Chereads / El Ascenso de los Erenford / Chapter 31 - XXXI

Chapter 31 - XXXI

Iván respiró hondo, obligando a su mente a despejarse. Sabía que había cometido un error fatal. Se dejó llevar por la sensación de victoria al derrotar a las tropas ligeras que inicialmente los habían atacado al entrar en el bosque. Pensó que se trataba solo de una maniobra para ralentizar su avance y permitir que Konrot y sus fuerzas principales se retiraran. Al vencer a esos soldados, permitió que el grueso de su ejército se dispersara cazando a los rezagados, perdiendo de vista lo obvio: era una trampa. Ahora, rodeado por tropas salvajes y la infantería de élite del enemigo, Iván comprendía lo cerca que estaba de una derrota humillante. La mayoría de sus tropas estaban demasiado lejos, dispersas en la caza, y cuando se dieran cuenta del cerco que se cernía sobre él, sería demasiado tarde.

Miró a su alrededor. La formación que lo protegía estaba bien organizada y disciplinada, un pequeño alivio en medio del caos. Eso le daba un poco de tiempo, pero no mucho. No podía permitirse morir de manera inútil. Ordenó izar la bandera del cuartel general, un gesto que transfería el mando directo de los legionarios de la formación cuatro a sus órdenes. Sabía que debía actuar rápido, mientras los jinetes salvajes cruzaban entre los árboles como sombras de muerte.

Su mirada se encontró con la de Maric, cuya rejilla del yelmo ocultaba sus ojos. Sin embargo, Iván pudo sentir la comprensión mutua entre ellos. Maric solo asintió, con una calma fría que contrastaba con el caos que los rodeaba. Iván reorganizó a los legionarios, especialmente a los que estaban más alejados de la zona principal de combate, hacia el frente donde la batalla de la caballería se realizaba y donde su caballería pesada realizaba cargas intermitentes para debilitar a la infantería enemiga. La caballería debía exterminar a las unidades que estaban directamente frente a él, abriendo un camino en el que Iván pudiera maniobrar.

Rápidamente, Iván ordenó una formación escalonada. La infantería pesada y de élite se reajustó para reforzar la línea. Los soldados de infantería pesada de élite fueron colocados al frente, formando un muro de acero impenetrable. Dentro del círculo donde Iván se encontraba, mandó que se despejara el camino: arqueros y ballesteros se retiraron para evitar ser atrapados en la refriega, mientras la infantería ligera y media, tanto las unidades de élite como las regulares, se preparaban para un envolvimiento estratégico.

Su plan era sencillo, pero mortalmente eficaz. El coloso enemigo, que había sembrado la devastación en las filas de los jinetes pesados, debía ser engañado. Iván quería que rompiera la formación y se adentrara, confiado, en una trampa cuidadosamente orquestada. Ordenó que los anillos de los Legionarios de las Sombras que lo protegían se disolvieran y formaran una línea frente a él, mientras las demás tropas se distribuían en los flancos, listas para rodear al gigante. Todo esto debía suceder con precisión absoluta; cualquier error y el coloso podría acabar con todos.

Detrás de Iván, también se daban órdenes rápidas y decisivas. Los legionarios fueron instados a pasar a la ofensiva. Iván movilizó a la caballería media y a la caballería pesada regular para que ayudaran a contener a la infantería enemiga. Los triángulos de infantería pesada avanzaron como una maquinaria mortal, sus escudos y alabardas brillando con la luz de la sangre derramada. La infantería media fue lanzada a la refriega, mientras la infantería ligera, colocada en las posiciones exteriores, se preparaba para cerrar la trampa en un envolvimiento total que atraparía al enemigo en un baño de sangre.

Ivan mando una orden con las banderas a Aldric para que no regresara. "Mantén la presión sobre los jinetes enemigos. Es mejor acabar con esos bastardos ahora, antes de que se vuelvan un problema mayo". Ordeno con las banderas

En ese momento, Iván se giró hacia Yori, el gigantesco Desollador Carmesí que había sido encargado como su guardaespaldas. El monstruoso guerrero, con su armadura hecha de placas de acero negro y rojo cubierto con cicatrices de cientos de batallas, sostenía su martillo de pinchos con una calma casi irreal, observando el caos como un depredador al acecho.

—Yori —dijo Iván, con su voz amortiguada por el yelmo que lo protegía—, no permitiré que este sea un combate individual. No voy a dejar nada al azar. Necesitamos eliminar a ese hombre.

Yori no dijo una palabra, pero asintió con solemnidad, apretando su martillo con una fuerza que hacía crujir el metal. Iván sabía que Yori era uno de los mejores duelistas de Thronflic, pero la bestia que se aproximaba no era un oponente común. Este era un ser de pura brutalidad, una tormenta de destrucción en carne viva, y enfrentarlo requería algo más que habilidad. Requería inteligencia, coordinación y una voluntad implacable para aplastar toda esperanza de victoria en el corazón de aquel monstruo.

Mientras los segundos se alargaban como horas, el rugido de la batalla seguía intensificándose. A lo lejos, el coloso se acercaba cada vez más, su presencia aterradora como la de una fuerza imparable. Iván observó con atención. Sus hombres seguían las órdenes con precisión casi mecánica, reorganizándose, preparándose. El suelo bajo sus pies temblaba con el peso de los cuerpos que caían, el sonido de las espadas desgarrando carne y el eco de los gritos de los moribundos llenaba el aire con una sinfonía de muerte.

Los arqueros y ballesteros ya estaban perfectamente posicionados, con sus dedos tensos sobre las cuerdas y los ojos fijos en la bestia que avanzaba. El aire se llenaba del siniestro crujido de las flechas y los virotes al ser disparados, cortando el viento con una precisión mortal. Pero Iván lo sabía, ninguna cantidad de proyectiles sería suficiente para detener a ese monstruo. A cada impacto, el gigante apenas reaccionaba, su piel gruesa y la furia que lo consumía parecían inmunes al dolor. No se trataba de matarlo a la distancia; el verdadero combate debía suceder cuerpo a cuerpo, en un acto de brutalidad despiadada.

Iván observaba, su mente calculando cada movimiento, cada paso de la bestia que se aproximaba. El gigante era una tormenta de destrucción encarnada, con su maza teñida del rojo profundo de la sangre derramada. A su lado, los jinetes salvajes lo acompañaban, gritando como demonios mientras cortaban a través de las filas de los legionarios como una cuchilla afilada. Los cuerpos de los soldados volaban por los aires, destrozados en un instante. Escudos partidos, alabardas quebradas. Los legionarios de élite, por muy disciplinados y entrenados que estuvieran, parecían insignificantes ante la furia desatada de aquella criatura.

El gigante no solo destrozaba hombres, sino también la moral de los que lo enfrentaban. A cada golpe de su maza, un soldado caía al suelo, convertido en un amasijo de huesos rotos y carne despedazada. El sonido de los huesos crujir resonaba como un eco macabro, mientras la sangre brotaba a chorros, bañando el campo de batalla. Flanqueado por sus seguidores, el gigante avanzaba imparable, con cada paso aplastando los cadáveres que ya alfombraban el suelo, los cuerpos retorcidos y desgarrados de aquellos que habían sido lo suficientemente desafortunados como para estar en su camino.

Las flechas y virotes continuaban cayendo sobre ellos, como una lluvia de muerte. Aunque los jinetes salvajes caían uno tras otro, el gigante parecía inmune, ni siquiera ralentizado por los proyectiles que se clavaban en su cuerpo como insignificantes agujas. Cada vez que un jinete caía, Iván sentía una pequeña victoria, pero esa pequeña chispa de esperanza era rápidamente sofocada por la presencia abrumadora del coloso que seguía avanzando. Su trampa estaba tendida, pero cada segundo que el gigante sobrevivía, más peligrosa se volvía la situación.

Cuando finalmente el gigante atravesó la formación de infantería pesada, se produjo un estallido de caos. Las alabardas que se levantaron para detenerlo se rompieron como ramas secas bajo el peso de la maza, los cuerpos de los legionarios fueron lanzados por los aires como muñecos de trapo. Gritos de agonía llenaban el aire, mezclándose con el sonido de la carne desgarrada y el acero al romperse. El gigante y sus seguidores pasaban por encima de los cadáveres, aplastando sin piedad los cuerpos rotos de los legionarios, mientras avanzaban cada vez más hacia el corazón de la formación.

La infantería media, regular y de élite, avanzó entonces, lanzando sus armas con una precisión letal. Sus hachas de petos destrozaron a los jinetes salvajes que acompañaban al gigante, abatiéndolos con brutal eficiencia. La infantería ligera de élite y regular, con una lluvia de flechas y jabalinas, perforaba el aire en un intento desesperado por frenar el avance. Los jinetes salvajes caían como hojas en una tormenta, derribados uno tras otro. Pero el gigante, esa abominación imparable, seguía su curso. Su maza giraba en un arco mortal, arrancando miembros y aplastando cráneos con una fuerza descomunal.

La sangre corría en torrentes, bañando el campo de batalla. Los cuerpos de los legionarios y los jinetes enemigos yacían en el suelo como una alfombra carmesí, y el gigante, con cada rugido, parecía crecer en fuerza, impulsado por una furia que parecía sobrenatural. Sus ojos estaban inyectados en sangre, su rostro deformado por una mueca de odio inhumano. Cada golpe de su maza era un estruendo ensordecedor, cada movimiento un acto de carnicería.

Iván sabía que no podía permitirse esperar más. El gigante estaba demasiado cerca, demasiado peligroso. Fue entonces cuando dio la señal. Los Legionarios de las Sombras, una fila de cincuenta hombres de la élite de la élite, se lanzaron sobre el gigante en un asalto frenético. Estos hombres eran los mejores que el ducado podía ofrecer, guerreros curtidos en sangre, capaces de matar con una eficacia aterradora. Pero incluso ellos parecían insignificantes frente a la brutalidad del coloso.

El gigante rugió, balanceando su maza en un amplio arco. El impacto fue tan devastador que tres legionarios de las sombras volaron en pedazos, sus cuerpos desintegrándose bajo la fuerza del golpe. Sin embargo, los otros cincuenta no retrocedieron, lanzando sus alabardas y espadas contra la bestia, buscando puntos vulnerables en su armadura y su piel. A pesar de la superioridad táctica, el gigante desmontaba a los legionarios como si fueran muñecos de tela, su furia inhumana desbordando cualquier resistencia que le ofrecieran.

Aun así, Iván no confió solo en eso. Ordenó que los ciento cincuenta legionarios restantes de las sombras atacaran en masa. Una ola de acero y músculo chocó contra el gigante, lanzando una andanada de alabardas y espadas. El monstruo rugía de furia, sus movimientos eran caóticos pero increíblemente precisos, desintegrando a sus enemigos con una facilidad que solo un ser de esa naturaleza podía poseer. Los impactos de la maza eran brutales, los cuerpos de los legionarios se partían bajo su fuerza descomunal. Si no fuera por las armaduras de acero Monter forjado, muchos más se hubieran muerto y habrían sido convertidos en una pasta sanguinolenta al instante.

Yori, el gigantesco Desollador Carmesí, se plantó frente al coloso con una determinación brutal. El sonido de su gruñido resonó por encima de los gritos de agonía y el caos de la batalla. A su alrededor, los cuerpos mutilados de los legionarios eran pisoteados, convertidos en masas sanguinolentas bajo el peso de los pasos de aquellos dos titanes. Con su martillo monstruoso en mano, Yori se preparó para enfrentarse al gigante, sabiendo que el combate sería una prueba más allá de cualquier duelo anterior. La tensión en el aire era casi palpable; cada respiro que tomaba se llenaba del olor metálico de la sangre y la podredumbre de la muerte.

Iván observaba desde una distancia prudente, su corazón latiendo con fuerza. Sabía que Yori era una máquina de destrucción, un guerrero cuya leyenda era suficiente para hacer temblar a cualquier adversario. Pero ese gigante no era un enemigo común. Era una bestia, una fuerza indomable que ya había sembrado muerte entre las filas de sus mejores hombres. Aun así, no podía permitir que Yori luchara solo. Mientras los dos titanes se preparaban para colisionar, Iván dio una rápida orden para despejar el camino, permitiendo que el Desollador cargara a toda velocidad con su enorme corcel, el cual parecía tan colosal como su jinete.

El gigante, con una mirada llena de rabia y odio, levantó su maza de tamaño descomunal, sus ojos fijos en Yori, como si ya hubiera decidido que sería su próximo trofeo. Con un rugido inhumano, cargó hacia él, los músculos de su cuerpo tensándose como si fueran cuerdas listas para romperse bajo la presión de su propia furia. El impacto fue brutal. El martillo de Yori y la maza del gigante chocaron en el aire, generando una onda expansiva que hizo temblar el suelo y lanzó una nube de polvo y sangre en todas direcciones. El sonido del choque fue como un trueno, un crujido ensordecedor que rasgó el aire y llenó el campo de batalla con un eco estremecedor.

Ambos monstruos retrocedieron un paso, sacudiendo sus cabezas por el impacto. Sin detenerse a respirar, comenzaron a intercambiar golpes con una velocidad y fuerza que parecían imposibles para seres de su tamaño. Cada golpe que Yori lanzaba era recibido por un contraataque del gigante, y viceversa. El suelo bajo sus pies se quebraba, dejando profundas grietas que se llenaban rápidamente de sangre y barro. Los gritos de los legionarios y los chillidos de los jinetes agonizantes eran insignificantes en comparación con el estruendo de aquella colisión titánica. Era como si la tierra misma no pudiera soportar la furia de estos dos guerreros.

Alrededor de ellos, los hombres de Iván luchaban por mantener a raya a los seguidores del gigante. Los jinetes salvajes que lo acompañaban intentaron intervenir, pero fueron recibidos por una lluvia de flechas y virotes que los atravesaron sin piedad. Aquellos que lograron llegar más cerca fueron masacrados por las alabardas, martillos de guerra y partesanas de la infantería de élite de Iván. Los cuerpos de los jinetes enemigos caían en pedazos, sus miembros despedazados por los afilados filos de las armas, mientras la sangre brotaba a chorros y manchaba la tierra ya empapada de muerte.

Pero en el centro de todo, el duelo entre Yori y el gigante continuaba, con cada golpe resonando como un macabro tambor de guerra. La maza del gigante se movía con una rapidez espeluznante, golpeando con una fuerza suficiente para romper rocas y aplastar cráneos. Cada vez que su arma impactaba contra Yori, las placas de su armadura chirriaban bajo la presión, abollándose y a punto de ceder. Sin embargo, Yori no era menos feroz. Su martillo, aunque más pequeño en comparación con la monstruosa maza del gigante, era letal en las manos del Desollador Carmesí. Cada golpe que lanzaba estaba cargado con una fuerza brutal, y cada vez que conectaba, se escuchaba el sonido nauseabundo de huesos quebrándose y carne desgarrándose.

El gigante, lleno de furia ciega, lanzó un golpe descendente hacia Yori con la intención de aplastarlo. El martillo de Yori subió en un arco rápido para interceptarlo, y cuando las dos armas chocaron, las chispas volaron, iluminando brevemente la masacre a su alrededor. Sin embargo, ese fue el momento que Iván había estado esperando. No iba a dejar que esta pelea se convirtiera en un duelo honorable; la supervivencia no tenía espacio para el honor. Con un gesto rápido, ordenó a los legionarios de las sombras más fuertes y mejor entrenados que se lanzaran al combate.

Veinte hombres, veteranos de guerras atroces, con cuerpos tan colosales como su experiencia en combate, cargaron sobre el gigante. Montados en sus caballos blindados, sus músculos tensados bajo el peso de las alabardas, eran como una ola de acero viva que rodeaba al monstruo. Cada alabarda estaba forjada para desgarrar incluso las armaduras más impenetrables, y sus puntas relucían bajo el cielo teñido de humo y sangre. Los caballos bufaban con furia, moviéndose con la precisión de máquinas de guerra entrenadas. Las pezuñas levantaban tierra y sangre a su paso, y el sonido de los cascos retumbaba como tambores en el campo de batalla.

El gigante, montado sobre una bestia igual de aterradora, alzó su maza descomunal, rugiendo con una furia animal. Su caballo, una criatura deformada y salvaje, resoplaba vapores infernales. Con un solo movimiento de su maza, el monstruo derribó a cinco legionarios en un instante. Los cuerpos de los hombres, aún sobre sus caballos, volaron por los aires, retorcidos, sus huesos triturados bajo la presión del impacto. El crujido de sus armaduras aplastadas resonó en el aire como si sus cuerpos fueran juguetes de hojalata desechados. Los caballos chillaron de terror al caer, aplastados bajo el peso de sus propios jinetes. Sin embargo, los legionarios no estaban muertos, solo suspendidos entre la vida y el dolor insoportable, sus cuerpos magullados y retorcidos.

A pesar de la brutal carnicería, los demás legionarios no retrocedieron. Como auténticas bestias de combate, montados en sus enormes corceles, se lanzaron nuevamente hacia el coloso. Las alabardas buscaron las junturas de la armadura del gigante, tratando de perforar las placas de metal que lo protegían. Otros legionarios, con precisión calculada, apuntaban directamente al caballo que montaba el monstruo, queriendo dejarlo a pie. La estrategia era clara: derribar la montura y luego destrozar al jinete. Pero el gigante no era presa fácil.

El monstruo giró su maza en un amplio arco, creando un viento de destrucción a su alrededor. El suelo temblaba con cada golpe, las alabardas se doblaban como si fueran de madera frágil, y los legionarios luchaban por mantenerse sobre sus caballos. Aquellos que fueron golpeados de lleno sintieron cómo sus costillas se rompían dentro de sus cuerpos, mientras la sangre brotaba de sus bocas, inundando sus gargantas con sabor a hierro. Los cascos de los caballos derrapaban sobre el barro empapado de sangre, algunos cayendo con un sonido nauseabundo al ser aplastados por el peso de los jinetes que los montaban. La carne se desgarraba bajo la presión, los gritos de dolor se mezclaban con el rugido imparable del gigante. 

De entre el caos surgieron dos legionarios, más grandes y fuertes que los demás. Montados en sus caballos igualmente imponentes, estos hombres eran torres vivientes de acero y carne, armados con alabardas que brillaban con sed de sangre. Con movimientos coordinados, se lanzaron hacia el gigante junto a Yori, el Desollador Carmesí. Mientras los otros legionarios intentaban contener la furia del monstruo, estos tres guerreros formaban la vanguardia de la resistencia. Sus alabardas atacaban los flancos del gigante, obligándolo a retroceder, a defenderse, a luchar por su vida.

Yori, viendo un hueco en la defensa del monstruo, levantó su martillo titánico y descargó un golpe devastador en el costado del gigante. El sonido del impacto fue como el trueno, y todos a su alrededor pudieron oír el crujido visceral de las costillas del coloso al romperse. El gigante soltó un rugido de dolor tan profundo que hizo temblar el suelo bajo los pies de los combatientes. Sin embargo, no cayó. A pesar del daño evidente, la bestia seguía de pie, alimentada por una furia ciega y desatada. Con un giro rápido y brutal, el gigante balanceó su maza hacia Yori, golpeándolo en el pecho con una fuerza monstruosa.

Yori fue lanzado hacia atrás como un muñeco de trapo, su cuerpo y caballo volaron varios metros antes de estrellarse contra el suelo. Su armadura, hecha del acero más resistente, estaba abollada y desgarrada, y su pecho ardía con un dolor insoportable. Sin embargo, el Desollador Carmesí no era alguien que cayera fácilmente. Con un gruñido salvaje, lleno de rabia y determinación, se levantó. Su caballo, aunque herido, se reincorporó a su lado, y Yori, tambaleándose ligeramente, volvió a levantar su martillo, dispuesto a continuar la batalla.

El gigante, tambaleándose por el dolor, giró su montura hacia Yori, pero en ese momento, Iván supo que el combate no podía alargarse mucho más. La bestia estaba herida, pero aún peligrosamente fuerte. Si no acababan con él pronto, seguiría matando sin piedad. Desde su posición, Iván levantó la mano, y con una voz que resonaba por encima del caos, dio la última orden. Los legionarios restantes, aquellos que aún podían luchar, se lanzaron una vez más al ataque.

El gigante, rodeado y herido, luchaba con la ferocidad de un animal acorralado. Sus golpes eran más erráticos, pero no menos peligrosos. Cada impacto que daba lanzaba hombres y caballos volando por los aires, sus cuerpos cayendo al suelo con un sonido de carne rota y huesos destrozados. La sangre salpicaba a los combatientes cercanos, cubriendo todo en un manto rojo y viscoso. Los legionarios, montados en sus caballos, intentaban maniobrar entre el caos, buscando el golpe final, el que pondría fin a la pesadilla.

Finalmente, Yori y los dos legionarios colosales cargaron con una brutalidad imparable. Sus caballos se lanzaron al ataque con los cascos arremetiendo contra la tierra ensangrentada, mientras las alabardas descendían como guadañas de la muerte. El gigante, con la armadura ya abollada y su cuerpo maltrecho por el combate, se tambaleaba bajo la furia combinada de los guerreros. Las alabardas se clavaban en las uniones de su armadura, abriendo grietas en las gruesas placas, y el martillo de Yori golpeaba con una fuerza tan devastadora que cada impacto resonaba como el golpe de un trueno, quebrando huesos y carne. El gigante rugió con un alarido de desesperación y furia que hizo estremecer el campo de batalla, pero esta vez, su resistencia llegaba a su límite.

El golpe de Yori impactó directamente en su espalda, hundiendo el metal de la armadura con un crujido sordo que retumbó por todo el campo. El gigante soltó un rugido inhumano, un sonido gutural que mezclaba dolor y rabia pura. Los legionarios alrededor mantenían la presión, sus armas buscando los puntos vulnerables de la armadura, desgarrando carne mientras el gigante agitaba su maza como un animal herido. Cada vez que la maza del coloso caía, lanzaba a los hombres y sus caballos volando por los aires, sus cuerpos rompiéndose contra el suelo, pero ya no tenía la misma fuerza devastadora. La sangre manaba en cascadas desde sus heridas, bañando su cuerpo en un manto carmesí.

El caballo del gigante, una bestia monstruosa y grotesca, también comenzaba a tambalearse, sus patas delanteras doblándose bajo el peso del cuerpo masacrado de su jinete. Con un aullido casi fantasmal, la criatura cayó de rodillas, aplastando a un par de legionarios en su descenso, y con un estruendo que sacudió el suelo, el gigante fue finalmente arrojado al barro, sus extremidades arrastrándose en un último intento por levantarse.

Pero en lugar de ceder, el gigante, con su odio aún ardiendo en sus ojos, levantó su maza por última vez. Los legionarios de las sombras que lo rodeaban intentaron detener su avance, arremetiendo con sus alabardas, pero el coloso se levantó con un último grito de desafío. Su maza descendió arrasando legionarios de las sombras que trataran de detener su avance, cuyos cuerpos quedaron destrozados, aplastados hasta convertirse en una masa informe de huesos y carne.

Iván, viendo el peligro inminente, actuó por puro instinto. Apenas tuvo tiempo de reaccionar, pero con un grito de rabia y determinación, levantó su alabarda. Aunque no era el más fuerte de sus hombres, reunió cada gramo de energía y lanzó un golpe desesperado contra la maza del gigante justo en el momento en que descendía hacia él. El impacto fue tan brutal que Iván sintió como si su brazo se rompiera bajo la presión, pero por un milagro, el golpe fue suficiente para desviar la trayectoria de la maza, que pasó a escasos centímetros de su cabeza, rasgando el aire con un silbido mortal.

El gigante, aturdido por el contragolpe, apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Yori, emergiendo desde su posición con la velocidad de un depredador enloquecido, levantara su martillo una vez más. Con un grito bestial, Yori descargó toda su furia en un golpe directo a la cabeza del coloso. El impacto fue tan violento que el cráneo del gigante se hundió bajo el peso del martillo, aplastado de forma desagradable y brutal. Fragmentos de hueso y materia cerebral salpicaron el aire, cubriendo a los combatientes cercanos en un baño de sangre y vísceras.

El cuerpo del gigante, ahora sin vida, se desplomó con un estruendo final. Su maza, que aún pendía en el aire por la inercia del golpe fallido, cayó inerte al suelo con un sonido pesado. Los legionarios que quedaban de pie, empapados en sangre y barro, respiraron pesadamente, observando cómo la monstruosidad se desplomaba para no levantarse nunca más. El silencio que siguió fue roto solo por el entrecortado respirar de los supervivientes y el gemido agónico de los heridos que yacían esparcidos por el campo.

Iván, exhausto, bajó su arma con las manos temblorosas. Sentía el dolor punzante en su brazo y el peso del miedo y la adrenalina aún latente. Sabía que habían ganado, pero a qué precio. Los cuerpos de sus hombres, destrozados y esparcidos por todas partes, eran un testamento crudo de la brutalidad de la batalla. La sangre empapaba el suelo hasta formar charcos oscuros, y los miembros cercenados de los caídos decoraban el paisaje como un macabro recordatorio de lo que significaba la guerra.

Yori, jadeante, se inclinó sobre el cadáver del gigante, su martillo aún empapado en la sangre caliente del monstruo recién derrotado. Los músculos de su cuerpo temblaban por el esfuerzo, y aunque su armadura estaba abollada y su piel mostraba cortes profundos, su mirada seguía fija en Iván, esperando la siguiente orden. El Desollador Carmesí había cumplido su tarea, pero sus ojos revelaban una sed de sangre aún insaciable, como si la brutalidad del combate sólo hubiera alimentado su deseo de más carnicería. Iván lo sabía bien; la batalla estaba ganada, pero la guerra en el alma de Yori nunca terminaría. 

Alrededor de ellos, el campo de batalla se extendía como una visión infernal. La carnicería había continuado durante horas interminables, y para cuando el sol comenzó a desvanecerse en el horizonte, el suelo era un océano de cuerpos. Cientos de cadáveres, amontonados unos sobre otros, formaban montañas informes de carne rota, huesos partidos y charcos oscuros de sangre que se extendían bajo las botas y los cascos de los supervivientes. El aire estaba espeso, cargado con el hedor metálico de la sangre y el agrio aroma de los cuerpos en descomposición, mientras los cuervos descendían en bandadas, atraídos por el festín de carne humana.

Los legionarios de las sombras, exhaustos pero implacables, seguían cazando a los últimos rezagados del enemigo. Las alabardas silbaban en el aire y el metal se hundía en la carne blanda, arrancando gritos de agonía antes de que el silencio final se apoderara de ellos. Los jinetes salvajes, aquellos hombres brutales que una vez cargaron con furia bestial, ahora yacían despedazados, sus cuerpos hechos trizas por las espadas de Aldric y los Desolladores Carmesí. Las llanuras, que alguna vez estuvieron llenas del rugido de la batalla, ahora eran un cementerio sin nombre, una fosa común en la que yacían mezclados los soldados enemigos y los aliados caídos, todos bañados por igual en la masacre.

Aldric se acercó a Iván, su armadura bañada en sangre, sus ojos duros, implacables, reflejando el caos que había ayudado a desatar. A su alrededor, los Desolladores Carmesí y los legionarios de las sombras estaban cubiertos en fragmentos humanos: trozos de carne, sesos aplastados, miembros cercenados colgaban de sus armaduras como trofeos macabros. El sudor y la sangre se mezclaban en sus rostros, pero no había orgullo, sólo una brutal fatiga que apenas disimulaba el ansia por más violencia. 

El sol, ahora apenas un rastro rojizo en el cielo, iluminaba con una luz malsana los restos del campo de batalla. Los cuerpos mutilados, las caras congeladas en gritos de dolor eterno, todo era un paisaje de horror sin fin. El viento frío soplaba a través de las filas de cadáveres, moviendo las capas de los soldados sobrevivientes, mientras los cuervos finalmente comenzaban a descender, impacientes por arrancar carne de los caídos.

Las horas continuaron arrastrándose en esa atmósfera sofocante de muerte, y aunque los sonidos del combate se iban apagando gradualmente, de vez en cuando un grito ahogado o el estruendo de espadas aún resonaba en la distancia. Pero esos ecos eran apenas el vestigio de la brutalidad que había arrasado ese lugar. Iván avanzaba lentamente entre los cuerpos, su caballo negro trotando sobre los cadáveres sin el más mínimo respeto por los muertos. Dirigía la Legión del Duque, ahora reducida, pero aún letal. Cien Desolladores seguían a su lado, sus ojos aún encendidos con la locura de la batalla. Cada paso resonaba en la tierra empapada de sangre, y el peso de la victoria comenzaba a aplastar el ánimo de los soldados.

El camino que llevaba al bosque estaba lleno de cadáveres. Iván se detuvo un instante, observando el espectáculo macabro frente a él. El caos lo rodeaba, pero él permanecía inmóvil, como si fuera una sombra distante, separada de la carnicería que él mismo había desatado. El viento helado le agitaba la capa oscura, mientras su mirada se posaba en los cuerpos de los enemigos que aún convulsionaban en sus últimos momentos. Sus rostros contorsionados en agonía, sus ojos abiertos en terror, y sus cuerpos colapsados sobre la tierra empapada de sangre. Habían ganado, pero Iván no sentía satisfacción. Su primera batalla como heredero del ducado había sido un éxito, pero en lo más profundo de su ser, una inquietud insidiosa lo devoraba lentamente.

El campo de batalla estaba en silencio, pero dentro de Iván rugía una tormenta. La victoria no traía el alivio que había imaginado. Había esperado sentir la gloria del triunfo, el peso de la responsabilidad y la justicia cumplida, pero en su lugar solo sentía un vacío insondable. El eco de los gritos moribundos y el olor de la muerte lo perseguían, clavándose en su mente como un veneno que no podía sacudirse.

¿Por qué no sentía la victoria? Se preguntaba mientras observaba la muerte a su alrededor. No era la falta de sangre, ni la gloria arrebatada. Había algo más, algo que se arrastraba en las profundidades de su alma, algo que no lograba identificar. Quizás, pensaba, debió haber luchado con más intensidad, haber sentido el crujir de los huesos enemigos bajo sus propias manos. Pero no, no era eso. La lucha cuerpo a cuerpo no lo excitaba, la adrenalina de la batalla no le atraía. Algo más profundo se había perdido, algo que ninguna cantidad de sangre derramada podría devolverle.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de un caballo que se acercaba a toda velocidad. Un jinete apareció desde el bosque, cubierto de polvo, sudor y sangre seca. El rostro del mensajero estaba marcado por la urgencia, sus ojos revelaban una mezcla de terror y esperanza. Respiraba con dificultad, pero no perdió tiempo en inclinarse ante Iván.

—Su gracia —dijo el jinete, con la voz temblorosa pero firme—. Encontramos la base de Konrot. No es una simple fortaleza, es un campamento bien fortificado. Ulfric me envió para avisarle.

El alivio en el rostro de Iván fue casi imperceptible, una ligera relajación de los músculos de su mandíbula. Al menos Ulfric no había sido emboscado. Pero incluso con esta noticia, el vacío seguía ahí, una sombra en el fondo de su mente que no podía ignorar.

—Llévame allí —ordenó Iván, girando su caballo con precisión, mientras sus ojos permanecían fijos en el horizonte. El jinete, aún exhausto por el viaje y la urgencia, asintió rápidamente y tomó la delantera, guiando a Iván a través del campo de batalla. Mientras avanzaban, el viento traía consigo los gritos lejanos de los moribundos, aquellos últimos alaridos de vidas que se desvanecían en la crueldad del día. Pero para Iván, esos sonidos ya no significaban nada. Eran ecos vacíos, una sinfonía de muerte que se había convertido en parte de su vida diaria. La victoria había sido suya, pero el vacío interior seguía acechándolo.

Tras unos minutos de cabalgata, llegaron a un claro en el bosque. El terreno estaba despejado, y los restos de árboles recién cortados yacían por todas partes, apilados en montones como cuerpos de gigantes derribados. Legionarios de la infantería pesada y media trabajaban incansablemente, sus músculos tensos bajo el peso de los troncos y herramientas. El sudor brillaba en sus frentes, mezclado con la sangre seca y el barro que cubría sus armaduras. Ingenieros habían llegado desde el campamento, supervisando la construcción de máquinas de asedio, catapultas, arietes, escalas, y manteles de madera. Era un hervidero de actividad, el preludio a un asalto aún más brutal.

Frente a ellos, se alzaba una estructura pequeña pero imponente: una antigua mina, reutilizada y fortificada por el enemigo. Sus murallas de piedra, evidentemente restauradas con urgencia, ofrecían una sólida defensa. Desde lo alto de las murallas, se veían arqueros enemigos que, sin descanso, lanzaban flechas hacia las posiciones de los legionarios. Cada flecha que caía traía consigo el silbido mortal del viento cortado, seguido por el impacto seco al clavar en escudos o carne. Iván pudo ver cómo algunas de sus tropas habían sufrido bajas. Los cadáveres de algunos legionarios caídos estaban esparcidos por el suelo, mezclados con las astillas de madera y las flechas que salpicaban el campo.

Los legionarios de Ulfric ya se habían reunido en formación alrededor de la mina. Había unidades de infantería pesada y media apoyando a los ingenieros, construyendo armas de asedio bajo la presión constante del fuego enemigo. Los jinetes de la caballería media estaban desmontados, ayudando a levantar una grúa improvisada para el ariete que pronto embestiría la puerta de la fortaleza. Manteletes y plúteos de tres ruedas avanzaban lentamente, cubriendo a los arqueros y ballesteros que devolvían el fuego, buscando desgastar a los defensores en las murallas.

Iván observaba todo con la precisión fría de un comandante curtido en mil batallas. Sabía que no bastaba con un simple ataque frontal. Necesitaban aplastar a sus enemigos con una táctica calculada, golpeando con fuerza en los puntos débiles. Las flechas llovían sobre ellos, pero sus legionarios no flaqueaban. Cada hombre sabía lo que estaba en juego, y el miedo había sido reemplazado por la implacable necesidad de destruir a aquellos que osaban resistirse al heredero del ducado.

De repente, Ulfric apareció a la vista, montado en su caballo de guerra. Su figura imponente se destacaba entre los soldados, como un gigante entre hombres. La sangre manchaba su armadura, pero no parecía suya. A su lado, sus más cercanos comandantes lo seguían, cubiertos en barro y restos de los cuerpos enemigos, como si hubieran salido de las entrañas del infierno mismo.

—Iván —dijo Ulfric al llegar a su lado. Su voz, normalmente grave y serena, ahora llevaba una nota de preocupación que Iván no pasó por alto. Pero antes de continuar, se detuvo al notar el estado de Iván—. ¿Estás bien? —preguntó, mirando las pocas manchas en la armadura de su joven líder.

Iván, aún con la respiración controlada tras la batalla anterior, asintió. Sin decir una palabra, se quitó el yelmo lentamente, dejando que el aire fresco le acariciara el rostro empapado en sudor y sangre. Su mirada se cruzó con la de Ulfric, y aunque su rostro mostraba calma, sus ojos revelaban un cansancio profundo. 

—Me emboscaron —dijo Iván con un tono neutral, como si fuera una simple observación—. Hubo un hombre enorme que intentó tomar mi cabeza. Pero falló.

Ulfric sonrió levemente, una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos. Sus manos, aún manchadas de sangre, apretaron las riendas de su caballo con fuerza. —Por su puesto que no morirías, eres mi alumno—murmuró.

Detrás de Iván, la Cuarta Legión del Duque y los Desolladores Carmesí avanzaban como una marea oscura. La sangre aún fresca manchaba sus piernas hasta las rodillas, mezclándose con el barro y los restos de los enemigos caídos. Sus armaduras, antaño brillantes, ahora estaban cubiertas de carne destrozada, tendones arrancados, y fragmentos de huesos que colgaban como trofeos macabros de la carnicería anterior. Los ojos de cada soldado reflejaban el cansancio de la guerra, pero también una sed insaciable de más violencia. Eran hombres que habían cruzado la línea entre humanos y bestias, y parecían más dispuestos que nunca a hundirse aún más en la barbarie.

Entre ellos, los Legionarios de las Sombras se movían como fantasmas. Ninguno de ellos estaba ileso. Las cicatrices recientes brillaban a la luz tenue del sol, entrelazándose con las viejas marcas de batallas pasadas. No había hombre en esas filas que no llevara sobre su piel el precio de la guerra. El dolor físico se había convertido en algo tan natural para ellos como respirar, pero el verdadero peso era emocional: una fatiga silenciosa que ahogaba sus corazones y endurecía sus almas. La guerra había tallado su marca en sus rostros, en la mirada vacía de aquellos que habían perdido todo menos su lealtad y su odio.

El olor en el aire era sofocante, una mezcla de sangre coagulada, sudor agrio y la podredumbre de la muerte que empezaba a impregnar el campo. El viento traía consigo un hedor tan espeso que parecía adherirse a la piel, a las armaduras y a los caballos que avanzaban con los cascos hundidos en el barro empapado de sangre. Iván observaba las murallas de la mina fortificada con ojos fríos y calculadores. Sabía que el asedio sería cruento, que sus hombres morirían en oleadas, pero la certeza de la victoria lo mantenía imperturbable. Tenía tres millones de legionarios, y aunque perdiera decenas de miles, la fortaleza caería. Los defensores serían aplastados bajo la aplastante máquina de guerra que había forjado. Era solo cuestión de tiempo.

Antes de que pudiera empezar a dar órdenes, mandar mensajeros a las unidades esparcidas por el bosque para que reforzaran el asedio, un grito cortó el estruendo de los trabajos de construcción y el silbido constante de las flechas que volaban de una muralla a otra.

—Así que finalmente tengo el honor de ver al bastardo que quiere cazarme —dijo una voz con desprecio desde lo alto de las murallas.

Iván levantó la vista, sus ojos afilados encontrando rápidamente la figura que había hablado. De pie sobre las murallas, con una actitud arrogante y segura de sí mismo, estaba un hombre que irradiaba peligro. Su cabello largo y de un morado oscuro, recogido en una cola de caballo, brillaba bajo la luz tenue del sol que empezaba a descender. Algunos mechones más cortos caían sueltos alrededor de su frente, dándole un aire salvaje y a la vez calculado. Su rostro, surcado de cicatrices que contaban historias de antiguas batallas, mostraba una expresión de suficiencia que inmediatamente irritó a Iván. Aquel hombre no solo era un guerrero experimentado, sino que parecía disfrutar del desafío, como si la violencia fuera un juego para él.

Vestía una armadura laminar al estilo Yuxiang, de un púrpura intenso que brillaba ominosamente. Alrededor de su cuello llevaba una piel oscura, probablemente de alguna bestia salvaje que había matado él mismo. Su túnica estaba adornada con ribetes de estampado de leopardo, y sobre todo eso, una capa blanca ondeaba detrás de él, una señal de su desprecio por el peligro. No era un soldado común; era un líder, un enemigo formidable. Su rostro mostraba múltiples cicatrices, especialmente en los hombros, como trofeos de sobrevivir a emboscadas que habrían matado a cualquier otro. Su nariz afilada, los labios sorprendentemente suaves para alguien con su historia, y la pequeña perilla que adornaba su barbilla le daban un aire de ferocidad, pero también de control frío. Llevaba varios aretes en la oreja izquierda, cada uno una declaración de su carácter audaz y peligroso. Sus ojos, oscuros y brillantes a la vez, destellaban con una mezcla de locura y un odio contenido que parecía bordear lo inhumano.

Iván lo observó con cuidado. No sabía si estaba frente a un psicópata desquiciado o a un guerrero con una ira sobrehumana, pero en realidad no le importaba. Lo único que contaba era que aquel hombre estaba allí, desafiándolo. La guerra, para Iván, no era una cuestión de emociones, sino de resultados. Y el resultado era claro: ese hombre caería.

Con un gesto apenas visible, Iván hizo una señal a los Legionarios de las Sombras y a Ulfric, indicándoles que lo siguieran. Avanzaron hasta quedar lo suficientemente cerca de la muralla como para hablar, pero no lo suficiente como para caer en una trampa. Ulfric, siempre alerta, vigilaba los alrededores con ojos de halcón, listo para intervenir en caso de un ataque sorpresa.

—Konrot, si no estoy mal, ¿verdad? —dijo Iván con una calma helada, sin molestarse en levantar la voz.

El hombre en la muralla sonrió con una arrogancia que hacía hervir la sangre. Dio un paso al frente, sus ojos fijos en Iván, como si lo estuviera midiendo, evaluando cada centímetro de su cuerpo, cada detalle de su postura. No era solo un enfrentamiento de palabras; era el preludio de un choque entre dos titanes, cada uno preparándose para la batalla inevitable.

—El mismo —respondió Konrot, su voz impregnada de burla, sus palabras cayendo como veneno—. ¿Vienes a morir, duquecillo? ¿O solo a ver cómo tus perros caen ante mis hombres? ¿Quizás vienes por otro regalo, como el que te hice en Altharen? Fue algo difícil reunir tantos cuerpos para hacer el lobo, pero al final valió la pena, ¿no lo crees?

Las palabras de Konrot, cargadas de desprecio, resonaron en la mente de Iván como una burla intolerable. El recuerdo de Altharen, de los cuerpos amontonados formando una grotesca figura en forma de lobo, era un recordatorio oscuro de lo que había perdido y de la brutalidad del hombre que tenía ante sí. Detrás de Iván, los legionarios tensaron sus cuerpos, sus manos apretando con furia los mangos de sus armas, listos para actuar. Sin embargo, Iván levantó una mano, calmando a sus hombres. No era el momento, aunque sintiera la rabia ardiendo dentro de él como un fuego incontrolable. Sentía la ira inundar sus pensamientos, haciendo que su mano apretara con fuerza la alabarda que portaba, deseando lanzarla directamente al corazón de Konrot y terminar con la arrogancia de una vez por todas.

Iván dejó que el silencio se alargara, mirándolo con una frialdad que contrastaba con la tormenta emocional que lo consumía por dentro. Sus ojos, tan afilados como el acero de su arma, parecían analizar cada detalle de Konrot, como un depredador que estudia a su presa.

—Espero que hayas recibido los cuerpos de tus seguidores —dijo Iván, su voz carente de emoción, pero con una dureza que hizo que el viento pareciera detenerse por un momento—. Mis Desolladores se divirtieron triturando a tus hombres. Incluso esa mujer... —Iván hizo una pausa, midiendo las reacciones de Konrot—. Ulfric me dijo que, antes de matarla y desmembrar su cuerpo, permitió que aquellos que necesitaban... liberar tensiones se divirtieran con ella. No sé si era tu mano derecha o izquierda, no me importa. Fue masacrada hasta que dejó de ser de utilidad, y lo mismo le sucedió al resto de tus hombres en los campamentos, brutalizados y masacrados.

Las palabras de Iván eran una sentencia, una promesa de que lo peor estaba por venir. Mientras hablaba, veía cómo los ojos de Konrot se llenaban de una furia contenida, una furia que lo hacía parecer aún más amenazante. El hombre estaba acostumbrado a dominar, a controlar la situación, pero Iván había logrado algo más profundo: había tocado una fibra que lo hacía tambalearse, al menos internamente. Konrot, a pesar de mantener su sonrisa arrogante, no podía ocultar el destello de ira que brillaba en sus ojos. Un hombre como él, siempre lleno de odio, de resentimiento, no podía soportar escuchar cómo sus hombres, y en especial una mujer cercana a él, habían sido sometidos de esa manera.

—Te volveré a ganar, y haré que tu sufrimiento sea prolongado —dijo Iván con una calma peligrosa, espoleando a su caballo para que retrocediera lentamente, manteniendo siempre la mirada fija en Konrot.

Pero antes de que pudiera retirarse, una risa burlona resonó desde las murallas, una carcajada que resonaba con un tono desagradable y profundamente ofensivo.

—¿Qué te hace pensar que me ganaste alguna vez, duquesillo? —se burló Konrot—. Ni siquiera peleé. ¿Hablas de esa escaramuza aburrida en el valle o de las emboscadas que solo organizaba para entretenerme? Si hubiera decidido pelear en serio, bastardo, no habrías tenido ni una sola oportunidad.

Las palabras de Konrot cayeron como una provocación más, pero Iván no tuvo tiempo de responder cuando otra voz, aún más grotesca, interrumpió.

—Así es, bastardo —dijo una voz pastosa y desagradable desde lo alto de la muralla—. Hay algo más grande que viene por ti, pedazo de mierda. Y cuando te masacren, volveré a tomar lo que es mío. Mi Seraphina. Por fin la tendré. Y mi ciudad... entenderás, maldito —la figura que habló era un hombre gordo y sucio, su rostro deformado por una mueca repugnante, Lord Well, el cerdo que había escapado de Lindell, aquel que casi había violado a Seraphina antes de que Iván lo apartara de su camino.

La mención de Seraphina hizo que algo dentro de Iván se rompiera. La ira, que había estado contenida, explotó como una tormenta sobre su mente. Ese cerdo miserable, esa inmundicia que osaba mencionar a Seraphina, la mujer a la que había jurado proteger. La promesa de protegerla y la de asesinar a ese malnacido se entrelazaron en su mente, transformando su rabia en acción pura. En un movimiento rápido, tan veloz que solo los veteranos pudieron verlo, Iván lanzó su alabarda con una precisión mortal. El arma voló por el aire, atravesando el pecho de Lord Well con tal fuerza que la risa grotesca del hombre se cortó de inmediato, reemplazada por un silencio sordo. Su cuerpo gordo cayó pesadamente desde la muralla, estrellándose contra el suelo con un ruido seco y grotesco.

—Tráeme su cuerpo y mi alabarda—ordenó Iván a uno de los legionarios con voz firme, pero fría como el hielo. Sus ojos se volvieron de nuevo hacia Konrot, su expresión sin mostrar ningún rastro de humanidad.

Con una señal de su mano, las flechas y virotes comenzaron a volar nuevamente, cortando el aire como un enjambre de muerte. El asedio había vuelto a comenzar, y esta vez Iván no permitiría que nada detuviera su avance. Konrot, aunque mantenía su sonrisa, no pudo evitar tensarse, mirando cómo sus hombres caían a su alrededor bajo el peso del ataque. Iván sabía que el enemigo era peligroso, pero también sabía que ahora tenía la ventaja. La ira de Konrot, aunque poderosa, lo volvía más predecible.

De repente, un grito surgió desde las murallas, un grito que hizo que Iván se detuviera, alerta.

—¡Ese inútil escudo al sur no protegerá a nadie!

Iván se detuvo en seco. El "Escudo del Sur" era un contingente de Centinelas de Hierro que Zandric había erigido sin su permiso, pero que habían sido útiles para cerrar el cerco y evitar que Konrot escapara. Sin embargo, la mención de su ineficacia era alarmante. ¿Cómo podría romperse? Iván había eliminado a todos los soldados de los campamentos enemigos, había masacrado cientos de miles en esta batalla. ¿Cómo podía haber más soldados ocultos, cómo era posible que tantos enemigos hubieran atravesado las fronteras sin ser detectados? Todo aquello era ilógico, una sombra de duda que comenzaba a extenderse sobre su mente, pero ahora, el tiempo corría, y el asedio debía continuar.

El cielo se tornó negro poco después, como si la propia naturaleza anticipara la violencia y la muerte que se avecinaban. Las nubes grises que cubrían el horizonte comenzaron a espesar, transformándose en un manto oscuro que engullía la luz del día. Iván, había dado órdenes claras: acosar las murallas de la fortaleza enemiga con una lluvia incesante de flechas y virotes, evitando un asalto frontal. No era aún el momento para un ataque directo. Mientras tanto, sus hombres erigían tiendas a una distancia segura de la fortaleza, lo suficientemente cerca para mantener la presión pero fuera del alcance de cualquier contraataque. 

Mensajeros iban y venían, cruzando el bosque con noticias del éxito de las pequeñas escaramuzas que aún se libraban en el bosque circundante. Los legionarios dispersos habían encontrado y eliminado a varias tropas enemigas que intentaban ocultarse en los rincones más oscuros y remotos del terreno, tambien empezo a reagrupar a sus hombres. Los gritos lejanos de esos combates, que al principio se mezclaban con el aullido del viento, empezaban a disminuir gradualmente, señal de que las pocas fuerzas de Konrot que aun vivían estaban siendo masacradas.

Con la amenaza inmediata bajo control, Iván ordenó que se trajeran las unidades medicas desde el campamento principal para asistir a los heridos. Era metódico, cuidando de cada detalle mientras aseguraba que su ejército estuviera en posición antes de que comenzara el asalto definitivo. El viento frío, que soplaba con más fuerza a medida que caía la noche, traía consigo el olor metálico de la sangre y el sudor, mezclado con el humo de las fogatas que iluminaban el improvisado campamento.

A lo lejos, la silueta de la fortaleza enemiga se erguía como una bestia herida, esperando el golpe final. Iván la observó un momento, con el ceño fruncido, antes de girar sobre sus talones. Sabía que la victoria era inevitable, pero también sabía que la fortaleza no cedería sin cobrar un alto precio.

Una tarea pendiente lo llamaba. Iván, en un gesto sombrío, ordenó decapitar a Lord Well, observó cómo los Desolladores Carmesí cumplían su orden con una eficiencia brutal, y él mismo se encargó de que la cabeza fuera enviada a Seraphina, cumpliendo así su promesa. Lo hizo por el cumplimiento de una deuda personal, un recordatorio de lo que estaba dispuesto a hacer por aquellos a quienes juraba proteger.

Dentro del campamento, bajo una tienda amplia y resguardada, Iván empezó a trazar su próximo movimiento. Mandó a levantar una carpa para planificar el asedio con detalle. Los mapas del terreno circundante se extendían sobre una mesa de madera rústica, pero ninguno proporcionaba información clara sobre la antigua mina fortificada que ahora servía como bastión de Konrot. Frustrado, ordenó que buscaran entre los legionarios a cualquier hombre que pudiera tener conocimiento de la mina o sus defensas, confiando en la experiencia de aquellos que habían recorrido esas tierras antes de que se convirtieran en un campo de batalla. El conocimiento local era tan vital como la fuerza bruta.

También ordenó que enviaran aves mensajeras a Lord Gareth, quien se encontraba cerca del ejército de centinelas de hierro con su guarnición de Centinelas de Hierro. Aunque Gareth era un hombre ambicioso, su habilidad para liderar grandes ejércitos lo hacía indispensable en este momento crítico. El fue un vicecomandante de la Legión de Hierro podía ser la pieza clave para defenderse de un ataque , neutralizando cualquier amenaza imprevista que pudiera surgir desde el sur. Iván necesitaba un plan que involucrara tanto el sitio como una posible incursión desde varias direcciones.

La tienda estaba en constante movimiento. Oficiales y mensajeros entraban y salían con reportes de distintas zonas del campo de batalla. Iván revisaba cada uno con una mirada calculadora, ajustando el plan conforme llegaba nueva información. El murmullo de voces tensas y el rasgueo de plumas sobre pergamino era lo único que rompía el silencio en su entorno.

De manera simultánea, Iván había enviado emisarios a los señores de las ciudades y pueblos más al este del norte, exigiendo que enviaran sus guarniciones para reforzar el ejército de centinelas de hierro. Sabía que Konrot no era un enemigo que pudiera subestimarse, incluso en su aparente derrota.

Mientras reflexionaba sobre el mapa, Iván levantó la vista cuando los Legionarios de las Sombras entraron silenciosamente en la tienda, escoltando a un hombre. Era un jinete ligero, su piel curtida por años de batalla y su cabello entrecano cayendo en mechones sobre su rostro surcado por cicatrices. Los años de lucha se reflejaban en la dureza de su mirada, pero había en él algo más que el mero instinto de supervivencia. Se acercó al mapa con pasos firmes y extendió una mano temblorosa, pero segura, señalando un punto en las montañas cercanas.

—Mi señor —dijo con una voz baja y rasposa, producto de muchos años inhalando el polvo de los caminos—. Conozco esas tierras, mucho antes de que la mina se convirtiera en una fortaleza. Mi padre era minero, y yo trabajé con él de niño. Por él pude comprar mi caballo y hacer la prueba para poder unirme a las legiones de hierro. He explorado esos túneles hasta sus rincones más oscuros.

Iván, con una mezcla de curiosidad y desconfianza, se inclinó hacia el mapa, observando el punto que el hombre había señalado. Había algo en su voz, en su convicción, que captó la atención del duque.

—Hay túneles ocultos bajo esas montañas —continuó el jinete—. Pasadizos viejos, excavados antes de que esta guerra siquiera fuera un pensamiento. Algunos de ellos conectan con el interior de la fortaleza. Pueden estar bloqueados por escombros o derrumbes, pero si encontramos la entrada… podríamos tener un camino directo hacia el corazón de la fortaleza, donde menos lo esperan.

Los ojos de Iván brillaron con una chispa de interés renovado. La posibilidad de tomar la fortaleza desde dentro, de asestar un golpe inesperado, lo tentaba. Sabía que cualquier ventaja en esta batalla podría marcar la diferencia. La idea de infiltrarse a través de esos túneles ocultos presentaba una oportunidad única, pero también un riesgo. Konrot era astuto, y aunque desconocía cuánto sabía el enemigo sobre esos túneles, Iván no podía permitirse subestimarlo. Cualquier incursión subterránea sería peligrosa, una apuesta alta que podría costarles la victoria o darles el control total.

Se quedó en silencio por un momento, sopesando las opciones. Fuera de la tienda, el viento soplaba con fuerza, haciendo que los estandartes ondearan violentamente bajo el cielo encapotado. La oscuridad de la noche se asentaba sobre el campamento como un presagio de lo que estaba por venir.

—¿Crees que Konrot conoce esos túneles? —preguntó Iván, mirando al jinete con seriedad.

—No lo sé, mi señor —respondió el hombre—. Pero los pasadizos son antiguos, muchos han sido olvidados incluso por los propios mineros que trabajaron allí. Es posible que Konrot haya explorado algunos, pero dudo que sepa de todos.

Iván asintió lentamente, tomando la decisión. Era un riesgo, pero en la guerra, la victoria no siempre favorecía a los cautelosos. Giró sobre sus talones para dirigirse a los comandantes que ya habían llegado a la tienda. Aún no había logrado reunir a todas sus tropas dispersas por el bosque, pero tenía suficientes hombres como para ejecutar un plan.

—Que las tropas descansen esta noche —ordenó Iván con firmeza, su voz cortando el silencio—. Mañana, simularemos un ataque frontal a la fortaleza. Pero mientras nuestras fuerzas mantengan a los defensores ocupados, Zandric y los Legionarios de las Sombras reforzados por infantería ligera de elite se infiltrarán a través de los túneles y nos abrirán las puertas desde dentro. 

Los comandantes asintieron, pero algunos intercambiaron miradas de preocupación. Sabían que un asalto frontal sería costoso, y las bajas podían ser significativas. Aun así, Iván no les dejó lugar a dudas de su determinación.

El duque entonces miró de nuevo al jinete.

—Tú —dijo, entrecerrando los ojos—. Perdona, pero no sé tu nombre.

—Ruvan, mi señor —respondió el hombre con una reverencia breve—. A su servicio.

—Ruvan, quiero que tomes algunos hombres de la infantería ligera —continuó Iván—. Muévete rápido y en silencio. Encuentra esos pasadizos y asegúrate de que están despejados antes del amanecer. No podemos permitirnos sorpresas. Debemos estar listos para movernos al primer signo de debilidad.

Ruvan asintió con determinación, pero antes de marcharse, se giró para añadir algo más.

—Mi señor —dijo, su voz teñida de advertencia—. Esos túneles son antiguos y traicioneros. Muchos no han sido recorridos en décadas. No solo los derrumbes son peligrosos; se dice que algunas criaturas de las profundidades los han reclamado como su hogar.

Iván, impasible, asintió. No había tiempo para supersticiones ni miedos. Si había criaturas en esos túneles, serían eliminadas como cualquier otro obstáculo.

Ruvan se retiró de la tienda, seguido de un pequeño grupo de Legionarios de las Sombras. El viento silbaba entre los árboles mientras la noche continuaba cayendo con su manto frío y oscuro. Iván, en silencio, observó cómo los preparativos continuaban en el campamento. Las fogatas parpadeaban a lo lejos, como pequeños faros de vida en medio de un paisaje de muerte inminente.

Dentro de la tienda, el ambiente estaba cargado de tensión. Iván se inclinó sobre los mapas extendidos sobre la mesa, trazando con la mirada las líneas de avance, los puntos de concentración de sus fuerzas y las posibles rutas de infiltración. Los últimos informes habían llegado; los exploradores regresaban con noticias del bosque y las escaramuzas contra las fuerzas de Konrot. La mayoría de las tropas enemigas que vagaban entre los árboles habían sido eliminadas. Casi todas las zonas periféricas estaban aseguradas, y sus hombres se reagruparon en torno a la fortaleza. 

Pero el verdadero desafío aún aguardaba, dentro de las murallas que se levantaban ante ellos como un coloso de piedra y acero.

La luz de las velas titilaba, proyectando sombras alargadas en las paredes de la tienda. Afuera, el murmullo del campamento continuaba, el sonido de legionarios afilando armas y de soldados reunidos alrededor de fogatas, recuperando fuerzas para la inminente batalla. El aire estaba impregnado con el olor de la madera quemada y la tierra húmeda tras la lluvia que había caído poco antes del anochecer. Fue breve y insignificante, solo sirviendo para mojar la tierra y las hojas.

Horas más tarde, cuando la luna ya se había alzado alta en el cielo, Ulfric irrumpió en la tienda con una expresión inusualmente calma. Llevaba consigo dos barriles que depositó con un golpe sordo sobre la mesa, junto a los mapas de Iván. Sin esperar respuesta, hizo una señal a los guardias para que trajeran tarros.

—Iván, —dijo Ulfric con su voz profunda y tranquila, mientras se acomodaba en una silla de madera—. Es hora de que celebremos. Esta fue tu primera gran batalla, no es un hecho menor.

Iván, sorprendido, levantó la vista del mapa, con el ceño fruncido. El tono de Ulfric,, tenía un matiz que no había escuchado en un rato. Observó los barriles y, conociendo bien a su mentor, supo de inmediato que contenían alcohol. Una sonrisa, pequeña y fugaz, se esbozó en sus labios.

—¿Celebrar? —repitió Iván, incrédulo, mientras alzaba una ceja—. Aún no hemos ganado la guerra. Ni siquiera hemos atacado a Konrot... y yo apenas peleé. Solo maté a ese cerdo de Well —dijo, casi en un susurro, mientras su mirada volvía a los mapas, como si buscara justificarse—. No fue una batalla gloriosa, Ulfric. No estuve en el fragor del combate, solo... derigi y sucumbi a mis emociones y le lanze esa alabarda.

Antes de que pudiera decir más, Ulfric lo interrumpió con un gesto firme. Sus ojos se clavaron en los de Iván, llenos de la sabiduría y experiencia de años en el campo de batalla.

—Estás vivo, muchacho —dijo Ulfric, su voz resonando con fuerza y convicción—. Y has peleado ya tres batallas hoy, aunque no lo veas. Cada una la has ganado. Solo te falta Konrot para hacer de esto un éxito completo. Matar a ese marrano de Well puede no haber sido una pelea épica, pero fue necesaria. Le quitaste la cabeza a un fugitivo molesto y que pudo ser peligroso. Eso, Iván, es parte de la guerra. No todo es gloria y espadas en alto. A veces, la victoria se mide en cabezas cortadas y promesas cumplidas.

Iván lo observó en silencio, sopesando sus palabras. Había una verdad en lo que decía su mentor, pero el joven duque aún sentía el peso de la incertidumbre. Era su primera vez comandando un ejército, enfrentando un enemigo de la talla de Konrot, un hombre astuto y despiadado. Iván podía sentir en sus venas el peso de las expectativas, el legado de su ducado, la mirada de sus hombres puesta sobre él, esperando que tomara la decisión correcta.

Ulfric, consciente del conflicto interno de Iván, se sirvió un tarro de alcohol y se lo tendió.

—Bebe, —le dijo con una sonrisa leve—. No es solo por la victoria. Es por los caídos, por los que lucharon y murieron bajo tus órdenes, y por los que seguirán tus pasos mañana. La guerra es larga, Iván, y las batallas pueden ganarse o perderse en un solo momento. Pero la verdadera victoria está en aprender a cargar con todo eso.

Iván tomó el tarro y, tras unos segundos de duda, bebió un largo trago. El líquido le quemó la garganta, pero la sensación lo devolvió por un instante a su humanidad. Dejó el tarro en la mesa y respiró hondo, sintiendo cómo el peso de la noche parecía, aunque solo por un momento, aliviarse un poco.

Iván suspiró mientras jugaba distraídamente con el borde del tarro entre sus dedos, las sombras proyectadas por las velas danzando sobre su rostro. La tenue luz apenas iluminaba la expresión de duda que llevaba, una expresión que no solía mostrar a los demás, pero que frente a Ulfric, su mentor, se sentía casi obligado a compartir. Los mapas de la fortaleza de Konrot estaban desplegados ante él, pero sus ojos no parecían enfocados en las líneas y marcas que describían el terreno. Su mente estaba en otro lugar, atrapada entre las dudas y las sombras de lo que vendría.

—No soy como tú, Ulfric, —confesó Iván en un tono bajo, casi como si hablase consigo mismo. Sus dedos seguían trazando círculos sobre la madera del tarro, como si buscaran alguna respuesta en aquel movimiento repetitivo—. Aún me siento… incompleto. La responsabilidad me abruma. A veces dudo de si podré mantenerme firme cuando llegue el momento final. Matar a Well fue fácil... solo lancé mi alabarda... —Hizo una pausa, reviviendo en su mente el instante exacto en que la hoja de su arma atravesó el pecho de Well, un golpe rápido y preciso que acabó con la vida del traidor en un abrir y cerrar de ojos—. Pero Konrot es diferente. —Iván hizo una mueca, sus palabras cargadas de una angustia que apenas podía disimular—. Sentí que esta batalla estaba siendo demasiado fácil. Pensé que Konrot era solo un manipulador, un estratega que jugaba con la percepción, pero ¿y si tenía razón? ¿Y si había algo más grande detrás de todo esto? No quiero ni imaginar cómo habría sido pelear de verdad contra él.

El silencio que siguió a sus palabras se sintió pesado, como si la tienda misma compartiera el peso de sus dudas. Ulfric, sentado frente a él, observaba a su joven pupilo con una mezcla de comprensión y severidad. El guerrero sabía que este era uno de esos momentos clave, uno de esos que definirían al hombre que Iván estaba destinado a ser.

Ulfric se inclinó hacia adelante, apoyando sus robustos brazos sobre la mesa. Sus ojos, acostumbrados a la guerra y al dolor, se volvieron intensos y penetrantes mientras hablaba.

—No, no eres como yo, Iván —respondió con voz profunda—. Y eso es lo que te hace mejor. Yo solo soy un guerrero de una tierra helada, alguien que ha pasado más tiempo entre la sangre y el acero que en la comodidad de una corte. Tú, en cambio, eres el futuro duque de Zusian, el heredero de la casa Erenford. —Ulfric hizo una pausa, como si escogiera cuidadosamente sus palabras—. Donde yo veo la guerra como un deber y, quizás, incluso una forma de entretenimiento, por más sádico que suene, tú sientes algo más profundo. Vengo de una cultura guerrera, donde la batalla se idealiza, se glorifica, y eso me ha marcado. Me acostumbré a vivir así. Pero tú... tú aún no has perdido esa parte de ti que muchos de nosotros sacrificamos por el camino. Esa empatía, esa preocupación. Puede que te parezca una debilidad, pero créeme, Iván, es lo que te hará grande.

Iván levantó la vista, sorprendido por las palabras de su mentor. Jamás había escuchado a Ulfric hablar así de sus propios orígenes. El hombre que siempre había considerado inquebrantable, casi inhumano en su capacidad para enfrentar el peligro sin vacilar, ahora revelaba una faceta que nunca habría imaginado.

—Escucha esto, Iván, y grábalo en tu mente, —continuó Ulfric, su voz baja y seria—. No eres solo el hijo de un duque legendario, ni el descendiente de una mujer inteligente y ambiciosa. No eres un líder solo por derecho de sangre. Tal vez seas un prodigio en asuntos de gobierno y estrategias militares, pero en el fondo... —Ulfric señaló el pecho de Iván con un dedo firme—. Eres un guerrero. Y no solo porque empuñes una espada o una alabarda, sino porque tus ojos lo demuestran. Tienes la mirada de alguien que está destinado a ser grande. Los guerreros no se forjan solo en la batalla, Iván, se forjan en cada decisión que toman. Y créeme, mañana, cuando Konrot esté frente a ti, sabrás qué hacer. Ya lo llevas dentro, solo que aún no te has dado cuenta.

Iván parpadeó, asimilando lo que acababa de escuchar. Las palabras de Ulfric eran más que una lección, eran una revelación. Algo dentro de él comenzó a encajar, como si una parte de su alma, que antes parecía fuera de lugar, ahora encontrara su sitio.

—Ulfric, —murmuró, sin saber muy bien qué decir—. Yo...

—No lo digo porque me paguen por instruirte, ni porque te tenga afecto, —interrumpió Ulfric con una sonrisa de lado, sincera pero dura—. Lo digo porque es la verdad. Lo veo en tus ojos. Ojos de alguien que será grande, que está destinado a cambiar el curso de la historia.

Los dos hombres bebieron en silencio, dejando que las palabras fluyeran y se asentaran. Afuera, el viento arremolinaba las hojas y golpeaba con fuerza las lonas de la tienda. El sonido se mezclaba con el crujido de las ramas y el distante eco de los tambores de guerra que empezaban a sonar desde los puestos de avanzada, un recordatorio de que el verdadero enfrentamiento estaba cada vez más cerca.

Las estrellas brillaban débilmente a través de las nubes que se arremolinaban en el cielo nocturno, y la luna, en su máximo esplendor, iluminaba el campo de batalla como una testigo silenciosa de los eventos que estaban por desarrollarse. La tensión en el aire era palpable, como si el propio destino contuviera la respiración.

Ulfric, levantándose de su asiento, lanzó una última mirada hacia Iván antes de dirigirse a la salida.

—La batalla no siempre se trata de espadas, Iván, —dijo mientras ajustaba su capa—. A veces, es una prueba de voluntad. Y la tuya será probada mañana. Descansa esta noche, y al amanecer... acabaremos con esto. —Se giró y, antes de salir, añadió en un tono más suave—. Descubriremos qué más tiene planeado el destino para ti, mi querido alumno.

Iván lo observó salir de la tienda, sintiendo cómo las palabras de Ulfric seguían resonando en su mente. Se levantó lentamente, abrochándose la capa sobre los hombros. La firmeza había regresado a su mirada. Sabía que, pase lo que pase, mañana sería el día decisivo. Mientras los tambores continuaban su canto de guerra en la distancia, Iván se preparó para la tormenta que estaba por desatarse.