Chereads / El Ascenso de los Erenford / Chapter 36 - XXXVI

Chapter 36 - XXXVI

Wacian sentía cómo el calor de la batalla se fundía con la ira que crecía en su interior, una mezcla venenosa de miedo y adrenalina que lo devoraba por dentro. El discurso del comandante había encendido un fuego en su pecho, uno que nunca antes había experimentado, una chispa que ahora lo convertía en una criatura distinta. Todo su cuerpo temblaba, pero no era el temblor del miedo. Era el temblor del ansia, de una violencia que se estaba gestando, esperando ser liberada. Frente a él, tres largas filas de centinelas se mantenían firmes, mientras él esperaba en la cuarta línea, lejos de las murallas, observando cómo el caos se desataba al frente. Eran diez mil hombres, todos bajo el mando del severo comandante Pol, que recorría las filas con una mirada de acero.

A lo lejos, Wacian alcanzó a ver cómo el comandante en jefe y su vicecomandante se retiraban de las murallas. Seguramente estarían planeando el próximo movimiento, dejando la muralla en manos de los centinelas que luchaban por sus vidas. Desde su posición, podía observar cómo las murallas de tierra comenzaban a ceder ante la embestida de los jinetes enemigos. Estos hijos de puta, monstruosos en tamaño y brutalidad, habían desmontado y estaban escalando con una ferocidad imparable, tanto por el flanco izquierdo como el derecho. Las murallas estaban saturadas de esos salvajes, avanzando como una marea imparable.

En el flanco izquierdo, la situación era crítica. Los centinelas allí apenas podían contener la invasión. Los hombres estaban agotados, lanzando sus jabalinas y disparando flechas con manos temblorosas, pero cada vez que uno de esos monstruosos jinetes alcanzaba la cima de la muralla, dejaban de lado sus proyectiles y desenvainaban sus armas para enfrentarse cuerpo a cuerpo. Las lanzas y los escudos se alzaban, pero los enemigos eran despiadados. Con cada golpe de sus gigantescas armas, los centinelas eran aplastados, sus cuerpos quebrándose como si fueran de barro. La sangre salpicaba las paredes de tierra, manchando el suelo y cubriendo a los defensores con una capa de muerte y desesperación.

Desde su posición, Wacian podía ver cómo algunos de los defensores apenas tenían tiempo de gritar antes de ser decapitados por las espadas de los Jinzan. Cabezas volaban, y los cuerpos caían al suelo, como muñecos de trapo, dejando charcos de sangre en su estela. El olor a hierro y carne quemada comenzaba a mezclarse con el humo de los incendios que habían comenzado a prender en diferentes partes de la fortaleza. Los enemigos, aunque caían por decenas, seguían avanzando, incansables, como si el dolor y la muerte no significaran nada para ellos. Por cada Jinzan que caía, otros dos tomaban su lugar, trepando por las murallas con manos ensangrentadas, dejando tras de sí rastros de carne desgarrada y sangre.

La trampa en el centro, protegida por una delgada muralla de madera, estaba a punto de colapsar. Los que intentaban cruzarla lanzaban sus rugidos, llenos de odio y furia, pero el suelo bajo ellos se desplomó. Los gritos se convirtieron en alaridos de desesperación cuando la tierra los traicionó, y cayeron al vacío. Desde las murallas, los comandantes no perdían tiempo, dando órdenes a los hombres, dirigiendo los ataques. Pero los Jinzan eran implacables. Mientras el pozo se llenaba con los cuerpos de sus camaradas, los enemigos comenzaban a lanzar más cadáveres dentro, en un intento desesperado por crear un paso, una pila de cuerpos que les permitiera avanzar sin ser consumidos por el fuego que aún ardía en el fondo.

Los centinelas, organizados en filas apretadas, respondieron con una lluvia incesante de flechas y lanzas. El sonido de las armas atravesando carne era ensordecedor, como el desgarrar de papel. Las flechas se clavaban en los cuerpos que ya estaban muertos, pero eso no detenía el avance. Los cadáveres caían unos sobre otros, apilándose, formando un macabro puente de carne y huesos. Cada vez que un Jinzan caía, otro tomaba su lugar, avanzando con una determinación casi suicida.

—¡Más aceite! —gritó uno de los comandantes, y de inmediato varios hombres comenzaron a traer vasijas llenas de un líquido viscoso y oscuro. 

Las vasijas fueron lanzadas sobre los cadáveres, rompiéndose al contacto y esparciendo el aceite por todo el pozo. No tardaron en lanzar flechas encendidas, que volaron en arcos brillantes antes de estrellarse contra la masa de cuerpos. El fuego estalló con una furia brutal, devorando carne y hueso, consumiendo a los que aún intentaban escalar sobre la pila de muertos. Los gritos de los hombres atrapados en las llamas eran indescriptibles, un sonido que perforaba los oídos de todos los que estaban cerca. Algunos enemigos, envueltos en llamas, intentaban avanzar tambaleándose, pero pronto caían, reducidos a cenizas.

Pero los malditos Jinzan no se detuvieron. A pesar del infierno que se alzaba ante ellos, siguieron lanzando más cadáveres, apagando lentamente las llamas con la pura cantidad de cuerpos muertos que arrojaban. Wacian no podía creer lo que veía. Era como si estuviera viendo una pesadilla viviente. El olor de la carne quemada era tan fuerte que algunos de los hombres a su alrededor comenzaron a vomitar, pero no había tiempo para la debilidad. Los enemigos estaban más cerca que nunca.

La última línea de centinelas que defendía la muralla comenzaba a tambalearse. La fatiga era palpable en sus rostros, sus cuerpos al borde del colapso, y el horror en sus ojos revelaba el terror de hombres que sabían que la muerte estaba cerca, acechando, esperando el momento adecuado para reclamar sus almas. Las manos de Wacian temblaban mientras agarraba con fuerza su lanza. El peso de la misma, que antes le resultaba familiar y casi reconfortante, ahora se sentía insoportable, como si la batalla misma le estuviera robando la fuerza de sus brazos. El sudor le corría por la frente, mezclándose con la suciedad y la sangre seca que ya sentía cubrir su rostro, empapando los mechones de su cabello negro que asomaban debajo de su yelmo cónico. Cada respiración era un esfuerzo, su corazón latía con tal violencia que temía que su pecho no pudiera contenerlo por mucho más tiempo. Sabía que su turno estaba cerca, y cuando llegara, no habría retorno.

Delante de él, los enemigos Jinzan seguían avanzando, sus cuerpos grotescos y deformados, cubiertos de sangre y ceniza, avanzaban como una plaga imparable. Los cuerpos de sus propios compañeros se amontonaban a sus pies, y ellos, sin mostrar un atisbo de humanidad, los pisoteaban como si fueran meros obstáculos en su camino. Era como si el dolor no los tocara, como si la muerte no fuera más que un recordatorio lejano que no les pertenecía. Sus ojos estaban inyectados de sangre, enloquecidos y llenos de una furia desquiciada, una furia que parecía arder en lo más profundo de sus almas.

Arriba, el cielo era un lienzo oscuro cubierto de flechas y virotes que seguían lloviendo desde las colinas, un torrente interminable de muerte que descendía sobre el campo de batalla como una tormenta apocalíptica. Y, sin embargo, ni siquiera esa lluvia letal parecía ser suficiente para detener a esos monstruos. Los proyectiles se clavaban en sus cuerpos, pero los Jinzan seguían avanzando, arrancando las flechas de sus propias carnes con manos temblorosas, dejando tras de sí un rastro de sangre espesa que manchaba la tierra a su paso.

Los comandantes de las tres primeras filas comenzaron a dar órdenes. Sus gritos se mezclaban con el clamor de la batalla, y pronto, un muro de escudos se formó. Los escudos circulares, cubiertos de mellas y cicatrices, se clavaron en el suelo con un estruendo sordo, formando una pared de madera y hierro que parecía ser la última esperanza de los defensores. Los hombres de la segunda fila levantaron sus escudos al frente, formando una barrera impenetrable, mientras los de la tercera fila reforzaban la retaguardia, preparándose para el choque inevitable. Incluso los hombres de la cuarta fila, donde Wacian se encontraba, se posicionaron, formando una defensa desesperada de lanzas y escudos.

Dentro de su yelmo, Wacian sentía el calor sofocante del sudor que caía por su rostro, pegándole los mechones de cabello a la piel. Cada movimiento era lento y pesado, como si su propio cuerpo estuviera luchando contra él. Apretó los dientes, intentando controlar el temblor en sus manos, pero la lanza seguía temblando, traicionando el miedo que no podía esconder. Respiraba rápido, casi con desesperación, mientras sentía el fuego que crecía en su interior, un fuego que no sabía si era furia o terror.

Delante de ellos, los Jinzan habían comenzado a lanzar cadáveres sobre la última barrera. Los cuerpos caían con un sonido húmedo y grotesco, apilándose unos sobre otros. Sus armas, gigantescas gujas, espadas descomunales y mazas monstruosas, brillaban con la sangre de los centinelas que habían masacrado. La tenue luz gris del día les daba un aura macabra, como si fueran demonios surgidos de los infiernos mismos, hambrientos de sangre y destrucción. Sus ojos, inyectados de furia, no conocían el miedo, y avanzaban como una marea imparable de muerte y desolación.

Los cuerpos de los muertos se amontonaban en el pozo, creando un puente macabro de carne y huesos que los enemigos cruzaban sin titubear. Pisoteaban los cuerpos de sus propios camaradas, aplastando cráneos y torsos como si fueran simples escombros. El sonido de los huesos al romperse bajo sus botas resonaba en el aire, mezclándose con los alaridos de los heridos y los gritos de los moribundos. El olor a sangre, hierro y muerte era tan denso que Wacian sentía que le quemaba las fosas nasales.

El corazón de Wacian latía con tal violencia que sentía que en cualquier momento podría estallar dentro de su pecho. Respiraba rápido, intentando controlar el pánico, pero la visión de la carnicería frente a él lo consumía. No podía apartar la mirada de la muralla izquierda, donde los últimos centinelas luchaban desesperadamente por mantener la posición. Los hombres caían uno tras otro, arrasados por la brutalidad de los Jinzan. Uno de los defensores fue lanzado por los aires como si no fuera más que un muñeco de trapo, su cuerpo voló sin vida antes de estrellarse contra el suelo con un sonido nauseabundo. Los brazos y piernas del hombre quedaron retorcidos en ángulos imposibles, y su casco rodó lejos de su cabeza, dejando un rastro de sangre a su paso.

Otro centinela fue arrojado desde lo alto de la muralla. El sonido de su cuerpo al romperse contra las rocas resonó como el crujido de ramas secas, y Wacian solo pudo imaginar el dolor insoportable que ese hombre debió haber sentido antes de morir.

De pronto, un rugido masivo, como el grito de mil demonios hambrientos, resonó desde la puerta falsa. El pozo, un abismo profanado por la muerte, ya había sido llenado por completo con una masa grotesca de cadáveres desmembrados y ensangrentados. La carne y los huesos se entrelazaban en una amalgama horrible que formaba un puente macabro sobre el cual los Jinzan avanzaban con la misma ferocidad que un ejército de bestias desatadas. Desde la distancia, el olor a carne podrida y sangre fresca era tan penetrante que parecía envolverse en el aire como una nube venenosa. 

Entonces, los Jinzan, montañas de músculo y furia, lanzaron una carga masiva. Era como si un tsunami de carne, acero y muerte descendiera sobre los defensores. El ruido de sus pisadas era atronador, como si la misma tierra gimiera bajo el peso de esas criaturas bestiales. Wacian, que estaba en la cuarta fila de profundidad, sintió cómo las filas frente a él se tambaleaban bajo el impacto demoledor. El suelo vibraba bajo sus pies, y él, junto con otros centinelas, apenas pudo mantenerse de pie. Sus piernas temblaban, no solo por el cansancio, sino también por el terror crudo que lo dominaba. Su mente intentaba aferrarse a la razón, pero el caos de la batalla se lo arrebataba con cada segundo que pasaba.

Las lanzas y escudos de los hombres en las primeras filas resistieron el primer embate, pero la furia de los Jinzan era descomunal. El sonido del choque fue ensordecedor, un estruendo de metal contra metal, huesos quebrándose, y carne siendo desgarrada. Las lanzas atravesaban cuerpos con un sonido húmedo y viscoso, como si estuvieran atravesando sacos de carne podrida. El olor a sangre se intensificaba con cada nueva herida abierta, y el calor que emanaba de los cuerpos muertos y moribundos hacía que el aire mismo pareciera vibrar.

Los escudos crujían bajo el peso de los enemigos que, con una furia inhumana, se lanzaban contra ellos. Algunos Jinzan, con sus mazas y gujas gigantescas, rompían los escudos como si fueran simples trozos de madera, y cada vez que uno de esos monstruos golpeaba, uno de los centinelas salía despedido como si fuera un muñeco de trapo. Los gritos de dolor y desesperación llenaban el aire, mezclándose con los rugidos salvajes de los Jinzan. Los hombres caían uno tras otro, sus cuerpos desgarrados y aplastados como si fueran hechos de papel. 

La sangre fluía en ríos. La tierra, que antes era firme, se había transformado en un lodazal rojo y pegajoso. Los cuerpos destrozados de los centinelas se amontonaban junto a los de los enemigos, formando una grotesca alfombra de carne rota y vísceras expuestas. Wacian podía ver cómo los cadáveres, tanto de sus aliados como de los Jinzan, eran pisoteados y mutilados aún más en medio del caos. Algunos centinelas, aún con vida pero con el rostro pálido y las entrañas colgando, gemían en agonía mientras intentaban arrastrarse lejos del combate. Pero no había escape. La muerte estaba en todas partes, acechando como un depredador invisible.

Wacian sabía que el final estaba cerca, pero se negaba a ceder al miedo. Sus manos temblaban mientras levantaba su lanza, aferrándose a ella como si fuera lo único que lo mantenía conectado a la vida. Su mente se aferraba a la promesa que le había hecho a su esposa. Se lo había prometido: esta sería su última batalla. Volvería a casa, se retiraría de los centinelas, construirían una vida juntos, con hijos y una casa en la capital o cerca de ella. Esa promesa era lo único que mantenía su cordura en medio de aquella carnicería.

De repente, un nuevo rugido resonó en el campo de batalla. Más Jinzan irrumpieron, sus enormes cuerpos cubiertos de sangre y cicatrices, avanzando con una fuerza sobrehumana. El muro de escudos frente a Wacian se rompió como si fuera de cristal. Los Jinzan lanzaron a los centinelas por los aires, como si fueran simples muñecos de trapo. Wacian vio a uno de sus compañeros ser lanzado a varios metros de distancia, su cuerpo estrellándose contra el suelo con un sonido seco, sus huesos quebrándose bajo el impacto.

Los centinelas, llenos de una mezcla de miedo y rabia, rugieron en respuesta. Era un grito de desesperación, pero también de desafío. A pesar de estar rodeados por la muerte, se negaban a caer sin pelear. Una contracarga comenzó, con los hombres de las filas traseras, incluido Wacian, lanzándose hacia adelante. Los Jinzan habían llegado hasta la tercera fila, la que estaba justo frente a él. Wacian cargó con la lanza en alto, el peso de su arma apenas se sentía en medio de la adrenalina. Con un grito salvaje, atravesó el cuerpo de un Jinzan, clavando la lanza con todas sus fuerzas hasta que sintió cómo se hundía profundamente en la carne, llegando hasta el gancho de la lanza.

El Jinzan, aunque herido de muerte, intentó levantarse, sus ojos llenos de odio y rabia. Pero antes de que pudiera moverse, otros centinelas se abalanzaron sobre él. Una lluvia de lanzas cayó sobre el monstruo, perforándolo una y otra vez hasta que su cuerpo quedó destrozado y ensartado en el suelo, como un muñeco roto, bañado en sangre. Pero no hubo tiempo para detenerse. Wacian sacó su lanza del cuerpo sin vida y la volvió a clavar en otro enemigo que se acercaba, su respiración agitada, el miedo convertido en pura furia. Todo el campo de batalla era un caos de cuerpos mutilados, gritos de dolor y el sonido constante de armas desgarrando carne. 

El suelo a sus pies ya no era firme, era un charco de sangre, carne desgarrada y vísceras. Con cada paso, Wacian sentía cómo sus botas se hundían en ese lodo sangriento, el olor a muerte era tan denso que apenas podía respirar. Los gritos de los moribundos y el crujir de huesos bajo el peso de los Jinzan llenaban el aire. La batalla se había convertido en un infierno, donde la única ley era matar o ser masacrado sin piedad.

Wacian ya no podía pensar en otra cosa que no fuera sobrevivir. Sus movimientos eran automáticos, impulsados por el instinto de preservación. Lanzaba golpes con la lanza, perforaba carne, esquivaba mazas que caían sobre él con la fuerza de mil martillazos, y todo mientras a su alrededor la muerte seguía reclamando más vidas. No había escapatoria, no había misericordia. Este era el final que había temido, y ahora se encontraba en el centro de esa tormenta de sangre y muerte.

No supo cómo, pero de pronto Wacian estaba en medio de un combate brutal, rodeado por un torbellino de sangre y acero. Junto a él, otros centinelas luchaban desesperadamente contra un Jinzan enorme, más imponente que cualquier otro enemigo al que jamás se hubiera enfrentado. Y eso ya era decir mucho, considerando que Wacian, con su metro ochenta y algo, casi el metro noventa, no era precisamente un hombre pequeño. Sus compañeros, guerreros curtidos en batalla, también superaban el metro setenta y cinco en su mayoría, pero esa ventaja física parecía insignificante frente a la monstruosidad que tenían delante.

Con el escudo en alto, apenas sosteniéndolo por la presión de los embates, y la lanza lista para atacar, Wacian intentó apuñalar al Jinzan que estaba siendo rodeado. El monstruo, una torre de músculos y cicatrices, giraba con furia, blandiendo una guja que parecía más un trozo de hierro forjado en las entrañas del infierno. Un centinela a su lado lanzó su lanza con todas sus fuerzas, y ésta se clavó en la armadura del Jinzan, haciendo estallar las piezas de metal en todas direcciones. Sin embargo, aquello no fue suficiente para detener a la bestia. El Jinzan rugió, un sonido que no parecía humano, y siguió avanzando, su aliento olía a sangre y a muerte.

Pronto, los centinelas comenzaron a imitar el mismo movimiento. Sus lanzas volaban por el aire, buscando penetrar la gruesa armadura del enemigo. Pero la carnicería no se detenía. Algunos Jinzan recibían los golpes como si fueran simples rasguños, continuando su embestida sin siquiera flaquear. Los centinelas, viéndose obligados a soltar sus lanzas tras el primer golpe, sacaron sus espadas largas o sus martillos de guerra, preparándose para un combate cuerpo a cuerpo que parecía destinado a terminar en masacre.

El campo de batalla era un caos absoluto. Los cuerpos volaban por los aires, ya fueran lanzados por los Jinzan o por el ímpetu de los propios centinelas que chocaban entre sí en su desesperación por mantenerse en pie. Algunos caían contra sus propios compañeros, interrumpiendo el flujo de la batalla y creando una escena de pura confusión. Era imposible distinguir un lado de otro; todo era una masa de cuerpos entrelazados, espadas chocando, gritos de dolor y el sonido constante de carne siendo desgarrada por las armas.

El sudor y la sangre se mezclaban en el rostro de Wacian, nublándole la vista. El hedor a muerte era tan intenso que apenas podía respirar. Cada inhalación era como un golpe en el pecho, su corazón latía tan fuerte que sentía que iba a explotar en cualquier momento. Intentó mantener la compostura, pero el miedo comenzaba a apoderarse de él. Vio a otro centinela ser lanzado por los aires como una muñeca rota, su cuerpo estrellándose contra las rocas con un sonido seco. Otro fue decapitado de un solo golpe por la gigantesca guja de un Jinzan, su cabeza volando mientras la sangre brotaba a chorros del cuello como una fuente macabra.

Wacian apenas y pudo levantar su escudo para bloquear un golpe descendente de una enorme guja que amenazaba con partirlo en dos. El impacto fue tan brutal que lo hizo retroceder varios pasos, sus brazos temblaban por la fuerza del golpe, y sus piernas casi cedieron bajo el peso de la tensión. El Jinzan, con una furia desmedida en sus ojos inyectados en sangre, no dejó de atacarlo. Otra vez lanzó su guja, y Wacian sintió cómo la hoja silbaba por el aire, rozando su hombro rompiendo su cota de malla y abriendo una profunda herida que comenzó a sangrar de inmediato.

El dolor lo sacudió, pero también lo enfureció. Con un grito salvaje, desenvainó su espada, una hoja larga y afilada que brillaba a pesar de estar manchada de sangre. Aprovechando un momento de debilidad del Jinzan, Wacian se lanzó hacia adelante. Con un corte preciso, desgarró el tobillo de la bestia, hundiendo la espada hasta el hueso. El Jinzan rugió de dolor, tambaleándose por la herida. Wacian, impulsado por una rabia que no sabía que tenía, se lanzó nuevamente al ataque. Esta vez, sin detenerse, levantó su espada con ambas manos y, con una fuerza sobrehumana que ni siquiera él sabía que poseía, decapitó al gigante de un solo tajo.

El Jinzan cayó al suelo con un estruendo sordo, su cabeza rodando por la tierra ensangrentada mientras la sangre brotaba a borbotones de su cuello cortado. Wacian se quedó ahí, respirando con dificultad, sintiendo cómo la adrenalina corría por sus venas como fuego líquido. Apenas podía creer lo que acababa de hacer. Su cuerpo temblaba por el esfuerzo, su espada goteaba sangre, y el campo de batalla seguía siendo un torbellino de violencia y muerte a su alrededor.

Pero no había tiempo para descansar. Otros Jinzan, al ver caer a su compañero, rugieron con más furia, lanzándose hacia Wacian y los centinelas con una sed de venganza insaciable. El suelo bajo sus pies estaba empapado de sangre y vísceras. Los cuerpos mutilados de los centinelas y los Jinzan se apilaban unos sobre otros, formando una grotesca montaña de muerte. La sangre cubría todo, desde las botas de Wacian hasta las armas, y el olor a hierro oxidado era tan fuerte que se mezclaba con el hedor de los cuerpos podridos.

A su alrededor, los combates seguían desatándose sin tregua. Wacian vio cómo uno de sus compañeros era partido por la mitad por un Jinzan que blandía una hacha gigantesca. La hoja atravesó la armadura del centinela como si fuera papel, dividiéndolo en dos mitades que cayeron al suelo con un sonido húmedo y repulsivo. Otros centinelas intentaban luchar, pero eran superados por la fuerza bruta y la velocidad de los Jinzan, que parecían imparables.

Wacian se encontraba atrapado en un infierno viviente. Rodeado por la furia desatada de los Jinzan, su mundo se redujo a los gritos de los moribundos, el aplastante peso de la batalla, y el hedor penetrante de la sangre y las vísceras que impregnaban el aire. Las filas de centinelas, que hasta hace unos momentos parecían resistir, se estaban desmoronando ante la furia imparable de los monstruos que los rodeaban. Los Jinzan, enormes y brutales, aprovechaban cada brecha en la defensa, cada momento de duda o de flaqueza, para cortar, aplastar y desgarrar a sus oponentes con una ferocidad que parecía inhumana.

Uno de esos colosos se abalanzó sobre Wacian, levantando una maza que parecía más un trozo de hierro retorcido. El peso del arma levantaba el suelo a su paso, arrojando lodo, sangre y restos humanos al aire. Wacian apenas tuvo tiempo de reaccionar; su cuerpo se movió por instinto, echándose hacia un lado en el último segundo. La maza se estrelló contra el suelo con un estruendo ensordecedor, levantando una explosión de barro y sangre que lo cubrió de pies a cabeza. El impacto dejó un cráter en la tierra, un testimonio de la fuerza devastadora del Jinzan.

Aprovechando el momento, Wacian giró sobre sus talones con la rapidez de un depredador acorralado. Con un rugido de pura rabia, lanzó un tajo directo al muslo del Jinzan. Su espada se hundió profundamente en la carne del monstruo, rasgando músculos y tendones con un sonido húmedo y viscoso. El Jinzan rugió de dolor, un aullido salvaje que reverberó en el campo de batalla, pero no se detuvo. De un golpe brutal con la parte trasera de su brazo, hizo que Wacian saliera disparado hacia atrás, cayendo pesadamente al suelo cubierto de lodo y sangre. El impacto le sacudió el cuerpo, y por un momento, el mundo a su alrededor se volvió borroso.

El Jinzan, tambaleante pero aún de pie, levantó su maza, dispuesto a aplastar a Wacian como si fuera un insecto. Wacian, con la respiración entrecortada y el cuerpo entumecido, solo pudo ver cómo la sombra del coloso se cernía sobre él. Pero antes de que el golpe mortal cayera, una lanza atravesó el pecho del Jinzan, rompiendo su armadura laminar con un sonido seco y definitivo. La lanza perforó su corazón, y la bestia emitió un último gemido agónico antes de desplomarse pesadamente, su enorme cuerpo cayendo al suelo con un estruendo que sacudió la tierra.

Wacian, aún tendido en el lodo, levantó la mirada. Su capa, empapada en sangre y barro, se adhería a su cuerpo como una pesada losa, dificultando cada uno de sus movimientos. Con un gruñido de frustración, se arrancó la capa, sintiendo cómo el peso se aliviaba un poco. Su cuerpo estaba cubierto de lodo espeso, mezclado con sangre de enemigos y compañeros caídos. Sus manos temblaban, el frío de la muerte rondando cada rincón del campo.

Cuando finalmente pudo levantar la cabeza, vio a su salvador: Serak, uno de los pocos supervivientes de su pueblo. Serak, con su yelmo medio destrozado y sin un guantelete en la mano izquierda, se acercó rápidamente, extendiendo su mano para ayudar a Wacian a ponerse de pie. El rostro de Serak, aunque oculto bajo las sombras de su yelmo abollado, transmitía una mezcla de agotamiento y furia contenida.

—Gracias —murmuró Wacian con voz ronca, apenas capaz de pronunciar las palabras.

—No me agradezcas todavía —gruñó Serak, mirando a su alrededor—. Aún estamos en esta maldita carnicería.

La batalla a su alrededor continuaba con una intensidad frenética. Cada rincón del campo estaba cubierto por cuerpos mutilados, algunos aún retorciéndose en sus últimos momentos de vida. Los centinelas, a pesar del caos, comenzaban a reagruparse, ocupando las posiciones de sus compañeros caídos con renovada furia. Una nueva oleada de hombres frescos, llenos de ira y determinación, se unió a la batalla. Lanzas en alto, espadas desenvainadas, martillos de guerra listos para aplastar cráneos. El suelo temblaba bajo sus botas mientras cargaban hacia las filas enemigas, un muro de acero y carne dispuesto a vender caro cada centímetro de terreno.

El aire estaba saturado con el sonido de huesos rompiéndose y el incesante choque de metal contra metal. Las espadas cortaban carne y hueso con una facilidad aterradora, mientras los martillos de guerra destrozaban armaduras y cráneos como si fueran de papel. La sangre brotaba en todas direcciones, creando verdaderos ríos carmesí que cubrían el suelo, empapando las botas y las piernas de los combatientes. Los Jinzan, a pesar de su fuerza abrumadora, comenzaban a ser superados por la furia incontrolable de los centinelas, quienes, llenos de rabia y desesperación, luchaban como animales acorralados.

Wacian, con su cota de malla hecha jirones, su coraza a punto de ser completamente inútil, y su yelmo aún milagrosamente intacto, se unió a la carga. Cada golpe que daba era un intento desesperado por sobrevivir. Ya no pensaba en la promesa que le había hecho a su esposa; el campo de batalla se había convertido en su único mundo. La promesa de una vida tranquila, de hijos y una casa en la capital, parecía un sueño lejano y casi ridículo en medio de tanta muerte.

A su derecha, un centinela fue empalado por una guja Jinzan. La hoja atravesó su abdomen, levantándolo del suelo antes de arrojarlo hacia atrás, su cuerpo aún convulsionándose mientras caía sobre una pila de cadáveres. Otro centinela, apenas un muchacho, fue decapitado de un solo tajo, su cabeza volando por los aires antes de rodar por el suelo, cubierta de barro y sangre.

Wacian no podía detenerse. Con un rugido que desgarró su garganta, lanzó su espada hacia el pecho de un Jinzan que se le venía encima. La hoja penetró la armadura, perforando carne y hueso, pero el Jinzan, a pesar de la herida, se mantuvo en pie. Con una fuerza sobrehumana, el monstruo lanzó un golpe directo al rostro de Wacian, haciendo que su yelmo se abollara y la visión se le nublara por un instante.

Cegado por el dolor, Wacian retrocedió tambaleándose, sintiendo la sangre caliente resbalando por su rostro. Pero en lugar de caer, su rabia lo empujó hacia adelante. Con un grito de pura desesperación, se lanzó sobre el Jinzan, clavando su espada una y otra vez en su torso, hasta que finalmente el coloso cayó de rodillas, su vida escapando de él en un último y agónico suspiro.

Wacian jadeaba, su cuerpo temblando por el agotamiento y el dolor. Alrededor de él, el caos seguía sin tregua. La batalla no daba señales de detenerse, y los gritos de los moribundos aún resonaban en el aire. Pero en ese momento, no había lugar para el miedo ni para la esperanza. Solo había sangre, muerte y un campo de batalla que no hacía más que exigir más vidas, sin importar de qué lado cayeran.

Con una última y desesperada carga, los centinelas, que aún sumaban cientos de miles, se unieron en una marea imparable de carne y acero. No había orden ni estrategia; solo un grito colectivo que retumbaba en el aire, una sinfonía de furia y desesperación. Wacian, sintiendo la adrenalina correr por sus venas, se vio arrastrado hacia la sexta línea. Sin un escudo que lo protegiera, sostenía en una mano su espada, aún manchada de la sangre de los enemigos caídos, y en la otra un martillo de guerra, pesado y tembloroso, cubierto de barro y vísceras.

La batalla era un torbellino de caos, y la tierra vibraba bajo el peso de los centinelas que corrían, impulsados por la furia del momento. Los gritos de sus compañeros resonaban como aullidos salvajes, mientras los que estaban detrás de él lo empujaban hacia adelante, y él empujaba a los que se encontraban frente a él. Era un océano de desesperación, donde el miedo y la rabia se entrelazaban, y cada uno luchaba por su propia supervivencia, olvidando el objetivo más allá de la próxima muerte.

Sobre ellos, flechas y saetas llovían desde las colinas, cortando el aire como si fueran cuchillos afilados. El sonido de la madera al romperse y los gritos de los heridos llenaban el aire. A pesar de la lluvia de proyectiles, los centinelas se lanzaron al frente, desbordando las defensas de los Jinzan. Los monstruos, con su piel gruesa y su ferocidad, intentaron contener la carga, pero la furia de los centinelas era como un torrente incontrolable. Wacian sintió el impulso de sus compañeros, un empuje animal que lo llevó a empujar con más fuerza, a luchar con cada fibra de su ser.

Las filas de Jinzan, en la fortaleza de tierra y madera, comenzaron a retroceder. A medida que los centinelas cargaban, muchos de los monstruos perdieron el equilibrio, cayendo de los altos muros y arrojándose sobre los cuerpos de sus caídos, aplastándolos. Wacian vio a un compañero ser empujado hacia un pozo, donde los cuerpos de los Jinzan quemados y no quemados se amontonaban, creando un espectáculo grotesco de muerte. La mezcla de humo y sangre, de fuego y desesperación, llenaba el aire, volviendo la atmósfera aún más opresiva.

A medida que la carga avanzaba, la intensidad del combate se intensificó. Los centinelas, llenos de rabia animal, comenzaron a salir de las zanjas que habían cavado durante días, sacando a rastras a los Jinzan que se retorcían en la tierra, abrumados por el número de adversarios. Wacian pudo ver cómo uno de los gigantes se encontraba atrapado, intentando liberarse mientras un grupo de centinelas lo rodeaba. Con un grito de rabia, Wacian se unió a la pelea, levantando su martillo y dejando que la furia lo guiara.

El sonido del metal contra la carne resonó cuando el martillo se estrelló contra el costado del Jinzan, quien emitió un grito agonizante mientras su piel se desollaba. La sangre brotó en un chorro oscuro, salpicando a los centinelas cercanos. Con un movimiento rápido, uno de sus compañeros hundió su espada en el cuello del monstruo, y la cabeza cayó al suelo con un golpe sordo, rodando como una pelota de cuero desgastada entre los cuerpos caídos.

El campo de batalla se había convertido en un matadero. La sangre manaba en arroyos, formando charcos rojos que mezclaban la tierra con el horror de la guerra. Wacian luchaba sin cesar, su cuerpo cansado pero su espíritu indomable. Cuando una flecha se hundió en su hombro, el dolor fue intenso, pero solo le dio más impulso. Con un grito salvaje, sacó la flecha y, en un instante de rabia, la lanzó hacia un Jinzan cercano, donde la flecha se hundió en su ojo, y el monstruo cayó al suelo, agitando su cuerpo en una convulsión de muerte.

Alrededor de él, el combate se volvía más caótico. Centinelas y Jinzan chocaban en un frenético intercambio de golpes. Algunos centinelas caían bajo los poderosos golpes de los Jinzan, mientras otros, en un instante de lucidez, se lanzaban hacia adelante para cumplir con su deber. Las armas cortaban carne, y los gritos de agonía resonaban en el aire, mezclándose con el olor a mierda y sangre.

Wacian estaba sobre el Jinzan caído, sus músculos ardían de agotamiento, pero su rabia era mucho más fuerte que cualquier dolor. Con su martillo en alto, golpeaba una y otra vez el cráneo del monstruo, aplastando huesos y carne, hasta que solo quedaba una masa informe de sangre, sesos y fragmentos de hueso. La espada del Jinzan seguía incrustada en su vientre, pero Wacian, poseído por una furia primitiva, apenas lo notaba. Cada golpe lo acercaba más a la locura, y en su mente no veía al Jinzan bajo él, sino al hombre que había intentado violar a su esposa, Elysia. Esa furia, ese odio irracional que lo había consumido entonces, había regresado con una fuerza renovada. Mientras masacraba al enemigo bajo él, gritaba como una bestia salvaje, sin razón ni piedad.

Los sonidos de la batalla continuaban alrededor suyo: el retumbar de los cascos de los caballos, los gritos de los hombres moribundos, el choque de las armas. Pero todo se difuminaba en su cabeza, y lo único que importaba era descargar su odio sobre el enemigo. El lodo a sus pies se mezclaba con la sangre que manaba de los cuerpos, formando una alfombra viscosa y roja que absorbía cada golpe que Wacian lanzaba.

De repente, algo rompió su concentración. Alzó la vista, respirando pesadamente, su pecho subía y bajaba como un fuelle. Del bosque delante de él emergió una pesadilla: cientos de jinetes Jinzan, enormes y bestiales, comenzaban a cargar directamente hacia las líneas de los centinelas. El rugido de los Jinzan resonaba en el aire como un trueno, y el suelo temblaba bajo el peso de sus monturas monstruosas. Wacian apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que el terror de aquella visión lo embargara.

Mientras intentaba levantarse, aún cubierto de lodo y sangre, escuchó otro sonido, uno diferente, pero igualmente poderoso. Desde los flancos, a izquierda y derecha, surgieron decenas de miles de jinetes centinelas, una marea de hierro y acero que se desplegaba por los campos. Los cascos de sus caballos resonaban como un tambor de guerra, y sus lanzas brillaban bajo el sol que empezaba a ocultarse entre la neblina de sangre. Wacian sintió una chispa de esperanza en medio de la carnicería.

A su izquierda, vio a Gareth, el comandante en jefe, encabezando la carga con su enorme espada en alto. Su guardia personal, con armaduras de placas relucientes y alabardas mortales, lo seguía de cerca, arrollando a cualquier Jinzan que se atreviera a interponerse. Eran una fuerza imparable, una marea de acero que destruía todo a su paso. A su lado, Zandric, el legionario de las sombras, se lanzaba también al combate. Era una bestia, una máquina de matar que despedazaba a los Jinzan como si fueran de papel, su alabarda cortaba carne, hueso y armadura con igual facilidad. Cada golpe suyo era un espectáculo de muerte y brutalidad.

Wacian, todavía jadeando, levantó su martillo, ahora pegajoso por la sangre seca, y lo miró con desprecio antes de limpiarlo en lo que quedaba del Jinzan a sus pies. Desenterró su espada del vientre de la criatura, y justo cuando se disponía a unirse a la carga, sintió una presencia a su lado. Sin pensar, giró sobre sus talones y atacó con furia, pero su golpe fue desviado fácilmente. En el instante en que su mente, nublada por la rabia, trataba de procesar lo que había pasado, vio a su comandante, Pol, frente a él. Su calva relucía bajo la luz del atardecer, y su rostro endurecido, cubierto de lodo y sangre, mostraba una calma que contrastaba con la locura de la batalla.

—Soy yo, Wacian —dijo Pol con su tono grave y autoritario.

Wacian apenas podía contener su respiración, sus manos temblaban por el esfuerzo y la adrenalina. —Perdóname, Pol —logró murmurar entre jadeos. Su mirada se desvió hacia las decenas de centinelas que rodeaban a su comandante, todos cubiertos de barro y sangre, observando en silencio la masacre que se extendía ante ellos.

Se puso detrás de Pol y desde ahí, Wacian pudo ver cómo Zandric continuaba su carnicería. El legionario de las sombras era como un demonio suelto en el campo de batalla, una sombra de muerte que mataba sin detenerse. Su alabarda atravesaba Jinzan tras Jinzan, cortando gargantas, arrancando extremidades, destrozando vidas sin un ápice de compasión. Los Jinzan, antes implacables y poderosos, ahora comenzaban a retroceder. Sus filas estaban diezmadas, y la desesperación empezaba a cundir entre ellos. Sus rugidos ya no eran de furia, sino de terror, y comenzaron a retirarse hacia los oscuros confines del bosque.

Pero los centinelas no les dieron tregua. Los jinetes centinelas, con una ferocidad inhumana, persiguieron a los Jinzan, acorralándolos y aplastándolos como a ratas. La infantería, cargada de odio y sed de venganza, avanzó detrás de ellos, atravesando las tres zanjas que habían cavado durante días. Esas zanjas, que alguna vez fueron defensas estratégicas, ahora estaban llenas de cuerpos mutilados, Jinzan y centinelas por igual, un paisaje de muerte que se extendía hasta el horizonte.

La infantería siguió avanzando, empujando a los Jinzan más allá de los muros de la fortaleza de tierra. El suelo estaba cubierto de cadáveres, las entrañas de los caídos se mezclaban con la tierra, y el aire era denso con el olor a sangre y carne quemada. Wacian avanzaba junto a sus compañeros, la rabia aún bullendo en sus venas. Cada paso que daba se sentía pesado, sus botas chapoteaban en la mezcla de barro y sangre. Pero no había descanso, no había alivio. Solo había más muerte.

En el corazón del bosque, donde la oscuridad comenzaba a envolverlo todo, los Jinzan intentaban reorganizarse, pero no había escapatoria. Los centinelas, con la furia de un ejército que había perdido demasiado, los rodearon como lobos hambrientos. El sonido de espadas chocando contra carne y hueso resonaba en el aire, y los gritos agonizantes de los Jinzan se desvanecían en el eco del bosque.

La masacre no cesaba. El fragor de la batalla era incesante, una sinfonía infernal de acero contra carne, de huesos quebrándose bajo la fuerza bruta de los guerreros. Wacian, con su espada en una mano y el martillo en la otra, avanzaba como un vendaval de destrucción. No pensaba, solo actuaba. Sus movimientos eran instintivos, llevados por la inercia de la guerra y la rabia que lo consumía. Cada Jinzan que se interponía en su camino era despedazado sin piedad; sus cráneos se abrían como cáscaras de huevo bajo los impactos del martillo, y sus cuerpos se desplomaban bajo las estocadas de su espada, que rasgaba carne y trituraba huesos.

La sangre corría por el suelo como ríos oscuros, mezclándose con el barro hasta formar un lodazal pestilente y resbaladizo. Los gritos de los moribundos llenaban el aire, un sonido agudo que perforaba el silencio ominoso que traía la noche. Era como si el bosque mismo estuviera llorando por los muertos, aunque la realidad era mucho más cruel: los árboles permanecían indiferentes, las hojas susurraban con el viento, y la oscuridad se cerraba alrededor del campo de batalla como una manta sofocante.

Wacian sentía su cuerpo fatigado, pero la adrenalina lo mantenía en movimiento. No había piedad en sus golpes, no había compasión. Cada Jinzan que caía ante él era una venganza personal, una descarga de la furia acumulada por años de sufrimiento y muerte. La visión de su esposa, Elysia, siempre estaba presente en su mente, como un espectro que lo guiaba, recordándole que no podía ceder. No mientras aún quedara sangre por derramar.

Mientras avanzaba, perdió la noción del tiempo y del espacio. No sabía si estaba retrocediendo hacia las líneas de los centinelas o adentrándose más en el bosque. Todo a su alrededor era caos: sombras moviéndose entre los árboles, destellos de acero bajo la luz de la luna, el eco lejano de los combates que aún rugían en el corazón del campo de batalla. Wacian no veía a ningún aliado, ni enemigo. Solo seguía adelante, su respiración pesada y entrecortada, sus botas chapoteando en el fango empapado de sangre.

Después de lo que pareció una eternidad, escuchó algo: el sonido de combate cercano. Con cautela, se acercó a través de los árboles, moviéndose en silencio como una sombra. Cuando llegó al borde del claro, lo vio. Jinetes centinelas luchaban ferozmente contra los jinetes Jinzan. Las bestias de guerra de los Jinzan arremetían con furia, aplastando todo a su paso, pero los centinelas luchaban con igual fiereza. En el centro del caos, Wacian reconoció a Lord Gareth, el comandante en jefe, enfrentándose a un Jinzan descomunal, claramente el líder de aquella fuerza enemiga.

Lord Gareth y su guardia personal luchaban con todo lo que les quedaba. Sin embargo, estaban superados en número. Las monturas de los Jinzan arremetían sin descanso, derribando centinelas y aplastándolos bajo sus pezuñas. El suelo temblaba bajo el peso de las bestias, y los gritos de los hombres morían ahogados bajo el estruendo de la batalla. El combate era feroz, pero algo en la mirada de Wacian le decía que los centinelas estaban perdiendo terreno.

Antes de que Wacian pudiera intervenir, un destello de movimiento captó su atención. Zandric, el temido comandante de la Legión de las Sombras, apareció como una ráfaga de viento. Con una rapidez sobrehumana, se lanzó sobre el Jinzan gigante que estaba luchando contra Lord Gareth. Su alabarda se movía con una gracia letal, y en un solo golpe, decapitó al líder Jinzan. La cabeza del monstruo rodó por el suelo, y su enorme cuerpo se desplomó con un ruido sordo. En cuestión de segundos, Zandric, como un ángel de la muerte, masacró a los Jinzan restantes, su labarda danzando en el aire, cada golpe un trazo perfecto de muerte.

Wacian observaba desde las sombras, su respiración contenida. El comandante Zandric se detuvo un momento, su figura imponente, envuelta en la oscuridad, parecía haberse detenido para evaluar la situación. Pero antes de que Wacian pudiera salir de su escondite, algo horrendo sucedió. En un destello de movimiento, Zandric giró sobre su caballo y, en un solo movimiento fluido, decapitó a la guardia personal de Lord Gareth. Uno tras otro, los guardias cayeron, sus cabezas rodando por el suelo como muñecos desarticulados.

Wacian estaba paralizado por la sorpresa, sus manos temblando alrededor de su espada y martillo. No podía procesar lo que acababa de ver. Lord Gareth apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Zandric lo atravesara con su alabarda. El comandante cayó al suelo, su cuerpo inerte, mientras la sangre brotaba en torrentes de la herida mortal.

Todo ocurrió en cuestión de segundos, pero para Wacian, fue como si el tiempo se hubiera detenido. El horror lo invadió, y antes de que pudiera hacer algo, retrocedió lentamente, esperando escapar de la vista de Zandric. Pero, en su intento de retirada, pisó una rama, provocando un crujido seco que resonó en la quietud repentina del claro.

—Quítate el yelmo, centinela —la voz de Zandric era grave y fría, un mandato que no admitía discusión.

El corazón de Wacian latía con fuerza en su pecho, pero obedeció. Se quitó el yelmo, revelando su cabello largo, empapado en sudor y sangre, y su barba corta, manchada de barro.

Zandric lo observó en silencio, su rostro imperturbable, mientras una sonrisa apenas perceptible curvaba sus labios. —Oh, eres tú, ese centinela... Wacian, ¿o era Wazian? —dijo con tono indiferente, como si su vida no significara más que la de cualquier otro hombre caído en la batalla. —Perdón, no lo recuerdo bien —se acercó lentamente, su alabarda aún goteando la sangre de Lord Gareth y de los demás centinelas caídos.

—Dime, ¿viste lo que pasó? —preguntó Zandric, clavando sus ojos en los de Wacian.

Wacian asintió, incapaz de articular palabra. La traición que había presenciado lo dejaba sin aliento. El aire alrededor de ellos pesaba, cargado con la tensión y la inminente violencia que Zandric emanaba con cada respiración. El bosque estaba en silencio, como si incluso la naturaleza misma estuviera conteniendo el aliento, expectante del desenlace.

Zandric lo miraba con una calma helada, como si su vida o muerte fueran decisiones triviales, un simple capricho de su voluntad. Wacian sentía cómo su corazón latía con fuerza en su pecho, cada latido reverberando en sus oídos como tambores de guerra. Sabía que sus días podían acabar en ese instante, con un solo movimiento de la alabarda que Zandric sostenía en su mano. Una sombra mortal se cernía sobre él, una presencia inminente que parecía acecharlo desde cada rincón oscuro del bosque.

Zandric ladeó ligeramente la cabeza, sus labios apenas curvándose en una sonrisa tenue, casi burlona.

—Qué lástima... —murmuró, mientras levantaba su alabarda una vez más. La hoja de la alabarda, manchada aún con la sangre de sus víctimas, goteaba lentamente, formando pequeños charcos en el suelo embarrado. El brillo del metal se acercó peligrosamente al cuello de Wacian, hasta que sintió la fría punta presionar suavemente contra su piel. Cada milímetro que se acercaba la hoja, su cuerpo tensaba más, preparándose para el dolor inevitable.

Por un instante, Wacian se sintió completamente indefenso. Miró los ojos oscuros de Zandric, buscando algún rastro de humanidad o duda. No encontró ninguno. Iba a morir. Iba a morir en aquel bosque, lejos de casa, lejos de su esposa, lejos de todo lo que alguna vez había conocido. Y lo peor de todo: sería asesinado por uno de los suyos.

—Sabes... no soy un traidor —dijo Zandric en un tono casual, casi como si estuviera hablando del clima—. Solo cumplo las órdenes de Su Gracia.

La tensión en el aire se hizo insoportable, el sonido de la alabarda resbalando apenas en el cuello de Wacian era el único ruido que rompía el silencio sepulcral. Las palabras de Zandric calaban profundo, dejando en claro que todo lo que había sucedido no era más que parte de un juego político, una traición de mucho mayor alcance que cualquier hombre en ese campo de batalla podía entender. Zandric lo miró directamente, clavando sus ojos en los de Wacian como si quisiera escarbar dentro de su alma.

—No me gusta matar a hombres de Zusian, ¿sabes? —continuó Zandric, su voz gélida contrastando con la sonrisa que comenzaba a formarse en sus labios—. Hagamos un trato. Te quedas callado, y tendrás una recompensa. Pero… —hizo una pausa, y la sonrisa se ensanchó mientras la punta de la alabarda se clavaba con un poco más de fuerza en el cuello de Wacian, perforando apenas la piel, haciendo que un delgado hilo de sangre corriera por su garganta—. Si no lo haces, te mataré. A ti, y a todos los que sepan lo que viste. Le informaré a Su Gracia Ivan sobre ti, y él te recompensará por tus servicios... y por tu silencio.

Zandric retiró la alabarda de su cuello con un movimiento lento, casi teatral, dejando que la tensión se desvaneciera ligeramente, pero manteniendo el control absoluto de la situación. Luego extendió su mano hacia Wacian, en un gesto calculado. Sus ojos no dejaban de observarlo, esperando su respuesta.

—Aceptas, ¿verdad? —preguntó con una voz suave, pero con una amenaza latente bajo la superficie.

Wacian, todavía temblando, sentía que no tenía otra opción. Si no aceptaba, no solo su vida estaría en peligro, sino también las de otros. La traición era demasiado grande, demasiado profunda, y estaba claro que Zandric no permitiría que nadie interfiriera con sus planes. Tragó saliva, sintiendo el sabor metálico de su propia sangre en la boca. Su respiración era rápida y entrecortada, como si cada inhalación fuera un esfuerzo monumental.

—Cla-claro... —respondió Wacian apresuradamente, su voz temblorosa, llena de miedo y traición contenida. Extendió su mano hacia Zandric, aunque cada fibra de su ser le suplicaba que no lo hiciera. El honor, el valor, la lealtad, todas esas palabras carecían de peso en ese momento. Sabía que ya no eran más que ilusiones quebradas. Wacian no era un héroe, ni tampoco lo deseaba. Era solo un hombre que intentaba sobrevivir a la locura de la guerra y a la crueldad de los hombres que la gobernaban.

Zandric, observando la lucha interna en los ojos de Wacian, sonrió ampliamente al sentir el apretón de manos. Su agarre fue firme, implacable, como si quisiera marcar su dominio sobre él en ese mismo gesto. Sin embargo, no soltó la mano de Wacian; en lugar de eso, la apretó con fuerza, su sonrisa se ensanchó, mostrando una hilera de dientes que parecía la de un depredador. Sus dedos tensos como garras de hierro se clavaron en la carne de Wacian, y en un rápido movimiento, lo levantó del suelo como si fuera un simple muñeco de trapo.

Wacian apenas tuvo tiempo de reaccionar, su cuerpo flotando por el aire en un instante de vértigo antes de que Zandric lo lanzara sobre su caballo. Sentado tras él, el guerrero centinela sentía cada músculo tenso, su cuerpo rígido por la sorpresa y el miedo que aún lo consumía. El metal de la armadura de Zandric era frío y áspero contra su piel, y el hedor de la sangre seca impregnaba el aire a su alrededor.

—Diremos que ese enorme jinete Jinzan mató a los demás —murmuró Zandric con una frialdad que helaba la sangre—. Tú y yo llegamos después, salvamos la situación, somos los héroes de esta carnicería. 

Wacian asintió débilmente, aunque las palabras apenas lograban atravesar la niebla que envolvía su mente. La traición, la mentira, la brutalidad que acababa de presenciar lo dejaban aturdido. Su cuerpo se sentía pesado, como si un manto de plomo cubriera cada parte de él. Los sonidos del bosque que antes eran estruendosos —el crujido de las ramas, el viento silbando entre los árboles— ahora se volvían un susurro lejano.

Mientras cabalgaban por el oscuro y frío bosque, las sombras parecían cerrarse a su alrededor, como si cada árbol, cada rama torcida, fuera un espectador en la tragedia que se desarrollaba. La luna, oculta tras densas nubes, apenas iluminaba el camino, dejando que la oscuridad gobernara el campo de batalla, donde el olor a muerte y podredumbre impregnaba el aire con una espesa bruma. El hedor de cuerpos en descomposición, Jinzan y centinelas por igual, era abrumador. El suelo estaba alfombrado por cadáveres desmembrados, desparramados como muñecos rotos por la furia de la guerra, todos cubiertos por la misma capa de sangre y barro, todos iguales ante la muerte.

Wacian observaba esos cuerpos mientras el caballo avanzaba con paso firme. Sus pensamientos se arremolinaban en su cabeza, caóticos y desordenados, luchando por encontrar un sentido a lo que acababa de suceder. ¿Era posible que en verdad le dieran algo? ¿O solo era un vil juego, una burla antes de su propia ejecución? El miedo de ser asesinado en cualquier momento lo carcomía. Tal vez Zandric solo estaba esperando el momento adecuado para deshacerse de él, para silenciar al único testigo de su traición.

"No quiero pelear más", pensó Wacian. Su mente divagaba, aferrándose a los últimos recuerdos que lo mantenían cuerdo. "Solo quiero estar en casa... con Elysia". Pero esa casa ya no existía, reducida a cenizas por los bandidos. Y Elysia, su esposa, su amor, estaba lejos, separada por tierras de caos y muerte. Una parte de él esperaba verla y abrazarla una última vez, pero sabía que esa esperanza era una quimera, un destello de luz en medio de la tormenta de violencia que lo rodeaba.

Los pensamientos de Wacian se detuvieron cuando el caballo frenó de golpe. Zandric lo miró por encima del hombro, su mirada afilada como un cuchillo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Wacian, con la voz rota, su garganta seca y raspada por la tensión.

—Nada —respondió Zandric con una sonrisa vacía—. Solo contemplaba la paz que ofrece la muerte... para algunos. 

A lo lejos, los restos del ejército Jinzan estaba en el suelo desde la muralla de tierra hasta las profundidades del bosque, dejando tras de sí un rastro de muerte y desesperación. Los centinelas, agotados pero victoriosos, aún perseguían a los rezagados, cortando sus cuerpos con una furia que parecía inagotable. Los gritos de los heridos resonaban en la distancia, mezclándose con el murmullo del viento. La batalla había terminado.

Zandric dirigió su caballo hacia las líneas traseras, donde grupos de centinelas se reunía alrededor de hogueras. Los hombres, cubiertos de sangre y barro, apenas se distinguían de los cadáveres que yacían a sus pies. No había celebración, solo miradas vacías, cuerpos que se tambaleaban de cansancio, y un profundo silencio que lo envolvía todo. 

Cuando Zandric desmontó del caballo, lanzó una última mirada a Wacian. Sus ojos fríos parecían perforar su alma.

—Recuerda lo que dijimos —susurró Zandric, su voz apenas audible por encima del viento que comenzaba a levantarse—. Ahora eres parte de esto.

Wacian asintió, incapaz de hablar, su mente aún atrapada en la red de pensamientos oscuros que lo consumían. Se quedó sentado sobre el caballo mientras Zandric se alejaba, su figura desapareciendo en la oscuridad entre las sombras de los árboles.

El viento rugió entre los árboles, llevando consigo el eco de la muerte, y Wacian no pudo evitar preguntarse si alguna vez volvería a sentir la calidez de un hogar, el abrazo de su esposa. Pero lo único que sentía en ese momento era la fría y dura realidad de la guerra, una realidad que lo había consumido por completo.