Aburrido. Esa era la palabra que describía el estado mental de Xeren desde la llegada del heredero de la casa Erenford. Desde ese momento, todo en Lindell había cambiado, pero no para mejor. «Aburrido y frustrante», pensó mientras se paseaba por los sofocantes túneles de tierra, apenas iluminados por antorchas que chisporroteaban en la oscuridad.
Xeren recordaba claramente los días en que los ancianos de la ciudad, esos viejos decrépitos que siempre profesaban con vehemencia que Stirba, la antigua patria de los Leones Carmesí, se independizaría del Ducado de Zusian y se liberaría del yugo de los Erenford. Pero ahora, todo eso le parecía una farsa. Las palabras de independencia y libertad se habían esfumado en el viento tan pronto como vieron el vasto contingente de legionarios que el heredero trajo consigo. Cientos de miles, si no millones de soldados, con sus estandartes ondeando, y su imponente presencia militar, habían aplastado cualquier sueño de rebelión antes de que este pudiera siquiera empezar.
Xeren bufó en silencio mientras sus pensamientos se volvían hacia Lord Well. A ese hombre le había atribuido, inicialmente, más coraje. Había pensado que tendría más agallas, que buscaría conspirar más ferozmente o, al menos, intentaría molestar a las legiones estacionadas en Lindell. Pero, para su decepción, Well se había convertido en una sombra temerosa, sin la más mínima intención de desafiar abiertamente al heredero. "Una lástima", pensó Xeren, mientras sus pasos resonaban en los túneles. «Al menos los Guardias Rojos tienen bolas», se dijo con amargura.
Acompañado por dos de los guardias personales de Lord Well, continuaba caminando por esos malditos túneles, que parecían interminables. Xeren odiaba los túneles, siempre los había odiado, pero estos en particular eran especialmente sofocantes. Se habían creado para ser un laberinto de confusión, con múltiples caminos falsos y trampas por si algún día eran descubiertos. A pesar de haberlos recorrido al menos un centenar de veces, seguía confundiéndose en las bifurcaciones, dudando si iban por el camino correcto o no. Todo estaba diseñado para frustrar a los intrusos, pero también hacía la vida miserable para los que, como él, necesitaban utilizarlos regularmente.
Estaba de regreso de una reunión clandestina con algunos hombres de Konrot, el líder de los bandidos que acechaban los alrededores de Lindell. Konrot era un hombre peligroso, carismático y astuto, que había logrado unir a una variopinta colección de forajidos, bandidos y soldados resentidos en un solo propósito: dinero, eran solo mercenarios de un continente extranjero pero no sabia cual. En la reunión, los hombres de Konrot le habían transmitido las órdenes de Lord Well: adelantar la revuelta de los Guardias Rojos.
"Los Guardias Rojos son la clave", recordaba Xeren, mientras el sudor resbalaba por su frente. La idea era simple pero peligrosa: incitar a los Guardias Rojos a levantarse en armas. Estos hombres, resentidos y llenos de odio, veían a Zusian como ocupantes y a los Erenford como opresores. Todo lo que hacía falta era un catalizador, y los hombres de Konrot estaban dispuestos a proporcionarlo. Se correría la voz de que el heredero, ese joven arrogante que había traído consigo varias legiones de hierro y sus legiones del duque, era un tirano. Se le acusaría de no hacer nada para defender Lindell del azote de los bandidos que asolaban las tierras, y al mismo tiempo, de reprimir brutalmente a los "valientes Centinelas de Hierro" que solo querían preservar su dignidad y proteger la ciudad.
Xeren sonrió sombríamente al pensar en el plan. Era una jugada astuta, una maniobra para socavar la autoridad del heredero y hacerle parecer un déspota incompetente. Si todo salía como lo planeaban, los ciudadanos de Lindell verían al heredero como un tirano que se mantenía al margen mientras los bandidos reclamaban tierras que le pertenecían por derecho. Y cuando la revuelta de los Guardias Rojos estallara, el heredero no tendría más opción que responder con fuerza, lo que solo reforzaría la narrativa de que era un dictador despiadado que no dudaba en aplastar a su propia gente.
Mientras Xeren avanzaba por los túneles, se permitió recordar su encuentro con los hombres de Konrot. Habían sido breves pero directos, como siempre. Le habían informado que la situación estaba llegando a un punto crítico. Konrot había intensificado sus ataques en las aldeas cercanas, sembrando el caos y el miedo entre los campesinos. Los informes hablaban de aldeas enteras arrasadas, graneros incendiados y familias que desaparecían en la noche, llevadas como rehenes o algo peor.
—El tiempo se agota —había dicho uno de los hombres de Konrot, un tipo robusto con cicatrices que le cruzaban el rostro—. Si queremos que esta revuelta tenga éxito, necesitamos que estalle pronto. Si esperamos demasiado, ese puto heredero traerá más tropas, y entonces no tendremos ninguna oportunidad.
Xeren había asintió en silencio. Sabía que tenían razón. El heredero ya había demostrado ser más astuto de lo que esperaban, y cada día que pasaba sin que actuaran, era un día en el que él reforzaba su control sobre Lindell. Si no movían ficha pronto, todo el plan podría desmoronarse.
Cuando finalmente llegó al punto en el camino que él mismo había marcado, Xeren supo que estaba de vuelta en los territorios de Lindell. El aire allí era diferente, más denso y cargado de una sensación que solo podía describir como opresión, una sensación que había aprendido a reconocer a lo largo de los años. Había sido un largo trayecto a través de los túneles secretos, serpenteando por el subsuelo como una sombra. Su misión era clara, pero su mente, como siempre, divagaba hacia algo más personal: Kalisha.
No podía evitarlo. Cada vez que sus pensamientos se posaban en ella, una mezcla de frustración y deseo lo consumía. Solo pensar en su piel morena y el brillo de sus ojos lo hacía sentir una punzada de deseo que se manifestaba físicamente, tensando sus músculos y haciéndolo gruñir en silencio. Era exasperante, más aún sabiendo que había invertido tanto tiempo y esfuerzo en convertirla en su amante exclusiva. Sin embargo, el heredero, con su arrogancia y poder, había reclamado la Rosa de Ébano, el burdel donde ella trabajaba, como su cuartel general. La idea de que ese maldito noble pudiera tener acceso a Kalisha, de que pudiera tocarla, le hacía hervir la sangre. Juró que, una vez que la invasión tuviera éxito y tomara el control de Lindell, Kalisha sería suya, completamente, sin compartirla con nadie.
Sus pensamientos oscuros fueron interrumpidos de repente por un ruido sordo que resonó en los túneles. La fantasía en su mente se desvaneció al instante. Xeren levantó la mano en señal de alto, su rostro tenso y alerta. Uno de sus guardias giró la cabeza, intentando identificar la fuente del sonido. El túnel oscuro y claustrofóbico amplificaba cualquier ruido, haciendo que hasta el más leve susurro pareciera un rugido.
—Solo ratas de campo —susurró uno de sus guardias, intentando tranquilizarse y a los demás.
Xeren asintió lentamente, aunque una parte de él no estaba convencida. Había algo extraño en ese sonido, algo que no encajaba del todo con los ruidos habituales de los túneles. Aun así, continuaron caminando, sus pasos resonando sordamente en el pasadizo angosto, mientras la sensación incómoda de ser observados persistía, como una sombra que los acechaba desde la oscuridad.
El camino hacia el castillo de la ciudad parecía más largo de lo habitual, o quizás era la tensión que lo hacía sentir así. Xeren no podía deshacerse de la sensación de que algo iba mal, pero no había señales claras de peligro, solo la incómoda quietud del subsuelo y los ocasionales ecos de sus pasos en las paredes de tierra.
Entonces, de repente, otro ruido, más claro y cercano que el anterior, rompió el silencio. Esta vez no era un simple crujido o el ruido de algún animal pequeño escarbando en la tierra. Esta vez eran pasos. Pasos metálicos, pesados, que resonaban con un ritmo firme en el túnel. Xeren levantó la mano nuevamente, esta vez con más urgencia, y sus hombres se detuvieron en seco. No había duda: esos eran los pasos de soldados.
El aire se volvió más espeso, cargado de tensión mientras los guardias de Xeren desenvainaban lentamente sus mazas, preparándose para lo que se avecinaba. Las túnicas oscuras que llevaban se ajustaban a sus cuerpos, preparándolos para el combate. Aunque los túneles eran lo suficientemente amplios para moverse con cierta libertad, seguían siendo estrechos para un combate convencional. Las mazas, con su peso brutal y su capacidad para destrozar huesos en espacios reducidos, eran las armas perfectas para este tipo de enfrentamientos.
—Preparados... —murmuró Xeren en voz baja pero firme, mientras sus ojos recorrían la penumbra, buscando cualquier indicio de movimiento.
De entre las sombras, emergieron finalmente figuras armadas. Era evidente desde el primer momento que se trataba de soldados. Las cotas de malla relucían bajo la tenue luz que se filtraba por las grietas del túnel, y sobre ellas llevaban gambesones de cuero oscuro, reforzados con placas de acero en los hombros y el pecho. Aquella coraza que les cubría el torso no era una simple protección; se asemejaba más a una armadura de guerra. Los cascos que portaban eran sobrios pero efectivos, con viseras que ocultaban gran parte de sus rostros, dejando entrever solo sus ojos fríos, calculadores. Pero lo que realmente delataba su identidad eran los penachos rojos y dorados que adornaban sus yelmos. Eran infantería ligera, entrenados para el combate rápido y letal, su equipo claramente de primera calidad.
Xeren frunció el ceño, su mente trabajando a toda velocidad. ¿Qué hacía la infantería ligera aquí, en esos túneles? Era inusual, casi alarmante. Sus hombres, los dos guardias de armadura roja que lo acompañaban, ya se habían tensado, aferrando con más fuerza sus armas. Podía sentir la ansiedad y el peligro en el aire. Un enfrentamiento parecía inevitable. No había espacio para retroceder, ni posibilidad de huida en esos estrechos túneles. Además, huir no estaba en su naturaleza ni en la de sus guardias. Eran hombres de sangre fría, preparados para matar o morir en cualquier situación.
Uno de los soldados avanzó, claramente el líder del grupo. Sus ojos escudriñaron a Xeren y a los dos guardias, como si ya hubiera tomado una decisión sobre ellos antes incluso de hablar. La calma que mostraba era inquietante, casi calculada.
—¿Quiénes son? —preguntó con voz grave, que resonó en las paredes del túnel como un eco amenazante.
Xeren, maestro del engaño y la política, no perdió la compostura ni un segundo. Sabía que cualquier vacilación podría ser interpretada como debilidad o traición. Contestó con rapidez, modulando su tono para sonar convincente.
—Xeren, mano derecha de Lord Well. Estamos aquí investigando estos túneles por órdenes directas del castillo —dijo, manteniendo un tono firme y autoritario—. Los hemos descubierto y queríamos asegurarnos de que no había movimientos sospechosos antes de informar al heredero.
Mientras hablaba, podía notar la tensión en el ambiente. Su mirada no vaciló, pero internamente sabía que la historia que acababa de inventar era fina como un hilo. Solo esperaba que fuera suficiente para evitar el derramamiento de sangre… o al menos, retrasarlo.
El líder del destacamento lo observó en silencio durante lo que pareció una eternidad. La tensión era palpable, los guardias de Xeren aferraban sus mazas con fuerza, listos para desatar el caos si así lo ordenaba su maestro. Pero entonces, el soldado inclinó ligeramente la cabeza, como si hubiera decidido creer la historia de Xeren. Sin embargo, sus siguientes palabras cortaron el aire como una hoja afilada.
—Es uno de los objetivos —declaró, con una frialdad que no dejaba lugar a dudas—. Maten a los guardias y capturen al hombre.
El rostro de Xeren palideció, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Los soldados de la infantería ligera se movieron con una velocidad aterradora, desenvainando hachas de batalla y martillos de guerra. Sus movimientos eran rápidos, precisos, letales.
Los dos guardias de Xeren apenas tuvieron tiempo de levantar sus mazas. El primero intentó bloquear el ataque de un soldado, pero el hacha descendió con un golpe brutal, encontró una abertura en la armadura y le partió el brazo con un crujido seco. Un grito de dolor resonó en el túnel, pero no duró mucho. El mismo hacha que le había destrozado el brazo se elevó nuevamente y, con una fuerza devastadora, cayó sobre su cabeza, partiéndole el yelmo y cráneo en dos. La sangre brotó en una fuente violenta, salpicando las paredes de tierra y manchando la armadura del soldado atacante. El cuerpo del guardia se desplomó en el suelo con un sonido sordo, la vida escapando de sus ojos en cuestión de segundos.
El segundo guardia, viendo el destino de su compañero, intentó contraatacar. Blandió su maza con furia, buscando el cuerpo del soldado más cercano, pero antes de que pudiera asestar el golpe, otro de los soldados de la infantería ligera lo interceptó. Su martillo de guerra se estrelló contra el costado del guardia, aboyando la armadura y rompiéndole las costillas y perforando órganos en un solo impacto. El guardia jadeó, su boca abierta en un silencioso grito de agonía mientras la sangre burbujeaba en las rejillas de su yelmo. Cayó de rodillas, sujetándose el costado, pero el martillo volvió a caer. Esta vez, impactó directamente en su rostro, aplastando su cráneo contra el suelo con un sonido grotesco. Su cuerpo se sacudió una vez más antes de quedar inmóvil.
La sangre se extendía lentamente por el suelo del túnel, oscura y espesa. Los cuerpos de los guardias yacían desfigurados, casi irreconocibles, como si hubieran sido víctimas de una carnicería más que de un combate. Los soldados, imperturbables, retrocedieron un paso, dejando que el eco de la brutalidad que acababan de desatar llenara el silencio del túnel.
Xeren, paralizado por un momento, sintió cómo su corazón martilleaba en su pecho. Sabía que cualquier intento de resistencia sería suicida. Levantó las manos con lentitud, en señal de rendición, mientras su mente buscaba desesperadamente una manera de salir de aquella situación con vida.
El líder de los soldados lo miró con desprecio, señalando con la cabeza a sus hombres.
—Llévenselo, los demás síganme, hay que capturar a ese marrano.
Xeren sintió el tirón brusco en su brazo antes de que pudiera procesar completamente la orden. Fue arrastrado fuera de los túneles, sus piernas luchando por seguir el paso mientras los soldados lo empujaban sin cuidado, la sensación de la derrota y la incertidumbre golpeando su mente. «¿Lord Well?», pensó, su confusión creciendo con cada paso. El mundo exterior le pareció casi irreal tras las sofocantes sombras de los túneles. Todo estaba por desmoronarse.
Rokot cabalgaba sobre su imponente semental gris, cuya barda negra brillaba bajo la tenue luz del amanecer. Lindell apenas comenzaba a despertar, pero la actividad militar ya estaba en pleno apogeo. Los legionarios de hierro, en perfecta sincronía, tocaban a las puertas de las casas, reuniendo a los ciudadanos con una precisión implacable. El aire estaba cargado de tensión mientras las personas eran separadas como se les había ordenado. Algunos eran conducidos a las plazas para ser interrogados; otros, vigilados más de cerca, se veían aterrados, conscientes de lo que podía ocurrirles.
Rokot, con sus jinetes pesados de élite, galopaba al frente de la formación. Tras él, varios regimientos de infantería avanzaban a paso rápido. La misión era clara: arrestar al corrupto Lord Well, mientras su compañero, Maric, comandaba el operativo para neutralizar a los Centinelas de Hierro. Para Rokot, aquella mañana le traía una satisfacción que no había sentido en semanas. Tras casi tres semanas de inactividad, por fin se veía envuelto en la acción que tanto ansiaba. Aunque no era un fanático de la guerra, la espera había sido agotadora. El simple hecho de cabalgar hacia el castillo con un propósito renovaba su espíritu.
Mientras avanzaban, el castillo de Lindell se alzaba ante ellos, imponente y robusto. A sus pies, los legionarios ya habían tomado posiciones estratégicas. Rokot había tenido la precaución de reforzar las defensas desde su llegada, algo que ahora agradecía. Su instinto militar, ese presentimiento inquebrantable que había desarrollado a lo largo de los años, le había impulsado a enviar infantería pesada, media y ligera para custodiar el castillo. Sabía que algo estaba por ocurrir.
Al atravesar las puertas del patio, los legionarios allí estacionados parecieron sorprendidos al ver la furiosa energía con la que Rokot se movía. Él, sin perder tiempo, descendió de su caballo y tomó su gran maza con ambas manos. Su rostro endurecido reflejaba una determinación inquebrantable.
—¡Su gracia ha ordenado el arresto de ese traidor Well Redmayne! —rugió, su voz profunda resonando por todo el patio—. ¡Maten a todos los que se opongan, arresten a los que se rindan! ¡Quinta Legión del Duque, demuestren su valía!
Un rugido colectivo emergió de los soldados de infantería allí estacionados, una bestia dormida que había sido finalmente liberada. La batalla estalló en cuestión de segundos.
El castillo de Well estaba protegido por trescientos hombres, mercenarios veteranos que vestían armaduras rojas escarlatas, estos hombres, contratados por su destreza y brutalidad, eran conocidos por su habilidad en combate. Sin embargo, el acero que llevaban no sería suficiente para detener a las legiones de élite del duque, soldados veteranos que había sido moldeado por el fuego y la sangre en las campañas más crueles. Los hombres de Rokot no eran simples soldados, eran una de las muchas puntas de lanza de un poder militar implacable, entrenados para destruir cualquier resistencia con precisión brutal.
El asalto comenzó como una tormenta de acero. La infantería pesada del duque, armada con letales alabardas, avanzó como un muro de hierro. Los mercenarios intentaron resistir, alzando armas de asta como lanzas, gujas y algunas hachas largas para mantener a raya a los atacantes, pero el primer choque fue una masacre. Las alabardas de los infantes pesados, empuñadas con la fuerza de gigantes, rompían cualquier defensa con facilidad. Un mercenario que intentó bloquear el golpe con su lanza vio su arma partirse en dos antes de que la afilada hoja del alabarda se hundiera en su hombro, destrozando la carne y partiendo el hueso. El grito que soltó se mezcló con el ruido sordo del acero retirándose, empapado de sangre, mientras su cuerpo caía pesadamente al suelo.
Otro mercenario, armado con una hacha de hoja ancha, se lanzó hacia un infante pesado, buscando abrir una brecha en su armadura. Sin embargo, el golpe se estrelló contra la coraza del soldado, apenas abollándola. Antes de que pudiera reaccionar, una segunda alabarda descendió sobre su cabeza, partiendo su casco en dos y abriendo su cráneo como una fruta madura. El sonido de hueso y carne rompiéndose resonó en el aire, y la sangre salpicó a su alrededor en un arco grotesco. El mercenario cayó de rodillas, sus ojos vacíos y su cuerpo temblando antes de desplomarse.
La infantería media, por su parte, avanzaba con una furia metódica, armados con hachas de peto y escudos de cometa, algunos dejándolos colgados en la espalda para tener mayor libertad con sus armas. Estos soldados, curtidos en innumerables batallas, buscaban con precisión quirúrgica las aberturas en las armaduras de los mercenarios. Un mercenario alzó su escudo en un desesperado intento por detener un golpe, pero el hacha descendió con tal fuerza que lo partió por la mitad, clavándose en su pecho. El impacto fue tan brutal que el mercenario retrocedió tambaleante, tosiendo sangre antes de desplomarse en el suelo, su vida escapándose con cada jadeo.
Otro mercenario, más ágil, esquivó una estocada, su corazón latiendo frenéticamente, pero no pudo evitar el segundo golpe que llegó a su pierna. El filo del hacha le destrozó la rodilla en un solo movimiento, cortando tendones y hueso. Cayó al suelo, gritando de dolor, intentando arrastrarse mientras la sangre se extendía bajo él en un charco viscoso. Antes de que pudiera levantarse, un infante medio lo remató con frialdad, hundiendo su espada bastarda en la base de su cuello, cortando su grito en seco.
La infantería ligera, con partanasas y escudos redondos, se movía como un enjambre de serpientes entre las líneas enemigas. Estos soldados, rápidos y ágiles, se deslizaban entre los mercenarios con precisión mortal, atacando con estocadas rápidas y letales. Mientras la infantería pesada y media contenía el grueso de la línea enemiga, los ligeros flanqueaban con una destreza impresionante. Algunos utilizaban sus arcos nuevos, disparando flechas que encontraban su objetivo en las partes más vulnerables de las armaduras enemigas: las cuencas de los ojos, las gargantas expuestas. Un mercenario, con su armadura roja brillando bajo el sol, intentó girarse para enfrentar a uno de estos atacantes, pero fue demasiado lento. Un soldado ligero se deslizó a su lado, clavando su partanasa profundamente en la axila del hombre, donde las placas de metal no ofrecían protección. El mercenario cayó de rodillas, sus manos agarrándose desesperadamente al arma que lo había herido mientras la sangre brotaba entre sus dedos, oscureciendo su armadura roja con manchas más oscuras.
El patio se había convertido en un campo de batalla, se convirtió en un paisaje de caos y brutalidad. El sonido de las armas chocando contra el metal llenaba el aire, mientras los gritos de los moribundos se alzaban por encima del fragor del combate. Las armaduras que deberían haber protegido a los hombres se volvían jaulas de dolor. Cada golpe resonaba con una violencia implacable. Un mercenario, cuya coraza había resistido varios ataques, fue finalmente derribado cuando un infante pesado lo embistió con su escudo de torre, rompiendo su equilibrio y dejándolo vulnerable. Antes de que pudiera levantarse, la alabarda del infante descendió una vez más, esta vez sobre su cuello expuesto, separando su cabeza del cuerpo con un golpe limpio y certero.
Los gritos de los hombres, mezclados con el ruido de la carne siendo desgarrada y el chasquido de huesos rompiéndose, pintaban un cuadro grotesco. Un mercenario, desesperado, trató de retroceder, pero un soldado de infantería media lo alcanzó, asestando un golpe con su hacha que abrió un tajo profundo en su estómago. El mercenario cayó al suelo, sus manos temblando mientras intentaba contener sus entrañas que se derramaban de la herida abierta. La sangre y los intestinos salían a borbotones, su vida deslizándose en el suelo junto con su esperanza.
Otro mercenario trató de escalar una pared para escapar, pero una flecha silbó en el aire y se clavó en su espalda baja, atravesando la armadura de cuero reforzado. Cayó de bruces desde la pared, su cuerpo golpeando el suelo con un crujido seco mientras gritaba de dolor. Un soldado ligero lo alcanzó, y con un movimiento preciso, le cortó la garganta, silenciando sus gritos.
La batalla en el castillo de Well fue corta, pero para los mercenarios que defendían su último refugio, la intensidad y brutalidad del combate lo hizo parecer una eternidad. Cada instante se llenaba de gritos, golpes y el sonido metálico del acero rasgando carne y hueso. El patio, antaño una sólida estructura de piedra, ahora estaba empapado en sangre. Riachuelos escarlata corrían por entre las grietas de las losas, arrastrando consigo fragmentos de armaduras y miembros mutilados. Los cadáveres se amontonaban en grotescos montículos, formando un paisaje de muerte que solo los más endurecidos podían soportar sin vacilar.
Rokot desmontó de su imponente corcel con una calma aterradora, su gran maza descansaba en su mano derecha, aún goteando sangre de aquellos insensatos que habían osado enfrentarse a él. Los pocos jinetes pesados que lo escoltaban eran aún más intimidantes que la infantería pesada que había aniquilado a los defensores en el patio. Sus armaduras negras, decoradas con grabados intrincados y símbolos de poder, no solo brillaban bajo la luz del crepúsculo sino que emitían una sensación de muerte inminente. El metal de sus yelmos, cubriendo sus rostros por completo salvo por las estrechas rendijas para los ojos, les daba una apariencia espectral, como si fueran los emisarios de la muerte misma.
Mientras Rokot caminaba entre los cuerpos caídos, apenas prestaba atención a los gemidos de los heridos, a los que rogaban por misericordia o a los que simplemente morían en silencio. Su maza, una monstruosa arma con puntas de acero, había sido usada para aplastar cráneos y romper espinas dorsales. Ahora, goteaba un líquido oscuro y pegajoso que se mezclaba con la sangre encharcada en el suelo.
Los prisioneros sobrevivientes, mercenarios capturados y sirvientes leales a Well, estaban arrodillados frente a él, encadenados y temblando de miedo. Sus ojos, vacíos de esperanza, apenas se atrevían a levantar la mirada. Sabían que la misericordia no era una opción. Rokot no les prestó atención. Para él, esos hombres ya estaban muertos en vida. Solo los dejaba vivir un poco más para servir a un propósito momentáneo.
Con una frialdad calculada, Rokot avanzó hacia el interior del castillo, acompañado por sus jinetes de élite. Cada paso que daba resonaba con un eco metálico, como un preludio de muerte que anunciaba su llegada. El castillo estaba en caos. Los soldados de infantería ya habían barrido la estructura, buscando a Well en cada habitación, en cada pasillo oscuro, en los almacenes y bodegas. No había rincón que no hubiese sido registrado, pero aún no daban con el traidor. Rokot, enfurecido por la posibilidad de que su objetivo se le escapara, avanzaba con una determinación casi bestial.
Entró en el gran salón, un lugar antaño majestuoso, ahora reducido a un campo de batalla improvisado. Las mesas estaban volcadas, los candelabros caídos, y el aire estaba denso con el olor a muerte y humo. Allí encontró a un mercenario agonizante, su cuerpo destrozado, pero con suficiente vida como para servirle una última vez. Rokot lo observó con una mirada gélida, sus ojos perforando la ya quebrada voluntad del hombre.
Se inclinó sobre él, su maza aún en su mano, mientras su voz resonaba con una frialdad casi inhumana.
—Si me dices dónde está Well, te daré tratamiento médico y vivirás —le prometió, su tono lleno de una calma que contrastaba con el caos a su alrededor.
El mercenario, luchando por respirar, asintió débilmente. Cada palabra que salía de su boca era un susurro empapado en dolor.
—En... almacenes... la ruta está en los almacenes... —jadeó—. Entre las sacos de harina... hay... hay un agujero que lleva a unos túneles... por favor... sálvame.
Rokot lo miró fijamente durante un largo segundo, como si considerara sus palabras, antes de sacar una daga afilada de su cinturón. El mercenario lo miró con ojos llenos de desesperación, creyendo que su vida estaba a punto de ser salvada. Sin embargo, la misericordia de Rokot no era más que una ilusión cruel.
Con un movimiento rápido y sin esfuerzo, Rokot deslizó la daga por la garganta del hombre, cortando su tráquea y yugular. La sangre brotó de la herida en un chorro caliente, y el mercenario intentó tapar el corte con las manos, sus ojos llenos de sorpresa y traición. El brillo de vida se desvaneció de sus pupilas mientras su cuerpo se relajaba, inmóvil, sobre el suelo ensangrentado.
Rokot observó su cadáver durante un momento, sin ninguna emoción. Para él, la traición del mercenario era irrelevante. Solo le importaba la información, y ahora la tenía. Sin decir una palabra, se levantó, limpiándose la hoja de la daga en el jubón del hombre muerto. Con un simple gesto, ordenó a sus hombres que lo siguieran hacia los almacenes.
Al llegar a los almacenes, la vasta sala se alzaba ante los ojos de Rokot y sus hombres como una catedral de sombras. Los sacos de harina, cajas de suministros y barriles de alimentos estaban apilados de forma caótica, creando un laberinto que amplificaba la tensión en el aire. El olor a humedad y grano invadía sus sentidos, mezclándose con el hedor a muerte que había quedado impregnado en sus ropas y armaduras tras la batalla en el patio. Los ojos de Rokot, fríos como el acero, barrían la sala con una furia contenida. Sabía que Well, el traidor, estaba cerca. El tiempo se agotaba.
—No quiero errores —gruñó Rokot, su voz rasgando el silencio con una severidad cortante—. Que la infantería ligera baje primero. Peinen los túneles. Si encuentran resistencia, llamen a toda la infantería que aún esté en el castillo. Quiero a ese hombre vivo ante mí para presentarlo ante su gracia.
Los soldados se movieron con rapidez, obedeciendo sin cuestionar. Estos hombres de la infantería ligera, acostumbrados a ser los primeros en entrar y los últimos en salir, dejaron a un lado sus escudos, arcos y carcajes, y desenvainaron sus armas cortas. Cada uno portaba un martillo de guerra y una hacha, armas diseñadas para el combate cuerpo a cuerpo en espacios reducidos, donde no había lugar para movimientos elegantes, solo brutalidad y precisión. Se movieron hacia la trampilla abierta, descendiendo en las entrañas del castillo con una mezcla de determinación y cautela. Las antorchas apenas iluminaban el oscuro descenso, y el aire viciado golpeó sus rostros mientras bajaban.
Rokot los observaba desde arriba, su maza descansando a su lado. A pesar de la confianza que proyectaba, algo dentro de él se agitaba. No sabía cuánto tiempo llevaba Well huyendo ni cuántos túneles escondía aquel castillo maldito. La frustración crecía en su pecho, una sensación que él, un veterano de tantas batallas, rara vez experimentaba. Por primera vez en mucho tiempo, Rokot sintió que había fallado. Y ese pensamiento lo enfurecía más que cualquier otra cosa.
◆◆◆
Mientras Maric cabalgaba al frente de su destacamento, la tensión en el aire se hacía más densa con cada paso que su ejército avanzaba. La tierra temblaba bajo los cascos de los caballos y los pasos firmes de los setenta y cinco mil infantes medios que marchaban tras la caballería, una masa aplastante de cuerpos y armaduras que parecía una ola imparable de muerte y acero. Los estandartes del lobo de oro sobre fondo negro con detalles rojos ondeaban en el viento, emblemas que anunciaban el poder del duque y la inevitable destrucción que aguardaba a sus enemigos.
El ejército del duque era una maquinaria de guerra perfecta, y Maric, comandante de la cuarta legión, se encontraba en el centro de esta tempestad. La caballería pesada, con sus ocho mil jinetes de élite, era el martillo que aplastaría a cualquier resistencia, mientras los doce mil jinetes medios serían la punta de lanza que abriría brechas en las defensas enemigas. Detrás de ellos, los infantes marchaban con pasos calculados, dispuestos a sumarse a la masacre. A pesar de que la misión de Maric era simple —aplastar a los guardias rojos que resistían en las barracas—, este momento era crucial para su carrera. El prestigio de su legión dependía de la eficiencia con la que eliminara esta amenaza.
A medida que se acercaban a las murallas de las barracas, el viento traía consigo el sonido distante de tambores de guerra y el resonar de cuernos. Las murallas se alzaban imponentes, pero no intimidaban a Maric. Sabía que, aunque Well y sus seguidores eran traidores, no eran adversarios despreciables. Según la información obtenida por su gracia, dentro de esas barracas se refugiaban entre treinta y treinta y cinco mil hombres, curtidos en batallas anteriores, muchos de ellos resentidos con el ducado, dispuestos a luchar hasta la muerte, incluso suicidándose si eso les permitía llevarse a uno o dos de sus legionarios. No podía subestimar a los guardias rojos. Aunque estaban peor equipados que las fuerzas del duque, su ferocidad los convertía en un enemigo peligroso, y cualquier pérdida era inaceptable. Cada vida de sus legionarios valía más que un puñado de traidores.
Los supuestos centinelas de hierro que vigilaban desde las murallas eran, en realidad, guardias rojos encubiertos. Sus miradas ardían con un odio palpable, el resentimiento y la furia destilados por años de conflicto. Maric apenas les dedicó una mirada. Sabía que esa ira no les salvaría. Él tenía una misión clara: erradicar a estos traidores, demostrar su valía ante el duque y asegurar su futuro en la élite militar. La misión no solo era militar; era personal. Cada paso que daba lo acercaba más a su objetivo final: consolidarse como uno de los comandantes más temidos y respetados del ducado.
La caballería pesada se desplegó con precisión, flanqueando las barracas para cortar cualquier posible retirada, mientras los infantes medios comenzaron a tomar posiciones, formando un muro infranqueable de escudos de cometa. El silencio que había precedido al combate fue roto por el zumbido agudo de las flechas y virotes lanzados desde las murallas. Los guardias rojos, sin importar si sus proyectiles golpeaban a civiles o enemigos, disparaban con una desesperación salvaje. Las flechas caían como lluvia, pero la infantería del duque, bien entrenada, levantó sus escudos en una perfecta formación de tortuga, protegiéndose del ataque inicial. Los virotes rebotaban inofensivamente contra los escudos reforzados, mientras los legionarios avanzaban con pasos firmes, implacables en su marcha.
Maric, observando desde su caballo, dio una señal silenciosa, y un ariete, cubierto por un grupo de infantes medios, fue traído al frente. Sabía que las puertas de las barracas no aguantarían mucho tiempo. Los infantes que rodeaban el ariete se movían con una coordinación impecable, avanzando hacia las enormes puertas de madera reforzada con hierro. El sonido del primer impacto resonó en el aire, un golpe ensordecedor que hizo temblar las defensas enemigas.
Dentro de las barracas, los guardias rojos comenzaron a gritar órdenes frenéticas, preparándose para la inevitable embestida. Maric lo sabía: estos hombres, aunque valientes, estaban condenados. Las puertas temblaban bajo el implacable embate del ariete, mientras las murallas vibraban con los gritos de batalla de los legionarios. Los soldados de Well estaban atrapados, su destino sellado. No había escapatoria.
Finalmente, con un crujido ensordecedor, las puertas de las barracas cedieron ante el ariete, lanzando astillas de madera al aire como proyectiles, mientras el ariete era retirado con rapidez para dejar paso a la tormenta de acero que aguardaba. En ese preciso instante, la infantería del duque, equipada con hachas de petos, espadas bastardas y escudos de cometa, irrumpió con fuerza desatada. Sus ojos reflejaban la determinación feroz de hombres que sabían que la victoria estaba al alcance de sus manos, y sus músculos se tensaban bajo el peso de sus armaduras mientras se lanzaban al ataque con la furia acumulada de una bestia contenida.
Los primeros en atravesar las puertas fueron recibidos por una lluvia de proyectiles: flechas, lanzas y virotes que llovían desde las murallas. Sin embargo, la formación cerrada de la infantería era impenetrable. Los escudos de cometa, alzados y unidos en una sólida muralla, detuvieron cada proyectil como si el propio viento se hubiera congelado a su alrededor. No hubo retrocesos, ni un solo hombre cayó. El avance fue implacable, un muro de acero que se desplazaba con precisión militar, empujando sin detenerse hacia el corazón de las barracas.
El choque de las armas resonó como un trueno cuando la infantería del duque chocó contra los guardias rojos. El sonido de acero contra acero llenó el aire, seguido de los gritos desgarradores de hombres cayendo bajo los brutales golpes de las hachas y espadas. Los legionarios, entrenados para la muerte, se movían como una precisión inhumana cada golpe era meticuloso, preciso y letal. Las hachas de petos partían armaduras, destrozando huesos y carne en un solo movimiento, mientras las espadas bastardas, largas y pesadas, cortaban a través de cuerpos con una eficiencia aterradora.
La brutalidad del combate se intensificó rápidamente. Cuando ingreso a las barracas vio el combate que se desarrollaba más detenidamente. Un guardia rojo intentó levantar su espada para defenderse, pero fue rápidamente desarmado cuando la maza de un hacha de petos se hundió profundamente en su pecho, rompiendo costillas y cortando su corazón en dos. La sangre brotó de su boca mientras su cuerpo caía al suelo como un muñeco roto. Otro soldado del duque, con un grito de furia, decapitó a un enemigo de un solo tajo, la cabeza rodando por el suelo entre los pies de los combatientes. El cuerpo decapitado se tambaleó por un momento antes de desplomarse, su sangre salpicando las botas de los legionarios que seguían avanzando sin detenerse.
Los guardias rojos, aunque desesperados, luchaban con la ferocidad de hombres que sabían que su tiempo se agotaba. Blandían sus espadas y bisarmas con una rabia asesina, lanzándose contra los legionarios en intentos desesperados de romper sus filas. Pero cada intento era en vano. Los soldados del duque no eran hombres comunes; eran guerreros entrenados para la guerra, nacidos y moldeados en el fragor del combate. Cada uno de ellos sabía exactamente dónde golpear, cómo desviar, y cuándo matar. Las bisarmas de los guardias rebotaban ineficazmente contra los escudos de los legionarios, y los contraataques eran implacables. Un solo golpe de una espada bastarda cortaba a un enemigo por la mitad, mientras las hachas de petos destrozaban cráneos y partían torsos.
Maric, seguía observando desde su montura en la retaguardia, analizaba la batalla con ojos calculadores. Aunque sus tropas avanzaban con precisión, el campo de batalla era un caos sangriento. Las calles de las barracas se llenaban rápidamente de cadáveres, los cuerpos de los guardias rojos apilándose en montones mientras la infantería del duque los barría con una eficiencia implacable. La sangre corría por las calles empedradas en gruesos riachuelos carmesí, manchando las botas de los legionarios. A pesar del caos y la brutalidad, Maric aún no había sufrido pérdidas significativas. Los heridos eran rápidamente retirados por órdenes suyas, ya que no quería bajas innecesarias. No era solo una batalla por el control de las barracas, era un juego calculado de poder y dominio, y cada vida contaba.
Los guardias rojos, desorganizados y desesperados, estaban siendo aplastados. Sus defensas, improvisadas y caóticas, no eran rival para el poderío de la legión del duque. Uno tras otro, caían bajo el avance imparable de la infantería, que inundaba las barracas como una marea de acero y sangre. El plan original de Maric había sido arrestar a los traidores, llevarlos ante el duque para un juicio ejemplar. Pero el caos de la batalla había cambiado esas intenciones. Los guardias rojos habían atacado primero, y ahora pagaban el precio con sus vidas.
Dentro de las barracas, la resistencia se intensificaba en algunos puntos, donde pequeños grupos de guardias se atrincheraban en los edificios, disparando flechas desde las ventanas o luchando hasta el último aliento con espadas y lanzas. Uno de los legionarios fue sorprendido por una lanza que atravesó su escudo, hiriéndolo en el costado. Antes de que pudiera reaccionar, un guardia rojo saltó sobre él con una espada en alto. Pero antes de que el golpe cayera, otro legionario lo interceptó, aplastando el cráneo del enemigo con un golpe brutal de su hacha. El sonido de huesos rompiéndose fue acompañado por un grito sofocado, y el cuerpo sin vida del guardia cayó al suelo, su rostro reducido a una masa ensangrentada.
Maric desmontó con un destello de emoción contenida, acompañado por los jinetes pesados de élite que lo seguían como una sombra de acero. Sentía que había llegado el momento de unirse a la masacre, no porque fuera necesario para asegurar la victoria, sino porque deseaba experimentar la euforia que solo el combate cuerpo a cuerpo podía ofrecer. Desenfundó su espada larga, una hoja forjada con maestría, cuya superficie pulida reflejaba la luz mortecina del sol entre nubes de humo y polvo. Esa espada había sido creada con un solo propósito: cortar, destrozar y desmembrar con precisión mortal.
Mientras caminaba entre los cuerpos esparcidos por el suelo, con el eco de las armas chocando a su alrededor, los ojos de los guardias rojos que aún resistían se fijaron en él. Algunos mostraban temor, sus movimientos vacilantes traicionando su instinto de supervivencia. Otros, consumidos por el odio, lo miraban con una furia impotente, sabiendo que la derrota era inevitable, pero aún dispuestos a morir luchando. Maric, imperturbable, avanzaba con cada paso firme, aplastando cuerpos bajo sus botas mientras trazaba un camino hacia la victoria total. Para él, esto no era una simple batalla; era una danza de muerte donde cada giro de su espada significaba la caída de un enemigo más.
De repente, un guardia rojo, armado con una bisarma desgastada y oxidada, corrió hacia él con una mirada enloquecida por el odio. Maric no mostró prisa, su entrenamiento le permitió observar cada movimiento del enemigo, casi como si el tiempo se ralentizara. Con un simple desvío, bloqueó el ataque, apartando la bisarma hacia un lado. En un solo y fluido movimiento, hundió su espada en el abdomen del hombre. La hoja penetró profundamente, desgarrando vísceras y órganos con un sonido húmedo y nauseabundo. El guardia soltó un jadeo ahogado, la sangre brotando de su boca mientras caía de rodillas, sus manos inútilmente tratando de sostener sus entrañas mientras se desplomaba en su propio charco de sangre. Sin vacilar, Maric giró sobre sus talones y continuó su avance, cada paso más resuelto que el anterior, su espada aún goteando la vida de su última víctima.
La batalla en las barracas se extendió durante lo que parecieron horas interminables, aunque en realidad solo había transcurrido poco más de una hora. A pesar del corto tiempo, el escenario era un caos indescriptible. Las paredes estaban cubiertas de sangre, trozos de carne y vísceras se pegaban a los suelos manchados, y el hedor de la muerte impregnaba el aire denso y sofocante. Los gritos de agonía resonaban como un eco fantasmal, mezclados con los rugidos incesantes de los legionarios del duque que avanzaban sin descanso, destruyendo a los guardias rojos restantes con una precisión casi inhumana. Cada corte, cada estocada, y cada golpe era ejecutado con una brutal eficiencia que convertía a los defensores en nada más que una pila de carne rota y sangrante.
Los guardias rojos, aunque luchaban con una ferocidad desesperada, no tenían oportunidad alguna. Su número mermaba rápidamente bajo la imparable maquinaria de guerra que era la infantería del duque. Uno tras otro, caían bajo las espadas y hachas de los legionarios, sus cuerpos retorciéndose en el suelo, sangrando hasta la muerte. Algunos intentaban retirarse a las habitaciones internas de las barracas, buscando cobertura, pero no había escape. Los legionarios los cazaban sin piedad, abatiendo a los últimos defensores en rincones oscuros y estrechos, aplastando sus cráneos contra las paredes o perforando sus corazones con estocadas rápidas y letales.
Maric, desde su posición, veía cómo sus tropas inundaban las barracas como un torrente violento. En un rincón, tres legionarios rodeaban a un grupo de guardias que intentaban formar una defensa. Con movimientos sincronizados, los legionarios destrozaron sus escudos con golpes brutales de hachas, rompiendo huesos y abriendo gargantas con precisión despiadada. Los guardias gritaban mientras caían, uno tras otro, siendo arrastrados por el torrente imparable de muerte.
Finalmente, cuando la última espada cayó y el último guardia rojo fue abatido, un silencio ominoso envolvió las barracas. El suelo estaba cubierto de cadáveres, los cuerpos de los guardias rojos esparcidos por todas partes, sus rostros congelados en expresiones de terror o agonía. Los legionarios comenzaron a capturar a los pocos que quedaban con vida, arrodillados y encadenados, sus rostros manchados de polvo, sudor y sangre, el orgullo destrozado junto con sus cuerpos.
Maric observaba la escena con una frialdad casi inhumana. Su espada, aún chorreando sangre, reflejaba la luz moribunda del día. A pesar de la victoria aplastante, no sentía satisfacción. Sabía que este era solo el comienzo. Las barracas eran solo una pequeña pieza en el tablero de guerra, y la verdadera campaña apenas había comenzado. Pero al menos, por ahora, estaba satisfecho con la ejecución perfecta de la batalla.
◆◆◆
En otro lugar, lejos de la masacre, Iván observaba cómo los ciudadanos de la ciudad se reunían lentamente, formando grupos en la gran plaza central. Había seguido las órdenes al pie de la letra, separando a los jóvenes y a las generaciones más nuevas —personas de entre treinta años hasta los bebés— en los extremos de la plaza, mientras que los más viejos ocupaban el centro. Frente a ellos, las unidades de élite de las legiones del duque y de hierro estaban alineadas con una disciplina impecable.
Iván había dado instrucciones específicas para que la mayor parte de la caballería pesada de élite de Rokot y las legiones de hierro tomaran posiciones al frente, pero solo seleccionó a los más imponentes y atractivos. Había algo en la caballería que fascinaba a la población, una especie de idolatría hacia esos guerreros montados que simbolizaban poder y grandeza. Los ciudadanos miraban con asombro y reverencia, pero Iván sabía que la verdadera fortaleza de un ejército radicaba en su infantería, y en las tropas de proyectiles que esperaban en las sombras.
Los infantes pesados de élite, tanto de las legiones del duque como de las de hierro, se alinearon en formación impecable, cada uno como un monolito de acero y disciplina. Sus armaduras relucían bajo el tenue sol, los grabados en sus pecheras reflejando historias de batallas pasadas, de victorias obtenidas a costa de sangre y sacrificio. Estos no eran soldados comunes, sino guerreros curtidos en el combate, seleccionados no solo por su habilidad, sino por su porte imponente, sus cuerpos macizos y sus miradas endurecidas por el sufrimiento de la guerra. Para los ciudadanos que observaban desde la plaza, su mera presencia era suficiente para imponer respeto, miedo y una silenciosa admiración.
Iván, de pie en la plataforma central, sentía el peso de las miradas sobre él. Sabía que, a pesar de su posición, a los ojos de la mayoría de esos ciudadanos seguía siendo un joven de apenas quince años, un niño rodeado de hombres que en el pasado habían sido sus enemigos mortales. Cada generación anterior a él había combatido a estas mismas legiones, y ahora, esas tropas, antes temidas y odiadas, estaban bajo su mando. En sus espaldas formaban los "legionarios de las sombras", la élite de la élite, los hombres escogidos específicamente para proteger a Iván a toda costa. Estos guerreros, se alzaban como sombras vivientes, sus armaduras negras y grabadas, reflejando un poder letal.
La estructura que Iván había hecho construir en la plaza se levantaba como una fortaleza improvisada, un símbolo de su control sobre la ciudad. Detrás de él, los legionarios de las sombras formaban una fila rígida, cada uno inmóvil, como si fueran parte de la misma piedra que componía la estructura. A su derecha, Ulfric, el hombre de la cabellera pelirroja, permanecía con la misma calma imponente que siempre lo caracterizaba. Su cabello ondeaba suavemente con el viento, añadiendo una cualidad casi sobrenatural a su figura. Detrás de Ulfric, Varkath y Zandric, los otros dos comandantes de las legiones de las sombras, permanecían como estatuas vivientes, sus armaduras ornamentadas y detalladamente grabadas con inscripciones que marcaban su rango y estatus dentro de la legión.
Las armaduras de Varkath y Zandric brillaban a la luz del día, reflejando la luz con un brillo ominoso. Cada una de ellas estaba adornada con grabados y detalles finos que contaban historias de poder y supremacía. Estas piezas no eran meras protecciones de combate; eran símbolos de autoridad, recordatorios de que estos hombres eran más que simples guerreros, eran figuras temidas y respetadas. Ulfric, por su parte, usaba una armadura similar a las de los comandantes, aunque su posición era distinta. Era un legionario de las sombras de titulo, pero al mismo tiempo, no. Su estatus como uno de los protectores y maestro de Iván era indiscutible, aunque los tecnicismos y formalidades a menudo no le interesaban, a diferencia de sus compañeros.
Iván podía sentir cómo una ola de nerviosismo crecía en su interior, aunque no lo dejaba ver. Mentiría si dijera que no estaba nervioso. A lo largo de su corta vida había imaginado muchas veces estar frente a una multitud, pero siempre había pensado que serían soldados los que tendría que dirigir. Los soldados, aunque duros y despiadados en combate, eran predecibles. Ellos peleaban por paga, por honor o simplemente por seguir órdenes. Sabían lo que era la disciplina y el sacrificio, y muchos incluso lo idolatraban por lo que representaba. Pero aquí, frente a él, no estaban esos guerreros curtidos por el combate, sino ciudadanos. Personas comunes, hombres y mujeres y jóvenes, que hace nada eran enemigos.
La multitud estaba compuesta por todos los estratos de la sociedad: desde artesanos hasta mercaderes, desde campesinos hasta mendigos locales. A sus ojos, Iván era solo un niño rico, alguien nacido con privilegios y poder, a diferencia de ellos, que habían tenido que luchar por cada migaja de pan. Muchos de ellos lo miraban con recelo, con desconfianza. Sabían quién era, pero no estaban seguros de qué tipo de líder sería. Iván lo sabía y eso lo inquietaba. No estaba acostumbrado a lidiar con civiles. Los ciudadanos eran una masa inestable, volátil, que podía ser fácilmente influenciada por rumores o propaganda.
Frente a él, el silencio de la plaza era denso, roto solo por el ocasional susurro o el sonido de las capas ondeando al viento. Iván se obligó a respirar hondo, intentando controlar la tensión en su pecho. Aunque era joven, había aprendido a manejar sus emociones en situaciones de peligro. Pero esto, este encuentro con la gente común, era algo nuevo para él. Sabía que, si lograba ganarse a estas personas, si conseguía su lealtad y respeto, tendría una ciudad a su disposición sin tener que mirar siempre por encima del hombro, temiendo una puñalada por la espalda.
Iván no pudo evitar recordar su vida pasada. Aunque no era ignorante, nunca había completado sus estudios formales, algo que le pesaba ahora que necesitaba entender la complejidad de las interacciones humanas en una sociedad tan diferente a la suya. Se encontraba en un mundo medieval, o algo similar a lo que él recordaba como la Edad Media, y sabía que la percepción era crucial. En su vida anterior, las multitudes podían ser influenciadas con palabras, con carisma. Aquí, sin embargo, las reglas eran distintas. El poder era tangible, y aquellos que lo poseían no solo lo mostraban, lo imponían. Y eso era lo que Iván debía hacer ahora: imponer su autoridad no solo con su ejército, sino con su presencia.
Con una señal casi imperceptible de su mano, los legionarios de las sombras, los jinetes de élite y los infantes comenzaron a avanzar lentamente hacia el borde de la plaza, cerrando cualquier posible ruta de escape. El sonido de las armaduras al moverse, el chocar metálico de los cascos y los escudos, era suficiente para silenciar cualquier murmullo restante. Los ciudadanos se quedaron inmóviles, sintiendo la presión de la autoridad en sus huesos, como si una mano invisible los aplastara contra el suelo.
Iván dio un paso al frente, sus ojos recorriendo cada rostro de la multitud con calculada serenidad. Sabía que en ese preciso instante, cada palabra que saliera de su boca podría definir el rumbo de su liderazgo. Respiró hondo, permitiendo que el silencio se asentara, denso como una niebla, sobre la multitud expectante. Aunque por dentro sentía un nudo de nerviosismo, sus movimientos eran medidos, precisos, fruto de la práctica y de su innata capacidad para interpretar un papel. Su madre le había enseñado la importancia de las primeras impresiones y cómo una voz firme y segura podía dominar incluso las almas más reacias.
Levantó una mano, un gesto pequeño pero lleno de simbolismo, y murmuró el hechizo que su madre le había transmitido. No era una magia poderosa ni intimidante, sino una magia funcional: amplificaba su voz, haciéndola clara y resonante, perfecta para que toda la plaza, desde el más cercano hasta el último ciudadano en la distancia, pudiera escucharle con total claridad. Era un truco útil, más que cualquier otra magia inútil que había encontrado en este mundo, donde los hechizos apenas eran más que fuegos artificiales decorativos. Pero este truco, simple y modesto, tenía un poder real en sus manos: le permitía controlar la atención de cientos, quizás miles, con solo su voz.
Cuando sintió que todos estaban listos, se aclaró la garganta y adoptó la expresión de un noble idealizado, la imagen de la perfección que tantas veces la gente había visto en los relatos de caballeros y reyes. Su rostro irradiaba calma y autoridad, pero detrás de esa fachada de compostura, su mente trabajaba rápidamente, calculando el efecto de cada palabra antes de pronunciarla. No podía permitirse errores. Este momento era crucial.
—¡Ciudadanos de Lindell! —comenzó, su voz llenando el aire con una suavidad casi musical, pero cargada de poder—. Lo primero que quiero hacer es ofrecerles mis más sinceras disculpas. Sé que muchos de ustedes fueron traídos aquí por mis legionarios sin previo aviso, y sé que algunos de ustedes pueden sentir resentimiento o incluso temor. Comprendo que, aunque soy el heredero de este ducado, no soy nadie para forzarlos a estar aquí contra su voluntad.
Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras se asentaran, dejando que la multitud asimilara el hecho de que él, el joven noble que tenían ante ellos, no solo reconocía la incomodidad de la situación, sino que también mostraba una humildad inesperada. Iván sabía que la humildad, cuando se utilizaba adecuadamente, era una herramienta poderosa. Especialmente en un líder joven como él.
—Sé que algunos de ustedes, o quizás muchos, aún guardan rencor por la guerra de colación, por las luchas pasadas que nos dividieron —continuó, su tono suavizándose aún más—. Pero debo decirles una verdad que, tal vez, algunos han pasado por alto. Ese resentimiento pertenece a las generaciones que nos precedieron. Ellos vivieron bajo el peso de las viejas disputas, de los antiguos conflictos que nos llevaron a la destrucción. Pero ustedes, los que están aquí hoy, ustedes son el futuro.
Los ojos de Iván recorrieron la multitud, encontrando en los rostros de algunos la sombra de la duda, en otros, una chispa de esperanza. Ese era el efecto que buscaba. Siguió hablando, con su voz ahora más íntima, casi como si estuviera hablando con cada uno de ellos de forma personal.
—Sus manos, sus corazones, son los que construirán lo que venga después. No podemos permitirnos seguir atados a los errores del pasado, a los resentimientos que nos llevaron a la miseria. ¡No más! —exclamó, alzando una mano para enfatizar sus palabras—. ¡Esta es una nueva era! Una era donde podemos ser más que enemigos, donde podemos forjar un futuro más brillante, más próspero para sus hijos, para las generaciones que vendrán después de nosotros.
Su voz había crecido en intensidad, pero aún mantenía ese tono controlado, casi seductor. Cada palabra que pronunciaba era como una melodía cuidadosamente compuesta, diseñada para hacer vibrar las cuerdas emocionales de la multitud. Iván era plenamente consciente de que no solo estaba hablando con la razón de esas personas, sino con sus corazones. Sabía que para manipularlos debía conectar con sus deseos más profundos, con sus miedos, sus anhelos.
Iván dio un paso hacia adelante, dejando que su mirada recorriera los rostros tensos y expectantes de la multitud que lo observaba en silencio. Sabía que este era el momento más crucial de su vida hasta entonces; un error en su discurso, una palabra mal elegida, y todo lo que había planeado se desmoronaría como un castillo de naipes. Sentía el peso de sus expectativas en el pecho, pero mantuvo la compostura. El aire estaba cargado de tensión, y era precisamente eso lo que necesitaba: manipular esas emociones, moldearlas a su favor.
Alzó los brazos lentamente, como si estuviera a punto de envolver la ciudad con su propio abrazo, y sus palabras fluyeron con una mezcla de suavidad y autoridad.
—¡Miren a su alrededor! —exclamó, haciendo un amplio gesto con ambas manos—. Miren los rostros de sus vecinos, de sus amigos, de sus familias. ¿Qué ven? Lo que yo veo es algo que va más allá de cualquier conflicto pasado, más allá de cualquier resentimiento que podamos haber albergado. Lo que todos compartimos aquí, lo que verdaderamente nos une, es un deseo común. El deseo de vivir, de prosperar, de forjar un futuro donde nuestros hijos puedan crecer en paz y dignidad.
Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras penetraran lentamente en los corazones de aquellos que lo escuchaban. Había aprendido que a veces el silencio hablaba más fuerte que cualquier discurso. Sus ojos, intensos y calculadores, buscaron entre la multitud los rostros más escépticos, aquellos que aún lo miraban con duda o desdén.
—Y yo, como su futuro líder, no deseo ser alguien que imponga su voluntad a través del miedo, ni quiero que me vean como un tirano. No estoy aquí para ser un conquistador que arrasa con todo a su paso —dijo, bajando la voz para que sus palabras parecieran aún más íntimas, casi como si estuviera compartiendo una confesión—. No soy un abusador que llega, toma lo que quiere y deja a su paso un rastro de destrucción. No soy como aquellos que, bajo el estandarte de la nobleza, han robado sus cosechas, violado sus tierras y dejado que sus tropas hagan lo que quieran con su gente.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, como si estuviera contando un secreto que solo ellos podrían entender.
—Sé lo que ha ocurrido aquí, en Lindell. Sé que la casa Marsdale, que gobernaba esta tierra, no era más que una casa corrupta, los trataban como ganado, y a pesar de ello, algunos aún anhelan volver a esos días oscuros. Anhelan un pasado en el que no son más que herramientas para el poder de otros, que usa a su gente como piezas en un juego de poder. Los viejos que claman por un regreso a ese pasado glorioso no ven lo que ustedes ya saben: esa gloria no existía. Era una mentira. ¡Miren lo que han logrado! Miren cómo Lindell ha pasado de ser un simple pueblo a una ciudad que está comenzando a florecer. ¡Eso es gracias a ustedes, no a ellos!
El impacto de sus palabras se sintió como un golpe silencioso. Los murmullos en la multitud se incrementaron, y él lo notó. Estaba tocando una herida, una herida profunda, pero lo hacía con la precisión de un cirujano. Se detuvo de nuevo, esta vez dejando que la tensión creciera. La manipulación emocional era su herramienta más poderosa, y sabía exactamente cómo emplearla.
Bajó la voz aún más, haciendo que los presentes se inclinaran levemente hacia adelante para no perder ni una sílaba.
—Quiero que me vean como uno de ustedes. Sé que parece una paradoja, una hipocresía quizás, porque no he sufrido lo que ustedes han sufrido. No he perdido lo que ustedes han perdido. Pero eso no significa que no comparta el mismo deseo que ustedes: el de un mañana mejor, para todos.
El murmullo que siguió fue más suave, más sutil. Iván sintió que la multitud empezaba a moverse a su ritmo. Había plantado las semillas de la empatía, y ahora era el momento de hacerlas florecer.
—Pero permítanme ser claro —continuó, enderezándose y adoptando un tono más solemne—: No puedo hacer esto solo. Este futuro que deseo construir, esta paz y prosperidad que todos anhelamos, no puede ser alcanzada por un solo hombre. Necesito a cada uno de ustedes. Necesito su apoyo, su confianza, su esfuerzo. Lo que les ofrezco no es simplemente seguridad, no es solo estabilidad. Les ofrezco un lugar en este nuevo mundo que construiremos juntos. Un lugar de honor. Un lugar donde, en el futuro, cuando sus hijos les pregunten qué hicieron para cambiar las cosas, podrán decir con orgullo: "Yo hice esto. Yo ayudé a construir este futuro."
Sus palabras resonaron con fuerza, pero lo hizo parecer como una promesa sincera, casi inquebrantable. Iván se tomó un segundo para observar el efecto de su discurso. Vio cómo los rostros de algunos ciudadanos, antes endurecidos por la desconfianza, ahora se suavizaban. Los ojos más críticos comenzaban a parpadear con una chispa de esperanza. Había sido manipulación, sí, pero lo más importante era que ahora ellos lo creían. Y eso era todo lo que necesitaba.
Se inclinó levemente hacia adelante, sus ojos brillando con una intensidad controlada, y preguntó con la fuerza de un líder que sabía que tenía a la multitud en sus manos.
—Así que les pregunto, ciudadanos de Lindell —su voz, aunque firme, tenía la calidez de un protector, de alguien que los entendía y los quería a su lado—: ¿Estarán conmigo? ¿Nos levantaremos juntos para construir este futuro? ¿Caminaremos hacia la grandeza, dejando atrás las sombras del pasado?
El silencio que siguió fue ensordecedor. Pero era el silencio que Iván esperaba. Era el silencio de la reflexión, de la tensión emocional que había creado. Sabía que la multitud estaba ahora más cercana a él, más dispuesta a confiar en él. En ese momento, había logrado lo que se proponía: había plantado la semilla de la confianza, y con el tiempo, florecería.
Pero no había terminado.
—Y les prometo algo más —continuó, su voz grave y sincera—: Hoy, junto a mis hombres, escucharé todas vuestras quejas, dudas y preocupaciones. No soy solo un líder para tiempos de guerra. Soy un protector, y mi responsabilidad es asegurarme de que los bandidos que han estado azotando la zona oeste, financiados por el corrupto Lord Well, ya no puedan saquear ni abusar de vuestros hogares. ¡Ellos son los que han tomado vuestro trabajo, vuestro esfuerzo, y lo han convertido en su propio beneficio! ¡Pero eso acaba ahora! —alzó la voz, dejando que la pasión contenida brillara—. ¡No permitiré que sigan tomando lo que es vuestro por derecho!
Iván sintió la energía de la multitud cambiar. Su manipulación no había sido solo una serie de mentiras, sino una promesa inspiradora y manipuladora a partes iguales. Sabía que había encendido una llama en sus corazones, y esa llama, bien alimentada, se convertiría en el fuego que lo llevaría al poder.
Iván dejó que el silencio se alargara por unos segundos más, saboreando la tensión palpable en el aire. Sabía que el momento crucial había pasado; ahora, todo dependía de mantener el control sobre esa chispa que había encendido. Dio un paso atrás y permitió que la multitud asimilara completamente sus palabras. No había gritos de júbilo, no todavía. Pero él podía ver cómo los murmullos entre los ciudadanos cambiaban de tono. La duda que antes impregnaba sus rostros ahora se transformaba en una mezcla de esperanza cautelosa y aceptación.
Dio media vuelta con elegancia calculada, caminando hacia su séquito mientras sus hombres se alineaban detrás de él. A su derecha, Ulfric, con su cabellera roja ondeando al viento, asintió con una leve sonrisa. El guerrero había presenciado innumerables discursos y arengas a lo largo de su vida, pero incluso él, que era uno de los hombres más brutales del campo de batalla, no podía evitar admirar la capacidad de Iván para jugar con las emociones de la multitud como si fueran cuerdas de una lira.
—Has plantado la semilla —dijo Ulfric en voz baja, lo suficientemente fuerte como para que solo Iván lo escuchara—. Ahora, solo tienes que asegurarte de que el miedo siga creciendo en las sombras, mientras la esperanza brilla ante sus ojos.
Iván no respondió de inmediato. En su mente, ya estaba organizando los siguientes pasos. Había logrado ganarse a la multitud con promesas de paz y prosperidad, pero sabía que ese fuego de esperanza debía ser alimentado con actos, aunque fueran cuidadosamente seleccionados para mantener el control. "El miedo y la esperanza, dos caras de la misma moneda", pensó para sí. Y él, el joven líder carismático, debía asegurarse de que ambas convivieran en equilibrio.
Después de su discurso, Iván se dispuso a cumplir lo prometido. Mandó llamar a los oficiales no ocupados y organizó mesas en la plaza, donde tanto él como sus hombres recibieron a los ciudadanos con papeles y plumas listas. La respuesta de la multitud fue sorprendentemente abrumadora: hombres y mujeres de todas las edades se acercaron, algunos con timidez, otros con una firmeza que denotaba años de frustración contenida. Las quejas eran variadas, pero los temas recurrentes eran los impuestos excesivos, la inseguridad en los caminos, la falta de alimentos, y la opresión que sufrían bajo el régimen de Lord Well.
Muchos expresaron su desesperación por la escasez de comida. Aunque Iván ya sabía la verdad: Lindell producía suficiente alimento para todos, pero Lord Well había estado confiscando gran parte para sus propios fines, dejando a la población hambrienta. Los impuestos, que en teoría no debían exceder el veinte por ciento, habían sido inflados por el mismo señor feudal hasta casi el cuarenta por ciento en algunas aldeas. A medida que Iván escuchaba las quejas, en su mente se trazaba un plan. Sabía que cada palabra amable, cada promesa que hacía, era solo un medio para consolidar su control.
Mientras tanto, Rokot y Maric, sus comandantes más leales, llevaban a cabo las órdenes que Iván les había dado. Rokot, con su acostumbrada brutalidad, arrestó a Lord Well sin dudar. La mansión del señor feudal fue saqueada en busca de documentos importantes, mapas y cualquier rastro de corrupción. Maric, por otro lado, dirigió la purga de los supuestos Centinelas de Hierro, aquellos guardias corruptos que, según la información que Iván ya poseía, planeaban rebelarse. Fueron arrestados o ejecutados sin vacilación.
La caballería ligera de élite de las legiones de hierro fue enviada como mensajera y para patrullar las afueras, asegurando un flujo rápido de información entre las diferentes facciones y mantener la vigilancia. Mientras tanto, la caballería media y ligera, tanto regular como de élite, se desplegó más allá de la ciudad, peinando los alrededores en busca de cualquier actividad sospechosa o túneles secretos que pudieran utilizarse para una posible huida o contraataque. La infantería ligera y media regular, por su parte, revisaba casa por casa, buscando los accesos ocultos a esos túneles. La orden era clara: debían ser sellados y neutralizados.
A pesar de todo el trabajo meticuloso y estratégico, la situación se complicó poco después del discurso. Desde las barracas comenzaron a escucharse gritos de guerra. Los legionarios bajo el mando de Maric habían encontrado resistencia de los últimos leales a Lord Well, y el enfrentamiento en las barracas comenzó a extenderse con violencia. Aunque Iván había logrado mantener a todos los civiles en la plaza, la tensión entre la multitud aumentó cuando empezaron a ver humo salir del castillo de la ciudad.
El caos amenazaba con desbordar la plaza. A pesar de que los ciudadanos no parecían especialmente preocupados por el castillo, los gritos de guerra resonando desde las barracas y el humo denso perturbaban la calma que Iván había intentado construir. Los viejos de la ciudad, aquellos que anhelaban el retorno de los días de gloria bajo los antiguos señores, se enteraron rápidamente de lo que estaba ocurriendo y comenzaron a protestar. Sus voces, cargadas de rabia y resentimiento, incitaban a los demás ciudadanos más jóvenes, desatando una tormenta de malestar.
Los legionarios de Iván estaban a un paso de desenvainar sus armas y masacrar a los protestantes. La tensión era tan densa que cortaba el aire. Sin embargo, Iván, consciente de que un derramamiento de sangre en ese momento podría destruir toda la confianza que había comenzado a forjar, dio la orden de mantener la calma. A través de promesas de ayuda económica y la oferta de nuevas oportunidades, logró apaciguar los ánimos de los más jóvenes y influenciables, aunque sabía que no sería por mucho tiempo.
Esa noche fue larga y agotadora. Iván permaneció en vigilia, observando cómo sus hombres mantenían el control de la situación. Los legionarios, en su mayoría curtidos en batallas brutales, no eran conocidos por su paciencia, y mantener a la muchedumbre a raya sin usar la fuerza se convirtió en un ejercicio extenuante. Pero Iván entendía que todo esto no era más que un teatro, un espectáculo cuidadosamente orquestado para plantar las semillas de su dominio antes de partir. Sabía que las promesas vacías que hacía hoy no serían más que cenizas en el futuro, pero en ese momento eran necesarias.
El alba, con su luz tenue y dorada, rasgó las sombras de la noche y trajo consigo un nuevo día cargado de promesas y desafíos. El aire fresco de la mañana hacía que la tensión de la noche anterior pareciera un mal sueño, aunque la realidad aún estaba lejos de ser pacífica. Iván, de pie frente a sus tropas, observaba cómo los primeros rayos de sol iluminaban los restos de la ciudad de Lindell, una ciudad rota por la corrupción, la traición y la desesperación. Una ciudad que, para él, no era más que un obstáculo superado en su camino hacia la grandeza.
Los Centinelas de Hierro habían sido derrotados, aplastados por su mano de hierro, y Lord Well, aunque había huido, no escaparía por mucho tiempo. Lo importante era que Iván ya tenía en su poder los mapas que detallaban la ubicación de los campamentos de Konrot, la próxima pieza de su plan. Tuvo un bonus consiguiendo información de las defensas de esos campamentos, incluso tuvo los siguientes y posibles lugares donde se retirarían, y ese conocimiento le daba una ventaja abrumadora. El control sobre Lindell, aunque frágil, estaba en sus manos, pero él no tenía intención de quedarse. Era un estratega, un visionario que no se contentaba con conquistas pequeñas. Su ambición se extendía mucho más allá de esa pequeña ciudad.
Mientras los primeros signos de movimiento comenzaban a surgir entre sus tropas, Iván observó cómo las legiones de Thronflic y los mil Desolladores, llegaban finalmente a su campamento. Con su refuerzo, podría comenzar la caza de Konrot. Esta fase de su campaña estaba lista para desplegarse, y con esos hombres a su disposición, su poder crecía exponencialmente. La caza sería rápida y decisiva, pero por ahora, Lindell ya no requería de su atención.
Sarah, organizaba a sus nuevas adquisiciones: sus concubinas y su amante. La caravana de carruajes estaba lista para partir, cargada no solo con víveres y suministros, sino también con aquellas mujeres que ahora formaban parte de su círculo más íntimo. Entre ellas, Seraphina, a su lado, Adeline, protegida de Seraphina, una joven que vio por primera vez esa mañana. Era hermosa, de encanto sumiso y inocente, sus pechos voluptuosos y ojos azules, grandes y llenos de inocencia, la hacían parecer una flor frágil en un mundo lleno de espinas. Iván notó su vulnerabilidad, pero también la posibilidad de moldearla según sus deseos. Luego estaba Kalisha, su primera amante, la que había conocido antes que ninguna otra, y que siempre guardaba un lugar especial en su mente.
Antes de marcharse, Iván cumplió con una de las promesas que había hecho. Se dirigió al burdel de la Rosa de Ébano, donde había alojado y usado como cuartel general durante los cuatro días que permaneció en la ciudad. Tal y como prometió, pagó generosamente por los servicios recibidos, asegurándose de que la nueva propietaria del burdel estuvieran en deuda con él.
Montado en su caballo negro como la noche, Iván observó a sus tropas mientras se preparaban para marchar. Los estandartes de sus legiones ondeaban bajo el viento matutino, y la ciudad de Lindell, con sus muros grises y su cielo cubierto de el humo que se elevaba del castillo y las barracas. Los restos de la confrontación nocturna seguían presentes, pero a los ciudadanos ya no les importaba. Sus preocupaciones estaban en sus propios hogares, en la supervivencia diaria, en las promesas que Iván había dejado en el aire. ¿Serían cumplidas? Eso no le preocupaba. Lo importante era que la ilusión de cambio se había implantado.
Sabía que su control sobre Lindell era temporal, que no duraría más que lo necesario para completar su siguiente movimiento. Pero también sabía que había dejado una marca en la ciudad. Había plantado semillas de discordia, de esperanza y de miedo, y esas semillas crecerían, con o sin su presencia.
Con una leve sonrisa, Iván levantó la mano y dio la orden de partir. Las ruedas de los carruajes comenzaron a girar, los cascos de los caballos resonaban en la tierra dura, y las filas de sus soldados avanzaban en perfecta formación. Desde lejos, la ciudad parecía tranquila, pero Iván sabía que el fuego de la rebelión seguía ardiendo bajo las cenizas, alimentado por los viejos rencores y las nuevas promesas.
Mientras avanzaba hacia el oeste, rumbo a su próxima conquista, Iván no podía evitar sentir una satisfacción oscura. Cada paso que daba lo acercaba más a su destino final. Lindell, una ciudad que antes había estado bajo el control de otros, ahora quedaba bajo su sombra. Los ciudadanos olvidarían su nombre con el tiempo, pero la influencia que había dejado en sus corazones permanecería.
El viaje hacia la grandeza continuaba. La caza de Konrot sería su siguiente victoria. Iván apretó las riendas de su caballo y avanzó, sabiendo que no habría vuelta atrás. Lo que había empezado en Lindell era solo el principio de una campaña que abarcaría todo el territorio. Las sombras del pasado quedarían atrás, y la grandeza que soñaba estaba cada vez más cerca.