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Chapter 29 - XXIX

El manto de la noche caía pesado sobre Aldric Feralthorn, "El Martillo de Karador", y sus tropas. A medida que marchaban en absoluto silencio a través del denso bosque, la bruma, fría y espesa como un velo de muerte, envolvía a los soldados. El aire húmedo traía consigo el olor a tierra mojada, el eco de los pasos disipándose en la oscuridad bajo una férrea disciplina. La luna, apenas visible entre las ramas retorcidas de los árboles, proyectaba sombras que se deslizaban como espectros entre la niebla. El viaje desde Karador había sido arduo. Los pasos traicioneros de las montañas y los constantes ataques del Marquesado de Thaekar habían mermado sus fuerzas. Aldric recordaba la amarga enemistad con el marqués, que había jurado vengarse tras la muerte de uno de sus bastardos a manos del general Domeric. Años atrás, la derrota de Thaekar había dejado cicatrices profundas en ambas facciones, y los rumores decían que el segundo hijo del marqués había perdido la cordura tras ser sometido a torturas psicológicas no por ellos si no por su padre. Sin embargo, esas eran historias pasadas. Aldric no tenía tiempo para distraerse con fantasmas del pasado. Su misión era clara: proteger al heredero y ejecutar las órdenes de Iván sin cuestionamientos.

Aldric, fiel subordinado del temido general Thornflic Bladewing, lideraba esta incursión con una mezcla de satisfacción y orgullo que se reflejaba en su rostro severo, endurecido por incontables batallas. No solo era el capitán de la segunda guardia de generales, los Desolladores Carmesí, sino que ahora marchaba al servicio de Iván Erenford, el joven heredero. Los pensamientos de Aldric vagaban brevemente a aquellos días en los que Iván apenas era un niño, temeroso y frágil, enfrentándose por primera vez a la brutalidad del entrenamiento militar. Ahora, con solo quince años, había dejado atrás esa inocencia, reemplazada por una determinación fría y calculadora. A sus espaldas, tres concubinas y una amante lo seguían en el campamento, símbolos silenciosos de su poder y dominio creciente. Los días de incertidumbre parecían disiparse lentamente en los ojos del joven, aunque todavía quedaban trazas de duda. Sin embargo, Aldric sabía que el destino reservaba grandes cosas para Iván, quizás un líder que algún día superaría a su padre, "El Lobo Sangriento", e incluso a Reinarath "El Lobo Escarlata", el último rey del Oeste, cuyo trono se había derrumbado junto a su vasto reino tras las Guerras de Unificación.

Aldric pensó en aquellas guerras como si fueran historias de otro tiempo, relatos contados a los jóvenes reclutas como advertencias y lecciones. Reinarath había caído cuando la gran Casa Zirak, encabezada por el conquistador Arkhos "El Unificado", intentó consolidar todos los reinos en un imperio que apenas duró un siglo antes de que las Guerras de Fragmentación lo desmoronaran de nuevo en pequeños territorios rivales. Ahora, Aldric y sus hombres marchaban por esas tierras rotas, los fantasmas del pasado pesando en cada paso.

El sonido del viento a través de las hojas secas se mezclaba con el crujido sordo de la madera. Los árboles, altos y retorcidos, se inclinaban bajo el susurro del viento, mientras el ejército continuaba su avance. Los cien Desolladores Carmesí, expertos en el arte de la guerra, se movían como sombras a su alrededor, sus armaduras de un rojo oscuro con detalles negros relucían de manera siniestra bajo la luz pálida de la luna. Cada uno de ellos había sido probado en los campos de batalla, curtidos por el fuego y el acero, convertidos en máquinas de matar que no mostraban misericordia. Detrás de ellos, una marea de arqueros y ballesteros regulares y de elite, cerca de 270,000 hombres, seguían en fila. A pesar del número, avanzaban como una única entidad, una criatura inmensa y silenciosa que acechaba en la oscuridad.

A medida que ascendían hacia las colinas, bordeando las laderas del oscuro bosque con sus colinas y laderas empinadas, se extendía frente a ellos como un laberinto natural, Aldric repasaba una y otra vez las lecciones militares que le habían enseñado Aldric repasaba mentalmente las lecciones aprendidas en los manuales militares del ducado: "Si el enemigo se refugia en una fortaleza natural, siempre alcanza la parte alta y diezma sus fuerzas antes de atacar". Estas enseñanzas habían sido inculcadas por Roderic, el primer general y quien tenia la primera guardia de los generales, la temida guardia de los Lobos Negros. La estrategia que Roderic había implementado se había convertido en doctrina para todos los oficiales. Y Aldric, un alumno brillante, sabía cómo llevarla a cabo. Esa lección resonaba en su mente mientras sus ojos evaluaban la geografía del terreno. Las colinas, cubiertas de una espesa vegetación, ofrecían una ventaja estratégica evidente.

El silencio se rompió de forma abrupta. Aldric alzó la mano, señalando a sus tropas que se detuvieran. A lo lejos, a través de la neblina, pudo divisar la figura de un centinela enemigo, apenas visible sobre una elevación rocosa. Sus ropas ondeaban ligeramente con la brisa, pero su postura denotaba confianza, desconocedor de la muerte que se cernía sobre él. Sin emitir un solo sonido, los ballesteros de Aldric levantaron sus armas. Un silbido agudo atravesó la quietud, seguido por el impacto de varias saetas que atravesaron el cuerpo del guardia. Cayó al suelo como un muñeco de trapo, el sonido de su caída sofocado por la maleza húmeda.

Aldric avanzó hacia el cadáver, sus botas aplastando la vegetación húmeda mientras se agachaba para inspeccionar de cerca el cuerpo. Algo en las ropas del hombre muerto le llamó la atención al instante. No era un simple bandido de Aurolia, como habían supuesto inicialmente. La intrincada ornamentación en su armadura y el diseño de las armas que portaba sugerían una procedencia muy distinta: Yuxiang, un territorio lejano, separado de Aurolia por el vasto y tormentoso mar. Este guerrero pertenecía a una tierra de leyendas y dinastías milenarias, un reino cuyos habitantes vivían al margen de los grandes imperios de Aurolia. Los tatuajes que cubrían su piel eran símbolos tribales, marcas de clanes independientes, guerreros entrenados en artes marciales ancestrales y técnicas de combate exóticas. Mercenarios, quizás. Pero incluso en sus tierras, estos hombres eran considerados algo más. Asesinos de élite, alquilados por los ricos y poderosos para cumplir misiones tan mortales como imposibles.

Aldric frunció el ceño mientras pasaba sus dedos por las cicatrices recientes y las quemaduras en la piel del cadáver, señales de tortura y maltrato. Quizás estos hombres no eran solo mercenarios en busca de oro, sino soldados esclavizados, obligados a luchar bajo el yugo de sus captores. Sin embargo, estas especulaciones no cambiarían el curso de sus acciones. Aunque intrigado por la presencia de guerreros de Yuxiang, Aldric sabía que las intrigas internacionales y las rivalidades entre los señores de Aurolia y las dinastías de Yuxiang eran asuntos lejanos. La política de ambos reinos se mantenía separada, salvo por el intercambio comercial en las costas, donde los ríos conectaban con el Gran Mar de las Tormentas, trayendo consigo exóticas especias, seda, y armas a los señores de Aurolia.

—No nos incumbe ahora —murmuró para sí mismo, apartándose del cadáver. Con un gesto rápido de su mano, indicó a sus tropas que se ocultaran entre los arbustos y las rocas cercanas. La colina frente a ellos ofrecía una ventaja táctica crucial. Si lograban alcanzar la cima sin ser detectados, sus arqueros y ballesteros podrían desencadenar una devastadora lluvia de flechas sobre el campamento enemigo. El factor sorpresa era su mayor ventaja, y sabían que cualquier error podría desencadenar un desastre.

Desde su posición elevada, Aldric estudió con atención el campamento enemigo que se desplegaba a lo lejos. A simple vista, las tiendas y fogatas dispersas daban la impresión de pertenecer a un grupo de bandidos desorganizados. Sin embargo, cuanto más observaba, más desconcertante se volvía la escena. Había una disciplina oculta en la disposición de las tiendas y defensas, una estructura que no encajaba con la imagen típica de bandidos merodeadores. Aunque los movimientos de los hombres en el campamento eran desordenados, Aldric no podía ignorar el equipo bien mantenido que portaban, el armamento sofisticado que colgaba de sus cinturas. No eran solo simples forajidos; parecían soldados disfrazados, mercenarios hábiles, pero sin la estricta disciplina militar. Era una combinación extraña, y Aldric sospechaba que se trataba de una fuerza mixta, una amalgama de criminales y soldados renegados que servían a un propósito mayor. Tal vez, un ejército secreto en formación.

El siguiente paso era crucial. Aldric sabía que su ataque inicial debía ser devastador. Los arqueros y ballesteros tenían que diezmar al enemigo antes de que pudieran organizarse para un contraataque. La idea era cortarles la cabeza antes de que tuvieran oportunidad de responder, y luego centrarse en capturar o ejecutar a lo que suponían era su líder, un supuesto capitán o cabecilla que dirigía estos hombres en la sombra.

A medida que el viento agitaba las hojas, Aldric continuaba dando órdenes, su voz baja y firme como el hierro forjado.

—Avancen con cuidado —murmuró. Su tono era suave, casi un susurro, pero sus hombres lo escuchaban claramente en la quietud de la noche—. Divídanse en grupos pequeños. Eliminen a los vigías y a los exploradores que custodian las colinas. Ataquen solo a aquellos que resguardan las defensas más altas. No sabemos si tienen rehenes de los pueblos saqueados, así que procedan con precaución.

Los soldados se movieron como sombras, sus figuras deslizándose entre los árboles y rocas, desapareciendo en la oscuridad. Cada paso era calculado, cada movimiento medido para evitar el menor ruido. Sabían que la clave del éxito residía en su sigilo. Había aprendido a respetar la brutalidad silenciosa de estos hombres; expertos en el arte de la guerra, entrenados para matar sin ser vistos, sin piedad.

Aldric observó con atención mientras sus tropas se dispersaban con precisión por el terreno. Como sombras furtivas, se movían entre los árboles y las rocas, acercándose lentamente al campamento enemigo que dormía desprevenido. Sabía que esta operación era solo una parte de un plan mayor, cuidadosamente trazado por el heredero, Iván Erenford. Iván había dejado claro desde el principio su objetivo: erradicar cada uno de los campamentos de bandidos dirigidos por Konrot, aquel infame y escurridizo líder que había sembrado el caos en el norte del ducado durante meses. Nadie sabía quién era en realidad. Un extranjero, un desconocido que había aparecido un día sin previo aviso, lanzando ataques rápidos y letales contra aldeas indefensas, evitando con astucia las ciudades bien defendidas y eludiendo las legiones del ducado que intentaban darle caza. Aldric, como muchos otros, lo despreciaba. Konrot no era más que un maldito bastardo, una plaga que había que erradicar antes de que causara más daño.

—Maldito extranjero... —murmuró Aldric para sí, mientras sus ojos seguían fijos en el campamento enemigo. El viento frío de la noche acariciaba su rostro, y aunque la atmósfera estaba impregnada de una calma inquietante, sabía que pronto esa paz sería destrozada por el caos de la batalla.

Según los mapas obtenidos de Lord Well, había tres escondites principales que debían ser eliminados esa noche. Se sospechaba que los oficiales más importantes de Konrot, los cabecillas de esa molesta amenaza, se encontraban en los campamentos más grandes. Si conseguían eliminarlos, Konrot perdería la capacidad de reagrupar a sus fuerzas, desmantelando cualquier plan que pudiera tener para seguir desangrando el oeste del norte del ducado.

Aldric respiró profundamente, sintiendo el peso de la responsabilidad en sus hombros. Sabía que no había margen de error. Este ataque debía ser perfecto. Si fallaban, no solo Konrot escaparía, sino que sus hombres podrían verse inmersos en un desastre. Pero ahora, solo quedaba esperar. Una vez destruidos estos escondites, Konrot no tendría cómo reagrupar a sus hombres, y sus planes, tanto los de los bandidos como los de cualquier posible aliado en las sombras, se desmoronarían.

La tensión en el aire era palpable, pesada como una manta sofocante. Aldric podía sentir el latido de su corazón resonar en sus oídos mientras aguardaba el momento exacto. El silencio de la noche parecía un preludio a la violencia que estaba por desatarse. Respiró hondo una última vez, disfrutando de esos segundos de calma antes de que la tormenta de acero y fuego cayera sobre el enemigo.

De repente, un sonido distante rompió la quietud. Un grito ahogado. Aldric levantó la mirada hacia la cima de las colinas que flanqueaban el campamento. Sus hombres ya estaban en posición. Sin perder tiempo, alzó el brazo en señal, y sus arqueros y ballesteros, camuflados entre los árboles, se movilizaron con precisión. Cientos de ellos, perfectamente alineados, tensaron sus cuerdas en un movimiento sincronizado y letal.

Las primeras flechas silbaron en el aire como aves de rapiña, y en cuestión de segundos, una lluvia incesante y mortal cayó sobre el campamento enemigo. Miles de flechas y saetas atravesaron la oscuridad, cortando el cielo nocturno como una tormenta furiosa, antes de golpear a sus objetivos con un estruendo sordo. Las primeras filas de los desprevenidos bandidos fueron aniquiladas al instante, hombres cayendo al suelo sin tiempo siquiera para gritar. El caos se desató.

Gritos de dolor y confusión inundaron el campamento. Las sombras de los hombres corrían frenéticamente bajo la luz vacilante de las fogatas, intentando organizarse, pero era inútil. Cada intento de reagruparse era inmediatamente sofocado por la siguiente oleada de flechas que caía sin misericordia. Los arqueros de Aldric eran certeros, implacables, y no dejaban espacio para errores. El enemigo, atrapado en una lluvia irregular pero letal, era derribado en grandes números antes de poder siquiera tomar sus armas.

Pero Aldric sabía que las flechas no serían suficientes para acabar con todos. Mientras las sombras seguían danzando frenéticamente entre las tiendas incendiadas, el caos dio paso a la siguiente fase. Levantó su brazo una vez más, y esta vez, el sonido gutural de cuernos de guerra resonó a través del valle. El retumbar grave de los cuernos anunciaba el verdadero golpe: su infantería pesada, ligera y media, que hasta ese momento había permanecido oculta, irrumpió con brutalidad en el corazón del campamento.

Los infantes pesados avanzaban como una fortaleza viviente. Sus armaduras de acero negro, decoradas con emblemas de guerra, relucían bajo las llamas que comenzaban a consumir el campamento enemigo. Con alabardas en mano, estos colosos de la guerra atacaban sin piedad. Cada tajo de sus hojas afiladas era un espectáculo brutal. Las alabardas atravesaban la carne y rompían huesos, destrozando a los bandidos como si fueran muñecos de trapo. Uno de los infantes levantó su alabarda y la bajó con un movimiento firme, partiendo a un enemigo desde el hombro hasta la cadera. Un río de sangre brotó del cuerpo partido en dos, empapando el suelo.

Los gritos de terror y agonía llenaban el aire. Algunos bandidos intentaron levantar sus armas para defenderse, pero no tenían oportunidad. Los infantes pesados cambiaban sus alabardas por espadas largas o mazas cuando las distancias se reducían, y el crujir de cráneos aplastados resonaba por el campo de batalla. Una espada larga atravesó la garganta de un bandido que se abalanzaba desesperado, su vida escapando en un gorgoteo de sangre. Más adelante, un soldado con una maza destrozó el casco de un enemigo, su cabeza hundida como un melón aplastado, mientras los restos de su cerebro salpicaban el rostro del atacante.

Detrás de los pesados, la infantería media se abría paso con fiereza. Los hombres armados con hachas de petos y escudos en forma de cometa atacaban con una precisión mortífera. Un guerrero balanceó su hacha de guerra y la hundió profundamente en el pecho de un bandido, la hoja arrancando pedazos de carne y hueso. El enemigo cayó al suelo, convulsionando mientras su sangre empapaba el terreno a su alrededor. Otro infante alzó su martillo de guerra y lo dejó caer sobre el casco de un enemigo, aplastando su cabeza en una lluvia de fragmentos de hueso y masa encefálica. Las espadas bastardas también se alzaban y caían sin cesar, cortando extremidades y partiendo torsos. Los hombres caían por docenas ante la imparable tormenta de acero.

Uno de los bandidos intentó arremeter contra un infante medio, pero su movimiento fue torpe. El soldado lo esquivó con facilidad, y con un rápido giro de su hacha, cortó al bandido desde el muslo hasta la ingle. El grito desgarrador del enemigo quedó ahogado por el bullicio de la batalla, mientras caía al suelo en un charco de sangre, aferrándose inútilmente a sus intestinos que se desparramaban. Los hombres de Aldric avanzaban como una marejada imparable, aplastando cualquier resistencia con brutal eficiencia.

La infantería ligera, armada con partesanas y escudos circulares, atacaba con una rapidez que desconcertaba al enemigo. Como lobos cazando a su presa, se movían entre las filas de bandidos, apuñalando con sus partesanas antes de retroceder con agilidad, dejando a los enemigos sangrando y desorientados. Un soldado ligero atravesó a un bandido con la punta de su partesana, empalándolo como a una bestia salvaje, antes de extraer la hoja con un giro brusco, dejando el cadáver retorcido en el suelo. Otro guerrero golpeaba con su hacha de batalla, destrozando mandíbulas y abriendo cráneos en una danza macabra.

El caos era total. Los bandidos intentaban reagruparse, pero sus esfuerzos eran en vano. Aquellos que parecían tener algún rango intentaron gritar órdenes, pero sus voces se perdían entre los gritos de los moribundos y el choque del acero. Las tiendas del campamento ardían en llamas, el crepitar del fuego se mezclaba con los sonidos de la muerte, y la luz anaranjada proyectaba sombras grotescas de la masacre que se desarrollaba a su alrededor. Hombres corrían envueltos en llamas, sus gritos desesperados resonaban mientras caían al suelo, retorciéndose hasta morir.

Aldric, observando desde su posición elevada, sabía que el momento era ahora. Montó a su imponente semental de guerra, un animal entrenado para el combate, y junto a los cien Desolladores Carmesí, descendió hacia el corazón del caos. El cuerno de guerra resonó en el campo de batalla, y desde las sombras surgió la caballería, oculta hasta ese momento. Los corceles de guerra, bestias enormes cubiertas con armaduras, arremetieron contra el campamento enemigo como una avalancha de acero y músculo.

Aldric, con su mandoble de hoja flamejante en mano, lideró la carga. Su espada era un símbolo de muerte. Con un solo tajo, decapitó a dos soldados enemigos, sus cabezas volando por el aire antes de caer pesadamente al suelo. La sangre brotaba de los cuellos cercenados en un torrente que cubría la tierra a sus pies. Sin detenerse, Aldric levantó su mandoble y la dejó caer sobre el cráneo de otro bandido, partiendo su cabeza en dos como si fuera una fruta madura, mientras los sesos y fragmentos de hueso salpicaban la armadura de Aldric.

Los Desolladores Carmesí, a su lado, eran una visión de brutalidad. Con espadas largas, hachas y mazas en mano, avanzaban como demonios, cortando y aplastando a los enemigos con una violencia aterradora. Uno de ellos, montado en su caballo, balanceó su hacha y decapitó a un bandido, mientras su caballo pisoteaba el cadáver de otro. Por otro lado en el lado principal la caballería pesada, media y ligera aplastaba y destruía todo a su paso, mientras los cuerpos de los enemigos caían como hojas en otoño. Los gritos de dolor, el sonido de huesos quebrándose bajo los cascos de los caballos y el estruendo del combate llenaban el aire.

Aldric llegó a la tienda más grande del campamento, el probable cuartel general de el subordinado de Konrot. Se bajó de su caballo con agilidad y, con una mirada de determinación, avanzó hacia la entrada. Un grupo de soldados intentó bloquear su paso, pero no eran rivales para él. Con un giro amplio de su mandoble, decapitó a uno, partió el torso de otro, y empaló al tercero con un solo movimiento fluido. La sangre manchaba la hoja de su espada y goteaba en el suelo, mezclándose con la tierra y formando charcos oscuros bajo sus pies.

Aldric desmontó con la agilidad y precisión de un cazador que sabe que su presa está cerca. Con su capa ondeando bajo el viento y su armadura reflejando las llamas que devoraban el campamento, su figura imponía un aire de muerte inminente. El frío acero de su mandoble flameante reposaba en su mano, ansioso por más sangre. La tienda frente a él, imponente y adornada con estandartes descoloridos, parecía albergar al líder del campamento, aquel encargado por Konrot de coordinar a este grupo de bandidos y mercenarios. No había duda de que dentro aguardaba una confrontación.

Justo antes de entrar, un grupo de bandidos emergió de la tienda, armados con gujas —largas armas con hojas curvas, similar a las guan dao de Yuxiang—. Cada una de ellas estaba decorada con inscripciones y filigranas exóticas. Los hombres portaban armaduras de láminas verticales, similares a las que usaban los soldados de las islas Yamashiro, guerreros de mierda y molestos que hacen perder inversiones en los productos que mandan por el mar. Aunque a primera vista parecían formidables, Aldric se dio cuenta de que no pertenecían a Yuxiang ni a las islas de Yamashiro; eran solo mercenarios de diferentes tierras reunidos bajo la bandera de la violencia. Un alivio para él, ya que no enfrentaba a soldados bien entrenados, sino a simples matones.

Sin un solo gesto de preocupación, Aldric hizo una leve señal. Los Desolladores Carmesí, se lanzaron hacia los enemigos sin vacilar. El choque de acero resonó inmediatamente, como un trueno en la noche oscura. Las gujas intentaron cortar el avance de los Desolladores, pero estos eran demasiado rápidos, demasiado letales. Uno de los Desolladores, con una espada curva, desvió una guja hacia un lado antes de abrir el cuello de su oponente de un solo tajo, desangrándolo en un instante. Otro arremetió con una hacha de guerra, hundiéndola en el pecho de un enemigo, el crujido de las costillas quebrándose se perdió entre los gritos de agonía.

Un bandido intentó retroceder, pero fue alcanzado por un Desollador que le lanzó un hacha pequeña, clavándosela en la espalda. El hombre cayó de rodillas, gimiendo mientras intentaba alcanzar el arma incrustada, solo para ser decapitado por un golpe rápido. Los Desolladores se movían con precisión despiadada, ejecutando a los enemigos como si fuera una danza macabra. La sangre salpicaba el suelo, las armaduras, y los cuerpos de los bandidos caían como muñecos rotos.

Cuando el último de los mercenarios fue decapitado, la tensión en el aire no disminuyó. Un hombre enorme y robusto emergió de la tienda, casi de la misma altura que Aldric, superando los dos metros con facilidad. Su cuerpo estaba cubierto de tatuajes tribales que serpenteaban por su rostro y brazos, y sus ojos irradiaban una furia salvaje. Con un gruñido profundo, hizo a un lado la tela de la tienda, revelando a un grupo de mujeres desnudas y golpeadas, prisioneras seguramente capturadas de las aldeas saqueadas. Algunas lloraban en silencio, sus rostros marcados por el sufrimiento.

Aldric apenas sintió una leve punzada de molestia al verlas. No era un hombre que se moviera por compasión; había pasado años en la guerra, despojando cuerpos, ejecutando a inocentes sin pestañear. Pero estas mujeres eran de Zusian, una tierra que estaba bajo su protección. Si hubiesen sido de otro lugar, quizás no le hubiera importado. Sin embargo, no permitió que esos pensamientos lo distrajeran.

—Son una puta molestia, cabrones —dijo el hombre gigantesco, su voz grave y áspera como el retumbar de un tambor de guerra.

Aldric lo miró con frialdad. Su yelmo ocultaba la mayor parte de su rostro, pero sus ojos, afilados como cuchillas, se clavaron en el gigante. Con una voz gélida, sin rastro de emoción, le preguntó:

—Nombre y tu rango.

El hombre escupió al suelo y agarró una enorme guja, mucho más pesada y larga que las que portaban los anteriores. Esta guja tenía una hoja ancha y curvada, diseñada para destrozar armaduras y cortar carne con brutalidad. El filo brillaba bajo las llamas, mostrando un siniestro tono rojizo, como si ya hubiera saboreado demasiada sangre.

—¿Qué mierda te importa? Pero si tanto deseas saberlo, soy la mano izquierda del jefe. Aunque eso no importa, vas a morir de todos modos, bastardo rojito.

Aldric no se inmutó. Con un leve gesto de su mano, ordenó a sus Desolladores Carmesí que terminaran de eliminar a los guardias restantes y que algunos entraran en la tienda. Podrían buscar mapas, documentos, cualquier información valiosa sobre Konrot. Mientras tanto, él mantuvo sus ojos en el gigante.

El hombre avanzó hacia él con un paso firme, su guja levantada con una sola mano como si fuera una rama. Aldric con su mandoble de hoja flamejante, cuya forma ondulada parecía chispear bajo la luz del fuego. Las chispas se levantaron al contacto de ambas armas. El gigante atacó primero, arremetiendo con la guja en un arco mortal. Aldric desvió el golpe con un movimiento rápido de su espada, y la vibración del choque resonó por su brazo. El gigante era fuerte, pero no tenía la precisión de un guerrero experimentado.

Aldric aprovechó el momento, avanzando hacia su oponente con una serie de cortes rápidos. La hoja de su mandoble cortó el aire, rozando la carne del gigante, que retrocedió con gruñidos de frustración. El gigante contraatacó con un golpe descendente, buscando partir a Aldric en dos. Sin embargo, Aldric esquivó el ataque con un paso lateral, y la guja del gigante golpeó el suelo con tal fuerza que dejó una grieta en la tierra.

Aldric no le dio ni un segundo al gigante para recuperarse. En un movimiento fluido, su mandoble trazó un arco, descendiendo como un relámpago mortal. La hoja flameante cortó profundamente en el brazo del gigante, desgarrando carne y hueso en una herida brutal que casi lo arrancó de su torso. La sangre brotó en un torrente espeso, manchando el suelo ennegrecido y salpicando la armadura de Aldric. El rugido del gigante, mezcla de dolor y furia, resonó en el caos del campamento. Tambaleándose hacia atrás, el hombre intentó mantenerse en pie, pero la fuerza del golpe lo dejó al borde del colapso.

Aldric, impasible ante el sufrimiento de su adversario, vio su oportunidad. Sin vacilar, levantó nuevamente su mandoble, y con la precisión de un verdugo, lo dejó caer sobre el cuello del gigante. El filo de la espada, ondulado y con destellos de fuego, atravesó carne y hueso como si fueran papel. La decapitación fue limpia, brutal. La cabeza del gigante rodó por el suelo ensangrentado, aún con los ojos abiertos, congelados en una expresión de asombro y horror. El cuerpo sin vida del hombre colapsó con un estruendo sordo, desplomándose en el barro teñido de rojo.

Aldric observó la escena por un breve momento, su respiración apenas acelerada. La sangre ajena impregnaba su armadura, pero su mente permanecía fría y calculadora. Sin ningún gesto de respeto hacia el cadáver, limpió su espada en la túnica destrozada de uno de los cuerpos cercanos. Luego, giró hacia sus hombres, los Desolladores Carmesí, que ya esperaban su orden.

—Masácrenlos —dijo con voz firme y sin atisbo de compasión—. Desollen y profanen sus cuerpos. No quiero que ninguno de estas escorias parezca humano cuando terminen. Encuentren a algún miserable con vida y que lleve la cabeza de este bastardo a Konrot. Quiero que sepan lo que viene. Que algunos legionarios se queden y se aseguren de que no quede rastro de humanidad en estos cuerpos. Que el terror se extienda. Los demás, busquen en la zona. No quiero supervivientes.

Los Desolladores Carmesí, acostumbrados a la brutalidad, asintieron y comenzaron a ejecutar sus órdenes con precisión inhumana. El sonido del acero rasgando piel y carne llenó el aire mientras los legionarios y desolladores se lanzaban sobre los cuerpos caídos, arrancando tiras de piel, desmembrando cadáveres con una eficiencia aterradora. Las grotescas figuras de los bandidos desollados comenzaron a acumularse en montones macabros, mientras la sangre se mezclaba con el barro, formando un lodazal oscuro.

Aldric entró en la tienda mientras sus hombres buscaban entre las pertenencias del gigante caído. Como había anticipado, los mapas y documentos que encontraron eran escasos y de poco valor; el hombre que acababa de matar probablemente no sabía leer. Sus órdenes debían haber sido verbales, transmitidas por Konrot o uno de sus oficiales más cercanos. Girando su mirada hacia un rincón de la tienda, Aldric vio a las mujeres, desnudas y heridas, prisioneras de los bandidos. Sus cuerpos mostraban signos de tortura y abuso, sus ojos estaban llenos de terror.

Aunque el sufrimiento de esas mujeres apenas tocó la conciencia de Aldric, su deber lo obligaba a actuar. Se quitó la capa, pesada y aún manchada de sangre enemiga, y envolvió a una de las mujeres, más por obligación que por compasión. El gesto, aunque distante, les dio una mínima esperanza de seguridad.

—¿Hay más mujeres? —preguntó, su tono frío e impersonal.

Las que aún podían hablar, aquellas que no estaban completamente rotas por el horror que habían vivido, negaron con la cabeza. Una de ellas, con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, habló por todas.

—No, mi señor. Al menos no con vida...

Aldric asintió brevemente, sin mostrar emoción alguna. 

—Llévenselas —ordenó a uno de sus Desolladores Carmesí. 

Los hombres asintieron y comenzaron a escoltar a las mujeres fuera de la tienda, mientras otros revisaban el lugar en busca de cualquier cosa que pudiera ser útil. Una vez recolectaron lo necesario, Aldric salió al exterior. El campamento, ahora un caos de fuego, cadáveres y destrucción, era una visión del infierno. Los legionarios estaban cumpliendo las órdenes con una crueldad escalofriante, desollando los cuerpos de los bandidos caídos, colgándolos de postes improvisados, sus pieles flácidas ondeando bajo el viento como siniestras banderas de la muerte.

El aire estaba cargado de muerte y desesperación. Los cuerpos mutilados, desollados y despedazados de los enemigos formaban un paisaje grotesco y deshumanizado. El fuego aún consumía algunas tiendas, y el olor a carne quemada se mezclaba con el aroma ferroso de la sangre.

Montando de nuevo en su caballo, Aldric observó el campo de batalla, donde sus tropas, disciplinadas y letales, continuaban su labor sin detenerse. Sin dudar, alzó su voz, dirigiéndose a sus hombres.

—Todos —rugió—, quiero que barran la zona. Busquen cualquier rastro de estos hijos de puta y acaben con ellos. No quiero que quede un solo sobreviviente. Mis Desolladores Carmesí se quedarán aquí, diez de ellos vendrán conmigo al campamento de nuestros hermanos. ¡No dejaremos que nadie cuente esta historia!

Los gritos de afirmación de sus hombres resonaron en el aire, mezclándose con el crepitar de los fuegos y el sonido metálico de las armas que aún chocaban en la lejanía. Unos continuaban con la masacre, desollando cuerpos y asegurándose de que no quedara rastro de vida entre los enemigos caídos, mientras otros se organizaban en batallones, dispuestos a limpiar el resto de la zona. El ambiente estaba cargado de muerte, sangre y fuego, pero Aldric permanecía impasible. Espoleó su caballo, avanzando con decisión hacia el campamento de su gracia Iván.

A medida que avanzaba, la oscuridad de la noche cedía lentamente ante el brillo de la luna y las estrellas, pero el camino seguía siendo largo y solitario. A su alrededor, el paisaje destruido por la batalla parecía un páramo desolado. Los restos del campamento enemigo ardían en la distancia, y el olor a carne quemada y sangre coagulada impregnaba el aire. Aunque la masacre estaba completa, Aldric sabía que esta noche era solo el principio. La sangre derramada sería solo un adelanto de lo que estaba por venir. Konrot y sus seguidores pagarían con creces el terror que habían desatado, y él se aseguraría de que sus cuerpos se convirtieran en advertencias vivientes para cualquier otro que osara desafiar al ducado.

Tras varias horas de cabalgar bajo el cielo estrellado, Aldric finalmente llegó al campamento de guerra de Iván. Era una fortificación imponente, construida con barricadas de troncos que rodeaban el perímetro. Un profundo foso delimitaba los alrededores, haciendo que la única entrada fuera a través de un pequeño puente que se bajaba con precisión militar. A medida que cruzaba el primer anillo defensivo, se podía notar la perfección de la estructura, típica de las legiones. Todo era eficiente, brutalmente calculado para proteger a Iván y su ejército.

El campamento estaba vivo, pero la calma de la disciplina militar reinaba. Las tiendas negras estaban dispersas de manera estratégica, formando líneas perfectas que parecían reflejar el orden y la estructura militar que definía a las legiones del ducado. Grandes fogatas y antorchas iluminaban el área, proyectando sombras danzantes sobre los legionarios que caminaban de un lado a otro. Algunos ya estaban bañados en sangre, guerreros curtidos que acababan de regresar de otras batallas, descansando o bebiendo para ahogar el cansancio. Otros, aún limpios, esperaban en guardia, listos para relevar a sus compañeros si surgía una nueva amenaza. Las tiendas médicas estaban llenas; los heridos eran tratados por los sanadores, y los gritos de dolor se mezclaban con las órdenes susurradas de los oficiales.

Aldric cabalgó directamente hacia el cuartel general, su destino. Al llegar, desmontó con agilidad y entregó las riendas de su caballo a un joven legionario que estaba esperando a las afueras. La tienda del cuartel general era grande, casi majestuosa, adornada con estandartes y símbolos del ducado. Aldric apartó la cortina de la entrada y se adentró en el interior. La atmósfera allí era distinta, más tranquila pero cargada de tensión estratégica.

Iván Erenford estaba solo en el centro de la tienda. A sus pies, una gran mesa llena de mapas detallados de la región y de los campos circundantes, donde pequeñas figuras representaban las operaciones que se desarrollaban esa misma noche. El heredero, joven y apuesto, destacaba por su porte majestuoso. Tenía el cabello blanco como la nieve, un rasgo distintivo que había heredado de su linaje, y sus ojos azules, fríos como el hielo, estaban fijos en los mapas mientras analizaba los movimientos de sus tropas. Vestía túnicas negras, con detalles en rojo y oro, que destacaban su autoridad y poder.

Al notar la presencia de Aldric, Iván levantó la vista y sonrió brevemente, dejando los mapas de lado y aproximándose a Aldric.

—Aldric, has regresado —dijo con una sonrisa calculada—. ¿Cómo fue? —su tono era relajado, pero la expectativa en su mirada no dejaba lugar a dudas sobre su interés.

Aldric se quitó el yelmo, revelando su rostro endurecido por los años de guerra y sangre. Aunque su expresión siempre era fría y distante, al ver a Iván, permitió que una breve sonrisa cruzara sus labios. Había conocido al heredero desde que este tenía apenas cinco años, cuando su señor lo había convocado a la capital para una campaña de venganza. Desde entonces, su relación había evolucionado. Más que solo un comandante y su señor, eran quizás amigos, unidos por la sangre derramada y las batallas compartidas.

—Su gracia, siempre es un placer verlo sano y salvo —respondió Aldric, con un tono más cálido de lo habitual—. La misión fue un éxito, tal como lo anticipó. Encontré a uno de los oficiales de Konrot, lo eliminé junto a su campamento. Mandé el mensaje que me pidió.

Iván asintió con satisfacción, sus ojos brillando con una mezcla de orgullo y ambición.

—Sabía que no me decepcionarías, Aldric. Cada vez estamos más cerca de acabar con Konrot y con todos los que lo sigan —dijo Iván, su tono gélido, pero con un destello de satisfacción innegable en sus ojos. Aquel brillo no era solo de venganza; era la chispa de un gobernante en ciernes, un joven cuya ambición ya no podía ser contenida. Era evidente que Iván no se detendría hasta aplastar por completo a sus enemigos, y Aldric lo sabía mejor que nadie.

Aldric observó al joven heredero en silencio durante unos instantes. Conocía bien esa ambición, la había visto crecer desde que Iván era un niño. Había sido testigo de cómo la inocencia se desvanecía, sustituida por una sed insaciable de poder y control. Esa misma sed ahora brillaba intensamente en los ojos de Iván, desafiante y peligrosa, aunque tal vez el joven aún no comprendiera del todo el alcance de sus propios deseos. Lo que Iván buscaba no se limitaba al ducado; sus ojos miraban más allá, hacia un dominio absoluto sobre todo lo que pudiera ver.

—¿Qué sigue ahora? —preguntó Aldric, su voz firme pero expectante, como siempre preparado para la siguiente carnicería.

Iván se volvió hacia los mapas sobre la mesa, moviendo con cuidado algunas de las pequeñas figuras que representaban las tropas y campamentos enemigos. Sus movimientos eran precisos, calculados, como los de un ajedrecista que ve todas las jugadas posibles y prepara su golpe maestro.

—Después de... —Iván comenzó a hablar, pero su voz se apagó cuando la cortina de la tienda se abrió de golpe. 

El aire se volvió más denso, como si el frío de las tierras del norte hubiese invadido el espacio. Ulfric, el gigante pelirrojo de las frías y despiadadas tierras de Norvadia, entró en la tienda. Su imponente figura parecía ocupar todo el espacio, y su armadura estaba bañada en sangre aún fresca, goteando lentamente sobre el suelo. Sus ojos, de un gris intenso, eran igual de salvajes que su aspecto, pero detrás de ellos brillaba una inteligencia afilada. Ulfric no era solo el feroz guerrero que aparentaba ser; era el tutor y guardia personal de Iván, su sombra más leal y peligrosa.

—Mi señor, misión cumplida —dijo Ulfric con su voz grave, su tono casi informal a pesar de la brutalidad que implicaban sus palabras—. Exterminé a todos en ese campamento. Cero bajas. Su líder era una mujer bastante molesta, pero la victoria es nuestra.

Aldric observó a Ulfric con atención. Sabía que aquel hombre era una bestia en el campo de batalla, un depredador nato que se deleitaba con la sangre y la destrucción, se le notaba en los ojos. El hecho de que volviera empapado en la sangre de sus enemigos no era nada nuevo, pero la mención de una mujer al mando captó su atención. Era raro ver a una mujer liderando una facción tan salvaje, pero no menos letal por ello.

—¿Una mujer? —preguntó Aldric, interesado—. ¿Alguien de importancia?

—Si tenía alguna, no lo sabremos. Murió antes de poder decir una palabra —respondió Ulfric, con una sonrisa torcida—. Pero su resistencia fue admirable... por unos minutos.

Iván, que había permanecido en silencio mientras Ulfric daba su informe, sonrió con satisfacción. La sangre de sus enemigos seguía fluyendo, y con cada victoria, su poder se consolidaba un poco más. Caminó lentamente hacia Ulfric, mirándolo de arriba abajo, como evaluando el trabajo cumplido.

—Bien hecho, Ulfric —dijo Iván, sus ojos brillando con un destello peligroso—. Sabía que podía confiar en ti. Cada campamento que destruimos es un paso más cerca de la caída de Konrot.

Aldric, de pie y con los brazos cruzados, observaba la escena con la misma impasibilidad de siempre, pero había algo inquietante en el comportamiento de Iván. La calma que irradiaba el joven heredero no era la tranquilidad de un líder seguro de sí mismo, sino la frialdad letal de alguien profundamente herido y consumido por la sed de venganza. Iván no veía a los bandidos de Konrot como enemigos; los veía como obstáculos insignificantes, meros insectos que aplastaba uno tras otro en su camino hacia algo mayor. Cada vida que arrebataba, cada aldea que destruía, solo lo hacía más decidido y, a la vez, más distante de cualquier noción de humanidad o compasión. En sus ojos ya no había rastro de la empatía que tal vez alguna vez tuvo; esa luz había sido extinguida por algo terrible que había ocurrido.

Aldric, aunque acostumbrado a la crueldad de la guerra, sabía que algo había cambiado en Iván. Podía ver en su mirada el dolor disfrazado de rabia, un odio profundo y visceral. Iván había sido testigo de algo horrendo, algo tan devastador que incluso él, que en el pasado había mostrado compasión hacia criminales y bandidos, ahora los veía con puro desprecio. Algo había pasado en una aldea—quizás una masacre o algo peor—que había transformado al joven heredero en un ser lleno de cólera.

Ulfric, mientras tanto, se mantenía igual de indiferente. Con la misma tranquilidad con la que había desangrado a sus enemigos, ahora limpiaba la sangre de sus manos con un trapo sucio que sacó de su cinturón. Su presencia era imponente, una bestia hecha carne, pero sus palabras estaban cargadas de un pragmatismo brutal.

—¿Qué sigue, entonces? —preguntó Ulfric, sus ojos grises e imperturbables—. ¿Vamos a cazar a Konrot después de eliminar todos sus campamentos? O, ¿esperamos a ver si algún ejército llega desde las fronteras del Ducado de Stirba o desde el Ducado de Zanzíbar? ¿Tienes otro plan?

Iván no respondió de inmediato. En lugar de eso, se acercó a una pequeña mesa de madera adornada con grabados, tomó una jarra de vino oscuro y llenó dos copas de oro intrincadamente decoradas. Le ofreció una a Ulfric y la otra a Aldric. El ambiente en la tienda se volvió aún más tenso, como si el mero acto de beber estuviera cargado de simbolismo. Aldric aceptó la copa, aunque apenas probó el vino, manteniendo sus ojos fijos en Iván.

—Konrot no es un enemigo común —comenzó Iván, su voz fría como el acero, con la misma precisión calculada con la que movía las piezas en su tablero de guerra—. Si lo que me dijeron es cierto, es un prodigio de la guerra. Necesito provocarlo, hacerlo actuar por instinto, no con la cabeza. Quiero que cometa un error, que pierda el control y exponga sus flancos.

Los ojos de Iván se iluminaron ligeramente mientras explicaba su plan, como si ya estuviera viendo los movimientos de Konrot antes de que ocurrieran. Era una trampa psicológica tanto como militar.

—Mañana al amanecer —continuó Iván—, sabremos si decide enfrentarnos con los hombres que le quedan o si opta por retirarse. Si se retira, observaré hacia dónde se dirige. Si se mueve hacia el norte, intentará buscar apoyo en el Ducado de Stirba. Si se desplaza más al noroeste, buscará refugio en Zanzíbar. Dependiendo de qué trayectoria elija, actuaremos en consecuencia. Pero lo que quiero es que pierda los estribos y se precipite a la ruina.

Aldric sorbió un pequeño trago de su copa, sus ojos entrecerrados mientras procesaba el plan de Iván. Era un enfoque astuto, casi maquiavélico. No solo buscaban la destrucción física de Konrot y sus hombres; Iván quería destruir su mente, su confianza. Deseaba que Konrot cayera por su propio orgullo, por su desesperación. El joven heredero estaba apostando por la estrategia de la provocación, una técnica peligrosa pero efectiva si se jugaba bien.

Ulfric, con su habitual pragmatismo, asintió, sus ojos afilados como el filo de una espada. Aunque no se complicaba con intrigas políticas o juegos psicológicos, era consciente de ellos. No en vano había sido el tutor de Iván, entrenando tanto su cuerpo como su mente para la crueldad del poder. Si bien Ulfric no era ajeno a la manipulación o a la estrategia, su enfoque siempre había sido más directo, más brutal.

—Haremos que actúe como un animal acorralado —dijo Ulfric, su voz grave y resonante como un trueno en la distancia—. Y cuando lo haga, lo aplastaremos sin misericordia.

Iván, siempre calculador, asintió lentamente. Una sonrisa fría y vacía apareció en su rostro, mientras sus dedos trazaban el borde de la garra de vino que sostenía. A diferencia de sus dos compañeros, él no bebía. Había una desconcertante distancia entre Iván y los placeres físicos del mundo, como si todo lo que le rodeara fuera irrelevante salvo su misión.

—Exactamente —dijo Iván, levantando la vista y fijándola en Aldric y Ulfric—. No quiero solo su cabeza. Quiero que lo destruyamos desde dentro, que cada momento que viva sea un infierno. Por eso le pedí al general Thornflic que enviara a su guardia personal. Thornflic me ha enseñado la teoría detrás del terror, cómo usar las tácticas para desmoralizar a los hombres antes de enfrentarlos. Pero también aprendí de los torturadores del castillo. Ellos me enseñaron los puntos de mayor dolor en una persona, las formas más eficaces de quebrar su espíritu sin que pierda la vida de inmediato.

La voz de Iván bajó un tono, como si compartiera un secreto oscuro. Las sombras que proyectaban las llamas del fuego en su rostro solo acentuaban lo siniestro de su expresión. 

—Sin embargo —continuó, mirando directamente a Aldric—, no tengo el estómago para ejecutar esas técnicas yo mismo. No todavía. Esa tarea te la dejaré a ti y a los Desolladores Carmesí. Hazlo despacio. Quiero que sufra hasta que pida la muerte. Pero la muerte será lo último que reciba.

La amenaza, envuelta en palabras suaves pero cortantes, se instaló en el aire como una sentencia irrevocable. Iván, en su juventud, ya no era solo un heredero; se estaba convirtiendo en algo mucho más peligroso. Aldric asintió, sin mostrar emoción. Lo que Iván pedía no era diferente a lo que ya había hecho antes, solo que ahora había una meticulosidad más profunda, un propósito más oscuro detrás de cada acto de violencia. 

Cuando la reunión terminó, Iván los despidió con una breve charla trivial, como si la conversación anterior no hubiera sido más que una discusión táctica sin mayor relevancia. Aldric y Ulfric salieron de la tienda del cuartel general, sumidos en sus propios pensamientos.

Aldric caminó por el campamento, donde el caos controlado de la guerra seguía latente. Los fuegos aún ardían, iluminando las figuras de los soldados que afilaban sus armas, bebían vino para olvidar el hedor de la muerte o simplemente observaban las estrellas, sabiendo que al amanecer todo volvería a teñirse de rojo. 

Finalmente, llegó a su tienda, grande y bien equipada, como correspondía a un vicegeneral, aunque su rango oficial no fuera en esta campaña. Aldric entró, quitándose la armadura con ayuda de un asistente y ordenó que le trajeran una tina con agua caliente para limpiarse. Mientras el vapor ascendía de la tina y sus músculos se relajaban tras el violento día, sus pensamientos vagaban hacia lo que estaba por venir. El día siguiente prometía más sangre, más crueldad, pero algo en las palabras de Iván lo había inquietado. Sabía que la venganza era un motor poderoso, pero también era peligroso cuando consumía por completo a un hombre.

Justo cuando Aldric se estaba acomodando en la tina, llegaron noticias. Uno de sus subalternos entró en la tienda, con la cabeza inclinada en señal de respeto.

—Mi señor, los últimos grupos de nuestros legionarios y los Desolladores Carmesí han regresado. Los campamentos de los bandidos han sido destruidos, y todos los supervivientes cazados y eliminados como se ordenó.

Aldric asintió, sintiendo una satisfacción fría en el cumplimiento de la misión. No era la primera vez que lideraba masacres, y sabía que no sería la última.

—Bien. Que los comandantes me entreguen sus reportes al amanecer —dijo, su voz relajada pero firme. Esta noche, prefería el descanso antes que leer informes de muerte y destrucción. Mañana habría tiempo para planificar el siguiente movimiento.

El mensajero se retiró en silencio, dejando a Aldric sumido en la penumbra de su tienda. El calor de la batalla aún parecía aferrarse a su piel, pero ahora, en la tranquilidad de la noche, todo parecía lejano. Afuera, el campamento seguía vivo, aunque en un estado de calma tensa. Los sonidos apagados de risas entre los legionarios se mezclaban con el burbujeo de la cerveza, el hidromiel y el aguardiente que circulaban libremente. Algunos soldados se permitían breves momentos de alivio, mientras otros murmuraban en voz baja, rememorando los horrores que habían presenciado durante el día, las matanzas, los cuerpos mutilados y los gritos de agonía que aún resonaban en sus mentes. El crepitar de las hogueras era un telón de fondo constante, como si las llamas mismas fueran cómplices de la violencia que pronto volvería a desatarse.

Bajo esa capa de aparente tranquilidad, Aldric sabía que el verdadero caos se avecinaba. Al amanecer, las órdenes de Iván se materializarían, y lo que había ocurrido hasta ahora no sería más que un preludio de la carnicería por venir. Se recostó en su catre, sus músculos aún tensos por la batalla, y cayó en un sueño ligero, aunque intranquilo.

No duró mucho tiempo. Aldric fue despertado bruscamente cuando uno de sus hombres entró en la tienda, con una expresión grave.

—Mi señor, su gracia ha convocado a todos los comandantes. Debe presentarse de inmediato.

Medio dormido, Aldric se levantó, sintiendo el frío de la noche filtrarse por la tela de la tienda. Con movimientos mecánicos, se enfundó en un simple pantalón y botas. No le importaba el frío, su cuerpo curtido por años de guerra lo había vuelto insensible a esas incomodidades. Caminó hacia la tienda de mando, sin preocuparse siquiera por la erección matutina que su cuerpo aún conservaba por mera biología más que por deseo real.

Al llegar a la tienda principal, Aldric vio que no era el único que había sido convocado de manera abrupta. Los demás comandantes estaban en un estado similar. Ulfric, el guerrero de Norvadia, parecía medio ebrio, con el rostro enrojecido y los ojos aún vidriosos por el alcohol. Varkath y Zandric, los dos comandantes de los Legionarios de las Sombras, lucían igual de cansados, con sus uniformes arrugados y ojeras profundas bajo los ojos. Los ocho comandantes de las legiones restantes y sus segundos al mando también estaban presentes, aunque no parecían mucho mejor.

Iván, por su parte, estaba en el centro de la tienda, vestido con túnicas ligeras, como si también hubiera sido despertado hace poco. El heredero parecía somnoliento, pero sus ojos azules brillaban con una intensidad fría. Había un aura de peligro en él, un contraste inquietante con la apariencia relajada que mostraba.

—Recibimos información de uno de nuestros jinetes ligeros —dijo Iván, su voz ronca, como si aún estuviera arrastrando los últimos vestigios de sueño—. Al parecer, vio lo que podría ser un ejército acercándose desde el norte. No distinguió emblemas, lo que sugiere que podría tratarse de Konrot. Los bandidos no suelen usar estandartes ni marcas distintivas, así que debe de ser él moviendo a sus hombres bajo la oscuridad.

El ambiente en la tienda se tensó al instante. Un susurro de expectativa recorrió a los comandantes, quienes intercambiaron miradas significativas. La posibilidad de que Konrot, el temido enemigo, estuviera tan cerca provocó una chispa de anticipación y nerviosismo palpable. Era como si el aire se hubiera vuelto más denso, cargado de una energía oscura que se filtraba por las paredes de la tienda.

Iván, sin embargo, permanecía imperturbable. Sus ojos, fríos como el hielo, se movieron con precisión sobre el mapa desplegado frente a él. Señaló con un dedo largo y delgado el área donde el jinete había divisado al ejército enemigo.

—Se están acercando por las colinas de Valgrind —continuó, su voz firme mientras recorría el mapa—. Es un terreno elevado y escarpado, difícil de maniobrar. Ahí tomaremos ventaja. Y en ese lugar, caballeros —su mirada se oscureció, recorriendo los rostros de cada uno de los comandantes en la tienda—, ahí asesinaremos a Konrot.

Los presentes asintieron, sus expresiones endurecidas por la determinación. Sabían que la orden de Iván no era solo una táctica; era una sentencia de muerte para el enemigo. El heredero no estaba interesado en capturar a Konrot o en negociar. Este era un movimiento para acabar con la amenaza de una vez por todas, sin dejar lugar a la misericordia. Aldric lo sabía mejor que nadie.

—¿Cuándo partimos? —preguntó Ulfric, su voz aún algo ronca por el alcohol, pero cargada con una determinación feroz.

Iván dejó que una leve sonrisa cansada cruzara su rostro. Sus labios apenas se movieron, pero había un brillo despiadado en su mirada.

—Antes del amanecer —respondió con voz contenida, mientras su sonrisa se desvanecía—. Quiero que tomemos posiciones en Valgrind antes de que sus exploradores tengan la oportunidad de advertirle. Si todo sale según lo planeado, los forzaremos a un enfrentamiento en terreno que no les favorece. Ahí, cuando estén acorralados, aplastaremos a Konrot y a todos los que osen seguirlo.

Los rostros de los comandantes se endurecieron aún más. Sabían lo que significaba esa orden. El amanecer no solo traería una nueva batalla; traería la posibilidad de terminar con el peligro que había acechado al ducado durante tanto tiempo. Konrot, el enemigo que había desafiado al ejército de Iván con astucia y brutalidad, sería acorralado y destruido. Al menos, ese era el plan.

Aldric, sin embargo, no permitió que el fervor del momento lo dominara. La guerra era impredecible, y había visto demasiadas "victorias seguras" volverse en contra de los ejércitos por un simple error o una pizca de mala fortuna. Aun así, su lealtad hacia Iván no flaqueaba. Sabía que estaba dispuesto a hacer lo necesario para garantizar la victoria, incluso si eso significaba sumergirse nuevamente en la carnicería y el caos de otra batalla.

La reunión terminó con la eficiencia de un reloj bien engrasado. Los comandantes comenzaron a dispersarse, cada uno con una misión clara en mente. Aldric, como los demás, se dirigió hacia su tienda, pero no buscó descanso. Sabía que no habría paz hasta que la batalla terminara. Dio instrucciones a sus ayudantes para que le trajeran sus armas y armadura. Mientras tanto, se concentró en la tarea monumental que tenían por delante.

Movilizar a más de 3,279,000 legionarios no sería tarea sencilla. Los hombres necesitaban estar preparados para levantar campamento y partir antes del amanecer. Las tiendas tendrían que ser desmanteladas rápidamente, y un nuevo campamento tendría que erigirse en las proximidades de Valgrind. Aldric sabía que el terreno montañoso les ofrecería cierta ventaja táctica, pero también requeriría una coordinación perfecta. Cualquier error podría ser fatal.

Mientras se armaba, con la espada y la maza a su lado y la pesada armadura cubriéndolo, sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. No solo estaba movilizando a sus hombres; estaba movilizando la voluntad de Iván, la esperanza de una victoria definitiva y el futuro del ducado. 

Cuando finalmente estuvo listo, Aldric salió de su tienda y miró el campamento en movimiento. Las hogueras se apagaban una tras otra, y las sombras de los legionarios se alargaban en la penumbra, mientras se alistaban con la fría y mecánica eficiencia que solo años de guerra podían otorgar. Los comandantes corrían de un lado a otro, ajustando las filas, preparando a sus hombres. Los roncos gritos de los oficiales resonaban en el aire, mientras el ejército entero comenzaba a marchar hacia el que sería el escenario de la próxima gran batalla.

Aldric respiró hondo, el aire gélido de la madrugada llenando sus pulmones. Sabía que lo que estaba por venir no sería fácil. La guerra nunca lo era. Pero, como Iván había prometido, el día de hoy sería el fin de Konrot. Y eso era lo único que importaba ahora.