Zandric montaba con firmeza su imponente semental negro, un animal tan oscuro como la noche, cuya barda relucía bajo los tenues rayos del sol, adornada con ornamentos dorados que ostentaban el emblema de los legionarios de las sombras. La armadura del caballo, pesada y sólida, crujía con cada movimiento, acompañada del resonar metálico del equipo de guerra que llevaba el comandante. La mirada penetrante de Zandric se posaba sobre las preparaciones que los centinelas de hierro llevaban a cabo con diligencia y una precisión casi mecánica.
Frente a él, los centinelas excavaban con fuerza, utilizando picos y palas para cavar profundas zanjas a lo largo de lo que sería la línea defensiva. Hombres sudorosos y cubiertos de tierra iban y venían, afilando grandes estacas que luego colocaban con cuidado dentro de las zanjas. Estas estacas, mortales y aguzadas, serían el primer obstáculo para los jinetes del clan Jinzan, quienes, según los informes de los exploradores, probablemente atacarían desde ese mismo punto. Zandric observaba cómo las trampas se disimulaban bajo un piso de ramas frágiles y hojas secas, camufladas con tanta habilidad que, a simple vista, parecían meros parches de vegetación inofensiva.
El aire olía a tierra recién removida y a la humedad del bosque circundante. El ambiente estaba cargado de tensión, no solo por la inminencia de la batalla, sino también por la expectativa que traía la preparación de esa trampa mortal. Los centinelas no dejaban de trabajar, levantando un muro de tierra que serpenteaba a lo largo de la línea defensiva, un baluarte improvisado pero formidable. A su lado, una muralla de troncos estaba siendo erigida, tan alta que los arqueros y ballesteros podrían disparar con ventaja desde lo alto, apuntando hacia los jinetes del clan Jinzan que inevitablemente se verían atrapados en las zanjas cubiertas de hojas y ramas.
Zandric observaba los preparativos con una mezcla de admiración y análisis frío. Más allá del muro de troncos, se erigía un campo de estacas afiladas, colocadas de tal manera que formarían una especie de barrera en caso de que la caballería lograra acercarse lo suficiente. Los centinelas habían utilizado las cadenas más resistentes para unir las estacas entre sí, de modo que cuando llegara el momento, pudieran levantarlas como una trampa adicional, diseñadas para detener el avance de los caballos y permitir que los arqueros y ballesteros, apostados en las colinas cercanas, acabaran con los jinetes enemigos antes de que pudieran atravesar las líneas defensivas.
Más de un millón de centinelas de hierro se movían en sincronía, organizando las defensas y asegurándose de que cada elemento de la estrategia estuviera en su lugar. Zandric sabía que la batalla sería brutal, pero confiaba en que esas defensas les darían una ventaja crucial. Mientras contemplaba la escena, un comandante de los centinelas, un hombre de aspecto rudo y desgastado por la batalla, se acercó. Zandric lo reconoció de inmediato; era el comandante de un pequeño pueblo destruido tiempo atrás en un ataque de bandidos. Su cicatriz, que cruzaba su rostro de manera reciente, le daba un aire aún más intimidante. Era tuerto, y la herida que cubría su ojo vacío aún parecía fresca, como un recordatorio constante de los horrores que había presenciado.
El hombre se detuvo ante Zandric, respirando profundamente después de una larga jornada de trabajo.
—Comandante, todo está listo —informó el centinela, inclinando la cabeza en señal de respeto—. He enviado otro grupo a recoger más hojas y ramas para cubrir las tres líneas de zanjas. ¿Necesita algo más?
Zandric lo observó por un momento, evaluando su dedicación y la eficiencia con la que había llevado a cabo sus órdenes. Sabía que hombres como él eran esenciales en una campaña como aquella, donde la preparación minuciosa y la atención a los detalles podían significar la diferencia entre la victoria y la derrota.
—No, Phoul... o ¿era Pol? —dijo Zandric con un leve gesto de confusión. No era un hombre que prestara demasiada atención a los nombres, a menos que fuera necesario—. Pero mencionaste que uno de tus hombres vio a los jinetes salvajes, ¿no? Quisiera que me llevaras a verlo —continuó, con un tono de urgencia en la voz. Zandric no había enfrentado directamente a los jinetes del clan Jinzan, y necesitaba saber cómo era realmente su enemigo. Era crucial para la estrategia que estaban implementando. Además, había pensado que Aldric habría sido mejor para esta tarea.
El centinela asintió rápidamente, sin dudar en obedecer.
—Claro, comandante. Su nombre es Wacian. Es un buen centinela, siempre ha sido leal y trabajador. Ahora mismo está cavando las zanjas y clavando las estacas, pero puedo llevarlo a usted hasta él de inmediato —respondió Poul con un gesto de asentimiento firme.
Zandric espoleó ligeramente a su semental negro, que resopló con fuerza y comenzó a avanzar lentamente tras el centinela. Mientras cruzaban el campo de preparaciones, Zandric podía ver cómo los hombres se afanaban en cada rincón del campamento. Los gritos de órdenes, el sonido de los martillos golpeando los estacones, y el entrechocar del metal contra la piedra y la madera llenaban el aire. Todo era una sinfonía caótica que anunciaba la llegada inminente del conflicto. Sin embargo, en medio de todo ese ajetreo, Zandric se mantenía firme y calculador, como un depredador que estudia a su presa antes del ataque.
Los árboles alrededor del campamento habían sido talados sin piedad para crear las defensas, pero también para despejar el campo de batalla y darles una línea de visión clara hacia el enemigo. El suelo estaba plagado de raíces expuestas, tocones que sobresalían como dientes rotos, y restos de hojas secas que crujían bajo las patas de su montura. Todo el lugar había sido transformado en una fortaleza improvisada, lista para resistir el embate de los jinetes del clan Jinzan.
Cuando llegaron al lugar donde Wacian trabajaba, Zandric desmontó con la agilidad de un guerrero experimentado. A pesar del peso de su armadura, su movimiento fue fluido, pero el sonido metálico resonó en el aire cuando sus pies tocaron el suelo con firmeza, reverberando en la atmósfera de tensión que impregnaba el campamento. A su alrededor, los hombres continuaban con su trabajo, cavando y fortificando las defensas, pero sus miradas se desviaban ocasionalmente hacia el imponente comandante, el líder al que seguirían sin vacilar en la batalla inminente.
Wacian, el centinela a quien buscaban, estaba inmerso en su tarea, cavando la segunda línea de zanjas con una pala desgastada. Era un hombre alto y robusto, de complexión fuerte por los años de trabajo en el ejército. Su cabello negro, largo y revuelto, caía desordenado sobre sus hombros, cubierto de polvo y sudor. Sus ojos oscuros, sombreados por las cejas fruncidas por el esfuerzo y la concentración, reflejaban una mezcla de cansancio y determinación. El surco que cavaba ya comenzaba a tomar forma, profundo y angosto, una trampa mortal para los jinetes que, en algún momento, intentarían romper las defensas de Santorach.
Cuando Wacian levantó la vista al notar la llegada de Pol y Zandric, su expresión cambió inmediatamente. Sus manos, ennegrecidas por la tierra, se detuvieron, y dejó caer la pala. Se inclinó en una reverencia, como era costumbre entre los soldados, pero su ademán denotaba una mezcla de nerviosismo y respeto.
—Comandante... capitán... o, comandante... —balbuceó Wacian con voz temblorosa, claramente inseguro de cómo dirigirse correctamente a Zandric. Sabía que, aunque Zandric era el comandante de los legionarios de las sombras, también ocupaba un lugar de autoridad bajo el mando de lord Gareth, el verdadero comandante supremo de ese ejército. Era un detalle que los soldados de menor rango no siempre comprendían del todo, lo que generaba cierta confusión.
Zandric, quien no solía perder tiempo con formalidades innecesarias, hizo un gesto rápido con la mano, indicándole que no se preocupara. Su rostro, serio y frío, no mostraba signos de incomodidad, pero sus ojos claros se mantenían fijos en el centinela, observando cada detalle con la precisión calculadora de un hombre acostumbrado a evaluar tanto enemigos como aliados.
—Wacian, el vicecomandante quiere hablar contigo. Quiere que le cuentes sobre los jinetes que viste durante el ataque a Altharen —dijo Pol, con un tono solemne y respetuoso. Sabía lo duro que había sido para Wacian, quien alguna vez fue responsable de defender su propio pueblo antes de que cayera en manos de los bandidos.
Wacian asintió con un gesto lento, y su semblante, aunque firme, mostró una sombra de dolor al recordar aquel fatídico día. Sus manos, que seguían descansando sobre la pala, temblaron levemente, como si el recuerdo de lo que había presenciado le causara aún un miedo latente. Respiró hondo antes de comenzar a hablar.
—En realidad no vi mucho —admitió, su voz entrecortada al principio, como si revivir la escena fuera una carga pesada—. Mientras escapaba del pueblo, apenas los vi un momento, pero lo que vi fue suficiente para darme cuenta de lo que enfrentamos. Eran salvajes, verdaderos monstruos... grandes y desalmados. La mayoría de ellos eran calvos o tenían el cabello descuidado, sucio, como si no conocieran el agua ni el cuidado personal. Estaban montados en caballos enormes, más grandes de lo que cualquier hombre ordinario podría manejar. Bestias musculosas, con cascos que parecían capaces de partir la tierra misma.
Zandric lo escuchaba con atención, sus cejas apenas fruncidas en señal de interés. Sabía que este tipo de información, por escasa que fuera, podía ser la diferencia entre una victoria y una derrota. Los detalles, aunque pequeños, eran vitales para comprender mejor a un enemigo que todavía les resultaba enigmático.
Wacian continuó, su mirada perdida en el vacío mientras recordaba más detalles de esos horrores. —Llevaban armas extrañas... muchas de ellas con picos afilados, gujas y mazas que parecían más grandes que sus propios cuerpos. Parecían hechas para destrozar, no solo para matar —.
Zandric asintió levemente. Ya había oído rumores sobre la brutalidad del clan Jinzan, pero las descripciones de Wacian añadían una nueva dimensión a esa barbarie, algo que iba más allá de la violencia común de la guerra. Esos jinetes no solo destruían; lo hacían con una furia desmedida, una rabia que parecía brotar de algo más profundo, algo casi inhumano.
—¿Qué más? —preguntó Zandric, su voz firme pero sin prisa. Sabía que Wacian había visto cosas que tal vez no recordara de inmediato, pero cada detalle era crucial. Las palabras eran importantes, pero los recuerdos oscuros a menudo guardaban verdades más sombrías.
Wacian tragó saliva, esforzándose por traer a la superficie los fragmentos de memoria que aún quedaban enterrados bajo el miedo. —Eran fuertes, muy fuertes. Cada uno de ellos parecía capaz de aplastar a un hombre con sus manos desnudas. Vi cómo uno de ellos desgarraba a un aldeano de un solo golpe, y... lo disfrutaban. Se reían mientras lo hacían. No había compasión en sus ojos, solo... oscuridad.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de la realidad que Wacian acababa de describir. Pol, que había permanecido en silencio durante todo el intercambio, miró al suelo, sabiendo que la información confirmaba los peores temores que albergaban los soldados. Estos no eran simples guerreros; eran criaturas de brutalidad desmedida, que se deleitaban en el sufrimiento.
—Gracias, Wacian —repitió Zandric con un tono aún más sombrío, su voz baja pero firme resonando como el eco de una tormenta inminente. Sabía que lo que acababa de escuchar no era algo que pudiera ser subestimado. Las palabras del centinela habían traído consigo una oscura realidad que ahora pesaba sobre sus pensamientos. Los jinetes del clan Jinzan no solo eran enemigos feroces, sino que su brutalidad los convertía en algo más, algo mucho más peligroso de lo que incluso él había anticipado. Estos no eran simples guerreros, sino bestias salvajes disfrazadas de hombres. La imagen que Wacian había pintado, de esos monstruos riendo mientras masacraban, resonaba en su mente como un presagio de la violencia que pronto desatarían.
Zandric apretó los puños, las placas de su armadura rechinando suavemente con el movimiento. Pero entonces recordó las palabras de Aldric, el comandante de los Desolladores Carmesí, su voz retumbando en su memoria como un eco lejano: "No eran humanos, eran animales. Pero los animales, no importa cuán salvajes sean, pueden ser cazados. Un buen cazador sabe cómo enfrentarse a ellos. Solo recuerda: no debes vacilar. No hay espacio para la piedad, ni para los titubeos."
Zandric inhaló profundamente, dejando que esas palabras le infundieran la frialdad y la determinación necesarias. Tenía claro que enfrentarse a los Jinzan no sería una simple batalla. Sería una cacería. Y en la cacería, el cazador que duda es el primero en morir. Sin decir nada más, se retiró del lugar, volviendo la mirada hacia el campamento que se extendía a lo lejos.
El día, gris desde el amanecer, había adquirido un tinte aún más oscuro. Las nubes pesadas se cernían sobre el cielo, presagiando una tormenta, pero la verdadera tormenta estaba aún por venir. A su alrededor, las fortificaciones seguían tomando forma. Los centinelas de hierro trabajaban con esmero y precisión, cavando más zanjas, afilando estacas y reforzando las barricadas de troncos que se levantaban como muros improvisados. A lo lejos, el sonido de hachas talando árboles se mezclaba con los gritos de órdenes y el resonar del metal contra la piedra.
Zandric observaba cada detalle mientras caminaba entre los soldados, su mente trabajando en mil direcciones al mismo tiempo. Sabía que estaban preparándose para algo grande, algo que pondría a prueba la resistencia y el coraje de cada hombre que se alzara contra los Jinzan. Pero, a pesar del orden y la disciplina que veía a su alrededor, una sombra de duda se cernía sobre sus pensamientos. ¿Serían suficientes todas esas defensas frente a la furia desmedida de los jinetes salvajes?
La noche cayó finalmente, rápida y silenciosa, envolviendo el campamento en una oscuridad casi tangible. Las antorchas empezaron a encenderse por todo el perímetro, creando un resplandor cálido y parpadeante que contrastaba con el frío creciente de la noche. Zandric se dirigió hacia la tienda de mando, donde lord Gareth había convocado a una última reunión para ultimar los detalles de la estrategia. Sabía que esta reunión sería crucial. No se trataba solo de organizar las tropas; se trataba de definir la supervivencia de todos los que estaban allí.
Al entrar en la tienda, el calor del brasero en el centro del espacio lo recibió, así como el murmullo de voces apagadas. La tienda era grande, su interior adornado con mapas, estandartes y armas, pero lo que más destacaba era la mesa de estrategias que ocupaba el centro. Alrededor de ella, más de cien comandantes de los centinelas de hierro estaban ya reunidos. Todos llevaban la misma armadura que los soldados bajo su mando, pero había una diferencia: sobre sus grandes yelmos cónicos, una pequeña cimera de lobo dorado distinguía su rango. La luz de las antorchas y el fuego brillaba sobre las placas de sus armaduras, dándoles un aspecto casi mítico, como si fueran guardianes de leyendas antiguas.
Zandric avanzó hacia la mesa, donde lord Gareth ya estaba esperando. Sobre el mapa extendido, marcado con símbolos y fichas, se representaba el terreno que rodeaba el campamento, las fortificaciones que habían levantado, y las posiciones estimadas del enemigo. Los ríos y colinas cercanas estaban dibujados con precisión, y pequeños bloques de madera simbolizaban a los ejércitos, alineados en formaciones defensivas y ofensivas.
—Comandante Zandric, qué bueno que ya ha llegado —dijo Gareth, su voz profunda y grave llenando la tienda. Era un hombre imponente, su presencia dominaba el espacio a pesar de que no era el más alto ni el más fuerte entre los presentes. Su rostro, marcado por las cicatrices de innumerables batallas, reflejaba la experiencia de alguien que había vivido más guerras de las que podía contar—. Acabamos de preparar el mapa para discutir lo que será la estrategia final. Quisiera que viera las formaciones propuestas.
Gareth extendió una mano hacia la mesa, señalando las diferentes posiciones marcadas. Las líneas de defensa estaban claramente delineadas: las zanjas, las estacas ocultas bajo ramas y hojas, las barricadas de troncos y el muro de tierra que rodeaba gran parte del campamento. Las colinas cercanas estaban marcadas como posiciones clave para los arqueros y ballesteros, y las fuerzas de caballería estaban colocadas en flancos estratégicos, listas para contraatacar en caso de que los Jinzan lograran romper las líneas.
—Aquí está la clave —continuó Gareth, su dedo grueso y endurecido por años de batalla se posó sobre una de las fichas que representaba un punto vulnerable cerca de la muralla improvisada. El terreno allí era traicionero, rocoso y escarpado, lo que hacía difícil asegurar las defensas. La muralla de tierra levantada a toda prisa temblaba bajo su propio peso—. Los centinelas estacionados en esta zona han reportado actividad sospechosa. Es probable que los Jinzan ataquen desde este flanco. Aquí nuestras fortificaciones son más débiles, y si yo fuera ellos, atacaría por donde parece más fácil de penetrar. Hemos reforzado la zona todo lo que hemos podido, pero sigue siendo nuestra debilidad. Aquí es donde debemos ser más cuidadosos —Gareth alzó la vista hacia Zandric, esperando que este tomara nota de la situación.
Zandric asintió lentamente, su mirada fija en el mapa mientras sus pensamientos se entrelazaban en una red de planes y estrategias. Pero no solo planeaba cómo detener a los Jinzan. En el fondo de su mente, una sombra se agitaba: el pensamiento persistente de cómo deshacerse de Gareth. La muerte del comandante, pensó Zandric, debía parecer un sacrificio heroico, una muerte gloriosa en el campo de batalla, y eso solo sería posible si jugaba bien sus cartas.
Mientras Zandric seguía observando las posiciones y revisando cada detalle en el mapa, sus ojos se detuvieron en las fichas que representaban a los jinetes del clan Jinzan. Sabía que estos enemigos no seguirían las reglas convencionales de la guerra. Atacarían con la furia indomable de una manada de lobos hambrientos, sin una estrategia visible, buscando romper las líneas defensivas con pura fuerza bruta. Eran salvajes, sí, pero Zandric sabía que, si los subestimaban, esos "animales" podrían ganarles con la misma brutalidad que les daba su ventaja.
Uno de los comandantes, un veterano de voz ronca y mirada cansada, señaló hacia el borde del mapa, donde las colinas dominaban el paisaje a ambos lados del campo de batalla. —Hemos colocado nuestras tropas de proyectiles en estas posiciones elevadas —dijo, su voz cortando el silencio tenso de la tienda—. Desde allí, los arqueros y ballesteros tendrán una vista clara de todo el campo. Si los Jinzan intentan cargar con su caballería, estarán bajo fuego constante. No podrán avanzar sin sufrir grandes bajas.
Zandric, aún sin apartar los ojos del mapa, añadió con tono grave: —La clave será no dejarles tiempo para reorganizarse. Si sus jinetes logran penetrar nuestras líneas, debemos asegurarnos de que no puedan reagruparse. Debemos cortarles la cabeza antes de que puedan usar su fuerza —su voz se endureció al pronunciar esas últimas palabras, pero no se refería solo a los Jinzan. Esa misma táctica, esa crueldad precisa, sería lo que emplearía contra Gareth.
Mientras sus palabras resonaban en la tienda, su mente ya estaba trazando un plan mucho más personal. Esta sería la oportunidad perfecta para deshacerse de Gareth. La confusión de la batalla, el caos, el ruido, todo eso podría ser el escenario ideal para cumplir la orden de Su Gracia. Matar al comandante, pero él quería hacer que pareciera una baja honorable en combate, y regresar con la cabeza en alto.
Zandric volvió su atención a Gareth. Lo observó con detenimiento, su mirada seria, calculadora. Sabía que no podía esperar mucho más. El momento adecuado para llevar a cabo su traición estaba cerca, y si no lo hacía ahora, la oportunidad se perdería.
—Lord Gareth —dijo Zandric, rompiendo el silencio que había caído entre los comandantes—, ¿podemos hablar en privado sobre una estrategia particular?
Gareth, que ya estaba acostumbrado a las sugerencias tácticas de Zandric, asintió sin sospechar nada. Con un simple gesto, despidió a los demás comandantes, que se levantaron en silencio y abandonaron la tienda. El sonido de las armaduras y las botas golpeando la tierra acompañó su salida. Poco a poco, el bullicio de los comandantes desapareció hasta que solo quedaron los dos en la amplia tienda, iluminada por el parpadeo de las antorchas y el resplandor rojo del brasero.
—De qué quiere hablar conmigo, comandante —preguntó Gareth, cruzando los brazos sobre su pecho mientras lo miraba directamente,.
Zandric lo miró con ojos serios, llenos de la intensidad de un depredador acechando a su presa. Sabía que solo tenía una oportunidad para convencerlo, y esa debía ser perfecta.
—Una oportunidad, mi señor —comenzó Zandric, dejando que el silencio se prolongara un poco antes de continuar. Con un movimiento lento y deliberado, tomó una de las piezas en el mapa, la ficha que representaba al comandante. La deslizó hacia el flanco izquierdo, donde las fuerzas de caballería enemiga habían sido vistas. La posición era crucial, el lugar donde la batalla se decidiría. Si Gareth aceptaba su plan, ese sería su fin—. Si quiere ganarse el favor de su gracia y asegurar un reconocimiento valioso, no solo para usted, sino también para las demandas de poder que aspira, deberíamos aprovechar el momento en que la batalla parezca ganada. Y en ese instante, cuando la moral esté alta y los enemigos caigan ante nuestras espadas, usted y yo deberíamos liderar una carga de pinza contra el líder de los jinetes.
Gareth frunció el ceño, pero no de desconfianza, sino de interés. Zandric lo había atrapado con la promesa de gloria, esa ambición que quemaba en el corazón de todo líder. —¿Una carga de pinza? —preguntó, alzando una ceja.
Zandric asintió, su voz baja y convincente, como si tejiera una red de posibilidades alrededor de Gareth. —Pienso que, si nosotros, los líderes de este ejército, encabezamos un ataque decisivo justo cuando el enemigo está debilitado, no solo terminaremos la batalla con una victoria aplastante, sino que su nombre será recordado como el comandante que acabó personalmente con el jefe de los Jinzan. Su gracia no podrá ignorar tal hazaña.
Gareth, atraído por la perspectiva de una gloria inmortal, se quedó en silencio un momento, observando el mapa con una mirada calculadora. Los dedos de Zandric, mientras tanto, se tensaron sutilmente sobre la empuñadura de su espada. Sabía que, si Gareth aceptaba, su oportunidad de eliminarlo estaría garantizada en el caos de la carga.
Finalmente, Gareth asintió lentamente. —Es una estrategia audaz —dijo, mirando a Zandric con algo parecido a una sonrisa—. Pero me gusta. Me gusta mucho. Prepararé a los hombres para el ataque de pinza cuando llegue el momento.
Zandric inclinó la cabeza levemente, ocultando la satisfacción que le invadía. Aunque para cualquiera que lo mirase, sería imposible leer sus pensamientos en su rostro. Su semblante era siempre una máscara impenetrable, un escudo contra cualquier indicio de emoción. Todo se desarrollaba tal como lo había previsto. Pronto, cuando la batalla rugiera con furia alrededor suyo, cuando los gritos de guerra y el choque de espadas llenaran el aire, no solo aplastaría a los Jinzan, sino que también cumpliría con la misión secreta que le había encomendado Ivan: eliminar a Gareth. Y lo haría de una manera tan calculada que parecería una muerte heroica, un sacrificio noble en medio del caos de la batalla. El caos sería su aliado, su manto perfecto para disfrazar el asesinato.
Salió de la tienda de mando en silencio, caminando con paso firme hacia su propia tienda. A su alrededor, el campamento bullía con actividad. Los soldados revisaban sus armas, afilaban espadas, ajustaban armaduras y lanzaban miradas ansiosas hacia el horizonte oscuro. La luna apenas comenzaba a asomarse entre las nubes pesadas que cubrían el cielo, y un viento frío soplaba desde las montañas lejanas. Los estandartes de los Centinelas de Hierro ondeaban, iluminados tenuemente por las antorchas que rodeaban el perímetro del campamento. A lo lejos, se escuchaban los ecos de los martillos golpeando estacas y reforzando las murallas de tierra y troncos. Cada sonido parecía marcar el ritmo de la inminente batalla, como el pulso de un gigante dormido a punto de despertar.
Al llegar a su tienda, más pequeña de lo que estaba acostumbrado, Zandric entró y cerró la tela pesada que hacía de puerta, dejándose envolver por la penumbra. No era que le importara el tamaño del lugar, pero lo notaba como una pequeña incomodidad. Lentamente comenzó a quitarse la armadura. El proceso era meticuloso, casi un ritual. Primero, desabrochó las correas que sujetaban la pesada armadura de placas, su cuerpo aliviado de inmediato del peso. El metal resonó ligeramente al tocar el suelo de la tienda. Después, se quitó el yelmo, revelando su cabello negro y desordenado. Su mirada se reflejó en un pequeño espejo de bronce que descansaba en una mesa improvisada. Oscura, impenetrable, como la noche misma.
Con paciencia, retiró la cota de escamas, esa segunda capa de protección que cubría las vulnerables aberturas de la armadura. Cada movimiento era preciso, medido. No había apuro en sus gestos. Después de la cota de escamas, se despojó de la cota de malla que protegía su torso, sintiendo cómo el frío de la noche comenzaba a colarse a través de la fina tela de su túnica. Por último, se quitó el gambesón negro, quedando únicamente en una túnica simple del mismo color. A pesar de la batalla que se avecinaba, Zandric no sentía temor, ni anticipación. Solo una fría calma. Para él, la guerra no era más que otra tarea que cumplir, y matar... matar era casi natural.
Se sentó en el catre de su tienda, un simple trozo de madera y cuerdas, lejos del lujo que alguna vez había conocido. Sus dedos, llenos de pequeños cortes y cicatrices de viejas batallas, se deslizaron por su barba, un gesto casi inconsciente mientras sus pensamientos vagaban. Tomó una jarra de madera que reposaba en el suelo y bebió su contenido de un largo trago. Esperaba sentir el ardor del alcohol bajando por su garganta, pero lo que obtuvo fue el sabor suave y neutro de la leche. Escupió al suelo con frustración. Alguien debía haberse equivocado, pero no le importaba. Le quedaban pocas horas antes de que la batalla comenzara, y no había espacio para el cansancio ni para las distracciones.
Zandric se recostó en el catre, apoyando la cabeza en su brazo. Cerró los ojos, pero no para dormir, sino para permitir que sus pensamientos fluyeran con claridad. No le pesaba la guerra, ni la idea de matar a cientos de hombres en la batalla que se avecinaba. La muerte era solo un medio para un fin. Sin embargo, había algo que le inquietaba, una sombra que persistía en los rincones de su mente. ¿Estaba Su Gracia molesto con él? Iván lo había mandado a liderar un ejército de Centinelas de Hierro, lejos de sus propios hombres, lejos de sus legionarios de las sombras. Tal vez había algo que Iván no le había dicho, algún reproche no expresado.
Quizás había fallado en algo. O tal vez, simplemente, Iván quería verlo poner a prueba sus capacidades. Iván, a pesar de su juventud, poseía una inteligencia afilada y una ambición aún latente. En sus ojos, Zandric había visto algo oscuro, una chispa que, aunque aún no había sido completamente encendida, prometía arder con una furia incontenible en algún momento. No era cruel, no todavía, pero había algo en él, una llama dormida que solo necesitaba un soplo para avivarse, algo que el propio Iván tal vez aún no comprendía. Quizás por eso lo había enviado a esta misión. Tal vez el envío de Zandric a los frentes de guerra no era solo una cuestión táctica, sino una prueba, una pequeña chispa para ver si aquella llama en el alma de Iván comenzaba a arder.
La duda cruzó brevemente la mente de Zandric, como un relámpago en una tormenta distante, pero la desechó casi de inmediato. Iván le había dicho que el levantar a los Centinelas de Hierro de las ciudades y pueblos cercanos era algo beneficioso, una estrategia inteligente. Y ahora, al enfrentar a los Jinzan, esa decisión resultaba ser crucial. La aparición repentina de estos enemigos había sido inesperada, pero gracias a su previsión, al convocar a los Centinelas, tenían una oportunidad real de resistir el embate de los jinetes enemigos. Para Iván, los Jinzan no eran más que un obstáculo más en su camino hacia el poder, un reto que debía superarse para consolidar su posición. Pero para Zandric, esta guerra representaba algo más que una simple batalla por territorio. Era el preámbulo de algo mayor, aunque aún no podía ver claramente de qué se trataba.
Zandric se recostó en el catre, dejando que sus pensamientos vagaran. Recordó cómo había formado ese ejército de Centinelas de Hierro casi por instinto, un mal presentimiento que lo había empujado a prepararse para algo más grande que simples bandidos. Al principio, se había dicho a sí mismo que esos hombres servirían para enfrentar a los merodeadores y saqueadores que rondaban las fronteras del ducado. Pero ahora, mirando en retrospectiva, se daba cuenta de que había sido más que simple precaución. Había algo en el aire, algo oscuro y antiguo que se movía en las sombras, y él lo había sentido mucho antes de que los Jinzan siquiera aparecieran. Quizás Iván también lo había percibido, y por eso había solicitado las legiones de hierro de reserva en Karador y le había pedido dos de sus legiones a el general Thornflic. Tal vez el joven heredero también había sentía que algo estaba por desatarse, algo que ni siquiera ellos podían detener.
Fuera de la tienda, la noche continuaba su lento avance. El sonido del viento susurraba a través de las colinas, trayendo consigo una llovizna suave que golpeaba la lona de la tienda con un murmullo constante. Era como si la tierra misma estuviera preparándose para la tormenta que estaba por venir, no solo en el cielo, sino en los corazones de los hombres que se encontraban en ese campamento. A lo lejos, Zandric podía escuchar el eco de las órdenes dadas por los comandantes de los Centinelas de Hierro, el sonido de las espadas siendo afiladas, las armaduras ajustándose y el crujido de las antorchas ardiendo en la oscuridad. Cada sonido era un recordatorio ineludible de la inminente batalla que se aproximaba, de la sangre que pronto correría por esas colinas.
A medida que el viento soplaba con más fuerza, Zandric cerró los ojos. No para dormir, porque el sueño era algo que rara vez lo visitaba antes de una batalla, sino para meditar en silencio. Los pensamientos continuaban girando en su mente, como las corrientes de un río profundo y sereno, pero con la amenaza de desbordarse en cualquier momento. No podía permitirse dudar, no ahora. Iván le había confiado una misión clara: acabar con Gareth. Y aunque el plan era arriesgado, Zandric sabía que el caos de la batalla sería el escenario perfecto para disfrazar el asesinato. Pero había algo más, algo que le inquietaba. Esta guerra no era como las anteriores. No podía deshacerse de la sensación de que esto era solo el principio de algo más grande. ¿Era este el preludio de una guerra aún más devastadora? ¿O acaso era el inicio de una traición que ni siquiera él podía prever?
Las horas pasaron con lentitud, mientras la lluvia caía con mayor intensidad. Finalmente, el amanecer llego, gris como todos los días en el norte del ducado. La mañana estaba empezando a llegar, fría y desolada. Zandric se levantó de su catre con movimientos calculados y precisos. No había rastro de fatiga en su cuerpo, a pesar de no haber dormido. Se dirigió hacia su armadura, que reposaba ordenadamente sobre una mesa improvisada. Con una meticulosidad casi ritual, comenzó a vestirse para la batalla.
Primero, ajustó el gambesón negro, sintiendo el peso familiar de la tela gruesa que protegía su torso. Luego, tomó la cota de malla, cuyas pequeñas anillas de acero emitían un suave tintineo al entrelazarse, y la deslizó sobre su cabeza, ajustándola con cuidado. Después, se colocó la cota de escamas, sintiendo cómo cada pieza de metal encajaba perfectamente, brindándole una segunda capa de protección. Finalmente, ajustó la armadura de placas, pieza por pieza, sintiendo cómo el peso se distribuía a lo largo de su cuerpo. Era como si estuviera cubriéndose no solo para la batalla, sino también para los pensamientos oscuros que rondaban en su mente. Por último, tomó el yelmo, mirándolo por un momento antes de colocárselo. Al ponérselo, su rostro desapareció bajo el metal, convirtiéndose en una extensión de la máquina de guerra que era.
Fuera de su tienda, el campamento empezaba a cobrar vida. Los soldados estaban ya formándose, algunos intercambiando miradas nerviosas, otros rezando en silencio, y otros simplemente ajustándose las correas de sus espadas. Zandric salió al exterior, sintiendo el frío viento matutino golpear su rostro. A lo lejos, las colinas parecían estar envueltas en una niebla tenue, como si el campo de batalla estuviera siendo bendecido —o maldecido— por los dioses. Los estandartes ondeaban bajo el cielo gris, y las antorchas comenzaban a apagarse mientras el día se abría paso lentamente.
Zandric avanzó hacia las líneas del frente, sus pasos resonaban con firmeza sobre el suelo endurecido por el frío de la mañana. Su mirada recorría a los Centinelas de Hierro que se preparaban para la batalla. Eran hombres endurecidos, rostros serios y marcados por años de servicio militar. Sus ojos oscuros, enmarcados por yelmos que brillaban a la luz grisácea del amanecer, lo miraban con respeto y, quizás, un atisbo de miedo. Sabía que muchos de ellos no regresarían con vida de esta contienda, pero tal realidad no le importaba. La guerra siempre exigía sacrificios, y Zandric estaba más que dispuesto a pagar el precio necesario para la victoria.
Los arqueros y ballesteros, organizados en filas precisas, comenzaban a ascender por las colinas que rodeaban el campamento. Dos de las colinas eran especialmente grandes y habían sido fortificadas con murallas de tierra y madera que resistirían el embate enemigo durante un tiempo considerable. Zandric observó cómo los hombres se posicionaban en las plataformas elevadas, preparando sus flechas y virotes de sus ballestas. Desde allí, tendrían una vista clara del campo de batalla, y sus proyectiles podrían llover sobre los Jinzan en cuanto asaltaran sus defensas.
Debajo, al pie de las colinas, la fortaleza artificial levantada por los Centinelas de Hierro parecía una pequeña ciudad improvisada de trincheras y murallas. El perímetro estaba rodeado por una muralla de tierra reforzada con grandes vigas de madera que se entrelazaban entre sí. Había carcajs repletos de jabalinas y flechas a lo largo de las defensas superiores, listas para ser distribuidas entre los defensores. Zandric observó cómo los centinelas escalaban las murallas para ocupar sus posiciones en la cima, con sus lanzas brillando bajo la luz matinal, mientras las cotas de malla completas y pecheras de sus armaduras resonaban al chocar unas contra otras.
Al centro de la muralla se encontraba un camino que, aunque a simple vista parecía una ruta de acceso común, en realidad era un cebo cuidadosamente planeado. A lo largo del pasillo, se encontraba una barrera de madera débil, diseñada para ser destruida fácilmente por los Jinzan. Sin embargo, justo tras ella se ocultaba una trampa mortal: un piso falso que cedería bajo el peso de los enemigos, arrojándolos a un pozo lleno de afilados pinchos de madera que aguardaban bajo la tierra.
Si los Jinzan cargaban con furia ciega, como se esperaba, serían fácilmente atraídos hacia esa trampa y sufrirían pérdidas devastadoras. Pero sabía que no podía confiar exclusivamente en las trampas. Los Centinelas de Hierro, la infantería, el verdadero corazón del ejército, estaban formados en sólidos bloques, preparados para cualquier eventualidad. Eran 720,000 hombres, el sesenta por ciento de la fuerza total de combate, soldados listos para resistir el embate enemigo. Junto a ellos, otros 360,000 centinelas armados con arcos y ballestas esperaban en las colinas, cubriendo los flancos. Y finalmente, los 120,000 centinelas montados, divididos en dos alas de 60,000 cada una, esperaban en las afueras de la fortaleza, listos para cargar en cualquier momento.
Gareth, el comandante del ejército, se encontraba sobre la muralla de tierra, observando todo desde lo alto. Llevaba su vieja armadura de vicecomandante de las Legiones de Hierro, una armadura del pasado que había sido testigo de muchas batallas. La armadura, de un oscuro metal pulido, estaba decorada con intrincados detalles dorados que relucían en la tenue luz del día. Su hombrera roja signo de su antiguo rango, su capa roja ondeando con el viento. A su lado, Zandric se colocó en silencio, observando los preparativos con su característico semblante frío. Ambos sabían que la batalla se acercaba.
Los centinelas en las murallas los observaban en silencio, esperando alguna señal de su comandante. Gareth, consciente de la expectación, comenzó a caminar lentamente a lo largo de la muralla, observando a sus hombres con la mirada firme de un líder que ha visto demasiadas guerras. Se detuvo en el centro, levantó la mano y su voz resonó con fuerza por encima del viento que soplaba a través del campamento.
—¡Centinelas de Hierro! —gritó Gareth, y su voz se elevó como un trueno, retumbando sobre las colinas que rodeaban el campamento. Cada palabra que pronunciaba estaba cargada de rabia contenida, de la desesperación acumulada por los hombres del norte tras años de defender sus tierras de invasiones y saqueos. —Hoy nos enfrentamos a un enemigo que no conoce la piedad, que no comprende la disciplina ni la razón.¡Son animales rabiosos, bestias sin valor alguno! ¡Los jinetes del clan Jinzan de donde quiera que vengan esos malditos bastardos vienen a destruirnos, a masacrarnos y a tomar lo que es nuestro! ¡No solo nuestras tierras, sino nuestras mujeres, nuestros hijos, todo lo que hemos construido con sangre y sudor! —Gareth hizo una pausa, dejando que el silencio repentino añadiera peso a sus siguientes palabras.
Zandric observó a Gareth mientras hablaba, cada palabra salía de su boca como un látigo encendido, azotando los corazones de los soldados que lo rodeaban. El aire se llenaba de tensión, el cielo gris amenazaba con la llegada de una tormenta, pero era el espíritu combativo de los hombres lo que realmente cargaba el ambiente. Gareth continuó, moviéndose de un lado a otro como una sombra inquieta sobre las murallas.
—¡Les digo esto! —prosiguió, con los ojos inyectados de rabia, su capa roja ondeando violentamente con el viento—. ¡Hoy no caeremos! ¡Hoy, los que se atrevan a desafiar nuestras murallas, los que osen poner un pie en nuestras tierras, no encontrarán más que su propia muerte! ¡Sé que muchos de ustedes son sobrevivientes de los ataques de los bandidos que alguna vez nos asolaron! ¡Sé que el heredero, no, el futuro duque de toda Zusian, ha luchado por salvar estas tierras, y hoy nos toca a nosotros devolver ese sacrificio! ¡Es nuestro tiempo de venganza! ¡Hoy será el fin de esos malditos hijos de puta que alguna vez osaron invadirnos, saquear nuestras tierras y profanar nuestro hogar!
El sonido del metal resonó en el aire como un eco ensordecedor. Los centinelas comenzaron a golpear sus lanzas contra los escudos, un ritmo poderoso y creciente que subía como una ola. Los ojos de los hombres brillaban con furia contenida, una rabia acumulada por la impotencia. Los gruñidos de rabia y los gritos de aprobación se esparcieron como un incendio, desde la primera fila de guerreros hasta los soldados más alejados en las colinas.
Zandric permaneció en silencio, observando con detenimiento, cada vez más consciente de la paradoja que se desarrollaba ante sus ojos. Gareth, un hombre que alguna vez había sido un comandante leal, un guerrero indomable, ahora luchaba con la vehemencia de un hombre cuya ambición lo había consumido. El poder lo había cegado, lo había llevado a exigir más de lo que le correspondía. Y esa misma ambición, ese deseo de más, lo conduciría a su muerte. Pero no sería la mano de los Jinzan la que pondría fin a su vida, sino la alabarda de Zandric, oculta y lista para actuar en medio del caos que pronto envolvería el campo de batalla.
—¡Ellos piensan que somos débiles! —continuó Gareth, su voz rugiendo aún más fuerte que antes—. ¡Piensan que nuestras defensas caerán como hojas secas ante el viento! ¡Pero se equivocan! ¡No somos hombres comunes! ¡Somos los hombres de Zusian! ¡Hombres del norte, la frontera inquebrantable! ¡Esta muralla no es una defensa cualquiera, no es una simple barrera! ¡Es el contenedor de nuestra furia, de nuestra ira, de nuestra sed de sangre! —gritó con una pasión que parecía quemar en su garganta—. ¡Nos han llamado aquí no solo para defender estas tierras, sino para demostrar que ningún hijo de puta extranjero, que ningún bárbaro salvaje puede quebrarnos! ¡Hoy no permitiremos que estos invasores pongan un pie en nuestras tierras sin pagar con su vida!
Los gritos se intensificaron. El estruendo de las lanzas golpeando contra los escudos crecía en volumen, reverberando como un tambor de guerra que llamaba a la batalla. Los hombres estaban encendidos, listos para lanzarse al combate con una furia incontrolable. Incluso los arqueros y ballesteros en las colinas, que ascendieron en silenciosos y reservados, rugían con euforia, levantando sus armas hacia el cielo.
En medio de la algarabía, Gareth se volvió hacia Zandric. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, estaban llenos de un fuego que no había mostrado en años.
—¡Preparen sus armas! —gritó Gareth con una energía renovada—. ¡Hoy, la batalla será iniciada por un miembro de la legendaria Legión de las Sombras! ¡Un comandante que ha enfrentado la oscuridad misma y ha sobrevivido para contarlo! ¡Zandric, comandante, te cedo el honor de dar las últimas palabras antes de que comience la masacre!
Zandric, sin prisa, avanzó hacia el centro de la muralla, donde cientos de miles de ojos lo observaban con expectación. No era un hombre de discursos grandilocuentes, nunca lo había sido. Sus palabras siempre eran simples, directas, y eso era lo que sus hombres respetaban. Los soldados lo miraban con una mezcla de miedo y reverencia. Zandric parecía de los que no toleraba el fracaso y así era.
—No quiero equivocaciones —dijo Zandric, su voz baja pero tan afilada como una hoja, cortando el ruido que lo rodeaba—. No quiero piedad. Si alguien la caga, yo mismo lo mataré. Es simple, hijos de puta: solo sigan el plan y no la caguen. Y saldremos de esto vivos... y victoriosos.
Hubo un instante de silencio, como si sus palabras hubieran dejado sin aliento a los soldados. Pero entonces, como una explosión contenida, los gritos de guerra estallaron desde todas partes. Los centinelas golpeaban aún más fuerte sus lanzas contra los escudos, el ruido era ensordecedor, como si el cielo mismo se partiera en dos. Los arqueros en las colinas levantaron sus arcos y ballestas, rugiendo con una fuerza primitiva, dejando que la adrenalina los consumiera.
Gareth, aún de pie junto a Zandric, le lanzó una mirada cómplice. Ambos sabían que, aunque el espectáculo de la batalla estaba a punto de comenzar, la verdadera trama se desarrollaría en las sombras.
—Es ahora o nunca, comandante —dijo Gareth, su voz cargada de una confianza que pronto sería su perdición—. Hoy será un día decisivo. Espero que estés preparado.
Zandric inclinó la cabeza en señal de respeto, aunque en su interior, su mente calculaba cada movimiento, cada golpe que daría. Todo estaba en su lugar. Las trampas estaban instaladas, los soldados listos para luchar, el campo de batalla preparado como un escenario perfecto para la traición. Mientras Gareth se giraba para observar a su ejército, Zandric permaneció en silencio, su mano descansando cerca de la alabarda que pronto cortaría más que el aire. La batalla se acercaba, y con ella, el fin de Gareth.
El cielo, cargado de nubes negras y ominosas, se tornaba cada vez más oscuro, como si el destino mismo descendiera sobre el campo de batalla. La luz mortecina del amanecer apenas lograba traspasar la pesada capa de nubarrones, proyectando sombras fantasmales sobre el terreno irregular. A lo lejos, como espectros que emergen de una pesadilla, las primeras figuras de los Jinzan aparecieron en el horizonte. Sus siluetas, recortadas contra la pálida luz, parecían monstruosas, grotescas, en contraste con el vasto e interminable horizonte que los enmarcaba. El aire se llenó del retumbar de tambores de guerra, un ritmo que parecía sincronizado con el latido del corazón de los hombres que aguardaban en silencio detrás de las murallas de tierra y madera.
Pronto, el eco de los tambores Jinzan comenzó a fundirse con el retumbar de los propios tambores de los Centinelas de Hierro. Cada golpe resonaba en el campamento, en las trincheras ocultas y en el interior de la fortaleza improvisada, mientras los guerreros ajustaban sus armas y cerraban filas en silencio. Zandric, con pasos firmes y decididos, se dirigió hacia la muralla derecha. La tensión era palpable en el aire. En cada rincón del campo de batalla, el viento frío soplaba, llevando consigo el olor a tierra húmeda y metal oxidado. El comandante dejó a Gareth a la izquierda, donde se levantaba la parte opuesta de la muralla, separada por la entrada falsa. Esta última, una estructura diseñada para engañar al enemigo, era la clave para desbaratar la carga de los Jinzan. La entrada de madera frágil y el suelo que se desplomaría bajo sus pies eran trampas letales, dispuestas con precisión.
El bosque que rodeaba la fortaleza empezó a agitarse con un crujido sordo, y de entre los árboles, como si fueran parte del paisaje mismo, emergieron los Jinzan. Aquellos hombres, si es que aún podían ser llamados así, se movían como una horda de bestias salvajes, sus ojos vacíos e inyectados en sangre brillaban con una locura que superaba cualquier ansia de guerra. Los jinetes montaban caballos colosales, bestias de proporciones imposibles, cubiertas únicamente por pesadas armaduras laminares en el torso, dejando al descubierto sus brazos desnudos y sus cabezas desprotegidas. Parecían confiar tanto en su brutalidad que no veían necesidad de protegerse por completo. Sus caballos, también sin armadura, eran criaturas gigantescas que avanzaban con una fuerza descomunal, como si nada en el mundo pudiera detener su marcha.
Zandric observó a los enemigos con ojos fríos y calculadores. Ciertamente eran intimidantes, esas figuras enormes que se acercaban con paso firme. Pero sabía que el verdadero peligro no estaba en su aspecto salvaje, sino en la imprevisibilidad de su ataque. Sin embargo, no iba a subestimarlos, no cometería ese error. A su lado, un centinela joven, su cuerpo temblando bajo el peso de la armadura, luchaba por mantener el control. Zandric lo observó por un momento, pero la compasión no era algo que existiera en él en ese momento. Aun así, acercó su mano enguantada y, con un movimiento brusco, atravesó la visera del yelmo del joven.
—Toca —ordenó, con la voz baja pero cargada de autoridad.
El hombre, con los nervios a flor de piel, tomó el cuerno que colgaba de su cintura y lo hizo sonar con fuerza. El sonido profundo e intenso resonó por todo el campo, como una llamada a la muerte. Al mismo tiempo, el retumbar de los tambores se intensificó, llenando el aire con su ominoso compás. Las órdenes comenzaron a correr a lo largo de las murallas y trincheras, como un río que se desbordaba de emoción contenida. Los centinelas se ajustaron los yelmos, levantaron sus lanzas y afilaron sus miradas. Estaban listos.
Los Jinzan, al escuchar el cuerno, respondieron con un rugido bestial. Sus gritos eran inhumanos, un alarido desgarrador que se asemejaba más al de animales rabiosos que al de hombres. Comenzaron a gruñir y a chillar, como si estuvieran poseídos por una furia ancestral, una sed de sangre insaciable. Cada uno de ellos parecía embriagado por la inminencia del combate, extasiado por la violencia que estaba a punto de desatarse. Sus jinetes, sin más preámbulo, espolearon a sus caballos y comenzaron su avance.
La primera oleada de proyectiles no tardó en llegar, y lo hizo con la brutalidad de una tormenta apocalíptica. Desde lo alto de las colinas y las fortificaciones, una lluvia de flechas y saetas cubrió el cielo, oscureciéndolo como una nube negra de muerte. El sonido era desgarrador; el silbido de los proyectiles atravesaba el aire como si el viento mismo gritara en un lamento lastimero, anunciando el destino fatal de aquellos que estaban a punto de ser masacrados. Las flechas no distinguían entre tierra, troncos o carne; se clavaban en cualquier superficie con una violencia implacable. Los cuerpos de los Jinzan que encabezaban la carga fueron los primeros en sufrir la furia de las armas del enemigo. Los proyectiles los atravesaban sin piedad, sus cuerpos se sacudían bajo la fuerza de cada impacto, pero continuaban en pie, avanzando, convertidos en grotescas figuras parecidas a erizos gigantes, cubiertos de flechas.
Cientos de Jinzan fueron alcanzados, pero ninguno cayó de inmediato. A pesar de que sus cuerpos estaban perforados como coladores, seguían avanzando como si nada. Algunos, con docenas de flechas clavadas en sus torsos y extremidades, corrían sin detenerse, hasta que, finalmente, el peso de sus heridas los derribaba. Era una imagen macabra; hombres y caballos seguían galopando, aplastando a sus propios compañeros caídos bajo el peso de sus cascos. Los huesos crujían, el sonido de cráneos aplastados resonaba en el campo, y la sangre empezaba a manar en riachuelos, empapando el suelo bajo sus pies. Pero la marea de jinetes no se detenía. No importaba cuántos murieran, cuántos fueran triturados bajo el peso de sus propias monturas; los que quedaban, con la mirada vacía y demente, continuaban su avance, indiferentes al destino de sus hermanos.
El campo de batalla se convirtió en una carnicería. Las flechas y saetas seguían cayendo desde las colinas como una tormenta interminable, cubriendo el cielo en una lluvia de acero y muerte. El suelo temblaba bajo los cascos de los colosales caballos Jinzan, que, con sus cuerpos cubiertos de sudor y espuma, avanzaban sin detenerse. Lo que comenzó como una marcha controlada se transformó en una frenética galopada hacia la destrucción. El rugido de los jinetes llenaba el aire, una mezcla de gritos de rabia, desesperación y locura que resonaba por todo el campo. Estaban cerca, tan cerca de la muralla que los centinelas podían ver los detalles en las deformadas facciones de sus enemigos.
Y entonces, justo cuando alcanzaron el centro del campo, el suelo se desplomó bajo sus pies.
El primer grupo de jinetes atravesó el umbral de la trampa con la fuerza de una ola imparable. Los gritos de guerra que brotaban de sus gargantas se convirtieron en alaridos de sorpresa y terror cuando la tierra bajo sus pies cedió repentinamente. El suelo, una estructura falsa diseñada con precisión para ceder bajo el peso de los caballos, se rompió como cristal, y cientos de jinetes cayeron al vacío en una vorágine de caos. Caballos y hombres gritaban, sus cuerpos se agitaban en el aire mientras caían hacia la muerte que les aguardaba en el fondo de la zanja. El impacto fue brutal. Los cuerpos de los Jinzan y sus monturas se estrellaron contra los pinchos de madera que cubrían el fondo, empalándose en las afiladas estacas. Los gritos de agonía se alzaron al unísono, mezclados con los relinchos desesperados de los caballos heridos y moribundos.
La sangre brotaba en chorros, manchando el fondo de la trampa hasta formar charcos oscuros y espumosos. Los cuerpos se retorcían, los que aún estaban vivos gritaban en un dolor inconmensurable, algunos intentaban levantarse, pero solo lograban que las estacas se hundieran más en sus entrañas. Las monturas, con sus patas destrozadas, luchaban por ponerse de pie, pero pronto caían de nuevo, aplastando a los jinetes debajo de ellas. El aire se llenó del hedor de la sangre fresca, el hierro y la muerte.
No hubo tiempo para lamentos ni misericordia. Desde lo alto de las colinas, los arqueros y ballesteros redirigieron su lluvia de proyectiles hacia la zanja. Las flechas y saetas comenzaron a caer como una segunda tormenta, implacable y certera, apuntando a los cuerpos caídos y atrapados. El suelo ya no solo estaba teñido de rojo; ahora era un mar de sangre y vísceras. Los gritos de agonía que llenaban el aire eran ensordecedores, pero la segunda oleada de jinetes no se detuvo.
Zandric observaba todo desde lo alto de la muralla, sus ojos fríos e implacables como el acero. En su rostro no había ni una pizca de emoción, ni compasión ni satisfacción. Para él, esto era solo el comienzo. Sabía que aún faltaba mucho por morir antes de que la batalla concluyera.
Los Jinzan que sobrevivieron a la primera trampa, ensangrentados y enloquecidos, comenzaron a escalar la zanja con desesperación. Sus armaduras estaban cubiertas de sangre y barro, sus cuerpos llenos de cortes profundos. Con gritos de furia, subieron como animales rabiosos, algunos usando los cuerpos empalados de sus compañeros como escalones. Pero al llegar a la superficie, lo único que encontraron fue una lluvia de jabalinas lanzadas por los centinelas en las murallas. Cientos de lanzas afiladas volaron por los aires, atravesando a los jinetes que intentaban acercarse. Los Jinzan caían uno tras otro, sus cuerpos golpeando el suelo con un sonido sordo mientras la sangre seguía fluyendo, empapando la tierra y a sus propios compañeros.
Cuando la primera zanja se llenó de cuerpos, los siguientes jinetes no se detuvieron. Pasaron por encima de los cadáveres, sus caballos pisoteando los cuerpos destrozados con indiferencia, aplastando huesos y carne bajo su peso. Pero la brutalidad no acababa ahí. Justo cuando la segunda oleada de jinetes alcanzó la siguiente parte del terreno, el piso volvió a ceder. La trampa, oculta como la anterior, se rompió bajo sus pies y cientos de jinetes más cayeron al abismo, empalados de inmediato por las afiladas estacas de madera.
La escena era dantesca. La zanja se llenó de cuerpos que se retorcían en la agonía de la muerte, mientras los proyectiles seguían lloviendo desde las alturas. Los jabalineros, fríos y despiadados, enfocaron su ataque en la segunda trampa, lanzando sin parar contra los cuerpos que intentaban escapar. Sangre, gritos y el sonido de los huesos destrozados llenaban el aire.
El aire estaba denso, cargado de sangre, sudor y miedo. Solo quedaba una última zanja. El fango a su alrededor ya era un campo pantanoso de cuerpos mutilados y sangre empapada, donde los cadáveres se apilaban unos sobre otros. Esa última trinchera, ubicada a escasos metros de la muralla de tierra, era todo lo que separaba a los defensores de su inevitable destino. Zandric, con la mandíbula apretada, sabía que cuando los Jinzan alcanzaran ese punto, la carnicería alcanzaría niveles inimaginables. Los ríos de sangre corrían cuesta abajo, impregnando la tierra con un hedor nauseabundo que penetraba hasta los huesos.
Cuando la segunda zanja se llenó con una velocidad grotesca de cuerpos hasta el borde, los Jinzan, enloquecidos y desesperados, se arrojaban sin temor a las estacas que aguardaban bajo tierra. La furia en sus ojos era palpable mientras arrastraban los cadáveres de sus propios compañeros, destrozados y ensangrentados, lanzándolos sin piedad por el campo de batalla. Los cadáveres caían con un sonido sordo, sus cuerpos inertes y descompuestos siendo utilizados como una herramienta más en esa danza infernal. Los arqueros y jabalineros defensores disparaban sin cesar, pero la oleada de muerte no se detenía. Muchos caían empalados al instante, sus cuerpos atravesados desde el estómago hasta la espalda, mientras los gritos de agonía brotaban de sus gargantas antes de que el silencio final los reclamara, las flechas y saetas atravesaban carne y hueso, perforaban los cuellos de los Jinzan, pero sus compañeros seguían adelante, insensibles al horror a su alrededor, sin más objetivo que aplastar a los defensores. Sin embargo, los que lograban sobrevivir, aunque fuera por unos minutos más, se arrastraban frenéticamente, con las heridas abiertas y sus huesos rotos asomando por sus carnes desgarradas, usando sus últimos alientos para intentar llenar la trampa con sus propios cuerpos y los de sus compañeros caídos.
El hedor de la muerte era insoportable. La mezcla de sangre, heces y vísceras flotaba en el aire como una nube venenosa, infectando cada respiración. A pesar de la constante lluvia de flechas, saetas y jabalinas, que nunca cesaba desde las alturas, los Jinzan desmontaron de sus enormes caballos. Sus ojos desorbitados brillaban con una furia casi inhumana mientras se dedicaban a arrastrar los cuerpos de sus camaradas muertos y los arrojaban a la zanja, como si sus propias vidas dependieran de cada cadáver que lograban echar. Los defensores intentaban desesperadamente evitar que el suelo falso de la última zanja se derrumbara, pero el peso de los cadáveres era demasiado. En ese momento, el caos se desató. Los Jinzan, incansables y llenos de furia, comenzaron a lanzar más cuerpos. Caballos medio desmembrados, con las vísceras colgando de sus vientres abiertos, y jinetes con los ojos vacíos, ensartados en las lanzas de zanjas, fueron arrojados sin misericordia a la zanja. El hedor a carne en descomposición llenaba el aire, una mezcla nauseabunda que hacía que hasta los soldados más curtidos lucharan por no vomitar. Algunos cuerpos caían mal, estallando en pedazos cuando golpeaban el suelo; los caballos muertos o medio moribundos, cuyas patas estaban rotas o destrozadas, eran empujados sin piedad por la pendiente, llenando la zanja hasta que esta quedó rebosante de cadáveres.
Zandric, observando desde lo alto, que a pesar del bombardeo constante de flechas, saetas y jabalinas, los Jinzan no se detenían. Sus ojos brillaban con la promesa de masacre y destrucción. Cuando finalmente la zanja estuvo llena, comenzaron a cargar. El sonido de sus pasos resonaba con un estruendo, como una tormenta de muerte, mientras sus botas empapadas en sangre aplastaban los cuerpos bajo ellos. La lluvia de proyectiles se intensifico, las flechas, saetas y jabalinas llovían sin descanso sobre los Jinzan, pero estos no mostraban signos de detenerse. Los Jinzan eran monstruos, bestias hechas de carne y acero, avanzando sin miedo, sin piedad, los gritos llenaban el aire, gritos que ya no eran de hombres, sino de bestias que habían perdido toda noción de humanidad. Los cuerpos de los caídos se apilaban cada vez más altos, formando una montaña de carne destrozada, sangre y huesos que comenzó a colapsar bajo su propio peso.
Finalmente, el peso de los cuerpos fue suficiente. El frágil suelo de la última zanja cedió, revelando la trampa que Zandric había esperado que se mantuviera oculta por más tiempo. Los Jinzan, en un estallido de locura frenética, comenzaron a arrojar más y más cuerpos a la trampa, llenándola con una velocidad aterradora. Parecía que estaban dispuestos a sacrificar todo con tal de cruzar ese último umbral hacia la fortaleza. Los cadáveres caían como lluvia, algunos despedazados en el proceso, mientras los proyectiles continuaban cayendo sobre ellos, atravesando carne y hueso con una precisión mortal.
Zandric observo cómo los Jinzan se lanzaban contra el frágil muro que cubría el camino falso dentro de la fortaleza. Otros, más astutos, comenzaron a escalar la pendiente, apoyándose en las estacas de madera del muro de tierra. Sus manos cubiertas de sangre y barro, resbalaban mientras subían, pero no se rundían, se aferraban a la madera con desesperación. Sus músculos tensos y sus rostros desfigurados por la rabia y el esfuerzo. Pero muchos no llegaron lejos. Las jabalina afiladas empalaban a los desafortunados que se acercaban demasiado. Zandric observaba cómo los cuerpos quedaban colgando de las estacas, sus bocas abiertas en un grito silencioso, sus intestinos colgando como serpientes retorcidas.
Los arqueros y ballesteros en las colinas no dejaron de disparar. Las flechas volaban en todas direcciones, perforando los cuellos, las cabezas y los torsos de los Jinzan que intentaban avanzar. Zandric observaba con calma, evaluando la situación. Los Jinzan estaban perdiendo el control, sus ataques se volvían cada vez más desorganizados. Pero entonces, notó un cambio. Un grupo de Jinzan, los que aún no habían cargado directamente contra la fortaleza, empezaron a moverse hacia la izquierda, alejándose de las zanjas y dirigiéndose hacia una parte del terreno que era más rocoso y escarpado.
Zandric frunció el ceño. Sabía que esa parte de la fortificación era más débil. Los Jinzan lo habían notado también. Dejando atrás sus enormes caballos, comenzaron a escalar por el terreno accidentado, moviéndose rápido a pesar de sus pesadas armaduras laminares. Sus manos se aferraban a las rocas, sus pies resbalaban en la pendiente, pero no se detenían. Uno por uno, iban ganando altura, acercándose peligrosamente a la muralla, donde la tierra era menos estable y más fácil de romper.
Zandric supo que el verdadero combate comenzaba ahora. Los Jinzan habían encontrado el punto débil, y estaban dispuestos a derribar las murallas, cueste lo que cueste. Mientras los proyectiles seguían cayendo y los cadáveres seguían apilándose, los Jinzan que escalaban la roca lo hacían con una ferocidad inhumana, sus cuerpos cubiertos de sangre y barro, sus rostros deformados por la rabia y la locura. El campo de batalla se había convertido en un infierno de carne destrozada y sangre derramada, y la batalla, aunque ya brutal, solo prometía volverse aún más sangrienta y violenta.
Zandric se volteó lentamente, sus ojos fríos y calculadores se encontraron con los de Gareth, quien observaba con una expresión de anticipación. Zandric asintió, una señal silenciosa de que el momento había llegado. Gareth, sin dudarlo, devolvió el gesto. Sabían que no había marcha atrás. El destino de la batalla estaba sellado, pero para Gareth, había un destino aún más inminente del que no era consciente.
Ambos se retiraron de la muralla con paso firme, avanzando entre las filas de centinelas que se abrieron ante ellos como un río partiendo su cauce. Zandric podía sentir el peso de las miradas de los hombres sobre ellos, miradas cargadas de respeto, miedo y ansiedad. El sonido de la batalla continuaba rugiendo a sus espaldas, el chocar de las espadas, los gritos de agonía, y el implacable tamborileo de las flechas al atravesar carne y hueso. Pero en ese momento, para Zandric, todo el ruido se desvaneció. Su mente estaba centrada en un solo objetivo: la muerte de Gareth.
Avanzaron hacia la retaguardia de la fortaleza, donde aguardaban sus caballos. Los animales estaban inquietos, nerviosos por el caos que resonaba en el aire, pero obedientes. Zandric montó su caballo en un movimiento fluido, sin una sola vacilación. Gareth hizo lo mismo, pero no con la misma destreza; había algo en sus movimientos que delataba su agotamiento. Los años de guerra y de ambición desmedida habían comenzado a pesar sobre sus hombros, y aunque su espíritu aún era fuerte, su cuerpo mostraba signos de desgaste.
Zandric lo miró de reojo. Sus pensamientos se oscurecieron por un instante. Sí, la carga de caballería cambiaría el curso, pero no en la forma en que Gareth lo imaginaba. El destino de Gareth no era la gloria en el campo de batalla, sino la muerte a manos de su propio compañero. Sería rápido, indoloro, o al menos eso esperaba Zandric.
Ambos espolearon a sus caballos, dirigiéndose hacia la izquierda de la fortaleza, donde la línea de Jinzan comenzaba a ganar terreno de manera peligrosa. El sonido de los cascos golpeando la tierra era casi ensordecedor, el temblor del suelo se sincronizaba con los latidos de sus corazones. Mientras cabalgaban, Zandric no podía evitar pensar en la ironía de la situación: Gareth, quien había sido un líder, un guerrero venerado, estaba a punto de morir, no a manos de sus enemigos, sino a manos de quien creía su aliado.
La tensión crecía con cada paso. Al acercarse al flanco izquierdo, la sangre de Zandric comenzó a hervir con la mezcla de anticipación y determinación. Los hombres a su alrededor no sabían lo que iba a suceder, pero en sus rostros se reflejaba la confianza en su comandante. Los centinelas que custodiaban esa parte del campo los recibieron con gritos de ánimo, elevando sus lanzas al cielo en señal de apoyo. La moral estaba alta, y los hombres, aunque exhaustos, no mostraban signos de rendirse.
—¡Formación! —gritó Gareth, su voz tronando sobre el estruendo de la batalla.
Los jinetes comenzaron a alinearse, formando filas cerradas, listos para lanzarse contra el enemigo. Sus armaduras relucían bajo el sol que apenas comenzaba a abrirse paso entre las nubes de humo y polvo. Los caballos bufaban, inquietos, esperando la orden de cargar. Las lanzas, afiladas y amenazantes, se inclinaban hacia adelante, preparadas para atravesar carne y hueso.
Zandric observó a su alrededor, sintiendo el peso del momento. Podía ver las caras de los hombres, algunos jóvenes e inexpertos, otros veteranos marcados por las cicatrices de incontables batallas. Todos estaban listos para luchar y morir si era necesario. Pero solo uno de ellos no vería el final de ese día: Gareth.