Chereads / El Ascenso de los Erenford / Chapter 34 - XXXIV

Chapter 34 - XXXIV

Ilena permanecía recostada en el alféizar de su ventana, observando el vasto horizonte desde el castillo de Santorach, mientras su mente divagaba en una tormenta de pensamientos. La habitación que la rodeaba, con su suntuosa decoración de altos techos abovedados, estaba dominada por frescos oscuros y figuras talladas de los dioses Notrofh. Las deidades, con sus rostros esculpidos en expresiones severas, parecían reflejar el conflicto interno que Ilena no lograba desterrar. Las paredes, cubiertas por cortinas de terciopelo rojo profundo, bloqueaban la mayor parte de la luz exterior, dando al ambiente una constante penumbra, una sombra que se extendía tanto dentro como fuera de su corazón.

El mobiliario, con maderas oscuras y detalles dorados, ofrecía un lujo que no la consolaba. Cada pieza, desde las mesas ornamentadas hasta el pesado espejo de marco dorado, le recordaba el poder de su familia, la posición que debía ocupar en ese mundo de intrigas y alianzas, pero nada de eso lograba saciar el vacío que sentía. Un vacío que había comenzado a expandirse desde la llegada del heredero.

Sentada en el alféizar, sus pies descalzos descansaban en el colchón de seda, sintiendo el suave frío que subía desde las piedras del castillo. Sostenía un pequeño cuaderno de dibujo en sus manos delicadas, el lápiz de grafito trazando líneas finas en un intento de capturar la imagen de un diminuto pájaro que había visto momentos antes, revoloteando entre las ramas secas de un árbol cercano. Aquel pajarillo había sido un breve consuelo, una distracción fugaz en medio de las intrigas palaciegas que la asfixiaban. Cada trazo de su lápiz sobre el papel parecía un intento de escapar, aunque fuera por unos minutos, del torbellino de emociones que la mantenía prisionera.

El viento, frío y gélido, se colaba por la ventana abierta, levantando suavemente sus cabellos negros como el azabache, haciendo que algunos mechones cayeran sobre su frente. Sus ojos, de un gris claro, reflejaban la misma tonalidad de las nubes que se extendían en el cielo, grises y amenazantes, cargadas de tormenta. Una leve sonrisa se formó en sus labios, pero su expresión general era de una tristeza silenciosa, profunda, como si esa sonrisa apenas pudiera contener la verdadera magnitud de lo que sentía. Cerró los ojos por un instante, intentando ahuyentar los recuerdos que la perturbaban, los recuerdos de aquella noche.

Esa cena. Una cena que lo había cambiado todo. Era su oportunidad, su gran momento para demostrar su valía, no solo ante su padre, sino ante el heredero mismo. Había soñado con ese momento, había imaginado una y otra vez cómo hablaría con gracia y confianza, cómo capturaría la atención del heredero, cómo se destacaría en un salón lleno de personalidades influyentes. Pero cuando el momento llegó, se había sentido incapaz de decir algo que no fueran preguntas triviales y repetitivas. Cada vez que abría la boca, su propia voz le parecía extraña, vacía, y cada palabra que pronunciaba parecía marchitarse en el aire antes de llegar a su destino.

Sarah, la concubina del heredero, estaba allí también. Esa mujer, siempre tan segura de sí misma, tan cautivadora, había hablado con una fluidez casi hipnótica. Sus palabras se entrelazaban con un carisma que Ilena envidiaba. A pesar de sus ojos rojizos y juguetones que parecían observar todo con un aire de desafío, Sarah no había sido cruel, pero su mera presencia la había hecho sentir más pequeña. Sus comentarios, aunque sutiles, estaban cargados de un doble sentido, como dardos disfrazados de cortesía. Cada frase parecía una invitación a jugar un juego en el que Ilena no sabía cómo participar. No fue grosera, ni tampoco condescendiente, y en muchos momentos Ilena sintió que Sarah podría haber sido una amiga, una confidente. Pero ese pensamiento solo la confundía más.

Durante toda la cena, su padre, Lord Gareth, no había dejado de hablar de política con Sarah. Sus gestos apasionados y su voz enérgica dominaban la conversación, dejando a Ilena en un rincón, observando como una espectadora silenciosa. Gareth, un veterano de las legiones de hierro, un hombre que había dedicado toda su vida al poder y a la política, no paraba de insistir en sus ambiciones. A veces, esa obsesión por más poder inquietaba a Ilena. Santorach, la cuarta ciudad más grande del norte de Zusian, ya estaba bajo su mando, y sin embargo, eso nunca parecía ser suficiente para él. Siempre había algo más, un escalón más alto que debía alcanzar.

La escena del banquete volvió a su mente con nitidez. El gran salón estaba iluminado por candelabros dorados, y las luces de las velas se reflejaban en las mesas de roble macizo. Los sirvientes iban y venían en silencio, como sombras, sirviendo copas de vino oscuro y platos de manjares exquisitos. Iván, el heredero, estaba áradp en el extremo opuesto de la larga mesa. Sus hombros caídos y su mirada perdida en el vacío revelaban el peso de la responsabilidad que cargaba. Parecía distante, agotado, como si la batalla dentro de su mente fuera tan intensa como cualquier guerra que pudiera librarse en los campos. Mientras Sarah hablaba con la misma gracia que siempre, Iván apenas parecía escuchar, se disculpo con suavidad y se retiro. Pero Ilena no pudo hacer nada más que observar, limitada por su propia inseguridad.

El recuerdo de esa noche aún la atormentaba, un recordatorio constante de sus fallos. Sentía la vergüenza carcomerla desde dentro. "Carajo", murmuró en voz baja, apretando los labios con fuerza mientras el cuaderno de dibujo caía de sus manos al suelo. Esa había sido su oportunidad de brillar, de demostrar que no solo era la hija de Lord Gareth, sino una joven digna de estar al lado del heredero, alguien con el coraje suficiente para navegar las intrigas del poder. Y en cambio, se había apagado, dejando que sus miedos e inseguridades la dominaran.

El viento volvió a soplar, esta vez más fuerte, levantando sus cabellos en una danza desordenada. El dibujo inacabado del pequeño pájaro en el cuaderno se perdió, su hoja revoloteando en el suelo de piedra antes de caer sin vida. El sonido del papel arrastrándose por el suelo pareció resonar en la habitación, como una metáfora de su propio estado interior.

Se levantó del alféizar con el ánimo aún más abatido, sus pies descalzos tocando el frío y duro suelo de piedra. El frío se filtraba desde las losas bajo sus pies, subiendo por su cuerpo como un recordatorio constante de la soledad y la frustración que sentía. Sus manos, temblorosas de la tensión acumulada, apretaron con fuerza los puños. Cada músculo de su cuerpo reflejaba la mezcla de emociones que la atravesaba: la impotencia, el desaliento, y una sensación profunda de fracaso que no lograba apartar.

Caminó lentamente hacia su cama, cada paso resonando en la vasta y silenciosa habitación como un eco vacío. Se dejó caer pesadamente sobre el colchón de terciopelo oscuro, hundiendo su cuerpo en las suaves sábanas, pero sin encontrar consuelo alguno en el lujo que la rodeaba. Su respiración era irregular, como si cada inhalación fuera un esfuerzo por mantener bajo control las emociones que amenazaban con desbordarse. En ese momento, apretó su cuaderno de bocetos contra su pecho, aferrándose a él como si fuera un refugio en medio de la tormenta que la envolvía. Las páginas del cuaderno, gastadas por el uso, crujían ligeramente bajo la presión de sus brazos.

Con las manos temblorosas, comenzó a hojear las páginas, buscando algo que pudiera calmar su mente agitada. Dibujos de paisajes, animales y figuras delicadamente trazadas pasaban ante sus ojos, pero su atención estaba centrada en uno solo: el heredero. Sabía exactamente en qué página encontrarlo. Fue solo cuestión de segundos antes de que sus dedos encontraran el dibujo, el rostro que había capturado después de aquella fugaz y ansiada cena. Ilena suspiró mientras sus ojos se posaban sobre los trazos que había hecho, los trazos que habían surgido de la breve pero intensa impresión que Iván le había dejado.

Aunque solo había sido capaz de observarlo unos minutos, esos momentos fueron más que suficientes para grabar su imagen en su memoria, y el dibujo en el cuaderno era el fiel reflejo de cómo lo veía en su mente. Lo había dibujado con una delicadeza que revelaba tanto admiración como un sentimiento más profundo que aún no comprendía del todo. 

El rostro del heredero que Ilena había plasmado en el papel poseía una belleza etérea, casi irreal. Las suaves líneas del grafito capturaban la regia postura de alguien destinado a liderar, pero también el aura melancólica que lo envolvía. Su piel clara y suave, perfectamente contrastada por un físico definido y musculoso, lo hacía ver como una figura mítica, esculpida con precisión. Cada detalle de su apariencia irradiaba fuerza, pero también fragilidad. El cabello blanco como la nieve caía desordenadamente sobre su frente, suave y despeinado, pero enmarcaba sus facciones con una perfección desconcertante.

Ilena deslizó sus dedos sobre el dibujo, siguiendo las líneas que delineaban sus pómulos altos, su mandíbula afilada y esos labios carnosos que le daban un toque de vulnerabilidad, como si en cualquier momento pudiera dejar escapar un suspiro cargado de emociones. Se había permitido dibujarlo con el torso desnudo, imaginando cómo sería su cuerpo bajo las prendas formales que siempre llevaba. Aunque apenas lo había visto en aquella cena, Ilena había notado la fuerza que su físico emanaba, su porte firme, y en su mente se lo imaginaba esbelto, pero musculoso, como un guerrero silencioso. Las sombras que había trazado en su pecho y abdomen acentuaban esa musculatura que solo podía suponer, haciendo que el dibujo tomara una forma casi viva, como si en cualquier momento Iván pudiera cobrar vida desde el papel.

Era un sueño hecho realidad para cualquier dama, y Ilena no era una excepción. Había intentado plasmar en el dibujo no solo la imagen física del heredero, sino también la complejidad emocional que había visto en sus ojos. Sus penetrantes ojos azules, que en el papel eran apenas un juego de sombras y luces, le devolvían la mirada con esa misma intensidad distante que ella había sentido aquella noche. Esos ojos, profundamente conmovedores, parecían siempre estar perdidos en sus propios pensamientos, cargados de una pena no expresada, de un peso invisible que solo él conocía. Aquella mirada la había cautivado, y era lo que más había intentado capturar en su cuaderno.

Con delicadeza, sus dedos recorrieron los trazos del rostro de Iván, como si con ese simple gesto pudiera acercarse a él de una manera que no había sido capaz de hacerlo en persona. El papel rugoso bajo sus dedos ofrecía una extraña sensación de conexión, una ilusión de proximidad que sabía que nunca sería real. Una leve punzada de tristeza atravesó su pecho al darse cuenta de lo lejos que estaba realmente de él. No solo en distancia, sino en todo sentido. El heredero era inalcanzable, una figura envuelta en un manto de responsabilidad, poder y destino, mientras que ella no era más que una sombra en los márgenes de su vida, una observadora silenciosa y anónima.

Se sentía pequeña e insignificante al lado de su imagen, no porque él la hubiese ignorado intencionadamente, sino porque su propio miedo y timidez la habían mantenido en la oscuridad. Ilena recordaba cada detalle de esa noche, el cómo no había podido pronunciar ni una palabra significativa, el cómo cada vez que abría la boca, su mente se nublaba, y el cómo Sarah, la concubina de Iván, había dominado la conversación con una soltura que la hacía parecer inalcanzable.

El recuerdo de Sarah la invadió nuevamente, esa mujer que parecía tener todo lo que a Ilena le faltaba. Su seguridad, su belleza exótica, su capacidad de moverse entre los poderosos como si siempre hubiera pertenecido allí. Ilena cerró los ojos, sintiendo una oleada de celos y vergüenza. No quería sentirse así, no quería dejar que esos sentimientos la dominaran, pero era imposible no compararse. Mientras que Sarah había logrado captar la atención de todos en la cena, Ilena se había desvanecido en el fondo, invisible.

Con un suspiro pesado, Ilena dejó el cuaderno a un lado y se tumbó en la cama, dejando que su cuerpo se hundiera en las sábanas como si el suave terciopelo pudiera absorber la carga emocional que la abrumaba. El techo abovedado se alzaba sobre ella, majestuoso e imponente, y las figuras de los antiguos dioses tallados en la piedra le devolvían la mirada desde lo alto. Sus ojos vacíos parecían escrutarla con indiferencia, como si fueran testigos impasibles de su lucha interna, de sus dudas y miedos. Cada relieve detallado de aquellos rostros divinos le recordaba lo insignificante que se sentía a veces, atrapada en la jaula de su propio estatus, de su propia existencia.

El aire en la habitación era pesado, cargado de la mezcla de perfumes florales que solía usar, pero que en ese momento le resultaban asfixiantes. Sabía que no podía continuar así, consumiéndose en sus pensamientos, enredada en la telaraña de inseguridades que la mantenían prisionera. Deseaba más que nada liberarse de ese peso, ese anhelo por un destino que sentía distante, casi imposible. Pero las preguntas seguían retumbando en su mente. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo, siendo simplemente la hija de Lord Gareth, podría llegar a ser algo más que una figura decorativa en un mundo gobernado por hombres poderosos como Iván? Un mundo donde mujeres como Sarah, tan seguras y sensuales, se movían con una confianza que Ilena solo podía envidiar.

Se incorporó lentamente, el eco de esas preguntas resonando aún en su mente, y sus pies descalzos tocaron el frío suelo de piedra. Caminó hasta el espejo de cuerpo entero, enmarcado en oro macizo, que dominaba un rincón de la habitación. Se paró frente a él y, por un momento, se quedó en silencio, observándose como si tratara de descubrir algo que siempre había estado ahí pero que jamás se había permitido ver. Era hermosa, ciertamente, aunque le costaba reconocerlo. A menudo, lo que otros le decían no coincidía con lo que ella sentía por dentro.

A sus quince años, su cuerpo había adoptado una figura que pocas chicas de su edad tenían, y muchas mujeres envidiarían. Sin embargo, en lugar de sentirse empoderada por ello, a menudo sentía que su aspecto físico hablaba más de lo que ella misma era capaz de expresar. Como si su belleza exterior fuera un escudo, pero también una prisión. Su cabello negro, liso y sedoso, caía en cascada por los lados de su rostro, enmarcando esos grandes ojos grises que contenían una tristeza que pocos se molestaban en ver. Para la mayoría, ella era una joya más en la corona de Santorach, una joven que apenas comenzaba a florecer en la corte.

Sus labios, de un suave rosado natural, eran delicados, y su piel, tersa y clara, destacaba como porcelana bajo la tenue luz que se filtraba a través de las gruesas cortinas de terciopelo. Pero lo que más la hacía destacar eran las curvas que su cuerpo ya exhibía con tanta claridad. Su pecho, más desarrollado de lo común para su edad, la llenaba de una mezcla de orgullo y confusión. Sabía que muchos la observaban, y aunque las miradas a veces la hacían sentir incómoda, no podía evitar notar cómo el heredero, Iván, parecía tener una preferencia por mujeres con figuras voluptuosas. No había pasado desapercibido para ella cómo sus ojos se detenían en el pecho de Sarah, su concubina, cuyos atributos eran innegablemente generosos.

Ilena apartó la mirada de su propio reflejo por un momento, sintiendo una punzada de vergüenza al compararse con Sarah. Aunque sabía que su cuerpo era atractivo, esas comparaciones la hacían sentir como si aún le faltara algo, como si no pudiera competir en ese juego de seducción en el que Sarah jugaba tan naturalmente. Su figura también era alabada por sus caderas marcadas y su cintura estrecha, un contraste que tantos a su alrededor parecían admirar. Sin embargo, para ella, todo aquello no era más que una carga adicional, una expectativa más que debía cumplir.

Sentía el peso del día sobre sus hombros. La tensión se acumulaba en su pecho, y la presión de estar siempre bajo la mirada ajena, de ser vista y juzgada por su apariencia, comenzaba a hacerse insoportable. Su mente se llenaba de un ruido ensordecedor, pensamientos de inseguridad que no cesaban. Quería, al menos por unos minutos, dejar de sentir esa carga, dejar de ser vista. Quería escapar de esa jaula invisible que la mantenía atrapada.

De pronto, la imagen de Sarah, la amante de Iván, se coló en sus pensamientos. Sarah, siempre tan segura de sí misma, tan sensual, moviéndose con una confianza que Ilena solo podía envidiar. Recordó cómo Iván la había mirado aquella noche, cómo sus ojos se habían detenido en el pecho de Sarah, admirando sus atributos voluptuosos. Aunque sabía que su propia figura no tenía nada que envidiar, la inseguridad se apoderaba de ella cada vez que pensaba en competir en ese juego de seducción que no sabía cómo jugar.

Apartó la mirada del espejo, incapaz de soportar el peso de sus propias comparaciones. Se sentía pequeña, a pesar de todo lo que los demás veían en ella. Se abrazó a sí misma, deseando poder escapar de esa jaula invisible que la mantenía prisionera. En un gesto impulsivo, comenzó a desabrochar su vestido. Los finos botones cedieron uno a uno bajo sus dedos, y la prenda cayó al suelo en un suave susurro de seda y encaje. Ilena se quedó completamente desnuda frente al espejo, expuesta ante sí misma, sin la protección de las telas que siempre la cubrían.

Ilena se quedó completamente desnuda frente al espejo, sus ojos recorriendo su propia figura con una mezcla de curiosidad y confusión. Se sentía expuesta, vulnerable, pero también poderosa, como si en ese instante fuera dueña de sí misma en un mundo que constantemente la controlaba. Su piel brillaba a la luz tenue que entraba por la ventana, una mezcla de sombras y reflejos que daban un aire casi etéreo a su imagen.

Se acercó a su cama y, sin pensarlo mucho, se sentó lentamente sobre las suaves sábanas, sintiendo el contacto frío del tejido contra su piel desnuda. El cuaderno, aquel en el que guardaba todos sus pensamientos y secretos, yacía junto a ella, una pequeña cápsula de su intimidad. Lo tomó de nuevo en sus manos, sus dedos rozando con delicadeza las tapas desgastadas, como si ese simple acto la conectara con algo más profundo en su interior. Volvió a abrirlo en la página donde había dibujado a Iván, el heredero al que había visto solo en contadas ocasiones, pero que había marcado su imaginación con una intensidad que no podía explicar.

Sus ojos recorrieron el dibujo, cada línea cuidadosamente trazada, cada detalle plasmado con la imagen que tenía de él en su mente. Iván, con su presencia imponente, su cabello blanco y su piel pálida, parecía casi irreal, como una figura sacada de un sueño lejano. Sus ojos azules, que ella recordaba con tanta claridad, le devolvían la mirada desde el papel, profundos y misteriosos. A veces, en su mente, Iván era el príncipe encantado que la salvaría de su prisión emocional, el hombre que le prometía amor eterno, ternura y protección. Pero otras veces, en sus fantasías, era todo lo contrario: un hombre dominante, implacable, que la reclamaba sin piedad, que la hacía suya en un acto de pura posesión.

Mientras esas imágenes comenzaban a invadir su mente, su cuerpo reaccionó casi de forma automática. Sus manos, temblorosas al principio, comenzaron a deslizarse lentamente por su propio cuerpo. Con una de ellas, trazó el contorno de su pecho, sintiendo la dureza de sus pezones, erectos y sensibles, mientras con la otra se deslizaba hacia su entrepierna. Sabía que era virgen, que nunca había experimentado el contacto íntimo con otro cuerpo, pero en sus pensamientos, en sus fantasías, Iván ya la había tomado muchas veces. Se permitió cerrar los ojos, dejando que esas fantasías la envolvieran por completo.

En su mente, a veces Iván la trataba con delicadeza, como si fuera algo precioso que debía proteger. Imaginaba sus manos fuertes recorriendo su cuerpo con suavidad, susurrándole palabras de amor mientras la miraba con devoción. En esas fantasías, él la veneraba, como si ella fuera la única mujer en su mundo, prometiéndole que siempre estaría a su lado, que la amaría para siempre. Era un sueño dulce, casi ingenuo, pero uno que despertaba en ella un anhelo profundo, una necesidad de sentir ese tipo de amor puro y eterno.

Sin embargo, otras veces, en sus sueños más oscuros, Iván no era ese príncipe amable. En esos momentos, lo imaginaba duro, implacable, un hombre que la tomaba sin pedir permiso, que reclamaba su cuerpo como si fuera suyo por derecho. La idea de ser dominada por él, de ser un mero objeto de su deseo, la excitaba de una manera que apenas podía comprender. En su mente, él la empujaba contra las paredes de su habitación, susurrándole con voz áspera que era suya, solo suya, que su cuerpo no le pertenecía más. Y aunque esa fantasía debería haberla asustado, en lugar de eso, la hacía sentir más viva que nunca.

A veces, las dos versiones de Iván se mezclaban en su mente, creando una combinación embriagadora de ternura y crueldad. Lo imaginaba siendo gentil al principio, acariciando su piel con suavidad, solo para después perder el control y dejar salir ese lado más salvaje y primitivo. En esos momentos, Ilena no sabía qué versión de él deseaba más, pero ambas la hacían sentir un placer que no podía ignorar.

Con cada fantasía, sus movimientos se volvieron más intensos. Sus dedos comenzaron a moverse con más rapidez, mientras su respiración se volvía entrecortada. Sentía el calor acumularse en su cuerpo, una corriente eléctrica que la recorría desde la cabeza hasta los pies. Sus pensamientos sobre Iván la envolvían completamente, haciéndola olvidar por completo el mundo que la rodeaba. Todo lo que importaba en ese momento era esa mezcla de deseo, de anhelo, de poder y vulnerabilidad.

Por un instante, se permitió imaginar que ella era quien dominaba. En sus sueños, veía a Iván arrodillado ante ella, su cuerpo fuerte y poderoso sometido a su voluntad. En esa fantasía, ella tenía el control, y él la miraba con adoración, esperando sus órdenes. La idea de invertir los papeles, de ser la dueña de su destino y de su propio placer, la excitaba de una manera completamente nueva. Era una sensación de poder que nunca había experimentado antes, y que la hacía sentir fuerte, capaz de enfrentar cualquier cosa.

El clímax llegó rápidamente, una ola de placer que recorrió todo su cuerpo, dejándola sin aliento. Sus manos se detuvieron, y por un momento, todo lo que pudo hacer fue quedarse allí, tumbada sobre la cama, sintiendo el latido rápido de su corazón y el sudor que perlaba su piel. Las imágenes de Iván aún flotaban en su mente, pero ahora, después de ese momento de liberación, parecían más distantes, menos intensas.

Ilena abrió los ojos lentamente, sus párpados pesados aún bajo el peso de la reciente liberación emocional. Su respiración seguía siendo irregular, profunda y pausada, como si cada inhalación intentara recuperar el control sobre su cuerpo. Frente a ella, el espejo seguía reflejando su imagen desnuda, vulnerable pero en calma. La luz dorada del atardecer se filtraba a través de las gruesas cortinas, acariciando su piel con una calidez suave, casi reconfortante. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía en paz, dueña de sí misma, de su cuerpo y de sus deseos.

Se abrazó a sí misma, sus manos recorriendo con suavidad sus propios brazos, como si quisiera prolongar ese momento de introspección. Sabía que esa tranquilidad era efímera, un paréntesis en su vida llena de expectativas ajenas y anhelos no correspondidos. Iván, aquel hombre que habitaba tanto en sus fantasías como en sus frustraciones, seguiría siendo un sueño inalcanzable, una figura lejana cuya presencia la atormentaba y la enloquecía a partes iguales. Pero al menos, por ese instante, había sido libre de imaginarlo, de tenerlo a su manera, aunque solo fuera en sus pensamientos.

Sus manos, casi por instinto, comenzaron a moverse de nuevo hacia su cuerpo, buscando otra vez ese alivio físico que le permitía escapar. Con dedos delicados, empezó a acariciar sus pezones, que aún estaban erectos y sensibles. Una descarga de placer recorrió su espalda cuando los masajeó lentamente, disfrutando de esa sensación de poder sobre su propio cuerpo. Mientras lo hacía, sus otras manos descendieron hacia su entrepierna, buscando con precisión el punto exacto que la había llevado al éxtasis minutos antes. El roce de sus dedos sobre su clítoris hizo que su cuerpo se estremeciera una vez más, y cerró los ojos, perdiéndose en ese pequeño momento de autocomplacencia.

De repente, un sonido rompió el hechizo: tres golpes secos resonaron en la puerta. El estruendo fue como un jarro de agua fría que la sacó violentamente de su ensoñación. Ilena se quedó congelada por un instante, sus ojos abiertos de par en par. El pánico la inundó de inmediato.

—Hija, necesito hablar contigo —dijo la voz grave de su padre desde el otro lado de la puerta, esa misma voz que siempre llevaba consigo una mezcla de autoridad y desaprobación.

El corazón de Ilena comenzó a latir con fuerza desbocada en su pecho, y en un acto reflejo, tiró de las sábanas, envolviendo su cuerpo desnudo con desesperación, intentando cubrirse como si pudiese esconder no solo su desnudez, sino también su vergüenza. Sus manos temblaban mientras se arropaba con torpeza, sus movimientos torpes traicionando el terror que sentía al haber sido casi descubierta en uno de los momentos más privados de su vida.

La puerta, lentamente, comenzó a abrirse, el chirrido de las bisagras resonando en la habitación como una advertencia.

—¡Espera! —gritó Ilena, su voz quebrada por el miedo—. No estoy... no estoy presentable, padre, por favor, dame un momento.

Con un impulso rápido, saltó de la cama y corrió hacia la puerta, cerrándola de golpe antes de que su padre pudiera verla. Sus manos se aferraron al pomo de la puerta con fuerza, sus nudillos blancos por la presión. Sentía como su pecho subía y bajaba con rapidez, su respiración agitada traicionando el estado de pánico en el que se encontraba. Del otro lado, escuchó un pesado silencio, seguido por la respuesta firme de su padre.

—Que sea rápido. Es urgente lo que tenemos que hablar —dijo él con una frialdad que le heló la sangre.

Ilena no tenía tiempo que perder. Su mente corría a toda velocidad, mientras su cuerpo reaccionaba con una mezcla de urgencia y nerviosismo. Las sábanas caían al suelo en un desorden desolador, y sus ojos barrían la habitación en busca de su ropa interior dispersa. Sus dedos temblorosos encontraron las prendas de encaje y seda, su tacto suave y delicado contrastando con la brutal presión del momento. Con manos temblorosas, recogió las bragas de encaje negro y las deslizó lentamente sobre sus muslos, sintiendo cómo la tela se adhería a su piel como una segunda capa, fría pero reconfortante. A medida que el encaje subía por sus caderas, ajustándose a su silueta, Ilena sintió una mezcla de vergüenza y necesidad al cubrir su desnudez.

Su respiración era aún entrecortada, sus pechos subiendo y bajando con rapidez, mientras sus manos buscaban el sujetador a juego. El encaje acarició sus pezones, que seguían sensibles, provocando un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza. Al ajustarlo, sintió cómo sus pechos quedaban firmemente sostenidos, realzados por el diseño exquisito de la prenda. Los intrincados bordados de la ropa interior acentuaban su figura, pero para ella, en ese momento, no era más que una capa de protección que la separaba de la vulnerabilidad en la que se encontraba hacía apenas unos minutos.

Con las prendas íntimas ya puestas, sus manos se apresuraron hacia el vestido de seda azul que había dejado sobre una silla cercana. La tela, suave y brillante, parecía casi resplandecer bajo la tenue luz que se filtraba en la habitación. Al levantarlo, la sensación de la seda acariciando sus dedos le dio un breve respiro, como si ese momento de preparación la desconectara momentáneamente del caos que la rodeaba. Se deslizó dentro del vestido, sintiendo cómo la tela fría se pegaba a su cuerpo, moldeándose a su figura con delicadeza. El vestido se ajustaba a la perfección, cayendo hasta sus pies con una elegancia innata que, en cualquier otra ocasión, habría admirado. Pero no ahora. No con su padre esperando al otro lado de la puerta.

Con movimientos rápidos, aunque todavía torpes por la tensión, se arregló el cabello lo mejor que pudo. Lo recogió de forma apresurada, tirando de algunos mechones hacia atrás, mientras otros caían libremente sobre sus hombros. Respiró hondo, intentando calmar el acelerado ritmo de su corazón. Sabía que debía estar compuesta, o al menos aparentarlo, antes de enfrentar a su padre.

Finalmente, con la espalda recta y el cuerpo tenso, se dirigió hacia la puerta. Su mano temblorosa se posó sobre el pomo, y por un instante, se detuvo. Su mente seguía enredada en los pensamientos que la habían consumido momentos antes, las imágenes de Iván, las fantasías que aún flotaban en su subconsciente, pero debía apartarlas, dejar de lado ese deseo que la atormentaba. Con un último respiro profundo, abrió la puerta lentamente.

Frente a ella estaba su padre, Lord Gareth, un hombre que, aunque de mediana edad, ya mostraba los signos del paso del tiempo. Su barba espesa estaba empezando a encanecer, con mechones grises entrelazados en el oscuro vello facial que lo había acompañado durante décadas. Su cabello, antes oscuro como la noche, también estaba salpicado de gris, un recordatorio de los años que había pasado en batalla, liderando a las legiones de hierro. Las arrugas profundas en su rostro revelaban no solo la edad, sino las cicatrices invisibles de las guerras que había librado, tanto en el campo de batalla como en las intrigas políticas de la corte.

Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, la miraban con una intensidad que la desarmó. Había una urgencia en su mirada, una preocupación que rara vez mostraba. Ilena tragó saliva, aún sintiendo el eco de sus emociones recientes, y trató de mantener la compostura mientras lo miraba a los ojos.

—Hija, es necesario que hablemos —dijo él con tono grave, cargado de una seriedad que no dejaba lugar para objeciones, su voz resonaba como un eco profundo en la pequeña estancia, llenando el ambiente de una tensión palpable. El silencio que siguió a sus palabras fue denso, como si el tiempo mismo se hubiera detenido por un momento. 

Ilena asintió lentamente con la cabeza, aunque por dentro su corazón aún latía con fuerza desbocada. Era como si su pecho estuviera aprisionado por una mano invisible, que le impedía respirar con normalidad. Su mente vagaba entre la realidad inmediata y los retazos de sus fantasías, fragmentos de sueños que aún flotaban a su alrededor como nubes dispersas. Pero sabía que, por el momento, debía dejar todo eso atrás, apartarlo con un suspiro invisible y enfocarse en el presente.

—Claro, padre —respondió ella en un tono suave, su voz apenas un murmullo que se desvaneció entre las sombras de la habitación. Manteniendo la cabeza baja, en un gesto de sumisión que su padre había inculcado en ella desde niña, Ilena intentó apaciguar sus propios pensamientos, aquellos que luchaban por escapar de la prisión de sus obligaciones. Su padre dio un paso dentro de la habitación, la luz de la tarde proyectaba sombras largas y profundas detrás de él, y se sentó en la silla que antes ocupaba el delicado vestido de Ilena. Ella, con movimientos cuidadosos, como si cada gesto fuese parte de una coreografía largamente ensayada, jaló un banquillo de madera y se sentó frente a él. El crujido de la madera bajo su peso fue el único sonido que rompió el tenso silencio..

Él la observó con una mirada fija, una mezcla de preocupación y autoridad pintada en su rostro curtido por los años. El hombre parecía más cansado de lo habitual, pero sus ojos, afilados como dagas, no mostraban ni un rastro de debilidad.

—Bueno —comenzó él, su tono volviéndose aún más serio—, como sabes, las Unidades de Logística del ejército de su gracia vienen de vez en cuando para mantener la línea de suministros. Sin embargo, hace unos días su gracia me dio una nueva orden, algo que no esperaba. Me ha asignado el mando temporal del ejército formado por los Centinelas de Hierro, esos hombres que él mismo erigió para cercar a los bandidos. —Hizo una pausa, como si pesara cuidadosamente sus siguientes palabras, luego continuó—. Hace unos días, su gracia venció al jefe de los bandidos y a todos los miserables que conformaban su ejército. Pero las noticias no son tan alentadoras como parecen. Aparentemente, su gracia ha recopilado información preocupante. Los ducados de Stirba y Zanzíbar están planeando invadir Zusian, y su gracia ha decidido detenerlos antes de que puedan atacar.

El aire se sintió más pesado en la pequeña habitación mientras Ilena procesaba aquellas palabras. Cada oración parecía agregar una nueva capa de incertidumbre y peligro, como si el mundo a su alrededor se estuviera oscureciendo lentamente. Su padre la miraba con severidad, esperando alguna reacción, pero ella permaneció inmóvil, intentando mantener la calma.

—Por eso me ha nombrado comandante temporal de los Centinelas de Hierro —continuó él—. Los jinetes de ese bandido, esos bárbaros salvajes, fueron enviados antes de que su gracia venciera al jefe de los bandidos. Son peligrosos, aunque apenas superan los cien mil, no son una amenaza directa para el ducado por ahora. Sin embargo, su gracia no puede encargarse de ellos directamente, ya que estará en las fronteras con las legiones de hierro para detener la invasión. A mí me ha pedido que los mantenga a raya, que me encargue de esos jinetes antes de que arruinen las líneas de suministro, ataquen a los refuerzos, o, peor aún, arrasen más aldeas en el norte.

Su tono era inquebrantable, sin lugar a dudas o vacilaciones. Parecía cargar el peso del destino de toda una región sobre sus hombros. Ilena no pudo evitar sentir una mezcla de admiración y temor al verlo tan decidido, tan inflexible. Pero al mismo tiempo, sabía que la situación era crítica. Los jinetes eran conocidos por su brutalidad, y aunque su número no fuera descomunal, su ferocidad en el campo de batalla los hacía temibles. Sabía que lo que estaba por venir no sería fácil.

Ilena mantuvo su mirada fija en el suelo mientras las palabras de su padre resonaban en su mente. La invasión, los jinetes, el ejército… todo parecía una serie interminable de problemas y peligros. Y aunque las noticias de la invasión eran preocupantes, había algo más que la inquietaba. ¿Por qué su gracia había confiado una misión tan importante a su padre? Después de todo, había habido tensiones entre ellos. Quizá, pensó ella, su padre había sido perdonado. Tal vez, este era el comienzo de una nueva oportunidad, una forma de sanar los lazos dañados entre su familia y el heredero.

Entonces, su padre habló nuevamente, esta vez con una intensidad que Ilena no había anticipado.

—Acepté el mando —dijo él— con una condición. Una condición que puede asegurarnos el futuro de nuestra familia. Le pedí a su gracia que te convirtiera en su esposa, o al menos en su concubina. Además, he exigido más poder, más tierras. No solo la ciudad de Santorach y sus alrededores. Quiero que te prepares, Ilena. Debes ayudar a nuestra familia a ganar poder. Soy el primero de nuestra estirpe en llegar tan lejos, pero tú continuarás mi legado. Confío en ti para incrementar nuestra influencia, seas lo que seas para el heredero.

Ilena permaneció en silencio, inmóvil, mientras su mente era arrasada por una marea de pensamientos contradictorios. Los buenos pensamientos que había albergado, esos pequeños destellos de esperanza de que su padre había sido perdonado y de que tal vez había una oportunidad para su familia, se esfumaron de golpe, como hojas arrastradas por un viento cruel. Todo se fue al carajo en un instante, con aquellas palabras que su padre acababa de pronunciar. ¿Por qué tenía que pedirle algo así al heredero? Una alianza matrimonial, o peor aún, convertirla en una concubina, era algo que ni siquiera ella había considerado seriamente. Tal vez, si su padre hubiera mantenido las cosas simples, un buen trabajo bien ejecutado habría sido suficiente para recibir algún favor de parte del heredero. Pero ahora, con esta demanda, todo se complicaba. 

No es que a Ilena le importara el matrimonio en sí, o la idea de convertirse en concubina. La verdad es que no le importaba en absoluto. Sabía que en su mundo, esas cosas eran comunes, casi inevitables. No idealizaba el "amor verdadero" como lo hacían las jóvenes ingenuas que soñaban con cuentos de hadas. Ella no era una niña patética. Era práctica. Sabía bien que podía fantasear, soñar despierta de vez en cuando para aliviar el estrés de su vida diaria, pero no era tonta. Sabía cuál era su posición en el mundo, y entendía que los lujos y la comodidad que disfrutaba tenían un precio. Estar al lado de alguien poderoso era parte de ese precio. Además, para ser completamente honesta consigo misma, Ivan —el heredero— había sido una de sus fantasías sexuales más recurrentes. Lo había imaginado en sus sueños más íntimos más de una vez, se acababa de masturbar pensando en el, joder lo tenia dibujado y fantaseaba con el recurrentemente.

Pero el problema no era ese. No era lo del matrimonio o ser concubina. Era la exigencia, el exceso de ambición que veía en los ojos de su padre, esa peligrosa osadía que amenazaba con destruir el delicado equilibrio del ducado. Básicamente, estaba pidiendo que su familia —una familia sin linaje noble— rompiera el estatus quo, el sistema que había gobernado sus vidas durante generaciones. No eran nadie. Tenían lo que tenían gracias a la lealtad y al servicio de su padre como vicecomandante de una legión. Pero no tenían sangre noble. Ni su padre, ni ella. Eran como los demas gobernantes de ciudades o pueblos, osea ninguno provenían de linajes arraigados en la historia, no tenían un derecho divino de gobernar. Su padre estaba pidiendo más influencia en un territorio regido por una familia noble, la Casa Erenford. Era casi una locura.

En Aurolia, los territorios, desde los vastos imperios hasta las más humildes baronías, tenían una estructura de poder centralizada. Era la familia noble quien poseía el poder máximo sobre su tierra. Todo giraba en torno a esa jerarquía, ese sistema implacable e inmutable que había sobrevivido a los siglos de las guerras de las Guerras de Fragmentación. Ilena comprendía esto a la perfección. Sabía que el poder en el ducado de Zusian, y en cualquier otro lugar gobernado por una casa noble, estaba en manos de linajes con nombres tan antiguos como las montañas mismas. Y su padre, por muy hábil y leal que fuera, no tenía ese derecho. No tenía la sangre ni el apellido para reclamarlo.

La frustración comenzó a burbujear en su interior, creciendo con cada segundo de silencio que se prolongaba en la habitación. Finalmente, no pudo contenerse más. Sus palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera detenerlas.

—Padre, creo que estás pidiendo demasiado —dijo, su voz temblando levemente al principio, pero recuperando firmeza a medida que hablaba. Aunque era apenas un susurro, sus palabras se sintieron como una bofetada en el aire denso de la habitación.

El rostro de su padre, que hasta entonces había estado inmerso en la seguridad de su propio plan, se endureció. La sorpresa cruzó su mirada, pero fue fugaz. Lo que siguió fue la expresión de un hombre que no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria, y mucho menos su propia hija. Sus ojos se entrecerraron, y el ceño se le frunció profundamente, formando arrugas aún más marcadas en su frente curtida por los años de batalla y decisiones difíciles.

—¿Demasiado? —repitió, su tono cargado de incredulidad. Se inclinó hacia adelante en la silla, sus manos callosas se cerraron en puños sobre sus rodillas. El ligero crujido de la madera de la silla acompañó sus movimientos—. Hija, no entiendes. Esta es nuestra única oportunidad de elevarnos por encima del resto. ¿No lo ves? Tú serás quien asegure nuestro lugar en la historia.

Ilena sintió el peso de su mirada, un fuego casi palpable en sus palabras. Su padre no solo hablaba de poder, hablaba de trascendencia, de un legado que deseaba construir a toda costa. Pero para ella, esas palabras eran solo otra carga más sobre sus ya cansados hombros. Sabía que su destino siempre había estado atado a las decisiones de su padre, pero la magnitud de lo que le estaba pidiendo ahora era abrumadora.

Se levantó de su asiento y caminó hacia la ventana, en un intento de encontrar un respiro en la vista del exterior. La suave luz gris del día se desvanecía lentamente, bañando el paisaje en un frio gris oscuro, mientras las sombras de los árboles danzaban al compás de la suave brisa. Desde ahí, podía ver las colinas distantes y los campos que se extendían más allá de las murallas de la ciudad. Sus pensamientos volaban con el viento, intentando hallar una salida, una alternativa a lo que su padre le pedía.

Ilena se mantuvo de pie junto a la ventana, la vista del exterior apenas lograba calmar la tormenta de pensamientos que revoloteaban en su mente. La luz del atardecer, dorada y suave, cubría los campos y las colinas, pero no podía disipar el peso opresivo de la conversación que sostenía con su padre. Respiró hondo, su pecho se alzó lentamente mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas para apaciguar la furia contenida que veía en él.

—Padre, lo entiendo —dijo finalmente, sin atreverse a girar el rostro para mirarlo a los ojos. Se aferró al alféizar de la ventana, como si la fría piedra pudiera ofrecerle algún consuelo—. Entiendo que esto es importante para ti. Pero estamos hablando de enfrentarnos a familias que han gobernado durante generaciones, de un estatus que ha dominado nuestras vidas por siglos. Un estatus que, de una manera u otra, también nos ha beneficiado. —Su voz se suavizó mientras intentaba apelar a la razón de su padre—. No tuviste que ser de una familia noble para ganar esta ciudad, padre. Lograste todo esto con tu talento y determinación. No tenemos que ser como ellos. No necesitamos sangre noble para sobrevivir o prosperar. Pero... ¿cómo crees que reaccionarán los Erenford cuando descubran lo que estás planeando?

Hizo una pausa, y el silencio en la habitación se volvió espeso, cargado de tensión. Pudo escuchar el suave crujido del cuero de las botas de su padre cuando cambió de postura. Su mirada, aunque ausente del rostro de su padre, sentía el peso de la severidad en él.

—Esto podría traernos más problemas que beneficios —continuó, tratando de elegir cuidadosamente cada palabra—. La duquesa es astuta. Verá a través de este acuerdo, y el heredero... bueno, él solo aceptará por la urgencia de la situación. Pero, ¿qué garantías tenemos de que lo respetará? Pienso que deberíamos... 

Antes de que pudiera terminar su frase, escuchó el brusco movimiento de la silla detrás de ella. El repentino chirrido de la madera contra el suelo de piedra resonó en la habitación, y su cuerpo se tensó. Sabía que había tocado un nervio, sabía que su padre no iba a aceptar de buen grado su intento de disuadirlo.

Él se acercó a ella con pasos firmes, sus botas resonando con una fuerza casi intimidante. Cada paso retumbaba en el suelo, como si su autoridad se manifestara en ese sonido seco y rítmico. Cuando finalmente se detuvo a escasos pasos de ella, Ilena sintió cómo su sombra se proyectaba sobre su figura, cubriéndola por completo, como un oscuro presagio que amenazaba con sofocarla. El calor de la tarde parecía desaparecer, reemplazado por una atmósfera fría y densa.

—¡Problemas! —exclamó su padre, su voz alzándose por encima del silencio de la habitación, como el rugido de un trueno—. ¡Siempre habrá problemas, Ilena! ¿Crees que el mundo es generoso con aquellos que dudan? ¡Nada en esta vida que valga la pena se consigue sin lucha!

Ilena se estremeció, aunque no lo mostró. Había escuchado ese tono antes, ese mismo rugido en el campo de entrenamiento cuando su padre enseñaba a los soldados a endurecer sus corazones y afilar sus espadas. Pero esta vez, sus palabras no iban dirigidas a guerreros novatos, sino a su propia hija. Y cada palabra golpeaba como una descarga, cargada de una frustración y ambición reprimida durante años.

—¿Crees que la nobleza obtuvo su poder simplemente esperando a que alguien se lo regalara? —continuó, caminando alrededor de ella con pasos lentos, como si cada palabra fuera un martillazo sobre su conciencia—. No. Ellos tomaron lo que querían. Se impusieron, con sangre y mérito, generación tras generación. Y así han mantenido ese poder. Si seguimos esperando, si seguimos siendo uno más entre la multitud, jamás romperemos esas cadenas que nos atan a un destino mediocre. ¡Es nuestra oportunidad! Una que no se repetirá, Ilena.

Ilena mantuvo la vista fija en el horizonte, sus ojos ahora perdidos en la línea que separaba el cielo del suelo. Podía sentir la desesperación y el deseo implacable de su padre de ascender más allá de lo que cualquiera de su linaje había imaginado. Pero también sentía el riesgo, la temeridad de ese plan que amenazaba con desmoronar todo lo que habían construido.

—Esto es más grande que tú o yo —prosiguió él, con una determinación casi febril—. Es por nuestra familia. Es por nuestro futuro. Es por ser alguien y no uno más.

Las palabras de su padre cayeron pesadamente sobre sus hombros, como si en ese momento el destino de generaciones enteras recayera solo en ella. Podía sentir la presión, como un yugo invisible que ahora le rodeaba el cuello. Su respiración se tornó lenta y profunda, en un intento de procesar lo que acababa de escuchar. Sabía, en el fondo de su ser, que resistirse era inútil. Había crecido sabiendo que, tarde o temprano, su destino estaría marcado por las decisiones de su padre.

Los largos años de adiestramiento, tanto físico como mental, emergieron en su mente como una maquinaria bien engrasada. Sabía lo que debía hacer. Lo que siempre había hecho cuando su padre esperaba algo de ella. Actuar como la hija sumisa que se le había enseñado a ser, la que sabía que no tenía voz ni voto cuando su destino estaba en juego. Lentamente, Ilena se giró hacia él. Bajó la cabeza, dejando que su cabello cayera alrededor de su rostro como un velo, y asintió con la resignación de quien acepta lo inevitable.

—Perdóname, padre —murmuró, con una suavidad que contrastaba con la intensidad del momento—. He hablado de más. No era mi intención contradecirte. Solo quise expresar las inseguridades de una niña tonta.

Su padre la observó en silencio durante un largo momento, evaluando si sus palabras eran sinceras. El ceño en su frente se fue suavizando, y aunque la tensión no desapareció por completo de sus ojos, parecía que su ira se había apaciguado. 

—Así es mejor —dijo finalmente su padre, con un tono que había recuperado la calma, aunque no exento de una firmeza inquebrantable—. No hay lugar para las dudas, Ilena. Nuestro destino está en juego, y necesitamos que estés a la altura de lo que se espera de ti. Ahora, ve a prepararte. No tenemos tiempo que perder.

Ilena asintió lentamente, con una reverencia sutil que disimulaba la agitación en su interior. Sabía que lo que venía no sería fácil, pero también entendía, con una certeza pesada como el plomo, que su vida ya no le pertenecía del todo. Sus pensamientos se agolpaban en su mente mientras se retiraba de la estancia, dejando atrás a su padre, cuya sombra se alargaba como un recordatorio constante de la responsabilidad que ahora cargaba sobre sus hombros.

Esa noche, apenas tocó su comida. El banquete que se había dispuesto sobre la mesa, con carnes asadas y guarniciones ricamente preparadas, se quedó intacto frente a ella. Ilena movía los alimentos de un lado a otro en su plato, pero su apetito estaba ausente, ahogado por la preocupación y la incertidumbre que colmaban su pecho. La gran sala del comedor, iluminada por candelabros dorados y chimeneas chisporroteantes, parecía inmensa y vacía a pesar de estar llena de gente. Las voces de los sirvientes, las risas ocasionales de los soldados que bebían vino, y el suave tintineo de las copas de cristal resonaban como ecos distantes, como si formaran parte de un mundo en el que ella ya no encajaba.

Mucho más tarde, cuando la mayoría de la casa había caído en el sueño profundo, y solo quedaban unas cuantas antorchas iluminando los pasillos de piedra, un sonido perturbó la quietud de la noche. El eco de unas botas pesadas resonó en la lejanía, un ritmo firme y controlado que anunció la llegada de alguien importante. El aire frío de la noche se filtraba por las ventanas, y las llamas temblaban ligeramente con la brisa.

Ilena, aunque cansada, se encontraba despierta en su habitación, sentada junto a la ventana con la mente perdida en un caos de pensamientos. Su mente se apartó del murmullo de la brisa cuando escuchó esos pasos resonar por el pasillo. Al poco tiempo, la puerta de la sala común se abrió de golpe. Zandric, un comandante de los legionarios de las sombras, apareció en la penumbra. Su figura era inconfundible incluso en la oscuridad, y la sola presencia del hombre imponía un respeto absoluto.

Zandric no era solo un comandante cualquiera. Era una figura imponente, tanto en su físico como en la energía que emanaba. Su complexión era robusta, musculosa, claramente la de un guerrero curtido en el campo de batalla, aunque todo eso permanecía oculto tras una armadura negra ornamentada con intrincados detalles dorados. La coraza, decorada con símbolos arcanos y grabados que denotaban su alto rango y lealtad a Ivan, el heredero, relucía a la luz de las antorchas. Las cicatrices que cruzaban su rostro, visibles cuando se quitó el yelmo cerrado, eran un testimonio de las incontables batallas en las que había participado, cada una contando una historia de supervivencia en medio de la brutalidad.

Cuando el comandante Zandric se quitó el yelmo, dejó al descubierto su rostro endurecido, con una mirada penetrante y un ceño perpetuamente fruncido, como si siempre estuviera analizando el entorno, desconfiando de todo y todos. Su cabello oscuro, ligeramente despeinado, caía hasta sus hombros, dándole un aire aún más salvaje, reforzado por su barba corta, bien cuidada pero igualmente feroz. Al verlo allí, de pie, con los ojos oscuros clavados en su padre, Ilena sintió una mezcla de temor y respeto. Zandric era, sin lugar a dudas, un hombre que conocía la guerra y el caos como su segunda naturaleza.

—Su gracia me envía como su segundo al mando —dijo con una voz grave, de esas que resuenan como un trueno en medio de la tormenta. Hablaba con una autoridad que no necesitaba imponerse, pues era innata en él—. Soy Zandric, uno de los dos comandantes de los legionarios de las sombras que conforman la guardia personal de su gracia. Su gracia ha aceptado sus términos. —La mirada de Zandric se deslizó brevemente hacia Ilena, como si la evaluara con la misma precisión que lo haría con un enemigo en el campo de batalla—. Hará de lady Ilena su concubina, y sobre el poder fuera de Santorach se hablará cuando su gracia salga victorioso y venga aquí por su mujer.

Ilena sintió cómo su estómago se revolvía con esas palabras. Sabía que esto era lo que su padre deseaba, pero oírlo de los labios de Zandric, un hombre tan imponente, tan cercano a Ivan, hacía que el acuerdo pareciera aún más irrevocable.

—Pero lo que importa ahora es la guerra —prosiguió Zandric sin prestar demasiada atención a la incomodidad de la joven—. Mañana partiremos. Espero que los centinelas de hierro de Santorach estén listos.

El padre de Ilena, que hasta ese momento había permanecido en silencio, observando con los ojos entornados como evaluando cada palabra, asintió lentamente. Su expresión reflejaba una mezcla de satisfacción y calculadora precaución.

—Claro, comandante. —Su tono era más respetuoso que en sus conversaciones con Ilena, reconociendo la autoridad de Zandric—. Los cien mil centinelas de hierro están listos para la partida, además de otros cien mil reclutas bien entrenados que podrán unirse en el camino.

Ilena permaneció en silencio, pero en su mente las cifras resonaban. Sabía, como su padre, que en Santorach, oficialmente solo había cien mil centinelas de hierro, las tropas élite que eran la columna vertebral de su defensa. Pero la verdad era otra. En realidad, había doscientos mil centinelas preparados para la guerra. Una verdad que su padre ocultaba cuidadosamente. Presentar la mitad de la fuerza como "reclutas" bien entrenados era parte de la estrategia. De este modo, cualquier espía o informante en las cercanías llevaría a Ivan la falsa impresión de que el ejército no era tan numeroso como en realidad.

Zandric frunció el ceño, quizás percibiendo la ambigüedad en las palabras de su anfitrión, pero no dijo nada. Su único objetivo era cumplir las órdenes de su señor. Con un asentimiento corto y decidido, giró sobre sus talones.

—Nos veremos al amanecer —dijo, antes de marcharse con la misma imponencia con la que había entrado.

Ilena observó en silencio cómo la puerta se cerraba detrás del comandante. Los ecos de sus pasos se desvanecieron en la distancia, y solo entonces permitió que el aire escapara de sus pulmones. Sabía que la partida estaba echada, que las piezas se movían en un tablero mucho más grande del que ella jamás podría controlar. Mientras la noche seguía avanzando, Ilena se preparó mentalmente para el día siguiente, sabiendo que el peso de cada decisión y cada paso que diera en adelante definiría no solo su futuro, sino el de toda su familia.

Ni siquiera sintió si durmió o no. La noche había pasado en un parpadeo, como si el tiempo hubiera decidido saltar sin avisar. Si había dormido, no lo sintió en absoluto, y cualquier reposo que su cuerpo hubiera experimentado no trajo descanso a su mente inquieta. Antes de que pudiera darse cuenta, los grises y pálidos rayos del amanecer comenzaron a filtrarse a través de los pesados cortinajes de su ventana. La fría luz de la mañana apenas conseguía iluminar la habitación, impregnando el ambiente con una sensación de melancolía, como si el cielo mismo compartiera la tristeza de aquel día.

Poco después, las sirvientas entraron en su habitación con pasos ágiles y precisos. Traían consigo grandes cubos de agua caliente perfumada con aceites y fragancias que llenaron el cuarto con aromas florales. Sin mediar palabra, comenzaron el proceso de bañarla, cada movimiento realizado con la misma exactitud y cuidado con el que siempre lo hacían. Frotaron su piel hasta dejarla suave y perfumada, la secaron con delicadeza, y luego trajeron el vestido. Era uno de esos vestidos pomposos y elaborados que Ilena había llegado a odiar, sintiendo cómo la pesada tela la asfixiaba, cada capa ajustándose con precisión alrededor de su delgado torso. La sensación de la seda y los brocados era fría al tacto, y la cintura del vestido parecía apretarse más de lo necesario, como si la propia prenda intentara impedirle respirar.

Las sirvientas no solo se encargaron de vestirla; también arreglaron su cabello, un negro liso que caía con elegancia sobre sus hombros. Lo peinaron con cuidado, trenzando pequeños mechones en complicados patrones que rodeaban su cabeza como una corona. Finalmente, le aplicaron un toque de maquillaje, resaltando sus grandes ojos grises claros que, en ese momento, parecían dos pozos profundos de emociones contenidas.

Hoy, despediría a su padre. Sabía que aquel momento no sería fácil. La despedida no solo marcaba el inicio de una nueva fase en la guerra, sino también la aceptación de que su vida ya no le pertenecía, que sus deseos y aspiraciones estaban subordinados a un juego de poder que ella apenas controlaba.

Cuando las sirvientas terminaron, Ilena salió de sus aposentos. Caminaba con la cabeza alta, como le habían enseñado, a pesar de la inquietud que la carcomía por dentro. Los largos pasillos de piedra del castillo estaban casi vacíos a esa hora de la mañana, y sus pasos resonaban con un eco solitario. Llegó al patio central donde ya la esperaban su padre y su pequeña guardia personal. Desde la distancia, observó a su padre, un hombre imponente, montado en su semental plateado con barda negra. Llevaba puesta su vieja armadura, la misma que había usado en sus tiempos como vicecomandante de las legiones. Era una una pesada armadura negra que había usado en sus días al frente de las legiones. Los grabados rojos y los detalles en oro relucían a la luz del amanecer, y su capa roja ondeaba con el viento suave de la mañana. El yelmo cerrado ocultaba su rostro, y la única diferencia entre su armadura y la de un comandante de legión eran las hombreras: la suya era roja en un lado, mientras que las de los comandantes eran completamente negras. A pesar de la distancia entre ellos, Ilena podía sentir la autoridad que su padre exudaba con solo estar allí, una figura que, para ella, era la mezcla perfecta entre poder y seguridad. Los hombres que lo rodeaban eran imponentes, todos ellos vestidos con una armadura de placas brillante, sosteniendo largas alabardas mientras montaban sus robustos caballos de guerra.

Ilena sintió un nudo en el estómago al verlo. Había sido entrenada desde niña para admirar a su padre, para seguir sus órdenes sin cuestionar, pero ahora, con la partida inminente, sus sentimientos se mezclaban entre el respeto y el temor.

Subió con dificultad a lomos de una hermosa yegua gris, una hermosa criatura de pelaje suave y reluciente con ayuda de una de las sirvientas. La montura, aunque cómoda, le parecía una carga más en ese día de despedidas. La yegua, una criatura imponente pero de temperamento tranquilo, contrastaba con la montura de su padre, más agresiva y salvaje. Su padre, a su lado, parecía inmerso en sus propios pensamientos, pero su presencia era abrumadora. Juntos, padre e hija, salieron del castillo por el portón principal, flanqueados por la guardia personal de su padre, abandonaron el castillo, avanzando por el camino principal mientras los centinelas de hierro marchaban organizadamente a su lado.

La ciudad estaba despierta a pesar de la hora temprana. Las calles estaban llenas de familias despidiendo a sus seres queridos: padres, hijos, hermanos y sobrinos que se unían a las filas del ejército. Las lágrimas caían en silencio de los rostros de las madres, mientras que los jóvenes soldados intentaban mantener la compostura. A medida que avanzaban por el camino principal, el ejército de los centinelas de hierro marchaba en perfecta formación. Los soldados se alineaban, una masa interminable de cuerpos y armaduras moviéndose al unísono. Los centinelas de hierro, vestían sus característicos gambesones acolchados rojos, cubiertos por cotas de malla y pecheras adornadas con el emblema del ducado de Zusian. Todos llevaban capas rojas que ondeaban al viento, y sus grandes yelmos cónicos, reforzados con cofias de cota de malla, les daban una apariencia casi invencible.

Sus posturas eran erguidas y orgullosas, portando lanzas largas con un pequeño gancho cerca de la base de la punta, diseñado para derribar a los jinetes enemigos, escudos redondos reforzados con hierro, martillos de guerra y espadas largas colgadas de sus cinturas. Eran guerreros curtidos, conscientes de la gravedad de lo que enfrentaban, pero con una determinación inquebrantable. La infantería, que representaba el sesenta por ciento del total, marchaba al frente, mientras que los arqueros y ballesteros, que formaban el treinta por ciento, seguían detrás, portando arcos y ballestas con la misma armadura y equipamiento que el resto. Los jinetes, el restante diez por ciento del ejército, llevaban lanzas más largas, pero en esencia, su armamento era similar al de la infantería. El sonido del metal resonaba por las calles, y el eco de los pasos de miles de hombres y caballos llenaba el aire, creando una atmósfera pesada, casi sofocante.

A lo lejos, entre la multitud, Ilena reconoció a los pocos sobrevivientes de la aldea de Altharen. Eran siete centinelas que habían logrado regresar, liderados por su comandante. Según lo que había escuchado, por orden indirecta del heredero, su padre había restaurado el rango del comandante, dándole el mando de diez mil centinelas de hierro. Entre ellos, noto como un hombre alto con largo cabello negro, intentaba calmar a una mujer rubia que lloraba desconsolada. La mujer, de ojos grises como los suyos, parecía incapaz de contener las lágrimas mientras el hombre la abrazaba, apoyándola en su pecho con ternura. Había algo extraño y hermoso en esa imagen; la guerra traía sufrimiento, pero también una extraña forma de amor y consuelo. Ilena los observó por un instante más, hasta que apartó la mirada. No era el momento de distraerse con pensamientos ajenos.

En la entrada de la ciudad, vieron a Zandric, el comandante de los legionarios de las sombras. Su figura imponente se destacaba incluso entre los soldados, y observaba con ojos fríos la marcha de los centinelas de hierro. Su armadura negra y ornamentada relucía con los símbolos de su rango, y su mirada transmitía una mezcla de desconfianza y cálculo. Ilena y su padre se acercaron a él, su pequeña guardia escoltándolos.

Ilena se mantuvo al lado de su padre, a pesar de la creciente distancia emocional entre ambos. Sabía que, aunque no estuviera completamente de acuerdo con sus decisiones, el amor que sentía por él era innegable. Era su padre, después de todo, y ese vínculo era más fuerte que cualquier desacuerdo.

Cuando finalmente los doscientos mil centinelas salieron de la ciudad, el momento llegó. Ilena, con el corazón pesado, se acercó a su padre y lo abrazó. Las lágrimas contenidas en sus ojos grises que había mantenido a raya hasta ese momento se asomaron en sus ojos, pequeñas pero sinceras. Su padre, aquel hombre siempre tan duro y distante que conocía tan bien se transformó, aunque solo por un instante, en el padre amable y protector que había sido en su niñez, antes de que la guerra y la muerte de su madre lo cambiaran para siempre. La abrazó con suavidad, permitiéndose un instante de ternura.

—Vuelve vivo, padre —susurró, aferrándose a él con la desesperación silenciosa que solo una hija podía sentir.

Su padre, por un breve segundo, dejó de lado la armadura de autoridad y poder que siempre llevaba puesta. Acarició su cabeza con ternura, inclinándose hacia ella y murmurando en un tono que solo ella podía escuchar.

—Lo haré, Ilena. Lo haré por ti.