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Chapter 39 - XXXIX

Un día de marcha, los había llevado a las Colinas de Murath, una vasta extensión que se desplegaba como un mar ondulante de verde y marrón, cubierto de vegetación baja y resistente. El sol se alzaba débilmente sobre el horizonte, filtrando su luz a través de nubes dispersas que parecían pesadas por la amenaza de lluvia. Lucan observaba las colinas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Sabía que este era el único camino seguro para movilizar ejércitos de millones de soldados en las tierras fronterizas de Zanzíbar. Cualquier otro acceso habría sido una trampa mortal: los senderos montañosos o los estrechos caminos del este habrían convertido a sus legiones en presa fácil para emboscadas.

Los informes de los jinetes ligeros habían confirmado lo que ya sospechaba. El enemigo estaba en marcha. Las fuerzas de Stirba y Zanzíbar avanzaban, y pronto el choque sería inevitable. Lucan estaba en su tienda de mando, inmerso en pensamientos mientras las legiones erigían el Campamento Tipo 1, una fortificación temporal que sus soldados podían montar en cuestión de horas. Era básico, funcional: una muralla improvisada hecha de los propios carromatos de suministros, formando un perímetro defensivo, y dentro de ese círculo, las tiendas de los legionarios se extendían en hileras organizadas con la precisión de un reloj de guerra.

En el centro de su tienda, Lucan se mantenía de pie frente a una enorme mesa de roble, donde un mapa táctico extendido representaba la geografía de los territorios circundantes. Las piezas negras marcaban las posiciones de las fuerzas de Zusian, mientras que las rojas indicaban los ejércitos de Stirba, y las doradas, los de Zanzíbar. A su alrededor, los once comandantes de legión, junto a sus vicecomandantes, permanecían en silencio, expectantes. Cada uno de esos hombres, curtidos por años de guerra, sabía que el margen de error era inexistente; más de setenta millones de enemigos avanzaban hacia ellos, y solo contaban con once millones de soldados para enfrentarlos. Lucan debía ser más que inteligente; debía ser despiadado.

A su lado estaba Ottokar, su mano derecha. Ottokar era un hombre robusto, pero había algo en su porte que irradiaba refinamiento, como si bajo esa armadura tosca y sucia se ocultara la mente de un noble erudito. Su cabello largo y oscuro caía en desorden sobre sus hombros, y su barba espesa le daba el aire de un hombre que no temía ensuciarse las manos en el fragor del combate. Sus ojos, oscuros como la noche, lo observaban todo con una intensidad felina, como un depredador en constante acecho. Este hombre no solo disfrutaba de la estrategia; en su corazón, ardía el deseo de la batalla cuerpo a cuerpo.

El silencio en la tienda era espeso, casi tangible, mientras Lucan estudiaba el mapa, absorto en los movimientos que imaginaba en su mente. Sabía que la batalla que se avecinaba sería brutal. Más allá de la diferencia abrumadora en número, estaba la calidad de los comandantes enemigos. Sabía que cada decisión que tomara ahora podría sellar el destino de millones.

De repente, el sonido de cascos apresurados rompió la quietud. Un jinete ligero, con su armadura manchada de barro y sudor, irrumpió en la tienda. Respiraba con dificultad, y la urgencia en su rostro era inconfundible.

—General, comandantes... —jadeó, inclinando la cabeza en una reverencia rápida—. Hemos divisado las banderas del león negro coronado en fondo carmesí de Stirba y el sol de oro en campo naranja de Zanzíbar. Sus fuerzas avanzan rápido. El general de la vanguardia es Elveric Malkor, el Lobo de Duria.

Al escuchar ese nombre, un susurro recorrió la tienda. Elveric Malkor. El hombre era una leyenda viviente, un general conocido no solo por su habilidad táctica, sino por su sed de sangre en el campo de batalla. Lucan mantuvo la calma, pero sus ojos se dirigieron a Ottokar, esperando que su vicecomandante proporcionara más información.

—Elveric Malkor... —Ottokar comenzó, su voz profunda resonando en la tienda—. Es un veterano de Zanzíbar, un hombre en sus mejores años, aunque su cabello sigue siendo rubio como el sol. Se retiró de los campos de batalla hace una década, pero su nombre todavía infunde miedo. Peleó contra el Condado de Duria, donde asesinó a cuatro de sus generales y venció a cuarenta ejércitos. Invadió setenta ciudades en esa campaña, masacrando sin piedad. En el oeste, luchó contra el Marquesado de Ruston, donde acabó con dos generales más y destruyó cincuenta ejércitos, conquistando otras cuarenta ciudades. Es un demonio en la ofensiva, un guerrero feroz que se rodea de estrategas que complementan sus formaciones. Si lo han puesto al mando de la vanguardia, es una amenaza que no debemos subestimar, mi señor.

Lucan no mostró emoción alguna. Sus ojos se estrecharon ligeramente mientras escuchaba, pero su rostro permaneció impasible, como si ya hubiera anticipado la información. Sin decir una palabra, comenzó a mover las piezas en el mapa. Tomó la pieza que representaba a Malkor y la colocó en el centro, simbolizando la vanguardia enemiga. A su alrededor, Lucan dispuso las piezas negras de sus propias fuerzas.

—Formación en "V" —murmuró Lucan, casi para sí mismo, mientras sus dedos recorrían el mapa con la precisión de un veterano de mil batallas—. No una cuña tradicional, sino una amplia formación en "V", lo suficientemente abierta para que nuestra caballería pesada de élite y la caballería pesada regular carguen en conjunto. Yo mismo lideraré la carga.

El ambiente en la tienda de mando era denso, cargado de tensión y expectativa. La luz de las lámparas de aceite oscilaba con el viento que se colaba por la entrada de la tienda, proyectando sombras irregulares sobre las paredes de tela. Los comandantes de legión, hombres que habían visto y vivido la guerra en todas sus formas, permanecían en un silencio respetuoso. Sabían que cuando Lucan hablaba, cada palabra, cada indicación, tenía el peso de la vida o la muerte. Sus ojos, atentos y concentrados, seguían los movimientos del general mientras disponía las piezas sobre el mapa con meticulosa exactitud.

Ottokar, siempre a su lado, observaba sin decir nada, pero su presencia irradiaba una mezcla de respeto y lealtad inquebrantable. Su rostro, endurecido por los años de lucha, reflejaba una confianza absoluta en el plan de Lucan. El crujido de su armadura resonó en la tienda cuando cruzó los brazos sobre su pecho, como un gigante dispuesto a ejecutar cualquier orden con la misma fiereza que esperaba de sus hombres.

Lucan continuó, su voz firme como el acero: 

—Nuestra caballería media de élite y regular flanqueará a los pesados. —Tocó dos piezas con la yema de los dedos y las deslizó hacia los bordes del mapa—. Estas formaciones en cuña se desplegarán a ambos lados y deberán chocar contra la infantería o la caballería enemiga que intente desbordarnos. Su tarea es avanzar, romper sus líneas y unirse a nosotros en la carga principal de la caballería pesada.

Lucan hizo una pausa, su mirada oscura escaneando a cada comandante presente. Uno de ellos, un hombre de rostro curtido por el viento y las cicatrices de batallas pasadas, tragó saliva. Sabía lo que eso significaba: no habría espacio para errores.

—En los flancos exteriores —prosiguió Lucan— pondremos a la infantería media. Tanto la de élite como la regular estarán posicionadas en el flanco izquierdo. La infantería pesada, tanto de élite como regular, en el derecho. Quiero que formen una barrera impenetrable. —Golpeó ligeramente la mesa con el dorso de la mano, subrayando la importancia de esa orden—. Esa barrera debe resistir cualquier acometida, pero a la vez, los flancos deben ser móviles, adaptarse al avance o retroceso del enemigo.

El silencio en la tienda se hizo aún más profundo, si eso era posible. Afuera, el viento susurraba entre las colinas, como si las propias tierras de Murath estuvieran anticipando la carnicería que pronto tendría lugar. Los legionarios fuera de la tienda seguían trabajando, levantando el campamento con eficiencia, pero una quietud inquietante parecía envolver el entorno, como si todos sintieran la inminente tormenta de acero y sangre.

—La infantería media en el flanco izquierdo será nuestra lanza, nuestra punta de ataque —continuó Lucan, su voz baja pero cargada de determinación—. Mientras que la infantería pesada en el flanco derecho será nuestro muro, la muralla que no debe ceder bajo ninguna circunstancia. —Lucan levantó la mirada y la clavó en uno de los comandantes más veteranos, un hombre con cabello gris y cicatrices profundas en su rostro—. Penetraremos su vanguardia. Mataremos a su general, Elveric Malkor, en medio del caos de la carga. Una vez que su ejército quede sin cabeza, los masacraremos hasta hacerlos retroceder. Los empujaremos hacia las montañas de Khorathor. —Hizo una pausa, observando las reacciones de sus comandantes—. Khorathor es un terreno montañoso, con pasos estrechos y escarpados. Allí, nuestra inferioridad numérica no será un problema. Su superioridad en números se volverá inútil entre esas rocas.

Uno de los comandantes, un joven impetuoso y recién ascendido a su rango, frunció el ceño, como si quisiera hacer una pregunta, pero antes de que pudiera abrir la boca, un nuevo jinete irrumpió en la tienda. Estaba cubierto de polvo y sudor, su respiración agitada, y su rostro pálido indicaba que traía noticias urgentes y nada agradables.

—General... comandantes... —el jinete hizo una reverencia rápida, temblorosa—. Elveric Malkor no está solo en la vanguardia. Hemos divisado más banderas, mayormente de Stirba. Al parecer, Darian Khoras, el Carroñero, se une a sus filas. Sus tropas han sido avistadas en el flanco oeste, y pronto se unirán al ejército de Malkor.

El nombre de Darian Khoras cayó como una piedra en el pozo del silencio que reinaba en la tienda. El Carroñero. Ese hombre era casi tan temido como Malkor, pero por razones diferentes. Mientras que Malkor era conocido por su brutalidad en el campo de batalla, Khoras era un estratega frío, un hombre que no luchaba para ganar en el sentido tradicional, sino para destruir. A donde Khoras llegaba, dejaba tras de sí ruinas humeantes, cadáveres olvidados y tierras que no volvían a ser fértiles.

Lucan alzó una ceja, pero no mostró señales de sorpresa. Simplemente ajustó su postura y volvió su atención al mapa. Con un movimiento firme, movió dos piezas adicionales, ajustando su formación en consecuencia. El plan debía adaptarse, pero no cambiaría en lo esencial.

—Entonces jugaremos con dos bestias —murmuró, su voz apenas audible, pero suficiente para que los más cercanos lo escucharan. En sus palabras, no había miedo, solo una fría determinación—. Que vengan.

Los comandantes intercambiaron miradas, pero ninguno dijo una palabra. Sabían que en la mente de Lucan, la victoria ya estaba en marcha, aunque la batalla no hubiera comenzado. Su confianza era tan gélida como el aire que se filtraba en la tienda. Había algo en esa calma que infundía a sus hombres un extraño consuelo, como si, de alguna manera, ya estuvieran destinados a vencer.

Lucan levantó finalmente la mirada, recorriendo con sus ojos a los hombres reunidos ante él. Cada uno de ellos tenía en sus manos la vida de miles, y lo sabían.

—Preparen a los legionarios. —Su voz era baja, pero tenía la intensidad de un trueno en la distancia—. Cada uno de ustedes comandará las tropas de infantería y proyectiles. No puede haber errores. Necesito un mando excepcional.

Los comandantes asintieron, y uno a uno comenzaron a salir de la tienda para hacer sus preparativos. Afuera, las colinas de Murath, hasta ahora tranquilas, pronto serían el escenario de una carnicería inimaginable.

El sonido de los tambores de guerra retumbaba por todo el campamento, marcando un ritmo firme y resonante que parecía sincronizarse con los corazones de los soldados. El viento, cada vez más violento, levantaba nubes de polvo que se deslizaban entre las filas de los legionarios, mientras las enormes banderas ondeaban con fiereza, sus colores intensos brillando bajo el cielo gris. El emblema del ducado, un lobo dorado sobre un fondo negro, resaltaba en los estandartes, sus detalles carmesíes destacando como sangre recién derramada. La imagen del lobo parecía moverse al compás del viento, como si cobrara vida, lista para lanzarse a la batalla.

Lucan observaba el despliegue de sus tropas desde una colina cercana, la cual ofrecía una vista privilegiada de todo el valle donde se formarían las fuerzas antes del enfrentamiento. Las tropas se movían con una disciplina impecable, como un engranaje bien aceitado, cada hombre sabiendo exactamente su posición y función dentro de la vasta maquinaria militar. Era una de las cosas que más admiraba de sus legionarios: su capacidad para ejecutar órdenes con precisión milimétrica, incluso bajo la presión de la inminente batalla.

A su izquierda, la infantería media empezaba a tomar sus posiciones. Equipados con hachas de petos y escudos de cometa, los soldados se organizaban en bloques y columnas que cubrían el flanco izquierdo del ejército. Los gritos de los comandantes resonaban por todo el campo, dando las últimas órdenes antes de que el ejército quedara completamente formado. El acero de las hachas reflejaba el pálido resplandor de la luz filtrada por las nubes, y los escudos relucían con la humedad que traía el viento. En total, 1,500,000 infantes medios formaban parte de ese despliegue, con las tropas de vanguardia pertenecientes a las diez legiones personales de Lucan y las otras veinte legiones de hierro preparadas justo detrás, listas para entrar en combate cuando fuera necesario.

Al otro lado del campo, en el flanco derecho, la infantería pesada se organizaba con igual rigor. Los soldados, armados con escudos de torre y largas alabardas, formaban líneas densas, dispuestos a avanzar de manera compacta y luego formar una impenetrable muralla de escudos cuando llegara el momento. Era una táctica diseñada para resistir las embestidas más feroces, un muro de acero que prometía detener cualquier carga enemiga. En total, 900,000 infantes pesados se preparaban para el combate, todos entrenados para soportar los peores embates del enemigo y, si era necesario, morir de pie sin ceder un solo paso.

Entre estos dos flancos, la caballería media se organizaba en cuñas. Equipados con alabardas en mano y escudos triangulares, estos jinetes eran una fuerza versátil, capaces de luchar tanto a distancia como en combate cuerpo a cuerpo. En sus monturas llevaban arcos, listos para lanzar una lluvia de flechas antes de que la caballería se lanzara en la carga. Los caballos, protegidos con bardas de acero casi completas, llevaban también capas de cota de malla y gambesones reforzados, que ofrecían una defensa adicional contra las flechas enemigas. Los 840,000 jinetes medios, divididos en dos flancos con 420,000 en cada uno, se preparaban en cuñas de 21,000, listas para desgarrar las líneas enemigas con la precisión de una hoja de cuchillo.

En el centro del despliegue se estaba formando la punta de lanza del ejército, una "V" invertida compuesta por la élite de las fuerzas de Lucan. Al frente de la formación, liderando la carga, estaban los Osos Blancos, su guardia personal. Eran solo 10,000, pero cada uno de ellos era un veterano curtido en innumerables batallas, hombres de cuerpos fornidos y rostros endurecidos por la guerra. Sus hachas de petos eran descomunales, con hojas anchas y afiladas en un extremo, y pesadas mazas en el otro. No había enemigo que no temblara ante la visión de estos guerreros avanzando en formación, y Lucan confiaba plenamente en su capacidad para romper cualquier línea defensiva.

A los lados de los Osos Blancos, flanqueándolos, estaba la caballería pesada de élite. Los 50,000 jinetes de las diez legiones personales de Lucan se distribuían a lo largo de las alas de la "V", 25,000 a cada lado. Sus caballos, cubiertos por bardas de metal y cotas de escamas, se movían pesadamente, pero con una fuerza contenida que prometía una carga devastadora. Detrás de ellos, 100,000 jinetes pesados de élite, pertenecientes a las veinte legiones de hierro, esperaban su turno. El suelo bajo sus patas temblaba con el peso de las armaduras y el armamento, un rugido sordo que anticipaba la tormenta de acero y sangre que estaba por venir.

Lucan, observando el despliegue, levantó una mano en señal a su portaestandartes, dando la orden de detener el crecimiento de la "V". En lugar de seguir expandiéndose, el general decidió dividir la caballería pesada restante en dos oleadas adicionales. Aún quedaban los 300,000 jinetes pesados regulares de las treinta legiones de hierro, y Lucan los organizó en otras dos formaciones en "V", cada una con 150,000 jinetes. Estos jinetes, aunque regulares, llevaban el mismo armamento que los de élite: lanzas de caballería como arma principal, y un conjunto de armas secundarias, que incluían martillos de guerra, alabardas y hachas de petos. Además, cada uno llevaba un carcaj con jabalinas, lo que les permitía hostigar al enemigo antes de entrar en combate cuerpo a cuerpo.

Mientras las formaciones se completaban, las tropas de proyectiles también se reorganizaban. Los ballesteros, en un total de 1,500,000, se colocaban en apoyo de los flancos, preparados para desatar una lluvia de virotes sobre el enemigo. 750,000 ballesteros apuntaban a cada formación de infantería, cubriendo los lados como una marea de disparos mortales. Detrás de ellos, los arqueros, en un número aún mayor, formaban una segunda línea de apoyo. 2,400,000 arqueros estaban listos, repartidos en ambos flancos y el centro, dispuestos a lanzar sus flechas con una precisión letal.

Finalmente, en la retaguardia, las reservas de infantería ligera y caballería ligera permanecían a la espera de cualquier eventualidad. 2,100,000 infantes ligeros y 1,350,000 jinetes ligeros formaban esta última línea, listos para intervenir en cualquier punto que necesitara refuerzos. Las reformas implementadas por Lucan les permitían portar arcos, lo que significaba que también podían ofrecer apoyo a distancia sin tener que lanzarse directamente al combate.

Lucan dio un último vistazo al campo de batalla que se extendía ante él. Cada unidad estaba perfectamente posicionada. Los tambores seguían resonando, y el viento continuaba arrastrando el polvo por todo el valle. No había más que esperar. La batalla estaba por comenzar, y las tierras de Murath serían testigos de una carnicería que quedaría grabada en la memoria de todos los que sobrevivieran para contarla.

Lucan avanzaba con un paso lento y firme hacia su nuevo semental, un imponente corcel blanco al que había llamado "Tempestad". El animal, de una musculatura robusta, irradiaba poder y velocidad. Era su nuevo compañero, heredado de la descendencia de su yegua y semental anteriores, ambos muertos de vejez. Aquel caballo era una bestia majestuosa, equipada con una pesada barda de metal, reforzada con una cota de escamas, una capa adicional de cota de malla y un grueso gambesón debajo. A pesar del peso abrumador de la armadura, Tempestad no parecía inmutarse; su musculatura se tensaba con cada paso, pero no era impedimento para moverse con agilidad. La barda estaba ornamentada en oro blanco, con patrones intrincados que no seguían ninguna forma específica, solo símbolos que representaban la opulencia y el poder de su dueño.

Lucan alzó la mano para acariciar brevemente el costado de la cabeza de su montura antes de montarlo con lentitud y precisión, haciendo que su propia armadura resonara con el movimiento. Su pecho estaba adornado con un emblema personal: un oso blanco hecho de diamantes, con rubíes como ojos que brillaban con una ferocidad siniestra, intensificando la amenaza que Lucan encarnaba. Ese emblema era algo profundamente personal, reflejaba su símbolo de su temido sobrenombre, "El Oso Blanco". Mientras se acomodaba en la silla de montar, no llevaba el yelmo. Lucan quería que sus hombres vieran su rostro endurecido por las cicatrices de innumerables batallas, y dejar que el viento levantara su largo cabello blanco como la nieve y su espesa barba.

A su lado, el portaestandarte cabalgaba con un estandarte gigantesco, ondeando bajo el cielo gris. El emblema del lobo dorado en campo negro con detalles en rojo representaba al ducado de Zusian y el escudo de los Erenford ondeaba con igual fuerza. Era un estandarte de guerra temido por quienes lo veían acercarse en el campo de batalla, pues significaba la llegada del general Lucan Frostblade, uno de los guerreros más feroces que jamás hubiera cabalgado estas tierras.

El ejército, al verlo avanzar desde la colina, comenzó a hacer sonar sus armas. Los legionarios de hierro golpeaban sus espadas contra sus escudos o contra sus pechos con un ritmo sordo que resonaba en el aire. A medida que Lucan descendía la colina y se adentraba en las formaciones, los cuernos de guerra y los tambores comenzaron a redoblar con mayor intensidad, anunciando su llegada. El rugido de los soldados lo acompañaba, una sinfonía de guerra que se expandía como una marea por todo el campo de batalla, el clamor no era de honor ni de gloria, era una llamada a la violencia, a la masacre inminente. A medida que Lucan pasaba, los hombres solo intensificaban su rugido, como el de bestias sedientas de sangre, ansiosos de que la batalla comenzara.

Lucan no se detuvo en la retaguardia ni en el centro de la formación. No era un líder que dirigiera desde la seguridad. En lugar de eso, continuó Avanzó hasta el frente de las tropas, pasando lentamente a través de sus hombres, observando sus rostros desde la vanguardia. Con una mirada fría y calculadora, pasó su caballo entre los soldados, observándolos a todos como un depredador elige a su próxima presa. Quería que lo vieran, que los hombres reconocieran el rostro de la destrucción personificada: su rostro curtido por la guerra, su cabello blanco ondeando al viento como una señal de muerte inminente, y su barba poblada y salvaje.

Todos eran guerreros, hombres curtidos por la batalla, por el dolor, por la sangre derramada. Pero hoy, no necesitaba soldados. Hoy, necesitaba monstruos. Con un gesto preciso, Lucan trazó una serie de movimientos con la mano, invocando la magia que amplificaba su voz, haciendo posible que sus palabras resonaran en todo el valle. Era momento de hablar. No les daría un discurso de honor o nobleza. No había espacio para esas tonterías hoy. Lo que necesitaba eran monstruos, bestias sedientas de sangre, hombres que olvidaran su humanidad y se convirtieran en herramientas de destrucción.

—Legionarios —comenzó, y el ruido cesó—. Ya lo dije antes, pero por si algún bastardo no escuchó o todavía tiene dudas, lo repetiré ahora y por última vez. No espero que sean héroes. ¡No espero que crean en leyendas o en honores! ¡Lo que espero es que sean bestias! ¡Que devoren a sus enemigos con la brutalidad que nos ha definido desde siempre! ¡Hoy no habrá piedad! ¡Ni para ellos ni para nosotros! Si alguno de ustedes muere, quiero que cuando encuentren su cadáver, esté rodeado de cuerpos enemigos destrozados por sus manos.

Lucan escupió al suelo, sus ojos brillando con una furia casi inhumana. Observó a sus hombres, sus hijos de la guerra, y continuó:

—Hoy no es un día glorioso para héroes ni para cobardes. ¡Hoy es el día en que treinta legiones, sedientas de venganza, saciarán su hambre de muerte! ¡Hoy es el día en que regresamos a la batalla no como hombres, sino como bestias! ¡Hoy es el día en que treinta legiones, después de años de contenerse, sacian su sed de sangre! Somos hombres curtidos, hombres de guerra, hombres que han sido encadenados por la paz, ¡pero ahora somos libres! ¡Hoy no hay cadenas, hoy no hay reglas! ¡Hoy solo habrá sangre!

Los legionarios rugieron y golpear sus armas nuevamente, un sonido tan visceral que resonó en los huesos de cada hombre allí. Los ojos de los soldados ya no reflejaban esperanza ni miedo, sino una furia asesina alimentada por las palabras de su líder. Lucan sonrió, satisfecho.

—Hace dieciséis años —continuó Lucan, levantando la mano para silenciar el creciente rugido—, Stirba y Zanzíbar, junto con con más despreciables marquesados y condados, intentaron destruirnos. ¡Mataron a millones de nuestros hermanos! ¡Quemaron nuestras tierras! ¡Asesinaron a nuestro duque! Kenneth Erenford, el Lobo Sangriento, murió por culpa de esos hijos de puta. ¡Mataron a nuestros hijos, violaron a nuestras hijas y arrasaron con nuestra sangre! —Lucan apretó los puños, sus ojos llameando con una rabia que parecía consumirlo desde dentro—. ¡No me importa cuántos años pasen! ¡No me importa cuántas batallas se peleen! Mi ira no ha disminuido ni un solo maldito día. ¡Y no descansaremos hasta que los bastardos de Stirba y Zanzíbar estén muertos, hasta que sus tierras sean cenizas y sus cráneos adornen nuestras murallas!

El ejército rugía a su alrededor, las palabras de Lucan encendiendo en ellos un odio antiguo, un fuego que llevaba años ardiendo sin consumirse.

—¡Díganme, hijos míos, hermanos míos! —gritó Lucan, levantando el brazo al cielo mientras Tempestad relinchaba y pateaba el suelo con furia, sus cascos golpeando la tierra como truenos. Su voz, amplificada por la magia, resonó en cada rincón del campo de batalla—. ¡Les pregunto! ¡¿Qué día es hoy?!

Los legionarios respondieron con un rugido ensordecedor, el clamor de millones de gargantas que se unían en un solo grito, poderoso y primitivo. El estruendo era tal que las aves en los bosques cercanos alzaron el vuelo, asustadas por aquel sonido que parecía surgir de las entrañas de la tierra.

—¡El día de la masacre! ¡El día de la sangre! ¡Un día de venganza! —gritaron al unísono, sus voces transformadas en el rugido de una horda imparable, ansiosa por desatar el caos y la destrucción. Los estandartes ondeaban frenéticamente con cada bramido, y el cielo, cargado de nubes grises, parecía a punto de abrirse para dejar caer su propia furia.

Los cuernos de guerra y los tambores, que ya habían alcanzado una intensidad aterradora, aumentaron su volumen aún más. Era como si los mismísimos cielos estuvieran tocando para dar la bienvenida a la carnicería que se avecinaba. Los soldados, infectados por la sed de sangre, golpeaban con más fuerza sus armas, sus corazones latiendo al ritmo del incesante estruendo.

Lucan, con una sonrisa feroz, desenvainó su mandoble, una espada de hoja ancha y brillante que reflejaba la escasa luz del sol oculto tras las nubes. La hoja estaba grabada con antiguas runas que contaban historias de batallas pasadas y victorias gloriosas. Espoleó a Tempestad, quien respondió con un bramido y salió al galope. Lucan cabalgó a lo largo de la vanguardia, su figura imponente inspirando a sus hombres. A su paso, los tambores resonaban aún más fuerte, los cuernos aullaban, y el rugido del ejército se transformaba en una sola palabra: "¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!". Este rugido solo se intensificó, los tambores retumbaron con mayor fuerza y los cuernos de guerra emitieron sonidos profundos y amenazantes que resonaban en el corazón de cada soldado.

Sus gritos lo decían todo. Hoy era el día en que la venganza de Zusian se desataría como una tormenta imparable. Hoy, la furia contenida durante quince años estallaría con una violencia que haría temblar a los cielos y a la tierra. Hoy, los monstruos serían liberados.

Los estandartes ondeaban salvajemente al viento, mostrando orgullosos el lobo dorado en campo negro con detalles carmesíes. Las armaduras brillaban como una marea metálica, y el estruendo de las armas chocando contra los escudos creaba una cacofonía ensordecedora. Los ojos de los soldados ardían con una mezcla de rabia y determinación, sus rostros reflejaban la sed de venganza acumulada durante años.

Al completar su recorrido por la vanguardia, Lucan regresó al frente de la formación en "V". A su derecha, como siempre, estaba Ottokar, montado en su corcel negro como la noche, cuyos ojos brillaban con una ferocidad igual a la de su jinete. Ottokar observaba el horizonte con expresión severa, sus manos enguantadas sujetando con firmeza las riendas y el mango de su martillo de guerra.

—Buen discurso, mi señor —dijo Ottokar, entregándole el yelmo cerrado que había estado sosteniendo—. Pero, ¿está seguro de que quiere liderar la vanguardia? Ya estamos viejos, y admito que aún estoy algo oxidado.

Lucan soltó una carcajada burlona mientras tomaba el yelmo, una pieza de armadura magnífica, adornada con detalles en oro blanco y grabados de osos en combate.

—¿Incluso tú, Ottokar? —respondió con un tono desafiante—. Es como si no me conocieras. Por haberme retirado quince años no significa que esté oxidado. No dudes de mí, amigo. Ambos hemos estado inactivos, y muchos dicen que hiberné, pero no hubo día que no entrenara. Ambos, amigo mío, somos bestias que necesitaban sacar las garras.

Ottokar asintió, su expresión endurecida, mientras sostenía un enorme martillo y se lo entregaba a Lucan.

—Tiene razón —admitió, mientras ajustaba su propia armadura y el viento agitaba su capa ennegrecida por la sangre de viejas batallas—. Será un placer volver a sentir el peso del acero en las manos.

Con gesto firme, Lucan colocó el yelmo sobre su cabeza. La visera descendió, y las ranuras permitieron que sus ojos contemplaran el campo con claridad. A su izquierda, uno de sus Osos Blancos se acercó, un guerrero enorme cubierto con una armadura negra y pesada, que le ofreció una hacha de petos. Lucan, siendo ambidiestro, tomó ambas armas con un gesto seguro. El peso de las armas en sus manos lo conectaba con su esencia más profunda. Siempre había luchado con dos armas en batalla, y hoy no sería la excepción.

El viento soplaba con fuerza, arrastrando consigo el olor a acero y anticipación.El tiempo pasó lentamente mientras el ejército se mantenía en tensión. Los soldados esperaban, la ansiedad palpable en el aire. Entonces, desde el horizonte, apareció el enemigo. Un mar interminable de hombres, sus estandartes ondeando al viento. A lo lejos, se distinguía el emblema del Sol Áureo de Zanzíbar, un disco dorado en campo naranja que reflejaba la luz de un sol ausente. Junto a ellos, el León Coronado de Stirba, negro sobre un campo rojo sangre, avanzaba como si ellos mismos fueran una sombra de la muerte que se cernía sobre el campo.

Según los exploradores, la vanguardia enemiga estaba liderada por Elveric Malkor con 40 Ejércitos del Sol Áureo, es decir, 12,000,000 de soldados. Se estimaba que el 25% de sus fuerzas no estaba presente, ya que todas las tropas de élite de los Ejércitos del Sol Áureo de Zanzíbar estaban en el paso de Eldrakar, donde Iván iba a pelear. Además, Darian Khoras, el Carroñero, comandaba 60 Huestes de Sangre Jurada de Stirba, sumando 8,700,000 soldados. Ambos ejércitos reunían un total de 20,700,000 soldados de Zanzíbar y Stirba.

Lucan observó las banderas que ondeaban al viento. El sol de oro en campo naranja de Zanzíbar brillaba débilmente entre las nubes, mientras que el león coronado en negro sobre campo rojo sangre de Stirba destacaba como una mancha oscura en el horizonte. Miles de estandartes se agitaban, creando un mar de colores y símbolos que representaban la amenaza que se cernía sobre ellos.

Lucan observó sus estandartes ondear en la vanguardia, ambos ejércitos habían desplegado una cantidad similar de hombres, soldados de ambos ducados marchaban en bloques compactos, bloques compactos que avanzaban con disciplina marcial, una marea implacable de muerte. En la vanguardia marchaba la infantería pesada de ambos ducados. Los soldados de Zanzíbar portaban yelmos borgoñotas cerradas, sus rostros ocultos tras viseras metálicas. Sus armaduras de placas relucían, y llevaban escudos anchos y partesanas como armas principales, creando una formación casi impenetrable. Marchaban al unísono, el suelo temblaba bajo sus pasos coordinados.

Los soldados de Stirba, por su parte, usaban yelmos celadas con plumajes oscuros y una gorguera dotada de babera que protegía sus cuellos. Portaban corcescas, lanzas con hojas ornamentadas que destellaban amenazantes. Sus escudos de cometa de acero estaban adornados con el emblema del león coronado. Sus armaduras estaban ennegrecidas, absorbiendo la luz y otorgándoles una apariencia aún más siniestra.

El choque entre esos dos titanes, Zusian y sus enemigos ancestrales, estaba a punto de comenzar. Los cielos oscuros parecían presagiar la masacre que se avecinaba. Las banderas de Zanzíbar y Stirba ondeaban con arrogancia, creyéndose invencibles. Pero hoy, pensó Lucan, esos hombres se darían cuenta de que no enfrentaban a simples soldados. Hoy, enfrentarían monstruos. Bestias ansiosas de sangre, conducidas por la furia de quince años de odio contenido.

Ottokar observó el horizonte con desdén, su mirada fija en las hordas que se aproximaban. Podía ver los estandartes ondeando a lo lejos, las insignias doradas del Sol Áureo de Zanzíbar y el León Coronado de Stirba destacando en el cielo gris.

—Parece que Malkor y Khoras han traído todo lo que tienen —gruñó Ottokar, su voz impregnada de desprecio—. Creen que nos aplastarán con números, como si fueran suficientes.

Lucan respondió con una risa seca, áspera como la muerte misma.

—Que vengan —dijo con una calma que helaba los huesos—. Hoy no cazan, hoy serán cazados. Nunca fuimos presa, Ottokar. Siempre hemos sido los depredadores, y hoy no será diferente.

El silencio que siguió fue denso y cargado. Incluso el viento dejó de soplar, como si la misma naturaleza contuviera el aliento, temerosa de lo que estaba por desatarse. El sonido de los tambores cesó de repente, creando una atmósfera sofocante. El aire se impregnaba de sudor, miedo y sangre anticipada.

Lucan cruzó sus armas sobre el pecho, el peso del martillo y la hacha en sus manos era familiar, casi reconfortante. Los había empuñado tantas veces, cada una bañada en la sangre de enemigos que ya no existían. Sus ojos, duros como el hielo, recorrían las filas de sus legionarios, hombres que también habían matado, y que matarían de nuevo.

—¡Legionarios! —su voz, potenciada por la magia, resonó como un trueno—. ¡Ahí están! ¡Los que quemaron nuestras tierras! ¡Los que masacraron a nuestros hermanos y profanaron la memoria de nuestros ancestros! ¡Hoy, nos vengamos! ¡No habrá piedad, no habrá cuartel, solo muerte! ¡Hoy, Zusian se bañará en sangre!

Los legionarios respondieron con un rugido que parecía emanar desde las entrañas mismas de la tierra. Era un sonido primigenio, brutal, como si millones de bestias hubieran despertado a la vez, ansiosas de carne. El retumbar de las armas golpeando los escudos, el choque metálico, resonaba como una tormenta de acero que anunciaba el inicio de la carnicería.

Lucan giró a Tempestad, quien se encabritó con furia, sus cascos arañando el suelo. El semental blanco parecía tan ansioso por la batalla como su jinete, sus ojos reflejaban una locura que solo los caballos de guerra conocen.

—Es hora —dijo Lucan, sin desviar la vista del enemigo que se aproximaba.

Ottokar asintió, sus dedos apretaban con fuerza el mango de su maza de guerra. Su mirada era oscura, como la noche previa a una tormenta.

—Que empiece el derramamiento de sangre —gruñó, mientras alzaba la maza sobre su hombro, listo para la masacre que se avecinaba.

Lucan giró la cabeza hacia los portaestandartes, su mirada afilada como cuchillas.

—¡Portaestandartes, en formación! —ordenó, su voz resonando desde la retaguardia hasta el frente—. ¡Arqueros, que la muerte llueva desde el cielo! ¡No cesen hasta que el último enemigo esté enterrado bajo un manto de flechas!

El sonido de las cuerdas tensándose llenó el aire. Decenas de miles de arqueros y ballesteros apuntaban sus armas hacia el cielo. En el horizonte, los ejércitos de Zanzíbar y Stirba se acercaban, sus formaciones cerradas y protegidas por los escudos anchos y las armaduras pesadas.

Lucan observaba con detenimiento, su mente calculaba cada movimiento, cada reacción. Sabía que los escudos de los enemigos protegerían a muchos de sus hombres, pero no a todos. Los que no tuvieran la fortuna de cubrirse a tiempo caerían. No importaba cuántos sobrevivieran a la primera lluvia de flechas, lo que importaba era desmoralizarlos, hacer que sintieran que la muerte podía caer sobre ellos en cualquier momento.

—¡Jinetes! —gritó Lucan—. ¡No rompan la formación! ¡Mantengan la línea o moriremos como perros!

Apenas terminó de hablar, el cielo se oscureció con la lluvia de flechas y virotes que volaban desde ambos bandos. Era un diluvio de muerte. Las flechas llovían sobre los soldados como si los cielos mismos hubieran decidido acabar con ellos. Lucan vio cómo los proyectiles rebotaban contra las armaduras de sus jinetes pesados y su guardia personal, los Osos Blancos. Pero no todos tenían la misma suerte. Algunos gritos resonaron cuando las flechas atravesaron los visores de los cascos, clavándose en ojos y gargantas. No había piedad en la batalla, solo muerte rápida o lenta.

El enemigo avanzaba inexorablemente. La distancia entre ambos ejércitos se acortaba con rapidez, y Lucan sabía que el choque estaba a minutos de suceder. El campo de batalla se teñiría de rojo.

—¡Vanguardia, cargad! —gritó Lucan, levantando su martillo de guerra hacia el cielo mientras la primera oleada de jinetes comenzaba a moverse. Él y su guardia personal, los diez mil Osos Blancos, lideraban la punta de la formación en "V", una cuña diseñada para atravesar cualquier defensa. Detrás de ellos, 150,000 jinetes pesados galopaban, formando las alas de la cuña, preparados para desgarrar a los enemigos. A sus flancos, avanzaba la mitad de la caballería media, 420,000 jinetes, listos para envolver a los ejércitos enemigos en un abrazo mortal.

—¡Por Zusian! ¡Por el Lobo Sangriento! ¡Por la venganza! —rugió Lucan, con las dos armas levantadas hacia el cielo. Su voz era pura furia, un rugido que encendió aún más el odio en los corazones de sus hombres.

—¡Por la venganza! —respondieron los legionarios, mientras sus caballos galopaban, aumentando la velocidad a medida que se acercaban a la infantería enemiga. Los cuernos de guerra sonaron de nuevo, una nota prolongada que anunciaba el inicio del infierno.

Los estandartes del Sol Áureo y del León Coronado se alzaban con arrogancia frente a ellos, desafiando a Zusian, creyendo que sus números bastarían para sofocar el rugido de las bestias que se aproximaban. Pero estaban equivocados.

El suelo temblaba bajo el peso de los caballos de guerra, y el sonido de los cascos golpeando la tierra era ensordecedor. Lucan apretaba el mango de sus armas, su corazón palpitaba con una furia contenida durante años. Podía sentir la tensión en sus músculos, la promesa de sangre en el aire. Frente a él, el mar de soldados enemigos se acercaba, cada uno una presa esperando ser devorada.

Antes de que el choque ocurriera, los jinetes pesados lanzaron una tormenta de jabalinas que surcaron el aire como una lluvia de muerte. Las jabalinas, pesadas y mortales, atravesaban el cielo, clavándose en los cuerpos de los infantes enemigos, perforando carne, huesos y armaduras por igual. El impacto fue brutal; algunos soldados fueron empalados por completo, levantados del suelo como muñecos de trapo antes de ser arrojados al suelo, desangrándose en segundos. Al mismo tiempo, los jinetes medios, con una precisión fría y letal, dispararon una lluvia de flechas desde sus arcos. Estas flechas, más finas pero igualmente mortales, encontraron los huecos en las armaduras, atravesando gargantas, ojos y corazones. El cielo se oscureció brevemente con tantos proyectiles.

Entonces, el choque se dio. Como una bestia colosal despertando, la vanguardia de los jinetes de Lucan se estrelló contra la infantería pesada enemiga. El impacto fue como el retumbar de un trueno violento, un estruendo ensordecedor que partió las filas enemigas con una facilidad escalofriante. Los caballos pretechados, pesados y furiosos, relinchaban salvajemente, sus cascos destrozando carne y huesos con cada pisada. Los gritos desgarradores de los enemigos aplastados bajo las enormes bestias llenaban el aire. Algunos de los infantes intentaron resistir, pero sus esfuerzos fueron inútiles; los caballos los arrollaban sin piedad, convirtiéndolos en pulpa sanguinolenta.

Lucan, en el centro de la carnicería, era la encarnación misma de la muerte. Blandió su martillo de guerra con una fuerza descomunal, y de un solo golpe mandó a volar a un grupo de soldados de Zanzíbar, sus cuerpos destrozados al instante. El sonido de huesos quebrándose y armaduras deformándose bajo el impacto llenó sus oídos. El martillo destrozaba cabezas como si fueran huevos, salpicando su yelmo y su armadura con sangre, sesos y fragmentos de cráneo. A su izquierda, su hacha de petos cortaba a través de los enemigos con una facilidad aterradora. Escudos y brazos se quebraban bajo la potencia de su ataque, y con la punta del hacha perforaba corazones, pulmones y gargantas, dejando un rastro de cadáveres a su paso.

La sangre brotaba en torrentes, bañando su armadura negra, el metal reluciente desapareciendo bajo una capa de rojo oscuro. Cada golpe, cada muerte, solo alimentaba su sed de venganza. Sus ojos, fríos como el hielo, no mostraban emoción alguna, solo una crueldad calculada. No había piedad en él, solo una brutal eficiencia en el arte de matar. Los gritos de los moribundos no le importaban; eran música para sus oídos.

A su lado, Ottokar blandía su monstruosa maza de guerra, cada golpe suyo era un terremoto. La maza aplastaba a los soldados enemigos, reduciendo sus cuerpos a montones de huesos rotos y carne triturada. Con cada oscilación, Ottokar dejaba un rastro de muerte y destrucción. No había escapatoria para aquellos que se cruzaban en su camino. Sus golpes no solo mataban, sino que desfiguraban, partiendo cuerpos en pedazos grotescos. En cuestión de minutos, un campo de cadáveres aplastados y despedazados se extendía alrededor de él.

Los Osos Blancos, eran verdaderas máquinas de matar, pero no lo hacían con la precisión calculada de un guerrero entrenado: lo hacían con la furia salvaje de bestias desatadas. Cada uno blandía su hacha de petos como si fuera una extensión de su cuerpo, partiendo a los soldados enemigos por la mitad con una facilidad monstruosa. Las hojas de sus hachas se hundían en los cuerpos de los soldados de Stirba, rasgando carne, triturando huesos, y derramando vísceras al suelo en un espectáculo nauseabundo. Los cuerpos caían a pedazos, seccionados de formas grotescas, mientras la sangre salpicaba el aire en oleadas espesas, cubriendo todo a su alrededor, incluidas sus propias armaduras, ahora relucientes de rojo. 

Uno de los Osos Blancos levantó a un infante enemigo con su hacha, atravesándole el estómago, levantándolo del suelo como si fuera un muñeco de trapo. El soldado, aún con vida, gritaba con terror mientras su sangre caía en una cascada imparable desde la enorme herida. Con un rugido bestial, el Oso Blanco lo sacudió como un trofeo de carne, antes de lanzarlo hacia otros soldados que intentaban retroceder, cayendo sobre ellos como un proyectil humano. Los gritos se ahogaban en una cacofonía de desesperación.

Alrededor de Lucan, los Osos Blancos seguían sembrando el caos con una brutalidad primitiva. No solo cortaban; destrozaban cuerpos con sus mazas, aplastando cráneos hasta convertirlos en masa informe de hueso y cerebro. Los cuerpos de los soldados enemigos quedaban irreconocibles, reducidos a montones de carne triturada y huesos rotos. Algunos soldados aún respiraban, gimiendo en agonía mientras sus entrañas y miembros mutilados quedaban esparcidos por el suelo como desperdicios. No había descanso para el enemigo, cada segundo que pasaba era un momento más de tortura y masacre.

Detrás de ellos, los jinetes pesados de élite continuaban con su propio festín de sangre. Tras lanzar sus lanzas de caballería en la carga inicial, dejaron de lado cualquier sutileza. Desenfundaron sus martillos de guerra de dos manos y comenzaron su labor de muerte con una precisión despiadada. Un jinete, con un solo golpe de su martillo, aplastó la cabeza de un soldado de Zanzíbar, haciendo que su casco explotara en fragmentos mientras la sangre y los fragmentos de cráneo salpicaban a los soldados cercanos. Los que estaban más cerca intentaron retroceder, pero cayeron bajo la furia inhumana de los jinetes. 

Los martillos caían con una fuerza imposible, rompiendo costillas, aplastando cuerpos, destrozando extremidades. Los soldados enemigos que trataban de formar una defensa con sus partesanas o corcescas eran destrozados antes de que pudieran siquiera levantar sus armas. Cada intento de resistir terminaba en sangre, vísceras y desmembramiento. Los cuerpos eran lanzados por el aire con cada golpe, girando en el aire como muñecos rotos antes de caer al suelo en una maraña de extremidades y sangre. El campo de batalla estaba siendo transformado en una carnicería, donde cada paso dejaba un rastro de cuerpos destruidos.

Lucan, cabalgando en medio de esta brutal danza de la muerte, observaba con ojos fríos y calculadores. Cada muerte, cada golpe, cada grito de agonía era como una nota en la sinfonía de destrucción que él mismo había orquestado. A su alrededor, sus hombres, su ejército, ejecutaban su voluntad con una ferocidad que pocos ejércitos podían igualar. Los soldados enemigos caían en masa, reducidos a montones de cadáveres destrozados que se amontonaban en el campo de batalla. No había piedad, no había descanso, solo una carnicería imparable.

La caballería media, con sus alabardas manchadas de rojo, avanzaba como una tormenta de acero. Las largas hojas de las alabardas cortaban a los enemigos en dos, decapitando, desmembrando, y cortando torsos con la misma facilidad que si fueran paja. Lucan observaba cómo sus hombres penetraban en las líneas enemigas, cada movimiento de sus alabardas era letal. Soldados caían en pilas, sus cuerpos siendo destrozados, mientras la tierra se teñía de sangre bajo sus pies. Los gritos de dolor resonaban en el aire, ahogados por el ruido de los golpes, los cascos de los caballos y el retumbar de la matanza.

Los soldados de Stirba y Zanzíbar, desesperados, intentaban retroceder, pero no había escapatoria. Los jinetes pesados los cercaban como depredadores implacables. Aquellos que caían no lo hacían rápidamente; muchos quedaban mutilados, arrastrándose por el suelo con las manos intentando sujetar sus intestinos derramados, o gimiendo mientras sus miembros amputados quedaban esparcidos a su alrededor. Los que aún podían correr se enfrentaban a un muro de muerte y acero que avanzaba hacia ellos sin detenerse.

Lucan vio a un grupo de soldados de Stirba intentando levantar una formación defensiva, alzando sus corcescas en un desesperado intento de frenar el avance de sus Osos Blancos. Pero fue inútil. Los Osos Blancos arremetieron contra ellos como un vendaval de muerte. Las corcescas fueron destrozadas con facilidad, y los soldados que las empuñaban salieron volando, partidos por la mitad por los enormes filos de las hachas. Los cuerpos cayeron al suelo en montones de carne destrozada, sus torsos abiertos, las entrañas derramadas como una ofrenda sangrienta al suelo. 

Los gritos, el sonido de la carne desgarrada y los huesos rompiéndose llenaban el aire. El olor a sangre, sudor y muerte era insoportable. Lucan, bañado en la sangre de sus enemigos, seguía avanzando. Sus ojos, fríos y calculadores, no mostraban emoción alguna. Para él, esta carnicería no era más que un paso necesario hacia la venganza total. No se detendría hasta que cada uno de sus enemigos hubiera sido aplastado bajo su bota, hasta que la tierra estuviera cubierta por una alfombra de cadáveres.

El suelo estaba saturado de sangre y barro. Las huellas de los caballos, los cuerpos destrozados y las armas rotas formaban una grotesca pintura de destrucción. Los soldados enemigos intentaban huir, pero no había escapatoria. Aquellos que osaban mirar atrás veían solo muerte y horror, el avance imparable de los jinetes, los Osos Blancos y Lucan en el centro de todo. Los cadáveres se amontonaban, los cuerpos mutilados formaban montañas de carne desgarrada. Los gemidos de los moribundos eran apagados por el sonido de los cascos y las armas golpeando carne.

Lucan no paraba. No podía parar. Sentía la sangre caliente correr por su armadura, pegajosa y espesa, mientras su martillo y su hacha de petos danzaban como sombras mortales en el campo de batalla. Cada golpe que daba dejaba estelas de muerte a su paso, un rastro de sangre, huesos rotos y cuerpos destrozados. A su alrededor, el caos era absoluto: una tempestad de gritos, crujidos de armaduras y el impacto sordo de las armas contra carne.

Emergió de entre la densa formación de infantería pesada, bañado en sangre hasta las rodillas, trozos de carne humana y huesos adheridos a sus botas y a las patas de su corcel, Tempestad. El caballo resoplaba con furia, cubierto de sangre y arañazos, su armadura resplandeciente ahora teñida de un carmesí oscuro. El olor a muerte impregnaba el aire, una mezcla nauseabunda de sangre, entrañas y sudor.

Frente a él, la infantería media del enemigo, soldados de Zanzíbar y Stirba, formaba una barrera. Ojos brillantes de ira y determinación se clavaban en él, cuerpos tensos, las armas listas para detener lo que fuera que se les acercara. Estos hombres no mostraban miedo, no había duda en sus movimientos. Estaban bien disciplinados, entrenados para morir antes que ceder terreno. Lucan observó sus líneas con un destello calculador en los ojos. No los subestimaba, pero sabía lo que venía.

Antes de que pudiera ordenar la carga, una lluvia de proyectiles enemigos cayó sobre él y su compañía. Flechas silbaban en el aire, rebotando en las armaduras como aguijones impotentes. Aunque no causaron grandes bajas, el impacto fue suficiente para desviar momentáneamente su atención. No era más que una distracción, lo sabía. Apenas una táctica para intentar frenar su avance.

Lucan no se inmutó. Volvió a concentrarse en su objetivo. La infantería media que se preparaba para detenerlos no era rival para lo que venía. Con un rugido que resonó como un trueno en el campo de batalla, ordenó la carga. A su lado, los Osos Blancos y los jinetes pesados de élite se lanzaron hacia adelante, una masa imparable de acero y carne, cada uno como una fuerza de la naturaleza desatada. Las hachas de petos de los Osos Blancos cortaban el aire con brutal facilidad, arrancando miembros y cabezas con una precisión salvaje, mientras los martillos de guerra de los jinetes pesados rompían cuerpos y cráneos como si fueran de barro. La línea enemiga titubeó.

Pero entonces, el verdadero ataque llegó. Desde los flancos, una carga de caballería pesada enemiga emergió repentinamente. Los caballos galopaban con furia, las lanzas listas para atravesar la formación de Lucan. Los cascos resonaban contra el suelo manchado de sangre como un tambor de muerte. Era evidente la intención: rodearlo, aislarlo, matarlo. Los generales enemigos habían trazado bien su plan, sabían que eliminar a Lucan podría significar la desmoralización total de su ejército. Pero Lucan no era un novato en estas tácticas. Esto era precisamente lo que había anticipado.

Antes de que la caballería enemiga pudiera cerrar el cerco, la retaguardia de Lucan, compuesta por jinetes medios, surgió como sombras en la sangre. Bañados en carmesí y con alabardas en mano, se interpusieron entre los flancos de Lucan y los jinetes enemigos. El choque fue brutal. Las largas alabardas cortaban el aire, decapitando caballos, atravesando torsos, partiendo armaduras con la misma facilidad que la carne blanda debajo. Los gritos de los jinetes enemigos se apagaron en segundos mientras eran arrollados, despedazados y lanzados al suelo en montones irreconocibles de miembros desmembrados.

Esto permitió a Lucan y sus hombres concentrarse en la carga frontal. Al frente, una oleada de caballería pesada enemiga se acercaba, galopando con la fuerza de una avalancha. Pero Lucan no retrocedió. No podía permitirse el lujo de vacilar. Sus ojos se clavaron en el enemigo, sus pupilas reducidas a rendijas mientras calculaba cada movimiento, cada posible punto de impacto. A su lado, Ottokar se adelantó, una bestia de furia desatada. Con su enorme maza, arremetió contra la caballería enemiga. El primer jinete que encontró voló por los aires, su cuerpo despedazado por un solo golpe. La armadura del hombre se partió como una cáscara frágil, y su carne explotó en una nube de sangre y huesos.

Los Osos Blancos no se quedaron atrás. Con un rugido bestial, se lanzaron al combate cuerpo a cuerpo. Las hachas de petos cortaban el aire, abriendo cuerpos como si fueran de papel. Un solo corte bastaba para partir a un hombre en dos, desde el hombro hasta la cadera. La sangre salpicaba el aire en gruesas cascadas, cubriendo sus armaduras, sus rostros, hasta el último rincón del campo de batalla. Los jinetes pesados de élite, armados con martillos de guerra de dos manos, aplastaban cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Los cráneos estallaban bajo los golpes, los torsos se comprimían y explotaban en una masa sanguinolenta de vísceras y huesos astillados.

Lucan, en medio de esta carnicería, lideraba con la frialdad de un estratega. No había emoción en su rostro, ni gozo ni rabia, solo una calculada determinación. Cada muerte que causaba era un paso más hacia su objetivo. Su hacha cortaba carne y su martillo aplastaba huesos con la misma facilidad. Frente a él, los soldados enemigos trataban desesperadamente de levantar una formación defensiva, alzando sus corcescas y partesanas en un intento final de detener su avance. Pero era inútil. Lucan sabía que estaban condenados.

Con un solo gesto, ordenó a sus hombres que avanzaran. Los Osos Blancos cargaron, aplastando la defensa enemiga como una ola de destrucción imparable. Las corcescas se partieron bajo los golpes de sus hachas, los cuerpos de los soldados volaron por los aires, partidos en dos, sus torsos abiertos en un espectáculo grotesco de vísceras y sangre. Los gritos de agonía resonaban en el aire, pero ya no importaban. El campo de batalla era una carnicería, y Lucan no se detendría hasta que todo estuviera cubierto de cadáveres.

El suelo, empapado de sangre hasta los tobillos, se había vuelto una trampa mortal. Bajo las botas de los soldados y los cascos de los caballos, se mezclaban la tierra, el barro y los fluidos corporales de los caídos, formando una superficie resbaladiza que traicionaba a cada paso. Los cuerpos mutilados, algunos todavía retorciéndose en los últimos estertores de la muerte, se amontonaban a su alrededor. Lucan los observaba sin emoción, sus ojos como pozos vacíos que solo reflejaban el caos y la destrucción que él mismo había desatado. Cada vez que avanzaba, dejaba huellas carmesí que marcaban su rastro de muerte, un sendero de horror y aniquilación.

A su derecha, un soldado de Stirba, con las piernas partidas por un golpe de martillo, intentaba arrastrarse lejos del campo, sus intestinos arrastrándose tras él como una serpiente de carne expuesta. Lucan, sin detener su marcha, levantó su martillo y lo dejó caer sin misericordia sobre el cráneo del hombre. El sonido fue un crujido húmedo, un estallido de hueso que lanzó una lluvia de fragmentos de cráneo y cerebro sobre el suelo. Los soldados cercanos se estremecieron, pero siguieron luchando. Aquí, en el infierno de la guerra, no había espacio para la piedad.

Montado sobre Tempestad, su imponente corcel blanco ahora transformado en una criatura bañada en sangre y restos humanos, Lucan contemplaba el pandemonio a su alrededor. La carnicería era total. Los gritos de los heridos se entremezclaban con los rugidos de batalla, el choque de armas contra armaduras y el sonido sordo de los cuerpos aplastados bajo los cascos de los caballos. Era la sinfonía de la muerte, una composición violenta que él mismo había orquestado con precisión.

Lucan empezó a cabalgar detrás de la punta de la cuña, donde se encontraba su portaestandartes y donde podía analizar el campo de batalla sin perder su impulso, Lucan empezó a observar cada detalle, cada movimiento del enemigo, como un depredador acechando a su presa. Los enemigos que enfrentaba no eran inexpertos; se habían adaptado rápidamente, sus tácticas mejoradas por alguna mente capaz que había tomado el mando. La infantería media de Zanzíbar y Stirba había formado una defensa sólida. Blandían sus partesanas y gujas con precisión mortal, separando a los jinetes pesados que habían logrado penetrar la formación y cazándolos uno a uno. Sus movimientos eran organizados, fluidos, y estaba claro que no se trataba de una simple defensa desesperada, sino de una maniobra calculada para desangrar a los invasores.

Lucan frunció el ceño bajo su casco, sabiendo que la batalla no podía continuar de esta forma. Su fuerza inicial de choque estaba siendo frenada, y eso no era aceptable. En medio del caos, levantó la mano y su portaestandartes agitó su estandarte personal, el del ducado. Los hombres a su alrededor entendieron de inmediato la orden. Las banderas comenzaron a ondear, transmitiendo instrucciones a lo largo de las filas. Los tambores de guerra comenzaron a resonar en la distancia, sus pulsos rítmicos anunciando el siguiente movimiento.

El rugido de los cuernos de guerra resonó en el horizonte, como una llamada a la muerte que hacía temblar los huesos. El aire estaba cargado de polvo, sangre y el hedor acre de la carne quemada. A lo lejos, Lucan divisó cómo la segunda oleada de caballería emergía desde las colinas, una marea de acero y músculo que parecía interminable. 150,000 jinetes pesados y 210,000 jinetes medios avanzaban, sus lanzas levantadas como agujas amenazantes, y las placas de sus armaduras reflejaban los últimos vestigios de luz que lograban atravesar las densas nubes de polvo. Los relinchos de los caballos eran casi inaudibles entre los tambores y los gritos de agonía, pero la visión era clara: una tormenta de destrucción imparable que se abalanzaba sobre el enemigo.

Lucan, con su cuerpo empapado de sudor y sangre ajena, levantó una mano cubierta de carne y vísceras para emitir una nueva orden. Observó cómo los jinetes medios se movían a los flancos, rodeando a las maltrechas formaciones enemigas de infantería pesada que ahora estaban fracturadas, debilitadas pero aún luchando desesperadamente por mantener alguna semblanza de resistencia. Lucan sabía que no habría prisioneros esta vez. "Exterminio", pensó con frialdad, mientras veía cómo los arqueros y ballesteros se posicionaban más cerca, sus cuerdas tensándose al unísono para enviar una lluvia letal sobre los restos del ejército enemigo.

El suelo temblaba bajo el inconfundible sonido de cientos de miles de botas marchando en sincronía perfecta. Desde la derecha, 900,000 infantes pesados avanzaban como una pared viviente de acero, un muro implacable que cortaba el viento con el brillo de sus escudos y alabardas. A la izquierda, otros 1,500,000 soldados de infantería media se movían en oleadas, flanqueando al enemigo, buscando desmoronar la línea derecha con la violencia brutal que solo la infantería de Lucan podía desatar. El propio Lucan podía sentir el cambio en la atmósfera; era casi palpable, como un latido oscuro que resonaba en su pecho, alimentado por la sangre derramada y la desesperación creciente de los soldados enemigos. El cerco se estrechaba, y el destino de sus enemigos estaba sellado. Solo quedaba desatar el golpe final.

A su lado, los Osos Blancos, gigantescos y cubiertos de sangre hasta los codos, continuaban su tarea de muerte. Cada hachazo era una declaración de brutalidad. La carne se desgarraba bajo sus armas con un sonido húmedo, los huesos crujían y las vísceras se esparcían por el aire, empapando a todos a su alrededor en una lluvia sangrienta. Uno de los Osos, una montaña de músculos cicatrizada y con el rostro oculto bajo un yelmo marcado por los golpes, levantó a un soldado de Stirba clavando su hacha en el cuello del hombre como si no pesara nada. Lucan vio el terror en los ojos del hombre justo antes de que su cuerpo fuera lanzado con una fuerza descomunal hacia un grupo de infantería enemiga que estaba empezando a acosar una parte de la carga. El impacto fue tan violento que derribó a tres hombres más, y el crujido de huesos quebrándose resonó sobre el campo de batalla.

Con cada galope mas y mas yelmos rodaban por el suelo, arrancados de las cabezas de los soldados, mientras los cuerpos eran destrozados por las fuerzas de Lucan. Los enemigos de Stirba llevaban yelmos de celada con gorgeras, fácilmente reconocibles entre la masa caótica de combatientes, mientras que los soldados de Zanzíbar, con sus yelmos borgoñotas barradas, caían bajo la aplastante marea de sangre y acero. Pero cada vez era menos frecuente, las formaciones enemiga se sentía más organizada que antes, más precisa. Lucan lo percibió al instante. "Han traído a alguien mejor", pensó mientras observaba los movimientos del enemigo. Quizás un nuevo comandante o estratega había asumido el control, reorganizando las fuerzas con una eficiencia que hasta ahora no había encontrado en este campo de batalla. Pero eso no cambiaría el resultado. Lucan sabía que el peso abrumador de sus números, combinado con la implacable brutalidad de sus hombres, aplastaría cualquier esperanza que los enemigos pudieran tener de resistir.

Pero estas nuevas tácticas, intensificaron aun mas el combate cuerpo a cuerpo su alrededor. Pero aun se mantenía el flujo de los jinetes pesados de élite que seguían arrollando a los soldados enemigos como una tempestad. Sus martillos de guerra descendían con tal ferocidad que los cuerpos no solo eran aplastados, sino que estallaban en una masa amorfa de sangre y huesos astillados. Las armaduras de los enemigos, cuando no se rompían, eran lanzadas por los aires junto con los cuerpos que las portaban, como si fueran muñecos de trapo. Pero a pesar de la brutalidad desatada, la infantería media enemiga mantenía su disciplina y se empezaron a formar en barreras vivientes con sus partesanas y gujas, atacando los flancos de los jinetes que habían sido derribados de sus caballos. Los jinetes pesados eran temibles incluso en el suelo, aplastando cráneos y desgarrando carne con martillos o albardas, pero estaban siendo rodeados y atacados desde todos los ángulos.

Lucan observó con frialdad cómo las tropas enemigas intentaban rodear y separar a los suyos. Las formaciones de infantería de Zanzíbar y Stirba luchaban con una intensidad renovada, mientras unidades de caballería ligera y pesada del enemigo comenzaban a acosar a sus jinetes medios en su retaguardia, interceptando sus movimientos y sembrando el caos en sus líneas. Los arqueros y ballesteros enemigos, que antes lanzaban andanadas interminables sin un punto especifico, ahora se enfocaban en las zonas más densamente pobladas de sus propias tropas, intentando frenar el avance imparable de la infantería de Lucan.

Pero entonces, como una tormenta desatada, la segunda oleada de jinetes pesados irrumpió en el corazón del campo. Los 150,000 jinetes pesados se lanzaron al ataque con sus lanzas bajas, arrollando a los rezagados enemigos que aún intentaban mantener la formación. Las lanzas atravesaron armaduras, carne y huesos, y los cuerpos de los soldados enemigos eran lanzados por los aires como muñecos rotos. Las filas enemigas se desmoronaban ante el asalto imparable de los caballeros de Lucan. El suelo temblaba bajo el peso de la carga, y los gritos de los moribundos se ahogaban en el rugido de la batalla.

En los flancos, la infantería cumplía su cometido con precisión letal. A la izquierda, los soldados con hachas de petos y escudos de torre, imponentes y letales, se movían como una marea de acero, destrozando a cualquier enemigo que se atreviera a resistir. En cada golpe de sus hachas, volaban miembros y cabezas, y la sangre formaba ríos bajo sus pies. A la derecha, la infantería pesada avanzaba en formación de muro de escudos, impenetrable y mortal, con sus alabardas atravesando los cuerpos de los enemigos que aún resistían.

Lucan observaba el campo de batalla aún avanzando en la cuña de la primera carga, su pecho se alzaba y descendía con respiraciones pesadas, sus ojos enfocados en cada detalle, en cada matiz del caos sangriento que se desarrollaba frente a él. Su corazón latía con una mezcla de furia y éxtasis mientras el rugido de los cuernos de guerra y el estruendo de la batalla se mezclaban en una cacofonía infernal. La segunda carga de su caballería pesada había irrumpido con violencia, chocando contra las debilitadas formaciones enemigas que aún resistían tras la primera embestida. Pero aunque el enemigo estaba siendo superado, la realidad era clara: Lucan seguía enfrentándose a una fuerza colosal, aún con una diferencia numérica aplastante. No podía permitirse el lujo de ceder terreno ni mostrar debilidad.

Los jinetes de la primera oleada, entre ellos su leal Ottokar que había tomado su lugar en la punta de la carga, habían comenzado a retroceder para tomar aliento. Los caballos jadeaban, con la espuma saliendo de sus bocas, sus cascos cubiertos de barro y sangre. Los hombres también bebían agua desesperadamente de sus cantimploras, intentando recuperar fuerzas para lo que claramente sería una batalla larga y agotadora. Lucan notaba el agotamiento en sus rostros, rostros curtidos por la guerra, llenos de cicatrices y manchas de sangre seca. Algunos de sus hombres se sacaban los yelmos, revelando cabelleras sudorosas y enmarañadas que goteaban sangre enemiga, y los ojos de todos ellos estaban vacíos de cualquier cosa que no fuera la sed de muerte y un cansancio infernal.

Mientras Lucan analizaba el campo, notó un cambio en las formaciones enemigas detrás de los bloques de infantería media que su caballería había comenzado a destrozar. Los estandartes ondeaban con desesperación, y el sonido de trompetas enemigas llenaba el aire. El enemigo estaba reorganizándose. Sus ojos experimentados vieron cómo, a medida que la cuña de su caballería pesada avanzaba, destruyendo las últimas defensas de la infantería media enemiga, eran recibidos por un aluvión de proyectiles. Flechas, virotes y jabalinas volaron como una nube oscura, cayendo sobre las monturas de los jinetes pesados, no contra el jinete si no contra el caballo. El impacto fue brutal. Los caballos relinchaban y caían al suelo, sus bardas siendo atravesadas y muchos, la mayoría cayendo por sus patas siendo atravesadas, lanzando a sus jinetes que, en su caída, eran aplastados bajo el peso de sus propias bestias o quedaban expuestos a los siguientes golpes del enemigo. Lucan vio cómo sus filas se tambaleaban, con hombres siendo arrancados de sus caballos por la pura fuerza del ataque.

La infantería pesada enemiga, unos verdaderos muros de carne y acero, había formado una línea en ochenta rangos de profundidad. Los cuarenta primeros rangos, como verdaderos soldados de guerra, habían lanzado una segunda lluvia de jabalinas que derribaron a decenas de caballos. El estruendo de las lanzas perforando la carne y el crujido de los huesos al quebrarse era inconfundible. Muchos jinetes pesados cayeron al suelo, algunos muertos al instante, otros, aunque heridos, se levantaban tambaleantes, intentando continuar la lucha. Los escudos enemigos se plantaban firmes en el barro ensangrentado, absorbiendo el impacto de los cuerpos y las armas de la caballería de Lucan. Algunos soldados lograban mantenerse en pie, empujando con todo el peso de sus cuerpos contra los jinetes, pero muchos sucumbieron, aplastados bajo la pura inercia de los caballos que, en su carga, arrastraban todo a su paso.

El suelo se convirtió en un charco de sangre y barro, mezclado con los cuerpos destrozados de hombres y bestias por igual. Los gritos de dolor llenaban el aire, mientras los hombres caían bajo las espadas y martillos de los que seguían combatiendo. Lucan vio a un jinete pesado ser derribado de su caballo cuando una corcesca enemiga encontró una abertura en su armadura y lo atravesó de lado a lado, levantándolo del suelo antes de dejarlo caer como una marioneta rota. Su cuerpo cayó y el soldado enemigo con su corcesca aun en el cuerpo del hombre hizo un movimiento y lo destripo, sus entrañas desparramándose por el suelo como vísceras de un animal sacrificado.

Desde los flancos, la situación cambió de forma dramática. Miles de jinetes pesados enemigos emergieron, como sombras negras entre el humo, atacando los flancos de sus propias fuerzas. La formación de jinetes de Lucan comenzó a colapsar en ciertos puntos, y por un instante, sintió que la marea podría volverse en su contra. Los hombres caían, los caballos eran derribados, y el caos se apoderaba de la batalla. 

Lucan, con una mueca de frustración arrancó una cantimplora de uno de sus hombres que descansaba cerca. Con un movimiento brusco, se quitó el yelmo y dejó que el aire frío golpeara su rostro envejecido, marcado por las cicatrices de décadas de guerra. El sudor mezclado con la sangre de sus enemigos y de sus propios hombres formaba una película pegajosa sobre su piel. Su cabello, pegado a su frente por el sudor, colgaba en mechones sucios mientras inclinaba la cabeza hacia atrás y vertía el agua fría sobre su rostro, buscando un respiro en medio de la carnicería. El agua le recorrió el cuello y el pecho, limpiando parte de la sangre, pero no suficiente para borrar la esencia de la muerte que lo rodeaba.

Los ojos de Lucan se entrecerraron mientras observaba el campo de batalla. Aún quedaban al menos cincuenta millones de soldados enemigos que no habían llegado, y la batalla seguía en pleno desarrollo. Sabía que no podía permitirse perder a muchos más hombres. Aunque lafuria alimentaba a sus tropas, la diferencia numérica seguía siendo abrumadora y no ganaria solo con moral y sed de sangre.

Así que respiro, sintiendo el ardor en sus pulmones mientras respiraba profundamente, cada bocanada de aire era como una puñalada al pecho. Su cuerpo estaba cansado, cubierto de sangre seca y sudor, pero su mente estaba más aguda que nunca. Cada segundo que pasaba, el campo de batalla cambiaba. Los estandartes enemigos volvían a levantarse entre el humo y polvo, las trompetas resonaban al otro lado del campo, y los cuerpos amontonados en el barro formaban montículos de carne desfigurada. Podía oler la mezcla agria de hierro, carne podrida, y excrementos, el hedor típico de la muerte. Sabía que no podía darles ni un segundo más para reagrupase, para reunir fuerzas. La ventaja táctica estaba de su lado, pero la cantidad de enemigos seguía siendo abrumadora. Cada minuto contaba. Cada hombre que cayera era una oportunidad menos para la victoria.

—Ottokar —rugió Lucan, su voz rasgada por la batalla—, ve a reorganizar a los hombres. Rompe el avance de la segunda carga, toma algunos de los jinetes de aquí y eliminar a la caballería que esta flanqueando a nuestra segunda carga. Después de eso trae a los jinetes pesados, formaremos una nueva línea.

Ottokar asintió sin decir una palabra y, con la eficacia de alguien que había estado a su lado durante años, giró su caballo y se lanzó al galope con varios miles de jinetes pesados detrás de él. Lucan observó cómo se lanzaban a romper las formaciones enemigas en los flancos, donde la infantería media del enemigo aún se resistía para atravesar a la caballería pesada enemiga, los jinetes de la segunda oleada, necesitaban tiempo para reagruparse y ser relevados.

Lucan clavó su mirada en el caos que se extendía ante él. Detrás de él, en la retaguardia, la infantería media de sus propias fuerzas estaba acabando con lo que quedaba de la infantería pesada enemiga en el flanco izquierdo. Las filas enemigas, que antes parecían imposibles de quebrar, ahora eran fragmentos de hombres moribundos que se arrastraban sobre sus propios intestinos, gritando en desesperación. La infantería de Lucan ya no los veían como hombres, sino como obstáculos a eliminar, como si fueran solo carne y huesos que debían ser aplastados. Cada golpe que asestaba, cada vida que arrebataba, se sentía como un una marea creciente de sangre que no parecía tener fin.

El flanco derecho era otra historia. Ahí, su caballería media se movía con la formación del martillo y el yunque, siendo la infantería pesada quien mantenía el muro mientras lo jinetes medios aplastaban o rompiendo las líneas de los soldados de Zanzíbar, quienes intentaban frenéticamente reagruparse. Los enemigos caían como hojas al viento, sus armaduras aplastadas bajo los cascos de los caballos de guerra. Algunos jinetes enemigos intentaban organizar una resistencia, pero no eran más que intentas banos ante embestidas despiadadas desde sus flancos. El sonido del metal desgarrando carne, los gritos de dolor y el inconfundible crujido de huesos rompiéndose llenaban el aire como una sinfonía infernal. Lucan podía ver los cuerpos siendo destrozados, algunos partidos en dos, otros aplastados bajo el peso de las bestias que cabalgaban sin piedad.

Las tropas de sus enemigos aún no estaban completamente destrozadas. Había flancos que resistían con tenacidad, y aunque sus hombres habían diezmado a buena parte de las fuerzas contrarias, la victoria estaba lejos de asegurarse. Calculó rápidamente los movimientos. Sabía que el enemigo intentaría un contraataque antes de ser completamente aniquilado. Su mente comenzó a esbozar una nueva estrategia, una que aprovecharía la carnicería que ya había comenzado. Lucan se concentró, necesitaba formular una nueva estrategia.

Lucan observó el terreno con frialdad, evaluando cada colina, cada pendiente, cada rincón ensangrentado del campo de batalla. El viento arrastraba consigo el polvo mezclado con la sangre de los cuerpos destrozados, y en el aire flotaba el hedor de la muerte. A lo lejos, las líneas enemigas, aunque destrozadas en ciertos puntos, aún mantenían su firmeza en el centro, donde las tropas de infantería pesada seguían alineadas. Por lo que podía ver, los estandartes enemigos ondeaban con menos arrogancia, pero el peligro aún persistía. Los generales de Stirba y Zanzíbar habían comenzado a reorganizarse y la cantidad de hombres disponibles para ellos seguía siendo abrumadora.

Lucan calculaba que al menos dieciséis millones de soldados enemigos aún se mantenían en el campo, mientras que él no había perdido más de cincuenta mil hombres hasta el momento. Aun así, sabía que debía ser cauteloso, conservando a sus tropas para los movimientos finales. Si permitía que el enemigo reagrupara sus fuerzas de reserva, su ataque, por mucho que avanzara, podría estancarse y verse atrapado en una guerra de desgaste. Y eso, lo sabía bien, sería su ruina.

Sus ojos se movieron con rapidez. A pesar de las bajas infligidas, el enemigo todavía contaba con la mayoría de su caballería pesada, media y ligera, junto a cientos de miles de infantes frescos. Cada uno de esos hombres representaba una amenaza latente, y Lucan tenia que quebrar no solo sus formaciones, sino su espíritu. Los generales enemigos estaban trabajando en conjunto ahora, viendo que su orgullo había quedado destrozado tras perder más de cuatro millones de soldados. Era evidente que comprendían que, a partir de este momento, la batalla se convertiría en un choque no solo de fuerza bruta, sino de inteligencia estratégica. Si la fuerza no era suficiente para detener a las tropas enemigas, entonces tendrían que derrotarlo con tácticas.

"Ellos también están buscando mi cabeza", pensó Lucan mientras limpiaba el sudor mezclado con sangre seca de su frente. Sabía que los generales enemigos querrían eliminar al hombre que comandaba la fuerza que los había diezmado. Sería la clave para desmoralizar a sus hombres, para hacer que el pánico y la desesperación se propagaran como una plaga. Pero Lucan no era un hombre que permitiera que el miedo le dictara sus acciones. Él mismo sería el cebo en este último enfrentamiento, usándose como un señuelo en una trampa mortal.

Lucan alzó la vista hacia las tropas que aún quedaban a su disposición. Aunque algunos hombres yacían heridos o muertos en el campo, los sobrevivientes mantenían esa chispa feroz en sus ojos, un ardor alimentado por el odio y el recuerdo de las atrocidades cometidas por Stirba y Zanzíbar hace dieciséis años. Los gritos de venganza aún resonaban en el aire, mezclándose con el ruido metálico del combate y los lamentos de los moribundos. Lucan, con la mirada afilada y la mente fría, empezó a planear su próximo movimiento. Sabía que no bastaba con la brutalidad de la matanza; necesitaba algo más, algo que jugara con la desesperación del enemigo, un golpe que quebrara no solo sus cuerpos, sino sus espíritus.

El centro del enemigo, aunque golpeado duramente por las cargas previas, se estaba reorganizando. Sabía que allí se encontraban la clave, formadas por cientos de miles de infantes pesados, medios y ligeros que aún no habían sido desplegados completamente. Los estandartes ondeaban en alto, tratando de mantener la moral de sus tropas y dando órdenes, pero Lucan podía ver a través de esa formación. Los movimientos de los generales enemigos eran demasiado evidentes para él, indicios de que estaban trabajando en una contraofensiva que, si no era detenida, podría volverse mortal para sus propias fuerzas.

Lucan no perdió el tiempo. Ordenó que llamaran a la última oleada de caballería, un contingente compuesto por 150,000 jinetes pesados y 210,000 jinetes medios que aún permanecían en reserva. A ellos se unirían 2,100,000 infantes ligeros, junto con 1,350,000 jinetes ligeros, que serían fundamentales para flanquear al enemigo. Además, reunió a la mayoría de los 1,500,000 infantes medios y los 900,000 infantes que habían participado en la masacre reciente de los últimos soldados pesados enemigos. Estas tropas serían las encargadas de los flancos, formando columnas de ataque que permitirían abrir paso para las oleadas de caballería. Sabía que este movimiento era arriesgado, pero no había otra opción.

Lucan se posicionó en el centro, justo donde quería que el enemigo creyera que estaba vulnerable. Su propia figura sería el señuelo, el cebo para atraer a los generales enemigos hacia él. Era un riesgo calculado, pues sabía que tanto Elveric Malkor cómo Darian Khoras, los generales enemigos, probablemente priorizarían su cabeza por encima de cualquier otro objetivo. Usarían todas las fuerzas restantes para intentar eliminarlo, sabiendo que sin su liderazgo, su ejército podría fragmentarse. Pero eso le beneficiaba.

Miró a su alrededor, evaluando el estado de sus tropas. Los hombres que aún luchaban en la vanguardia comenzaron a reagruparse para una nueva formación. Sabía que este último enfrentamiento sería una prueba de quién podía pensar más rápido, de quién podía anticipar los movimientos del otro. La brutalidad que había dominado hasta ahora la batalla se convertiría en una guerra de mentes, de estrategias.

El enemigo, con más de dieciséis millones de soldados aún en pie, comenzaba a reorganizarse también. Los movimientos en sus flancos no eran sutiles. Los estandartes ondeaban con nuevas formaciones mientras las trompetas resonaban a lo lejos. Lucan sabía que los generales enemigos intentarían una última maniobra desesperada para frenar su avance. No obstante, él aún contaba con el 99% de sus fuerzas, cerca de 11,820,000 legionarios, listos para luchar hasta el final. Entre ellos había 410,000 jinetes pesados y 600,000 jinetes medios, suficientes para aplastar cualquier intento de resistencia si se usaban adecuadamente.

Lucan cerró los ojos, permitiendo que los sonidos de la guerra se filtraran en su mente, como si absorbiera la energía brutal del campo de batalla. El rugido de los tambores, los cuernos resonando en la distancia, los gritos agonizantes y el repiqueteo incesante de las armas chocando llenaban el aire como una sinfonía infernal. Su respiración se hacía pesada, no por el cansancio, sino por la furia acumulada. Inhalaba el hedor de la muerte a su alrededor, el nauseabundo aroma de carne pudriéndose y sangre coagulada, mezclada con la tierra y el hierro del metal. Podía oler la putrefacción en los cadáveres que yacían bajo las capas de polvo que envolvían el paisaje, y eso solo lo encendía más. En su mente, el campo de batalla se desplegaba con la misma claridad que un mapa táctico.

El centro sería el señuelo, una trampa para los desesperados generales enemigos. Lucan mismo serviría de carnada, usando su propia vida como un faro que atraería la carga total enemiga. Sabía que Malkor y Khoras, no resistirían la tentación de enfrentarse al hombre que había destrozado su orgullo en esta batalla. Si Lucan caía, los legionarios lo seguirían al abismo. Pero él no tenía intención de caer.

La estrategia era precisa, calculada al detalle. Colocaría a la caballería pesada y media en los flancos, listos para lanzar un ataque envolvente cuando la carnicería en el centro se desatara. Estos serían los encargados de quebrar las defensas enemigas, acorralando a los soldados de Stirba y Zanzíbar como un martillo que golpea sin piedad. La infantería pesada rompería las líneas, allanando el camino para que la infantería media entrara a sembrar el caos y la confusión. Por detrás de estas, la caballería ligera y los infantes ligeros estarían listos para flanquear, aprovechando cualquier brecha que se abriera en las filas enemigas. Los ballesteros y arqueros estarían concentrados en los flancos, encargados de diezmar cualquier intento de avance por parte de las tropas enemigas.

El centro era la clave. Lucan se colocaría allí con su guardia personal, los temidos Osos Blancos. Estos guerreros veteranos y curtidos en cientos de batallas inhumanas no mostrarían piedad. Eran menos de diez mil de ellos, pero cada uno de esos hombres valía por cien. Sus hachas de petos, empapadas en sangre hasta los mangos, reflejaban la luz débil del sol que se colaba entre las nubes de polvo. Junto a ellos, veinte mil jinetes pesados de élite, equipados con martillos de guerra enormes o con alabardas cubiertas de sangre, cabalgaban en silencio, preparándose para la última carga. Detrás, los cincuenta mil jinetes ligeros de élite aguardaban con sus lanzas, las puntas brillando con el destello cruel del acero afilado. Lucan había dispuesto que los flancos serían protegidos por estos treinta mil infantes pesados, mientras que en la retaguardia posicionó a cincuenta mil infantes ligeros de élite. Todos listos para reforzar o responder ante cualquier cambio en el campo de batalla.

Del otro lado, tanto Elveric Malkor como Darian Khoras habían reorganizado sus fuerzas con astucia. Lucan los observaba desde la distancia mientras también movían sus tropas. En el centro, una monstruosa concentración de fuerzas: toda la caballería pesada del enemigo, apoyada por una infantería pesada que formaba una masa sólida de choque, una verdadera muralla de carne y acero que parecía impenetrable. Esta formación, aunque impresionante, también era predecible. Lucan sabía que los dos generales querían un golpe decisivo, uno que aplastara su resistencia desde el principio. Pero esa era su trampa.

Los flancos enemigos contaban con caballería media y ligera, seguidos de infantería media y ligera. Eran fuerzas móviles que podían envolver los flancos de Lucan si este se desorganizaba. Sin embargo, su posición era estratégica, utilizando los desniveles del terreno para esconder sus movimientos y emboscar cualquier carga enemiga que alguno de sus flancos no pudieran derribar. Los tambores de guerra y las trompetas resonaban desde las líneas de Stirba y Zanzíbar. El ritmo acelerado reflejaba la tensión en el aire, un sonido profundo y casi hipnótico que resonaba en los corazones de los hombres.

Lucan observó cómo las banderas de ambos ejércitos ondeaban violentamente, azotadas por el viento, mientras los rugidos de los millones de soldados resonaban en el campo de batalla como el estruendo de una tormenta. El choque era inevitable, y la violencia que seguiría sería como ninguna otra. Los tambores de guerra y las trompetas enemigas llenaban el aire, chocando con los rugidos de su propio ejército, como dos tempestades a punto de colisionar.

Lucan noto que sus tropas estaban algo cabizbajos y algo serios, así que levantó sus armas y respondió a los tambores y trompetas enemigas con un rugido de batalla que brotó desde el fondo de su garganta, un rugido que resonó en todo el campo de batalla como un trueno, elevando la moral de sus hombres al máximo y haciendo que los tambores y cuernos de guerra de su ejército respondieron al llamado. Los cuernos sonaron desde las filas de sus legionarios, y los tambores de guerra retumbaron como el latido de un corazón colosal. Su sonido se alzó por encima de los lamentos de los moribundos y el estallido de las armas. Lucan avanzó, encabezando la carga con su guardia de élite, los Osos Blancos, esos diez mil guerreros brutales que ya habían probado el sabor de la sangre enemiga. Acompañados por veinte mil jinetes pesados, con enormes martillos de guerra alzados como símbolos de destrucción, se lanzaron al frente.

Los cincuenta mil jinetes ligeros de élite los seguían, con sus lanzas largas dispuestas para empalar a cualquiera que osara cruzarse en su camino. En los flancos, los treinta mil infantes pesados de élite se preparaban para el impacto inicial, mientras que en la retaguardia, los cincuenta mil infantes ligeros de élite avanzaban para consolidar la formación mientras apoyaban con sus ultimas jabalinas y flechas. No había tiempo que perder. Lucan sabía que la velocidad era crucial. Si ellos cargaban primero, tendrían la ventaja del impulso. En esta batalla, ser el primero en golpear marcaría la diferencia entre la vida y la muerte.

Con un rugido conjunto Lucan espoleó a su corcel, Tempestad, y junto a Ottokar, su segundo al mando, cargaron al frente. Las fuerzas de élite que los acompañaban arremetieron contra el enemigo antes de que pudieran reaccionar. La primera línea de la caballería enemiga chocó contra ellos como una ola contra una roca, pero no hubo grieta. El estruendo del choque fue ensordecedor. El martillo de Lucan cayó con una violencia aterradora, aplastando cráneos y partiendo huesos, mientras su hacha se movía en un arco mortal, desgarrando la carne de los enemigos que lo rodeaban. Cada golpe que daba era seguido por un gemido de agonía y el sonido de un cuerpo que caía inerte al suelo, su vida extinguida en un instante.

El campo de batalla se transformó en un caos absoluto. Cuerpos caían por doquier, miembros desgarrados volaban por los aires, y el suelo, empapado en sangre, se volvía resbaladizo bajo los cascos de los caballos. A su alrededor, los Osos Blancos combatían con una brutalidad inhumana, desgarrando y aplastando todo lo que se les ponía por delante. Los enemigos gritaban de dolor y desesperación, pero no había piedad. Este era el verdadero rostro de la guerra: una carnicería sin fin, una brutalidad sin límites.