Chapter 30 - XXX

El frío de la mañana cortaba el aire, gélido y despiadado, haciendo que la piel de Iván se tensara al contacto con la brisa helada. Se encontraba de pie, observando cómo los legionarios comenzaban a levantarse, algunos con movimientos lentos, sacudiendo el cansancio de la marcha de la noche anterior, mientras que otros ya estaban en pie, revisando sus armas y equipos. El ejército había salido de los densos bosques de Narthos, donde habían erradicado la mayoría de los campamentos de bandidos que se escondían entre los sombríos árboles. Había sido una casería brutal y rápida, pero efectiva. Ahora estaban a dos días de marcha del Fuerte Drakenhold, un bastión inexpugnable donde veinte legiones custodiaban la frontera con el Ducado de Stirba. Podía mandar por refuerzos si quisiera, abrumar al enemigo con el poder absoluto de esas tropas bien entrenadas, pero Iván sabía que sería un movimiento estúpido, mas considerando la muy posible implicación de Stirba o Zanzíbar.

Algo en su interior no se lo permitía. Sentía una inquietud que no lograba entender. No eran nervios por la batalla, lo cual era extraño dado que esta sería su primera gran confrontación como comandante supremo. El joven heredero había aprendido a manejar medianamente bien el miedo desde una edad temprana. Pero lo que sentía ahora era diferente, una intuición incomoda, un presentimiento de que algo iba mal. Sus pensamientos lo atraparon por un momento, mientras su mirada se perdía en la línea del horizonte, donde el sol apenas comenzaba a asomar entre las montañas lejanas. ¿Sería el peso de la responsabilidad lo que lo inquietaba? ¿O tal vez algo más profundo, una amenaza invisible que aún no había descubierto? Suspiró y decidió apartar esas preocupaciones por el momento.

Dio media vuelta y entró en su tienda, un refugio grande y lujoso, mucho más opulento de lo que había solicitado. No había sido su decisión que lo trataran con tales comodidades, pero como heredero del ducado, los legionarios y sirvientes siempre se esforzaban por anticipar sus necesidades y honrarlo con exceso. A pesar de su juventud, Iván había aprendido a aceptar estas atenciones con frialdad, sabiendo que en la guerra, el lujo no tenía lugar más allá de la apariencia de poder.

En el interior de la tienda, una gran cama de terciopelo oscuro se extendía, y en ella descansaban Sarah, Kalisha y Seraphina, tres mujeres cuyas vidas se habían entrelazado con la suya por circunstancias del destino. Adeline, la más joven y quizás la más frágil, dormía sola en otra cama más pequeña pero igualmente cómoda, con las mantas envolviéndola como un capullo. Iván no había tocado a Adeline, ni había intentado acercarse a ella más allá de amenas pláticas. Respetaba su espacio, entendiendo que, aunque ella estaba allí por razones de seguridad y conveniencia, no forzaría ninguna situación que no fuera consensuada. Si ella llegaba a enamorarse de otro hombre, él mismo los casaría y les proporcionaría un hogar digno. Esa era su promesa.

Frente a un gran espejo de bronce pulido, Iván comenzó a ponerse su armadura. Era la primera vez que se ponía el conjunto completo, una armadura que había sido forjada especialmente para él. Había probado piezas sueltas antes, ajustando detalles menores, pero esta mañana era diferente. La armadura, una obra maestra de los mejores herreros del ducado, estaba hecha de acero Monter forjado, el más fuerte y poderoso metal conocido en ese mundo. El material, de un negro natural que absorbía la luz, irradiaba una sensación de invulnerabilidad. Los ornamentados detalles de oro resplandecían en los bordes de cada pieza, y las líneas rojas delineaban los contornos de las placas, destacando la fuerza de su portador.

La pieza central, su peto, mostraba un lobo dorado en relieve, el emblema de su casa. Un símbolo que evocaba tanto poder como ferocidad, recordándole su linaje lo quisiera o no. Con movimientos algo temblorosos, colocó el gambesón negro, bordado en oro, seguido de una cota de malla negra que caía sobre sus hombros y pecho como un río de acero fluido. Luego, se ajustó la cota de escamas negras, cada pequeña placa finamente detallada con ornamentación dorada y negra. A medida que se iba armando, el peso de la armadura le resultaba una extraña mezcla de carga y protección.

Iván se colocó las placas de la armadura, peto, guanteletes, hombreras, gorgal, brazaletes, grebas y finalmente el yelmo. Era una pieza cerrada, una obra maestra de la forja, cubierta con filigranas doradas que recorrían su superficie en intrincados patrones, proyectando una imagen imponente y regia. La visera estrecha permitía solo una pequeña rendija por la cual contemplar el mundo, reduciendo su campo de visión, pero le confería una sensación de invulnerabilidad que necesitaba en ese momento. El aire frío seguía filtrándose por las aberturas, cortando su respiración a cada inhalación, pero el calor de su propio aliento dentro de la armadura le ofrecía un consuelo extraño. No se sentía listo, pero el peso del acero sobre sus hombros le recordaba que no podía permitirse el lujo de la duda.

Antes de salir de la tienda, Iván se detuvo por un momento. Sus ojos recorrieron con cuidado la escena que tenía frente a él: las mujeres dormidas en la suavidad de las mantas, ajenas al caos y la violencia que se desplegaba a su alrededor. Había una paz en esa visión que contrastaba con el tumulto que él llevaba en su interior. No había falsedades entre ellos, ni promesas de eternidad o de un futuro en común. Cada una de esas mujeres representaba algo distinto en su vida, y en el silencio de esa mañana fría, reflexionó brevemente sobre lo que significaban para él.

Sarah era, sin duda, la más influyente. Aunque Iván ostentaba el poder en la guerra y en las decisiones políticas, en privado era Sarah quien lo dominaba. Había algo en ella que lo atraía con una fuerza irresistible, una mezcla de confianza y astucia, una presencia magnética que lo hacía vulnerable en su propia fortaleza. Era ella quien decidía en el lecho, y aunque Iván rara vez lo admitía, su relación con Sarah lo despojaba de cualquier control que pudiera tener sobre sí mismo. Su fachada dulce escondía una mente afilada, y aunque Iván sentía una devoción genuina por ella, también era consciente de que en muchos aspectos, ella lo poseía.

Kalisha, en cambio, era todo lo contrario. Para ella, la relación con Iván era una transacción: placer y lujo a cambio de compañía. A Iván no le molestaba. Entendía la naturaleza de su vínculo, y aunque sabía que en el fondo Kalisha podría estar con él por conveniencia, disfrutaba de la ligereza de su relación. No había expectativas ni demandas emocionales. Kalisha le proporcionaba una conexión física, sin el peso del compromiso o del amor, y aunque Iván sentía una suerte de afecto por ella, siempre se preguntaba si ella lo veía de la misma manera o si lo consideraba simplemente como una herramienta en su propio juego.

Seraphina era un enigma. Coqueta y tentadora, pero profundamente herida por dentro. Iván lo veía en sus ojos, en la forma en que buscaba consuelo en su presencia, como si él pudiera protegerla de un mundo que le había fallado una y otra vez. Había una tristeza persistente en Seraphina, una búsqueda desesperada por algo auténtico, algo que pudiera devolverle la confianza en sí misma. Aunque no entendía completamente por qué, Iván se sentía inclinado a protegerla, tal vez porque, a diferencia de las demás, Seraphina no pretendía ser alguien que no era. Sus defectos y miedos estaban a la vista, y eso le resultaba refrescante en medio de un mundo donde todo el mundo llevaba máscaras.

Y luego estaba Adeline, la más joven y la más distante. Su inocencia era palpable, un contraste con las cicatrices emocionales que portaban las demás. Aunque Iván no la había tocado ni intentado hacerlo, podía ver en la forma en que lo miraba una especie de admiración reverente, casi como si lo considerara una figura inalcanzable. Había algo en ella que lo conmovía, una dulzura que lo desarmaba. Si algún día Adeline decidía acercarse a él, Iván lo permitiría, pero mientras tanto, se aseguraba de que ella tuviera el espacio y el respeto que necesitaba.

Con un último vistazo a las mujeres, Iván salió de la tienda, y el frío lo golpeó nuevamente, más fuerte que antes. Esta vez, sin embargo, no se dejó perturbar. El día comenzaba, y afuera, los legionarios ya se movilizaban con precisión militar. Los oficiales de mayor rango, fácilmente distinguibles por sus armaduras ornamentadas, daban órdenes a los soldados que se preparaban para marchar. Las tiendas se desmantelaban con rapidez, los caballos eran preparados, y el eco metálico de las armaduras resonaba en el aire gris de la mañana.

Los Legionarios de las Sombras ya estaban formados cerca de su tienda, sus imponentes armaduras negras con ornamentos dorados brillaban tenuemente bajo la luz grisácea. Uno de ellos, un capitán de rostro severo, se acercó con su caballo, Eclipse. El corcel estaba cubierto con una armadura propia: una barda negra de placas de acero que lo protegía del cuello hasta las áreas traseras, complementada con una cota de escamas y un gambesón debajo de las placas para proporcionar una protección adicional. Eclipse, a pesar de su imponente presencia, permanecía tranquilo, sabiendo que su jinete pronto lo montaría hacia la batalla.

Con un suspiro y una mano ligeramente temblorosa, Iván subió al lomo del caballo, el peso de su armadura y de las responsabilidades que cargaba sobre él más pesado de lo que jamás había sentido. Era su primera campaña, y aunque sabía que todos confiaban en su liderazgo, la duda persistía en algún rincón de su mente.

Montado en Eclipse, junto a los Legionarios de las Sombras, Iván comenzó a avanzar por el campamento. A medida que pasaba, los legionarios se ponían en formación detrás de él, como un río de acero negro que fluía hacia el horizonte. A su paso, algunos soldados levantaban sus armas en señal de respeto, otros ajustaban sus armaduras y escudos, preparando sus cuerpos y mentes para la marcha y la batalla. Sabían que lo que les esperaba no era solo una simple escaramuza, sino un enfrentamiento decisivo contra un enemigo que había escapado de ellos durante demasiado tiempo.

Cuando llegaron a la cima de la gran colina, los ocho comandantes de legión ya estaban reunidos, cada uno con una expresión imperturbable en sus rostros endurecidos por incontables batallas. Ulfric, observaba con ojos de hielo el despliegue de las fuerzas y formaciones. Junto a Ulfric estaba Aldric, Aldric, conocido por su despiadada eficacia, también era el vice general de Thornflic, "La Espada del Verdugo", el mentor más brutal de Iván y un hombre que había sido como un tío para él.

A la izquierda de Aldric, Varkath y Zandric, los comandantes de los legionarios de las sombras, se movían con una siniestra gracia. Acompañados por los legionarios de las sombras que no formaban parte de su guardia, tres mil legionarios de las sombras, mil quinientos cada comandante, mientras dos mil legionarios eran parte de su guardia, su presencia era sofocante, una sombra ominosa que parecía devorar la luz del amanecer. Uno a uno, los comandantes y sus guardias se inclinaron al verlo llegar. Ulfric, se colocó a su derecha, su lugar habitual, mientras el resto esperaba en tenso silencio. Estaban en el cuartel general.

Desde la colina, la vista era abrumadora: un vasto mar de soldados se extendía por el valle, alineados en interminables filas y columnas que se perdían en el horizonte. Cientos de miles de legionarios aguardaban, con sus corazones latiendo al unísono, preparándose para la tormenta de acero y sangre que estaba por desatarse. El sol, oculto tras densas nubes grises, arrojaba una luz apagada sobre el campo, como si incluso los cielos temieran lo que estaba por suceder. Un viento frío soplaba desde el norte, trayendo consigo el olor de la tierra húmeda y la inevitable promesa de muerte.

Sabía que el próximo movimiento definiría el destino de todos. Las colinas de Valgrind, verdes y escarpadas. Con una mano traicioneramente temblorosa, Iván dio la orden de formación. La infantería pesada avanzó en la vanguardia, formando una muralla de acero impenetrable, mientras la infantería pesada de élite se mantenía en reserva, lista para ser desplegada cuando la batalla alcanzara su punto crítico. Detrás de ellos columnas y filas de la infantería media regular y la de élite esperaban pacientemente su turno. En los flancos, de la infantería pesada de elite la infantería ligera, tanto regular como de élite, se preparaba para flanquear al enemigo, con las unidades de élite posicionadas estratégicamente detrás de las unidades regulares. Los ballesteros, tanto regulares como de élite, se alinearon detrás de la infantería, preparados para desatar una lluvia mortal de proyectiles en cuanto las órdenes fueran dadas.

Detrás de ellos, los arqueros estaban listos, los regulares al frente, protegidos por las filas de los arqueros de élite. La caballería, siempre imponente, se desplegó en las alas, con la caballería pesada de élite en la vanguardia, la pesada regular atrás, la caballería pesada estaba flanqueada por la caballería media de elite y regular, atrás de la caballería pesada y media la caballería ligera regular y de elite. Los tambores comenzaron a sonar, marcando el ritmo con un estruendo que resonaba en los corazones de todos los presentes. Los cuernos de batalla rugieron, transmitiendo las órdenes a las distintas unidades, y los portaestandartes alzaron sus banderas, permitiendo que las órdenes llegaran hasta el último de los hombres. Más de tres millones de legionarios estaban en formación, una visión imponente y aterradora que llenaba el aire de una tensión casi insoportable. Iván observaba en silencio. Cada respiración, cada movimiento, parecía anticipar el choque inevitable. Sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros; cada decisión suya sería el destino de miles.

Ulfric, siempre el pilar inamovible de calma, se quitó el yelmo. Su larga cabellera rojiza ondeaba con el viento mientras miraba a Iván de reojo, una mirada que hablaba de años de experiencia. Con un gesto silencioso, le indicó que hiciera lo mismo. Iván obedeció, retirándose el yelmo con manos aún algo temblorosas. Su cabello blanco, un contraste marcado con el de su mentor, se liberó al viento, moviéndose en la brisa helada.

—Sé que estás nervioso —murmuró Ulfric, su voz baja pero llena de autoridad—. Pero controla esos nervios. Si los hombres ven que su líder duda, ellos también lo harán.

Los Legionarios de las Sombras que hacían de su guardia asintieron en silencio, una señal de apoyo tácito a las palabras de Ulfric. Sabían que Iván era joven, pero su lealtad hacia él era indiscutible.

Iván respiró hondo, tratando de calmar la inquietud que amenazaba con delatar su inseguridad. No podía permitirse el lujo de la duda, no frente a tres millones de soldados que dependían de él.

—No tienes que luchar tú mismo, —continuó Ulfric—. Solo dirige. Estoy seguro que Konrot no tiene más de quinientos mil hombres. No podemos perder... pero algo no está bien. Este viento, la calma... algo me ha dado mala espina desde esta mañana.

Las palabras de Ulfric cayeron sobre Iván como un manto de advertencia, impregnadas de una mezcla de preocupación y pragmatismo. Konrot era un enemigo misterioso, un prodigio de la guerra según los rumores, aunque pocos sabían a ciencia cierta cómo combatía. Esa incertidumbre añadía una capa de tensión a la ya crítica situación. Iván sabía que su ventaja numérica era significativa, pero también entendía que un comandante brillante podía convertir una aparente debilidad en fortaleza. Y, aunque él mismo era una incógnita para su oponente, eso podría ser su única ventaja real. Konrot no sabía si se enfrentaba a un líder habilidoso o a un novato inexperto, y esa incertidumbre pesaba sobre ambos bandos.

Con la mirada perdida en el horizonte, Iván trató de controlar el flujo de pensamientos que amenazaba con desbordarlo. La batalla, su primera batalla, estaba a punto de comenzar, y el destino del ducado dependía en gran parte de sus decisiones. Buscando un momento de consuelo en medio del caos que se avecinaba, Iván preguntó, casi como si las palabras se escaparan de sus labios:

—¿A qué edad fue tu primera batalla?

Ulfric, siempre elocuente en su brutal sinceridad, esbozó una media sonrisa, una expresión casi nostálgica en su rostro endurecido.

—A los diez —respondió con calma, como si narrara una simple anécdota—. Norvadia es un lugar cruel. Tomé un hacha cuando mi clan fue atacado por guerreros del clan Bjornskald. Maté a ocho hombres... y luego me desmayé. —Su tono adquirió un tinte burlón—. Esa misma noche tuve mi primera mujer. Era una puta, pero igual cuenta. Buenos días aquellos.

Hubo un breve silencio, y la dureza en los ojos de Ulfric se suavizó ligeramente, solo lo suficiente para permitirle a Iván ver el hombre detrás del guerrero. Las palabras eran brutales, pero para Iván, eran una extraña forma de consuelo. Ulfric había sobrevivido a aquello, había enfrentado el caos y la violencia desde una edad demasiado temprana, y ahora estaba a su lado, como un pilar firme en el que apoyarse.

—No te preocupes —añadió Ulfric, con un tono más serio y paternal—. Tienes a todos estos soldados a tu lado, y me tienes a mí. Pase lo que pase, nada te tocará.

El viento, frío y agudo, aullaba entre las colinas de Valgrind, arrastrando consigo el eco de las palabras de Ulfric y los sonidos distantes del ejército enemigo que comenzaba a moverse. La calma previa a la tormenta se rompía lentamente, como las primeras grietas en una presa antes de la inundación. Iván tensó las riendas de Eclipse, el cuero crujía bajo la presión de sus guanteletes de acero Monter.

A lo lejos, el ejército de Konrot emergía como una marea implacable. A medida que se acercaban, Iván pudo ver la diversidad en sus filas, algo inusual pero inquietante. Los soldados enemigos llevaban armaduras de diversos estilos y culturas, una amalgama de guerreros provenientes de diferentes tierras.

Los hombres de Aeloria marchaban algunos con armaduras laminares al estilo Aeloria y otros, la mayoría con sus armaduras de placas y/o cotas de malla y escamas, similares a las usadas en las legiones del ducado, pero con y sin ornamentos, pintadas o despintadas, y yelmos estilizados o simples, magullados o bien pulidos. No muy lejos de ellos, los soldados al estilo Yuxiang avanzaban con sus armaduras de pequeñas placas triangulares superpuestas y armaduras laminares, una construcción hábilmente diseñada para ofrecer protección sin sacrificar movilidad. Sus yelmos, de formas angulares, estaban adornados con detalles dorados y grabados, algunos sin un yelmo. Entre ellos, marchaban hombres con armaduras laminares horizontales y verticales, con cascos que asemejaban sombreros de ala ancha, un distintivo de las lejanas islas de Yamashiro, otros con partes o armaduras más elaboradas similares a los Tenshin de las mismas islas.

En el centro del ejército enemigo, destacaban los hombres de las vastas y áridas tierras de Arzhad, guerreros con armaduras de cuero endurecido y cota de malla, con pequeños discos de metal en el pecho que parecían insignias de honor. Sus yelmos estaban exquisitamente grabados, con patrones geométricos o de formas simples. Lanzas largas con escudos de metal en mano y sables curvos colgaban de sus cinturas, y la disciplina con la que marchaban reflejaba una ferocidad latente, contenida pero siempre al borde de estallar.

Detrás de ellos, el ruido de tambores resonaba con fuerza, junto a los diferentes cuernos de batalla que anunciaban la llegada de la fuerza enemiga. Cada sonido era un latido, un ritmo que marcaba el avance disciplinado de un ejército disciplinado. No había desorganización en sus filas, sino una ordenada amalgama de culturas guerreras unidas bajo el mando de Konrot.

Iván observaba a esa marea implacable con atención, los detalles de las armaduras. Cada clase de guerrero representada tenía su propia historia, su propia manera de luchar, y eso solo hacía que la amenaza se sintiera más grande. Se preguntó por un instante qué tipo de líder podría unificar a tantas etnias y pueblos bajo una sola persona. ¿Era Konrot realmente un prodigio de la guerra o simplemente un hábil manipulador de la perspectiva? La respuesta no tardaría en revelarse.

Mientras el enemigo continuaba su marcha, Iván apretó ligeramente las riendas de Eclipse, sintiendo cómo el cuero del asiento y los estribos crujía bajo sus botas de metal. Su corazón latía con fuerza, por el miedo que sentía y por la mezcla de adrenalina y anticipación que solo la batalla podía provocar.

—Ulfric... —susurró Iván, casi más para sí mismo que para su mentor—, ¿crees que realmente estoy listo?

Ulfric, sin apartar la mirada del ejército que se aproximaba, respondió con la frialdad que lo había caracterizado como soldado, pero con la dureza de un mentor que ya no podía permitirse suavizar la verdad.

—Nadie está realmente preparado para lo que está por venir. Pero si, estás más que listo, Iván. Recuerda, el éxito de esto depende de ti. Piensa con la cabeza fría. Eres el general en jefe.

Los tambores de guerra del enemigo resonaban más fuerte, como un latido monstruoso que sacudía el aire. Los cuernos y propios tambores del ejército de Iván respondieron con un rugido que parecía desafiar al mismo cielo. Las colinas de Valgrind, antiguas y solemnes, estaban a punto de ser testigos de un baño de sangre sin precedentes, su verde paisaje sería arrasado por la brutalidad de la batalla.

Iván levantó la mano, su gesto fue como una señal divina para sus comandantes, oficiales y portaestandartes. Con un rugido que resonó sobre el estruendo, lanzó su primera orden:

—¡Arqueros y ballesteros, lanzamiento libre! No quiero una lluvia coordinada, quiero que las flechas y saetas no den descanso. ¡Vanguardia, formad muro de escudos! ¡Caballería, retroceder y permanecer cerca del cuartel general!

La reacción fue inmediata. Decenas de miles de arqueros y ballesteros levantaron sus armas, tensando los arcos y disparando con una precisión brutal. Más de un millón de proyectiles eclipsaron el cielo, oscureciendo el día en una marea negra de muerte que se precipitaba sobre las filas del enemigo. Las flechas y saetas cayeron como una lluvia implacable, perforando el aire con un silbido ensordecedor antes de encontrar carne, metal y hueso.

El impacto fue devastador. Los primeros rangos del ejército enemigo cayeron como trigo segado por una hoz invisible. Gritos de dolor resonaron en el campo de batalla mientras los hombres caían, atravesados por las flechas que se incrustaban en sus cuellos, pechos y ojos. Algunos soldados fueron derribados antes de siquiera levantar sus escudos, mientras otros se tambaleaban bajo la imparable tormenta de proyectiles. El suelo bajo ellos comenzó a empaparse de sangre, y el olor a carne desgarrada y sangre fresca llenaba el aire.

Pero el enemigo no cedía. A pesar de la brutal lluvia de flechas, los tambores continuaban resonando, marcando el avance de sus tropas. La disciplina con la que se movían era aterradora; sus filas se cerraban inmediatamente sobre los muertos, como si fueran una marea que no podía ser detenida. Los gritos de mando de los oficiales enemigos se alzaban sobre el estruendo, ordenando a sus hombres avanzar, aplastando los cadáveres de sus compañeros bajo sus botas.

Iván observaba desde la colina, su mirada fija y afilada como la espada que descansaba en su cintura. Sabía que aquello que veía era solo el preludio de una carnicería aún mayor. Los primeros muertos y heridos yacían esparcidos por el campo como hojas caídas en otoño, pero la verdadera tormenta de sangre aún estaba por desatarse. Las colinas de Valgrind se convertirían en un infierno vivo.

—¡Preparen la infantería pesada! —ordenó, su voz cortando el aire como el filo de una cuchilla—. ¡Vanguardia, formen un muro de escudos!

Los legionarios de la vanguardia respondieron con una precisión casi mecánica, avanzando en formación cerrada. Sus escudos, altos y cubiertos de una gran placa de acero negro, grabados con el símbolo del lobo dorado, brillaban bajo la tenue luz del amanecer, formando una pared infranqueable. Al frente, los soldados mantenían los escudos de torre elevados, mientras las alabardas sobresalían por los huecos entre los escudos, listas para desgarrar carne y romper huesos. Sus pesadas armaduras de acero negro relucían en una siniestra exhibición de poder, un recordatorio visual de que eran una fuerza imparable.

Detrás de la vanguardia, la infantería pesada de élite esperaba su turno con una calma inquietante. Guerreros endurecidos, entrenados para masacrar sin piedad, sus armas listas para la matanza que sabían que les aguardaba. Los tambores de guerra resonaban más fuerte, y el retumbar de los pasos enemigos hacía vibrar la tierra bajo sus pies. Los gritos guturales del ejército rival anunciaban su llegada, llenos de rabia y sed de sangre.

Finalmente, los dos ejércitos chocaron como dos olas furiosas encontrándose en una tormenta. El impacto fue devastador.

El sonido del acero al encontrarse con carne, hueso y metal resonó en el aire como una orquesta infernal. Las alabardas de la vanguardia se movían con precisión mortal, atravesando los escudos y armaduras de los soldados enemigos. Carne desgarrada, huesos rotos, gritos ahogados en sangre. Las hojas afiladas se hundían en los torsos y cuellos, levantando cuerpos del suelo antes de lanzarlos al barro teñido de rojo. Un hombre cayó con una alabarda atravesando su mandíbula y saliendo por la nuca, sus ojos abiertos en un espasmo de muerte, mientras su cuerpo temblaba y caía al suelo como un saco de carne inerte.

La primera línea del enemigo fue literalmente aplastada por el muro de escudos. Intentaron romper la formación con desesperación, golpeando con sus armas contra los escudos de acero, pero los legionarios respondieron con una brutalidad implacable. Las espadas largas de la primera línea emergían entre los escudos, hundiéndose en los flancos y vientres de los soldados enemigos, cortando extremidades y destruyendo cualquier intento de avance. Hombres caían al suelo, sosteniéndose las entrañas que colgaban de sus vientres abiertos, gritando por ayuda que nunca llegaría.

Los legionarios respondieron con un empuje coordinado, avanzando paso a paso, aplastando los cadáveres bajo sus botas mientras seguían hiriendo y matando con una eficiencia escalofriante. Sangre salpicaba el aire, cubriendo sus armaduras y rostros, pero sus movimientos permanecían metódicos, implacables.

En un momento de la batalla, un guerrero enemigo logró romper la formación y se lanzó contra uno de los legionarios, un rugido de rabia saliendo de su garganta. Antes de que pudiera levantar su hacha, el legionario lo atravesó con una alabarda que le perforó el pecho, empalándolo en el suelo. El hombre se sacudió violentamente, sangre brotando de su boca mientras sus ojos se desorbitaban, y con un último estertor, quedó inmóvil, su cuerpo colapsando como una marioneta rota.

El suelo bajo los pies de los guerreros se convertía en un lodazal viscoso de sangre y barro, dificultando el movimiento tanto para los defensores como para los atacantes. Los legionarios, acostumbrados a este tipo de terrenos, aprovechaban cada pequeño resbalón o tropezón de sus enemigos para hundir sus espadas y alabardas con más facilidad. El barro se mezclaba con la sangre, creando charcos oscuros donde cuerpos mutilados flotaban como tétricas ofrendas.

El fragor del combate cuerpo a cuerpo era inhumano. Espadas cortaban miembros con un chasquido crudo; hombres gritaban por misericordia mientras sus extremidades eran cercenadas. Algunos intentaban retroceder, pero el muro de cuerpos amontonados yacía tras ellos, bloqueando cualquier posible retirada. Las filas enemigas, desesperadas por avanzar, empujaban a sus propios compañeros caídos, aplastando cráneos y torsos mientras el pánico comenzaba a extenderse.

A un lado, un legionario de la vanguardia fue derribado cuando una espada enemiga se hundió en su cuello, cortando la cota de malla y a la vez una arteria. La sangre brotó como una fuente, cubriendo a su asesino antes de que otro legionario lo cortara en dos de un único golpe de alabarda. El legionario caído, con los ojos abiertos, intentaba respirar mientras el sonido de su muerte se mezclaba con los gritos que le rodeaban, pero su vida se desvaneció en cuestión de segundos.

—Su gracia, los enemigos están enfocando su fuerza en el flanco derecho —informó Dárion, uno de los comandantes de la legión, con la voz cargada de urgencia—. Solicito que mande a la infantería ligera a rodearlos. Podríamos atraparlos en una maniobra envolvente.

—¿Eres un idiota? —espetó Lerker, otro comandante con más experiencia—. Eso es lo que quieren. Es una trampa, están tentando a que rompamos la formación para que su caballería nos flanquee y nos aplaste. Tenemos que mantener la línea.

—¡Silencio! —rugió Aldric, endureciendo su voz para cortar la discusión—. Su gracia decidirá. Nosotros solo somos consejeros en esta batalla.

Iván, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros, se encontraba momentáneamente paralizado. Su mente analizaba la situación con rapidez. Desde su posición elevada, contemplaba el campo de batalla, intentando discernir las intenciones ocultas del enemigo. La infantería pesada aún mantenía la vanguardia, resistiendo los embates del enemigo, mientras flechas y virotes volaban de ambos lados, silbando como insectos asesinos en el aire. Pero la caballería enemiga, esa sombra invisible, aún no había hecho su jugada.

El viento traía consigo un intenso aroma metálico de la sangre mezclado con el barro y el sudor de los hombres, mientras el fragor de la batalla resonaba como un estruendo constante. Los cuerpos amontonados en el frente ya formaban una barrera natural, una grotesca muralla de cadáveres, mientras los legionarios empujaban hacia adelante con una fuerza casi inhumana. Las alabardas y espadas seguían desgarrando carne, los gritos de dolor se mezclaban con el caos, pero el peligro real acechaba en el flanco. Donde enemigos adelgazaban sus líneas para tratar de flanquear su formación, los legionarios estaban aguantando, pero si los agrumaban sería complicado reorganizar las formaciones sin caer en una trampa.

—Den la señal —dijo Iván al fin, con una frialdad que disimulaba la tormenta en su interior—. Que veinte mil jinetes medios avancen por el flanco derecho, en carga rápida. Que la misma cantidad haga lo mismo en el flanco izquierdo. Y que la caballería ligera se mantenga lista para interceptar cualquier carga enemiga. No podemos quedarnos quietos.

La orden fue transmitida rápidamente, y el aire vibró con el eco profundo de los cuernos de guerra y las banderas del cuartel se movieron. Un rugido ensordecedor se alzó entre las filas mientras los jinetes comenzaban a moverse, sus caballos golpeando el suelo con un estruendo que resonaba como el trueno de una tormenta lejana. Nubes de polvo y barro se alzaban, envolviendo a los soldados en una neblina de caos. Los estandartes ondeaban en el viento, con los colores del ducado brillando bajo la luz mortecina del sol, mientras las unidades de caballería media se lanzaban hacia los flancos enemigos como lobos hambrientos, listos para desgarrar carne y romper filas.

La caballería media, con sus alabardas en alto, cargó sin piedad contra la infantería enemiga que intentaba flanquearlos. El choque fue brutal. Las largas alabardas descendían con furia, atravesando a los soldados enemigos como si fueran espigas de trigo. Gritos desgarradores llenaban el aire, mezclándose con el sonido de la carne rasgada y el crujir de huesos rotos. Las líneas de la infantería enemiga que estaban rodeando la formación fueron, literalmente pulverizada bajo el peso de la carga. Los cuerpos eran empalados, levantados en el aire por las armas largas de los jinetes, antes de ser lanzados de nuevo al suelo, donde las pesuñas de los caballos los pisoteaban hasta convertirlos en masas irreconocibles de carne y sangre.

Los jinetes no se detuvieron. Continuaron abriéndose paso entre las filas, moviendo sus armas con precisión mortal. El campo de batalla se transformó en un paisaje de horror. Cabezas y miembros eran separados de sus cuerpos con facilidad, mientras los gritos de los moribundos se alzaban sobre el fragor del combate. El suelo, ya embarrado por la sangre y el sudor, se tornaba un pantano carmesí bajo el peso de la sangre derramada. Los cadáveres se acumulaban, formando montones grotescos que dificultaban el avance de los sobrevivientes.

Sin embargo, a pesar de la brutalidad de la masacre, las filas enemigas no se rompían del todo. Aunque tambaleantes, resistían, como si estuvieran aguardando una señal, un último aliento antes de contraatacar.

Y entonces, un rugido aún más poderoso se alzó desde el horizonte. La tierra tembló bajo los cascos de la caballería enemiga, que emergía como una marea oscura desde la neblina de una de las colinas. Iván los vio, y su corazón se detuvo un instante: cientos de miles de jinetes con el torso desnudo, sus cuerpos cubiertos de tatuajes tribales que brillaban con aceite bajo la tenue luz del sol. Eran jinetes de las estepas de las temidas de clanes o tribus de Yuxiang, guerreros salvajes que venían de los confines más inhóspitos del mundo conocido. Blandían largas lanzas y gujas al estilo Yuxiang, y avanzaban con una ferocidad bestial, como demonios desatados desde las entrañas de la tierra.

Los corceles de las tribus de Yuxiang eran imponentes, esbeltas bestias entrenadas para el combate, sus cascos levantando nubes de polvo mientras cargaban con un ritmo que hacía temblar el suelo. La caballería media de Iván, viendo la amenaza, se giró rápidamente para formar una línea de defensa. Sus alabardas se alzaron como una barrera de acero, esperando el impacto inminente.

Los jinetes ligeros de la caballería ligera no vacilaron. Mientras galopaban, sus manos expertas desenvainaron arcos y comenzaron a lanzar una lluvia de flechas sobre los jinetes enemigos. Las flechas silbaban en el aire, algunas encontrando su blanco, atravesando gargantas o hundiéndose en la carne de los guerreros Yuxiang. Pero eso no fue suficiente para detenerlos. Los jinetes enemigos, demostrando una maestría impresionante en combate, se dispersaron en el último momento, flanqueando la formación de la caballería media de Iván y arremetiendo contra la infantería pesada y los flancos de su ejército.

La escena que siguió fue un infierno en la tierra. Los jinetes Yuxiang eran fieros en combate cuerpo a cuerpo, sus lanzas y gujas danzando en el aire como extensiones de sus propios cuerpos. La infantería pesada y la infantería ligera de Iván resistió el impacto inicial, pero los guerreros tribales eran demasiados y demasiado hábiles. Cada vez que una alabarda o partesana descendía, cortaba a un jinete enemigo, pero otros dos tomaban su lugar. Las gujas desgarraban armaduras, penetraban carne y dejaban a los soldados gimiendo en el barro ensangrentado.

A pesar de la ferocidad del ataque, la disciplina de las legiones de hierro prevaleció. Los soldados de Iván se reagrupaban rápidamente, formando una semi coraza impenetrable mientras la infantería ligera se organizaba en barreras y otros se organizaban para arrojar sus flechas y jabalinas contra los jinetes que los rodeaban. La infantería pesada de élite entró en combate, sus alabardas levantadas como torres imponentes mientras luchaban contra los jinetes. El choque de acero contra acero resonaba como una sinfonía de muerte. Los jinetes enemigos caían bajo el peso de las poderosas alabardas y las rápidas partesanas, sus cuerpos destrozados y sangrantes se amontonaban alrededor de los soldados.

En el flanco izquierdo, la caballería media de Iván estaba logrando un éxito rotundo. El flanco enemigo, incapaz de soportar el poder de la carga, comenzaba a desmoronarse. Los jinetes enemigos, que habían sido sorprendidos por la fuerza y rapidez del ataque, estaban siendo masacrados sin piedad. Las alabardas ascendían y descendían sin cesar, cada golpe derribando a un enemigo, mientras los caballos pateaban y aplastaban a los caídos bajo sus cascos.

En el centro del campo de batalla, la lucha se volvía una pesadilla indescriptible. La caballería de las tribus de Yuxiang, con sus gritos salvajes que resonaban como aullidos de bestias, trataba de abrirse paso entre las murallas de carne y acero que las legiones de hierro habían erigido. Las gujas de los jinetes de Yuxiang descendían como tormentas de muerte, arrancando brazos, atravesando corazones y desgarrando gargantas. Alabardas y gujas se cruzaban en un frenesí asesino. El aire olía a hierro, sudor y vísceras, y la sangre volaba en gruesas gotas que salpicaban los rostros de los combatientes.

Los cuerpos de ambos bandos se amontonaban bajo el ardor del combate. La tierra, ennegrecida por la sangre y los gritos de los moribundos, parecía devorar los cadáveres que se acumulaban en grotescos montículos. Las botas de los soldados resbalaban en las entrañas esparcidas, y las armas se encallaban en las masas de carne y huesos quebrados. Sin embargo, las legiones de hierro no retrocedían, aferrándose a sus posiciones como si sus vidas dependieran de ello —y en verdad lo hacían. Eran una marea impenetrable de acero y furia, golpeando con precisión letal. Cada alabarda que bajaba reclamaba una vida; cada escudo que se alzaba protegía a un soldado para otro ataque mortal.

Entre gritos ahogados y estertores finales, los legionarios avanzaban como un vendaval, aplastando a todo lo que encontraban a su paso. Las tropas enemigas, aunque feroces, no podían competir con la disciplina implacable de los hombres de Iván. Pronto, muchos de los jinetes tribales fueron rodeados tanto por la infantería pesada y ligera como por la caballería media y ligera, que los acorralaba como bestias enjauladas. No hubo tregua ni piedad. Los jinetes enemigos, atrapados, eran masacrados sin contemplaciones. Alabardas, espadas y mazas se alzaban y descendían, rebanando miembros, cercenando cabezas, aplastando pechos y abriendo torsos en violentas explosiones de sangre y órganos. El olor a muerte impregnaba el aire, y el suelo se volvía una ciénaga de carne y sangre en la que cada paso era un desafío.

En el flanco izquierdo, la masacre continuaba de forma imparable. Los soldados enemigos comenzaban a tambalearse, sus líneas fracturadas y caóticas, como un animal herido. Algunos, ante el horror que se desplegaba ante ellos, perdieron toda voluntad de lucha y comenzaron a retroceder desordenadamente. O eso parecía, pero en verdad su disciplina y su retirada era muy organizada, aun asi habia soldados que perdieron esa disciplina, principalmente las primeras líneas donde reino el caos. Gritos de miedo y desesperación se alzaban cuando la marea de legionarios comenzó a empujar, aplastando cualquier intento de resistencia en las primeras líneas.

Iván, observando desde su posición elevada, percibía la fragilidad de las líneas enemigas. Los soldados comenzaban a huir en todas direcciones, rompiendo su formación sin orden alguno. Aunque la victoria parecía inminente, algo en su instinto le advertía que esta retirada era demasiado fácil, demasiado rápida. Era inusual, incluso para mercenarios o bandidos. Algo no encajaba, como si hubiera una trampa oculta en aquella retirada tan abrupta.

—¡Que la mitad de la caballería media regular avance al flanco izquierdo! —ordenó Iván, su voz resonando con la fuerza de un trueno—. ¡Que refuercen a los veinte mil que ya están atacando!

Setenta mil jinetes de caballería media, como un torrente imparable, se unieron a la carga del flanco izquierdo. Sus caballos galopaban con furia, levantando nubes de polvo mientras los jinetes bajaban sus alabardas en una carga devastadora contra los restos de la línea enemiga. El impacto fue catastrófico. Los cuerpos volaban por los aires, las cabezas rodaban y la sangre brotaba a borbotones. No había escapatoria para los enemigos. Los que salían de las formaciones eran cazados como presas, derribados uno por uno por los jinetes implacables que los perseguían hasta el último rincón del campo de batalla.

A lo lejos, Iván observaba con cautela cómo las líneas enemigas empezaban a desmoronarse. Las fuerzas de sus legiones, alentadas por el inminente triunfo, avanzaban como una marea imparable, aplastando a los rezagados enemigos y destrozando cualquier resistencia que se les opusiera. Cada golpe de espada, cada alabarda que descendía, marcaba un paso más hacia la victoria. Los gritos de los moribundos se entremezclaban con el resonar del acero y los bramidos de los legionarios que avanzaban sin piedad.

Sin embargo, una sombra oscura se cernía sobre el campo. Iván, con sus años de tutorías bajo los más grandes generales, no podía ignorar la extraña organización en la retirada enemiga. Sus ojos, agudos y calculadores, notaron algo inusual: los soldados no huían en caos puro, sino que parecían estar moviéndose de forma deliberada hacia puntos concretos, como si algo invisible los estuviera guiando hacia una trampa oculta. La batalla, que a primera vista parecía ser una victoria fácil, ocultaba una amenaza que Iván no podía identificar aún, pero sentía el peligro en el aire como una corriente eléctrica.

—¡Esperen! —rugió, levantando su mano enguantada con firmeza—. ¡No sigan avanzando sin mi orden!

El eco de su voz, cargada de autoridad, fue amplificado por los tambores de guerra, que rápidamente transmitieron la señal de alto. Las banderas ondearon con fuerza en el viento, las telas crujían mientras las tropas comenzaban a detener su avance, aunque a regañadientes. La euforia de la victoria, el ansia por seguir matando y la adrenalina que inundaba sus cuerpos hacían difícil frenar el impulso, pero las legiones de hierro estaban entrenadas para obedecer, incluso cuando cada fibra de sus cuerpos ardía con el deseo de seguir combatiendo.

Iván entrecerró los ojos, escudriñando el horizonte. Sentía cómo el viento cargaba una tensión invisible, casi palpable, y un escalofrío recorrió su espalda. Algo oscuro se cernía sobre el campo de batalla, algo que iba más allá de lo visible, como si la propia tierra estuviera en espera de una calamidad.

Con un gesto firme, Iván llamó a dos de sus comandantes de confianza. Rokot, un veterano brutal con cicatrices que contaban historias de guerras interminables, era uno de los dos comandantes de las Legiones del Duque. A su lado, Zador, el comandante de la legión de hierro, frío como el acero, un hombre cuya mente calculadora y visión estratégica lo convertían en uno de los más temidos en el campo de batalla. Junto a ellos, Maric, otro comandante de probado valor, esperó instrucciones.

—Rokot, Zador —la voz de Iván era grave, baja, pero firme—, quiero que controlen a las tropas en ambos flancos. No quiero que nadie avance sin mi orden. Algo no está bien. —El tono de Iván no admitía discusión—. Maric, ve al centro. No quiero que nadie cargue hasta que estemos seguros. Mantén la formación.

Los tres hombres asintieron con rapidez. Rokot, con su gran maza al hombro, montó su caballo y galopó con furia hacia la línea del frente. Zador, frío y analítico, giró su montura y se dirigió hacia la retaguardia para coordinar los refuerzos, mientras que Maric, siempre leal y diligente, se dirigía al centro del ejército para contener cualquier impulso desmedido de las tropas.

Mientras sus comandantes se dispersaban para cumplir sus órdenes, Iván no apartaba los ojos del campo de batalla. Buscaba cualquier signo, cualquier indicio que revelara la naturaleza de su inquietud. Podía sentirlo en el viento, en la extraña disposición de los soldados enemigos. Algo acechaba, y era solo cuestión de tiempo antes de que el peligro se manifestara.

—Ulfric, Aldric —llamó con voz tensa pero controlada—. Díganme, ustedes que han visto mil batallas, ¿no sienten que algo está mal? Es como si...

—Es demasiado limpio —respondió Ulfric con su voz grave—. Los enemigos no huyen como suelen hacerlo. Están retrocediendo, sí, pero no con el desorden habitual. Se están replegando hacia algo, o hacia alguien. Esto no es una simple retirada, es una estrategia.

Aldric, siempre el más cruel y sagaz de los comandantes, entrecerró los ojos, examinando las líneas rotas. —Esto huele a trampa, su gracia. Si avanzamos más, podríamos quedar expuestos. Quieren que pensemos que estamos ganando, pero están conduciendo nuestras fuerzas hacia su verdadero golpe.

Iván apretó los dientes, las palabras de ambos hombres resonaban en su mente como una advertencia mortal, confirmando el presentimiento que lo había estado acechando desde que las líneas enemigas empezaron a desmoronarse. Recordó las enseñanzas de sus mentores, aquellos titanes de la guerra que lo habían instruido. Thornflic, la temida "Espada del Verdugo", quien le inculcó la crueldad calculada en el campo de batalla. Roderic, conocido como "El Invicto", cuya presencia, aunque no tan constante como la de Thornflic, era igualmente decisiva. No era un título ganado en vano; Roderic era el primer general del ducado y su influencia era palpable en cada estrategia de Iván. Y también estaban los otros grandes que lo habían guiado en su formación: Varyn, Cedric, y Felix, el sexto, séptimo y noveno generales del ducado, cada uno con su estilo propio. Varyn, el maestro de la táctica defensiva; Cedric, conocido por su sangre fría ante cualquier amenaza, capaz de convertir una retirada en una victoria; y Felix, cuyo ingenio era tan afilado como su espada. Todos ellos le habían enseñado que las victorias fáciles solían ser las más peligrosas, aquellas en las que la euforia podía cegarte y hacerte caer en la trampa de la arrogancia.

Iván se tomó un momento, mientras sus pensamientos se alineaban con el caos del campo de batalla. Podía sentir la amenaza como un cuchillo en la garganta, invisible pero letal.

—No podemos arriesgarnos —murmuró Iván para si mismo, sus ojos recorriendo el horizonte—. Si esto es una trampa, debemos descubrirla antes de que sea demasiado tarde.

La tensión era tangible, casi sofocante. Los legionarios, empapados en sudor y sangre, respiraban pesadamente, con los rostros manchados de lodo, tierra y heridas, mirando a su líder con impaciencia. La victoria estaba a su alcance, pero Iván no se movía. Su instinto lo mantenía en guardia. No estaba dispuesto a sacrificar hombres inútilmente por una trampa que aún no se revelaba. Era el peso de sus enseñanzas la que lo hacía resistir la tentación de lanzarse al ataque final sin estar seguro.

Finalmente, tomando una decisión, Iván emitió las órdenes con precisión y claridad. La disciplina de las legiones respondía de inmediato, como un mecanismo bien engrasado. La caballería ligera recibió la primera instrucción: debían ascender por la colina adyacente al campo de batalla, acercándose a la zona desde donde las tropas enemigas se retiraban. Tenían que explorar los movimientos con cautela, sin adentrarse demasiado, y observar cualquier anomalía en el terreno o en las formaciones que pudieran ocultar un peligro.

Mientras tanto, Iván reorganizó las filas de su ejército, consciente de que un despliegue eficaz era la clave para evitar una catástrofe. Los heridos recibieron la orden de retirarse al campamento base donde las unidades médicas ya esperaban para tratarlos. No era momento de permitirse distracciones, y los soldados incapacitados solo dificultarían la maniobrabilidad de las fuerzas activas. Los que aún podían luchar fueron redistribuidos en nuevas formaciones.

Mientras los jinetes ligeros regulares partían, Iván continuó reorganizando el ejército. Los heridos pasaban a su lado yendo a el campamento trasero, donde las unidades médicas les atenderían. No podía permitir que la moral de sus hombres se viera afectada al ver a sus compañeros caídos entre las filas. La eficiencia en el campo de batalla dependía también de la claridad mental de sus tropas.

Después, dispuso que la infantería pesada y pesada de élite adoptara formaciones de cuadro, una formación defensiva probada en muchas batallas, perfecta para resistir cargas repentinas. Dentro de esos cuadros, colocó a la infantería media y a los ballesteros, listos para lanzar una lluvia de proyectiles sobre cualquier fuerza que intentara romper sus defensas. Las hachas de petos de la infantería media y alabardas de la infantería pesada crearían un muro casi impenetrable, mientras los arqueros, posicionados detrás junto a el, estarían protegidos por el cuartel general para disparar sin piedad sobre el enemigo.

La infantería ligera de élite y regular sería la vanguardia, avanzando primero para provocar al enemigo y detectar cualquier emboscada. Iván sabía que los enemigos estaban acostumbrados a la táctica y disciplina, pero confiaba en la flexibilidad y velocidad de sus propias fuerzas para contrarrestar cualquier sorpresa. Los arqueros estarían protegidos por los jinetes pesados y medios, en formación atrás de los cuadros, listos para moverse si fuera necesario. La caballería ligera de élite, por su parte, sería la primera en atacar si se confirmaba la retirada desordenada del enemigo, actuando como exploradores auxiliares y fuerza de choque a la vez.

Iván, alzó la mano con gesto solemne, indicó que sonaran los cuernos y tambores. Las órdenes resonaron por todo el campo de batalla, mientras las banderas ondeaban y los estandartes se agitaban en el aire. El sonido del cuero, el metal y los cascos de los caballos llenó el ambiente cuando las tropas comenzaron a reagruparse, ajustando sus posiciones según las órdenes recibidas. 

Iván se colocó en la retaguardia, pero no muy lejos del frente. La elección era táctica, diseñada con precisión. Quería liderar desde el corazón del campo de batalla, el lugar donde su presencia pudiera inspirar a sus tropas sin que su vida estuviera en constante peligro. Su mirada fría y calculada recorría el paisaje frente a él, a su lado, el imponente Ulfric, resguardándolo. Y formando una imponente guardia personal, estaban los diez mil legionarios de las sombras, guerreros entrenados para moverse en las penumbras y atacar con una precisión letal. Junto a ellos, los mil Desolladores Carmesí, curtidos por las cicatrices de antiguas campañas, esperaban ansiosos, con sus armaduras teñidas del rojo de viejas batallas y sus armas afiladas con mortífera eficiencia.

—Ulfric, tú te quedarás conmigo, junto a Varkath, Zandric y Aldric —comenzó Iván, su voz resonando en la penumbra del valle—. Maric protegerá la retaguardia con su tropa de élite que desee. Kharoth comandará la infantería ligera en el flanco derecho. No permitas que se separen. Lerker hará lo mismo en el flanco izquierdo; que sus hombres mantengan la línea a toda costa.

Ulfric asintió con aprobación, reconociendo el control de Iván sobre la situación, mientras las órdenes seguían fluyendo con precisión calculada.

—Rokot y Zador liderarán la vanguardia —dijo como última orden.

El campo de batalla estaba dispuesto. El terreno, una vasta extensión de colinas ondulantes y pequeños bosques, ofrecía tanto oportunidades como amenazas. Los flancos eran vulnerables, pero Iván había previsto todas las eventualidades. Las formaciones de cuadro que había ordenado parecían impenetrables, una muralla viviente de hombres y acero dispuesta a resistir cualquier acometida del enemigo. Las alabardas y hachas de petos de los legionarios apuntaban hacia adelante, listas para desgarrar a cualquier jinete o infantería que se acercara demasiado. El estruendo metálico de las armas al chocar contra los escudos resonaba como un presagio de la tormenta que se avecinaba.

Mientras las tropas avanzaban lentamente, con una disciplina forjada en años de entrenamiento y batallas pasadas. Iván sabía que si el enemigo había preparado una emboscada, pronto se revelaría. Las colinas al frente podían esconder cualquier número de peligros: arqueros ocultos, o peor aún, una carga masiva de caballería. Pero Iván no cometería el error de subestimar a sus oponentes. En su mente, el enfrentamiento no sería decidido por la fuerza bruta, sino por la astucia.

Con un gesto de su mano, los jinetes ligeros de elite avanzaron, rompiendo formación y adentrándose en el bosque cercano. Los árboles parecían susurrar secretos de tiempos olvidados mientras los caballos trotaban entre las sombras. Los hombres de Iván mantenían el paso firme, sus ojos constantemente vigilando los flancos, preparados para cualquier señal de peligro. La tensión en el aire era palpable, como si el mismo campo de batalla estuviera conteniendo la respiración antes del estallido inevitable.

Iván avanzó por las colinas hasta alcanzar el borde del bosque. El lugar era un laberinto natural, con árboles altos y espesos que reducían la visibilidad. Su mente trabajaba rápidamente, visualizando cada posible ruta de escape, cada lugar en el que sus enemigos podrían tender una emboscada. Pero al mismo tiempo, sabía que ese terreno también ofrecía oportunidades: si jugaba bien sus cartas, podría usar los mismos árboles como cobertura para lanzar un ataque sorpresa.

De pronto, un cuerno profundo y ominoso rompió el silencio del valle, reverberando por las colinas como un presagio oscuro. El eco del sonido grave pareció detener el tiempo por un instante. Las aves alzaron vuelo y los soldados, en su formación disciplinada, se tensaron, cada uno sintiendo el peso de la batalla que estaba por comenzar. Iván giró su caballo bruscamente, su capa ondeando con el viento, y clavó su mirada en Ulfric, quien estaba montado sobre su poderoso semental. El guerrero, de complexión imponente y con una melena rojiza que ondeaba al viento, tomó su gran hacha con una mano mientras se colocaba el yelmo. Al hacerlo, la silueta feroz del guerrero quedaba completa: era un coloso hecho para la guerra, una visión que inspiraba miedo en sus enemigos y una confianza casi mítica en sus hombres. 

Ambos intercambiaron una mirada de acero, de guerreros que sabían lo que se avecinaba. No eran necesarios más gestos o palabras. La batalla estaba por desatarse y, en el fondo de sus corazones, sabían que esta sería una carnicería como pocas.

—¡Prepárense! —tronó la voz de Iván, un eco que atravesó las filas. Su tono era firme, implacable, una roca en medio del caos. No había duda ni titubeo. Sus palabras eran órdenes que, en ese preciso momento, definían la línea entre la vida y la muerte para sus hombres—. ¡Infantería ligera, cubran sus posiciones! ¡Si ya no tienen flechas o jabalinas, cambien a partesanas y formen un muro de escudos! ¡Portaestandartes, atentos a mis señales!

Un rugido ensordecedor brotó desde las filas de sus tropas, un grito gutural que estremeció el aire. Los hombres de la infantería pesada levantaron sus alabardas, las hojas de acero brillando bajo el sol teñido de sangre, mientras los legionarios de infantería media se preparaban con sus hachas de petos, armas pesadas diseñadas para despedazar armaduras y romper huesos con una violencia implacable. La infantería ligera, disciplinada, formó un muro de partesanas y escudos en vanguardia y retaguardia, una línea de defensa que esperaba la embestida enemiga con una calma tensa, como un animal agazapado a punto de saltar sobre su presa.

El sonido del metal chocando contra el metal, de las armaduras ajustándose y las armas siendo alzadas, resonaba como un crescendo macabro, una sinfonía de guerra. Los jinetes pesados, montados sobre caballos blindados que exhalaban vapor por las narices, alzaron sus lanzas de caballería o martillos de dos manos. Estos hombres, auténticos monstruos en la carga, representaban la punta de lanza de la fuerza de choque. Sabían que, cuando Iván diera la señal, sus monturas se lanzarían con furia sobre el enemigo, aplastando todo a su paso. Los jinetes medios, más ágiles pero no menos letales, sujetaron firmemente sus alabardas, listas para atravesar carne y armadura.

El aire se llenó de tensión, una energía palpitante que parecía vibrar en el campo de batalla. En el horizonte, una oscura línea comenzó a hacerse visible. A lo lejos, la caballería enemiga, formada por miles de jinetes, se acercaba como una ola imparable. El sonido de sus tambores de guerra se mezclaba con los rugidos salvajes que lanzaban desde lo profundo de sus gargantas, gritos que hablaban de una furia indomable.

Iván, en el centro de la formación, mantenía la mirada fija en el horizonte. Su respiración era pausada, controlada, pero sus sentidos estaban afilados como una cuchilla. Sabía que el enemigo era feroz, pero también sabía que la disciplina y la estrategia de sus legiones prevalecerían, siempre y cuando mantuvieran la formación.

El destello en el flanco izquierdo fue solo el preludio de un caos absoluto. Los jinetes enemigos, enardecidos y hambrientos de sangre, aceleraron con una furia salvaje, lanzándose hacia los cuadros de infantería como bestias desatadas. El choque sería brutal. Las monturas relinchaban con fuerza, espoleadas por jinetes que gritaban consignas de guerra, invocando el miedo entre los menos curtidos en batalla. Sin embargo, los legionarios de Iván se mantuvieron firmes, sus cuerpos tensos, sus corazones martilleando en sincronía con el estruendo de la caballería enemiga.

La infantería ligera de Iván reaccionó con precisión mortal. Los arqueros tensaron sus arcos, y en un instante, los proyectiles cortaron el aire con un silbido agudo antes de impactar en los jinetes enemigos, atravesando armaduras laminares y placas de cuero endurecido. El impacto fue demoledor: los caballos se desplomaban, derrapando en el suelo mientras sus jinetes eran arrojados de las monturas. Los gritos desgarradores de los heridos y moribundos llenaron el campo de batalla, mientras la sangre brotaba a borbotones, manchando la tierra como una marea roja.

Uno de los primeros en caer fue un joven guerrero que, con una flecha clavada en el cuello, fue lanzado de su montura en medio de un alarido espeluznante. Su cuerpo quedó inmóvil en el barro, mientras la carga continuaba, los cascos de los caballos aplastando sin piedad a los caídos. La escena era infernal: cuerpos destrozados, caballos heridos que cojeaban mientras la vida se les escapaba entre relinchos de agonía. Sin embargo, la caballería enemiga, a pesar de las bajas, no se detenía; avanzaban como una ola, con furia y desesperación.

—¡Mantengan la formación! —rugió Lerker, su voz resonando como un trueno en medio del caos. El comandante, cubierto de barro y sangre, alzó su espada hacia el cielo mientras sus hombres apretaban filas. El cuadro de infantería, de estatura imponente y armaduras oscuras, levantó sus armas como un muro de acero impenetrable. Las alabardas y hachas de petos se entrelazaron, formando una barrera mortal que despedazaba a cualquiera que intentara atravesarla.

Los primeros caballos que impactaron contra la formación fueron detenidos de golpe. Las alabardas atravesaron los cuerpos de las bestias, rasgando carne y hueso, deteniendo el avance en seco. Los jinetes que no caían bajo el filo de las armas eran derribados por el peso de sus propios compañeros, aplastados entre el muro de acero y la presión de la carga que venía detrás.

La batalla se convirtió en un frenesí de muerte. Los ballesteros, situados dentro de los cuadros, aprovechaban cada brecha para disparar a quemarropa. Las saetas se incrustaban en las armaduras enemigas, encontrando puntos débiles en las placas y láminas, atravesando ojos, cuellos y partes descubiertas de la piel. Los gritos de agonía resonaban por todo el campo mientras la caballería enemiga se desmoronaba, incapaz de romper las defensas de Iván.

Pero el verdadero infierno aún no había llegado. Después del fallido asalto de la caballería, la infantería enemiga irrumpió en la escena. Eran cientos, miles de guerreros salvajes, con los ojos inyectados en sangre, sus cuerpos cubiertos de cicatrices y tatuajes de guerra. Blandían espadas, hachas y lanzas con una furia casi sobrenatural. El suelo temblaba bajo sus pies, y el aire se llenó de un hedor a sudor, sangre y miedo.

—¡Formen el muro! —ordenó Iván desde su posición. Su rostro estaba cubierto por el yelmo, pero sus ojos brillaban con una determinación implacable.

La infantería ligera respondió al unísono, formando un muro de escudos semi circular que lo rodeaba protegiéndolo de la embestida enemiga. Los cuerpos de los primeros caídos fueron utilizados como obstáculos improvisados, amontonados frente al muro, ralentizando el avance enemigo. La visión era grotesca: cadáveres mutilados apilados en capas, formando una especie de barricada sangrienta.

El impacto inicial fue devastador. La infantería enemiga, desesperada y furiosa, chocó contra el muro de escudos de la infantería ligera de Iván con una violencia casi animal. Los cuerpos se aplastaban unos contra otros, y el crujido de huesos rotos se mezclaba con el ruido de los escudos de madera y metal chocando. Los escudos circulares aguantaban, pero los enemigos golpeaban sin piedad, buscando cualquier punto débil, cualquier rendija que pudieran explotar para abrir una brecha. La tensión en las filas de Iván era palpable, pero sus hombres, curtidos en combate, resistían.

Las hachas de batalla y las partesanas se alzaban por encima de los escudos, descendiendo con precisión letal sobre los cuerpos enemigos que osaban acercarse demasiado. Cada golpe era seguido por un chorro de sangre que manchaba el suelo ya empapado en un espeso barro rojizo, producto de la mezcla entre la sangre y la tierra. Los gritos de los moribundos resonaban con una intensidad aterradora, superando por momentos el estruendo de los tambores de guerra y el choque de las armas. A medida que los cuerpos caían, el terreno se volvía cada vez más traicionero, cubierto de vísceras y miembros mutilados, dificultando el movimiento de ambos bandos.

Dentro de los cuadros de infantería, la situación era aún más complicada, era una carnicería sin fin. El espacio era reducido, y los legionarios se veían obligados a luchar cuerpo a cuerpo, rodeados de enemigos que buscaban abrirse paso entre ellos. Las alabardas y las hachas de petos se alzaban y descendían con brutalidad, partiendo cráneos como si fueran cáscaras de huevo, cortando extremidades con la facilidad de un cuchillo caliente atravesando mantequilla. La sangre salpicaba en todas direcciones, empapando armaduras y rostros por igual. Los gritos de los hombres, tanto de los legionarios como de sus enemigos, eran guturales, animalescos, pura expresión de dolor y desesperación. Una danza macabra de muerte y destrucción estaba sucediendo dentro de los cuadros. Los legionarios, protegidos por sus escudos de torre, repelían los embates de los enemigos, mientras sus alabardas y espadas se abrían paso entre la carne, el hueso y la armadura. Los escudos de cometa se alzaban y descendían, bloqueando espadas y lanzas enemigas, manteniendo la línea a pesar del asalto implacable. Ningún escudo cedía, pero las fisuras en la formación comenzaban a aparecer.

Un guerrero enemigo, en un último acto de desesperación, lanzó su lanza hacia uno de los legionarios, pero el escudo lo desvió con facilidad. Otros enemigos intentaron la misma táctica, pero sus ataques eran inútiles frente a la muralla de acero y disciplina que presentaban los hombres de Iván. Sin embargo, la presión era inmensa, y los legionarios sabían que no podrían resistir indefinidamente.

Iván alzó la mano con un movimiento preciso, y las banderas ondearon en lo alto, emitiendo la señal que desencadenaría una carnicería. El viento en los árboles cesó por un instante antes de que los cuernos de guerra resonaran con una nota grave, un eco que reverberaba por el bosque como un rugido de bestias antiguas. Los tambores comenzaron a golpear con una cadencia que presagiaba destrucción, el ritmo de la muerte acercándose.

Desde la retaguardia, la caballería pesada irrumpió como una tormenta desatada. Los corceles gigantescos, cubiertos por sus pesadas bardas de placas de acero, avanzaban como demonios furiosos. El suelo temblaba bajo sus cascos, y cada impacto hacía vibrar la tierra como si estuviera viva y sufriendo. Las lanzas, largas y letales, se alzaron como dientes de bestias prehistóricas listas para desgarrar carne y romper huesos.

La primera oleada impactó contra las líneas enemigas como un martillo aplastando una nuez. Los primeros soldados enemigos ni siquiera tuvieron tiempo de reaccionar antes de ser despedazados. Las lanzas de caballería penetraban con facilidad las armaduras, atravesando torsos, clavándose en gargantas, y salpicando sangre por todas partes. Algunos cuerpos eran levantados en el aire como muñecos, sus extremidades colgando inertes mientras las lanzas continuaban su curso. Los gritos eran desgarradores, un coro de dolor que se fundía con el choque de metal y el retumbar de los cascos. El caos se apoderó del frente enemigo: hombres desorientados, amputados, aplastados bajo el peso de los caballos y las armaduras que los pisoteaban. No había escape ni misericordia. Los infantes enemigos, ya desmoralizados y mal organizados tras su fallido asalto, no tuvieron oportunidad. La sangre brotaba en chorros, empapando el suelo y tiñendo el campo de batalla en un grotesco carmesí.

Los que lograban esquivar la embestida inicial no corrían mejor suerte. Los cascos de los caballos, pesados como yunques, aplastaban cráneos y torsos sin misericordia. El sonido del hueso rompiéndose bajo el peso de las bestias resonaba por todo el campo, mientras los gritos de agonía se mezclaban con el galope ensordecedor. Los cuerpos eran reducidos a pulpa bajo el avance imparable de la caballería, y el barro del campo se transformaba en una mezcla viscosa de sangre, tierra y vísceras.

La segunda oleada no mostró más piedad. Los jinetes, habiendo abandonado las lanzas, desenvainaron sus martillos de guerra, armas de brutalidad pura. Eran artefactos diseñados no solo para matar, sino para destrozar. Las cabezas de los martillos se alzaban en el aire antes de caer con una brutalidad inhumana, rompiendo cráneos como si fueran cáscaras de huevo, aplastando torsos, y dejando a los soldados enemigos en pilas de carne rota y huesos triturados. Con cada golpe, el suelo se empapaba más de sangre, y los cuerpos se amontonaban como si la tierra misma estuviera absorbiéndolos, reclamándolos. Los jinetes rugían con un furor insaciable, y sus caballos seguían avanzando, aplastando los restos que quedaban. Bajo los cascos de los corceles, los miembros cercenados crujían, la carne aplastada se convertía en un amasijo irreconocible.

Sin previo aviso, la caballería ligera, enviada previamente, irrumpió y se desplegó en perfecta formación, flanqueando a los enemigos que intentaban escapar. Sus lanzas largas, afiladas como el filo de una cuchilla, cercenaban a los soldados que huían, clavándose en espaldas y gargantas. Los cuerpos caían como hojas en otoño, mientras la lluvia de acero seguía su curso implacable. La carne se desgarraba con facilidad bajo la fuerza de las lanzas, y la sangre salpicaba los rostros de los jinetes, que avanzaban sin detenerse, sin dudar, su velocidad y precisión mortales. Perforaban las filas enemigas con una gracia letal, dejando cadáveres a su paso, y apoyaban el avance implacable de la vanguardia.

Un tambor resonó en la distancia, como el golpe de un martillo en un yunque, y las tropas de infantería ligera de Iván cobraron nueva vida. Con renovada furia, avanzaron en oleadas. Los cuadros de infantería, protegidos por sus muros de escudos, se movían con precisión, empujando a los enemigos restantes con una fuerza imparable. Alabardas, hachas de petos y partesanas se alzaban y caían, cortando carne y armadura, arrancando extremidades con cada golpe certero. Los cuerpos enemigos se derrumbaban, descuartizados, sus vidas apagadas en un instante por la fría y calculada violencia de los hombres de Iván. El olor acre de la sangre mezclado con el barro y el sudor impregnaba el aire, creando una atmósfera irrespirable.

El bosque era una visión infernal: una alfombra de cadáveres, charcos de sangre, intestinos desparramados, y huesos que sobresalían de cuerpos irreconocibles. Los gritos de agonía de los que aún agonizaban resonaban en el aire, mezclándose con el eco del combate que aún continuaba en el bosque. Los cuervos, atraídos por la carnicería, ya comenzaban a descender en busca de su festín, picoteando ojos y carne tierna de los caídos. El retroceso del enemigo se convirtió en una huida desesperada, pero la muerte los alcanzaba con velocidad. La infantería de Iván, hambrienta de más sangre, los perseguía implacablemente, como lobos tras ciervos heridos.

Iván observaba desde su caballo, su mirada fría y calculadora, mientras sus tropas acababan con los restos del ejército enemigo. Sin embargo, sabía que en la espesura del bosque aún quedaban aquellos que podrían reorganizarse, aquellos que huían como ratas pero que, si se les daba tiempo, podrían volver a ser una amenaza.

Se giró hacia Ulfric, que aguardaba su señal. El hacha de Ulfric descansaba sobre su hombro, pero su mirada ardía con una mezcla de ansia y deber.

—Ulfric —dijo Iván, su voz firme como el acero, pero calmada—. Toma la caballería media, tanto los regulares como los élite. Limpia el camino principal. Lleva también a los jinetes ligeros élite e infantería ligera. Que entrenen en los bosques alrededor y que no te sorprendan. No dejes a ninguno vivo.

Los ojos de Ulfric brillaron con una salvaje determinación. Con un asentimiento breve, giró su caballo y dio la señal. Los cuernos resonaron de nuevo, y la caballería media se lanzó hacia el camino principal. Los jinetes y infantes ligeros, expertos en la caza, entraron en la espesura como sombras mortales, mientras los gritos de los enemigos que intentaban esconderse comenzaban a alzarse entre los árboles.

Ulfric, al frente, blandía su gran hacha con maestría, destrozando a cualquiera que se cruzara en su camino. Cada golpe era un espectáculo de brutalidad, la hoja de su hacha cortando carne y hueso con facilidad. Los enemigos caían como hojas en otoño, sus cuerpos desgarrados, sus almas perdidas para siempre en ese oscuro bosque que se convirtió en su tumba.

El ejército de Iván, implacable, avanzaba sin detenerse, sin piedad, como una máquina de guerra diseñada para exterminar cualquier vestigio de resistencia. El bosque convertido en una fosa común, era un espectáculo grotesco de cuerpos mutilados y charcos de sangre. No había rincón en el terreno que no estuviera marcado por la devastación. Los gritos de los moribundos eran apenas perceptibles bajo el eco ensordecedor del choque de las armas y el rugido de los guerreros. El aire estaba saturado del hedor metálico de la sangre mezclado con el sudor y el miedo.

Iván giró su atención hacia Varkath y Zandric, quienes estaban, preparados para recibir su siguiente orden.

—Varkath, Zandric —la voz de Iván cortó el caos como una daga afilada—, desmonten y lleven a mil legionarios de las sombras cada uno. Quiero que formen un escuadrón junto a Rokot y Zador. Rompan las formaciones de cuadros de la infantería y con esos legionarios persigan a los rezagados hasta el bosque y los caminos circundantes. Yo tomaré el camino principal. Solo una legión del Duque mantendrá esa vía, siguiendo a Ulfric.

—Aldric —continuó Iván, su mirada fija en el comandante de los desolladores carmesí—. Que novecientos de tus hombres desmonten y lideren la caza de la infantería. Eliminen cualquier resistencia que quede en pie. Tú te quedarás conmigo, junto a los cien desolladores carmesí restantes

Los comandantes asintieron sin vacilar, sus ojos brillaban con una ferocidad contenida, conscientes de la tarea que les esperaba. Sin perder tiempo, se dispersaron para cumplir la orden, mientras los legionarios de las sombras se deslizaban entre los cuerpos y los árboles, como depredadores acechando a su presa. El bosque se había convertido en un infierno viviente. La naturaleza misma parecía sofocada por el hedor de la sangre y el miedo. Los árboles, antes estaban manchados de carmesí. Las raíces se retorcían, como si el suelo estuviera ansioso de absorber la sangre de los caídos. Los gritos desgarradores de los moribundos se alzaban entre las ramas, mientras el ejército de Iván avanzaba como una marea oscura, aplastando a todos a su paso.

Iván cabalgaba con la serenidad de un depredador en medio de su caza, rodeado de los tres mil legionarios de las sombras, siempre vigilantes y letales. A su vanguardia, los cien desolladores carmesí lideraban el avance. Detrás de ellos, la imponente Legión del Duque marchaba con una precisión casi inhumana. La atmósfera era densa, el aire cargado de muerte.

—Aldric, suelta a los desolladores —ordenó Iván, su voz apenas un susurro, pero lo suficientemente clara para que el comandante captara cada palabra—. Que estos bastardos sufran. No quiero dejar ni un hueso intacto. No habrá piedad para Konrot.

Aldric sonrió de manera siniestra, ansioso por desatar el infierno. Su rostro, no ocultaba el hambre de sangre que ardía en sus ojos. Los desolladores carmesí, se abalanzaron sobre los enemigos heridos como lobos hambrientos sobre presas moribundas. No había clemencia en sus movimientos, solo una sed insaciable por destrucción. Con armas dentadas y flamígeras, desgarraban carne y hueso con cada golpe, mientras la sangre salpicaba en todas direcciones. Algunos desolladores, enfermos de crueldad, arrancaban extremidades de los cadáveres para lanzar los restos al aire como trofeos macabros, sus risas resonando en el denso bosque.

Los gritos de pavor de los enemigos resonaban a lo lejos, pero nadie podría escapar de la furia de los legionarios. Era una sinfonía de muerte y desesperación, con cada tajo desgarrando la carne, rompiendo huesos y abriendo entrañas. Las vísceras se desparramaban en el suelo húmedo del bosque, mezclándose con la sangre en una escena que recordaba a una carnicería enloquecida. Los desolladores se regocijaban en la brutalidad, algunos arrodillándose junto a los moribundos para retorcer sus armas dentro de sus cuerpos, prolongando su agonía antes de darles el golpe final.

Iván observaba la masacre sin emoción alguna, con el rostro inmutable mientras los cuerpos enemigos caían ante el filo de sus tropas. Cada golpe, cada grito de agonía era un eco distante para él. No sentía piedad. Los enemigos que morían merecían cada segundo de sufrimiento, cada corte, cada herida que les arrancaba la vida lentamente. Más de cuarenta aldeas habían sido masacradas bajo el mandato de estos invasores, sus habitantes aniquilados sin clemencia. En los ojos de Iván, no había justicia más pura que la sangre derramada como retribución.

Frente a él, los Desolladores Carmesí, verdaderos emisarios de la brutalidad, avanzaban con su sed insaciable de muerte. Entre risas dementes y carcajadas inhumanas, se deleitaban en el dolor que infligían. Los rezagados enemigos no eran más que carne desechada para ellos; algunos de los Desolladores se detenían a desmembrar cadáveres, golpeando extremidades hasta convertirlas en masa informe de carne y hueso, regodeándose en la mutilación. Las espadas dentadas rasgaban el aire con un sonido sibilante antes de hundirse en los cuerpos aún con vida, girando lentamente para provocar un sufrimiento interminable. Los gritos de aquellos que aún respiraban llenaban el aire, una sinfonía infernal que se mezclaba con la bruma de sangre que flotaba sobre el campo.

Iván avanzaba en medio de la carnicería, rodeado por tres mil de sus Legionarios de las Sombras, guerreros entrenados en la crueldad, y un centenar de Desolladores Carmesí, siempre a su lado, prestos para eliminar cualquier amenaza. La atmósfera en el bosque se volvía cada vez más densa; los árboles, manchados de sangre, parecían inclinarse bajo el peso de la muerte que los rodeaba. El suelo, empapado en ríos de sangre, absorbía la vida que se escapaba de los cuerpos de los caídos.

De pronto, un rugido atronador rompió la sofocante quietud, como si la tierra misma hubiese gritado. Iván giró bruscamente su cabeza, su mirada penetrante fijándose en el origen del ruido. Desde las entrañas de la tierra, en escondites ocultos bajo trampillas, emergieron cientos de soldados enemigos, bien armados y organizados, como una marea de muerte que parecía haberse mantenido oculta, esperando este momento.

Sin vacilar, la Legión del Duque, bien entrenada y disciplinada, formó una línea defensiva perfecta. Los escudos se alzaron en un murallón impenetrable, las alabardas y partesanas se extendieron hacia adelante como una trampa mortal esperando devorar a los recién llegados. A pesar de su número, los soldados enemigos no eran rival para los veteranos curtidos en combate de Iván, y el campo de batalla estaba destinado a ser regado con aún más sangre. Sin embargo, algo más acechaba en la oscuridad del bosque.

Desde el flanco derecho, un rugido primitivo sacudió el aire, un sonido que no pertenecía a ninguna criatura racional. Iván giró la cabeza justo a tiempo para ver una horda de jinetes salvajes emerger de entre los árboles. Eran bestiales, sus cuerpos enormes y cubiertos de cicatrices, montados en bestias tan brutales como ellos. Sus armaduras, aunque bien forjadas, estaban cubiertas de sangre seca y polvo, pero lo más perturbador eran sus ojos. Cada jinete tenía la mirada de una bestia enloquecida, llena de furia y sed de sangre, como si la muerte misma los hubiese enloquecido.

El líder de estos demonios sobre caballos era un coloso de hombre, un gigante de músculos y cicatrices cuya presencia intimidaba incluso a los más curtidos veteranos. Su rostro era una máscara de furia contenida, y en sus ojos brillaba una locura primitiva, un deseo incontrolable de destrucción. Empuñaba una gigantesca maza, que temblaba bajo la fuerza de su mano, lista para desatar una carnicería.

Aldric, con una mirada de frialdad despiadada, vio el peligro inmediato, noto que Ivan no ordeno nada ni parecía reaccionar, así que el, sin dudarlo dio una orden.

—¡Yori! —rugió con una voz que resonó por encima del estruendo—. Ve con su gracia y protégelo. Legionarios de las sombras, Desolladores Carmesí, preparen la masacre. ¡Quiero a cada uno de esos bastardos muertos antes de que puedan acercarse a su gracia!

Yori, un monstruo entre monstruos, avanzó. Su caballo, una bestia de guerra tan imponente como él, rompió el círculo de legionarios que rodeaban a Iván. Yori, con cicatrices que hablaban de innumerables batallas, tenía la mirada de un hombre más allá de la cordura, un predador desatado. Empuñando un martillo de guerra con pinchos, tenso por la fuerza de agarre.

Maric, el comandante de la Legión del Duque, alzó la voz, su mando claro y preciso.

—¡Cuarta legión, preparados! Caballería, dispersaos y asistan a la guardia de su gracia, otros hagan maniobras de envolvimiento. Infantería y proyectiles, quiero una masacre. ¡Formación Cuatro!

La Formación Cuatro era una táctica de brutal precisión, diseñada no solo para maximizar la letalidad, sino para descomponer por completo la moral y la resistencia del enemigo. Consistía en una doble línea ondulada que cambiaba constantemente, adaptándose al flujo de la batalla. En las partes que parecían más vulnerables, la primera línea de infantería pesada se abría de manera controlada, atrayendo a los enemigos desprevenidos como si fueran presas cayendo en una trampa. La segunda línea, compuesta por infantería media y ligera, esperaba como una jauría de lobos, lista para desgarrar a los que osaran avanzar. En un abrir y cerrar de ojos, los enemigos se encontraban rodeados y masacrados sin piedad.

Detrás de las primeras filas, las unidades de proyectiles lanzaban una lluvia constante de flechas. Cada proyectil estaba destinado a encontrar carne blanda, atravesando gargantas, cráneos y corazones con precisión letal. La nube de flechas era tan densa que oscurecía el cielo, y cuando bajaba, dejaba un reguero de cuerpos desmembrados y ensangrentados que se retorcían en el suelo, vomitando sangre mientras la vida se escapaba de ellos en borbotones.

El campo de batalla se había transformado en un verdadero infierno de carne y acero, donde la sangre corría como ríos y los gritos de agonía se mezclaban con los rugidos de batalla. Los Legionarios de las Sombras avanzaban como sombras corpóreas, implacables y sin piedad, su disciplina marcial transformándolos en una fuerza irresistible. Las alabardas destrozaban armaduras como si fueran de papel, cortando brazos y piernas con golpes precisos. Cada herida era devastadora, no solo en la carne, sino en el espíritu del enemigo, que veía a sus compañeros reducidos a pilas de carne mutilada en cuestión de segundos.

Aldric, al frente, lideraba la formación en cuña con la precisión de un depredador que acecha a su presa. Los enemigos que emergían del suelo, esperando tomar a sus fuerzas por sorpresa, fueron despedazados antes de que pudieran siquiera comprender lo que ocurría. El acero resonaba en el aire, los cráneos se partían como frutas podridas bajo el impacto de las alabardas y las hachas dentadas de los Desolladores Carmesí. Cada golpe era seguido por una lluvia de sangre y fragmentos de hueso. Los Desolladores no se detenían en simples cortes; sus armas dentadas se hundían profundamente en la carne y luego giraban, desgarrando tendones, músculos y órganos internos, asegurándose de que sus víctimas murieran de la manera más lenta y dolorosa posible.

Los gritos de los heridos eran ahogados rápidamente por la brutalidad de los ataques. Algunos soldados, atrapados en medio de la masacre, caían de rodillas implorando piedad, pero sin pestañar eran ejecutados inmediatamente con una frialdad inhumana. Las alabardas y hachas perforaban sus gargantas y destruían sus cráneos, y la sangre brotaba en violentos surtidores, empapando el suelo y a los guerreros cercanos, que parecían más bestias que hombres.

Del otro lado del campo, los jinetes salvajes avanzaban como una tormenta, sus gritos inhumanos resonaban en el aire. Iván, que hasta ese momento había observado sin poder reaccionar correctamente, sintió sus nerviosismo que apenas lograba controlar, su mente estaba nublada, no podía pensar en algún contraataque, en alguna defensa, nada, solo podía ver todo como una película interminable. Se bajó la visera del yelmo para ocultar su expresión, extendiendo la mano para que le entregaran su alabarda personal. Apretó la empuñaba con nervios y con miedo que intento ocultar, estaba paralizado, se sentía patético. A su alrededor, dos anillos de Legionarios de las Sombras, unos doscientos en total, lo rodeaban como una fortaleza viviente, listos para proteger a su comandante y señor con sus vidas.

Los jinetes salvajes se acercaban rápidamente, las bestias que montaban exhalaban vapor por las narices, mientras el suelo temblaba bajo el peso de su avance. Iván podía sentir cómo el aire se llenaba de una energía visceral, casi palpable que le impedía respirar bien, mientras la horda se preparaba para un choque que prometía ser más brutal que cualquier cosa presenciada hasta ese momento.

Aldric, al frente de la formación de cuña, era una visión de pesadilla. Su gigantesca hacha dentada de doble hoja resplandecía bajo el cielo gris, pero no por la luz, sino por el reflejo de la sangre y los fragmentos de carne que se adherían a su filo. Cuando lanzó su grito de guerra, fue como el rugido de una bestia desatada. Los Desolladores Carmesí y los Legionarios de las Sombras respondieron al unísono, su grito era el de una legión sedienta de destrucción. Las armas dentadas de los Desolladores, cubiertas de sangre seca y restos humanos, parecían monstruosidades forjadas en los abismos del infierno. Los Legionarios de las Sombras, en cambio, alzaban sus alabardas, finamente elaboradas pero empapadas de sangre fresca, como si el metal mismo reclamara más vidas con cada movimiento.

El choque fue inmediato, una colisión de fuerzas tan brutal que el aire se llenó de un sonido inhumano: huesos crujían, carne se desgarraba, y los gritos de agonía se mezclaban con los gemidos de las bestias. Los jinetes salvajes, impulsados por una furia desenfrenada, se estrellaron contra la cuña de Aldric con la fuerza de una tormenta. Pero su carga, aunque violenta, fue detenida en seco. Las alabardas de los Legionarios de las Sombras penetraban el pecho de los caballos y los cuerpos de los jinetes, desgarrando carne y aplastando huesos con una eficiencia despiadada. Los caballos enemigos caían al suelo con horribles chillidos, derrapando en el lodazal empapado de sangre, mientras sus jinetes, atrapados bajo el peso de las bestias, eran aplastados. Algunos intentaban arrastrarse, con los huesos rotos y la carne colgando en tiras, pero no llegaban lejos antes de que una alabarda o un hacha dentada terminara con sus miserables vidas.

Aldric, balanceando su hacha con una fuerza sobrehumana, se abrió paso entre los cuerpos de sus enemigos como un titán inhumano. Con cada golpe, la enorme hoja de su arma partía cuerpos a la mitad, desgarrando vísceras que caían al suelo como sacos de carne destrozada. La sangre brotaba en torrentes, cubriendo sus brazos y su pecho, pero Aldric no se detenía. Con cada paso que daba, dejaba una estela de muerte a su paso, creando un camino de cuerpos mutilados y vísceras esparcidas.

Los Desolladores Carmesí, a su alrededor, disfrutaban de la masacre. Sus risas resonaban entre los gritos de los agonizantes, mientras sus armas dentadas se hundían en la carne de los enemigos, desgarrando extremidades con la facilidad con la que un cuchillo atraviesa mantequilla. No se contentaban con simples cortes; sus golpes eran precisos y sádicos, diseñados para causar el máximo dolor antes de que la muerte llegara. Dejaban a sus víctimas mutiladas, retorciéndose en el barro ensangrentado, gritando por un alivio que nunca llegaría. Los Legionarios, por otro lado, mantenían su fría eficiencia, avanzando sin piedad ni remordimiento, eliminando cualquier resistencia con golpes rápidos y letales.

Iván, desde su posición protegida, observaba el caos con una mezcla de fascinación y temor. Aunque sus manos temblaban sobre la alabarda, su mente estaba empezando a despejarse, tratando de analizar cada movimiento, cada grito, cada caída. Sabía que este era solo el principio. Los jinetes salvajes eran cientos, pero más allá de ellos se avecinaba una marea interminable de enemigos. Cientos de miles, una fuerza imparable de locura y furia desatada que no se detendría hasta que uno de los bandos fuera completamente aniquilado. Iván sintió el peso del destino sobre sus hombros, pero no se le ocurría nada. Sabía que la victoria o la muerte eran las únicas opciones.

Mientras los jinetes salvajes continuaban lanzándose contra la cuña, la caballería pesada y media de élite de Iván comenzó a moverse por orden de Maric. Veinte mil jinetes en total, ocho mil de caballería pesada y doce mil de caballería media, se aproximaban a la formación de cuña de Aldric, preparándose para un rodeo que sellaría el destino de los enemigos atrapados. Sus armaduras brillaban bajo el cielo oscuro, pero no de gloria, sino de la sangre derramada en combates anteriores. A medida que se posicionaban, los gritos de guerra de la caballería resonaban por todo el campo de batalla, como un eco de muerte que se acercaba imparable.

A su vez, la caballería ligera de élite, veintidós mil jinetes ligeros, se movilizaba rápidamente, rodeando los flancos del enemigo con una velocidad devastadora. Los jinetes ligeros eran verdaderos maestros de la carnicería rápida; sus flechas atravesaban carne y hueso con una precisión brutal, mientras sus lanzas atravesaban corazones y gargantas con mortífera rapidez. Ningún enemigo quedaba con vida cuando ellos pasaban; dejaban un rastro de cuerpos mutilados y destrozados en su camino, mientras la sangre brotaba en chorros violentos de los cuerpos perforados.

La batalla, que ya había sido feroz, se convirtió en un espectáculo de pesadilla. El suelo, ahora convertido en un lodazal de sangre y tripas, hacía imposible avanzar sin resbalar en los cadáveres. El aire estaba cargado de un hedor insoportable: una mezcla de hierro, sudor, orina y muerte. Los gritos de los moribundos resonaban en todas direcciones, sus cuerpos retorciéndose en el barro, algunos con las entrañas derramadas a su alrededor, mientras intentaban en vano contener la marea de muerte que se cernía sobre ellos.

La caballería pesada impactó contra los flancos de las fuerzas salvajes como un martillo que golpea carne blanda. El choque fue tan brutal que algunos cuerpos simplemente explotaron bajo la presión de las lanzas y los cascos de los caballos. Era un espectáculo de carne y huesos destrozados, cuerpos reventando como sacos de vísceras al ser aplastados por el peso de las armaduras y las bestias que los caballeros montaban. Los martillos y mazas de los jinetes se hundían en la carne con una facilidad abrumadora, triturando cráneos y aplastando costillas como si fueran ramas secas. Los huesos crujían bajo el peso imparable de las monturas, el sonido de cráneos rompiéndose resonaba como el romper de nueces bajo el metal, mientras los gritos de los que aún no habían muerto llenaban el aire con un eco de pura desesperación.

Los que intentaban escapar, aquellos pobres desgraciados que aún conservaban la vida, eran perseguidos por la caballería media. Eran como sombras, cazadores silenciosos de la muerte, cuyas alabardas cortaban sin piedad. Con cada tajo, cabezas eran separadas de cuerpos, brazos volaban en el aire como ramas arrancadas de un árbol en tormenta, mientras vísceras y sangre caían en cascadas sobre el suelo manchado de rojo. El aire estaba tan saturado de muerte que el hedor de la sangre y el sudor llenaba cada respiro, haciendo que los pulmones ardieran con cada inhalación.

El suelo, otrora sólido, se convirtió en un auténtico mar de sangre y cadáveres. Los ríos de líquido carmesí se extendían por todo el campo de batalla, mezclándose con el barro, creando una mezcla pegajosa que atrapaba a los heridos, sumergidos hasta las rodillas en la marea de cadáveres y sangre. Trozos de carne y huesos flotaban en el lodo, restos de lo que alguna vez fueron hombres y caballos, ahora reducidos a masas indistinguibles de carne triturada. El suelo rugía bajo el peso de la masacre, y el ambiente se llenaba de un silencio abrumador, roto solo por los gritos ocasionales de los moribundos y el crujir de las armaduras moviéndose entre la carnicería.

Los jinetes salvajes, a pesar de la destrucción que los rodeaba, no flaquearon. La locura y el éxtasis de la batalla los mantenía en movimiento, sus ojos inyectados en sangre y sus rostros deformados por la furia. Sin consideración por sus propias vidas, muchos de ellos cargaban sin pensar en sus compañeros caídos, lanzándose directamente contra las formaciones de caballería pesada, un suicidio en masa que solo incrementaba la devastación en sus filas. Los que lograban abrirse paso entre la caballería pesada se aproximaban a la cuña de Aldric, rugiendo como bestias enloquecidas. Su furia no tenía límite, e incluso cuando Aldric rompió su vanguardia con un salvajismo imparable, ellos seguían arremetiendo como si no sintieran dolor o miedo.

Aldric, un gigante de carne y acero, se hundía más y más en la marea de cuerpos, su hacha desgarrando carne y huesos con cada golpe, creando un camino de destrucción a su alrededor. Los jinetes pesados, medios y ligeros mantenían el rodeo, sus movimientos perfectamente coordinados para evitar que los jinetes salvajes escaparan del cerco mortal. Sin embargo, un estruendo sacudió el campo de batalla. Un coloso emergió entre los salvajes, su tamaño y presencia era abrumadora. Desde su posición, Iván observó a lo lejos cómo pedazos enteros de jinetes y caballos volaban en una nube de sangre, despedazados por la fuerza brutal de este hombre.

El coloso rompió el rodeo desde el flanco izquierdo, aplastando a los jinetes pesados de élite como si fueran de papel. Estos hombres, entrenados para la guerra, veteranos endurecidos por innumerables batallas, fueron masacrados sin piedad por un solo hombre. Su arma, una maza descomunal, destrozaba cuerpos y armaduras con una facilidad aterradora. Los jinetes que lo acompañaban, a pesar de ser menos numerosos, se abrían paso tras él, atravesando a los jinetes pesados como si no fueran nada más que obstáculos en su camino hacia la muerte.

Afortunadamente, no todos los jinetes enemigos lograron cruzar, y la caballería pesada de élite cerró la brecha lo más rápido posible. Sin embargo, el problema persistía: esa bestia había logrado escapar. Los jinetes medios de élite intentaron interceptarlo, pero con cada giro de su maza, el coloso destrozaba a los jinetes que se aproximaban. Los caballos caían al suelo con las cabezas aplastadas, mientras sus jinetes eran lanzados por los aires, aterrizando en montones de carne rota y sangre.

Los jinetes ligeros trataron de acosarlo desde lejos, lanzando flechas que atravesaban su carne, pero parecía no importarle. A pesar de las flechas clavadas en su cuerpo, avanzaba con una furia indomable, desatando la muerte a su paso. Algunos jinetes ligeros de élite intentaron atacarlo directamente, no para enfrentarlo cuerpo a cuerpo, sino para intentar herir a su caballo o causarle alguna herida lo suficientemente profunda como para ralentizarlo. Pero cada uno de ellos fue brutalmente masacrado antes de que sus lanzas pudieran siquiera tocarlo.

El caos se desató cuando el coloso avanzó más hacia el bosque cercano, donde la batalla de la caballería era lo suficientemente abierta para no afectar tanto la movilidad de los caballos. A pesar de que muchos de los caballos de sus jinetes salvajes se rompían las patas en el terreno accidentado, eso no detuvo al coloso. Continuaba avanzando, más cerca de Iván con cada paso, imparable. Su monstruosa figura se recortaba contra el horizonte ensangrentado, una verdadera pesadilla hecha carne.

Iván, al verlo aproximarse, supo que debía hacer algo antes de que fuera demasiado tarde. Tembloroso y sin poder habar sin tartamudear, hizo señales a las banderas que una sección de los arqueros y ballesteros de élite concentrara su fuego en el coloso y sus hombres. En cuestión de segundos, el campo se oscureció con una lluvia de flechas y virotes, cada uno destinado a acabar con ese monstruo de carne y acero. Los proyectiles volaban a través del campo de batalla, atravesando el aire con un silbido mortal, y el impacto fue inmediato. Las flechas atravesaban la carne del coloso y de sus seguidores, pero incluso así, la bestia seguía avanzando. Como una fuerza imparable, seguía su camino hacia Iván, mientras sus hombres caían a su alrededor.

El campo de batalla, un auténtico infierno en la tierra, seguía rugiendo con los sonidos de la muerte y la desesperación. Los cuerpos se amontonaban, el barro se mezclaba con la sangre, y el hedor a carne quemada y podrida llenaba el aire. Cada paso del coloso retumbaba en la distancia, mientras Iván sabía que la batalla estaba lejos de terminar. Y aunque el coloso parecía imparable, la furia de sus hombres, la brutalidad de la guerra y el implacable avance de la muerte no cesarían hasta que el último de ellos cayera.