Muerte. Eso era todo lo que Lucan conocía en aquel momento. Las últimas dos hora había sido un frenesí de sangre y caos, donde su mundo entero se había reducido a golpes, gritos y el sonido del acero perforando carne. La caballería pesada enemiga lo había estado cazando implacablemente, pero él no sentía miedo. La furia lo consumía por completo, alimentando sus movimientos, dando fuerza a cada golpe que lanzaba con su martillo de guerra y su hacha de petos. No eran solo herramientas de muerte; eran extensiones de su ira, instrumentos con los que destrozaba a cualquiera que se atreviera a acercarse.
Alrededor de él, el mundo era un infierno. El cielo ennegrecido por el humo, el aire impregnado de la inconfundible fetidez de la sangre, el hierro, y la podredumbre de cuerpos desmembrados que se descomponían bajo el calor del día. El hedor de vísceras expuestas, mezclado con el sudor y la adrenalina de los guerreros, saturaba el ambiente, haciéndolo casi irrespirable. Su armadura, antaño negra y decorada con los diamantes que formaban el emblema del oso blanco, era ahora un desastre ensangrentado. Las placas de metal estaban cubiertas de sangre que goteaba sin descanso, formando un charco rojizo sobre las patas de su corcel, Tempestad. La barda del caballo estaba igualmente destrozada, desgarrada por armas enemigas, empapada en el mismo líquido vital que manchaba la tierra.
Cada movimiento que hacía Lucan provocaba un chirrido metálico, las placas de su armadura pegajosas por la sangre y los fragmentos de carne que se habían incrustado en ellas. El peso de su armadura era insignificante en comparación con el peso de la brutalidad que desataba. No sentía la fatiga, solo la furia que lo impulsaba a seguir adelante, a destrozar a todo aquel que se interpusiera en su camino. La tierra bajo sus pies era un lodazal de barro y sangre, tan espeso que los caballos patinaban y los hombres caían en él, incapaces de levantarse de nuevo.
A su lado, Ottokar avanzaba implacable, una verdadera fuerza de la naturaleza. Su maza, una enorme masa de metal oscuro, se balanceaba con una violencia que parecía sacada de las profundidades del infierno. Con cada golpe, aplastaba cráneos y destrozaba cascos, enviando pedazos de armaduras y huesos a volar por el aire. Los cuerpos de los jinetes enemigos salían disparados de sus monturas, desmembrados, con los gritos de agonía sofocados rápidamente por el sonido de los huesos rompiéndose. Uno tras otro, caían bajo su furia, y Lucan solo podía escuchar el ensordecedor ruido de la batalla, un eco interminable de muerte y destrucción.
A su derecha, uno de los Osos Blancos, empuñando su gigantesca hacha de petos con ambas manos, destrozaba a los jinetes enemigos sin piedad. El filo de su hacha brillaba con sangre fresca mientras cortaba a través de la carne y el acero, partiendo cabezas y arrojando sesos y fragmentos de hueso en todas direcciones. Los yelmos de los enemigos desaparecían bajo sus golpes, dejando solo masas informes de carne y huesos triturados. En un solo movimiento, decapitó a un jinete, su cabeza volando por el aire antes de aterrizar pesadamente en el barro ensangrentado. Lucan observaba todo con una frialdad casi mecánica, sabiendo que este era su destino, su propósito: ser un dios de la guerra en medio de la carnicería.
El caos era total. Lucan avanzaba con pasos seguros, su martillo ascendía y caía con una precisión mortal. Cada golpe que lanzaba impactaba con la fuerza de un trueno, destrozando a los enemigos como si fueran muñecos de trapo. Golpeó a un jinete en el pecho con tal fuerza que su armadura de placas se dobló hacia adentro, aplastando sus costillas y órganos. El hombre cayó de su caballo, convulsionando y escupiendo sangre, sus ojos llenos de terror mientras la vida se desvanecía de ellos. A su alrededor, el caballo del muerto, sin jinete, corrió despavorido, pisoteando los cuerpos caídos y arrastrando el pánico entre las filas enemigas.
Lucan desvió un golpe con su hacha justo a tiempo, la hoja de una lanza enemiga había apuntado directo a su cabeza. No perdió ni un segundo. Con un movimiento brutal, alzó su martillo y lo descargó con furia, aplastando el cráneo del jinete que había osado atacarlo. El sonido fue grotesco, el cráneo explotando bajo la fuerza del impacto, esparciendo fragmentos de hueso, cerebro y sangre por todas partes. Los ojos vacíos del hombre cayeron al suelo junto con los restos de su cuerpo inerte.
Los Osos Blancos, que lo rodeaban, seguían desatando una carnicería inimaginable. Cada uno era una máquina de matar, un tornado de acero y furia. Uno de ellos hundió su hacha en el abdomen de un enemigo, desgarrando su vientre con un movimiento despiadado. Las entrañas del hombre se derramaron sobre el suelo en un torrente viscoso, mientras él caía al suelo, asfixiándose en su propia sangre. Lucan no tenía tiempo para la piedad, ni para pensar en la humanidad de sus acciones. Aquí, en este campo, solo existía la muerte, y él era su ejecutor.
El combate seguía, cada segundo más violento, más despiadado. Las estrategias trazadas en la mente de Lucan cobraban vida en medio de la destrucción. Los flancos de su ejército comenzaban a cerrarse alrededor del enemigo, la caballería ligera acosando sin cesar las líneas enemigas. Desde los costados, las tropas de infantería media y ligera avanzaban con velocidad, cortando las rutas de escape, presionando cada vez más a los enemigos hacia el centro, donde la lucha cuerpo a cuerpo era más intensa y sangrienta. El enemigo, atrapado en un cerco mortal, luchaba desesperadamente, pero cada vez quedaban menos opciones para escapar del baño de sangre que se avecinaba.
El estandarte de Stirba ondeaba aún en la distancia, pero Lucan sabía que sus líderes habían cometido un grave error al cargar de manera tan directa y sin flexibilidad. Los generales enemigos, cegados por su ansia de destruirlo, habían caído en la trampa. La caballería pesada, aquella gran fuerza que los enemigos habían lanzado como un martillo contra el centro de Lucan, ahora se encontraba acorralada. Los jinetes, desconcertados por la rapidez con la que el centro de Lucan había absorbido el impacto, comenzaron a retroceder, pero ya era demasiado tarde. Los Osos Blancos y los jinetes pesados de élite se abalanzaban sobre ellos como lobos hambrientos, destrozando todo a su paso.
El campo de batalla se volvía cada vez más estrecho, las opciones de los enemigos se agotaban, y lo que antes era una lucha desesperada se convertía en una masacre. Lucan avanzaba sin detenerse, aplastando a todo lo que se interponía en su camino. Sentía el crujido de los huesos bajo su montura, el chapoteo de la sangre que empapaba el suelo, el rugido de la muerte que se extendía por todo el campo.
La batalla era un caos infernal. No había orden, no había razón, solo el frenético choque de cuerpos y acero, gritos de agonía y el incesante tamborileo de la muerte. Los flancos del ejército enemigo, inicialmente fortificados por su caballería media y ligera, ahora comenzaban a colapsar bajo el asalto implacable de las fuerzas de Lucan. Los soldados enemigos caían por millares, empalados, aplastados, despedazados. Cada movimiento de sus tropas avanzaba como un río sangriento que arrastraba todo a su paso, abriendo un camino de cadáveres que permitía a la infantería pesada y media seguir empujando, creando una brecha en las defensas enemigas.
El aire estaba cargado de muerte. Cada respiración que Lucan tomaba era como inhalar el hedor de la putrefacción. La sangre cubría todo; salpicaba su yelmo, empapaba su armadura y se acumulaba en charcos en el suelo, mezclándose con el barro. El cielo, oscurecido por las nubes de polvo y humo, era un escenario de destrucción, atravesado por una tormenta de flechas y saetas que llovían desde ambos bandos. Los proyectiles caían sin misericordia, golpeando con fuerza mortal las armaduras. Algunas flechas rebotaban inútilmente en las placas, pero otras encontraban su marca en los puntos débiles, perforando ojos, gargantas y articulaciones.
Lucan vio cómo una flecha enemiga atravesaba el casco de uno de sus jinetes. El proyectil penetró el ojo del hombre, quien apenas tuvo tiempo de soltar un grito ahogado antes de desplomarse de su montura, inerte. El caballo seguía avanzando ciegamente, arrastrando el cadáver colgante entre los cuerpos que se amontonaban. Pero Lucan no se detenía. No había tiempo para lamentar a los caídos, ni para dar nuevas órdenes. Su ejército estaba luchando como un solo organismo, un cuerpo que había sido entrenado para matar sin descanso, para destrozar al enemigo sin piedad.
Las tácticas ya habían sido decididas, y ahora dependía de sus comandantes ejecutar el plan en medio del caos. Sus ojos seguían cada movimiento en el campo de batalla, su mente trabajaba rápidamente, sopesando cada acción, cada riesgo. Sabía que si perdían el impulso, estarían condenados. Los enemigos, aunque desorganizados en algunos puntos, tenían la ventaja numérica. Lucan lo sabía, pero también sabía que esa misma superioridad numérica les estaba jugando en contra, muchos de los soldados empezaban a chocar entre ellos haciendo que las armas chocaran entre si y impidiendo pelear en optimas condiciones mientras mas y mas eran encerrados en su formación.
El choque entre las fuerzas era brutal, un enfrentamiento despiadado donde cada centímetro de tierra era ganado a base de muerte. El centro del enemigo, donde se había concentrado toda su caballería pesada, era un muro de carne y acero que intentaba aplastar a Lucan y sus hombres. Pero ellos también avanzaban, empujando con una ferocidad inhumana, aplastando y destrozando todo lo que se interponía en su camino. Stirba y Zanzíbar habían apostado todo por ese golpe directo, concentrando sus mejores tropas en una carga devastadora contra Lucan, pero eso había sido su error. Los flancos de su ejército comenzaban a flaquear mas y mas, y las tropas de Lucan, con su caballería media y pesada, se abrían paso a través de ellos.
Los minutos pasaban como si fueran horas en ese baño de sangre. Los cuerpos de los muertos formaban montañas a su alrededor, y el suelo, se espeso aun mas el lodazal de sangre y vísceras. Lucan sentía el cansancio en sus músculos, pero la furia que lo consumía le impedía detenerse. Con un rugido que resonó por encima del clamor de la batalla, levantó su hacha de petos y la hundió en el pecho de un jinete enemigo que se acercaba demasiado. El hombre lanzó un chillido desgarrador cuando el filo de la hacha atravesó su armadura, rompiendo costillas y desgarrando carne. El caballo del jinete se retorció en agonía, pero Lucan no le prestó atención. Con un movimiento rápido, su martillo de guerra ascendió y se estrelló contra el pecho de otro jinete enemigo, aplastando la armadura y rompiendo sus huesos como si fueran simples ramas secas. El cuerpo se desplomó, pero Lucan ya estaba en movimiento, espoleando a Tempestad, su corcel, para lanzarse directamente contra la densa formación de infantería pesada enemiga.
A su alrededor, el caos continuaba sin tregua. Las tropas de Lucan, ahora que habían roto la mayoría de las líneas de la caballería enemiga, estaban comenzando a envolver a los soldados de Stirba y Zanzíbar. La infantería ligera y media avanzaba con rapidez, cortando las rutas de escape y obligando a los enemigos a retroceder cada vez más hacia el centro. El ejército enemigo estaba siendo cercado, atrapado en un anillo de muerte que se estrechaba lentamente a su alrededor. Lucan podía ver cómo su plan estaba funcionando, cómo las fuerzas enemigas empezaban a fragmentarse bajo la presión implacable de su asalto.
Pero no había tiempo para la satisfacción. Delante de él, una pared de hombres y lanzas se alzaba, la infantería pesada enemiga, armada con corcescas y partesanas, intentaba desesperadamente mantener su posición. Sabían que si Lucan atravesaba sus filas, estarían condenados. Con un grito gutural, Lucan lanzó los cadáveres de los jinetes que había matado momentos antes hacia la formación, usando sus cuerpos destrozados como proyectiles. Las armas enemigas intentaron detenerlo, pero Tempestad, su caballo, cargó con furia, apartando a los enemigos como si fueran meros obstáculos.
El choque fue brutal. Lucan se hundió en la formación enemiga como una fuerza imparable, su hacha de petos y su martillo de guerra destrozando todo lo que tocaban. Los hombres caían a su alrededor, sus cuerpos despedazados por los golpes monstruosos que Lucan lanzaba con cada respiración. Una parte de él sabía que sus propios hombres quizás no hubieran logrado atravesar con él, pero no le importaba. Todo lo que importaba en ese momento era avanzar, seguir matando. Cada paso que daba era una declaración de guerra, una promesa de muerte para cualquiera que se interpusiera en su camino.
Golpeó a un soldado enemigo con tal fuerza que su martillo atravesó el pecho del hombre, rompiendo la armadura como si fuera papel. El soldado lanzó un grito inhumano mientras era lanzado hacia adelante, convulsionando mientras la vida se desvanecía de sus ojos y chocaba contra filas traseras. Lucan no se detuvo. Otros enemigos intentaron alzar sus corcescas para detenerlo, pero Lucan los decapitó con un movimiento rápido de su hacha, su cabeza volando por el aire en un arco grotesco antes de aterrizar en el barro ensangrentado.
La infantería pesada enemiga estaba comenzando a desmoronarse. Sus filas, una vez sólidas, ahora eran una masa caótica de hombres aterrorizados que intentaban huir de la furia implacable de Lucan. Cada uno de ellos caía ante su hacha o su martillo, sus cuerpos aplastados o cortados en pedazos, dejando un rastro de muerte a su paso.
El campo de batalla se había transformado en una auténtica pesadilla. A cada paso, Lucan sentía el terreno ceder bajo el peso de los cadáveres, los cuerpos mutilados de soldados y caballos formaban una masa amorfa, el barro teñido de un rojo oscuro que olía a hierro y a podredumbre. Los ecos de los gritos y el clangor del acero llenaban el aire, pero para Lucan, esos sonidos eran solo el telón de fondo de su frenética matanza. La muerte ya no lo perturbaba, era parte de él, la aceptaba y la infligía con una frialdad casi animal.
Avanzaba con la furia de una tormenta imparable, cada golpe de su martillo de guerra se encontraba con un nuevo objetivo: armaduras que se destrozaban bajo la presión monstruosa, huesos que crujían, cuerpos que se desplomaban sin vida. La sangre le cubría por completo, desde la visera del yelmo hasta las grebas de sus piernas, dejando un rastro que ya no distinguía entre amigo o enemigo. Lucan había pasado de ser un comandante a convertirse en un avatar de destrucción, incapaz de detenerse, incapaz de mostrar piedad.
A su alrededor, el caos no daba tregua. Los restos de corcescas, partesanas y lanzas volaban en todas direcciones, sus puntas astilladas por los choques brutales de la batalla. Pedazos de armaduras rotas caían como hojas en otoño, acompañados por las extremidades cercenadas de los desafortunados que se cruzaban en el camino de Lucan. Manos, brazos, cabezas... todo se dispersaba, impulsado por la violencia inhumana de cada golpe. Los soldados enemigos eran barridos como hojas secas, y los que no caían bajo su martillo eran destrozados por los Osos Blancos, que ahora habían llegado hasta él, cubriéndolo como una marea de hierro y muerte.
Finalmente, tras esa tormenta de sangre y acero, Lucan abrió un camino directo hacia el cuartel general enemigo. El panorama frente a él era una escena dantesca: cadáveres apilados, caballos desbocados huyendo en todas direcciones, el aire cargado de humno y gritos de dolor. Los restos de la caballería enemiga intentaban desesperadamente reorganizarse, pero el pánico había comenzado a apoderarse de ellos. La visión del gigante de armadura negra, empapado en sangre, y sus implacables Osos Blancos tras él, había quebrado el último vestigio de su moral.
Los ojos de Lucan se entrecerraron al identificar su objetivo. El cuartel general enemigo estaba justo delante. Sabía que allí estarían los generales que habían osado enfrentarlo. Los que habían pensado que podrían detenerlo. Los que pronto caerían bajo su martillo. Los había arrastrado hasta aquí, hasta su inevitable muerte.
Pero antes de que pudiera avanzar más, un grupo de jinetes de élite, la guardia personal de los generales de Stirba y Zanzíbar, emergió desde el caos, lanzándose hacia él con una ferocidad desesperada. Eran asesinos entrenados, guerreros veteranos que, a pesar del pavor que sentían, no podían permitir que Lucan llegara a sus señores. Intentaron flanquearlo, sus espadas y lanzas apuntando a decapitarlo de un solo golpe, pero Lucan fue más rápido. En un movimiento brutal, giró su hacha, desmembrando a uno de los jinetes al pasar la hoja por su cuello. El martillo le siguió, rompiendo el cráneo del siguiente hombre con un sonido seco que quedó ahogado por el fragor de la batalla. Los cuerpos cayeron sin vida, sus armaduras tintineando débilmente al impactar el suelo.
Sin embargo, los Osos Blancos se adelantaron entonces, formando un muro de acero a su alrededor, protegiendo a Lucan de los ataques que aún pudieran surgir. Eran tan implacables como él, derribando a cualquier enemigo que osara acercarse. Casi al unísono, se movieron con una precisión mortal, cortando el último intento de la guardia de los generales antes de que llegaran siquiera a acercarse.
Lucan, ahora libre de distracciones, miró hacia los dos generales enemigos que lo esperaban más adelante. Darian Khoras de Stirba y Elveric Malkor de Zanzíbar. Sabía que aquellos dos hombres eran los últimos obstáculos antes de su victoria completa.
El campo de batalla era un abismo de muerte y destrucción. Los cuerpos mutilados yacían en todas direcciones, cubriendo el terreno en un mar de carne destrozada y acero roto. Lucan se desplazaba entre ese caos, su mirada oscurecida por la furia, sus músculos tensos bajo la armadura, sus movimientos fluidos y letales. Todo lo que veía era sangre, todo lo que sentía era el crujir de huesos bajo su martillo y el chocar de su hacha contra las armaduras de los enemigos. El hedor a muerte era tan denso que quemaba sus fosas nasales; el olor a hierro de la sangre, la podredumbre de los cuerpos que se descomponían rápidamente bajo el sol, y la acritud del sudor de los moribundos llenaba el aire.
Su respiración era pesada, pero la adrenalina lo mantenía firme, impidiendo que el agotamiento lo reclamara. A su alrededor, los Osos Blancos, su guardia personal, avanzaban con la misma brutalidad, sus enormes hachas y mazas abriéndose paso entre las filas enemigas como si los hombres y sus monturas no fueran más que frágiles figuras de barro.
Lucan se abrió paso por la masacre, hasta que, finalmente, lo vio: Darian Khoras, el cerebro detrás de las maniobras enemigas, montado en su caballo negro como la noche. La bestia, cubierta con una barda roja que combinaba con la armadura de su jinete, resoplaba, agitada pero controlada, al igual que su amo. Khoras era alto y delgado, de complexión casi elegante, con un rostro afilado y anguloso que le daba una apariencia fría y distante. Su cabello era negro azabache, recogido hacia atrás, sin una sola hebra fuera de lugar, como si incluso en medio del caos, el orden fuera parte esencial de su ser. Su armadura, de un rojo profundo, tenía bordes negros intrincadamente decorados con patrones geométricos que parecían haber sido diseñados más para intimidar que para proteger. Aunque portaba una espada en su cintura, Lucan sabía que Khoras no era un guerrero en el sentido físico; su poder residía en su mente aguda, en su capacidad para trazar estrategias complejas y desatar el caos con sus órdenes. Sus ojos, fríos y calculadores, escrutaban cada uno de los movimientos de Lucan, buscando desesperadamente un punto débil que pudiera explotar. No había emoción en ellos, solo un análisis implacable.
A su lado, montado en un poderoso semental de pelaje café, estaba Elveric Malkor, el contraste perfecto. Mientras Khoras era la mente, Malkor era el músculo, la fuerza bruta detrás del ejército de Zanzíbar. Su presencia era imponente, casi titánica. Su armadura, de un brillante cobre con adornos de oro, relucía a pesar del polvo y la sangre que cubría el campo de batalla, como si la misma brutalidad del conflicto no pudiera mancillarlo. A diferencia de Khoras, Malkor empuñaba una alabarda que parecía más un coloso de metal que un arma, y parecía manejarla con una facilidad espantosa. Su cuerpo era una masa de músculos tensos y poderosos, un guerrero en toda su esencia. Su mirada era feroz, ardiente, llena de odio y una ansia insaciable de destrucción. Malkor vivía para la batalla, y la sed de sangre que brillaba en sus ojos hacía evidente que no le importaba cuánto tuviera que destrozar para conseguir la victoria.
Lucan dejó escapar una risa gutural bajo su yelmo, un sonido que resonó por encima del estruendo del campo de batalla. Sabía que los dos generales frente a él estaban a punto de descubrir lo que significaba enfrentarse a una verdadera bestia. Pero esto no sería un duelo honorable, como ellos esperaban. No había tiempo para esas formalidades en una guerra como esta. No habría códigos ni gloria en el enfrentamiento que se avecinaba. Esto era la carnicería más pura, y él, Lucan, era su carnicero.
Elveric Malkor, con su enorme alabarda en mano, fue el primero en hablar. Su voz retumbaba como el eco de un trueno que cruzaba el campo de batalla, mezclándose con los gritos de agonía de los moribundos y el chocar de las armas. —Sorprende que un puto anciano como tú haya logrado llegar hasta aquí —dijo con una sonrisa burlona en sus labios, sus ojos llameando con una mezcla de odio y desprecio—. Pero no importa, viejo de mierda. Tu final ha llegado. ¿Qué dices? —continuó con un tono sarcástico—. ¿Te atreves a un duelo? ¿O estás tan viejo que ya no puedes sostener tus armas?
Las palabras de Malkor no hicieron más que alimentar la furia que ardía en el pecho de Lucan, como una llama que se avivaba con cada insulto. Sus músculos se tensaron, su sangre bombeaba con más fuerza, y cualquier rastro de dolor o fatiga desapareció, reemplazado por la ira que lo impulsaba hacia adelante. Lucan observó a Malkor por un momento, sus ojos centelleando desde detrás del yelmo, y respondió con voz profunda y grave: —¿Duelo? —Se burló de nuevo, dejando caer las palabras como si fueran veneno—. No, hoy no es un día de honor ni de gloria, pedazo de mierda. Hoy solo habrá sangre… y muerte.
Lucan espoleó a Tempestad, su caballo de guerra, que lanzó un relincho feroz mientras se lanzaba hacia adelante. El rugido inhumano que escapó de los labios de Lucan resonó como el grito de una bestia salida del mismo infierno, una advertencia de la destrucción que estaba por desatar. Su hacha en una mano y su martillo en la otra, ambos alzados y listos para segar más vidas. A su alrededor, el caos era absoluto, pero Lucan no miró atrás. No necesitaba verificar si los Osos Blancos, su guardia personal, lo seguían. Sabía que estaban allí, luchando ferozmente, abriendo camino como sombras letales. Eran su extensión en el campo de batalla, guerreros capaces de enfrentar lo imposible.
Elveric Malkor no mostró señales de miedo cuando Lucan cargó. Con su alabarda lista, espoleó a su semental y cargó de vuelta hacia Lucan. A su alrededor, la guardia personal de Malkor, gigantes con armaduras pesadas y cuernos en sus yelmos cerrados, intentaron flanquear a Lucan, pero los Osos Blancos los bloquearon de inmediato. El sonido del acero resonó cuando las dos fuerzas chocaron. Los guerreros de Malkor lanzaban ataques precisos y letales, pero los Osos Blancos respondían con una brutalidad que destrozaba armaduras y rompía huesos. El campo de batalla se convirtió en un torbellino de violencia, donde cada golpe era una sentencia de muerte.
Lucan y Malkor chocaron en el centro de esa tormenta de caos. El martillo de Lucan descendió con la fuerza de una montaña cayendo sobre Malkor, pero este bloqueó el golpe con su alabarda. El impacto fue tan brutal que los brazos de Malkor temblaron, y un gruñido de esfuerzo escapó de sus labios. Sin embargo, Lucan no le dio respiro. Con un movimiento fluido, Lucan hizo girar a Tempestad, su montura respondiendo con precisión mortal, y lanzó su hacha en un arco amplio hacia el flanco de Malkor, buscando cortar tanto al jinete como a su montura en un solo golpe. Pero Malkor, ágil como un depredador, desvió el golpe con un giro de su alabarda y contraatacó con una furia que igualaba a la de Lucan. Elveric lanzó un golpe devastador con la hoja de su alabarda, el filo brillando mientras surcaba el aire. El impacto desvió a Lucan, sacudiendo su equilibrio por un instante, pero rápidamente se recuperó, sus ojos enfocados, y ambos comenzaron a intercambiar golpes con una ferocidad que hacía temblar el suelo bajo ellos.
Las chispas volaban cada vez que sus armas chocaban, destellos de fuego que iluminaban brevemente sus rostros distorsionados por el odio. Alrededor de ellos, los soldados morían a decenas, cortados en dos, aplastados por las monturas o atravesados por las armas de los Osos Blancos y la guardia de Malkor. Era un frenesí de sangre y destrucción.
El intercambio se intensificaba con cada golpe que mandaba a volar chispas, como si ambos hombres fueran fuerzas elementales enfrentándose en una tormenta sin fin. El hacha y el martillo de Lucan chocaban contra la alabarda de Malkor una y otra vez, lanzando destellos de metal y sangre al aire. La habilidad de Malkor con su arma era impresionante; cada golpe que lanzaba era preciso y cargado de una fuerza abrumadora. Sin embargo, Lucan tenía algo más: una furia descontrolada, una rabia que lo hacía imparable. Cada vez que Malkor parecía ganar terreno, Lucan recuperaba su posición con una brutalidad renovada.
Sin embargo, la batalla no se libraba solo entre Lucan y Malkor. A su alrededor, los Osos Blancos estaban siendo sobrepasados. Aunque sus guerreros luchaban con uñas y dientes, matando a docenas de la guardia de Malkor, el número de enemigos era abrumador. La situación se complicaba aún más cuando la guardia personal de Darian Khoras intervino, un grupo de soldados de élite que avanzaban con precisión letal. Como era de esperarse, los hombres de Khoras eran tan estratégicos y meticulosos como su general. A pesar de la ferocidad de los Osos Blancos, los guerreros de Khoras abrían camino hacia Lucan.
Lucan, aún atrapado en su feroz enfrentamiento con Malkor, se vio obligado a desviar ataques de los guardias que se acercaban a él. Cada vez que uno de ellos lograba acercarse, Lucan giraba su martillo o su hacha y los derribaba con una brutalidad sin igual, pero la presión era constante. Los golpes de Malkor no se detenían, y la resistencia de la guardia de Khoras complicaba la batalla.
En un momento crítico, uno de los guardias de Malkor logró llegar lo suficientemente cerca para lanzar una estocada hacia el costado de Lucan, pero antes de que la espada pudiera alcanzarlo, uno de los Osos Blancos arremetió contra el guardia, clavando su hacha en el cráneo del atacante y salvando a Lucan por un margen de segundos. Sin embargo, la situación seguía siendo desesperada, ya que los enemigos no dejaban de llegar, amenazando con desbordar las defensas de los Osos Blancos.
El caos del campo de batalla era absoluto. El aire se llenaba con el sonido del metal golpeando metal, gritos de hombres heridos y el rugido de las bestias de guerra. En medio de ese pandemonio, se escuchó un rugido aún más profundo, uno que resonó como un trueno en la distancia: era Ottokar. Al frente de los jinetes pesados de élite y Osos Blancos, rompió el cerco de la infantería enemiga con una furia desatada, su enorme maza barriendo con los guardias de Khoras como si fueran muñecos de trapo. Aquella arremetida fue como una ola imparable de acero, carne y músculo. Los Osos Blancos que flanqueaban a Lucan, rejuvenecidos por la llegada de los refuerzos, redoblaron sus esfuerzos. La presión que Lucan había estado soportando comenzó a disiparse, aunque no sin esfuerzo. Aunque seguían siendo superados en número, luchaban con una ferocidad renovada, abriendo camino a golpe de espada y maza, avanzando lentamente entre la marea de enemigos. Pero cada metro ganado costaba sudor, sangre y la vida de más hombres. Y aunque el ímpetu estaba ahora de su lado, Khoras, astuto y calculador, ya comenzaba a reorganizar sus tropas. Las líneas enemigas, que antes parecían desmoronarse, ahora mostraban signos de fortalecerse de nuevo, y la presión sobre las fuerzas de Lucan aumentaba con cada minuto que pasaba.
Aprovechando la distracción creada por la irrupción de sus tropas, Lucan lanzó un rugido ensordecedor, un grito que reverberó en el aire. Su martillo se elevó por encima de su cabeza, trazando un arco descendente cargado de furia hacia Malkor. Pero Elveric Malkor no era un enemigo fácil. No era ningún idiota ni tampoco incompetente. Con una destreza sorprendente para alguien de su tamaño, Malkor levantó su alabarda justo a tiempo, bloqueando el golpe con una lluvia de chispas que volaron en todas direcciones al chocar las armas. El impacto fue tan brutal que la tierra bajo sus pies tembló, y la sangre salpicó el suelo de ambos contendientes.
Los dos se encontraron en una breve pero intensa lucha de fuerzas. Malkor empujaba con todo lo que tenía, sus músculos tensándose bajo la armadura de cobre adornada con oro, mientras que Lucan, con los ojos brillando de ira detrás de su yelmo, respondía con igual ferocidad, su martillo y hacha empujando hacia adelante con una fuerza inhumana. Los dos guerreros se miraban fijamente, cada uno intentando dominar al otro. Finalmente, Lucan, aprovechando un leve desequilibrio, levantó su hacha con la intención de decapitar a Malkor, pero este, previendo el movimiento, retrocedió ágilmente, rompiendo el duelo de fuerzas en el último segundo.
Malkor no perdió tiempo y, en lugar de retroceder, lanzó una rápida lluvia de golpes con su alabarda, cada ataque tan veloz y preciso que Lucan apenas tuvo tiempo para esquivar. Cada movimiento de Malkor era una amenaza de muerte, la hoja de su arma cortando el aire con la intención de encontrar carne y hueso. Lucan, por su parte, se movía como una sombra, girando, esquivando y bloqueando los golpes que caían sobre él, sus reflejos de guerrero entrenado desde hacía décadas trabajando a toda velocidad. Los dos parecían bestias enloquecidas, lanzando golpes con una violencia que estremecía el mismo aire que los rodeaba.
Mientras Lucan esquivaba uno de los golpes, dos enormes jinetes montados en corceles de guerra se lanzaron hacia él, ambos empuñando martillos de guerra que descendían en ataques ascendentes, buscando destrozar a Lucan, cargaron hacia desde el flanco. El impacto de sus golpes descendentes era tan fuerte que el suelo retumbó bajo los cascos de sus caballos. Lucan, aunque atrapado en el combate con Malkor, no perdió el control. Con una furia desatada y reflejos que parecían sobrenaturales, cortó a ambos jinetes en dos movimientos precisos, sus cuerpos despedazados cayendo al suelo en un charco de sangre.
Pero el peligro no había pasado. Un tercer jinete apareció, su caballo galopando a toda velocidad hacia Lucan con la intención de acabar con él de una vez por todas. Con un grito de rabia, Lucan lanzó su hacha con una fuerza brutal, empalando al jinete en pleno vuelo. El cuerpo del guerrero salió despedido de su montura, volando hacia atrás mientras la sangre brotaba en el aire. Lucan apenas tuvo tiempo para recuperar el aliento cuando Malkor volvió a la carga, su alabarda descendiendo con un golpe brutal. La alabarda descendió como un rayo, y Lucan, sin otra opción, levantó su martillo con ambas manos para bloquear el ataque. El impacto fue tan violento que el suelo bajo los cascos de su caballo tembló, y Lucan sintió cómo sus brazos vibraban con la fuerza del golpe, un golpe tan poderoso que casi lo derriba de su montura. Por un breve segundo, el mundo pareció detenerse. Lucan tambaleó, luchando por mantener el control de Tempestad mientras sus músculos ardían por el esfuerzo.
Sin embargo, no iba a ceder. No ahora. No después de todo lo que había soportado.
Con un rugido furioso, Lucan empujó de vuelta, logrando desviar la alabarda de Malkor lo suficiente como para recuperar su equilibrio. Los ojos de Malkor destellaban con una mezcla de rabia y frustración, y por un segundo, Lucan pudo ver algo más detrás de esa mirada: miedo. Malkor sabía que el tiempo jugaba en su contra. Sabía que cada segundo que pasaba significaba que las tropas de Lucan ganaban más terreno, y que su propia derrota se hacía más inevitable.
El intercambio de golpes continuó, más rápido y brutal que antes. Cada ataque era una ráfaga de acero que chocaba en un furioso intercambio. Malkor, pese a su tamaño, se movía con una agilidad impresionante, su alabarda cortando el aire en arcos perfectos que buscaban la carne de Lucan. Lucan, por su parte, respondía con golpes precisos y calculados, cada uno de sus ataques destinados a quebrar las defensas de su oponente.
El aire alrededor de Lucan y Malkor estaba cargado de tensión, de muerte, de una violencia palpable que resonaba con cada golpe que se daban. La batalla alrededor seguía su curso, pero en ese momento, para ambos guerreros, el mundo se redujo a un solo objetivo: el otro. El sonido de los choques de sus armas era ensordecedor, el grito de la batalla un eco lejano frente al brutal enfrentamiento entre estos dos titanes.
Cuando sus armas volvieron a chocar, el impacto fue tan descomunal que por un momento pareció que el mismo suelo temblaba. La colisión fue tan poderosa que ambos casi fueron arrojados de sus monturas. Los cascos de Tempestad, el imponente caballo de guerra de Lucan, resbalaron sobre el suelo empapado de sangre, levantando lodo y vísceras con cada movimiento. Lucan sintió el impacto recorrer todo su cuerpo, desde sus manos hasta sus pies, cada hueso vibrando bajo la brutal presión del golpe. El golpe de Malkor era como el de un demonio: la fuerza pura, implacable y devastadora.
Lucan, tambaleándose brevemente, apenas logró mantener el equilibrio sobre su montura, pero sus instintos de batalla lo mantuvieron en pie. La tierra a sus pies estaba marcada por una profunda grieta, señal de la colosal fuerza del impacto. Malkor no le dio un segundo de respiro; con una rapidez sorprendente para su tamaño, lanzó otro golpe mortal, esta vez apuntando directamente a la cabeza de Lucan.
La alabarda de Malkor descendió con furia, cortando el aire con un silbido agudo. Lucan, a pesar de su tamaño imponente, se movía con la agilidad de un guerrero mucho más ligero. En el último segundo, se agachó, sintiendo el viento cortante del arma de Malkor pasar apenas unos milímetros sobre su yelmo, un roce que habría sido letal de impactar. Pero Lucan no perdió tiempo en la evasión. Mientras esquivaba, giró sobre sí mismo, como un depredador acechando su presa, y lanzó un golpe ascendente con su martillo directamente al torso de Malkor.
El martillo de Lucan impactó contra la armadura de Malkor con un estruendo metálico que resonó en todo el campo de batalla. La fuerza del golpe fue tan grande que la armadura de Malkor, por fin, cedió. El acero se hundió, deformándose bajo el impacto, y el cuerpo del general enemigo fue sacudido por una violenta onda de choque. Malkor gruñó, un sonido gutural, un jadeo de dolor mezclado con furia. Su cuerpo tambaleó sobre su montura, su respiración se volvió más pesada, más errática, pero, a pesar del daño evidente, Malkor no cayó. Era una bestia imponente, una fuerza de la naturaleza que no se rendiría fácilmente.
Lucan, sintiendo cómo la sangre corría por sus propios brazos a causa de las heridas que ya adornaban su cuerpo, lanzó un rugido que mezclaba el dolor, la rabia y un macabro éxtasis. Este no era un duelo por gloria ni por honor. Era una lucha por la supervivencia, una batalla en la que solo uno saldría vivo.
Malkor, con su respiración agitada y su cuerpo herido, no cedió. Sus ojos, brillantes de odio, buscaron los de Lucan. Sabía que no podía detenerse. Con una furia renovada, lanzó una serie de golpes desesperados, cada uno de ellos con la intención de acabar con su oponente. Lucan, cada vez más consciente del peligro que representaba Malkor, mantuvo su concentración al máximo. Esquivaba, bloqueaba y respondía a cada ataque con una ferocidad igual. Sus movimientos, a pesar del cansancio acumulado, eran precisos, calculados. No podía permitirse un solo error.
Alrededor de ellos, el caos continuaba. Los flancos del ejército enemigo se volvían cada vez más caóticos y desorganizados, atrapados entre las tropas de Lucan que, como una marea creciente, los estaban cercando. La presión sobre las tropas de Khoras era sofocante; la falta de espacio para maniobrar estaba volviendo su superioridad numérica en una desventaja. Los soldados enemigos comenzaban a apretarse unos contra otros, sin poder moverse adecuadamente, tropezando, cayendo bajo los ataques coordinados de los Osos Blancos y los jinetes de élite de Lucan. La masacre era inminente, pero la batalla entre los líderes seguía siendo el foco de atención.
En un momento, Malkor encontró una abertura. Con un movimiento más rápido de lo que Lucan esperaba, Malkor lanzó un golpe brutal que Lucan apenas tuvo tiempo de esquivar. La alabarda voló con una fuerza implacable y, aunque Lucan logró apartarse, el filo del arma rozó su yelmo, arrancándolo de su cabeza. El casco de Lucan salió volando, girando en el aire antes de caer al suelo con un ruido sordo, mientras una fina línea de sangre aparecía en la frente del guerrero, resbalando por su rostro curtido y sucio. Malkor sonrió, sus dientes manchados de sangre y sudor, pensando que había ganado ventaja.
Pero Lucan no era de los que se detenían por una simple herida. Con los ojos brillando de furia, aprovechó la oportunidad creada por el ímpetu de Malkor. Mientras el general enemigo se preparaba para otro ataque, Lucan, en un movimiento que destilaba tanto rabia como táctica, giró su martillo con ambas manos y lo lanzó con todas sus fuerzas no hacia Malkor, sino hacia su montura. El golpe fue certero. El martillo impactó con un estruendo brutal contra el flanco del semental de Malkor, quebrando sus costillas bajo el peso del arma.
El corcel relinchó de dolor, sus patas delanteras levantándose violentamente en el aire, y Malkor, incapaz de controlar a su bestia herida, fue lanzado de su montura. Su cuerpo cayó pesadamente al suelo, levantando una nube de polvo y sangre. El impacto fue tan fuerte que Malkor rodó varios metros, su alabarda soltándose de sus manos al caer. Por un breve momento, el general enemigo quedó tendido en el suelo, jadeando y desorientado, mientras su caballo herido relinchaba de dolor, corriendo despavorido hacia las líneas enemigas.
Lucan, viendo a su oponente caído a pocos metros, no podía permitirse perder un segundo. Espoleó a Tempestad y comenzó a galopar a toda velocidad hacia Malkor. El terreno bajo las patas del corcel se levantaba en una mezcla de lodo y sangre, mientras los cadáveres enemigos eran aplastados bajo su galope. Cada vez que el enorme martillo de Lucan se alzaba, las vidas de los soldados que intentaban detenerlo se apagaban en un estallido de huesos y metal. Las armas de los guardias de Malkor, que habían intentado rodearlo en un último intento desesperado de proteger a su líder, no fueron suficientes, su martillo descendió como el puño de un dios enfurecido, aplastando cráneos, partiendo huesos, y enviando cuerpos volando en todas direcciones. Un golpe con su martillo desapareció el torso de un guardia desde el hombro hasta la cintura, la sangre brotando en torrentes mientras Tempestad seguía avanzando, sus cascos resbalando en el barro empapado de sangre. El rugido de Lucan resonaba por todo el campo de batalla, un eco de furia que helaba la sangre de sus enemigos.
Pero la furia del campo de batalla no le daría tregua. Justo cuando parecía que Lucan alcanzaría a Malkor, este, con una destreza que revelaba su experiencia como guerrero, desenvainó un mandoble con un movimiento fluido, listo para enfrentarse. Pero antes de que sus armas pudieran chocar de nuevo, un grupo de la guardia personal de Darian Khoras, el otro general enemigo que hasta el momento estaba ocupado con la implacable caza de Ottokar contra su cabeza y tratando de hacer que sus formaciones no se derribaran por el rodeo, intervino. Seis jinetes, equipados con armaduras brillantes y armas afiladas, cargaron contra Lucan en un intento desesperado de proteger a el otro general, diez jinetes se abalanzaron sobre él, con un grito de furia inhumana, Lucan blandió su martillo en un arco amplio y violento, decapitando a ambos hombres con un solo golpe, sus cabezas rodando por el suelo mientras sus cuerpos se desplomaban sin vida. La sangre voló en el aire como un macabro abanico, y por un momento, pareció que Lucan continuaría su embestida sin detenerse. Pero el impacto de los otros ocho jinetes, armados con largas alabardas, fue demasiado. El impacto lo sacudió hasta los huesos, los músculos de sus brazos ardiendo por el esfuerzo de sostener el peso combinado de las alabardas que descendían sobre él. Las puntas de acero rozaron su armadura, arrancando chispas y cortándole ligeramente el hombro. Un gemido gutural escapó de entre sus dientes apretados mientras se esforzaba por mantenerse sobre su montura. Por un momento, Tempestad retrocedió, sus cascos hundiéndose en el lodo mientras Lucan se aferraba con todas sus fuerzas para no caer. Apretó los dientes, su aliento era irregular, cargado de rabia y el incesante rugir de la guerra que resonaba en su cabeza. Lucan se aferraba con todas sus fuerzas para no caer. Su brazo izquierdo comenzaba a entumecerse por el peso de los golpes y las heridas, pero Lucan sabía que no podía ceder.
Sintió el dolor atravesar su cuerpo como si fuera atravesado por fuego, sus huesos temblando bajo el peso de las armas de sus enemigos. Pero no podía caer. No ahora. Sus Osos Blancos, fieles y feroces, llegaron en el último segundo, arremetiendo contra los jinetes enemigos con una furia desatada. Sus hachas cortaron y desgarraron la carne de los enemigos, salvando a Lucan de la emboscada. Uno a uno, los guardias de Malkor cayeron bajo el imparable avance de los Osos, pero no sin bajas propias. Uno de sus guerreros más leales, un hombre robusto y curtido por cientos de batallas, cayó cuando un jinete enemigo, blandiendo una maza gigantesca, lo alcanzó. La fuerza del impacto fue tal que el guerrero fue lanzado del caballo, estrellándose contra el suelo con un ruido seco y fatal. La rabia de Lucan aumentó aún más al ver caer a uno de los suyos. La ira ardía en su pecho como el fuego de mil soles, alimentando cada uno de sus movimientos.
De repente, sintió un golpe violento que lo sacudió de su montura. El impacto fue tan veloz y certero que apenas tuvo tiempo para levantar su martillo en defensa antes de ser derribado. Lucan salió volando de Tempestad y cayó pesadamente sobre el suelo empapado en sangre y lodo, su armadura crujió por el impacto, y durante un instante, su visión se oscureció. El barro, mezclado con los restos de la batalla, le cubrió el rostro. A su alrededor, los sonidos del caos eran ensordecedores: el entrechocar de las armas, los gritos de los heridos, el relincho desesperado de caballos, todo formaba una cacofonía que le martillaba los oídos.
Mientras intentaba recuperar el aliento, otro golpe estuvo a punto de alcanzarlo, pero Lucan, tirando de su fuerza sobrehumana, se levantó justo a tiempo. Su cuerpo, pesado y dolorido, respondía con lentitud, pero su voluntad era inquebrantable. Con un rugido que sacudió el aire, derribó al jinete enemigo que se lanzaba sobre él, aplastando su cráneo bajo su martillo con una fuerza aterradora. El cuerpo del guerrero cayó inerte, su sangre empapando aún más el suelo ya saturado de muerte.
Lucan levantó la vista, y allí, entre el caos, vio a Malkor. El general enemigo había recuperado su compostura y estaba caminando hacia él con paso decidido, sus ojos brillaban con un odio inhumano, y con una sonrisa torcida en sus labios, corrió directamente hacia Lucan, como una sombra de muerte. Había envainado su mandoble ensangrentado y ahora sostenía una nueva alabarda con la que abatía a los jinetes pesados de Lucan y a los Osos Blancos como si no fueran más que hojas secas en el viento. Cada golpe de Malkor era mortal, derribando a sus enemigos con una precisión aterradora. Los guerreros de élite de Lucan, aquellos que habían sobrevivido a mil batallas, caían ante él, incapaces de detener el avance implacable del general.
Los cuerpos de sus aliados y enemigos por igual cubrían el terreno entre ellos, pero Lucan no vio más que a Malkor. El choque entre ambos era inevitable. No había reglas, no había honor en ese enfrentamiento. Era una guerra entre bestias, entre dos fuerzas desatadas que no conocían el miedo ni la piedad. Lucan se preparó para lo que sabía que sería el verdadero clímax de la batalla. No iba haber honor en este combate, no había gloria en esta lucha. Ambos lo sabían. Ya no eran hombres, eran bestias, criaturas despojadas de cualquier humanidad, movidas solo por la furia y la necesidad de sobrevivir. Malkor avanzaba, matando a todo lo que se interponía en su camino, y Lucan sabía que el verdadero combate estaba por reanudarse.
Apretó los puños alrededor del mango de su martillo, y cuando Malkor estuvo lo suficientemente cerca, ambos guerreros se lanzaron el uno contra el otro, sus armas chocando con una fuerza titánica. Su alabarda se movía con una rapidez que desafiaba su tamaño, cortando el aire con una furia incontenible. Lucan levantó su martillo para bloquear el primer ataque, pero el impacto fue tan violento que sintió cómo sus manos temblaban bajo la fuerza del golpe. La alabarda de Malkor descendió una y otra vez, cada vez con más ferocidad. Lucan retrocedía, sus botas resbalaban en el barro, mientras trataba de esquivar o bloquear los golpes que llegaban con la fuerza de un vendaval.
En un momento de desesperación, Lucan giró sobre sí mismo y lanzó un golpe lateral con su martillo, buscando desarmar a Malkor. El arma chocó contra la alabarda, desviándola brevemente, pero Malkor fue rápido. Con una destreza que solo alguien curtido en innumerables batallas podía poseer, se recuperó de inmediato y lanzó una estocada directa al pecho de Lucan. El filo de la alabarda se acercó peligrosamente a su corazón, pero Lucan, en un movimiento desesperado, torció su cuerpo y el arma apenas rozó su costado, cortando profundamente pero sin alcanzar ningún órgano vital.
Lucan gruñó de dolor, pero no cedió terreno. Con un rugido que resonó por todo el campo de batalla, lanzó su martillo hacia la cabeza de Malkor, pero el general lo esquivó por un pelo. Aprovechando la apertura, Malkor golpeó con la culata de su alabarda el rostro descubierto de Lucan, haciendo que sangre brotara de su nariz y boca. El dolor fue agudo, pero Lucan, lejos de caer, lo usó como combustible para su furia.
Ambos guerreros, exhaustos y cubiertos de sangre, parecían sombras de lo que fueron al inicio del combate. Cada respiración era un esfuerzo doloroso, cada movimiento se sentía como arrastrar el peso del mundo. Sin embargo, ni Lucan ni Malkor mostrarían debilidad ante el otro. A pesar de las heridas, de los músculos tensos y del dolor que irradiaba por sus cuerpos, la batalla entre ambos seguía siendo feroz, cada golpe impulsado por una voluntad inquebrantable de sobrevivir y vencer.
El sonido de sus armas impactando resonaba por todo el campo de batalla, como si el mismo cielo se partiera con cada choque. El martillo de Lucan y la alabarda de Malkor se encontraban una y otra vez, desatando chispas que iluminaban brevemente el caos a su alrededor. Los soldados que aún combatían a su alrededor apenas se atrevían a acercarse; sabían que acercarse a esos dos titanes en su duelo sería un suicidio. El campo de batalla, en esa zona, parecía detenerse momentáneamente para permitir que los dos gigantes resolvieran su disputa.
Lucan, empapado en sudor y sangre, mantenía los ojos fijos en su enemigo. Los movimientos de Malkor comenzaban a ser erráticos, menos precisos. Su alabarda, que al principio del combate había sido un torbellino mortal, ahora se movía con menos agilidad, sus golpes eran más lentos, casi pesados. Aun así, cada vez que descendía, lo hacía con una fuerza aplastante. Lucan lo sabía bien, pues cada bloqueo con su martillo le hacía vibrar hasta los huesos. A pesar de esto, podía ver las grietas en la defensa de Malkor; pequeñas pero crecientes, como fisuras en una presa antes de ceder.
El general enemigo lanzó un nuevo ataque, su alabarda descendió en un arco mortal, buscando la cabeza de Lucan. Pero Lucan, con un instinto y velocidad sorprendentes para un hombre de su edad, giró sobre sí mismo y esquivó el golpe, sintiendo el viento del arma rozar la piel de su cuello. Aprovechando el momento, lanzó un contraataque. Su martillo ascendió desde el suelo en un golpe devastador dirigido al costado de Malkor. El impacto fue brutal. Lucan sintió cómo su arma conectaba con el brazo del general enemigo, hundiéndose contra su armadura y rompiendo los huesos bajo ella. Un gruñido profundo escapó de la garganta de Malkor mientras su brazo izquierdo caía, inservible, colgando a su costado.
Sin embargo, en lugar de retroceder o mostrar señales de derrota, Malkor rugió con una furia animal, una rabia que provenía de lo más profundo de su ser. Su rostro, cubierto de sudor y sangre, se contrajo en una mueca de odio puro mientras apretaba su alabarda con su brazo restante y lanzaba un feroz golpe lateral. El filo del arma cortaba el aire con un silbido mortal. Lucan, apenas tuvo tiempo para reaccionar, levantó su martillo y bloqueó el golpe con ambas manos. La fuerza del impacto fue tan grande que sus pies se hundieron en el lodo, sus piernas temblaron bajo el peso del ataque, y por un momento, todo su cuerpo vibró de pies a cabeza. Un dolor agudo recorrió sus brazos, pero no dejó que el martillo cayera. Sabía que ceder en ese momento significaría la muerte.
Ambos hombres permanecieron un instante en esa posición, armas cruzadas, los músculos tensos como cuerdas a punto de romperse. El sonido del acero rechinando llenó el aire mientras sus miradas se encontraban, cada uno tratando de leer en los ojos del otro si el momento de la victoria estaba cerca. Lucan podía ver el agotamiento en los ojos de Malkor, el sudor que le corría por la frente y la respiración pesada. Pero también podía sentir su propia fatiga. Sus brazos dolían por cada bloqueo, su pecho se elevaba y descendía con esfuerzo, y sus piernas comenzaban a fallarle.
De repente, Malkor rompió el forcejeo, retirando su alabarda y dando un paso atrás. Parecía que planeaba algo. Sin perder tiempo, Lucan avanzó, tratando de aprovechar el resquicio de debilidad. Su martillo giró con furia mientras lanzaba un golpe directo a la cabeza de Malkor, buscando terminar con esto de una vez por todas. Pero Malkor, mostrando una astucia que aún no se había desvanecido por completo, se agachó a último momento y rodó hacia un lado, eludiendo el golpe por un margen mínimo.
Lucan, con el impulso del ataque, casi perdió el equilibrio, pero se recuperó rápidamente, girando sobre sus talones para seguir la trayectoria de su enemigo. Pero Malkor ya estaba en movimiento. Se levantó del suelo con una velocidad sorprendente, ignorando el dolor en su brazo roto, y cargó con su alabarda hacia Lucan. El filo de la alabarda se hundió en el aire a centímetros del pecho de Lucan, pero éste logró detener el golpe levantando su martillo en el último segundo.
El combate continuaba con una brutalidad implacable, una danza infernal de muerte y destrucción. Cada paso que Lucan y Malkor daban estaba acompañado por el nauseabundo chapoteo del barro mezclado con la sangre de los caídos, y el hedor de la muerte impregnaba el aire como una espesa nube. Los alaridos de los moribundos, los gritos de las tropas luchando a muerte y los desesperados relinchos de los caballos heridos componían una sinfonía de caos y violencia. Sin embargo, para los dos titanes enfrentados, el mundo se había reducido a ese pequeño círculo de muerte que ellos mismos habían trazado con sus armas que habían alcanzado un nivel de brutalidad y caos inhumano, los últimos titanes en pie, se enfrentaban en una lucha desesperada, una coreografía de muerte donde cada movimiento estaba diseñado para destruir al otro. No había lugar para la piedad, ni para el honor. Solo existía la muerte inminente que rondaba entre ellos, esperando a reclamar a uno de los dos.
El sonido ensordecedor de los metales chocando, el crujido de huesos rotos, y los gritos de dolor se mezclaban en un siniestro concierto que dominaba el campo de batalla. Alrededor, los soldados de ambas facciones luchaban por su vida, pero todo su esfuerzo parecía insignificante ante la magnitud del duelo que se desarrollaba en el centro. El acero cortaba el aire con un silbido asesino mientras la alabarda de Malkor descendía en arcos devastadores, buscando con furia el cuerpo de Lucan. El martillo de Lucan, implacable y pesado, respondía con una precisión letal, bloqueando los ataques y contraatacando con una fuerza brutal y cuyo rostro de estaba manchado de sangre, su propio sudor y la suciedad de la batalla pegaban mechones de su cabello a su frente. Respiraba con dificultad, pero sus ojos no apartaban la vista de Malkor. Sabía que cada respiración podía ser la última si bajaba la guardia por un segundo. Sus músculos dolían con cada movimiento, pero estaba impulsado por una furia silenciosa que lo mantenía en pie. Cada golpe de su martillo vibraba a través de sus huesos como una explosión de fuerza pura, y aún así, Malkor resistía.
Malkor, por su parte, era un monstruo de destrucción. Su alabarda ya no se movía con la elegancia de los primeros compases de la batalla, pero cada vez que descendía, lo hacía con la fuerza de un vendaval. Su armadura, desgarrada y hundida en varios puntos, lo hacía parecer más una bestia herida que un hombre. Pero lo más temible era la mirada en sus ojos: un brillo de locura y odio que se mantenía a pesar del dolor evidente que atravesaba su cuerpo. El sudor y la sangre que corrían por su rostro lo hacían parecer casi demoníaco, como un guerrero salido de las profundidades del infierno.
El choque de sus armas era ensordecedor, un trueno metálico que resonaba con cada impacto. Chispas saltaban cuando la alabarda de Malkor golpeaba el martillo de Lucan, iluminando brevemente el caos a su alrededor. Lucan esquivaba con agilidad sorprendente, sus movimientos eran fluidos, pero la fatiga lo golpeaba. Cada vez que bloqueaba un golpe, sentía el impacto reverberar por sus brazos hasta los codos, el dolor amenazando con hacerle soltar su martillo.
Entonces, en medio de la vorágine, Malkor cometió un error. Con un rugido de rabia, Malkor lanzó un golpe lateral con toda la fuerza que le quedaba que pretendía destrozar el torso de Lucan. Pero la alabarda se movía lenta, el cansancio finalmente había atrapado al general enemigo. Lucan, con reflejos de veterano curtido en incontables batallas, vio la oportunidad. Esquivó el ataque con una gracia inesperada, girando sobre sí mismo mientras su martillo ascendía desde el suelo, levantó su martillo por encima de su cabeza antes de dejarlo caer con una fuerza descomunal buscando el torso de Malkor en un impacto devastador. El martillo de Lucan se estrelló contra el pecho de Malkor, hundiendo su armadura como si fuera papel. El crujido de los huesos rompiéndose fue audible incluso por encima del clamor de la batalla. El general enemigo fue lanzado hacia atrás, su cuerpo chocando violentamente contra el suelo empapado de sangre. El peso de su propia armadura lo hundía aún más en el barro. El lodo le llegaba hasta las caderas, y su alabarda quedó enterrada a varios metros de distancia.
Malkor intentó levantarse, sus manos temblorosas se hundían en el barro tratando de encontrar algún punto de apoyo pero sus músculos ya no respondían. Cada intento de levantarse era inútil, su cuerpo estaba destrozado. Su rostro estaba cubierto de sangre, no solo por las heridas de su cráneo, sino también por la sangre que escupía al toser, sus pulmones colapsados por el impacto. Sus ojos, que antes brillaban con furia y rabia, ahora se nublaban lentamente mientras la conciencia comenzaba a abandonarlo.
Lucan, jadeante, con su respiración era un rugido en sus oídos, el cuerpo le dolía en cada fibra, pero no podía detenerse, cubierto de sangre y agotado hasta el límite, se acercó al cuerpo caído de su enemigo. Su martillo colgaba pesadamente en sus manos, goteando la sangre de Malkor y listo para terminar lo que había comenzado. No había piedad en su mirada. No había lugar para el perdón en este campo de muerte. Sabía que dejar vivo a Malkor sería una sentencia de muerte para sus propios hombres, y Lucan no era alguien que tomara riesgos innecesarios. Cada paso de Lucan resonaba en la tierra, un eco que llenaba el silencio momentáneo que había caído sobre esa parte del campo de batalla. Los pocos guardias que aún permanecían cerca observaban en silencio, incapaces de intervenir, sabiendo que su general estaba condenado.
Alrededor de ellos, el combate seguía, pero parecía lejano. Las tropas de Lucan, inspiradas por la inminente caída de su enemigo, luchaban con una violencia renovada. Los Osos Blancos, los guerreros de élite de Lucan, rugían y embestían contra las líneas enemigas, cortando cabezas, aplastando pechos y desgarrando extremidades con brutal eficiencia. La presión de la ofensiva había empujado a las tropas de Malkor hacia un círculo de muerte, rodeadas por todas partes, atrapadas como animales acorralados.
Lucan se detuvo frente a Malkor, observando cómo el general trataba en vano de levantarse una vez más. Era un espectáculo patético y al mismo tiempo aterrador. A pesar de estar roto, aplastado y con la muerte respirando en su cuello, Malkor aún intentaba luchar. Con un último esfuerzo, el general alzó la mirada hacia Lucan, Malkor parecía desafiar a Lucan hasta el último segundo con sus ojos ardiendo con un odio visceral y sus labios llenos de sangre dibujaron una mueca de odio, una furia que no podía apagarse ni siquiera en la muerte, como si, incluso en la muerte, quisiera desafiar al destino.
Pero Lucan no tenía compasión en su corazón y sin mediar palabra. Levantó su martillo una vez más, con los músculos temblando por el esfuerzo, el viento silbó cuando el arma descendió, y el cráneo de Malkor fue aplastado bajo su fuerza. El sonido fue grotesco, un crujido húmedo que hizo eco en el campo de batalla. El cuerpo de Malkor quedó inmóvil, su rostro irreconocible bajo la masa de sangre y hueso triturado.
Por un instante, el campo de batalla pareció detenerse. Los soldados enemigos, al ver caer a su general, comenzaron a flaquear. Algunos, en un último arrebato de desesperación, trataron de huir, solo para ser abatidos por flechas o virotes que no dejaban de llover del lado de Lucan o ser alcanzados por el cerco. Los gritos de los soldados derrotados llenaban el aire, mezclándose con el gorgoteo de los moribundos, el chisporroteo de las armas, y el incesante golpeteo del acero cortando carne.
Uno de los Osos Blancos, cubierto de sangre hasta los codos, levantó su arma y rugió con toda la fuerza de sus pulmones.
—Lucan Frostblade, general de Zusian, ha derrotado al general enemigo Elveric Malkor de Zanzíbar.
La noticia corrió por las líneas enemigas y alidas. Las tropas de Zusian rugieron en respuesta, su moral se elevó hasta niveles inhumanos. Los soldados luchaban ahora con una furia renovada, apretando el cerco alrededor de los restos del ejército enemigo. No había cuartel. La matanza era rápida, implacable, brutal. Los cuerpos caían como hojas en otoño, el barro y la sangre formaban charcos tan profundos que era difícil distinguir dónde terminaban los muertos y dónde comenzaba la tierra.
La victoria era total, y Lucan, cubierto de sangre y lodo, se quedó de pie, el martillo aún en su mano, un espectro imponente sobre el cadáver de Malkor.
Darian Khoras, el otro general enemigo, quien hasta el momento había logrado esquivar la muerte a manos de Ottokar, segundo al mando de Lucan, se encontraba en una encrucijada mortal. El campo de batalla era un caos de gritos, acero y cuerpos desmembrados, mientras los hombres de Lucan, impulsados por la muerte de Malkor, avanzaban con una furia incontrolable, cercando sin piedad a las fuerzas de Zanzíbar y Stirba. La moral de los ejércitos enemigos se había desmoronado, sus hombres ya no eran guerreros, sino presas acosadas por bestias hambrientas.
Darian, sudoroso y cubierto de la sangre de sus propios hombres, vio cómo la disciplina y la resistencia que había logrado mantener hasta ese punto se desmoronaba rápidamente. Sabía que si no actuaba pronto, sus fuerzas serían aplastadas sin misericordia. Sus ojos recorrieron el campo de batalla y pudo ver cómo sus tropas y las de Zanzíbar, aterradas, comenzaban a retroceder ante la masacre implacable que las tropas de Lucan ejecutaban.
La desesperación se apoderó de Darian, pero también el instinto de supervivencia. Rugió una orden con todo el poder de sus pulmones, su voz resonando sobre el estruendo de la batalla.
—¡Tropas de Stirba, inicien una retirada organizada! ¡Oficiales y comandantes de Zanzíbar, escúchenme! ¡Hora soy el comandante al mando! —gritó, sus ojos encendidos de rabia y temor—. ¡Hagan lo mismo, retrocedan y mantengan la línea!
Las órdenes resonaban entre sus hombres, muchos de ellos ya vacilantes, heridos o demasiado asustados para reaccionar. Pero Khoras no les dio opción. Sabía que si no ordenaba una retirada estratégica, sus fuerzas serían aniquiladas sin remedio. Para ganar tiempo, dejó una parte de su guardia personal cubriendo su retirada, unos guerreros endurecidos que sabían que estaban condenados a muerte, pero que lucharían hasta el último aliento para dar a su comandante la oportunidad de escapar. Aquellos hombres, los más leales a Darian, empuñaron sus armas con manos ensangrentadas, sabiendo que el final estaba cerca, pero dispuestos a resistir contra Ottokar y sus Osos Blancos.
Ottokar, no necesitó palabras para entender las intenciones de Darian. Sus ojos relampaguearon con un odio profundo mientras alzaba su maza manchada de sangre y lideraba la carga hacia la guardia de Khoras. Los Osos Blancos, a su lado, rugían con la furia de los animales salvajes, y el suelo temblaba bajo el peso de sus pasos mientras cargaban hacia los guerreros que cubrían la retirada del general enemigo. La batalla entre ambos grupos fue un choque brutal. Las alabardas chocaron contra las hachas de petos, y las puntas atravesaron la carne con sonidos húmedos, mientras la sangre salpicaba por todas partes.
Ottokar era una fuerza de la naturaleza. Cada golpe que daba era una sentencia de muerte. Decapitó a uno de los guardias de Khoras con un movimiento limpio, su Maza apastando a través del yelmo como si fuera de papel. A su alrededor, los Osos Blancos aplastaban a los hombres de Zanzíbar, sus mazas destrozando huesos, sus hachas abriendo cráneos con una facilidad espantosa. Los gritos de agonía de los soldados resonaban por encima del ruido de la batalla. Las filas de los defensores se desmoronaban, aplastadas bajo la furia desatada de los hombres de Lucan.
Mientras tanto, Darian, aprovechando la distracción y el sacrificio de sus guardias, comenzó a retirarse junto a los restos de sus oficiales. Su corazón latía con fuerza, sabiendo que si no lograba escapar, sería cazado como un animal. Pero no contaba con la furia implacable de Lucan, quien, aún agotado, vio la oportunidad que se presentaba ante él. Su cuerpo dolía, cada músculo parecía a punto de colapsar, pero el hambre de victoria lo mantenía en pie.
Lucan, su armadura abollada y manchada de sangre, se volvió hacia sus portaestandartes y, con la voz ronca por el esfuerzo y la batalla, dio una orden que resonó como un trueno entre sus hombres.
—¡No dejen que esas ratas escapen! —gritó, su voz llena de una furia contenida—. ¡Ottokar, sigue cazando su cabeza! ¡Los demás, penetren en el centro y cierren el cerco por completo! ¡Ya oyeron, cabrones!
Los portaestandartes de Lucan se movían como sombras entre el caos. Sus manos, firmes y expertas, levantaban los estandartes bañados en sangre mientras las órdenes se transmitían con precisión. Las filas de sus legionarios, se apretaron y comenzaron a avanzar con una ferocidad contenida, sus ojos encendidos por la promesa de sangre y venganza. La visión de los restos del ejército enemigo, desorganizados y llenos de pánico, solo alimentaba su ansia de destrucción. El suelo, una mezcla de barro, sangre y cadáveres mutilados, se convertía en un campo de caza perfecto para los legionarios de Lucan. A cada paso que daban, el sonido de los gritos de los moribundos y el crujido de huesos bajo sus botas resonaban como un canto macabro.
Como una garra cerrándose implacablemente, las tropas de Lucan avanzaban desde todos los flancos, estrangulando lentamente los restos del ejército combinado de Zanzíbar y Stirba. Los soldados de Lucan, brutales y sin compasión, se lanzaban sobre los enemigos con una violencia desmedida. Los cuerpos caían a su alrededor como muñecos de trapo, cortados, apuñalados y destrozados sin piedad. El filo de las espadas y las lanzas cortaba carne y armaduras por igual, las alabardas destrozaban miembros, y los cascos de los caballos aplastaban cráneos como si fueran huevos.
Darian Khoras, mientras tanto, permanecía impasible. Observaba el caos desde la distancia, evaluando cada movimiento, cada brecha en la formación de sus enemigos. Sabía que la situación era crítica, pero no estaba dispuesto a entregar la victoria tan fácilmente. Sus ojos se entrecerraron cuando vio que la caballería ligera y la infantería de Lucan se acercaban, cerrando el círculo sobre sus hombres. Sin embargo, no era la primera vez que se enfrentaba a una situación desesperada. Con un rápido movimiento de su mano, ordenó a la caballería pesada que aún sobrevivía cargar directamente contra el centro de la formación enemiga.
La carga de la caballería pesada fue devastadora. Los jinetes, cubiertos con gruesas capas de armadura y montados sobre corceles blindados, atravesaron las líneas de Lucan como una cuña de acero. Las armas enemigas perforaban los cuerpos de los soldados enemigos, arrojándolos al aire antes de caer, inertes, al suelo. La tierra temblaba bajo los cascos de los caballos, y las tropas de Lucan, sobrepasadas empezaron a retroceder dejando una brecha abierta en sus filas. Gritos de dolor y órdenes desesperadas resonaban por todas partes mientras la brecha se ensanchaba, permitiendo que una pequeña parte del ejército combinado de Zanzíbar y Stirba lograra escapar.
Lucan, no les dio oportunidad de escapar o de dejar que esa brecha se cerrará así que mando ordenes rápidamente a su infantería media y caballería media reforzar el centro, cerrando la brecha antes de que pudiera ampliarse. Las tropas de Lucan, bien entrenadas y con la moral en lo alto tras la caída de Malkor, respondieron al unísono, restableciendo la línea de combate y cerrando nuevamente el círculo sobre los enemigos.
Los Osos Blancos junto con Ottokar, el segundo al mando, detuvieron su avance momentáneamente. Sabían que perseguir a Darian y a los pocos que habían escapado sería inútil en ese momento. La brecha había sido cerrada, pero eso no significaba que la batalla hubiera terminado. Los ojos de Lucan se encontraron con los de Ottokar, y con un gesto firme, le ordenó abrir un camino a través de los restos de la formación enemiga. Lucan y sus jinetes, que habían penetrado profundamente en el centro de las líneas enemigas, necesitaban salir antes de que el combate se volviera aún más caótico.
Con una velocidad feroz y una precisión letal, los Osos Blancos y Ottokar avanzaron, abriendo un sendero sangriento. Los cuerpos de los enemigos caían a su paso, cortados en pedazos por las hachas de petos y alabardas de los guerreros de Lucan. Finalmente, Lucan y sus hombres lograron escapar del centro de la formación enemiga, justo cuando el círculo se cerraba por completo. Y entonces, comenzó la verdadera masacre.
El círculo de muerte se apretó con una brutalidad insana. Las tropas de Zanzíbar y Stirba, atrapadas como ratas en una trampa, comenzaron a morir en masa. Las alabardas, hachas y espadas de la infantería pesada, media y ligera de Lucan cayeron sobre los soldados enemigos sin piedad alguna. Los gritos de los hombres resonaban por todo el campo de batalla, mezclados con el sonido de la carne siendo destrozada y los huesos rompiéndose. El suelo, ya empapado en sangre, se convirtió en un lodazal de muerte, donde cada paso de los guerreros dejaba huellas profundas en el barro formado por sangre y restos humanos.
Las alabardas atravesaban corazas, destrozando los torsos de los soldados enemigos, las hachas de petos cortaban cabezas y miembros con una facilidad escalofriante. Cada golpe era un acto de violencia pura, una manifestación de la furia contenida de los guerreros de Lucan. Los soldados de Zanzíbar y Stirba intentaban defenderse, pero el pánico ya se había apoderado de ellos. Luchaban desesperadamente, pero no había escapatoria. El círculo era impenetrable, y la masacre no mostraba señales de detenerse.
Los jinetes que aún quedaban montados en sus caballos fueron derribados por la caballería de Lucan, que aún mantenía su formación firme. Las hachas de petos y las alabardas perforaban y cortaban a los caballos y sus jinetes por igual, derribándolos al suelo, donde la infantería de Lucan los remataba sin piedad. El campo de batalla era un espectáculo dantesco, un mar de cuerpos destrozados que se apilaban unos sobre otros. Montañas de cadáveres comenzaron a formarse en los flancos del ejército enemigo, donde las tropas de Lucan, con un furor inhumano, continuaban su carnicería.
Después de horas de combate, cuando las fuerzas de Zanzíbar y Stirba fueron reducidas a un puñado de hombres temblorosos, incapaces de seguir luchando, llegó el inevitable desenlace. Los sobrevivientes, agotados y aterrados, cayeron de rodillas, arrojando sus armas al suelo en señal de rendición. Sus manos temblaban, sus ojos vacíos miraban al cielo, como si buscaran una liberación de la pesadilla en la que se encontraban. La batalla había terminado. Lucan, cubierto de sangre y barro, con los músculos temblando de agotamiento, se encontraba de pie sobre un campo de cadáveres.
Sin tiempo que perder, Lucan lanzó sus órdenes con una frialdad casi inhumana. Sus tropas más frescas, aquellos que apenas habían participado en el último enfrentamiento, se reorganizaron con rapidez, los estandartes ondeando sobre sus cabezas mientras el sonido de trompetas y cuernos resonaba entre las filas. Los hombres, aunque cansados, obedecieron sin dudar. Sabían que el próximo enfrentamiento no sería menos brutal que el anterior. Lucan dirigió a sus oficiales con gestos rápidos y precisos, señalando hacia los Khorathor, las montañas que se alzaban como gigantes sombríos en el horizonte, un terreno traicionero donde el peligro acechaba en cada sombra.
El campo de batalla aún olía a sangre fresca y a carne quemada por el choque de armas, pero no había tiempo para lamentaciones. Lucan, jadeando por el esfuerzo y con los músculos entumecidos por la brutalidad del combate, no permitió que el cansancio lo dominara. Su mente funcionaba a toda velocidad, anticipando cada movimiento de su enemigo. Sabía que Darian, el astuto líder de las fuerzas combinadas de Zanzíbar y Stirba, estaba huyendo hacia los Khorathor, donde las fuerzas remanentes intentarían reunirse con el grueso del ejército principal. La desventaja numérica de Lucan era abrumadora, pero las montañas ofrecían una oportunidad. En ese terreno, la superioridad numérica de los 50 millones del enemigo se diluiría como agua entre los dedos.
El aire se volvía más frío a medida que se acercaban a los pasos montañosos. El cielo, antes cubierto de nubes grises y espesas, ahora comenzaba a despejarse, dejando entrever la luz tenue del crepúsculo. Las sombras de las montañas proyectaban un manto de oscuridad sobre el camino, y los soldados de Lucan, a pesar de su disciplina, sabían que el próximo enfrentamiento sería aún más sangriento que el anterior. Las montañas eran un laberinto traicionero, lleno de rocas puntiagudas y senderos que serpenteaban como víboras entre los riscos. Cualquier error, cualquier paso en falso, podría significar la muerte.
Lucan, aunque extenuado, caminaba al frente, su martillo aún manchado de la sangre de Malkor colgando a su costado. Su mirada estaba fija en los pasos de Khorathor, el único camino para poder invadir Zusian para sus enemigos. Sabía que debía adelantarse a los movimientos de el enemigo, un paso antes de que pudieran fortificar las posiciones clave. Cada minuto era crucial.
Los pasos de Khorathor no eran simples senderos; eran un terreno hostil, diseñado por la naturaleza para castigar a quienes osaban cruzarlos. Estaban llenos de pendientes escarpadas, cañones profundos y estrechas gargantas que obligarían a las fuerzas de Zanzíbar y Stirba a avanzar en filas reducidas, vulnerables a ataques sorpresa. Lucan sabía que esta era su oportunidad. El terreno estaba a su favor, y planeaba aprovechar cada centímetro de las montañas.
—Fortifiquen los pasos —ordenó Lucan, su voz resonando con una autoridad incuestionable.
Los oficiales de Lucan se dispersaron de inmediato, transmitiendo las órdenes. Los ingenieros y legionarios comenzaron a levantar barricadas improvisadas con las rocas cercanas, mientras otros cavaban fosas y trampas a lo largo de los senderos más estrechos. Los artilleros y ingenieros empezaron a construir catapultas, onagros, escorpiones y balistas, los arqueros y ballesteros tomaron posiciones elevadas, preparando una lluvia mortal que podría descender sobre cualquier enemigo que intentara avanzar. Lucan no dejaba nada al azar. Cada hombre sabía lo que estaba en juego. Los que sobrevivieron a la batalla anterior estaban listos para derramar más sangre, pero esta vez, desde una posición de ventaja.
—Coloquen emboscadas en las gargantas. —Lucan habló con un tono más bajo, dirigiéndose a los comandantes de legión más cercanos—. No debemos atacar de frente. Que sientan el acero en la oscuridad, que cada sombra sea una amenaza.
Los comandantes asintieron, y sin más palabras, se movieron entre las tropas para organizar las emboscadas. Sería una guerra de guerrillas, donde cada golpe debía ser preciso, donde cada ataque debía sembrar el caos entre los enemigos. Los pasos estrechos eran perfectos para emboscadas rápidas y letales, donde pequeños grupos de soldados bien entrenados podrían diezmar columnas enteras del ejército enemigo.
Mientras el sol se ocultaba detrás de las montañas, cubriendo el paisaje con un velo de sombras, Lucan recordó las palabras de un antiguo general: "El terreno es el mejor aliado del guerrero inteligente". Sus pensamientos se dirigían a las próximas semanas de lucha. Sabía que debía resistir al menos tres semanas en ese infierno montañoso, manteniendo a raya a los ejércitos enemigos hasta que Zusian pudiera enviar refuerzos o hasta que la moral de Zanzíbar y Stirba colapsara por completo. Las tropas de ambos ducados intentarían avanzar, pero cada metro que recorrieran estaría cubierto de cadáveres, cada paso sería un recordatorio de que no tenían escapatoria.
Tres semanas... pensó Lucan, mientras contemplaba los valles oscuros que se extendían a lo lejos. Las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, y el frío aire de la montaña azotaba su rostro.
Sabía que no todos sus hombres sobrevivirían. Pero si algo había aprendido en su vida de guerra, es que los sacrificios eran inevitables. Lucan se mantendría firme, y haría que sus enemigos sangraran por cada roca y cada sendero.