en la tienda era palpable, como el aire denso antes de una tormenta, cargado de electricidad y peligro. Los murmullos comenzaron a resurgir entre los generales, algunos intercambiando miradas furtivas, mientras Eberhard permanecía inmóvil, su rostro una máscara de furia contenida

El rugido de Garith Morn resonó en el pequeño espacio, haciendo vibrar el suelo bajo los pies de los presentes. Su mandoble, una enorme hoja de acero, brilló bajo la luz temblorosa de la lámpara cuando lo desenvainó con un movimiento brusco. El general, un hombre gigantesco, con músculos abultados y una reputación por ser más bestia que estratega, se abalanzó hacia Darian con los ojos llenos de rabia.

—¡Recuerda tu lugar, Darian! —rugió Garith, sus labios retorcidos en una mueca de odio. La hoja de su arma reflejaba la furia de su dueño, cortando el aire con un silbido amenazante.

Pero Darian no era alguien que se intimidara fácilmente, y aunque no era un guerrero como Garith, su temple y fría determinación lo habían llevado a vencer en múltiples batallas. Sin inmutarse, Darian levantó la cabeza para mirar directamente a los ojos del coloso que se le acercaba, su voz era gélida, cortante, cada palabra estaba cargada de una fuerza que no requería de músculo, sino de una voluntad inquebrantable.

—Él no es mi duque —replicó Darian, con la calma de alguien que conoce su lugar en el campo de batalla—. Solo mantengo mi lengua en su lugar porque es el comandante en jefe de esta campaña, pero no confundas eso con respeto, Garith.

Garith gruñó como un animal herido, su furia desbordándose. Los músculos de su cuello y brazos se tensaron, y en un arranque de ira, se lanzó hacia Darian, mandoble en alto, dispuesto a cortar al general de Stirba en dos. Pero antes de que pudiera dar un solo paso más, Lena Varys, la única mujer entre los generales, movió su pierna con elegancia y precisión, colocando un pie frente a Garith. Con un gesto fluido, apenas perceptible, hizo que el coloso tropezara y cayera de bruces al suelo, su mandoble golpeando el suelo con un ruido sordo.

—Ya, ya —dijo Lena, su voz cargada de sarcasmo y cansancio mientras caminaba lentamente alrededor de la tienda exasperación mientras observaba a Garith desplomado en el suelo—. Si seguimos así, acabarán bajándose los pantalones para comparar sus miserables pollas. En lugar de eso, ¿por qué no empiezan a pensar en una estrategia para atravesar esos malditos caminos de Khorathor? —agregó, mientras se levantaba y caminaba lentamente alrededor de la tienda, sus pasos ligeros y llenos de autoridad, como un felino acechando.

El ambiente en la tienda se enfrió, pero la tensión seguía presente. Los ojos de los generales se clavaron en Lena, algunos con incomodidad, otros con una mezcla de respeto y sorpresa. Garith, aún en el suelo, gruñía mientras se levantaba, frotándose el trasero dolorido y tratando de recuperar lo que quedaba de su dignidad, pero sin atreverse a lanzar otro ataque.

Roderick Brann, hasta ese momento en silencio, observaba la escena desde un rincón de la tienda. Sacó lentamente su pipa, su rostro curtido y marcado por la batalla se mantuvo sereno mientras colocaba tabaco en ella. Prendió la pipa con calma, aspirando el humo y exhalándolo en una larga bocanada que se expandió por la tienda, el aroma denso llenando el aire.

—Contra Lucan... no —dijo finalmente Roderick, su voz ronca y grave, rompiendo el silencio con una autoridad que solo la experiencia podía conferir. El humo que salía de su boca parecía envolver sus palabras, como si estuviera recitando una profecía oscura—. Algunos de ustedes lo han olvidado, pero ese hombre es una bestia que acaba de regresar, es un oso que ha despertado de su hibernación, un demonio hecho carne. Lo sé por experiencia.

Roderick levantó la mano lentamente, tocando la cicatriz que le cruzaba el rostro, un recordatorio de su enfrentamiento con Lucan Frostblade, una cicatriz que había marcado su vida para siempre.

—Peleé contra él hace años, y nunca lo olvidaré —continuó Roderick, su tono grave haciéndose más oscuro—. Apenas duré diez minutos contra él en el campo de batalla. Diez… malditos minutos. —Su voz estaba teñida de amargura—. Solo sacrificando a toda mi guardia personal logré escapar con vida. Ese hombre... no pelea como ningún otro. Es implacable, brutal, una fuerza de la naturaleza.

El silencio que siguió fue aún más pesado que antes. Los ojos de los presentes estaban fijos en Roderick, algunos llenos de incredulidad, otros de un respeto silencioso. El miedo comenzaba a filtrarse en el ambiente, aunque ninguno lo admitiría.

Lena, aún caminando alrededor de la tienda, asintió lentamente, como si las palabras de Roderick confirmaran lo que ella ya sabía.

—Además —continuó Roderick, mientras tomaba otra calada de su pipa—, aunque lo superáramos cinco a uno, encontraría la manera de vencernos. Y ahora, con esas montañas frente a nosotros, lo único que nos espera es una carnicería. ¿Verdad, Halvard?

Halvard Wyn, quien había estado en silencio todo este tiempo, resopló y desvió la mirada, bebiendo de su copa de vino. Era evidente que no quería entrar en detalles, pero sabía que Roderick tenía razón. El Condado de Acilan, el cual Halvard había gobernado en el pasado, había sido uno de los territorios que Lucan Frostblade había destruido durante la contraofensiva de la fallida Guerra de Coalición.

—El es una bestia —dijo Roderick, su voz ahora grave y sombría—. Ha ganado cien guerras, peleado y ganado en más de ochocientas batallas, y ha matado a más de ochenta generales. Ha conquistado y arrasado territorios durante años. Destruyo a dos condados enteros por su ira. ¿Verdad, Halvard? El condado de Azilan y el condado de Rosian, ambos destruidos por él.

Halvard asintió lentamente, su mirada fija en el vino que sostenía en su mano. Bebió un largo trago antes de hablar, su copa temblando ligeramente en sus manos. No quería revivir esos recuerdos, pero no podía ignorar la verdad. Dos de los condados más poderosos, que habían contribuido con con un pequelo porcentaje de tropas en la Guerra de Coalición, habían sido borrados del mapa por Lucan Frostblade. Azilan y Rosian que aun mantenian un poventa porciento de sus entre 30 y 60 millones de soldados cada uno, y aun así, con menos de dos millones de hombres, Lucan los había destruido.

—Sí... —dijo Halvard, su voz baja, casi un gruñido—. El condado de Acilan, mi hogar... fue uno de los territorios que Lucan destruyó tras la contraofensiva en la fallida guerra de coalición. Lo vi con mis propios ojos. Mi ejército... mis amigos, todos cayeron ante su furia.

El silencio volvió a caer sobre la tienda, pesado como el plomo. Cada palabra de Roderick era como un recordatorio de lo que enfrentaban. Los generales se miraban entre sí, buscando alguna señal de esperanza, algún indicio de que podrían sobrevivir a lo que se avecinaba. Pero lo único que encontraron fue la certeza de que estaban ante un enemigo que no conocía la derrota, un monstruo de carne y hueso que devoraba ejércitos y destruía reinos con la misma facilidad con la que un hombre aplasta una mosca. La tienda quedó en silencio nuevamente, solo interrumpida por el suave crepitar de la pipa de Roderick. Las miradas de los generales se desviaban incómodas, sabiendo que, si bien podían criticar a Darian o a cualquier otro, la amenaza real estaba ahí fuera, acechando entre las montañas. Y el nombre de esa amenaza era Lucan Frostblade.

El silencio que siguió a las palabras de Roderick era sofocante, como si las mismas paredes de la tienda de campaña estuvieran absorbiendo el peso de la revelación. Cada uno de los presentes sabía, en lo más profundo de su ser, que la guerra contra Lucan Frostblade no sería una simple confrontación de acero y sangre; sería una lucha por la supervivencia. Las brasas de la conversación chisporroteaban aún en el aire cuando, inesperadamente, fue el propio duque de Zanzíbar, Eberhard Maenon, quien rompió el silencio. 

Eberhard, sentado en su trono improvisado, se inclinó hacia adelante. Su rostro, marcado por el peso de los años y la responsabilidad, mostraba una mezcla de cautela y reconocimiento. Las arrugas en su frente parecían profundas grietas, testimonio de las batallas y las decisiones difíciles que había tomado a lo largo de su vida. Respiró hondo antes de hablar, su voz, grave y áspera, llenó el espacio con una autoridad que no podía ser ignorada.

—Poniendo así las cosas —dijo con un tono reflexivo—, el rencor o las culpas deben quedar en segundo plano. No es momento de señalar quién cometió el error que nos llevó a esta situación —hizo una pausa, mirando a los ojos de cada general, uno por uno, como si midiera sus espíritus—. Generales, necesito que planifiquen una contraofensiva para entrar a esos pasos.

Hubo un murmullo inquieto entre los oficiales. La mención de los pasos montañosos de Khorathor evocaba imágenes de escarpadas sendas y estrechos desfiladeros donde cada roca podía ocultar un enemigo, donde las montañas mismas parecían estar en contra de quien intentara cruzarlas. Pero la verdadera preocupación no era el terreno, sino el hombre que los esperaba al otro lado.

Eberhard se inclinó aún más, su voz se tornó más baja, más íntima, como si compartiera un secreto oscuro y antiguo.

—Recuerdo a Lucan —continuó—. Lo vi en la guerra de coalición. Fue él quien retrasó al ejército combinado con solo diez legiones de hierro. Diez legiones... —repetía casi en un susurro, como si la cifra fuera una maldición—. Incluso en campo abierto, lo vi enfrentarse a números que lo superaban veinte a uno y aun así... triunfó. Los generales que lo enfrentaron cayeron, uno tras otro. Tres de ellos, veteranos consumados, derrotados por su mano. Y aún después, cuando el cuarto y el quinto ejército llegaron para reforzar, Lucan les causó bajas tan devastadoras que nunca volvieron a ser los mismos.

El aire dentro de la tienda se espesó aún más con cada palabra. Eberhard había estado allí, lo había presenciado, y en sus ojos se podía ver el terror que aquel recuerdo aún le producía. Los generales presentes intercambiaron miradas, algunos con incredulidad, otros con temor mal disimulado. Nadie lo decía en voz alta, pero era evidente que la idea de enfrentarse a Lucan en un terreno que él dominaba completamente les helaba la sangre.

Garith Morn, aún recuperándose de su humillación anterior, golpeó la mesa con su puño, rompiendo el silencio nuevamente.

—Entonces, ¿qué propones, Eberhard? —gruñó, sus ojos chispeando de frustración—. ¡Ese hombre no es invencible! Si ha sangrado antes, volverá a sangrar.

Lena soltó una risa seca y cortante.

—Lucan no es solo un hombre, Garith —respondió, sus ojos clavados en el mapa desplegado sobre la mesa—. Es una fuerza de la naturaleza. Si subestimamos eso, terminaremos igual que esos tres generales que mencionó el duque.

Garith gruñó, pero no replicó. Sabía que las palabras de Lena eran verdad. Darian, hasta ahora en silencio tras el altercado inicial, se aclaró la garganta y se inclinó hacia adelante.

—Necesitamos algo más que números o fuerza bruta para atravesar esos pasos —dijo Darian con tono calculador, sus ojos afilados mientras analizaba el mapa frente a él—. Si enfrentamos a Lucan en una batalla frontal, será un suicidio. Necesitamos estrategias no convencionales, tácticas que él no espere. Debemos usar el terreno en nuestra contra, sí, pero también en el suyo. Si Lucan es un oso despertado, entonces debemos hacer que ese oso nos persiga hacia una trampa.

Eberhard lo miró con interés, sus ojos evaluando las palabras de Darian. Aunque no había respeto entre ambos, en ese momento, la rivalidad y los odios quedaban de lado por una necesidad mayor.

—¿Qué sugieres? —preguntó el duque, cruzando los brazos.

Darian respiró hondo antes de continuar, sus pensamientos ya hilando una estrategia.

—Lucan confía en el terreno, y su ejército, aunque formidable, es pequeño en comparación con el nuestro. Si intentamos avanzar directamente por los pasos, será una masacre, como ya lo hemos dicho. Pero si dividimos nuestras fuerzas, y comenzamos pequeñas incursiones en diferentes puntos, haremos que disperse sus tropas para defender múltiples frentes. Con eso, podremos encontrar su punto débil y abrir una brecha.

—Eso suena... arriesgado —murmuró Halvard Wyn, con el ceño fruncido mientras miraba el mapa.

—Es arriesgado —admitió Darian—, pero quedarse aquí, sin hacer nada, lo es aún más. Cada día que pasamos inactivos, Lucan fortalece su posición. Debemos actuar ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Roderick, con la pipa aún entre los dientes, asintió lentamente desde su rincón. 

—Darian tiene razón —dijo, exhalando una bocanada de humo—. Si vamos a enfrentarnos a Lucan, no podemos darle la batalla que espera. Debemos forzarlo a cometer errores, obligarlo a abandonar la seguridad del terreno que conoce. Si hacemos que piense que nos tiene, y luego lo sorprendemos, podremos romperlo. Pero hay que estar dispuestos a sacrificar... mucho.

El silencio volvió a caer en la tienda mientras todos procesaban lo que significaba. Cualquier movimiento contra Lucan implicaría pérdidas, quizás más de las que estaban dispuestos a aceptar. Pero en ese momento, no había otra opción.

Finalmente, Eberhard asintió lentamente, su mirada fija en Darian.

—Haz los preparativos —dijo con voz firme—. Tenemos poco tiempo.

Darian se inclinó en señal de asentimiento y salió de la tienda, su mente ya trabajando frenéticamente en la estrategia que debía llevar a cabo. Afuera, las primeras estrellas comenzaban a asomarse en el cielo oscuro, como si presagiaran el baño de sangre que se avecinaba.