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Chapter 37 - XXXVII

La visión de Ulthorath se desplegaba frente a los ojos de Iván y su séquito como un coloso de piedra y acero, una ciudad nacida del hierro y diseñada para la guerra. Desde la distancia, las imponentes murallas negras de la ciudad se alzaban como gigantes dormidos, cada una de ellas testigo de innumerables batallas y glorias pasadas. Las nubes grises cubrían el cielo, creando una atmósfera ominosa que ensombrecía el ya sombrío paisaje. Ulthorath, hogar de Lucan Frostblade, "El Oso Blanco", y sede de las legendarias legiones de hierro, emergía ante ellos como un recordatorio inquebrantable del poderío militar del ducado de Zusian.

Iván, montado sobre Eclipse, no dejaba de observar la ciudad en silencio. Sus ojos, de un azul tan profundo como el océano, brillaban con una mezcla de determinación y fatiga. Llevaban tres días viajando sin descanso, en uno les llovido y los caminos del ducado habían dejado una capa lodo sobre ellos, cubriendo sus armaduras con una capa de suciedad. Aunque las rutas rápidas del ducado habían aligerado su travesía, la falta de ríos cercanos los había obligado a depender únicamente de la resistencia de sus caballos. Estos animales, entrenados para soportar días sin descanso, comida ni agua, seguían avanzando con una determinación implacable, aunque comenzaban a mostrar signos de agotamiento.

Ulfric, siempre a la derecha de Iván, mantenía su mirada fija en el horizonte. Junto a ellos, marchaban 9,970 legionarios de las sombras, liderados por el imponente Varkath, y 980 Desolladores Carmesíes, bajo el mando de Aldric. Ambos ejércitos representaban lo más letal y despiadado de Zusian, fuerzas entrenadas para acabar con sus enemigos de la manera más brutal posible. El ambiente estaba cargado de una tensión palpable. Cada soldado sabía que su entrada en Ulthorath no era un simple protocolo, sino el preludio de una guerra que no tardaría en estallar.

Finalmente, los muros de Ulthorath aparecieron completamente ante ellos, revelando la magnitud del titán arquitectónico. Las murallas, más de 50 metros de altura, parecían rasgar el cielo con su presencia. Eran negras como la noche, construidas con una mezcla de piedra y acero que las hacían prácticamente impenetrables. Desde lo alto, patrullas completas de soldados marchaban incansablemente, sus armaduras brillando bajo la tenue luz que atravesaba las nubes. A lo largo de las murallas, torres de vigilancia se alzaban como colmillos afilados, sus cúspides puntiagudas apuntando al cielo. En cada una de estas torres se desplegaban trabuquetes, balistas y escorpiones, armas de asedio listas para destruir cualquier amenaza que se atreviera a acercarse.

Las puertas de la ciudad, inmensas y cubiertas de hierro negro, estaban adornadas con relieves que representaban escenas épicas de guerras pasadas. Estas escenas mostraban ejércitos enfrentándose, héroes alzando sus armas y comandantes victoriosos observando los campos de batalla cubiertos de cadáveres. Estatuas gigantescas de los más grandes líderes militares del ducado flanqueaban la entrada, inmortalizados en poses de triunfo, con sus espadas levantadas hacia el cielo. Al ver llegar a Iván y su guardia, los soldados que custodiaban las puertas se apresuraron a abrirlas, las enormes bisagras rechinando mientras el paso hacia la ciudad quedaba libre.

Una vez dentro, las calles de Ulthorath se desplegaron ante ellos, amplias y pavimentadas con adoquines oscuros que resonaban bajo los cascos de los caballos.

Las avenidas principales eran lo suficientemente anchas como para permitir el paso de columnas enteras de soldados en formación o enormes máquinas de guerra. A medida que avanzaban, Iván observaba las altas torres y los bastiones interiores que salpicaban la ciudad, cada uno un recordatorio de la naturaleza militar de Ulthorath. No había lugar para la belleza o el lujo; todo estaba diseñado con un propósito, cada estructura era una pieza más de la gran máquina de guerra que era la ciudad.

—Impresionante, ¿verdad? —dijo Aldric, quien ya había visitado la ciudad en varias ocasiones. Su voz era grave, pero cargada de admiración—. Ulthorath está dividida en distritos, cada uno con una función precisa. Aquí todo tiene un propósito, todo está calculado.

Iván asintió, sus pensamientos inmersos en la magnitud de lo que veía. Podía vislumbrar el Distrito de las Legiones, al oeste, donde vastos cuarteles alojaban a decenas de miles de soldados. Las plazas de armas, rodeadas de altos edificios, se utilizaban para entrenamientos constantes, con tropas practicando tácticas de combate bajo la atenta mirada de sus comandantes. Estatuas de bronce de los héroes del ducado adornaban los patios, un recordatorio de la lealtad y el honor que se esperaba de cada soldado.

Caminando un poco más, Iván distinguió el Distrito Real, en el centro de la ciudad, donde se erguía el Dragon Palace, un imponente edificio de cúpulas doradas y ventanas alargadas que brillaban incluso bajo el cielo nublado. Era un símbolo del poder militar y político de Zusian, donde se trazaban los planes más importantes de guerra y gobierno. Este palacio, a la vez fortaleza y sede administrativa, era el corazón palpitante de Ulthorath.

Finalmente, al avanzar hacia el Iron Castle, la residencia del propio Lucan Frostblade, Iván sintió el peso de las miradas de los ciudadanos de Ulthorath. Cada paso que daba era observado por los ojos de aquellos que lo consideraban una figura mítica, el joven heredero del ducado. Su cabello blanco, su piel pálida pero sana, y sus ojos azules como el hielo, lo hacían destacar, atrayendo la atención de todos. Algunos civiles inclinaban sus cabezas en reverencia, mientras otros simplemente lo miraban con fascinación. Sabían quién era, y sabían lo que su presencia significaba: guerra.

Iván suspiró, dejando escapar un suspiro que llevaba días retenido en su pecho. Necesitaba concentrarse. Sabía que en el Iron Castle lo esperaban decisiones difíciles y tensas conversaciones con Lucan Frostblade, quien había sido como un padre para él tras la muerte de Kenneth Erenford, "El Lobo Sangriento". Ahora, el futuro del ducado estaba en sus manos, y Ulthorath era solo el principio de un largo y sangriento camino hacia la victoria o la destrucción.

Pronto llegaron a Iron Castle, una fortaleza que se alzaba con imponente grandeza, como si desafiara al cielo mismo. Sus murallas se alzaban como una barrera infranqueable entre el mundo exterior y el corazón militar del ducado. Las enormes paredes de piedra negra parecían haber sido talladas directamente de las montañas que las rodeaban, impregnadas de un aura de poder y resistencia. La estructura misma del castillo inspiraba respeto y temor en igual medida. Las torres, altas y amenazantes, se levantaban como centinelas vigilantes, y las almenas estaban coronadas por figuras pétreas de lobos, símbolo de la dinastía Erenford que aún resonaban en la historia de Zusian. Los soldados en las murallas parecían diminutos en comparación con la vasta fortificación que se extendía a lo largo del horizonte. A través de los siglos, esta fortaleza había soportado innumerables asedios, y se decía que ni el tiempo ni las armas más letales podían romper sus defensas. Un complejo laberinto de fosos, puentes levadizos y portones reforzados rodeaba el castillo, asegurando que cualquier enemigo que intentara acercarse fuera detenido antes de poner un pie en sus puertas.

Las puertas principales del castillo, gigantescas, estaban forjadas de hierro negro con detalles en oro, grabadas con escenas de antiguas batallas y victorias de la Casa Erenford. Al cruzar esas puertas, uno no podía evitar sentir el peso de la historia sobre sus hombros, como si cada piedra estuviera cargada con los ecos de guerreros caídos, luchas interminables y decisiones que marcaron el destino del ducado. El viento, frío y cortante, soplaba entre las torres del castillo, trayendo consigo el sonido lejano de tambores de guerra y el constante eco de la vida militar.

A medida que avanzaban hacia las segundas y enormes puertas de hierro forjado, Aldric rompió el silencio con una voz cargada de respeto por la historia.

—Se dice que estas murallas son impenetrables. Cuando Zusian aún era un reino y los Erenford gobernaban como reyes, este fue su último bastión antes de ser anexados por la difunta Casa Zirak durante las Guerras de Unificación. Según las leyendas, ni siquiera siete meses de ataques incesantes lograron penetrar las defensas de este castillo. La Guardia Real del último rey Erenford, diez mil hombres, defendieron estas murallas sin perder una sola batalla. Según las leyendas, nunca conocieron la derrota, defendieron este castillo y estas murallas hasta el último aliento.

Iván escuchaba en silencio, impresionado por las palabras de Aldric, se detuvo un momento para observar las gigantescas fortificaciones. Sabía bien la historia de su linaje, pero ver esas estructuras imponentes en persona, en lugar de escucharlas en relatos antiguos, despertaba algo en su interior. El emblema de su casa, el lobo dorado en campo negro con detalles en rojo, ondeaba orgulloso en estandartes que decoraban las murallas, un símbolo que había resistido la prueba del tiempo, mientras los legionarios que custodiaban las murallas alzaban sus armas en señal de respeto a su llegada. Al ver la llegada de Iván, los legionarios que patrullaban las murallas salieron a recibirlo, rindiéndole honores, abriendo las puertas del castillo con una precisión y coordinación que hablaban de años de entrenamiento militar.

Las puertas se abrieron con un rugido metálico, dejándolos entrar en el patio principal del castillo, la atmósfera cambió. El ruido del metal resonaba por todas partes; herreros forjaban armas y armaduras, mientras grupos de soldados practicaban con alabardas y mazas en los campos de entrenamiento. Iron Castle era mucho más que una simple fortaleza; era un centro de operaciones donde cada rincón estaba dedicado a la preparación para la guerra. El aire estaba impregnado de olor a acero y sudor, y las paredes del castillo parecían absorber el sonido de las conversaciones y gritos de mando

Una fila de jinetes con armaduras negras y ornamentadas en oro blanco esperaba en formación perfecta. Sus armaduras, pulidas y resplandecientes, parecían reflejar cada rayo de luz que atravesaba las nubes. Estos hombres, inmóviles como estatuas, eran los Osos Blancos, la guardia personal de Lucan Frostblade, y en el centro de aquella formación, montado sobre un caballo tan imponente como él mismo, estaba Lucan.

Iván lo vio por primera vez, era un titán. Lucan Frostblade, apodado "El Oso Blanco", era una figura que parecía sacada de las leyendas. Su estatura superaba los dos metros con creces, un gigante entre los hombres, con una presencia tan intimidante que incluso los más valientes habrían sentido una punzada de miedo. Aunque esta era la primera vez que Iván lo veía en persona, la reputación del hombre precedía su presencia. Lucan era un guerrero imponente cuya avanzada edad no parecía haberle robado ni una pizca de su poder. Su largo cabello canoso, que caía en cascada hasta sus hombros, brillaba bajo la luz del día como plata pura, y su barba blanca daba aún más peso a su semblante regia y temible. Los ojos de Lucan, fríos y calculadores, parecían perforar la mente de cualquier hombre que se atreviera a mirarlo directamente, una mirada y facciones que había visto la muerte en innumerables batallas en las que había participado.

Vestía una túnicas oscuras y adornadas con bordados dorados que destacaban la riqueza y el estatus que poseía, contrastaban con la brutalidad que emanaba de su figura. Un enorme pecho, cubierto parcialmente por una piel de oso, le daba un aire de primitivo poder. Iván podía ver por qué le llamaban "El Oso", no solo por su tamaño, sino por la sensación de fuerza y peligro latente que emanaba de él. Este no era solo un líder militar, era una leyenda viva, el tipo de hombre que podría aplastar a sus enemigos con una sola mano y dirigir ejércitos con la otra.

Aunque en ese momento ostentaba el título de segundo general del ducado, Lucan había sido el primer general durante décadas de ferocidad que lo había hecho merecedor del apodo de "El Oso Blanco". Durante décadas, había comandado ejércitos, y aunque en los últimos años se había retirado parcialmente tras la muerte de Kenneth Erenford, aún quedaba algo de esa chispa en sus ojos. Solo superado en los últimos años por su alumno, Roderic Ironclaw, que en ese momento estaba luchando en las montañas de Karador. Sin embargo, a pesar de su retiro parcial, la experiencia y la sabiduría de Lucan lo convertían en una figura respetada y temida entre los suyos. Su apodo, "El Oso Blanco", no solo reflejaba su físico, sino su capacidad para proteger y destruir con igual ferocidad. Era un oso en la tundra: majestuoso, imparable y letal que había despertado de lo que muchos llamaban su "hibernación".

Lucan había pasado años en lo que muchos llamaban su "hibernación", un período de retiro tras la muerte de su mejor alumno y a quien considero un hijo, el padre de Iván, Kenneth Erenford, "El Lobo Sangriento". Pero ahora, al ver su figura erguida y la chispa renovada en sus ojos, Iván supo que Lucan estaba despierto, listo para la batalla una vez más.

Cuando Iván avanzó hacia él, pasando por las filas de soldados que se inclinaban en señal de respeto, sintió el peso de la mirada de Lucan sobre él, al llegar desmontó de su caballo mientras las filas de soldados permanecían inmóviles, observando cada uno de sus movimientos. Sentía el peso de las miradas sobre él, no solo de los legionarios, sino de la figura que lo esperaba al final de la fila. Lucan era más que un hombre; parecía una montaña hecha carne. Iván, a pesar de su altura considerable, no era más que una sombra al lado del gigante que lo esperaba. Lucan, que medía más de dos metros, lo miró con una expresión que mezclaba frialdad y expectación.

—Así que quieres que vuelva a ser el "Oso Blanco", ¿eh, mocoso? —dijo Lucan con voz grave, que resonó como un trueno entre las paredes del castillo.

Iván sintió el impacto de esas palabras, pero no permitió que el miedo o la duda se reflejaran en su rostro. Mantuvo su postura firme, consciente de que tanto Ulfric como Aldric estaban justo detrás de él, listos para intervenir si la situación lo exigía. Pero este no era un momento para retroceder. Iván se adelantó un paso más y respondió con firmeza.

—Eso decía el mensaje, ¿no es así? —replicó, sus ojos azules enfrentando el escrutinio dorado de Lucan—. O acaso es que ya es usted demasiado viejo para entender un mensaje tan simple.

La tensión en el aire se hizo palpable. Los soldados que observaban en silencio sentían el peso de cada palabra, como si el mismo aire se hubiera congelado. Iván sabía que estaba caminando sobre una cuerda floja, pero no podía mostrar debilidad. Finalmente, tras unos segundos eternos, Lucan rompió el silencio con una risa baja, profunda y llena de años de experiencia. Era una risa que no tenía alegría, pero sí respeto.

—Tienes la apariencia y el carácter de tu padre, excepto por esos ojos —dijo Lucan, con una expresión que, por primera vez, se suavizaba. La dureza que normalmente lo acompañaba, como un manto permanente de frialdad y autoridad, parecía ceder momentáneamente mientras observaba a Iván. Sus palabras, aunque pronunciadas en un tono más bajo, resonaban con la fuerza de la experiencia, como si estuviera evocando recuerdos que le pesaban como una armadura invisible—. Esos ojos son de tu madre, pero tu mirada... esa es la de Kenneth Erenford.

Lucan, con una lentitud medida, levantó su mano derecha, enorme y callosa, una mano que parecía más una herramienta forjada para la guerra que un simple apéndice humano. Cada uno de sus dedos estaba cubierto de cicatrices finas, marcas de las innumerables batallas en las que había empuñado su espada. Finalmente, posó esa mano sobre el hombro de Iván, con una presión que era tanto un símbolo de aceptación como una prueba de la fuerza del gigante que estaba ante él. Iván sintió el peso, no solo físico, sino también el peso simbólico del gesto. Era como si esa mano trajera consigo el legado de generaciones de guerreros, una responsabilidad que ahora recaía sobre sus hombros. La presión no era abrumadora, pero sí suficiente para recordarle que este hombre, a pesar de su edad, seguía siendo un titán en cuerpo y espíritu.

Lucan sonrió, una mueca que mostraba dientes gastados por el tiempo y las batallas, pero aún afilados, aún peligrosos.

—Eres un mocoso, pero tienes los huevos de tu padre... y de esos otros dos bastardos que entrené y crié. Pocos tienen el carácter para responderme de esa manera —dijo, su voz resonando en el gran patio, como si con cada palabra reafirmara su dominio sobre el castillo y todo lo que contenía.

Los soldados cercanos, hasta ese momento inmóviles, empezaron a intercambiar miradas furtivas, como si lo que acababa de suceder fuera una ceremonia no oficial, un reconocimiento por parte de Lucan que solo los más cercanos a él entendían en su totalidad. El respeto en los ojos de los legionarios era evidente, y aunque ninguno se atrevió a decirlo en voz alta, todos comprendieron que Lucan había dado su aprobación tácita a Iván, no solo como el hijo del Lobo Sangriento, sino como un verdadero líder en potencia.

Lucan, aún con esa sonrisa mezcla de nostalgia y dureza, rompió el breve silencio que siguió.

—Comamos y bebamos mientras discutimos los planes de la guerra y nuestra victoria —declaró, haciendo un gesto amplio con su brazo, señalando hacia las puertas del castillo que se abrieron lentamente con un crujido ominoso.

Las enormes puertas de roble, reforzadas con bandas de hierro, revelaron los pasillos interiores del castillo. Al atravesarlas, Iván y sus compañeros se encontraron rodeados de paredes de piedra tan gruesas que apenas dejaban pasar el eco de sus pisadas. El interior era oscuro, casi cavernoso, con antorchas intermitentes que iluminaban apenas lo suficiente para guiar su camino. Las sombras danzaban en los muros, proyectadas por las altas ventanas, creando formas intrincadas que parecían susurrar secretos antiguos. El aire estaba impregnado de un ligero olor a humedad y hierro, una mezcla que, en ese lugar, evocaba más el olor de la sangre derramada en viejas batallas que el de un simple castillo.

Avanzaron por pasillos que parecían interminables, fríos como las montañas de Karador. Las piedras del suelo estaban pulidas por el constante paso de botas blindadas, pero el silencio del castillo era opresivo. Finalmente, llegaron a una gran sala, el salón principal, que se alzaba como el corazón de la fortaleza. El techo era abovedado, sostenido por enormes pilares tallados con motivos de antiguas guerras, y en el centro del salón se encontraba una gran mesa de piedra rodeada de decenas de otras mesas más pequeñas, todas listas para acoger a los guerreros y comandantes que pronto las llenarían.

Al fondo del salón, un trono de hierro dominaba la escena, una obra maciza de metal oscuro, donde Lucan solía recibir a sus generales y tomar decisiones que cambiaban el curso de la historia. Los ventanales del salón, grandes y cubiertos con vidrieras que representaban escenas épicas de batallas antiguas, proyectaban luces y sombras sobre los suelos de mármol negro. En las paredes, mapas de guerra cubrían la piedra, mostrando las tierras conquistadas y las que aún quedaban por reclamar. Los candelabros que colgaban del techo iluminaban con una luz cálida y dorada los rostros de los hombres que se sentaban alrededor de la mesa principal.

Iván, acompañado por Ulfric, Aldric, y Varkath, tomó asiento en esa mesa central, la misma que compartía con Lucan y sus más cercanos. A su izquierda, Lucan también se acomodó, y junto a él se encontraban tres hombres, cada uno una leyenda en sí misma. 

El primero de ellos, sentado a la izquierda de Lucan, era un hombre de aspecto robusto pero refinado. Su porte distinguido lo marcaba como alguien de gran estatus militar, y sin embargo, había una ferocidad en su mirada que sugería que no era un hombre que se contentara con la mera estrategia; disfrutaba también del combate directo. Su largo cabello oscuro caía desordenadamente sobre sus hombros, enmarcando un rostro severo, con una barba espesa que añadía a su apariencia un aire indomable. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecían siempre al acecho, como un depredador listo para saltar.

El segundo hombre, sentado justo al lado del primero, era un coloso. Su presencia llenaba la sala como una fuerza de la naturaleza. De complexión musculosa y robusta, sus brazos y torso exhibían la estructura de alguien que había pasado la mayor parte de su vida entrenando y combatiendo. Su piel curtida y sus cicatrices hablaban de las innumerables batallas en las que había participado. A pesar de su apariencia feroz, había en él un aire de camaradería, una chispa de humanidad que lo hacía menos intimidante de lo que su físico podría sugerir. Fue el primero en levantar su jarra de metal y beber con voracidad, sonriendo ampliamente mientras lo hacía.

El tercer hombre, sentado al otro lado de Lucan, era una figura de imponente presencia física, tan formidable en combate como los otros dos. Con proporciones hercúleas, se quitó la pesada armadura que llevaba puesta, dejando al descubierto un cuerpo cubierto de tatuajes. Los símbolos en su piel eran antiguos, representaciones de victorias y tradiciones tribales que marcaban su recorrido como guerrero. Su cabello oscuro caía en ondas hasta sus hombros, enmarcando una mandíbula fuerte y una barba que parecía estar esculpida con precisión. Sus ojos, de un verde intenso, brillaban con una alerta constante, como si siempre estuviera preparado para el combate, y su lealtad a Lucan era evidente en cada uno de sus movimientos.

Mientras los hombres tomaban asiento, las sirvientas, vestidas con túnicas de colores oscuros bordadas con hilos de plata, comenzaron a desfilar con gracia por la sala. Cada una cargaba bandejas de plata que relucían a la luz de los candelabros, reflejando destellos dorados sobre los rostros de los guerreros. El olor a carne asada llenaba el aire, envolviendo el salón en una fragancia tan intensa que hacía rugir el estómago de todos los presentes.

Las primeras bandejas contenían piezas de jabalí, asado lentamente sobre llamas de roble hasta que la piel se doró y crujió, liberando jugos espesos que corrían por la carne tierna. Al cortar una de las piezas, la carne se deshacía al contacto, revelando capas de jugosos filetes impregnados de especias exóticas traídas de tierras del sur. La carne humeante fue servida en platos de plata, suculenta y aromática, acompañada de una salsa oscura y espesa que contenía una mezcla secreta de hierbas y vino reducido, un verdadero manjar digno de reyes.

Luego, llegaron costillares de cordero, sus huesos sobresalían de la carne rosada y tierna, cubierta por una costra de especias y finas hierbas que habían sido recogidas en las montañas de Karador. Cada costilla fue asada a la perfección, con la carne desprendiéndose fácilmente del hueso, invitando a ser devorada por manos hambrientas. La piel crujía bajo los dientes de los comensales, liberando una explosión de sabores que mezclaban lo dulce y lo salado, con un toque ahumado que persistía en el paladar.

Las piernas de venado también hicieron su entrada, sazonadas con hierbas de las tierras altas y cocidas lentamente hasta que la carne quedó tan tierna que se deshacía al tocarla con los cuchillos de plata. El venado, bañado en un jugo especiado, estaba decorado con pequeños ramilletes de romero y tomillo que desprendían un aroma fresco y terroso.

No solo la carne dominaba la mesa. Llegaron bandejas de frutas exóticas de los rincones más lejanos del continente: racimos de uvas negras que explotaban con dulzura al morderlas, granadas cuyas semillas brillaban como rubíes bajo la luz de los candelabros, y rodajas de melones dorados, tan jugosos que su perfume invadía el aire. Las frutas contrastaban con el festín de carnes, ofreciendo un respiro refrescante entre los platos más pesados.

El pan recién horneado llegó a las mesas en grandes hogazas, su corteza dorada y crujiente, con el interior suave y esponjoso. Al romper el pan, se desprendía un aroma a levadura y mantequilla derretida que se mezclaba con el de las carnes asadas. Algunas de las hogazas venían infusionadas con hierbas, mientras que otras estaban espolvoreadas con granos de sal marina, proporcionando un contrapunto salado y crujiente con cada bocado.

No podían faltar los dulces, brillando bajo la luz dorada de las velas. Había pequeños pasteles de miel, cubiertos de nueces y especias, que crujían al morderlos, liberando un relleno cremoso y dulce. También había tartas de frutos del bosque, cuyas cortezas doradas contenían una mezcla de moras, arándanos y fresas, bañadas en un jarabe espeso y almibarado. Las sirvientas ofrecían también bocadillos de almendras caramelizadas y tortas de especias tan suaves que se derretían en la boca, con un sabor cálido a canela y clavo que contrastaba con la riqueza de la carne.

Las jarras no tardaron en derramarse sobre la mesa. Había cerveza espesa, de un color ámbar profundo, con espuma espesa que se derramaba por el borde de las jarras. El sabor era fuerte y maltoso, ideal para acompañar la carne y los platos más pesados. A su lado, también corrían jarras de hidromiel, dorado como el sol, con un sabor dulce y floral que llenaba la boca de un calor reconfortante. Cada sorbo dejaba un rastro de miel en los labios y un leve cosquilleo en la garganta, haciéndolo el favorito entre los guerreros más rudos y curtidos. El vino tinto, traído de las tierras del sur, se servía en copas de plata; su sabor robusto, con notas de bayas y especias, era el maridaje perfecto para los platillos que rebosaban de sabor.

Iván, al tomar asiento en la mesa principal, recibió un plato de plata adornado con grabados intrincados que narraban antiguas batallas. Los sirvientes, atentos a su estatus, le sirvieron las mejores partes del festín, comenzando con un generoso trozo de jabalí asado, cuya piel crujía al primer corte, dejando escapar un jugo aromático. Luego, le ofrecieron una costilla de cordero adornada con hierbas frescas y rociada con jugo de carne. Junto a la carne, se colocó un trozo de pan caliente, cuya corteza todavía crujía bajo los dedos de Iván.

Los brindis no se hicieron esperar. Lucan levantó su jarra de hidromiel, golpeando el metal de la mesa con fuerza para llamar la atención de todos. Los hombres a su alrededor, cada uno con su jarra en alto, respondieron al unísono.

—Por nuestras victorias pasadas y por las que están por venir —gritó Lucan, su voz resonando en las paredes del salón, como el rugido de un oso. Los demás lo siguieron, levantando sus copas y jarras en señal de respeto y camaradería.

El salón se había transformado en un torbellino de risas, brindis y conversaciones animadas, donde los guerreros más curtidos dejaban de lado, aunque solo fuera por un momento, el peso de las batallas que se avecinaban. El fuego en las enormes chimeneas del salón crepitaba, proyectando sombras danzantes en las paredes de piedra, y el aroma a carne asada, especias y vino impregnaba el aire. Iván, aunque rodeado de este bullicio, permanecía en silencio, concentrado en cada bocado que tomaba. No sabía que tenía tanta hambre hasta que empezó a comer, devorando con gusto la suculenta carne que tenía ante él.

Mientras desgarraba un trozo de carne, observó la grasa crujiente que cubría el jugoso filete y lo acompañó con un sorbo de hidromiel. Cada bocado le recordaba lo distinta que era la vida en las fronteras, comparada con los banquetes más refinados de su hogar en Drakonholt Keep, en la capital del ducado. Pero este banquete tenía un sabor diferente, más salvaje, más visceral. La carne asada en llamas abiertas, los sabores rústicos y profundos, todo encajaba con el ambiente de camaradería guerrera que se respiraba.

Justo cuando Iván partía un nuevo trozo de carne, con una mezcla de grasa y carne tierna, Lucan, que había permanecido en silencio durante unos minutos mientras bebía una copa de vino tinto, se inclinó hacia él y, tras apurar su copa, rompió el silencio.

—¿Cuáles son tus planes, Iván? —preguntó Lucan, su voz profunda resonando en el salón, llamando la atención de los guerreros más cercanos. Muchos de ellos, que estaban inmersos en conversaciones triviales, giraron sus cabezas para escuchar al Oso Blanco—. He reunido a las legiones en la frontera con Zanzíbar, pero dudo que nuestros 11 millones de soldados puedan hacer frente a los 72,250,000 de hombres de Zanzíbar y Stirba —continuó Lucan, su tono serio contrastando con el bullicio que empezaba a disminuir a su alrededor—. Soy bueno, muy bueno, pero tampoco hago milagros. Y los informes no son alentadores: las tropas de Stirba avanzan desde el paso de Eldrakar en las montañas Karador, con sus Ejércitos de Sangre Real y las tropas de élite del Sol Áureo. Estamos hablando de 24,500,000 de soldados de élite contra nuestros 7 millones de legionarios en esa frontera. Así que dime, ¿cuál es tu plan?

El salón se quedó en silencio, con todos los ojos puestos en Iván. El heredero del ducado masticó su bocado con calma, saboreando cada segundo mientras sus pensamientos se agitaban. La presión era palpable, pero Iván no iba a dejarse intimidar, ni por Lucan ni por los guerreros que esperaban su respuesta. Tras tragar el último pedazo de carne, se tomó un momento, mirando a su alrededor. El calor de las chimeneas no solo provenía del fuego, sino también de las miradas que lo observaban, esperando con ansias sus palabras.

—Quería formular una estrategia contigo, Lucan —respondió Iván, rompiendo finalmente el silencio. Su tono era firme, pero sin apresurarse—. Mandé a las legiones que comandaba a la frontera para reunirse con las veinte legiones estacionadas en el Fuerte Drakenhold. También envié a uno de los comandantes de los Legionarios de las Sombras para eliminar cualquier amenaza en nuestra retaguardia, principalmente los bandidos que asolaron el noroeste durante el camino.

Iván hizo una pausa para beber un sorbo de hidromiel, saboreando el líquido dulce y cálido que le dio un leve impulso de confianza. Los ojos de Lucan, fríos y calculadores, permanecían fijos en él, evaluando cada palabra.

—Mi plan original era reunir nuestras fuerzas en las fronteras y comenzar una retirada táctica, utilizando ataques de guerrilla para desgastar al enemigo. Sabía que no podríamos enfrentarnos a esos números directamente, pero esperaba utilizar el terreno a nuestro favor, obligándolos a dividirse y atacándolos en emboscadas bien organizadas.

Lucan asintió, escuchando con atención, pero no interrumpió. Iván continuó.

—Sin embargo, la noticia de que Stirba avanza desde el paso de Eldrakar cambia las cosas. No podemos retirarnos fácilmente si tienen acceso a esas montañas. Thronflic está demasiado adentrado en las montañas, peleando contra el Marquesado de Thaekar, y si no hacemos algo pronto, las fuerzas de Stirba podrían atravesar las montañas y tomar nuestras minas. Si perdemos nuestras minas en Karador, Zusian no solo perderá una fuente vital de recursos, sino que nuestra economía se vería gravemente afectada. Recuperarlas sería un esfuerzo costoso, tanto en hombres como en dinero.

La tensión en el salón era palpable, todos sabían lo que estaba en juego. Las minas en las montañas Karador no solo proveían minerales y metales valiosos, sino que también eran estratégicamente vitales para la defensa del ducado. Si caían en manos del enemigo, Zusian estaría gravemente debilitado, y la posibilidad de una contraofensiva sería prácticamente inexistente.

—Entonces, ¿cuál es tu sugerencia? —preguntó Lucan, su tono ahora más serio, pero con una pizca de respeto. El joven Iván, aunque inexperto, parecía estar más preparado de lo que muchos hubieran imaginado.

Iván dejó el vaso sobre la mesa, sus dedos jugando con el borde de la copa mientras reflexionaba. La mesa estaba llena de manjares: grandes bandejas con carnes asadas, costillares bañados en salsas oscuras, piernas de venado que aún humeaban, junto con pan fresco de costra dorada, frutas exóticas y dulces impregnados de miel. Sin embargo, ni el sabor de la comida ni el calor del fuego podían desviar la atención de la conversación en curso. Este no era un banquete común, era un consejo de guerra disfrazado de festín, y todos lo sabían.

Iván se enderezó en su silla, mientras el cálido resplandor de las antorchas proyectaba sombras largas sobre su rostro. Lucan, sentado frente a él, mantenía su habitual expresión de dureza, pero sus ojos reflejaban un interés creciente en las palabras del joven heredero. El salón, que apenas minutos antes había estado lleno de risas y charlas despreocupadas, ahora se había sumido en un silencio tenso y expectante.

Iván observó cómo la tensión en el salón crecía mientras exponía su plan. Los guerreros a su alrededor, muchos de ellos curtidos en la batalla, habían dejado de conversar, inclinándose ligeramente para escuchar las palabras del joven heredero. Cada movimiento de Lucan, cada gesto de aprobación o duda, era un barómetro de la aceptación o rechazo de su estrategia. El fuego de las chimeneas proyectaba sombras titilantes en las caras de los presentes, añadiendo un aura casi mística al intercambio. Iván, ahora más seguro que nunca, sabía que el momento de probarse ante esos hombres había llegado.

—Mi propuesta es esta —comenzó Iván, con una voz firme que resonó en el salón—. Necesitamos detener o al menos retrasar al ejército que viene desde Eldrakar. Si permitimos que penetren en las montañas de Karador, estaríamos en una desventaja imposible de revertir. Actualmente, cuento con 3,260,000 legionarios a mi mando, incluidas seis legiones de hierro y dos de las Legiones del Duque. Perdí ocho mil hombres luchando contra un jefe de bandidos que fue contratado para distraernos, pero ahora, sumando mis fuerzas con las veinte legiones estacionadas en la frontera con Stirba, contamos con un total de 11,220,000 legionarios. 

Los murmullos se extendieron por el salón, algunos asintiendo con aprobación, mientras otros intercambiaban miradas preocupadas. Era evidente que esa cifra, aunque impresionante, palidecía ante los 24,500,000 soldados de élite que se acercaban desde Eldrakar.

—No es ni de lejos cercano a las 24,500,000 tropas de élite que vienen desde Eldrakar, se que no es una comparación favorable—continuó Iván—, pero hay una oportunidad. Según los informes, Eldrakar es un paso estrecho, lo que significa que la cantidad de soldados no importará tanto como la estrategia. Si logramos vencerlos ahí, podremos ejecutar un contraataque fulminante. Mientras tanto, tú —dijo mirando a Lucan directamente a los ojos—, con tus treinta legiones de hierro, debes retrasar a la fuerza principal que viene desde Zanzíbar. Necesito que los hagas retroceder lo suficiente para que llegues a un terreno que te favorezca.

Lucan asintió lentamente, aunque no dejó de observar a Iván con intensidad. La mención de movilizar a las Legiones del Duque y las legiones de hierro disponibles también captó la atención de los demás oficiales en el salón que se quedó aún más en silencio. Incluso las sirvientas, que seguían trayendo platos llenos de carne y jarras de hidromiel, intentaban moverse sin hacer ruido, como si no quisieran interrumpir la gravedad de la situación. Iván, sin perder el hilo de sus pensamientos, continuó.

—¿Y qué propones para mantener esa presión? —preguntó Lucan, su tono ya no desafiante, sino colaborativo.

—Tengo que destruir el ejército de Eldrakar y luego atacar al Ducado de Stirba. Si Zanzíbar se da cuenta de que está aislado, sin el apoyo de Stirba, y al mismo tiempo, si las fuerzas de Stirba ven que están siendo invadidas, su cohesión comenzará a desmoronarse. No tendrán tiempo ni recursos para coordinarse adecuadamente. Para lograr esto, debo tener la seguridad de que las Legiones del Duque y las legiones de hierro estarán listas para movilizarse en caso de que necesite refuerzos inmediatos. Aproximadamente 11,940,000 legionarios de hierro y 7,920,000 de las Legiones del Duque. Esperando que mi madre envía las dieciocho legiones del duque. 

La sala estaba completamente en silencio ahora, los guerreros esperando con atención cada palabra de Iván. El ambiente en la sala era tenso, como si el peso de una posible victoria o derrota se estuviera decidiendo en ese momento.

—Entiendo que tendrás que resistir al menos cuatro semanas —continuó Iván—. Cuatro semanas mientras yo derroto a Stirba en Eldrakar y mantengo la presión constante. Si logramos esto, no solo podríamos reforzar nuestras líneas contra Zanzíbar, sino que incluso podríamos lanzar una contraofensiva desde el norte, debilitando a ambos enemigos de tal manera que podríamos pensar en conquistarlos a largo plazo.

Lucan se inclinó hacia adelante, su rostro iluminado por la tenue luz de las velas. Sus ojos brillaban con interés y respeto. Era evidente que no esperaba una estrategia tan audaz de Iván.

—Hablas de un ataque en lugar de una defensa —murmuró Lucan, sus labios dibujando una media sonrisa, comprendiendo finalmente la magnitud de la propuesta.

—Exactamente —respondió Iván, con una creciente seguridad en su voz—. Si logramos retrasarlos o, mejor aún, derrotarlos en Eldrakar, podríamos utilizar las legiones de hierro de reserva y las Legiones del Duque, sumando unos 19,860,000 legionarios en total. Eso nos permitiría una maniobra decisiva, y si además Thronflic, con sus cuarenta legiones de hierro y sus ocho legiones personales, logra apoyarnos, estaríamos hablando de un golpe decisivo. Thronflic tiene 19,104,000 legionarios bajo su mando, y juntos podríamos no solo defender, sino lanzar un ataque que desmantele tanto a Stirba como a Zanzíbar.

Un leve murmullo recorrió la sala mientras los hombres procesaban la magnitud de la estrategia. Iván no solo proponía defender las fronteras, sino transformar la situación en una ofensiva que podría cambiar el curso de la guerra.

—Esto no es solo sobre defender lo que tenemos —continuó Iván, ahora más seguro que nunca—. Es sobre tomar lo que es nuestro por derecho. La guerra de coalición nos dejó heridos, pero no derrotados. Ahora es el momento de tomar venganza por lo que nos hicieron. Si actuamos con rapidez y precisión, no solo mantendremos nuestras tierras, sino que podremos conquistar las suyas. Un imperio no se construye a la defensiva, sino atacando.

Lucan guardó silencio por un momento, sus ojos buscando algo en los de Iván. Luego, una lenta sonrisa se dibujó en su rostro, una sonrisa llena de aprobación.

—No es mala idea, muchacho. No es mala idea en absoluto. Tu padre hizo algo muy similar durante la guerra de coalición —dijo Lucan, con un tono de nostalgia—. Ataques rápidos, batallas decisivas, guerrillas en lugar de asedios interminables. Es una estrategia arriesgada, pero si tienes éxito, no solo defenderemos nuestras tierras, sino que ganaremos mucho más.

El ambiente en el salón continuaba cargado de risas y el aroma del alcohol impregnaba el aire, envolviendo a todos en una nube de camaradería desenfrenada. Las llamas de la chimenea seguían crepitando, aunque ahora más tenues, como si también se vieran afectadas por el ambiente relajado y borracho que reinaba. Los guerreros bebían sin descanso, compartiendo historias, anécdotas y risas ruidosas que resonaban por cada rincón de la sala.

Iván, con el rostro enrojecido y la mirada perdida, se tambaleaba ligeramente en su asiento mientras levantaba una copa de vino en un brindis descuidado. El alcohol corría por sus venas y hacía que su lengua se volviera más suelta y su mente menos aguda. Mientras hablaba, las palabras salían atropelladas, y sus gestos eran exagerados, como si todo lo que decía tuviera una importancia monumental en ese momento.

—Te lo digo, Lucan… —balbuceó Iván, apoyándose torpemente sobre la mesa, casi volcando una jarra de cerveza—. ¡Sarah… Sarah las tiene enormes! —dijo, haciendo un gesto grosero con las manos, imitando el tamaño desmesurado de los pechos de su concubina—. Ni, Mi la palma se me hunde en esas tetas, ¡te juro!

Lucan estalló en carcajadas, golpeando la mesa con su tarro de cerveza, mientras los demás hombres se unían a las risas, algunos al borde de las lágrimas por la exageración de las palabras de Iván.

—¡Tu concubina! —dijo Lucan, arrastrando las palabras por el efecto del alcohol—. ¿Cuántas tienes ya? Siempre he sabido que eres de los que buscan mujeres a montones, ¿eh? —dijo, tomando un largo trago antes de continuar—. No es por ofender a la Duquesa, claro, una mujer hermosa y de buenas curvas, pero pensé que seguirías el ejemplo de tu padre, siempre pense que tendria mas mujeres aparte de tu madre. Pero tu aprendiste a disfrutar de los placeres de la carne, ¿verdad?

Iván, completamente borracho, asintió con entusiasmo, riendo como si las palabras de Lucan fueran la cosa más graciosa que hubiera escuchado.

—¡Sarah es solo la primera! —dijo Iván con orgullo—. ¡No sé cómo, pero ya tengo tres concubinas y una amante! —Se giró torpemente hacia su guardia personal, Ulfric, y le dio una palmada fuerte en el hombro—. ¿Verdad, Ulfric? —preguntó, su voz arrastrándose por el alcohol.

Ulfric, tan borracho como su señor, levantó su tarro de cerveza y asintió con una risa pesada, su cabello rojizo desordenado cayendo sobre su frente.

—Sí, sí… lo llevé hace unas semanas… ¡y salió con esa mujer! Joder, me dio envidia y se me paro —dijo riendo, con las mejillas encendidas por la bebida.

—Y eso no es todo —continuó Iván, haciendo un esfuerzo por enfocar sus pensamientos—. ¡En esa maldita ciudad de traidores encontré a Seraphina y a Adeline! Son mis otras dos concubinas. Fue un trato… pero joder, ¡Seraphina es una preciosidad! Virgen, incluso, ¡te lo juro! —Su risa se volvió más baja, como si recordara cada detalle—. Y su protegida, Adeline… joder la verias toda inocente y pulcra pero es insaciable o yo lo fui?, nah no me importa solo que me la follé antes de venir aquí —dijo, agitando su copa con una sonrisa triunfal—. Y luego está Kalisha… No sé qué le hizo Sarah, pero es una maldita ninfómana. ¡Siempre está lista para complacerme!

Lucan lo escuchaba con una sonrisa perezosa, claramente entretenido por las confesiones de Iván.

—¿Quieres una mujer? —preguntó Lucan, arrastrando las palabras mientras balanceaba su cuerpo hacia un lado—. Hay muchas chicas que te han echado el ojo, o podemos ir al burdel cercano… —sugirió, haciendo un gesto amplio con la mano—. Buenas mujeres, incluso hay algunas de otras especies, si eso te va —añadió con una sonrisa maliciosa.

Iván negó con la cabeza, levantando su copa nuevamente.

—Nah, soy demasiado posesivo… y querría llevarme a la puta conmigo —dijo con una risa estruendosa, chocando su tarro contra el de Lucan. Ambos estallaron en carcajadas, sus risas resonando en la sala como el estruendo de una batalla ganada.

En medio de la risa, Lucan señaló a uno de los hombres en la mesa, su mirada borracha tratando de enfocarse.

—¿Y quién es el pelirrojo? —preguntó, entrecerrando los ojos mientras observaba a Ulfric.

Iván se giró, tambaleándose ligeramente, y señaló a su guardia personal, que seguía bebiendo y riendo junto a los otros hombres.

—¡Es mi maestro! —dijo Iván, con un tono reverencial mezclado con la borrachera—. Me enseñó todo sobre la guerra y cómo pelear… es como un hermano mayor para mí.

Lucan, interesado, dirigió su atención a Ulfric y levantó su tarro en su dirección.

—¿De dónde vienes, maestro de guerra? —preguntó con voz gruesa.

Ulfric giró lentamente la cabeza y sonrió, levantando su propio tarro.

—Soy de Norvadia… del clan Fjördsverd —respondió con orgullo, aunque su tono era arrastrado por el alcohol.

—¡Norvadia! —exclamó Lucan—. Guerreros peligrosos… y mucho frío. Los conozco, hombres duros y de temer —dijo, asintiendo con aprobación.

La conversación se desvió de un tema a otro, y los ojos de Iván se posaron en otro grupo de hombres al otro lado de la sala, donde un gigante de barriga prominente estaba bebiendo un barril entero de cerveza mientras los demás lo alentaban con vítores y aplausos.

—¿Y esos quiénes son? —preguntó Iván, señalando hacia el grupo.

Lucan, riendo, respondió entre dientes.

—Oh, ese grandote que está bebiendo como un maldito oso es Otón, mi mano izquierda. Es un hijo de puta fuerte como un toro, mi bestia caza generales. Y el que está a mi lado… —dijo, señalando a un hombre elegante y refinado que bebía con moderación—, ese es Ottokar, mi vicecomandante y mano derecha. Lo niega, pero siempre he dicho que es mi amante… —dijo riéndose a carcajadas, causando más risas entre los presentes—. No es cierto, claro —continuó Lucan—, pero lo ves ahí, tan pulcro y elegante… es el reflejo de la guerra encarnada. Un guerrero implacable. Una vez, vi cómo mató a cincuenta soldados de élite con un simple rastrillo… estábamos en una granja, peleando por nuestras vidas. ¿Verdad, Ottokar?

Ottokar asintió con una sonrisa discreta, como si la historia no fuera más que una anécdota insignificante.

—Y el último… —Lucan señaló a un joven de ojos brillantes y tatuajes en los brazos—. Ese es Ladislao, mi espada, el hijo de un amigo muerto. Un cabrón peligroso en combate. Te aseguro que, si tú eres bueno, él es mejor.

Iván, con la mirada nublada por el alcohol, observaba a Lucan a través de la niebla que parecía haber invadido su mente. A pesar de que apenas conocía a aquel hombre, sentía como si lo hubiera tenido a su lado toda la vida. Tal vez era el alcohol o el calor del salón, pero en ese momento, la conexión entre ambos parecía genuina. Lucan, viejo y curtido por innumerables batallas, lo miraba con la misma intensidad, tambaleándose ligeramente mientras trataba de mantener el equilibrio.

Iván, con la mirada fija en el viejo guerrero que tenía frente a él, sentía cómo el peso del alcohol embotaba su mente. Lucan, aunque borracho y tambaleante, seguía siendo imponente, una figura que irradiaba la experiencia de mil batallas. A pesar de los años que los separaban —Lucan debía de estar cerca de los cien, mientras que Iván apenas rozaba los quince—, en ese momento el joven heredero sentía una extraña conexión con él, como si lo hubiera conocido toda su vida.

—Dime, Iván —comenzó Lucan, su voz arrastrada por el alcohol mientras se inclinaba peligrosamente hacia adelante—, ¿cómo se te ocurrió el plan? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y admiración en sus ojos entrecerrados.

Iván parpadeó lentamente, tratando de enfocar su mente nublada. Se encogió de hombros, dejando que una risa escapara de sus labios antes de contestar, tambaleándose ligeramente en su asiento.

—No sé, solo... creo que fue lo que me enseñó Ulfric —respondió, mirando de reojo a su maestro, que seguía bebiendo junto a los otros guerreros. El hombre de Norvadia estaba tan sumido en la bebida como todos los presentes, pero su presencia seguía siendo imponente, incluso en ese estado.

Lucan soltó una carcajada fuerte, casi derramando el contenido de su tarro mientras golpeaba la mesa con su mano.

—¡Y qué no te enseñaron esos nueve bastardos de generales! —exclamó, con una risa burlona—. ¡Roberic, Thronflic y los otros siete! —continuó, señalando al aire como si estuviera pasando lista.

De pronto, su atención se desvió hacia un rincón de la sala, donde Aldric, otro de los veteranos generales, estaba apostando con otro guerrero debajo de la mesa. La escena era casi absurda; dos hombres curtidos por la guerra, con cicatrices en sus rostros, jugaban como si fueran niños en un rincón oscuro del salón.

—¡Oye, Aldric! —gritó Lucan, girándose hacia el fondo del salón donde el vicecomandante de Thronflic y el líder de los Desolladores Carmesí bebían junto a otros hombres, apostando y riendo bajo una mesa llena de copas vacías—. ¡Thronflic no le enseñó nada a este niño! —dijo, riendo a carcajadas.

Aldric, aún con una moneda en la mano, lo miró por encima del hombro y sonrió antes de responder.

—¿Nada? —preguntó con ironía, devolviendo la moneda al otro guerrero con una risa ronca—. ¡Obvio que le enseñó! El bastardo de Thronflic nos tuvo viajando de aquí para allá, más a Vardenholme que a nuestros propios hogares, para asegurarse de que el mocoso aprendiera —dijo, agitando la mano con despreocupación, aunque había un brillo de orgullo en sus palabras.

Iván, aunque borracho, no pudo evitar reír ante la imagen que Lucan y Aldric presentaban. Estos eran hombres que habían vivido más vidas de las que él jamás podría contar, y aunque el alcohol fluía libremente esa noche, el respeto entre ellos era palpable.

—Todos me enseñaron algo, menos tú —dijo Iván, señalando a Lucan con un dedo tembloroso mientras se apoyaba pesadamente en la mesa—. Aprendí estrategias de Aldric, Varyn, Ulfric, Kael, Antoni y todos los demás generales... —su voz se volvió más seria mientras continuaba—. Fue con la tutoría de Thronflic que maté a mi primer hombre… —hizo una pausa, su mirada perdiéndose por un momento en la distancia, recordando ese momento—. También aprendí a usar el terror. Desollé a mi primer prisionero bajo su mando… me hizo vomitar, pero aprendí. De Aldric aprendí todo sobre estrategia, y Ulfric me afiló como una espada. Pero tú… —Iván tambaleó, mirando a Lucan con una mezcla de reproche y tristeza—, nunca viniste a visitarme o a enseñarme nada.

El ambiente en el salón seguía siendo festivo; las risas y los gritos de los hombres que competían en apuestas, charlas sucias y canciones desentonadas llenaban el espacio, ajenos a la conversación más íntima que se desarrollaba entre Iván y Lucan.

Lucan, al escuchar las palabras de Iván, dejó caer su mirada al suelo por un momento, como si estuviera procesando algo profundo y doloroso. Sus hombros, siempre erguidos y orgullosos, se hundieron ligeramente, y cuando volvió a hablar, su voz ya no era la del hombre jovial de hace unos minutos. Era más grave, cargada de una tristeza contenida.

—Estaba... roto, Iván —confesó con voz temblorosa—. La muerte de tu padre… me golpeó más duro de lo que puedes imaginar. Kenneth era como un hijo para mí —continuó, y sus ojos se humedecieron brevemente al recordarlo—. No era de mi sangre, pero lo entrené desde que era un niño. Lo amaba como si lo fuera. Después de su muerte… después de la guerra y la venganza, estuve meses en cama. No comía, no dormía… estaba destrozado. —Hizo una pausa, como si las palabras le pesaran demasiado—. Cuando supe de tu nacimiento, eso me dio la fuerza para seguir viviendo, para mantener la esperanza de conocerte… pero aún así, me acobardé.

Lucan tomó aire, su pecho se hinchó mientras su mirada se posaba en Iván, como si estuviera viendo a través del tiempo, viendo todo lo que había perdido.

—Aldric y Thronflic me dijeron que eras como una copia de tu padre —dijo, su voz casi un susurro—. Excepto por tus ojos, esos ojos azules de tu madre tuve miedo.… el resto de ti… eras igual a él. Y eso me aterrorizaba, Iván. Si me acercaba a ti… si me hacía parte de tu vida, de tu entrenamiento, y algo te pasaba… sentía que fallaría otra vez, que perdería otro hijo. Así que fui un cobarde… y me arrepiento profundamente. 

Lucan se detuvo, sus ojos se encontraron con los de Iván. En ellos, Iván no solo vio a un viejo guerrero, sino a un hombre que había sufrido mucho, que había perdido más de lo que estaba dispuesto a admitir. El silencio entre ambos se volvió palpable, como si todos los sonidos del salón quedaran amortiguados por el peso de la confesión de Lucan.

—Ahora tienes quince años —continuó Lucan, tragando saliva mientras su voz recuperaba algo de fuerza—. Y veo todo lo que me he perdido por ser un cobarde. Pero si salimos victoriosos de esta guerra… —hizo una pausa, como si escogiera sus palabras cuidadosamente—. Quiero ser tu maestro, Iván. Quiero ser tu mano izquierda, porque sé que ya tienes a Ulfric como tu mano derecha… y lo respeto. Pero quiero corregir los años perdidos, si es que me lo permites.

Iván lo miró, aún tambaleándose por el alcohol, pero con una seriedad inesperada para alguien de su edad. La sala seguía llena de ruido, de cantos y risas, pero entre Lucan y él, solo había silencio y una tensión emocional palpable. Iván tragó saliva, asimilando las palabras del hombre que tenía delante.

—No soy mi padre —respondió finalmente, su voz algo quebrada—. Pero… si realmente quieres estar a mi lado, como mi maestro… entonces no te alejes de mí otra vez.

Lucan, con una sonrisa triste, asintió solemnemente, mientras en sus ojos asomaba una nueva esperanza, una oportunidad de redimirse.

La noche continuó, pero algo había cambiado entre Iván y Lucan. La guerra se acercaba, el destino del ducado estaba en juego, pero en ese momento, ambos hombres compartían algo más profundo: una promesa de redención y un futuro en el que lucharían juntos, no solo por la gloria, sino también por la oportunidad de sanar las viejas heridas.

—No soy mi padre —respondió finalmente Iván, con la voz entrecortada, casi como si las palabras se le resistieran al salir de su garganta—. Pero… si realmente quieres estar a mi lado, como mi maestro… entonces no te alejes de mí otra vez.

La frase resonó en el aire entre los dos, y aunque el ambiente en el salón seguía lleno de carcajadas, de golpes de vasos y de conversaciones ruidosas, todo aquello parecía distante, como si el mundo que compartían Iván y Lucan en ese momento estuviera apartado, encapsulado en una burbuja de tensión emocional.

Iván tambaleaba por el alcohol, pero había algo en su mirada que era imposible de ignorar. A pesar de su juventud, había en sus ojos una gravedad que no correspondía a su edad. Quizás era la carga del linaje, del destino que se cernía sobre él, o quizás era el peso de las expectativas que habían puesto sobre sus hombros desde su nacimiento. A su alrededor, los guerreros celebraban, pero para Iván, este momento con Lucan era una batalla emocional mucho más difícil que cualquiera de las que había enfrentado en el campo de entrenamiento.

Lucan, por su parte, no pudo evitar sonreír, aunque su sonrisa estaba teñida de tristeza. No era una sonrisa de alegría, sino una mezcla de arrepentimiento y redención. Había pasado años huyendo de su deber, de su responsabilidad hacia el hijo de su mejor amigo, y ahora que estaba frente a él, todo el peso de sus errores caía sobre sus hombros. Asintió lentamente, sin palabras, pero con una determinación renovada.

El viejo guerrero extendió sus brazos, y aunque su cuerpo estaba ya marcado por la edad y las batallas, ese abrazo fue fuerte y sincero. Iván, dudando solo por un segundo, se inclinó hacia él. Sus cuerpos se encontraron en un gesto que trascendía las palabras, un abrazo cargado de una profunda necesidad de conexión. Ninguno de los dos olía particularmente bien; Lucan apestaba a alcohol, mientras que Iván llevaba consigo el hedor de días sin un baño apropiado, su ropa estaba impregnada del sudor y la tierra de la campaña. Pero en ese momento, el olor era lo de menos. Lo importante era el acto en sí.

El abrazo no fue rápido ni tímido. Fue prolongado, apretado, como si con ese simple gesto trataran de curar años de heridas, tanto físicas como emocionales. Los hombres alrededor no se dieron cuenta, perdidos en su propio caos de risas y canciones, pero para Iván y Lucan, esa conexión significaba un nuevo comienzo.

Lucan susurró mientras mantenía el abrazo firme:

—Nunca más, Iván. Nunca más me alejaré. Juro por tu padre y por todo lo que me queda que no volveré a fallarte.

Iván cerró los ojos, sintiendo la sinceridad en la voz de Lucan. No dijo nada en respuesta, pero su silencio era suficiente. Había sido aceptado, y en ese momento, aunque el futuro seguía lleno de incertidumbre, ambos sabían que enfrentarían lo que viniera juntos.

Cuando finalmente se separaron, Lucan le dio unas palmaditas en el hombro a Iván, con una sonrisa algo más ligera ahora, como si un peso invisible hubiera sido quitado de su pecho. Iván lo miró con ojos brillantes, aunque rápidamente apartó la vista, incómodo con la intensidad del momento.

El salón seguía lleno de vida. Los guerreros, algunos ya casi inconscientes por el alcohol, seguían compitiendo en desafíos absurdos, levantando tarros y contando historias que probablemente eran exageraciones de sus hazañas. En una esquina, un grupo de hombres había comenzado una pelea amistosa, y las risas estallaban cada vez que uno de ellos caía al suelo.

—¿Sabes? —dijo Lucan, volviendo a su tono habitual, más relajado—. Tu padre... Kenneth, era muy parecido a ti. En las fiestas como esta, siempre estaba en el centro, riendo, bebiendo con los demás. Pero siempre tenía un ojo puesto en lo que importaba, en su gente, en su familia. —Su mirada se volvió algo nostálgica—. Te habría querido con todo su corazón.

Iván sonrió levemente, aunque no estaba seguro de qué decir. El recuerdo de su padre siempre había sido algo distante para él. Lo conocía más por las historias que le habían contado que por cualquier interacción personal.

—Dicen que soy igual a él —murmuró Iván, mientras sus dedos jugueteaban distraídamente con el borde de su copa, apenas consciente del líquido restante que aún se mecía en su interior. Sus ojos estaban ligeramente entrecerrados, ya por el alcohol, ya por la fatiga que comenzaba a pesarle en los párpados.

Lucan, sentado frente a él, lo observaba con una mezcla de nostalgia y admiración. El viejo guerrero alzó su copa, entrecerrando los ojos con una sonrisa agridulce.

—Lo eres —dijo en voz baja, sus palabras cargadas de una verdad innegable—. Pero también eres tu propio hombre. Tienes tus propios caminos que trazar, Iván. Y estaré a tu lado para ayudarte a encontrarlos... si me lo permites.

Iván, a pesar del mareo que ya sentía, se quedó mirando a Lucan con una intensidad que rompía con la ligereza de la celebración. El ambiente festivo a su alrededor se sentía lejano, casi como si estuvieran en otro lugar, otro tiempo. Los hombres seguían riendo y bebiendo, algunos tambaleándose por el salón, mientras otros cantaban viejas canciones de guerra. Pero para Iván, en ese instante, solo existía la conversación que mantenía con Lucan.

—Gracias —respondió Iván, las palabras arrastradas por el peso del alcohol, pero sinceras. Había un agradecimiento genuino en su voz, una necesidad oculta de apoyo, de una mano que lo guiara.

La noche continuó con más risas, más brindis y más cuentos exagerados de batallas y conquistas. Iván, ya completamente borracho, apenas se dio cuenta de cuando Ulfric, su fiel maestro, se acercó para levantarlo del suelo. Todo a su alrededor se sentía lejano, como si estuviera flotando en un sueño nebuloso. Sus oídos zumbaban por el bullicio y su visión se nublaba cada vez más.

—Vamos, Iván, es hora de dormir —la voz de Ulfric, aunque profunda, sonaba amortiguada como si hablara desde el fondo de un pozo. Iván apenas lo escuchaba, pero sintió los brazos fuertes de su maestro cargándolo sobre su hombro como si fuera un saco de grano.

El mundo se balanceaba alrededor de Iván mientras Ulfric lo llevaba por el salón, esquivando a los hombres caídos o desmayados en el suelo. Algunas sirvientas intentaban arrastrar a los guerreros ebrios hacia sus habitaciones, aunque la mayoría de los hombres ya dormía donde había caído, en un caos ordenado que solo una noche de celebración podía justificar.

Iván, colgando del hombro de Ulfric, abrió los ojos apenas lo suficiente para ver el salón desde esa perspectiva invertida. Todo estaba boca abajo. La vista era extraña y confusa. Ulfric, con su largo cabello rojo revuelto, avanzaba con pasos firmes, aunque también afectado por el alcohol.

—General, ¿dónde están las habitaciones? —escuchó a Ulfric preguntar. Su voz, aunque firme, también tenía un tono de pesadez, como si el alcohol comenzara a hacer efecto en él también.

La respuesta de Lucan llegó desde algún lugar del salón, entre risas.

—La sirvienta se los dirá. Yo no estoy viendo nada, así que si yo los dirijo, acabaremos en el burdel más cercano —dijo Lucan, riéndose a carcajadas.

Iván escuchó la risa de Ulfric resonar en su pecho mientras intentaba mantenerse serio.

Ulfric rió entre dientes, un sonido grave y ronco, mientras seguía tambaleándose con Iván sobre el hombro. Una sirvienta rubia, de rostro joven y manos delicadas, se acercó y ofreció su ayuda con una sonrisa tímida. Tenía el cabello recogido en un moño apretado, y sus ojos azules brillaban bajo la tenue luz de las antorchas. Aunque sus ojos estaban cansados, su sonrisa era suave, y había una compasión natural en su rostro mientras ayudaba al enorme guerrero pelirrojo.

—Bájame —se quejó Iván, su voz saliendo en un murmullo desarticulado.

Ulfric obedeció, dejándolo en el suelo con cuidado, aunque Iván casi perdió el equilibrio al sentir la tierra bajo sus pies de nuevo. Juntos, Ulfric y la joven sirvienta lo guiaron tambaleándose por los largos pasillos de la fortaleza hasta que finalmente llegaron a una habitación grande y opulentamente decorada. Iván apenas podía enfocar la vista, pero reconoció vagamente las paredes adornadas con tapices, y el mobiliario de madera oscura, robusto y pesado, contrastaba con las gruesas cortinas que colgaban pesadamente de los ventanales.

En el centro, una gran cama de cuatro postes lo esperaba, con mantas gruesas y pieles de animales que cubrían el colchón, ofreciendo una promesa de descanso que en ese momento parecía inalcanzable. Ulfric lo tumbó en la cama, casi con la misma delicadeza con la que se colocaría a un niño cansado.

—Tráele agua —ordenó Ulfric a la sirvienta, que rápidamente salió de la habitación.

Iván, recostado en la cama, giró la cabeza para mirar a su maestro, su mente nublada por el alcohol, pero llena de pensamientos que normalmente no se atrevería a pronunciar en voz alta. Lo miró con ojos entrecerrados, con una mezcla de vulnerabilidad y confusión.

—Sabes, Ulfric... —murmuró, con la lengua espesa—. Soy de otro mundo... Reencarné cuando era un bebé…

Las palabras salieron tambaleantes, como si apenas se aferraran a su lengua, pero estaban cargadas de una verdad que Iván había guardado en secreto durante toda su vida. Esperaba una reacción seria, tal vez incluso de alarma, pero lo único que recibió fue una carcajada.

Ulfric, que lo había estado escuchando con una ceja levantada, se rió profundamente.

—Ya estás muy borracho, chico —dijo, negando con la cabeza, sin tomar en serio lo que acababa de decir.

Iván, herido en su orgullo, intentó replicar, pero antes de que pudiera, la sirvienta volvió con una jarra de agua fresca y un paño húmedo. El olor a hierbas secas impregnó la habitación cuando la joven comenzó a humedecer el paño y a aplicarlo con cuidado sobre el rostro de Iván. La brisa que entraba por la ventana abierta hacía que las cortinas se movieran suavemente, y ese pequeño gesto de la joven sirvienta añadía una sensación de calma a la estancia.

—Descansa, Iván —dijo Ulfric, dándole una palmada en el hombro antes de levantarse y salir de la habitación—. La niña te cuidará. Yo… tengo que descansar también. —Se tambaleó levemente, pero consiguió salir, cerrando la puerta detrás de él.

La joven sirvienta sonrió tímidamente, un tanto incómoda, pero continuó cuidando de Iván con paciencia. Sus manos eran suaves, y sus movimientos, aunque torpes por la situación, eran delicados. Iván, aunque todavía borracho, sintió la calidez de su toque, la suavidad de sus dedos sobre su frente.

Ella le acarició el rostro con una gentileza que Iván no sabía si era por deber o por algo más. Las mujeres siempre eran amables con él, y en su estado borracho, se preguntó si era solo porque querían algo de él o si, tal vez, había algo de genuina ternura en sus gestos.

El agua fría sobre su piel lo hizo estremecerse, y por un breve instante, Iván sintió cómo el cansancio finalmente lo arrastraba. Los sonidos del exterior —las risas distantes, los pasos en el pasillo— se desvanecieron lentamente, mientras los párpados de Iván se cerraban pesadamente. La última imagen que vio fue la sonrisa cálida y compasiva de la sirvienta, antes de que el sueño lo envolviera completamente.