Lucan se levantó de la cama sintiendo un dolor de cabeza que parecía partirle el cráneo. Cada latido de su corazón se sentía como un tambor en su cabeza, y el eco de la noche anterior reverberaba en su mente, desordenado, confuso. La mezcla de voces, risas, y el constante tintineo de copas llenas de vino formaban un torbellino que lo envolvía. Tenía la boca tan seca que parecía haber estado masticando arena, y su lengua, pegajosa y pesada, apenas podía moverse dentro de su boca.
El cuerpo de Lucan estaba entumecido, como si hubiera luchado durante horas, y al intentar ponerse de pie, un leve mareo lo hizo tambalearse, obligándolo a apoyarse en la madera pesada de la cama. Respiró profundamente, tratando de recuperar el equilibrio, mientras el sol comenzaba a filtrarse a través de las gruesas cortinas de su habitación. Los débiles rayos de luz se abrían paso entre el polvo suspendido en el aire, iluminando las viejas armaduras y armas que adornaban las paredes de la estancia. Cada pieza de metal, cada espada oxidada, parecía brillar con un resplandor apagado, como si también ellas sufrieran los efectos de la larga noche anterior.
Lucan frunció el ceño al intentar recordar cómo había llegado hasta su cama. No había ningún recuerdo claro; solo fragmentos de risas, el sonido de copas que chocaban y el rostro difuso de sus compañeros de armas bebiendo sin medida. El fuerte golpe en la puerta, insistente y rítmico, lo devolvió a la realidad, interrumpiendo cualquier intento de reconstruir los eventos de la noche anterior. Gruñó bajo, maldiciendo entre dientes, y se tambaleó hacia la puerta. Cada paso resonaba en la habitación, el eco amplificando el dolor en su cabeza. El suelo de piedra bajo sus pies desnudos estaba gélido, un contraste agudo con el calor que aún sentía en su cuerpo por el alcohol.
Finalmente, llegó a la puerta y la abrió de un tirón, encontrándose cara a cara con Ottokar, su segundo al mando. El hombre, robusto y con un rostro surcado de cicatrices de viejas batallas, parecía igual de destrozado que él. Sus ojos, apenas abiertos, eran dos rendijas azules, y su cabello negro estaba revuelto, como si hubiera pasado la noche en una trinchera en vez de en una cama. Ottokar llevaba una túnica ligera, arrugada y mal ajustada, señal evidente de que, al igual que su comandante, no había tenido una noche tranquila.
—Mi señor, ya es de día —dijo Ottokar, su voz grave y áspera, cargada de agotamiento—. Debería prepararse. En unas horas, el heredero se marcha, y nosotros debemos alistar a las legiones antes del mediodía.
Lucan asintió lentamente, mientras levantaba una mano pesada para rascarse la barba blanca que cubría su rostro. El tacto de su propia piel le recordó lo cansado que estaba, y por un momento, deseó poder volver a la cama, ignorar todas las responsabilidades y sumergirse en la oscuridad del sueño una vez más. Pero sabía que eso no era posible. No para él. No hoy.
—¿Alguna novedad desde que me fui a dormir... o desde que caí? —preguntó Lucan con voz áspera, mientras avanzaba lentamente hacia el pequeño escritorio de madera situado junto a una de las ventanas de su habitación. Su cuerpo aún sentía los efectos de la resaca, y cada movimiento era un recordatorio de la noche de excesos que había dejado atrás.
Al llegar al escritorio, observó un cuenco de agua que había estado allí desde la noche anterior. El agua, ahora tibia por el tiempo que había pasado, aún ofrecía un alivio refrescante. Lucan se inclinó sobre el cuenco, mojando sus manos ásperas y curtidas por años de batalla, y luego se llevó el agua al rostro. El frío fue bienvenido, pero no suficiente para despejar la espesa niebla que todavía nublaba sus pensamientos. Se incorporó lentamente, su mirada fija en la ventana. El cielo, para su sorpresa, no era el típico gris plomizo que solía dominar los días en el norte. En su lugar, un brillante sol asomaba tímidamente entre las nubes, pintando el horizonte de tonos cálidos.
—Justo hoy tenía que salir el puto sol —murmuró entre dientes mientras se secaba el rostro con un paño que había empapado en el cuenco de agua fría. El agua refrescaba su piel, pero no lograba despejar por completo la pesadez que sentía en la cabeza ni el malestar en su estómago.
Detrás de él, Ottokar se había dejado caer pesadamente en una silla cercana. La vieja madera crujió bajo su peso, pero el hombre no parecía prestarle atención. Cruzó los brazos sobre su pecho y dejó escapar un largo suspiro, casi como si el simple hecho de estar sentado ya fuera un esfuerzo. Lucan podía oír el cansancio en su respiración, un leve silbido que acompañaba cada exhalación.
—Nada grave, mi señor —respondió Ottokar con voz ronca—. Algunos de los soldados siguen dormidos en el salón principal. Las sirvientas han tenido que arrastrarlos como pueden hasta sus habitaciones... si es que llegaron. —Hizo una pausa para pasarse una mano por el cabello despeinado—. El heredero, Iván, sigue descansando, aunque no está en mejor estado que el resto de nosotros. Lo vi anoche cuando lo llevaban a su habitación. Completamente fuera de sí. Y el pelirrojo, Ulfric… —Ottokar sonrió levemente, como si la escena aún le causara gracia—. Lo cargó como si fuera un saco de papas. Parecía que el joven heredero no podía ni caminar derecho.
Lucan dejó escapar una risa baja y ronca mientras se secaba las manos. Aunque la cabeza le dolía, la imagen de Ulfric, un hombre imponente y serio, cargando al joven Iván en estado de ebriedad le resultaba cómica.
—Ulfric… —dijo Lucan, aún sonriendo mientras miraba hacia el vacío—. Ese norvadiano parece más confiable de lo que pensaba. No lo conozco bien, pero está claro que se preocupa por el muchacho.
Ottokar sonrió débilmente, disfrutando el momento de camaradería antes de que el tono de Lucan se volviera más serio, su habitual aire de autoridad volviendo a imponerse. Lucan se enderezó, dejando el paño a un lado y respirando profundamente para calmar el mareo que todavía lo afectaba. Sabía que no había tiempo para lamentarse ni para dejarse llevar por el agotamiento. El día ya había comenzado, y sus responsabilidades lo reclamaban.
—Ottokar —dijo Lucan, esta vez con un tono más serio, volviendo la vista hacia su segundo al mando—, asegúrate de que los osos blancos estén listos. No quiero ningún retraso cuando el heredero se vaya. Todo debe estar en orden. No podemos darnos el lujo de cometer errores hoy.
Los "osos blancos", la élite de la guardia personal de Lucan, eran conocidos por su destreza en combate y su lealtad inquebrantable. Eran la última línea de defensa del comandante y el escudo viviente del reino. Ottokar asintió de inmediato, comprendiendo la importancia de la orden. Sabía que, en el estado actual de las cosas, la partida de Iván debía ser impecable. Cualquier señal de desorganización o debilidad podría ser malinterpretada, y Lucan no podía permitirse que las dudas crecieran en torno a la capacidad del heredero.
—Sí, mi señor. No habrá ningún retraso. Los osos blancos estarán preparados y esperando antes del mediodía —respondió Ottokar con seriedad.
Lucan, aún con el paño húmedo en la mano, hizo una pausa, considerando todo lo que aún debía organizarse. Era un día importante, y a pesar del festín de la noche anterior, no podían permitirse ningún fallo. Se pasó la mano por la barba blanca, notando que ya había crecido más de lo que recordaba. Necesitaba afeitarse antes de cualquier otra cosa.
—Ah, y una cosa más —continuó, con voz autoritaria—. Llama a las sirvientas. Que preparen los baños y despierten a los hombres. No quiero a nadie durmiendo cuando el sol ya está en lo alto. Un desayuno abundante para todos; que Iván y su escolta partan con el estómago lleno. Que sus caballos estén aseados y listos para el viaje, repón las provisiones y asegúrate de que un mensajero vaya al Distrito de las Legiones. Los hombres y los suministros deben estar listos para cuando partan.
Ottokar se inclinó hacia adelante en su silla, asintiendo con cada orden que Lucan daba.
—Sí, mi señor. Lo haré de inmediato —respondió, poniéndose de pie con cierta dificultad, claramente todavía afectado por la resaca. Pero la lealtad y el deber pesaban más que el malestar. Sabía lo importante que era este día, y no iba a permitir que el estado físico de los hombres retrasara sus obligaciones.
Lucan observó cómo Ottokar se dirigía hacia la puerta, tambaleándose ligeramente mientras recuperaba su compostura. El sol, ahora más brillante, inundaba la habitación a medida que el día avanzaba. Lucan volvió la mirada hacia la ventana, contemplando el cielo despejado con algo de resignación. Era irónico que el día de la partida del heredero, el clima decidiera ser benévolo, como si estuviera despidiendo al joven heredero con una sonrisa.
—El cielo despejado... —murmuró para sí mismo—. ¿Será un buen augurio o una broma cruel?
Mientras la puerta se cerraba tras la figura de Ottokar, Lucan permaneció inmóvil, su mirada clavada en la madera tallada, pero su mente vagaba lejos de esa habitación. Los pensamientos sobre Iván lo asaltaban de nuevo, envolviéndolo en una nube de preocupación y expectativa. A pesar de tener solo quince años, Iván cargaba con un peso mucho mayor que su juventud podía soportar con naturalidad. Heredero de un linaje legendario, su destino no solo lo entrelazaba con el poder, sino con una ambición que Lucan no podía dejar de percibir. Era como una llama débil, que ardía en lo profundo de su ser, esperando la oportunidad de estallar en llamas incontrolables.
Lucan cerró los ojos por un momento, recordando la noche anterior. Había observado con atención cómo Iván hablaba en el banquete, cómo su voz resonaba en el salón lleno de soldados, nobles y sirvientes. Algunos lo consideraron temerario por la estrategia que sugirió, pero Lucan supo leer más allá de las palabras. A pesar de las risas y los vítores que siguieron a su frase —"Un imperio no se construye a la defensiva, sino atacando"—, Lucan supo que Iván no hablaba desde una ambición genuina en ese momento, sino desde una necesidad de impresionar, de inspirar a sus hombres. Sin embargo, los ojos del muchacho contaban una historia distinta. Mientras su boca formulaba aquellas palabras llenas de bravura, sus ojos lo traicionaban, revelando una profundidad oculta, un hambre que no estaba aún completamente desenmascarada. Una oscuridad en crecimiento.
Lucan no era ingenuo, ni mucho menos. Había pasado demasiados años en el campo de batalla, viendo hombres caer y levantarse, observando cómo las baronías crecían hasta imperios y como imperios caina hasta baronías, territorios crecían y se desmoronaban. Esa chispa en los ojos de Iván no era la de un simple joven ansioso por demostrar su valía. No, era algo más profundo, más peligroso. Una ambición que llevaría al heredero por un camino sin retorno. Los ojos de Iván no eran los de un rey, como los de su padre Kenneth, un hombre cuyo fuego interno casi convierte su ducado en un principado, sino los de un emperador, un gobernante que podría lograr mucho más si lograba domar ese ardor que llevaba dentro.
Lucan recordó a Kenneth, con esos ojos dorados llenos de fervor, esos ojos que prometían gloria y expansión. Pero Iván… Iván tenía algo diferente, una combinación de frialdad y pasión que prometía un futuro interesante. No necesariamente mejor, pero definitivamente más impredecible. Lucan no pudo evitar sentir una punzada de emoción en su pecho. Estaba claro que Iván sería más grande que su padre, y el anciano general estaba decidido a estar allí para verlo.
El plan que Iván había esbozado la noche anterior era atrevido, casi suicida en los ojos de muchos. Las murmuraciones en el salón lo habían dejado claro. Algunos lo consideraron insensato, mientras que otros, lo aclamaron como una genialidad. Pero Lucan había visto algo más. El plan no era solo una cuestión de audacia juvenil. No se trataba de una locura imprudente ni de un intento desesperado de impresionar. Iván, en su corta edad, ya estaba mirando más allá de lo inmediato, vislumbrando oportunidades en la oscuridad. Sabía que cada decisión lo acercaba peligrosamente al borde del fracaso, pero también sabía que ese mismo riesgo podría llevarlo a la victoria.
Mientras Lucan seguía sumergido en sus pensamientos, un suave murmullo a través de la puerta entreabierta lo sacó de su ensimismamiento. Las sirvientas entraban en la habitación contigua, sus pasos ligeros apenas hacían ruido al caminar sobre el suelo de piedra. A través del pequeño hueco en la puerta, Lucan podía ver cómo cargaban cubos llenos de agua caliente, vertiéndola en la bañera de su cuarto de baño. El vapor comenzaba a elevarse, mezclándose con el aroma de las hierbas que flotaban en el agua, llenando la estancia con un aire relajante que contrastaba con la tensión en su mente.
El sonido del agua, un tintineo suave y repetitivo, llenaba la habitación principal, pero Lucan apenas lo registraba. Sin embargo, los ojos de Iván no le dejaban en paz. Esa misma oscuridad latente, esa hambre que aún no había salido a la superficie por completo, lo inquietaba y lo fascinaba profundamente. ¿Podría Iván controlar esa ambición, o terminaría consumiéndolo? Las guerras que estaban por venir pondrían a prueba no solo su habilidad como líder, sino también su carácter. Iván tendría que decidir qué clase de gobernante quería ser y ya sea un conquistador o un transformador, incluso si elige una combinación de ambas, sea lo que sea el estaría con el, a su lado apoyandolo.
Lucan se levantó de la silla lentamente, sintiendo cómo sus músculos protestaban con un dolor sordo, la consecuencia inevitable de una noche de excesos. Cada movimiento lo obligaba a enfrentar la realidad de su edad y el castigo que su cuerpo ya no podía soportar como antes. Caminó hacia la ventana, que apenas dejaba entrar un rayo de luz, y la empujó con más fuerza. El frío aire matutino se coló al instante, fresco y purificador, disipando el olor alcohol rancio, humo y sudor que aún impregnaba la habitación, como un recordatorio de las horas anteriores.
El cielo, despejado y luminoso, se extendía sobre el paisaje, una visión inusual para el clima del norte, donde el sol rara vez se mostraba con tal intensidad. Las tierras afuera parecían casi irreconocibles bajo la luz cálida y brillante. Pero Lucan no encontraba consuelo en ese paisaje engañosamente hermoso.
Se quedó allí un momento, contemplando el panorama, pero su mente estaba en otra parte, sumida en los asuntos que lo asediaban. El viento traía consigo el sonido lejano de la actividad en la ciudad. El eco de las voces, el ruido metálico de las armas al almacenarse y el bullicio constante de la gente común y de los legionarios movilizándose.
Un golpe suave en la puerta lo sacó de sus pensamientos. La madera crujió mientras se abría lentamente, revelando a una joven sirvienta que entró con pasos ligeros, casi inaudibles, cargando una bandeja con pan fresco, un trozo de queso y una jarra de agua. Sus movimientos eran precisos, sin causar el más mínimo ruido innecesario. Lucan la observó de reojo mientras ella colocaba la bandeja sobre la mesa. Sus manos temblaban ligeramente, un reflejo del nerviosismo que su presencia imponente solía inspirar en los más jóvenes.
—Señor, el baño está listo —dijo la joven en un tono apenas audible, inclinando ligeramente la cabeza. Lucan asintió en respuesta, aunque ella ya se retiraba con la misma delicadeza con la que había entrado.
El comandante dejó escapar un suspiro largo, sus ojos recorriendo la habitación brevemente antes de dirigirse hacia el cuarto de baño. Al cruzar el umbral, el calor lo envolvió de inmediato. La estancia, pequeña y acogedora, estaba impregnada del suave aroma a hierbas que flotaban en el agua caliente. El vapor se elevaba en espirales lentas, llenando el aire de una neblina que suavizaba los contornos de las cosas.
Lucan se despojó de su ropa con movimientos lentos y pesados, cada prenda que caía al suelo revelaba el cuerpo de un guerrero marcado por los años. Cicatrices antiguas cruzaban su piel, recuerdos de batallas libradas en tiempos mejores. Sintió el contraste entre el frío que aún persistía en el aire y el calor reconfortante que emanaba de la bañera. Finalmente, sumergió su cuerpo en el agua humeante, y en el momento en que su piel tocó la superficie, dejó escapar un suspiro profundo, como si el peso de sus preocupaciones se disolviera momentáneamente en la calidez del baño.
El agua parecía abrazarlo, relajando cada músculo tenso, cada nudo que el estrés de la guerra había formado en su cuerpo. Cerró los ojos, dejando que el calor lo envolviera por completo, pero su mente, lejos de aquietarse, muchas cosas que hacer y decir y poco tiempo que había, lentamente volvió a abrió los ojos, observando el techo de madera, cuyas vigas se entrelazaban en sombras borrosas por el vapor. Sentía que esta paz momentánea que disfrutaba en la bañera no era más que una ilusión, un respiro efímero antes de que las tormentas del conflicto lo arrastraran de nuevo. La guerra estaba en el horizonte, como una tormenta creciente que nadie podía detener. Las legiones ya se estaban preparando, los enemigos aguardaban estaban marchando contra el.
El graznido de un cuervo, resonando desde fuera de la ventana abierta, lo devolvió a la realidad. Ese sonido, agudo y ominoso, era un recordatorio de que el tiempo seguía su curso implacable. Las decisiones no podían posponerse más, y Lucan sabía que el destino de todos, incluido el suyo, pendía de un hilo tan frágil como el vuelo de ese cuervo en el viento.
Incorporándose lentamente en la bañera, sintió cómo el agua caliente caía por su cuerpo, goteando desde sus hombros hacia el suelo de piedra. En ese momento, algo se asentó en su pecho. Una resolución firme, un conocimiento que había estado tratando de evitar.
—Iván… —murmuró para sí mismo, su voz apenas un susurro en medio del vapor—. Espero que estés listo para lo que viene. Porque si fallas, no solo tú caerás.
El sonido del agua moviéndose y del vapor silbando al tocar el aire frío acompañaba sus pensamientos. Era un hombre de guerra, un veterano endurecido por años de lucha, pero sabía que esta vez, la guerra que se aproximaba no sería como las anteriores. Esta vez, los enemigos no solo estaban fuera, en el campo de batalla. Estaban dentro, en las salas del poder, entre sus aliados más cercanos. La traición no era una posibilidad, sino una certeza. Y Iván, joven e inexperto, tendría que aprender a navegar ese mar de peligros antes de que lo engullera.
Lucan salió de la bañera lentamente, sintiendo cómo las gotas de agua caían de su cuerpo y formaban pequeños charcos en el suelo de piedra. Cada movimiento era metódico, controlado, como el de un guerrero que ha repetido el mismo ritual una y otra vez a lo largo de los años. Tomó una toalla áspera y la pasó por su piel, secándose sin prisa, dejando que el calor del baño se disipara de su cuerpo mientras su mente comenzaba a enfocarse en el día que tenía por delante. Se vistió en silencio, su expresión concentrada, pero tranquila.
Primero, se puso una túnica negra con detalles finamente bordados en hilo de oro blanco en los puños y el cuello, un atuendo que denotaba su rango sin ser ostentoso. Después, deslizó sobre sus piernas unos pantalones del mismo color negro, de tela gruesa pero suave, diseñados para ofrecer libertad de movimiento y protección. Se colocó el gambesón acolchado de un negro ligeramente desgastado, cuyas costuras de platino formaban el intrincado emblema de un oso blanco en su pecho, un símbolo que evocaba la fuerza y la resistencia de su orden. El oso era una criatura imponente, y sus ojos, cosidos en hilo carmesí, parecían observar todo a su alrededor con un silencioso desafío.
Lucan respiró hondo mientras se ponía la cota de malla que le caía hasta los muslos, sintiendo el familiar peso de las anillas metálicas en su cuerpo. El sonido de las cadenas tintineando mientras se movían le devolvía recuerdos de incontables batallas. Luego, con lentitud y precisión, se ajustó una cota de escamas negras por encima de la malla. Cada escama estaba grabada con patrones en platino, símbolos antiguos cuyo significado se había perdido en el tiempo, pero que aún evocaban una sensación de poder olvidado. El metal brillaba tenuemente bajo la luz de la habitación, las escamas ondulaban con cada movimiento, protegiendo su torso como una segunda piel.
Finalmente, Lucan comenzó a ponerse las placas de su armadura de acero Monter. Aunque rayadas y desgastadas por años de uso, las placas aún emanaban una autoridad indiscutible. Las líneas oscuras y profundas de los rayones se difuminaban con el tono natural del acero negro, creando una armadura que no solo imponía respeto, sino que contaba una historia de supervivencia en el campo de batalla. En el centro de su pecho, tallado en diamantes blancos, estaba el símbolo del oso, con ojos de rubíes rojos carmesí que parecían arder en silencio. Lucan pasó una mano por el grabado antes de tomar la capa que estaba guardada en un viejo baúl, la capa de piel de oso, blanca y desgastada por el tiempo, pero aún imponente. Se la colocó sobre los hombros, sintiendo el peso familiar del pelaje sobre su espalda, como un eco de su pasado.
Finalmente, tomó su yelmo cerrado, pesado y sombrío. El metal frío contrastaba con el calor del vapor que aún flotaba en el aire, pero no se lo colocó. Simplemente lo sostuvo en la mano, observándolo por un momento antes de salir de su habitación. Con pasos firmes, se dirigió hacia el gran salón, el eco de sus botas resonando por los pasillos de piedra. Sabía que lo esperaba un desayuno, pero también una despedida. Iván y sus hombres partirían pronto.
Al llegar al gran salón, lo recibió una vista imponente. Diez mil guardias de los Osos Blancos, sus guerreros más fieles, ya estaban sentados a lo largo de las largas mesas. Los Osos Blancos, con sus armaduras resplandecientes y sus rostros duros como el acero, formaban una muralla de lealtad. Más allá, casi diez mil legionarios de las Sombras, la guardia personal de Iván, permanecían en sus posiciones, sus oscuras armaduras adornadas con ornamentos dorados. La atmósfera era solemne, el aire denso con la presencia de tantos hombres poderosos en un solo lugar.
En una esquina, a lo lejos, estaban los Desolladores Carmesí, cazi mil hombres de la guardia de su alumno, que ahora se encontraba en tierras lejanas. Sus armaduras rojas y negras brillaban bajo la tenue luz del salón, como una advertencia silenciosa de su brutal eficiencia en el campo de batalla.
Al acercarse a la mesa principal, Lucan notó que ya estaban sentados los comandantes de Iván y sus propios oficiales, conversando en voz baja. Y allí, en el centro de la mesa, estaba Iván. A diferencia del resto, el joven heredero no llevaba armadura. Solo vestía las ropas del ducado, negras con detalles dorados y rojos que representaban su linaje. Lucan no pudo evitar observar con atención la expresión de Iván, notando la sonrisa amable pero claramente fatigada que se dibujaba en sus labios al verlo llegar. Lucan devolvió la sonrisa con una inclinación de cabeza, antes de sentarse a su lado.
Con su llegada, la comida empezó a llegar, y las criadas se movían rápidamente, sirviendo cada plato con precisión y delicadeza. Primero, colocaron ante él una bandeja con pan recién horneado, aún caliente, con la corteza dorada y crujiente. El aroma llenaba el aire, mezclándose con el dulce olor de la miel de las tierras altas que estaba servida en pequeños cuencos junto al pan. Junto a esto, había una selección de quesos curados, de textura firme pero suave en el paladar, y otros más cremosos, con un toque salado que complementaba perfectamente el dulzor del pan y la miel.
A medida que los platos se sucedían, llegaron rodajas de carne de cerdo asada, jugosas y sazonadas con hierbas aromáticas, el exterior crujiente y dorado, mientras el interior permanecía tierno y lleno de sabor. Se sirvieron también salchichas especiadas, un manjar perfecto para la mañana, cuyo sabor picante se equilibraba con una salsa de mostaza suave y crema agria.
Lucan tomó un sorbo de agua fresca de la jarra que le sirvieron, pero los criados también trajeron jarras de vino ligero y aguamiel, ambos pensados para calmar la resaca de la noche anterior. Bebió un trago de aguamiel, su dulzor refrescante aliviando ligeramente el martilleo en su cabeza. Frente a él, también habían colocado un plato de huevos revueltos con cebolla caramelizada y finas tiras de jamón ahumado, acompañados de pequeñas patatas fritas en mantequilla de hierbas.
A su lado, Iván comía en silencio, apenas empujando los alimentos en su plato. Su expresión seguía distante, sus ojos perdidos en pensamientos que claramente lo atormentaban. Lucan lo observó de reojo mientras cortaba una rebanada de pan y untaba un grueso trozo de queso curado. Era evidente que el joven heredero apenas registraba el sabor de los manjares que se disponían ante él. El festín, diseñado para ser una experiencia sensorial sublime, parecía insignificante comparado con el peso de las preocupaciones que ensombrecían el rostro de Iván. A pesar de su rostro sereno, que parecía impasible a primera vista, Lucan conocía bien los signos de la inquietud que se manifestaban en la ligera tensión de sus hombros y en la manera en que sus dedos jugueteaban con el tenedor, girándolo sin cesar.
Lucan tomó un mordisco del pan, dejándose envolver por el sabor rico y cremoso del queso antes de romper el silencio. Su tono fue bajo, como quien no desea interrumpir pero tampoco puede ignorar lo evidente.
—No has dormido bien, ¿verdad? —preguntó con suavidad, aunque ya conocía la respuesta. Lo sabía desde el momento en que Iván había entrado al salón, con ese andar cansado y la sombra de preocupación en su mirada.
Iván esbozó una pequeña sonrisa, pero fue una sonrisa vacía. No contestó de inmediato, como si las palabras necesitaran luchar por salir. Finalmente, dejó el tenedor a un lado y suspiró profundamente, frotándose la sien con la mano izquierda, intentando despejar el velo de cansancio que lo envolvía.
—Sí, dormí… o más bien, me desmayé —respondió, su voz impregnada de un cansancio palpable—. El alcohol ayudó, pero esta mañana, en cuanto desperté, todo volvió a mi mente, como una tormenta de pensamientos que no puedo detener. Hay demasiado en juego, Lucan.
Lucan lo miró detenidamente, observando la manera en que Iván mantenía su mirada fija en el plato, como si las palabras pesaran demasiado para ser enfrentadas directamente. Luego, llevó la copa de vino ligero a sus labios y bebió un sorbo, dejando que el sabor refrescante del vino aliviara un poco la tensión acumulada en sus hombros. El salón seguía resonando con las conversaciones de los oficiales, los guardias de élite y los criados que se movían rápidamente entre las mesas, pero para Lucan y Iván, el ruido de fondo parecía distante, como un murmullo lejano, irrelevante.
—Las decisiones nunca son fáciles —dijo Lucan tras un breve silencio—, especialmente cuando afectan a tantos. Pero si la carga es pesada, es porque está destinada a ti. Nadie más la podría llevar. Y si lo hicieran, no sería con la misma convicción ni con el mismo propósito.
Iván alzó la mirada por primera vez, sus ojos azules llenos de una mezcla de frustración y fatiga. Una de sus cejas se levantó, y una mueca incómoda se formó en su rostro, como si no estuviera seguro de cómo recibir las palabras de Lucan.
—Bueno... —comenzó, su voz algo áspera, casi mordaz, como si intentara sacudirse el peso de la conversación—, sea como sea... ya que hablamos de decisiones, dime, ¿levantaste tu línea de suministros? —preguntó, cambiando abruptamente de tema. Era evidente que prefería concentrarse en lo tangible, en las acciones inmediatas que podía tomar, en lugar de seguir reflexionando sobre el abismo de responsabilidades que lo rodeaba.
Lucan reconoció el intento de evasión, pero lo dejó pasar. Sabía que empujar demasiado a Iván en estos momentos solo lo haría retraerse más. Asintió ligeramente mientras tomaba otro sorbo de vino y respondía.
—Más o menos. Solo he mandado a establecer la línea de suministros aquí, en esta ciudad. Los bandidos complicaron las rutas, pero necesito enviar mensajeros para establecerla en las ciudades que no fueron afectadas.
Iván asintió lentamente, sus pensamientos ya divagando hacia otras preocupaciones más urgentes. Tomó un trozo de carne del plato frente a él, pero apenas le dio un mordisco antes de volver a dejarlo. Su mirada seguía perdida, pero esta vez su expresión se endureció, como si una nueva idea se estuviera formando en su mente.
—¿Me prestarías a tus Hrakars? —preguntó de repente, su tono mostrando una mezcla de urgencia y una calma controlada. Lucan lo miró, intrigado por el giro en la conversación. Sabía lo que Iván estaba pidiendo, y era un favor considerable. Los Hrakars, esas aves gigantescas de plumaje negro como el carbón, con ojos de ámbar brillantes, eran criaturas excepcionales. Capaces de cubrir distancias inmensas en un tiempo récord, mucho más rápido que cualquier otra ave, caballo o río, eran el recurso más valioso para enviar mensajes críticos.
Iván continuó, apenas esperando una respuesta.
—Necesito enviar un mensaje urgente a la capital del ducado. —Su voz se volvió más baja, como si la gravedad de sus palabras fuera un secreto compartido solo entre ellos dos—. Tenemos que empezar a movilizar las Legiones de Hierro de reserva cerca de la zona y a levantar las Legiones del Duque. Además, debo mandar una carta a Thronflic. Un jinete tardaría semanas en encontrarlo, y no tenemos tanto tiempo. Necesito avisarle sobre la invasión que se avecina y pedirle que acabe con las tropas de Thaekar antes de que estanque en sus posiciones. Si logramos rodear Stirba, podremos cerrar el cerco antes de que se fortalezcan más.
Lucan lo escuchó en silencio, su mente procesando rápidamente la gravedad de la situación. Con una leve inclinación de cabeza, hizo un gesto hacia uno de los sirvientes que se encontraba cerca. El criado, vestido con una sencilla túnica de lino, se apresuró hacia él con reverencia. Lucan no necesitaba dar más órdenes. El sirviente ya sabía qué hacer.
—Tráeme tinta y pergaminos —dijo Lucan en un tono bajo pero firme, antes de volver su atención a Iván—. Tienes mis Hrakars. Te ayudarán a mover estos mensajes con rapidez.
Iván exhaló un suspiro aliviado, asintiendo en agradecimiento mientras su mirada azul se posaba en Lucan por un breve instante.
—Gracias, Lucan —dijo con voz grave, su tono mostrando el respeto y la gratitud que, pese a todo, siempre mantenía hacia su mentor.
Lucan sonrió levemente, aunque había una sombra de preocupación detrás de esa sonrisa. No era el tipo de preocupación que mostraba debilidad, sino más bien una conciencia aguda de los riesgos que ambos estaban a punto de enfrentar. Un peso compartido que pocas veces se verbalizaba entre guerreros, pero que siempre estaba presente.
El desayuno transcurrió rápido, como un susurro de calma antes de la inevitable tormenta. Los platos llenos de manjares pronto se vaciaron, aunque apenas se habían detenido a saborearlos. El cielo aún mostraba las últimas pinceladas de la mañana, con una luz pálida que se filtraba por las ventanas del gran salón, fresca y revitalizante, pero para Lucan, era un recordatorio de lo que se avecinaba. Afuera, el bullicio de los legionarios preparando a los caballos resonaba con claridad, y el sonido metálico de armaduras y espadas llenaba el aire mientras las tropas de Iván —casi once mil soldados de las Legiones de las Sombras y los Desolladores Carmesí— se alistaban para marchar.
Lucan, al observar a los hombres y las bestias preparándose para la partida, sintió una punzada de duda, algo raro en él. No era miedo, sino esa corazonada que a veces te dice que no todo está bajo control, incluso cuando lo parece. Girando hacia su mano izquierda, llamó a su coloso de confianza, Otón, su comandante y cazador de generales, un hombre que era la fuerza bruta hecha carne y cuya sola presencia imponía respeto. Otón se acercó rápidamente, el peso de su armadura pesada resonando con cada paso. Su figura era imponente, con hombros anchos y un rostro endurecido por las cicatrices de innumerables batallas. Detrás de él, otro gigante de la guerra, Ladislao, se acercaba. Con músculos que parecían haber sido esculpidos en piedra y una mirada tan afilada como la hoja de su espada.
Lucan los observó por un momento, y con una voz calmada pero decidida, les dio instrucciones.
—Empaquen sus armaduras y sus ropas —ordenó, su tono dejando claro que la tarea no era opcional. Ambos hombres intercambiaron miradas, pero no dudaron ni un segundo. Sabían lo que estaba en juego. Lucan se giró de nuevo hacia Iván, que en ese momento supervisaba a sus legionarios mientras terminaban de alistar sus caballos. Las armaduras negras de las Legiones de las Sombras brillaban a la luz del sol, con ornamentos de oro y rojo que resaltaban en los bordes. Los Desolladores Carmesí, con su aspecto aún más siniestro, estaban montando en fila, los yelmos ocultando sus rostros, como si fueran demonios esperando ser desatados.
—Iván —llamó Lucan, acercándose al joven heredero—. Felicidades, tendrás el honor de comandar a dos de mis mejores hombres. Otón y Ladislao te acompañarán. Son buenos en lo que hacen, y además son mis mejores espadas. Úsalos como creas conveniente.
Iván, sorprendido por la inesperada oferta, giró lentamente la cabeza, sus ojos azules entrecerrados mientras su cabello, rubio y corto, se movía ligeramente con la brisa fría. Miró primero a Otón y luego a Ladislao, sus figuras imponentes al lado de su propia guardia, antes de volverse nuevamente hacia Lucan. Aunque su expresión denotaba cierta sorpresa, simplemente se encogió de hombros con un aire despreocupado, aunque en el fondo comprendía el valor del gesto.
—Gracias —respondió Iván, bajando la voz—. Pero, ¿estarás bien? Tú tienes que pelear contra más de 72 millones, y yo solo contra 24 millones. Está claro que necesitas a tus mejores hombres más que yo.
Lucan soltó una carcajada, un sonido profundo y resonante que hizo eco en el patio. Era una risa llena de confianza, pero también de experiencia. Sus ojos, afilados y sabios, brillaron por un momento mientras sus labios se curvaban en una sonrisa desafiante.
—No me subestimes, mocoso —dijo Lucan, golpeando ligeramente el pecho de Iván con un gesto fraternal—. Fui durante siete décadas el primer general de este ducado. No alcancé ese rango por nada.
Iván esbozó una pequeña sonrisa ante el comentario de Lucan, aunque su mente seguía atrapada en la inminente realidad de la situación. Sabía que Lucan no era un simple veterano de incontables guerras; era el mentor de su difunto padre y de los dos mejores generales del ducado, un hombre cuyo nombre había sido forjado en el fuego de la sangre y la muerte. Aunque solo se conocían desde hacía un día, Iván sentía hacia él un respeto que iba más allá de las historias que había escuchado de Aldric y Thronflic, los comandantes más cercanos a su padre. Sin embargo, también era consciente de que Lucan llevaba quince largos años sin empuñar una espada en el campo de batalla, tiempo suficiente para que el óxido se asentara en cualquier guerrero. Iván, por su parte, era un novato en las grandes batallas, pero estaba en la flor de su juventud y sentía el peso de las expectativas sobre sus hombros.
—Lo sé, Lucan —admitió Iván con voz más seria ahora, sus ojos clavándose en los del veterano—. Pero esta guerra será diferente. Lo siento dentro de mi. Además, llevas "invernando" durante quince años. No estás mucho mejor que yo.
Lucan asintió lentamente, su mirada volviéndose hacia el horizonte. Los primeros estandartes de las legiones comenzaban a ondear al ritmo del viento, negros y dorados, como heraldos de la muerte que ambos sabían que estaba por venir. Esta guerra sería cruel y más incierta que de costumbre, pero nada que no haya enfrentado, la resolución en su corazón no flaqueaba.
—Cada guerra es diferente, Iván. Y como te dije antes, no me subestimes —respondió Lucan, con una sonrisa depredadora—. Además, creo que vas a necesitar hombres como Otón y Ladislao a tu lado. Tu batalla será tan crucial como la mía, y ellos te darán la ventaja que necesitas.
Otón, que había permanecido en silencio hasta ese momento, dio un paso al frente, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto. Su corpulenta figura proyectaba una sombra que parecía devorar la luz matinal.
—No se preocupe, su gracia. Somos generales sin el rango —dijo con su voz grave y rasposa, una promesa que resonó en el aire con la solemnidad de un juramento sagrado—. Seguiremos cualquiera de sus órdenes.
Ladislao, por su parte, permaneció en silencio, sus enormes manos descansando firmemente sobre el mango de su alabarda, un arma tan intimidante como él mismo. Sus ojos, oscuros y penetrantes, se clavaron en Iván con la intensidad de un depredador que evalúa el campo antes de lanzarse a la caza. No necesitaba hablar; su presencia ya era una declaración de poder en sí misma.
Iván los miró por un momento, su pecho llenándose de una mezcla de alivio y responsabilidad. Estos hombres no eran simples soldados. Eran leyendas, guerreros que habían tallado sus nombres en las crónicas más sangrientas del ducado. Lucan le estaba confiando a dos de sus mejores hombres, un gesto que no tomaba a la ligera. Sabía que con ellos a su lado, sus posibilidades de éxito aumentaban exponencialmente. Pero también entendía la magnitud de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros. Si los perdía, no solo perdería a dos soldados, sino a dos pilares de la defensa del ducado.
—Los cuidaré bien —prometió Iván, su tono solemne, antes de girarse hacia sus propios hombres—. ¡Prepárense, ya nos vamos!
Con esas palabras, la maquinaria de la guerra comenzó a moverse una vez más. Las órdenes volaron de un lado a otro como ráfagas de viento, mientras los caballos resoplaban, impacientes por marchar. El sonido metálico de las armaduras ajustándose, el chasquido de espadas siendo enfundadas, y los cascos de los caballos golpeando el suelo se mezclaban en una sinfonía caótica, pero ordenada. Los casi once mil hombres de Iván —las Legiones de las Sombras y los Desolladores Carmesí— se alistaron con precisión militar, sus rostros ocultos bajo los yelmos oscuros, sus armas listas y brillantes.
Lucan se acercó a Iván para despedirse, tomando su mano con fuerza en un apretón firme. Había algo más en ese gesto, una transferencia silenciosa de confianza, una despedida que decía más de lo que las palabras podían expresar.
—Que los dioses te cuiden, Iván —murmuró Lucan en voz baja, aunque suficientemente alto para que su protegido lo escuchara. Sus mirada fría como el acero, se clavaron en los de Iván con una intensidad que no dejaba espacio para dudas—. Y que tengan misericordia de aquellos que se crucen en tu camino.
Iván sonrió levemente ante las palabras de Lucan, pero en su sonrisa había algo más que gratitud. Había la determinación de un hombre que estaba a punto de enfrentarse a su destino.
—Lo mismo digo, Lucan —respondió Iván, inclinando ligeramente la cabeza—. Cuando todo esto termine, volveremos a beber. Me sentí muy relajado anoche… y tal vez, podrías contarme más sobre mi padre.
La mención de su padre trajo una chispa de emoción a los ojos de Iván, un hombre que apenas recordaba pero cuya sombra siempre lo había acompañado. Con una última sonrisa, Iván se giró, caminando con paso firme hacia los once mil hombres que lo acompañarían en su marcha hacia el oeste, donde las nubes oscuras de la guerra ya se arremolinaban en el horizonte. Allí, Iván marcaría su nombre en la historia… o sería enterrado bajo el peso de ella.
Lucan lo observó alejarse, su figura disminuyendo en la distancia. Una ráfaga de viento frío le azotó el rostro, despeinando su cabello gris y levantando las hojas caídas del patio. Permaneció en su lugar por un largo momento, mirando cómo la columna de hombres y caballos desaparecía poco a poco de su vista. Un suspiro escapó de sus labios mientras sus pensamientos vagaban por lo incierto del futuro.
—Espero que tu padre esté vigilando desde donde esté —murmuró para sí mismo, su mente llena de recuerdos de un tiempo más simple, pero igualmente sangriento—. Porque vamos a necesitar toda la ayuda posible en los días venideros.
Lucan finalmente se giró, sus pasos resonando en las losas frías y oscuras del castillo mientras avanzaba hacia el patio. Cada respiro era pesado, cargado de anticipación, mientras el eco de su andar firme cobraba vida propia entre los muros de piedra, como si el propio castillo se despidiera de su señor.
Ante él, su caballo aguardaba, un majestuoso semental blanco de proporciones colosales. Su crin ondeaba bajo la leve brisa, y su musculatura era imponente, una bestia de guerra diseñada no solo para la velocidad, sino para arrasar con todo a su paso. La armadura que lo cubría parecía una extensión de la oscuridad misma, una barda negra que absorbía la poca luz que filtraba la neblina, volviendo su figura aún más temible. Lucan acarició el cuello del animal con una mano enguantada, sintiendo el latido firme bajo la piel. Sabía que este animal, como él mismo, había nacido para la guerra, para el fragor del combate y la sangre derramada.
Bajo las placas metálicas que protegían su torso y extremidades, una cota de malla tejida con precisión descansaba sobre una capa de escamas brillantes. Cada pieza de su armadura había sido forjada con un propósito: no solo detener las flechas y armas enemigas, sino intimidar. Lucan había perfeccionado su equipo como un artista del caos, una manifestación física del terror que inspiraba en sus enemigos.
Sus guardias personales, los Osos Blancos, estaban alineados a su alrededor. Eran hombres forjados en las llamas del combate, cada uno de ellos con cuerpos que parecían esculpidos en piedra. Sus rostros eran máscaras de granito, impasibles, observando en silencio. Sus armaduras pesadas, decoradas con los emblemas del ducado, brillaban bajo la tenue luz matinal, reflejando la promesa de muerte y destrucción. Lucan no necesitaba palabras para comunicar con ellos; todos sabían lo que estaba por venir.
Lanzó una última mirada al Iron Castle, ese bastión de poder que había sido su hogar durante tantos años, pero también su prisión. En esas piedras había pasado incontables noches depresivas, festejando,ahogando penas y esperando a volver a la vida. Hoy, finalmente saldría de su retiro.
Con un gesto casi automático, montó su caballo. El sonido de los cascos resonó en los adoquines oscuros cuando él y su séquito atravesaron las enormes puertas de hierro del castillo. El eco de esos golpes metálicos en la piedra reverberó como un presagio, una advertencia para la ciudad que se extendía ante ellos. Mientras cabalgaban hacia el Distrito de las Legiones, los primeros rayos de luz apenas lograban perforar la densa neblina. Las sombras que proyectaban los caballos y sus jinetes se alargaban grotescamente bajo el frío amanecer, creando la ilusión de fantasmas marchando hacia su destino.
El viento arrastraba hojas secas que se arremolinaban a sus pies, un susurro que traía consigo la urgencia y la predestinación. Era como si el propio clima presagiara el derramamiento de sangre, el fin de una era y el nacimiento de una nueva.
Al llegar al Distrito de las Legiones, el corazón palpitante del poderío militar de Ulthorath, Lucan fue recibido por una visión que habría hecho temblar a cualquier enemigo: millones de soldados moviéndose como un solo ente, un río interminable de acero, carne y muerte. Treinta legiones de hierro completamente desplegadas se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El ruido era ensordecedor, una cacofonía de vida y maquinaria bélica: los caballos resoplaban furiosos, las carretas chirriaban bajo el peso de las armas, y los soldados marchaban al unísono, sincronizados con una precisión letal.
Entre ellos destacaban sus propias diez legiones personales. Guerreros curtidos, hombres que no conocían la derrota, leales hasta la muerte. Estos no eran simples soldados; eran el martillo y el yunque del ducado, y con ellos, Lucan podía aplastar cualquier oposición. En total, más de once millones de almas se preparaban para la marcha. El aire olía a metal, sudor y cuero, una mezcla que evocaba la promesa de guerra. Los caballos, tres por cada jinete, aguardaban impacientes. El primero era para el combate; los otros dos, reservas. Cada uno de estos animales había sido criado y entrenado para la guerra, bestias que superaban cualquier caballo de tiro en velocidad y resistencia.
Lucan observaba en silencio cómo las decenas de miles de carretas se alineaban, cada una de ellas tirada por doce de estas bestias enormes. Él mismo había diseñado estos transportes, mucho más rápidos y eficientes que cualquier sistema conocido. Podían mover tropas de infantería pesada, media y ligera a velocidades sin precedentes, incluso en los terrenos más inhóspitos. Era uno de sus inventos más preciados, una pieza de su genio militar que aún no había sido revelada al mundo. Hoy, sería su primera prueba en el campo de batalla.
A medida que las carretas cargaban a los soldados, los arqueros y ballesteros se organizaban en filas precisas. El sonido de las espadas siendo afiladas y las riendas ajustadas llenaba el aire, un ritual que Lucan conocía bien. La precisión con la que todo se desarrollaba, la calma antes de la tormenta, era casi hermosa en su letalidad. Sin embargo, la tensión era palpable. Quince años sin una guerra verdadera habían dejado a muchos de esos hombres con una sed de sangre no saciada, una ansia que ahora solo podría ser calmada por la carnicería que se avecinaba.
Cuando Lucan llegó al centro del campamento, todas las miradas se volvieron hacia él. Los legionarios, veteranos endurecidos por la guerra, lo observaban con una mezcla de respeto y temor. Su presencia, como siempre, irradiaba una autoridad indiscutible. Era el depredador al que todos seguían ciegamente, confiando en que los llevaría a la victoria una vez más.
Los treinta comandantes de las legiones avanzaron hacia él, sus rostros eran máscaras de determinación. Uno de ellos, con el ceño fruncido, rompió el silencio.
—General, hemos escuchado que el heredero estuvo aquí antes —dijo con voz áspera—. ¿Él nos comandará?
Lucan negó con un gesto brusco, su mirada se endureció, fría como el acero afilado.
—Iván solo vino a discutir el plan de batalla que estoy a punto de anunciar —respondió Lucan con tono grave. Y sin perder más tiempo, Lucan alzó la mano y comenzó a trazar símbolos invisibles en el aire. Un hechizo simple, pero efectivo: la magia antigua amplificó su voz hasta que resonó como el trueno, abarcando todo el campamento, desde el soldado más cercano hasta el más alejado.
—¡Legionarios de Hierro! —tronó su voz, fuerte y clara —. ¡Hijos de Zusia! ¡Súbditos de los Erenford! Hoy, marchamos hacia la guerra. Hoy, enfrentamos a más de setenta millones de enemigos. Mientras el heredero lucha en el frente, nuestro deber es simple: ¡exterminar a las Huestes Juradas de Sangre de Stirba y al Sol Áureo de Zanzíbar! ¡No habrá tregua! ¡No habrá honor! ¡Solo muerte!
El silencio cayó sobre el campamento como un manto pesado, pero el odio, la furia contenida, comenzaron a filtrarse en los corazones de los hombres. Lucan los miró, sus ojos destellaban con un brillo depredador.
—¡Debemos resistir al menos tres semanas! —continuó, su tono como el filo de una espada—. ¡Si lo hacemos, seremos victoriosos! Pero no espero que sean héroes, no espero que crean en leyendas. ¡Lo que espero es que sean bestias! ¡Que devoren a sus enemigos con la brutalidad que los ha definido desde siempre! ¡No habrá piedad, no habrá gloria inmortal! ¡Habrá matanza, y cuando el polvo se asiente, seremos los únicos de pie sobre una montaña de cadáveres!
El rugido de los soldados fue inmediato, una ola de furia y sed de sangre que retumbó como un terremoto, levantándose desde las entrañas del campamento. Estos hombres no peleaban por gloria; peleaban por la muerte. Y Lucan sabía que ese era su mayor poder.
Con un gesto, se giró hacia el frente. La marcha hacia la guerra había comenzado.