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Chapter 32 - XXXII

Zandric despertó antes del amanecer, no por casualidad, sino por puro instinto. Décadas de servicio lo habían moldeado en un guerrero de precisión y disciplina, alguien que no necesitaba de alarmas o llamadas para estar listo. Sus movimientos, aunque firmes, eran lentos y calculados, permitiéndose el lujo de saborear el ritual de ponerse su armadura. Cada pieza de acero Monter forjado caía en su lugar con un peso familiar, y los intrincados ornamentos de oro puro relucían débilmente bajo la tenue luz de la madrugada. Aquella armadura era su orgullo, el símbolo de una vida dedicada al servicio de las legiones de las sombras. 

A diferencia de otros hombres que buscaban satisfacción en la compañía de esposas o concubinas, Zandric había elegido otro camino. Su corazón no sentía atracción hacia nadie, y en lugar de eso, había volcado todo su ser en el servicio. La guerra, la estrategia y el combate eran su único legado, la única pasión que comprendía. Se ajustó el yelmo cerrado, y el aire frío de la mañana se coló por las rejillas, cortante y revitalizante. Empuñó su maza con una mano y aseguró su mandoble envainado en su espalda, sintiendo el peso tranquilizador de sus armas, antes de tomar su alabarda, una extensión de su voluntad en el campo de batalla.

Salió de su tienda, su silueta oscura recortada contra el cielo grisáceo y ominoso del norte del ducado. El viento azotaba las colinas y las tiendas de campaña con una fuerza helada, como si la tierra misma supiera que se avecinaba una tormenta de sangre. El campamento bullía de actividad. Soldados moviéndose en silencio, preparando equipo, revisando suministros, todo bajo la atenta supervisión de los comandantes. Zandric había regresado apenas cuatro horas atrás, después de liderar una cacería nocturna en los bosques cercanos, eliminando a los rezagados y espías enemigos que habían osado infiltrarse cerca de sus líneas.

El agotamiento apenas se notaba en sus movimientos mientras se abría paso entre las filas de legionarios. Su armadura resonaba con un ritmo metálico mientras avanzaba, y a su paso, los soldados le dirigían miradas de respeto y reconocimiento. Zandric no era un comandante común. Había liderado batallas desde que tenía memoria y, con cada victoria, se había ganado un lugar en la leyenda viva de las legiones de las sombras.

Un mensajero se acercó, joven y nervioso, entregándole un informe escrito. Sin leerlo, Zandric ya sabía lo que contenía: las instrucciones de su próximo asalto. Sabía, por boca de su gracia, Iván, que en unas horas tomaría el mando de mil legionarios de las sombras y una fuerza considerable de infantería ligera. Su misión era crucial: infiltrarse en los túneles que conducían a la mina fortificada de Konrot. La información era clara, los exploradores que habían sido enviados durante la noche habían identificado los pasadizos seguros, aquellos que no estaban bloqueados por escombros o infestados por criaturas subterráneas.

Zandric, por supuesto, tenía un plan para esos túneles infestados de monstruos. No era alguien que evitara el peligro; al contrario, lo abrazaba como parte de su vida. Aquellos pasadizos, sellados por lo que muchos consideraban terrores inimaginables, eran más que obstáculos, eran armas que podía usar. Ya había dado instrucciones secretas a un grupo selecto de legionarios, maestros en el arte del sabotaje, para que plantaran dispositivos incendiarios en los túneles más peligrosos. Si todo salía como planeado, esos mismos monstruos se convertirían en un aliado involuntario, desatando el caos entre las filas de Konrot desde dentro.

El viento frío del norte azotaba su capa mientras caminaba hacia el cuartel donde sus hombres se preparaban. El cielo, tan oscuro como una promesa de tormenta, era el escenario perfecto para el asalto que estaba por comenzar. Aún era de madrugada, el sol ni siquiera había comenzado a teñir el horizonte, pero el tiempo apremiaba.

Al llegar a la explanada donde los legionarios de las sombras y la infantería ligera de élite aguardaban, Zandric se detuvo y contempló a sus hombres. Ante él se alzaba un ejército de entre cinco y ocho mil soldados, curtidos por el frío y las batallas. Su presencia imponía respeto, una legión oscura como la noche, forjada en la disciplina y la guerra. El viento gélido del norte soplaba con furia, haciendo que las capas y las armaduras tintinearan como si fueran parte de la misma tormenta que se cernía sobre ellos.

Zandric alzó su mano en una señal silenciosa. No necesitaba gritar para ser escuchado. Sus hombres, entrenados y disciplinados, comenzaron a moverse con precisión militar. Revisaban sus armas, ajustaban sus armaduras de acero Monter y se preparaban para lo que estaba por venir. Cada uno de ellos sabía lo que estaba en juego esa noche. La mina, una fortaleza subterránea, no era solo un bastión estratégico, era la clave para quebrar la resistencia de Konrot. Si caía, las fuerzas enemigas perderían su ventaja y la guerra podría terminar en cuestión de días. Pero si fallaban, Iván y sus tropas quedarían atrapados en un conflicto prolongado, un juego de desgaste que ninguno de ellos deseaba.

Zandric, siempre meticuloso, recorrió las filas con la mirada, observando a sus hombres en silencio. Cada rostro que veía era el de un soldado que, en su mente, ya había aceptado su destino. Sabía que muchos de ellos no regresarían. La tarea que les aguardaba no era gloriosa ni heroica. No habría canciones sobre sus hazañas en esos túneles oscuros y húmedos. Era una misión de infiltración, de combate en las sombras, donde no había honor, solo deber.

—No quiero equivocaciones —dijo Zandric, su voz resonando como un trueno apagado entre la multitud—. No quiero piedad. Si alguien la caga, yo mismo lo mato.

La frialdad en su tono dejaba claro que no era una amenaza vacía, sino una promesa. Los hombres lo escuchaban en completo silencio, conscientes de la gravedad de la misión. Zandric continuó, con una mirada severa que se clavaba en cada uno de ellos.

—¿Entienden? Su gracia es generoso. Sobrevivan, y les prometo que recibirán una buena recompensa.

No necesitó decir más. El silencio que siguió fue suficiente para confirmar que sus hombres estaban listos. No había necesidad de discursos motivacionales. La realidad de la situación era más que suficiente para impulsar a los legionarios. Era una misión de vida o muerte, y cada uno de ellos sabía qué hacer.

Cuando todo estuvo preparado, Zandric dirigió a la columna de legionarios hacia el camino que los llevaría a los túneles. Los mil legionarios de las sombras y los infantes ligeros lo siguieron en un silencio sepulcral, como si ya formaran parte del inframundo al que estaban a punto de descender. El sonido de sus pasos era absorbido por el viento helado, que seguía azotando sus rostros con la furia de una tormenta venidera. Las nubes cubrían el cielo, un vasto lienzo gris y oscuro que parecía pesar sobre ellos como una amenaza palpable.

El ejército avanzaba con paso firme, mientras el paisaje alrededor se tornaba cada vez más inhóspito. Las colinas eran ásperas y escarpadas, y el suelo estaba cubierto de ramas algo humedas y hojas muertas. Zandric no perdió tiempo en ordenarle a sus hombres que recogieran esas ramas y hojas secas a medida que avanzaban. Sabía que no solo estaban luchando contra hombres, sino también contra bestias, criaturas subterráneas que acechaban en los túneles más profundos. Su plan era sencillo pero efectivo: usar el fuego como una herramienta de caos.

Al llegar a las colinas, donde los exploradores habían marcado la ubicación de los túneles seguros, Zandric hizo una pausa para estudiar el terreno. Los pasadizos se abrían como bocas hambrientas entre las rocas, oscuras y siniestras, como si el mismo inframundo los invitara a entrar. Algunos de esos túneles estaban inundados de escombros, otros infestados de monstruos. Zandric sabía que enfrentarse directamente a esas criaturas sería una pérdida de tiempo y de vidas, así que había planeado algo diferente. Ordenó a un grupo selecto de sus hombres que colocaran las ramas y las hojas en las entradas de los túneles infestados. No para acabar con los monstruos, sino para forzarlos a salir, desatando el caos en el campamento enemigo.

Mientras los hombres colocaban cuidadosamente los fuegos en las entradas de los túneles infestados, Zandric avanzaba con pasos medidos, su mente inmersa en los detalles de la misión. El viento helado azotaba su armadura, pero no le afectaba. Estaba concentrado en un solo objetivo: el éxito de su incursión. Sabía que el caos que se desataría no solo provocaría una huida desesperada de las criaturas que habitaban los túneles oscuros, sino que también crearía una confusión irreparable entre los defensores de la mina fortificada. Los hombres de Konrot jamás esperarían una invasión desde su propio territorio, y mucho menos desde el vientre de la tierra que pensaban dominar.

Zandric conocía bien la fortaleza subterránea. Era un laberinto oscuro y traicionero, con túneles que se extendían por kilómetros, algunos colapsados, otros infestados de monstruos que habían hecho de esas profundidades su hogar. Los legionarios de las sombras no eran novatos. Sabían lo que tenían que hacer. Cada paso estaba planeado con precisión militar, y cada hombre en esa columna entendía su rol a la perfección.

Antes de que los legionarios se adentraran en los túneles, clavaron sus alabardas firmemente en el suelo y desenvainaron sus mazas, sus pesados manguales colgando listos para golpear. Sabían que en esos estrechos pasadizos, el uso de armas largas sería más un estorbo que una ventaja. Era un acto puramente práctico pero la sincronización en sus movimientos le daba a la escena un aire casi ceremonioso. La infantería ligera, por su parte, también se preparaba para el combate cercano. Clavaron sus partesanas en el suelo con la misma solemnidad y tomaron sus escudos, sosteniendo en la mano libre hachas de guerra o martillos pesados, armas diseñadas para destruir las defensas más robustas en espacios angostos. 

El aire estaba tenso, cargado de anticipación. No había gritos ni proclamas de guerra, solo un silencio contenido, como el respiro antes de una tormenta. Y entonces, con un simple gesto, Zandric dio la señal. Las entradas infestadas de los túneles se encendieron. Las llamas, pequeñas al principio, se extendieron rápidamente, llenando el aire con el olor a madera quemada y aceite ardiente. El fuego rugía, el calor crecía, pero el verdadero infierno aún no había comenzado.

En los túneles más seguros, los legionarios y la infantería ligera comenzaron a moverse en fila, entrando en las fauces de la tierra como sombras silenciosas. No había palabras, no había gritos de batalla. Solo el sonido de sus botas contra la piedra, el leve crujir de sus armaduras, y la pesada respiración de los soldados mientras descendían a lo desconocido. El túnel estaba oscuro y húmedo, y las paredes rocosas parecían cerrarse a su alrededor. El gris del cielo apenas había comenzado a iluminar el horizonte, pero la claridad del amanecer no llegaría a esos pasadizos. El día prometía ser sombrío, y esa oscuridad parecía reflejar el ánimo de los hombres que sabían que muchos de ellos no verían el sol de nuevo.

Poco después de que el último hombre hubiera entrado, un sonido profundo y resonante atravesó el aire. Era el eco de los cuernos de guerra y los tambores, el preludio del ataque de distracción que Iván había prometido. La fortaleza sería asediada desde el exterior mientras ellos avanzaban desde dentro. Zandric detuvo por un instante su marcha para escuchar el retumbar lejano de los tambores. Sabía que su gracia estaba dirigiendo ese ataque, un asalto calculado para desviar la atención de los defensores, haciéndoles creer que la verdadera amenaza venía de afuera. Los soldados en la superficie responderían a esa embestida, concentrando sus fuerzas en las murallas y puertas, mientras Zandric y sus hombres avanzaban hacia el corazón de la mina, donde la verdadera batalla los aguardaba.

El túnel se hizo cada vez más angosto, y el aire se volvía más denso a medida que se adentraban en las profundidades, el humo también se hizo mas espeso, de los otros túneles. Los legionarios se mantenían alerta, sus sentidos afilados por la tensión del momento. Sabían que las criaturas que habitaban esos pasadizos podían atacar en cualquier momento, atraídas o quizás asustadas por el caos que las llamas estaban creando en las entradas infestadas. De vez en cuando, un rugido lejano resonaba por el túnel, pero Zandric no se detenía. Su determinación era inquebrantable.

La columna avanzaba lentamente, deteniéndose en puntos estratégicos para asegurarse de que el camino estaba despejado. Cada recoveco era inspeccionado minuciosamente por los exploradores que lideraban el grupo, sus ojos acostumbrados a la penumbra de los túneles. Los legionarios, preparados para cualquier emboscada, mantenían sus mazas listas, y la infantería ligera se aseguraba de que sus escudos y armas estuvieran al alcance en todo momento.

El fuego en las entradas infectadas comenzó a surtir efecto. Desde la distancia, podían escucharse los primeros rugidos de las bestias. Los monstruos, alterados por las llamas, comenzaron a moverse, arrastrándose hacia la superficie. Zandric sonrió para sí mismo. Sabía que ese caos serviría como distracción adicional. Los soldados de Konrot no solo tendrían que lidiar con el asalto externo de Iván, sino también con las criaturas desatadas que ahora atacarían indiscriminadamente. Los defensores estarían sobrepasados antes de siquiera darse cuenta de lo que realmente estaba ocurriendo.

A medida que los legionarios de las sombras se adentraban más en el corazón de la mina, el aire se volvía espeso, casi irrespirable, como si el propio ambiente conspirara para aplastarles antes de la batalla. El calor sofocante se mezclaba con el hedor a sangre vieja y a tierra húmeda, intensificando la tensión en los túneles. Pero Zandric no mostraba signos de duda. Su mirada se mantenía firme, enfocada en el objetivo final. Sabía que cada paso que daban hacia adelante era uno más cerca de destruir a Konrot y asegurar el futuro de Iván como duque, y la brutalidad que estaba por desatarse era solo un precio inevitable.

El sonido en el túnel comenzó a cambiar. Desde la oscuridad se escuchaban rugidos, jadeos y gruñidos grotescos que resonaban por las paredes rocosas, como si las profundidades mismas estuvieran vivas y hambrientas. Los legionarios hicieron una pausa, aguzando el oído, cuando Zandric levantó la mano en señal de alerta. En ese momento, vio sombras moverse frenéticamente delante de ellos, figuras deformes y corpulentas que se arrastraban por los bordes del túnel. Eran las criaturas, monstruos de pesadilla conocidos como los "Devoradores de Huesos", bestias ciegas pero implacables, cubiertas de gruesas placas óseas y con mandíbulas llenas de dientes afilados como dagas. Sus garras rascaban las paredes y el suelo, buscando carne, cualquier carne que pudieran devorar.

Zandric asintió a sus hombres. No había vuelta atrás. Con un último gesto, avanzaron, emergiendo del túnel hacia una escena de caos total. El sonido de gritos y rugidos inundó el aire, un estruendo aterrador que resonaba en todas direcciones. Bestias yacían desmembradas por todo el lugar, mientras otras se abalanzaban sobre los defensores de Konrot, arrancándoles la carne a tirones y devorando sus cuerpos en medio de chillidos agónicos. El campo de batalla se había convertido en un infierno, un escenario de violencia sin control.

Zandric observó con frialdad la carnicería. Las tiendas del campamento enemigo estaban en llamas, y entre las llamas danzaban las sombras de los soldados, luchando desesperadamente contra las bestias que habían emergido de los túneles. Los Devoradores de Huesos no eran más que animales salvajes, pero el pánico que generaban era su verdadera arma. La visión de uno de ellos desgarrando el torso de un soldado, con las entrañas del hombre colgando de sus mandíbulas, bastaba para quebrar la moral de cualquiera. Pero para Zandric y sus legionarios, aquello no era más que otra ventaja estratégica.

Al otro lado del caos, Zandric observó a más y más soldados de Konrot, desesperados por defender las puertas de la fortaleza. Los defensores estaban fortificándolas rápidamente, tratando de soportar la embestida de las bestias y de los legionarios que los asediaban. Pero el peso del ataque exterior ya había empezado a hacer mella. Las flechas caían en ráfagas desde las murallas, mientras los hombres intentaban reforzar las puertas. Sin embargo, cuando finalmente se percataron de la presencia de Zandric y sus tropas emergiendo del túnel, ya era demasiado tarde.

Con un rugido contenido que sacudió su yelmo cerrado, Zandric levantó su maza y lideró una brutal carga hacia las puertas de la fortaleza. Su arma, un monstruo de acero y muerte, descendió con un golpe que aplastó el cráneo del primer soldado que intentó detenerle. El cuerpo cayó al suelo con un crujido grotesco, mientras la sangre y los fragmentos de hueso volaban en todas direcciones. Los legionarios lo siguieron de cerca, avanzando como una marea oscura y letal. A su lado, las criaturas seguían sembrando el caos, arrojándose contra los defensores y desgarrando sus cuerpos sin misericordia.

La formación de lanzas y gujas de los defensores, un intento desesperado por frenar el avance implacable, se derrumbó en cuestión de segundos bajo la brutal embestida de Zandric y sus hombres. El patio, que debería haber sido un lugar de resistencia para las tropas de Konrot, se había convertido en un matadero. Los legionarios de las sombras, con sus mazas, hachas de guerra y martillos, avanzaban con furia, destruyendo todo a su paso. El sonido de huesos quebrándose resonaba como una sinfonía de horror en la penumbra, mezclado con los gritos de agonía de los caídos y el chasquido húmedo de cuerpos aplastados.

Zandric lideraba la carnicería, imparable, como una fuerza de la naturaleza. Uno de los soldados enemigos, en un acto de desesperación suicida, intentó lanzarse sobre él, blandiendo una espada con ambas manos. Pero antes de que pudiera siquiera levantarla, Zandric lo interceptó con un golpe brutal. Su maza chocó contra el costado del hombre, y el impacto fue tan poderoso que lo lanzó varios metros hacia atrás. El cuerpo se contorsionó de manera grotesca en el aire antes de caer al suelo, inerte. La sangre le brotaba de la boca, su pecho hundido en un amasijo de carne y huesos rotos. El hombre ya no era más que un despojo, una mancha roja sobre las piedras empapadas.

Otro soldado, más resuelto y temerario, alzó una alabarda y cargó gritando, sus ojos enrojecidos por el miedo y la rabia. Pero Zandric fue más rápido, desviando el golpe con un giro seco, arrebatándole la alabarda y aplastando su pecho con la maza en un solo movimiento. El crujido de las costillas reventadas fue seguido por un alarido desgarrador. El soldado cayó de rodillas, su pecho convertido en una cavidad rota de carne desgarrada, y su sangre se unió a la marea roja que ya cubría el campo de batalla.

Mientras los defensores retrocedían, aterrorizados por la brutalidad inhumana de los legionarios, Zandric seguía adelante, su armadura teñida de la sangre de sus enemigos, sus botas chapoteando en charcos de vísceras. No había piedad, no había compasión, solo la pura maquinaria de guerra que él y sus hombres representaban. A su alrededor, los legionarios de las sombras y la infantería ligera de élite avanzaban como depredadores, cada golpe certero, cada corte letal. Cráneos estallaban bajo las mazas, espinas dorsales se quebraban con el impacto de los martillos, y las extremidades eran mutiladas por las hachas de guerra, brazos y piernas caían al suelo como muñones grotescos.

Los gritos de los heridos y moribundos llenaban el aire. Los rugidos de los monstruos que aún rondaban en los túneles resonaban en la distancia, pero ahora eran los soldados de Konrot quienes eran las verdaderas presas. Los tambores y cuernos de guerra de Iván retumbaban en la lejanía, como un recordatorio de que esta carnicería no era más que el preludio de una victoria aún más sangrienta.

A medida que Zandric y sus hombres se acercaban a las puertas de la fortaleza, la desesperación entre los defensores aumentaba. Intentaron reforzar sus posiciones, pero el pánico ya los había corroído desde dentro. Flechas y virotes caían como lluvia, pero las gruesas armaduras de los legionarios desviaban la mayoría de los proyectiles. Solo algunos de los soldados de la infantería ligera caían heridos, sus cuerpos perforados por las flechas, pero aquellos que sobrevivían seguían luchando, impulsados por la furia de la batalla.

Las puertas de la fortaleza, ya agrietadas por los golpes incansables, temblaban bajo el peso del asalto, como si estuvieran a punto de ceder. Zandric lo sabía; solo era cuestión de tiempo. Gritó una orden para redoblar los esfuerzos, su voz resonando por encima del caos como un trueno. Con una fuerza renovada, sus hombres embistieron la entrada con furia asesina. Las defensas enemigas comenzaron a fragmentarse bajo la presión.

Zandric, en medio del caos, cargó con la infantería ligera, su maza derribando a los soldados enemigos como si fueran simples muñecos de paja. A cada golpe, las extremidades de sus adversarios se rompían o salían despedidas. Uno de ellos fue lanzado contra la pared de la fortaleza, donde su cráneo se partió con un ruido sordo, dejando un rastro de sangre en la piedra.

Finalmente, una grieta se abrió en la formación enemiga. Zandric lideró a sus hombres con precisión letal, abriendo paso hacia las puertas. Más legionarios aprovecharon la brecha, introduciéndose en el corazón de la resistencia. La marea de muerte era imparable. Los legionarios destrozaban a los soldados enemigos sin piedad, pisoteando cadáveres, aplastando cráneos y destrozando columnas vertebrales con un frenesí sanguinario.

Mientras los legionarios removían los objetos que bloqueaban la puerta, Zandric avanzaba sin detenerse, su mente completamente sumergida en la masacre. Un defensor desesperado se abalanzó sobre él con una espada en alto, pero Zandric desvió el golpe con un movimiento rápido, y con un giro de su maza, aplastó el rostro del hombre. La piel y el hueso cedieron bajo el impacto, y la cabeza explotó en una nube de sangre y fragmentos de cráneo, como si el hombre nunca hubiera existido.

Al fin, los seguros de las puertas se desmoronaron. Zandric, cubierto de sangre y vísceras, empujó con todas sus fuerzas, y las puertas se abrieron con un crujido ensordecedor. La fortaleza de Konrot, que hasta ese momento había resistido los embates del asedio, ahora yacía abierta, vulnerable a la masacre que estaba por venir.

Con una mirada feroz, Zandric dirigió a sus hombres hacia el interior. Esta no era una simple victoria; era un baño de sangre, y él estaba decidido a llevar la brutalidad hasta el último rincón de la fortaleza. No habría tregua, no habría prisioneros. Hoy, el nombre de Zandric y sus legionarios sería recordado como un eco de muerte, destrucción y terror.

Al fin, los seguros de las puertas cedieron con un crujido aterrador, como si la misma fortaleza de Konrot gimiera ante su inevitable caída. Zandric, cubierto de sangre, vísceras y restos de carne desgarrada, empujó con todas sus fuerzas, sus músculos tensándose bajo el peso del acero y la muerte. Las puertas, imponentes y reforzadas, se abrieron con un estruendo que resonó por todo el campo de batalla, anunciando la entrada de la muerte.

La fortaleza, que hasta ese momento había sido un bastión de resistencia, ahora yacía indefensa. Los primeros en entrar fueron un grupo reducido de legionarios pesados, sus armaduras tintineando como el eco de una tormenta de metal y furia. Cada paso que daban resonaba con un ritmo monótono, marcado por el peso de sus mazas y martillos de guerra. Sus rostros, ocultos tras los visores de sus yelmos, no mostraban emociones; eran máquinas de destrucción, implacables y decididas a arrasar con todo lo que encontraran.

Sin embargo, detrás de ellos, una marea aún más aterradora de soldados de infantería media irrumpió por la brecha. Armados con hachas de petos y escudos en forma de cometa, avanzaban como una ola de acero y carne, cubriendo el terreno con pasos rápidos y decididos. Los escudos se alzaban en un mar de formas oscuras, protegiendo sus cuerpos mientras seguían de cerca a los legionarios pesados que lideraban la carga.

Los primeros en enfrentarse a esta avalancha fueron los soldados enemigos que aún quedaban en pie, junto con los Devoradores de Huesos, criaturas deformes, bestias con piel correosa y colmillos que se retorcían en espirales grotescas, que intentaban frenar el avance. Pero era como lanzar insectos contra una máquina de guerra. Los legionarios pesados, con sus martillos de dos manos y mazas gigantes, se abalanzaron sobre ellos con una furia indescriptible. Los Devoradores de Huesos, temibles para otros ejércitos, fueron aplastados como si no fueran más que ratas atrapadas en una trampa.

El crujido de los huesos se mezclaba con los gritos agónicos de los monstruos y los hombres por igual. Uno de los Devoradores, una bestia deforme de casi dos metros de altura, saltó hacia Zandric, sus fauces abiertas y llenas de colmillos afilados. Pero Zandric, sin inmutarse, levantó su maza de guerra con ambas manos y, con un solo golpe, aplastó la cabeza de la criatura. El cráneo explotó en una masa de sangre negra y sesos esparcidos, su cuerpo cayendo pesado y sin vida, retorciéndose en espasmos finales.

A su alrededor, sus hombres seguían con la masacre. Un legionario pesado blandió su martillo de guerra y lo dejó caer sobre un soldado enemigo, partiendo su torso en dos. La armadura del hombre se astilló como si fuera de vidrio, y sus entrañas cayeron al suelo en un charco de sangre y órganos destrozados. Los gritos de los soldados de Konrot, aterrorizados ante la brutalidad de los invasores, apenas se distinguían en el caos. Uno intentó retroceder, su rostro pálido de horror, pero fue alcanzado por el filo de un hacha de petos que le seccionó la cabeza de un solo tajo. La cabeza rodó por el suelo, dejando un rastro de sangre, mientras el cuerpo decapitado tambaleaba unos pasos antes de desplomarse, espasmos finales sacudiendo sus miembros.

Los Devoradores de Huesos, lejos de ser la amenaza que habían prometido ser, caían bajo los golpes implacables de los legionarios. Una de las bestias, con su piel gruesa y huesos expuestos por heridas antiguas, lanzó un gruñido gutural y se abalanzó sobre un grupo de infantería media. Los soldados levantaron sus escudos justo a tiempo para detener el ataque, y en un rápido contraataque, varias hachas y espadas cayeron sobre la criatura. Con cada corte, su piel se abría, y la sangre negra y espesa salpicaba a los hombres, pero ellos no retrocedían. Finalmente, uno de ellos le clavó un hacha en la columna vertebral, y la bestia se desplomó con un rugido ahogado, sus garras arañando el aire mientras su vida se desvanecía.

El suelo bajo los pies de Zandric se había inundado de sangre y vísceras, un campo de muerte que no diferenciaba entre enemigos ni aliados. El hedor de la carne quemada y los cuerpos desmembrados se mezclaba con el humo que emanaba de las antorchas caídas, formando una densa niebla que apenas dejaba ver a unos metros más allá. Los legionarios seguían avanzando, implacables, como un torrente oscuro que arrasaba con todo a su paso. Los gritos de los heridos se ahogaban entre el ruido metálico de las armas chocando y el crujido de huesos destrozados bajo el peso de las mazas y martillos. 

Cuando la infantería media empezó a disminuir en número, una nueva ola de hombres surgió. Entraron las filas de infantería pesada, soldados acorazados con alabardas que casi parecían pequeñas lanzas, y escudos de torre tan altos como ellos mismos. Avanzaban seguidos de cerca por más infantería ligera, que empuñaban sus partesanas y escudos circulares. Esta nueva marea de soldados avanzaba en silencio, pero sus pasos eran como truenos, haciendo temblar el suelo bajo sus botas manchadas de sangre.

Los soldados de Konrot, al ver la magnitud de las fuerzas que seguían entrando por las puertas ya desmoronadas, se preparaban para la última defensa, pero no había esperanza. El pánico era evidente en sus rostros mientras miraban cómo caían los Devoradores de Huesos, esas bestias que antes temían como si fueran invulnerables. Ahora, yacían despedazadas en el suelo, sus cuerpos aplastados, algunos todavía retorciéndose en espasmos involuntarios mientras su sangre negra empapaba las piedras. El rugido de la batalla se intensificaba mientras los soldados enemigos intentaban formar una última línea de defensa.

Pero no importaba. Los legionarios avanzaban como si estuvieran poseídos por la misma muerte. No había misericordia en sus movimientos; cada golpe estaba destinado a destruir. Un soldado enemigo, desesperado, intentó con todas sus fuerzas clavar una lanza en el costado de Zandric, pero la velocidad del comandante fue casi sobrehumana. Giró sobre sus talones con la agilidad de un depredador, y en un movimiento fluido, su maza describió un arco brutal que impactó en el cráneo del atacante. El sonido del impacto fue como el de una sandía al ser aplastada, y el cuerpo del hombre se desplomó contra la pared de piedra, donde su cabeza quedó reducida a una masa amorfa de carne y hueso triturado. Un manchón de sangre oscura se expandió por la pared, goteando lentamente como si la fortaleza misma llorara por sus caídos.

El patio interior de la fortaleza ya no era un espacio de combate organizado; se había convertido en una pesadilla caótica. Los cuerpos, desmembrados y aplastados, se amontonaban en el suelo, mientras las piedras antes inmaculadas ahora estaban cubiertas de vísceras y órganos esparcidos por todas partes. Los soldados de Konrot, aquellos que aún seguían en pie, intentaban retroceder, pero no había escapatoria. Los legionarios los acorralaban, cerrándoles cualquier salida, y los aniquilaban con la precisión de carniceros experimentados. Martillos de guerra descendían sobre cráneos, rompiéndolos como cáscaras de nuez. Hachas cortaban extremidades como si no fueran más que ramas secas, y los gritos se multiplicaban, desgarrando el aire.

Zandric, imperturbable, seguía avanzando, su armadura pesada resonando con cada paso que daba sobre los cuerpos de los caídos. Su yelmo, cubierto de la sangre tanto de enemigos como de aliados, no revelaba ni una pizca de emoción. Era un comandante en el centro de una tormenta de destrucción, y sus ojos solo veían el objetivo final: la completa destrucción de Konrot. Cada vez que blandía su maza, el aire parecía vibrar por la fuerza descomunal de su golpe, y con cada cuerpo que caía a su alrededor, la victoria parecía más cerca.

A lo lejos, hacia donde descendían los túneles de la mina, emergían más soldados. Sus armaduras estaban manchadas con la sangre negra de los Devoradores de Huesos, y sus rostros, endurecidos por la lucha en las profundidades, mostraban el desgaste de haber luchado en ese infierno subterráneo. Habían enfrentado monstruos en la oscuridad, pero eso no los había detenido. Ahora, emergían con una ferocidad renovada, listos para unirse a la carnicería que Zandric había desatado en la superficie.

Entre ellos, algunos jinetes emergieron también, pero estos no eran más que sombras insignificantes ante el verdadero poder que aguardaba. La caballería pesada, con sus monturas blindadas y jinetes portando lanzas gigantescas, cabalgaba hacia el corazón de la fortaleza, aplastando cualquier cosa en su camino. Caballos entrenados para el combate pisoteaban cuerpos sin vida, y sus cascos se hundían en la carne blanda de los caídos. La sangre salpicaba a los lados mientras los jinetes arremetían con fuerza, cortando cabezas y torsos con el filo de sus espadas largas. La caballería media y ligera seguía de cerca, aprovechando la brecha abierta por sus predecesores para barrer con cualquier resistencia que quedara.

Los defensores de Konrot, aquellos que aún no habían sucumbido al terror, intentaron organizar una última carga, una defensa desesperada contra la marea imparable de muerte que se les venía encima. Pero fue en vano. La caballería pesada los embistió con una fuerza devastadora, y los cuerpos volaron por los aires, destrozados por el impacto de los caballos y las armas.

El suelo de la fortaleza ya no era más que un vasto pantano de sangre y muerte. Las piedras, una vez firmes y majestuosas, estaban cubiertas de restos humanos y monstruosos, vísceras que aún palpitaban, y ríos de sangre espesa que serpenteaban entre los cuerpos, formando charcos oscuros y malolientes. Los legionarios avanzaban sin piedad, sus armaduras pesadas resonando con cada paso que daban, aplastando cráneos, costillas y cualquier rastro de vida bajo sus botas. Sus mazas y hachas, ya embotadas por el exceso de carne y hueso, seguían cayendo sin tregua, desgarrando a cualquier enemigo que intentara resistir.

La fortaleza había sido convertida en un abismo de destrucción, un infierno de hierro, sangre y fuego. Las puertas, antes imponentes y reforzadas, ahora eran poco más que astillas y hierros retorcidos, un umbral que conducía a la muerte para todos aquellos que aún se atrevieran a defenderla. Zandric, cubierto de la sangre de decenas de enemigos, observaba el caos a su alrededor con un semblante imperturbable. Sus mil legionarios de las sombras, junto a otras tropas, se tomaban un breve respiro en la retaguardia, aunque no parecía haber descanso en sus ojos. Los gritos de los moribundos aún resonaban en el aire, y el olor a muerte impregnaba el ambiente, pero la sed de violencia aún no estaba saciada.

De repente, Zandric escuchó el inconfundible sonido de caballos aproximándose. Al volverse, vio cómo se acercaban sus cuatro mil legionarios de las sombras restantes, trayendo consigo a sus monturas. Los caballos, bestias blindadas con armaduras oscuras y espolones de acero, eran tan imponentes como los hombres que los montaban. A su derecha, Zandric divisó a Iván, el joven heredero, seguido por Varkath con sus cinco mil legionarios y los Desolladores Carmesí al mando de Aldric. Junto a ellos, Ulfric como una sombra siempre presente junto a Iván.

Zandric observó cómo las tropas de Iván avanzaban con una precisión militar impecable, abriéndose paso entre los cadáveres y los restos humeantes de lo que alguna vez fue la fortaleza de Konrot. Con un leve asentimiento, Zandric se montó en su propia bestia de guerra, una criatura negra, de grandes dimensiones, con placas de metal que cubrían su cuerpo, y espinas de hierro que sobresalían de su armadura. Sus mil legionarios de las sombras lo siguieron, montando sus caballos blindados con una sincronización aterradora. El sonido metálico de las herraduras golpeando el suelo ensangrentado resonaba como una marcha fúnebre que anunciaba la inminente masacre.

—Buen trabajo, Zandric. Usar a las bestias fue inteligente —dijo Iván, con su voz suave y juvenil, apenas audible sobre el estruendo de la batalla. Su rostro, aunque joven y atractivo, mostraba signos de fatiga, una expresión endurecida por la guerra y el peso del liderazgo. Aun así, en sus labios se dibujaba una pequeña sonrisa.

—Le agradezco, su gracia —respondió Zandric, inclinando la cabeza ligeramente, aunque su mirada permanecía fija en el caos que aún reinaba en la fortaleza.

Siguieron avanzando hasta llegar a una pequeña barda de piedra que rodeaba la entrada a la mina. Desde allí, un grupo de arqueros y ballesteros enemigos disparaban furiosamente contra un muro de escudos formado por la infantería pesada de Iván. Las flechas y los virotes llovían sin descanso, chocando contra los escudos de torre, pero los soldados de Iván no cedían terreno. Sus propios arqueros y ballesteros devolvían el fuego, pero el intercambio era feroz y, a cada segundo que pasaba, más cuerpos caían.

De repente, algo en el aire cambió. Zandric sintió un escalofrío recorrer su columna. Los ojos de Iván se entrecerraron, y una oscura presencia pareció emanar de su figura. Antes de que pudiera advertir lo que estaba sucediendo, la barda enemiga colapsó con un estruendo ensordecedor, como si una fuerza invisible la hubiera hecho añicos. De entre los escombros emergieron jinetes enemigos, montados en caballos de diversas armaduras, que rápidamente formaron una cuña en "V". Los cascos de sus caballos golpeaban con furia el suelo, levantando nubes de polvo y sangre mientras cargaban hacia las fuerzas de Iván.

—¡Protejan a su gracia! —rugió Ulfric, su voz grave resonando como un trueno en el campo de batalla. Los legionarios cercanos al heredero levantaron sus alabardas en un muro impenetrable de acero, preparados para detener la carga. La caballería enemiga avanzaba a toda velocidad, sus lanzas y espadas listas para arremeter contra la formación, pero los soldados de Iván no retrocedieron.

El impacto fue brutal. Los caballos de guerra chocaron contra las alabardas y los escudos, y el sonido de la carne desgarrándose y los huesos rompiéndose fue ensordecedor. Los primeros jinetes se estrellaron contra las defensas y fueron atravesados por las largas hojas de las alabardas. Sus cuerpos, aún montados, cayeron pesadamente al suelo, arrastrados por el peso de sus armaduras. Las bestias que montaban relinchaban en agonía mientras caían, y sus patas se retorcían en el aire antes de ser aplastadas por los siguientes jinetes que intentaban mantener la carga.

Zandric observaba el caos que se desarrollaba ante sus ojos con la frialdad característica de un veterano de mil batallas. Su maza, aún manchada de la sangre fresca de los enemigos que había aplastado minutos antes, parecía pesar cada vez más en su mano, no por el esfuerzo, sino por la brutalidad con la que había sido usada. Sin embargo, el agotamiento no era algo que los legionarios pudieran permitirse. Con una señal rápida y precisa, Zandric hizo que sus cinco mil legionarios avanzaran, preparándose para flanquear la carga enemiga. El estruendo de las armaduras y el choque de espadas resonaba como una sinfonía de muerte.

Pero antes de que la formación pudiera abrirse y avanzar entre la infantería pesada, la mano de Iván se alzó abruptamente. Su gesto, normalmente calmado, estaba cargado de una tensión inusual, y su voz, usualmente serena, adquirió una urgencia oscura cuando gritó con fuerza:

—¡Que nadie se mueva, es una trampa! Zandric, mantén tu posición antes de que...

El eco de su advertencia fue interrumpido por un gong estruendoso que retumbó desde lo profundo de la mina. El sonido reverberó como una llamada de muerte, y, casi como si el mismísimo abismo hubiera sido invocado, las paredes falsas de la cueva cayeron estrepitosamente, revelando lo que nadie había anticipado: una emboscada de soldados enemigos. Los guerreros de Konrot emergieron de las sombras, como si la roca misma hubiera dado a luz a esas hordas de muerte. Estaban cubiertos de tierra y sangre, sus ojos desquiciados por la desesperación, pero su número y organización eran abrumadores.

Antes de que Zandric pudiera ordenar una reacción adecuada, una segunda carga de jinetes emergió del frente. Esta era aún más brutal, densa y furiosa que la primera. Los caballos, con los ojos desorbitados y las bocas llenas de espuma, cargaban con la ferocidad de bestias desatadas, y los guerreros montados sobre ellos levantaban diferentes armas, gritando con la rabia de hombres que sabían que la muerte estaba a la vuelta de cada esquina.

Los legionarios mantuvieron la disciplina, como se esperaba de ellos. Sin pestañear, se pusieron en guardia, preparándose para el impacto inminente. Sus escudos se alzaron como una muralla de acero mientras las alabardas se mantuvieron en alto. El choque fue como el de un trueno. Las armas de asta enemigas se estrellaron contra los escudos de los legionarios, y los primeros jinetes cayeron, sus cuerpos retorciéndose bajo las monturas aplastadas. Los gritos de los hombres y los chillidos de los caballos llenaron el aire, pero los legionarios no cedieron ni un paso.

El problema real surgió en los flancos. Desde lo alto de las paredes de la mina, más falsos muros se desplomaron, revelando arqueros y ballesteros enemigos que disparaban sin descanso sobre las líneas de infantería pesada. Las flechas y los virotes caían como una lluvia maldita, derribando a los legionarios que mantenían la vanguardia. Algunos cayeron de inmediato, con las flechas clavadas en sus cuellos y ojos, sus cuerpos convulsionando antes de quedar inmóviles en el suelo ensangrentado. Otros, aún de pie, gruñían mientras las flechas atravesaban las aberturas de sus armaduras y los debilitaban lentamente. El campo de batalla, que minutos antes había sido un avance controlado, ahora se transformaba en un brutal infierno de caos.

La formación comenzó a desmoronarse en los flancos, y lo que antes era una batalla organizada pasó a ser una carnicería descontrolada, una verdadera melé. Los legionarios, sin la posibilidad de mantener sus líneas, desenvainaron sus armas pesadas y se lanzaron a la refriega. Alabardas, mazas de una y de dos manos, martillos enormes y mandobles cortaban y aplastaban carne enemiga sin piedad. Las alabardas penetraban las armaduras enemigas como si nada, arrancando miembros y decapitando a los enemigos que osaban acercarse. Las mazas destrozaban cráneos con una facilidad escalofriante, y los mandobles hendían torsos por la mitad, bañando el suelo en sangre. Los gritos de los heridos y moribundos, tanto de legionarios como de enemigos, se mezclaban en una cacofonía de dolor y desesperación.

Un soldado enemigo, con el rostro cubierto de barro y sangre, se lanzó contra Zandric con una lanza de bambú. Zandric lo vio venir y, con un simple movimiento, esquivó el ataque. Con la precisión de un verdugo experimentado, levantó su maza y la dejó caer con toda su fuerza sobre la cabeza del soldado, aplastando su cráneo en un solo golpe. El cuerpo del hombre cayó pesadamente al suelo, la sangre brotando como un manantial oscuro desde lo que alguna vez fue su rostro.

Iván, observando el campo desde su posición, se dio cuenta de que, a pesar de su superioridad numérica, las fuerzas estaban siendo lentamente desbordadas por la emboscada y el terreno estrecho. Sabía que un enfrentamiento prolongado en ese lugar solo les traería más bajas. Con el semblante endurecido, levantó la mano una vez más y dio la orden que muchos temían escuchar.

—¡Retirada! ¡Retiren a los legionarios y refuercen la retaguardia!

La orden fue clara y firme. Los legionarios que estaban en la retaguardia comenzaron a detener su avance, mientras las tropas en el frente, cubiertas de sangre y vísceras, retrocedían poco a poco. A pesar del caos que los rodeaba, lo hicieron con una disciplina que solo una élite entrenada podría mantener en tales circunstancias. Los cuerpos caían a su alrededor, pero sus escudos y alabardas seguían protegiendo la retirada, golpeando a cualquier enemigo que se atreviera a acercarse demasiado.

Zandric se encontraba luchando con una intensidad despiadada, reteniendo a varios enemigos del flanco derecho mientras sus hombres y los legionarios, disciplinados como siempre, retrocedían lentamente. El eco de la batalla resonaba en sus oídos, el choque de espadas y gritos de agonía llenaban el aire como una sinfonía infernal. Mientras movía su maza con precisión mortal, aplastando cráneos y partiendo huesos, una sensación fría le recorrió la columna vertebral. De repente, un estruendo sacudió el suelo a sus espaldas. Un muro falso cayó pesadamente detrás de él y sus tropas.

Zandric giró con un gruñido, esperando lo peor. Aunque ningún legionario murió por el colapso del muro, de entre las ruinas emergió algo aún más aterrador: una horda de jinetes enemigos, cabalgando con una furia que parecía surgir de las mismas entrañas de la tierra. Sus caballos, enormes y cubiertos de sudor y espuma, relinchaban con ojos desorbitados. Los legionarios que estaban del otro lado de la pared falsa cargaron inmediatamente para socorrer a su comandante supremo, Iván, que también estaba en medio de la retirada.

Sin embargo, mientras los legionarios avanzaban, una nueva amenaza apareció. Más infantería enemiga emergió del hoyo creado por el muro derrumbado. Eran soldados con armaduras y armas les daban un aire exótico y brutal. Zandric observó cómo los arqueros y ballesteros legionarios, desde sus posiciones, lanzaban proyectiles a los enemigos que salían como ratas de las sombras. Las flechas atravesaban la carne y la sangre salpicaba por todas partes, pero el avance enemigo era imparable. Entre ellos, Zandric distinguió al comandante enemigo, Konrot, o quien suponia era Konrot.

Los jinetes enemigos llevaban armaduras de láminas, similares a las que había visto en las tierras orientales, con pecheras segmentadas y capas de hierro y cuero que cubrían sus cuerpos de manera desigual. Usaban gujas enormes o lanzas largas al estilo Yuxiang, sus hojas reluciendo mientras cortaban el aire. Otros jinetes llevaban armaduras de piezas articuladas de acero y cuero lacado, unidas por cordones de seda o cuero. Estaba compuesto por placas superpuestas, sus portadores blandían gujas con hojas afiladas y delgadas, cortando todo lo que encontraban a su paso.

Entre las fuerzas enemigas, algunos jinetes eran más familiares, montando al estilo estándar del continente, con armaduras de placa y malla cubriendo sus cuerpos. Empuñaban alabardas, mazas de dos manos y martillos de guerra, golpeando sin piedad a cualquiera que intentara detener su avance.

Zandric, sin perder tiempo, espoleó a su caballo, un animal enorme cubierto con una armadura pesada que resplandecía bajo la luz sombría de la batalla. En el otro lado, Varkath, el otro comandante de los Legionarios de las Sombras, también hizo lo mismo, liderando a cuatro mil legionarios de las sombras, los restantes se quedaron con Iván. Los legionarios, a caballo y con las alabardas en alto, se prepararon para interceptar la carga enemiga. La tensión en el aire era palpable, como si la misma tierra estuviera conteniendo el aliento antes del impacto.

Mientras se acercaban a toda velocidad, Zandric no pudo evitar sentir un leve dolor en su orgullo. Sabía que Varkath era un mejor guerrero que él, y admitirlo le costaba, pero era la realidad. Varkath no solo era rápido y ágil, sino que también tenía una fuerza devastadora que le permitía destrozar a sus enemigos con una facilidad que pocos podían igualar. Incluso montando un caballo de guerra tan grande como un caballo de tiro, y con una barda pesada que protegía tanto al animal, Varkath era una fuerza de la naturaleza.

Los jinetes de Varkath y Zandric se encontraron con los enemigos en un impacto brutal, un choque de metal, carne y hueso que retumbó por toda la mina. Era como si dos olas colosales se estrellaran una contra la otra, creando un maremoto de sangre y muerte. Caballos y hombres se mezclaban en un caos imparable, los relinchos de las bestias ahogados por los gritos de agonía de los que caían bajo el peso del combate.

Sin embargo, no todos los enemigos fueron interceptados. Algunos jinetes más rápidos lograron esquivar el caos inicial del choque y se lanzaron directamente hacia Iván. Sus espadas brillaban con intenciones asesinas, pero no llegaron lejos. Los Legionarios de las Sombras que protegían al heredero fueron más rápidos. Se abalanzaron sobre los enemigos con una brutalidad implacable, sus alabardas y espadas danzaban en el aire, cortando carne y hueso. Las cabezas de los atacantes volaron, las gargantas fueron abiertas, y la sangre salpicó en arcos mientras los cuerpos caían como marionetas rotas. El suelo se bañó con el rojo oscuro de la muerte.

Las alabardas de los legionarios penetraban las armaduras enemigas con facilidad, arrancando gritos de dolor que se apagaban al instante, ahogados en la propia sangre de los moribundos. Los cuerpos caían pesadamente al suelo, miembros cercenados y torsos destrozados cubrían el campo de batalla como una alfombra macabra. Las gujas de los jinetes enemigos se movían con rapidez mortal, buscando grietas en las armaduras de los legionarios, pero todo era inútil. Los legionarios, con una disciplina implacable, repelían cada ataque. Ninguno caía.

Mientras tanto, Zandric estaba en medio del infierno, aplastando con su maza a un jinete envuelto en una armadura de placas. El cráneo del enemigo explotó bajo el impacto, esparciendo fragmentos de hueso y materia cerebral en todas direcciones. Sin embargo, a pesar de su furia, Zandric necesitaba más alcance. Otro jinete cargó contra él, y en un movimiento rápido, Zandric guardó su maza, desenfundando su mandoble. Con una velocidad que parecía imposible para un hombre de su tamaño, bloqueó un hachazo que hubiera partido a un soldado común en dos. El impacto resonó como un trueno, pero Zandric apenas se movió.

En el flanco izquierdo, Varkath se había convertido en un torbellino de muerte. Su alabarda se movía con una precisión y fuerza sobrehumanas. Los enemigos que intentaban enfrentarlo caían destrozados, partidos en dos, decapitados, o aplastados. El filo de su arma cortaba a través de la carne y el acero como si no ofrecieran resistencia alguna. Los cuerpos caían a sus pies como hojas secas en un vendaval. Por cada enemigo que caía, dos más parecían surgir de las sombras, pero Varkath no se detenía, su avance era imparable. La brutalidad de sus ataques era tal que las cabezas volaban de los cuerpos con facilidad, y las entrañas de los enemigos caían al suelo con un sonido sordo, formando charcos de sangre y vísceras.

Los legionarios de Varkath no eran menos feroces. Sus alabardas, mandobles y mazas golpeaban sin piedad, rompiendo huesos, aplastando pechos y arrancando brazos y piernas. Eran como una marea negra de destrucción que no se detenía ante nada. Gritos de dolor, huesos rompiéndose, y el sonido metálico de la carne siendo atravesada llenaban el aire, creando una sinfonía de muerte.

Zandric, intentando acercarse a la posición de Konrot, fue interceptado por varios jinetes que empuñaban gujas enormes. Sus ataques eran rápidos y precisos, pero Zandric, con una maniobrabilidad sorprendente, esquivó cada embestida con movimientos calculados. Su mandoble se movía en contraataques brutales, desgarrando la carne de los jinetes, partiendo brazos y rompiendo costillas. Uno de los jinetes intentó clavar su guja en el abdomen de Zandric, pero este se inclinó hacia un lado y, con un giro rápido, cortó la pierna del enemigo desde la rodilla. El hombre cayó al suelo, gritando mientras la sangre brotaba en un torrente oscuro y espeso.

Zandric, empapado en la sangre de decenas de enemigos, avanzaba con la furia de una bestia divina, un dios de la guerra desencadenado. Su mandoble cortaba a través de las armaduras como si fueran simples prendas de tela. Cada golpe, cada oscilación de su espada, partía cuerpos, arrancaba extremidades y dejaba tras de sí una estela de muerte y destrucción. La sangre caía en cascadas, formando charcos viscosos que cubrían el suelo y teñían de rojo los caballos y guerreros que luchaban a su alrededor. El aire estaba cargado con el olor acre del hierro, el sudor y la carne quemada.

Frente a él, los enemigos, viendo su avance imparable, comenzaron a agruparse. Como una ola oscura, concentraron su fuerza en el centro de la formación de Varkath y Zandric, allí donde los legionarios de las sombras eran menos numerosos. El empuje fue brutal. El centro de la formación comenzó a tambalearse bajo la presión, y en un instante fatídico, el centro cedió. Los legionarios de las sombras, muchos de ellos derribados de sus monturas, cayeron al suelo mientras las tropas enemigas se filtraban a través de la brecha, abriendo paso para más jinetes, y lo peor de todo, para el propio comandante enemigo, Konrot. El túnel de la mina, amplio pero limitado en movimiento, se convirtió en un campo de muerte. Los legionarios sabían que si cedían más terreno, serían aniquilados.

El espacio confinado hacía que cada movimiento fuera peligroso. Apenas había margen para maniobrar. Los caballos de guerra, enormes bestias blindadas, resoplaban, aterrorizados por el caos a su alrededor. El aire se llenaba de los gritos de los moribundos, el chocar de acero contra acero, y el sonido sordo y visceral de carne siendo atravesada y huesos quebrándose bajo el peso de los mandobles y las mazas. Cada paso que daban los legionarios, el suelo se volvía más resbaladizo por la sangre, las vísceras y los cadáveres que se apilaban en la entrada del túnel, creando un lodazal de cuerpos destrozados.

La situación era desesperada. En el frente, la vanguardia de los legionarios peleaba ferozmente contra la infantería enemiga, pero sufrían un bombardeo constante de flechas y virotes. Los proyectiles llovían sin cesar, clavándose en los cuerpos de los soldados como abejas furiosas. Muchos caían, atravesados por lanzas y flechas que penetraban sus armaduras, sus gritos ahogados por la sangre que subía a sus gargantas.

Zandric, junto a Varkath, luchaba desesperadamente para repeler la carga de los jinetes enemigos. Las armas chocaban con un estruendo ensordecedor, el metal raspaba y chirriaba mientras las gujas enemigas intentaban perforar la defensa de los legionarios. Pero no solo tenían que lidiar con la caballería; delante de ellos, una horda de infantería media avanzaba, empujando cada vez más hacia el centro. Zandric y Varkath trataban de alcanzar a la cabeza del ejército enemigo, pero cada vez más jinetes y soldados se filtraban a través del caos, dirigiéndose hacia un objetivo claro: Iván.

Los enemigos gritaban como posesos, lanzándose a la muerte con fanatismo. "¡Por el Jefe!" gritaban, sus voces llenas de una fervorosa desesperación mientras cargaban en oleadas incesantes hacia Iván. El heredero apenas tuvo tiempo de ponerse su yelmo antes de tener que alzar su alabarda para enfrentar a los jinetes que se le acercaban a toda velocidad. Con un movimiento preciso, decapitó a uno de ellos, la cabeza salió volando por el aire, dejando un rastro de sangre que pintó el suelo mientras el cuerpo sin vida del jinete caía pesadamente.

La guardia personal de Iván, los Legionarios de las Sombras, luchaban con valentía, pero estaban siendo superados. La cantidad de enemigos que se filtraba por la brecha era abrumadora. A pesar de su habilidad y entrenamiento, incluso los más duros entre ellos empezaban a tambalearse bajo el peso de la embestida. La marea de enemigos no cesaba, y los legionarios eran empujados hacia atrás, incapaces de mantener su línea.

El caos alcanzaba niveles insoportables. Los Desolladores Carmesí, expertos en combate cuerpo a cuerpo, se encontraban en su mayoría fuera del túnel, dejando solo a unos trescientos luchando desesperadamente por proteger a Iván. La situación era crítica, y parecía que el final estaba cerca. Pero Iván tenía un as bajo la manga: Ulfric.

Ulfric, el gigante de la guerra, avanzó al frente con su enorme hacha de dos cabezas. Su presencia era suficiente para detener en seco a los jinetes enemigos que cargaban directamente hacia Iván. Con un rugido bestial, Ulfric se lanzó al combate, su hacha cortando a través de carne y hueso con una facilidad espantosa. Uno de los jinetes intentó apuñalarlo, pero Ulfric lo bloqueó con un simple movimiento de su brazo, y con un giro brutal de su hacha, partió al hombre en dos, desde el hombro hasta la cadera. La sangre salpicó en todas direcciones, cubriendo su rostro y su armadura, pero Ulfric no se detuvo.

Uno a uno, los jinetes que se acercaban eran destrozados por la fuerza sobrehumana de Ulfric. El suelo a sus pies estaba cubierto de cadáveres mutilados. A su alrededor, los hombres luchaban por sus vidas, mientras los cuerpos se apilaban cada vez más. Las alabardas y mazas de los legionarios rompían cráneos, aplastaban pechos, y despedazaban a los enemigos que se atrevían a acercarse.

Zandric, al ver la masacre frente a él, sintió una mezcla de admiración y horror por Ulfric. Pero no había tiempo para detenerse. Con un grito de guerra, cargó de nuevo, su mandoble cortando la pierna de un jinete que se acercaba. El hombre cayó de su montura, gritando de dolor mientras la sangre manaba de su pierna cercenada. Zandric no le dio tiempo de recuperarse. Con un rápido movimiento, le atravesó el pecho con su espada, silenciando su agonía para siempre.

El combate se tornaba cada vez más caótico. Los legionarios luchaban como demonios, pero el flujo constante de enemigos era imparable. El túnel era un matadero, y los cuerpos se apilaban unos sobre otros, creando montículos de cadáveres y miembros cercenados. La sangre corría por el suelo, formando pequeños riachuelos que teñían de rojo el terreno.

A pesar de la ferocidad del combate, Zandric sintió cómo el frío de la desesperación comenzaba a apoderarse de su pecho. El avance de los enemigos era implacable, y por más que él y los legionarios de las sombras lucharan con una furia desmedida, sabían que la situación era insostenible. El suelo bajo sus pies se había convertido en un lago de sangre y cuerpos destrozados, miembros cercenados y caras congeladas en rictus de dolor eterno. Cada golpe que daba su mandoble cercenaba un brazo, un cuello, o un torso, pero por cada enemigo que caía, otros dos parecían reemplazarlo. 

La presión en el centro era abrumadora. Los enemigos se filtraban por la brecha que habían abierto y se acercaban peligrosamente hacia Iván, quien peleaba rodeado de sus guardias personales. Aunque los legionarios eran formidables, el peso de los números comenzaba a inclinar la balanza.

Justo cuando Zandric empezaba a preguntarse si todo estaba perdido, una explosión de energía recorrió el campo de batalla, un rugido ensordecedor que resonó por encima del caos. Desde la retaguardia, los Desolladores Carmesí, liderados por Aldric, irrumpieron en escena como demonios desatados del infierno. Con sus espadas y hachas dentadas, desgarraban carne y atravesaban huesos con una brutalidad que pocas veces se había visto en el campo de batalla. Los gritos de agonía de los enemigos llenaron el aire mientras sus cuerpos eran desmembrados sin piedad. Aldric, al frente de sus hombres, parecía una fuerza imparable, su hacha se hundía en los cuerpos de los enemigos con tal furia que cada golpe arrancaba grandes trozos de carne y esparcía sangre por doquier. Los enemigos caían como moscas ante la letal precisión de los Desolladores.

Zandric, con el rostro salpicado de sangre ajena, se giró para ver a Iván en pleno combate. El joven heredero, empuñando su alabarda, se movía con una maestría que solo el entrenamiento más riguroso podía otorgar. Cada golpe de su arma trazaba un arco perfecto, decapitando enemigos, abriendo torsos y cortando extremidades con una fluidez que desmentía su juventud. La sangre corría por el filo de su alabarda, goteando al suelo mientras la voz de Iván, fría y determinada, daba órdenes a sus hombres entre los rugidos de la batalla. Aquello no era solo su primer combate, sino su bautizo en la verdadera brutalidad de la guerra.

Zandric, viendo que Konrot, el comandante enemigo, había salido de su formación y estaba liderando el ataque contra Iván, supo que debía actuar rápidamente. Cruzó miradas con Varkath, quien estaba luchando cerca, ambos asintieron. Sin necesidad de palabras, sabían que tenían que proteger a Iván a toda costa. Giraron sus monturas y comenzaron una nueva carga, liderando a sus legionarios de las sombras directamente hacia Konrot. Pero los enemigos no se lo pusieron fácil. Eran como una muralla de carne, dispuestos a morir antes que permitir que sus líderes cayeran.

Varkath, una verdadera bestia en el campo de batalla, fue interceptado por un jinete enemigo que parecía ser algo más que un simple soldado. Este jinete, cubierto en una armadura dorada desgastada pero aún imponente, empuñaba una guja con una destreza que pocos poseían. Era rápido, increíblemente rápido para alguien cubierto de placas. Varkath, famoso por su agilidad y brutalidad, se encontró en un duelo mortal. El jinete movía su guja con una velocidad que dejaba silbidos en el aire, lanzando estocadas que Varkath apenas lograba esquivar. 

Los dos combatientes intercambiaban golpes a una velocidad frenética. La guja del jinete raspaba la armadura de Varkath, arrancando chispas al chocar contra el acero, mientras Varkath intentaba usar su alabarda para desviar los golpes y encontrar una apertura. Los legionarios a su alrededor estaban ocupados lidiando con la masa de soldados enemigos que seguía avanzando, lo que dejaba a Varkath en un enfrentamiento solitario contra este formidable adversario. El jinete lanzó un tajo hacia el cuello de Varkath, pero este, con un giro hábil de su montura, logró esquivarlo por un pelo y contraatacó con un golpe ascendente que desgarró el vientre del enemigo, haciendo que sus entrañas se derramaran al suelo en un charco repugnante de sangre y vísceras. El jinete soltó un alarido desgarrador antes de caer de su montura, su vida escapándose en cuestión de segundos.

Mientras tanto, Zandric continuaba su carga hacia Konrot, pero el camino estaba lleno de enemigos que lo retenían. Cada golpe de su mandoble hacía que la sangre volara en todas direcciones. En un momento, derribó a un jinete de un solo tajo, partiendo al hombre casi en dos desde el hombro hasta la cadera. Las entrañas del guerrero se esparcieron por el suelo mientras el caballo, desbocado por la falta de jinete, seguía corriendo enloquecido. Zandric apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando otro enemigo, empuñando una alabarda, intentó atravesarle el pecho. Zandric bloqueó el golpe con su espada, pero el impacto lo sacudió hasta los huesos. El enemigo lanzó un rugido mientras intentaba forzarlo a retroceder, pero Zandric, con una fuerza titánica, empujó hacia adelante, cortando la alabarda por la mitad y atravesando el cuello de su adversario. La cabeza del hombre rodó por el suelo, dejando un rastro de sangre mientras su cuerpo se desplomaba como un muñeco de trapo.

Finalmente, cuando Zandric y Varkath rompieron la formación enemiga, sintieron el peso de la resistencia que se les presentaba. Ya casi alcanzaban a Konrot, pero dos guerreros de élite se interpusieron en su camino. Zandric apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando una hoja afilada de hacha pasó rozando su cabeza, cortando el aire con un silbido mortal. El sonido del acero chocando resonó como un trueno en el túnel, y Zandric, con la sangre bombeando furiosa en sus venas, se lanzó a una serie de rápidos ataques. Su mandoble trazaba arcos en el aire mientras contrarrestaba con furia. Su contrincante, un jinete con una enorme guja, se movía con una agilidad que no correspondía a su tamaño.

Ambos guerreros estaban cubiertos con armaduras al estilo Yuxiang, pequeñas placas triangulares cubrían sus torsos, y dos espejos de acero relucían en sus pechos, reflejando la luz parpadeante de las antorchas en el túnel. Las armaduras, aunque no tan majestuosas como las de los legionarios de las sombras, estaban sorprendentemente bien conservadas. Cada choque de las armas lanzaba destellos de chispas al aire, la velocidad de los ataques era sobrehumana, y parecía que las espadas mismas estaban envueltas en fuego.

Mientras Zandric luchaba por mantener a raya a su oponente, otros jinetes enemigos comenzaron a acercarse. No eran tan hábiles como los primeros, pero su número creciente amenazaba con abrumar a los legionarios. Como bestias hambrientas, se abalanzaban sobre los hombres de Zandric, dispuestos a morir por la oportunidad de tomar su cabeza. Los legionarios de las sombras se mantenían firmes, pero las oleadas de enemigos parecían interminables.

Varkath, por su parte, estaba sumido en una feroz batalla. Su alabarda se movía como un rayo, cortando carne y rompiendo huesos con una brutalidad que pocas veces se había visto. Cada golpe desataba una ráfaga de sangre, pero a pesar de su destreza, no podía evitar que otros jinetes se unieran al combate. Varkath estaba siendo asaltado por varios enemigos a la vez. Uno, un guerrero alto y corpulento, le lanzó un tajo con su guja que Varkath apenas logró esquivar, y otro, desde su flanco derecho, intentó atravesarlo con una lanza. El comandante de los legionarios de las sombras, sin embargo, seguía imponiéndose con una fuerza titánica. Por cada enemigo que derribaba, tres más surgían de entre la multitud, como si el mismísimo abismo los vomitara para detener su avance. Su alabarda se hundía en los cuerpos enemigos, destrozando armaduras y aplastando cráneos. Pero incluso para alguien de su fuerza, la presión comenzaba a notarse. Aún así, Varkath no retrocedía.

En medio de esa carnicería, Zandric vio cómo Konrot, el líder enemigo, tomaba una enorme guja de uno de sus hombres y cargaba directamente contra Iván. La escena parecía ralentizarse por un instante. Konrot, montado en su caballo, con su armadura láminas cubierta de la sangre de los caídos a su alrededor, era un espectro de muerte. Sus ojos ardían con una furia asesina. Estaba decidido a acabar con el heredero, y con él, todo futuro para el ducado.

Iván, aunque joven, peleaba con la destreza de un guerrero experimentado. Empuñaba su alabarda con maestría, decapitando enemigos y desgarrando carne. A su alrededor, los legionarios que lo protegían luchaban ferozmente, pero incluso ellos comenzaban a ser sobrepasados por la cantidad de jinetes que lograban filtrarse. Ulfric se puso al frente con su enorme hacha de dos cabezas, protegiendo a Iván. Su hacha cortaba en todas direcciones, y cada golpe que daba destrozaba cuerpos, lanzando vísceras y sangre por el aire. Parecía una fuerza imparable, un dios de la guerra encarnado en carne y hueso. Aldric, líder de los Desolladores Carmesí, estaba a su lado, peleando con una furia que solo los más sanguinarios podían entender. Los Desolladores, con sus armaduras manchadas de sangre, luchaban como bestias. Uno de ellos, un gigante con una armadura roja, aplastaba a sus oponentes con un martillo de guerra tan grande que parecía imposible de manejar. Cada golpe que daba convertía los cuerpos enemigos en una masa irreconocible de carne y hueso destrozado.

Los enemigos seguían cargando, gritando "Por el Jefe" mientras intentaban abrirse paso hasta Iván. La situación era desesperada. Los legionarios en la vanguardia, luchando contra la infantería enemiga, comenzaron a volverse para tratar de ayudar en la batalla de caballería, levantando sus alabardas para desmontar a los jinetes enemigos y matarlos en el acto, pero el caos era absoluto. Sangre, gritos, y el sonido del acero chocando contra el acero llenaban el túnel.

Zandric, mientras continuaba su lucha cuerpo a cuerpo, notaba que su oponente se volvía más agresivo. El jinete lanzó una estocada rápida, buscando su garganta, pero Zandric bloqueó el golpe con el filo de su espada y lanzó un contraataque brutal. La hoja de su mandoble cortó el brazo del enemigo, y una lluvia de sangre brotó del muñón. El jinete soltó un grito inhumano antes de ser decapitado de un solo tajo. La cabeza rodó por el suelo, su expresión congelada en una máscara de terror, mientras su cuerpo se desplomaba pesadamente, derramando sangre por todos lados.

Varkath, aunque rodeado, no cedía. Cortaba a través de los enemigos con una precisión despiadada. Una estocada de su alabarda penetró el pecho de un jinete, y el sonido del crujido de los huesos fue ahogado por el grito agonizante del hombre. Su cuerpo cayó al suelo en un charco de sangre, pero otros tres jinetes ya venían a ocupar su lugar. Varkath lanzó un rugido de furia, su alabarda trazó un arco mortal, partiendo a un hombre por la mitad desde el hombro hasta la cadera. Las entrañas del guerrero cayeron al suelo con un chapoteo nauseabundo, pero los enemigos seguían viniendo.

Y lo que temían se hizo realidad: Konrot, junto a un grupo de jinetes, logró rodear a Iván. Los legionarios de las sombras y los Desolladores Carmesí luchaban con desesperación para contener a los enemigos que aún quedaban, pero en medio del caos, Iván y Konrot se encontraron solos, cara a cara, en lo que sería un combate mortal. Desde la distancia, Zandric, Varkath, Ulfric, Aldric y sus hombres intentaban abrirse paso, sus alabardas y espadas cortando carne y hueso, intentando a toda costa llegar hasta Iván y evitar lo inevitable. 

El sonido de los cascos de los caballos reverberaba en el túnel, mezclándose con los gritos de agonía y el choque constante de acero. El suelo ya no era más que una alfombra de cuerpos destrozados y charcos de sangre. La batalla se había convertido en un infierno viviente.

Konrot, montado sobre su bestia de guerra, alzó su enorme guja y cargó directamente hacia Iván. Parecía una criatura sacada de las peores pesadillas, pudo ver los ojos de enemigo, unos ojos llenos de rabia asesina.

Iván, que en ese momento estaba combatiendo a otro jinete enemigo, apenas tuvo tiempo de girar su alabarda y decapitar a su adversario antes de que Konrot estuviera sobre él. La guja de Konrot se movió como un rayo, y aunque Iván logró bloquear el primer golpe, la fuerza del impacto fue tan brutal que casi lo derribó de su montura. Su cuerpo tembló bajo la presión, y el dolor le recorrió el brazo, pero no había tiempo para recuperarse. Konrot ya estaba lanzando otro ataque, un golpe lateral tan poderoso que arrancó el yelmo de Iván y lo mandó volando por el aire. El yelmo chocó contra las paredes del túnel, girando y rebotando antes de caer en el lodo ensangrentado, dejando al joven heredero con su rostro descubierto y vulnerable.

Iván, ahora sin protección en la cabeza, respiraba con dificultad. Su rostro estaba cubierto de sudor y pequeñas gotas de sangre, aunque no toda era suya. El impacto del último ataque había dejado una profunda marca en su mejilla, pero más allá de eso, estaba ileso. Sus ojos, antes llenos de incertidumbre, ahora ardían con una furia contenida. Este era su primer combate real, y aunque su entrenamiento había sido impecable, nada podía prepararlo para el caos absoluto de una batalla de vida o muerte.

—¡¿Estás feliz, duquesito?! —rugió Konrot, mientras giraba su guja en el aire, preparándose para otro ataque—. Este es el primer baño de sangre que vivirás… ¡y el último!

La voz de Konrot resonaba con una crueldad salvaje, cargada de odio y desprecio. No veía a Iván como un igual, sino como una presa fácil, un joven noble que moriría en el campo de batalla sin haber comprendido jamás el verdadero horror de la guerra. Konrot se relamía los labios, ansioso por acabar con él.

Iván no estaba dispuesto a ceder. Con un movimiento rápido y preciso, desvió el siguiente ataque de Konrot con el gancho de su alabarda, provocando una lluvia de chispas mientras las armas chocaban con violencia desmedida. Ambos hombres, montados sobre sus caballos de guerra, apenas podían moverse en el estrecho túnel. Cada golpe, cada intento de herirse, era una danza mortal donde el más mínimo error significaba la muerte. La guja de Konrot se lanzó otra vez hacia Iván, buscando atravesar su corazón con una precisión brutal. Iván giró su cuerpo en el último segundo, esquivando por un pelo el filo que pasó rozando su peto negro y rojo, desgarrando la ornamentación dorada de su armadura y arrancando una línea de chispas que volaron por el aire.

Iván, con los músculos tensos por el cansancio y la adrenalina, contraatacó sin dudar. Usando el extremo de su alabarda para intentar golpear a Konrot en la cabeza, buscando decapitarlo. Sin embargo, Konrot bloqueó el impacto con su guja, y aunque el golpe fue tan poderoso que lo hizo tambalearse en su montura, pero no se dejó vencer. El sonido del choque metálico resonó como un trueno en el túnel. Por un momento, Konrot pareció aturdido, pero pronto dejó escapar un rugido salvaje, como un animal acorralado, y arremetió de nuevo con una brutalidad desenfrenada. Su guja cortaba el aire en arcos letales, cada ataque más rápido y feroz que el anterior.

A su alrededor, la batalla se desataba en una vorágine de violencia inhumana. Los gritos de dolor y muerte llenaban el aire, mientras la sangre cubría el suelo como una marea imparable. Zandric, al ver el peligro en el que se encontraba Iván, lanzó un grito de guerra y se abrió paso a través de varios jinetes enemigos. Su espada se hundía en la carne de los hombres como si atravesara mantequilla, y cada golpe que daba arrancaba gritos desgarradores mientras cortaba extremidades y rebanaba gargantas. La sangre salpicaba su rostro, cubriéndolo como una máscara macabra, pero Zandric no se detenía. Su única meta era llegar hasta Iván antes de que Konrot acabara con él.

Varkath, por su parte, luchaba contra tres jinetes a la vez, cada uno más decidido que el anterior en intentar derribarlo. Su alabarda cortaba el aire con una rapidez asombrosa, destrozando armaduras y partiendo huesos con la facilidad de quien ha matado mil veces antes. Uno de los jinetes intentó atacarlo por la espalda, pero Varkath, con una precisión letal, giró sobre sí mismo y clavó su arma en el estómago del enemigo, levantándolo del suelo con un movimiento brusco antes de lanzarlo hacia un grupo de jinetes que avanzaban. La sangre corría por su arma en gruesas cascadas, y el suelo bajo sus pies era ya una mezcla de barro, vísceras y cuerpos mutilados que seguian acumulandose mas y mas, mientras avanzaba.

Ulfric, el veterano guerrero, estaba en su propio infierno personal. Con su gigantesca hacha de dos cabezas, partía a los hombres como si fueran muñecos de trapo. Cada golpe era una obra de brutalidad pura, arrancando extremidades, cortando torsos por la mitad, y dejando a su paso una estela de muerte y caos. Su rostro estaba cubierto de sangre seca y fresca por igual, y a cada paso que daba, el lodo bajo su montura se mezclaba con los restos de sus enemigos. Gritaba órdenes a los legionarios alrededor, quienes luchaban con la ferocidad de hombres que sabían que estaban al borde de la derrota, pero que aún se aferraban a la vida con uñas y dientes. Cada enemigo que se interponía en su camino, sin importar cuán grande o fuerte fuera, caía despedazado bajo su hacha.

Mientras tanto, Aldric, junto con el jinete enorme y los demás Desolladores Carmesí, avanzaba con una furia imparable. Eran como una tormenta de cuchillas y muerte, matando a todo lo que se cruzaba en su camino. Cada golpe de sus espadas dentadas destrozaba carne y hueso, y los gritos de agonía de los enemigos llenaban el túnel. Los cuerpos se amontonaban a su paso, y la brutalidad con la que luchaban hacía que el suelo bajo ellos pareciera un río de sangre. Estaban logrando abrir el círculo que rodeaba a Iván y Konrot, dejando el camino libre para intervenir el duelo mortal entre ambos se desatara sin interrupciones.

—Dime, mocoso —escupió Konrot con una sonrisa de odio, mientras su guja se levantaba una vez más—. ¿Te sientes orgulloso? ¿Crees que eres algún tipo de héroe? No, maldito bastardo, eres como todos los demás nobles, un simple carnicero. Si te dejo con vida, harás más baños de sangre y serás solo otro pedazo de mierda en esta montaña de podredumbre que llamamos humanidad.

Iván, con el rostro marcado por el cansancio y la furia, respiraba con dificultad. Su pecho subía y bajaba de manera irregular, pero no estaba dispuesto a dejarse intimidar por las palabras venenosas de su enemigo.

—¡Cállate, hijo de puta sádico! —espetó Iván, con una voz cargada de desprecio—. Me llamas carnicero, pero ¿cuántas putas aldeas has devastado? ¿Cuántas personas han muerto o cuántas mujeres han sido violadas por tus hombres? No soy un héroe, ni me creo superior. No sé qué mierda te hace pensar eso, pero una cosa es segura: voy a acabar contigo aquí y ahora.

El combate entre ambos se volvió aún más encarnizado. Cada golpe era más brutal que el anterior, y la violencia de sus movimientos era tal que las chispas volaban con cada choque de sus armas. La sangre manchaba el suelo a sus pies, y los cuerpos de los muertos formaban una montaña alrededor de ellos. Un jinete enemigo cargó hacia Iván en un último intento de interrumpir el combate, pero Iván, debilitado y al borde del agotamiento, estaba cediendo terreno.

Justo cuando parecía que todo estaba perdido, una figura emergió del caos. Ulfric, con una fuerza monstruosa, partió al jinete que se acercaba, cortándolo a él y a su caballo en dos con un solo golpe de su hacha. La brutalidad del acto fue tal que la sangre y las entrañas de ambos salpicaron a los combatientes cercanos, manchando aún más el campo de batalla con muerte.

Con el camino despejado y la batalla desatando su furia a su alrededor, Iván aprovechó el instante de ventaja. Con un movimiento fluido y preciso, forzó el arma de Konrot hacia abajo, deshaciendo el brutal forcejeo en el que ambos estaban atrapados. El acero rechinó, y con un golpe certero, Iván hizo que la guja de Konrot se apartara. Aprovechó la oportunidad, usando la parte baja de su alabarda para apartar la guja de Konrot y en un movimiento circular y rápido, atravesó la armadura laminar de su enemigo. La hoja penetró las placas laminadas con un sonido grotesco de metal y carne rasgada, y la punta de la alabarda emergió violentamente por la espalda de Konrot, desgarrando sus órganos internos. La lanza de la alabarda atravesó el pecho del guerrero enemigo, y Konrot, a pesar del golpe mortal, no soltó ni un gemido, sus ojos se quedaron fijos en los de Iván, llenos de odio, hasta que la vida comenzó a apagarse en ellos. La sangre brotaba en gruesos torrentes desde su torso, manchando la tierra bajo él.

Pero justo cuando Iván creyó que el combate estaba decidido, todo se desmoronó en una sucesión caótica de eventos. Los jinetes enemigos, al ver caer a su líder, fueron consumidos por una furia incontrolable. Con un rugido salvaje, abandonaron sus posiciones y cargaron directamente contra Iván, llenos de despecho y desesperación. La masa de guerreros avanzaba como una ola de muerte, dispuesta a aplastar todo a su paso. Sin embargo, Ulfric, el coloso de la guerra, se interpuso entre ellos e Iván. Con su monstruosa hacha, abrió una brecha en las filas de los jinetes, decapitando a cualquiera que se atreviera a acercarse. Cabezas volaban por el aire, dejando tras de sí fuentes de sangre que teñían el cielo.

Aldric y los Desolladores Carmesí no se quedaron atrás. Con una furia casi animal, destrozaron a los enemigos que aún quedaban. La gigantesca hacha dentada de Aldric despedazaba cuerpos, arrancando extremidades y partiendo torsos por la mitad. Los gritos de los jinetes enemigos se apagaban mientras la hoja dentada los devoraba vivos. Los Desolladores avanzaban, cortando, mutilando, aplastando, hasta que el campo de batalla quedó cubierto de una alfombra de cuerpos destrozados, carne despedazada y sangre que corría como ríos oscuros entre los cadáveres.

Los Legionarios de las Sombras cerraron filas alrededor de Iván, protegiéndolo mientras la batalla llegaba a su clímax. El círculo que los había aislado del resto de la lucha estaba por romperse. La victoria parecía inminente, pero en ese momento, el aire pareció ralentizarse, como si el tiempo mismo se congelara en medio del caos. Konrot, agonizando pero aferrado a su odio, soltó su guja. Con un esfuerzo sobrehumano, sacó una espada curva y, en un último y desesperado ataque, se lanzó hacia Iván, intentando decapitarlo.

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Zandric, que había estado luchando por llegar hasta su señor, vio el peligro inminente. Con un grito de pura ira, levantó su mandoble y galopo hacia Konrot. Su espada descendió con una fuerza imparable, y con un solo golpe brutal, cercenó el brazo de Konrot antes de que este pudiera tocar a Iván. El sonido del hueso al partirse resonó como un crujido monstruoso en el túnel. El brazo mutilado de Konrot cayó al suelo, cubierto de sangre, mientras su cuerpo se tambaleaba por el impacto.

Varkath no tardó en unirse al ataque. Moviéndose con la velocidad de un depredador, su alabarda trazó un arco mortal en el aire. El filo cortó la garganta de Konrot con tal precisión que su cabeza fue separada del cuerpo antes de que su cadáver cayera al suelo. Un chorro de sangre salió disparado de la herida, empapando a los guerreros cercanos. La cabeza de Konrot rodó por el suelo, con la expresión de odio aún grabada en su rostro, pero su cuerpo ya no era más que una carcasa vacía, derrumbada en medio del caos.

Horas después, cuando el polvo de la batalla comenzó a asentarse, Ulfric se acercó a Iván, revisando sus heridas. El combate en el túnel de la mina había terminado, pero a un precio devastador. Los cuerpos de los enemigos y aliados cubrían cada rincón, una masacre total. Los Legionarios de las Sombras y los Desolladores Carmesí habían acabado con el último de los jinetes enemigos, asegurando una victoria aplastante. La retaguardia, con la infantería media, había logrado abrirse paso y había exterminado a la caballería enemiga con sus hachas de petos decapitando y derribando a todo jinete que aún intentara huir.

En la vanguardia, la infantería pesada, agotada pero implacable, había aniquilado por completo a la infantería enemiga, dejando montones de cadáveres tras de sí. Los ballesteros y arqueros habían terminado con los restantes tiradores enemigos, dejando el campo despejado para que las tropas pudieran avanzar hasta eliminar a todas tropas enemigas.

Cuando finalmente salieron al patio de la fortaleza, el espectáculo que los recibió fue aún más macabro. El suelo estaba completamente cubierto de cadáveres. Los cuerpos de los Devoradores de Huesos y de los enemigos se mezclaban con los de los propios aliados caídos. El olor a sangre, muerte y descomposición era insoportable, y los cuervos ya comenzaban a descender sobre el campo de batalla, listos para darse un festín con los restos de los muertos. Iván, con el rostro endurecido por la batalla, miró a su alrededor, observando los cuerpos de cientos de miles de legionarios caídos.

—No podemos dejar que quede ni uno solo —dijo Iván con voz ronca, apenas audible por el agotamiento—. Quiero que los que no hayan peleado entren en los túneles que quedan. Exterminen a los Devoradores de Huesos y eliminen cualquier tropa enemiga que aún respire.

Los legionarios asintieron, sabiendo que el enemigo ya casi no tenía fuerzas, pero sin bajar la guardia. Sabían que aquellos que quedaban, aunque pocos, eran bestias desesperadas y peligrosas, capaces de cualquier cosa. La limpieza sería sangrienta, pero Iván estaba decidido a no dejar testigos, a eliminar cualquier vestigio de los Devoradores de Huesos.

La victoria había sido devastadora y cruel. El campo de batalla estaba cubierto de cadáveres, tanto enemigos como aliados, y aunque las tropas de Iván habían logrado eliminar a cientos de miles de adversarios, el precio pagado en sangre era significativo. Las bajas en sus filas, aunque moderadas en número, habían sido de guerreros valiosos, cada uno de ellos un recurso irremplazable. El aire estaba impregnado del hedor de la muerte, de la carne en descomposición y de la sangre que empapaba la tierra. 

Las unidades médicas se apresuraban a entrar en la fortaleza, atendiendo a los heridos que habían sobrevivido al brutal asalto en los túneles y a la masacre en la batalla principal. Los sanadores más experimentados estaban al lado de Iván, cuidando sus heridas menores: moretones, cortes superficiales, y contusiones. Aunque su cuerpo resistía el dolor, era evidente que la batalla había dejado marcas. Bajo una pequeña carpa que habían levantado para darle privacidad, Iván estaba sentado mientras los sanadores aplicaban ungüentos a sus heridas y vendaban los cortes. Su mente, sin embargo, estaba en otro lugar, concentrada en los informes que llegaban uno tras otro. Los túneles habían sido despejados y varios enemigos capturados. Iván dio órdenes claras y frías: que fueran torturados hasta la muerte, sin piedad.

El sonido de un mensajero interrumpió el tratamiento. Traía una noticia que llamó la atención de Iván: habían capturado a lo que parecía ser un comandante enemigo, un hombre que solicitaba audiencia con él. Prometía información a cambio de su vida y la de sus hombres. Iván, intrigado y deseoso de obtener cualquier ventaja estratégica, aceptó la propuesta. Salió de su tienda con el torso desnudo, dejando al descubierto su piel cubierta de cicatrices y marcas recientes de la batalla. Los soldados que lo vieron a su alrededor sintieron una mezcla de respeto y temor. 

Al frente, algunos centenares de soldados enemigos, desarmados y con las manos atadas, eran conducidos hacia él. Entre ellos, un hombre de aspecto oriental, con rasgos afilados, un bigote delgado y meticulosamente cuidado. A pesar de su postura erguida y su armadura laminar impecable, su semblante mostraba una ligera tensión, como si no estuviera completamente seguro de su destino.

—Su gracia, soy Xiang Chuan, estratega de Konrot y vencedor de las planicies de Karzan —dijo el hombre con un tono que intentaba sonar elegante, pero que estaba teñido de nerviosismo. Al inclinarse en una reverencia forzada, su falsa confianza se hizo evidente.

Antes de que Xiang Chuan pudiera continuar, Iván levantó una mano, y en un abrir y cerrar de ojos, uno de los Legionarios de las Sombras apuntó la hoja afilada de su alabarda al cuello del prisionero. El frío acero rozaba la piel de Xiang, haciéndolo palidecer.

—Dime por qué no debería torturarte hasta que mueras junto a tus hombres —dijo Iván con una voz grave, su mirada clavada en la del hombre con una intensidad que no dejaba lugar a dudas sobre la seriedad de sus palabras.

Xiang Chuan tragó saliva, su nerviosismo evidente, y con un ligero temblor en su voz respondió: —Bu-bueno... tengo mucha información. Y... si promete pagarme, y darme a mí y a mis hombres un paso seguro, se lo diré todo. Mucho oro a cambio de lo que sé...

Iván hizo una señal con la mano y al instante, un cofre fue traído ante ellos. Estaba lleno hasta el borde de monedas y placas de oro, grabadas con el emblema del lobo de los Erenford y el ducado de Zusian. La riqueza del ducado relucía bajo la tenue luz del atardecer, haciendo que los ojos de Xiang brillaran por un breve instante.

—Dime algo valioso, y cinco cofres como este serán tuyos. Te garantizo una salida segura hasta la frontera con el marquesado de Geokar. Tienes mi palabra —dijo Iván, su tono calmado, pero cargado de amenaza implícita.

Xiang Chuan, ahora más confiado ante la promesa de una recompensa, tomó aire y comenzó a hablar: —Bueno, si una recompensa tan generosa está en juego... —hizo una pausa para aclararse la garganta, mirando ansiosamente el cofre a sus pies—. Primero, debo decirle que fuimos contratados por el duque Maximiliano. Le aconsejo que reúna un gran ejército lo más rápido posible, porque Maximiliano se ha aliado con el duque Eberhard. Están uniendo sus fuerzas para una gran confrontación. Debería reunir todas esas legiones de hierro que pueda... y quizá contratar mercenarios. 

Xiang hizo una pausa, evaluando la reacción de Iván antes de continuar: —Además... el jefe mandó al clan Jinzan, el mismo clan que lo atacó en el bosque, para romper el ejército que usted reunió en el sur, esos Centinelas de Hierro. Lo que vio ayer fue solo una fracción de su poder. Lo atacaron con diez mil hombres... pero en realidad son ciento veinte mil. Así que hay ciento diez mil más de esos monstruos marchando hacia el escudo que levantó en el sur. Y usted ya ha visto cómo luchan esos hombres... No le queda mucho tiempo. Debe hacer algo, o habrá un baño de sangre inimaginable.

El silencio que siguió fue denso, opresivo. Las palabras de Xiang Chuan flotaban en el aire como una nube negra de presagio. Iván lo miró, sus ojos oscuros y calculadores, como si estuviera sopesando cada palabra y cada opción.

Zandric escuchó la mención del clan Jinzan con atención, sin saber mucho sobre ellos hasta ese momento. La noche anterior, mientras compartían una cena rápida antes de retirarse a descansar, le había preguntado a Aldric, el guardia principal de Iván, sobre esos jinetes salvajes que parecían haber dejado una impresión oscura en los recuerdos de la batalla. Aldric, siempre taciturno y reservado, había tardado unos segundos en responder, como si las palabras le pesaran en la lengua.

—Nos enfrentamos a jinetes salvajes y despiadados —dijo finalmente, su tono seco y distante mientras sus ojos reflejaban las llamas que ardían en la fogata. Cada chispa de luz parecía evocar una escena diferente de la masacre que había presenciado. —Pudimos contra ellos... los masacramos. Pero no te equivoques, Zandric: para cualquier tropa común, enfrentarlos sería una condena segura. No eran hombres... eran animales —murmuró con dureza, como si esas palabras encerraran la esencia de su horror.

Aldric tomó un sorbo más de su agua ardiente, su rostro duro y carente de emoción. Sin embargo, en la profundidad de su mirada se notaba un cansancio abismal, un peso que no se reflejaba en sus palabras. —Pero los animales, no importa cuán salvajes sean, pueden ser cazados. Un buen cazador sabe cómo enfrentarse a ellos. Solo recuerda: no debes vacilar. No hay espacio para la piedad, ni para los titubeos —sentenció, dejando que sus palabras quedaran suspendidas en el aire, mientras el crepitar del fuego añadía un trasfondo sombrío a la conversación.

Zandric permaneció en silencio, procesando las palabras de su compañero. Mientras observaba la fogata titilante de esa noche, sus pensamientos lo arrastraban de vuelta a la conversación con Aldric sobre los horrores que enfrentaron. La imagen de los jinetes brutales que describía aún se mantenía viva en su mente, como un eco de pesadillas pasadas. Volvió al presente con un suspiro, alejándose de los recuerdos que lo perturbaban, enfocándose nuevamente en el patio de la fortaleza donde se encontraba ahora. Frente a él, un grupo de prisioneros aguardaba su destino, temblando bajo la fría mirada de los legionarios.

Zandric se recompuso, pero no pudo evitar notar algo extraño en su líder, Iván. Su rostro parecía tan sereno como siempre, esa máscara impenetrable que mantenía en todo momento, pero había algo en sus ojos que lo traicionaba. Angustia. Preocupación. No era común ver a Iván en ese estado, y eso causó que un nudo se formara en el estómago de Zandric. Era como si una tormenta se gestara en el interior de su señor, contenida solo por la fuerza de su voluntad. Pero Zandric, siendo uno de los pocos que lo conocía lo suficiente, podía leer entre líneas. Sabía que aquella aparente calma no duraría mucho.

Las palabras seguían resonando en su mente mientras observaba a Iván enfrentarse a Xiang Chuan, el traidor que, sin darse cuenta, había condenado a muerte a más de los suyos al revelar la ubicación de aquellos monstruos, el clan Jinzan. La tensión en el aire era palpable, como si todo estuviera al borde de estallar. Pero Iván se mantuvo frío, como el acero que adornaba su armadura, implacable y firme. Sin embargo, los ojos de su señor decían otra cosa: ira, una furia que esperaba ser liberada en el momento adecuado.

Finalmente, Iván rompió el silencio, y su voz cortó el aire como un cuchillo afilado.

—Tienes tu oro. Zandric, uno de mis comandantes, tomará mil de sus legionarios y te escoltará —dijo Iván con un tono firme, pero helado, una calma que solo aumentaba la sensación de peligro en la atmósfera. Xiang Chuan, aunque intentaba mostrar agradecimiento, no pudo evitar que un leve temblor cruzara su rostro. El miedo se apoderaba de él, pero no tanto por las palabras de Iván, sino por la mirada que compartieron. En esos ojos oscuros, Xiang Chuan vio la sentencia de muerte que lo aguardaba.

Zandric captó el verdadero mensaje de su líder al instante. No habría escolta. Solo muerte. Las palabras eran claras, pero los ojos de Iván contenían un mensaje aún más oscuro. Este no era un simple traslado de prisioneros; era una ejecución disfrazada. Una orden implícita. No habría compasión ni misericordia para los bandidos y quienes asolaron la tierra de Zusian.

Sin decir más, Zandric inclinó la cabeza en señal de asentimiento, una aceptación muda de la misión que le encomendaban. Se giró hacia sus Legionarios de las Sombras, los guerreros más letales, disciplinados y despiadados bajo su mando. Cada uno de ellos estaba preparado para actuar sin cuestionamientos, entrenados para cumplir cualquier tarea, por sangrienta que fuera. Montó en su caballo, sintiendo el peso familiar del acero en su cadera, el frío de su espada esperando ser desenvainada. A su señal, los legionarios se alinearon en formación, listos para ejecutar la orden no pronunciada.

El trayecto hasta el bosque fue corto, pero cada paso que daban los prisioneros se sentía como una eternidad. Xiang Chuan, junto con sus seguidores, avanzaban en una esperanza vana de salvación, pero el ambiente que los rodeaba era pesado, oscuro, como si la misma naturaleza percibiera el destino inminente que los aguardaba. A medida que se adentraban más en la espesura del bosque, los prisioneros empezaron a notar el cambio en el comportamiento de sus captores. El silencio de los Legionarios de las Sombras era tan denso que cada crujido de las hojas bajo sus pies sonaba como un grito en medio del vacío. Ninguno de ellos hablaba. Ninguno hacía el más mínimo ruido.

Cuando llegaron a una parte del bosque lo suficientemente densa y apartada, donde los gritos no se escucharían más allá de los árboles, Zandric dio la orden con un gesto sutil de su mano. No necesitó palabras. Los prisioneros fueron empujados hacia adelante, con los ojos vendados y las manos atadas. La primera fila cayó antes de que pudieran siquiera comprender lo que estaba ocurriendo. Las alabardas de los legionarios se movieron con una precisión escalofriante, cortando carne y hueso con una destreza letal. Algunos prisioneros cayeron decapitados, sus cuerpos desplomándose al suelo antes de que el horror de la situación pudiera alcanzarlos.

Pero no todos tuvieron una muerte rápida.

Un joven, quizás el más inexperto entre los prisioneros, gritó al sentir la cercanía del filo de una alabarda. Cayó de rodillas, suplicando por su vida, con lágrimas corriendo por sus mejillas. Sin embargo, sus ruegos fueron cortados por el sonido sordo de la hoja atravesando su garganta. La sangre brotó en un chorro violento, y el joven intentó detener el flujo con sus manos temblorosas, pero era inútil. En cuestión de segundos, su cuerpo se desplomó en el suelo, todavía convulsionando.

Otro prisionero, más corpulento y resistente, trató de luchar, pero fue derribado por una alabarda que golpeó con fuerza su pecho, destrozando su armadura. Su cuerpo se retorció en el suelo, gritando de dolor mientras los legionarios le arrancaban los pedazos de armadura. Uno de ellos, con una frialdad inhumana, hundió una daga en su abdomen, girándola lentamente. El prisionero gritó, una mezcla de horror y dolor indescriptible, mientras sentía cómo la hoja destrozaba sus órganos. La tortura duró lo que pareció una eternidad, hasta que su cuerpo quedó inmóvil, sus ojos vacíos mirando hacia el cielo gris.

Mientras tanto, Xiang Chuan, en un pánico creciente, intentó escapar. Corrió desesperado entre los árboles, pero antes de que pudiera dar más de dos pasos, una flecha lo alcanzó en el muslo, haciéndolo caer al suelo con un grito de dolor. Se arrastró, dejando un rastro de sangre en la tierra, pero su destino ya estaba sellado. Zandric lo alcanzó con una calma espeluznante, desmontando de su caballo con lentitud, como si disfrutara del momento.

—Te prometieron oro y libertad, ¿no? —dijo Zandric, su voz llena de desprecio. Xiang Chuan, incapaz de hablar por el miedo, intentó balbucear algo, pero sus palabras fueron ahogadas por la desesperación. Zandric no esperó más. Con un solo movimiento, hundió su espada en el pecho de Xiang Chuan, atravesando su corazón.

El cuerpo del bandido se quedó inmóvil, su vida escapando en un suspiro final. Zandric limpió su espada en la ropa del cadáver antes de girarse hacia sus hombres, quienes ya habían terminado con los demás prisioneros. El suelo estaba empapado de sangre, y el aire olía a muerte.

—Dejen los cuerpos aquí —ordenó con frialdad—. El bosque se encargará del resto.

Montó en su caballo una vez más, y con una simple señal, los Legionarios de las Sombras comenzaron su marcha de regreso, dejando tras de sí el rastro silencioso de una masacre. El bosque, ahora un lugar sombrío y macabro, se cerraba sobre los cadáveres, como si la naturaleza misma quisiera borrar el rastro de la brutalidad que acababa de ocurrir.