Axel avanzó entre las lápidas del cementerio, donde reinaba el silencio. Perdido en un mar de tristeza, se arrodilló sobre la tierra húmeda y acarició el frío mármol, recordando las heridas que ardían en su corazón.
—Familia... aún necesito su compañía —susurró, recordando a su difunta madre, el pilar que había mantenido el orden entre las casas fundadoras.
El cementerio, vestido de primavera, era su refugio, un lugar donde podía escapar de las pesadas responsabilidades que lo oprimían. Al cerrar los ojos, el perfume de los recuerdos lo envolvía, permitiéndole oír las voces etéreas de su familia susurrando su nombre. Sin embargo, su mundo de ensueño comenzaba a desvanecerse con cada galope que se acercaba, como si la realidad reclamara su atención.
—¿Por qué me dejaron solo? —murmuró entre lágrimas. A su alrededor, los pétalos caían como una lluvia de dolor, girando antes de posarse en sus manos. Fue entonces cuando la figura de Luna emergió en un halo de luz, sonriendo con dulzura y ofreciendo consuelo con sus palabras.
—No estás solo —dijo ella, su voz era suave como el murmullo de la brisa—. Siempre estaré contigo.
Él la miró, buscando respuestas en sus ojos. —Hermana… Luna. ¿Por qué… me dejaron esta responsabilidad?
Cuando llegó el mensajero, observó a Axel arrodillado sobre la tumba familiar; su piel blanca brillaba con el rocío del amanecer. Parecía un ser etéreo, llorando en silencio. Su larga cabellera, dorada como las hojas de otoño, caía en cascada sobre sus hombros. La delicadeza de su figura hacía que quienes no lo conocían lo confundieran con una joven.
El mensajero, por un instante, sintió que había interrumpido un momento sagrado.
—Mi señor… ¿se encuentra bien? —preguntó, y por un momento Axel sintió el peso de su silencio.
—¿Qué ha sucedido?
—Traigo noticias urgentes —dijo el mensajero al desmontar.
—Ester, podrías haberme enviado un telegrama.
—Es mejor escuchar esto en persona —insistió, llevándose una mano al pecho—. Los Halcones no aceptan tu posición como nuevo heredero de los Winter; temen que tu juventud y falta de experiencia lleven al país al caos.
Las palabras de la mensajera le hicieron apretar los puños con tal ira que las uñas le dejaron marcas en la piel. Al verle acercarse, Ester se inclinó con respeto, temiendo ser castigada por su impertinencia.
—¿Me escoltarías hasta mi vehículo? Necesito reunirme con el consejo.
—Como ordene, mi señor —respondió ella, ayudándole a montar.
Siendo el tercero en la línea de sucesión, jamás imaginó que el destino lo catapultaría como el nuevo patriarca. Para calmar su dolor, se refugió en las fiestas; sin embargo, a pesar de su abundante dinero, el derroche no logró llenar el vacío que sentía. Sin las habilidades necesarias para sobrellevar su nuevo título, descubrió que la vida carecía de sentido.
A pesar de su sufrimiento, Ester, su leal mensajera, siempre estuvo a su lado. Axel, al reconocer sus errores, asumió parte de la culpa de la situación que enfrentaba: sus acciones habían hecho que los Halcones lo miraran con desdén. Su juventud y su inclinación hacia los vicios eran aprovechadas por sus rivales.
En las noches solitarias, permitía que su dolor lo consumiera. Durante el día, se esforzaba por aprender lo necesario para estar a la altura de las expectativas, pero, a pesar de sus esfuerzos, jamás logró ser reconocido.
En el camino de regreso, cerró los ojos al entrar en el túnel de cerezos, donde la voz nostálgica de su hermana resonaba en su mente: "No deseo estar atada al deber. La vida es más hermosa cuando menos lo esperas." Esa sonrisa lo impulsaba a recordar aquellos días en que montaban a caballo, disfrutando de momentos de libertad. La brisa suave y el aroma de las flores le traían de vuelta la alegría, como si el tiempo nunca hubiera pasado.
En el presente, Axel ocupaba el lugar de Luna, la primogénita de la familia, quien creció bajo la constante presión de convertirse en la futura matriarca. Desde temprana edad, su madre la preparó para asumir el liderazgo, enseñándole no solo el arte de la guerra, sino también las sutilezas de la política y la diplomacia.
Desde aquel trágico día, su vida se llenó de restricciones, donde cada decisión se convertía en una cadena insostenible. Luna y Aurora habían arrebatado su sueño de formar una familia, atando su corazón a las responsabilidades. Sus hermanas gemelas, sin querer, robaron parte de su esencia, mientras su madre, Estela, borró la sonrisa que iluminaba su rostro.
Al observar el sur, donde las montañas se alzan como colosos, recordó la casa fundadora de los Lobos, quienes, gracias a su neutralidad, evitaron conflictos entre los Winter y los Halcones. Esa imagen guardiana le traía a la mente las palabras de su difunta madre: "Los Lobos nunca toman partido; son como estas montañas: inamovibles y siempre presentes."
Minutos después, la limusina se deslizaba por las bulliciosas calles de la capital, atrayendo las miradas curiosas de los transeúntes. Los murmullos a su alrededor revelaban la creciente oposición de los Halcones hacia los Winter, un tema que dominaba sus dominios.
El trayecto fue breve, pero lo suficiente para que ajustara su postura; la máscara de líder se deslizó sobre su rostro con la naturalidad de alguien que ha ensayado ese papel demasiadas veces. Al llegar a la sede de su empresa, se dirigió al salón del consejo, donde todos lo recibieron con atención. Una vez sentado, las discusiones giraron con la eficacia de un reloj bien engrasado.
—¿Oíste la mala noticia? —su consejera, Lang, se inclinó, ofreciéndole una taza de café.
Axel recogió una pequeña estatua de su escritorio, un recuerdo de sus viajes al sur. Su textura le recordaba la fortaleza de los halcones; ese metal había forjado no solo sus armas, sino también la determinación de sus enemigos al desafiar su autoridad. Mientras giraba la figura entre sus manos, pensó en cómo quebrantar la firmeza de aquellos que se oponían a él.
—Los Halcones han sido los guardianes del sur. Su experiencia en la defensa y su habilidad para proteger las fronteras del país son inigualables; sin embargo, toda fortaleza tiene su debilidad.
Lang frunció el ceño con admiración e intercambió miradas con los otros consejeros. —Me siento orgullosa de servirle —dijo con respeto en su voz. Sin embargo Harrison, tomo la palabra.
—No podemos mostrar debilidad —dijo Harrison, golpeando la mesa—. Si dejamos que los Halcones se salgan con la suya, otros seguirán su ejemplo.
Los murmullos en la sala aumentaron, evidenciando el creciente desacuerdo entre los miembros. La tensión crecía mientras todos esperaban su respuesta. Axel sabía que el peso de sus palabras podría inclinar la balanza hacia la paz o la guerra, y ese conocimiento lo envolvía como una armadura de acero, fría y asfixiante. Mientras observaba el mapa extendido sobre la mesa, las fronteras del norte estaban marcadas en rojo, señalando los territorios que los Halcones habían empezado a reclamar.
—Ellos no van a detenerse, ¿verdad? —preguntó, casi para sí mismo—. Siempre han codiciado nuestras tierras.
Harrison, el miembro más anciano del consejo, se acercó con cicatrices de guerras pasadas en sus manos y respondió con un tono grave: —Los Halcones han esperado este momento desde hace generaciones. Tu juventud será aprovechada por tus enemigos, sin embargo, también puede ser tu mayor ventaja. Subestiman a los Winter... y eso es algo que nadie debe olvidar.
—Estoy cansado… —murmuró Axel, más para sí mismo que para los demás—. A veces siento que soy un niño jugando a ser líder… Mis esfuerzos se sienten inútiles, como si estuviera luchando contra una sombra.
Marissa, un miembro del consejo tomó la palabra —una acción económica podría ser vista como un primer paso. Si los Halcones no responden adecuadamente, siempre podemos escalar nuestras acciones.
Axel apretó los puños, debatiéndose entre su deber y sus emociones. Se preguntaba qué pensarían los miembros del consejo sobre su decisión. Dejándose llevar por sus sentimientos, el fuego de la injusticia ardía en su pecho, impulsándolo a actuar.
—Si la diplomacia no puede doblegarlos, entonces será la guerra la que los quebrará —dijo, con voz endurecida mientras dictaba sentencia.
Al oír la respuesta, Lang se alejó como una sombra sin mirar atrás, con los brazos caídos en señal de fracaso. Ser tutora y consejera no había sido suficiente para reparar ese joven corazón alimentado por el odio.
—Lang, espera un momento, por favor —dijo Axel, viendo en ella el último recuerdo en vida de su difunta madre—. Entiendo que mis acciones no son las correctas, comprende que aún soy muy joven.
Ella se detuvo y miró a Axel. En sus ojos, aquel niño lleno de bondad aún vivía en su corazón.
Al final de la jornada, cuando la oscuridad envolvía a Roster, regresé a mi lujoso departamento. Desde mi privilegiada posición, la capital se extendía como un tapiz urbano, donde las luces cobraban vida una tras otra. Por fin podía respirar con tranquilidad y quitarme esta máscara de líder; sin embargo, en mi reflejo aún persistía aquella mirada seria y determinada. A mis trece años, apenas comenzaba a comprender el mundo que me rodeaba.
Un domingo soleado, mi paz se desvaneció por el insistente sonido de mi teléfono. El mensaje era claro: debía estar presente en una reunión. Las manecillas del reloj marcaban las 9:30. Mientras corría por las calles de la capital, los rostros de las personas parecían moverse en cámara lenta.
Al llegar a la cafetería, vi cómo sus ojos se estrechaban y su boca se fruncía en un gesto de descontento. Me senté, sintiendo cómo el calor en mi rostro aumentaba bajo su mirada inquisitiva.
—He estado esperando veinte minutos —dijo Nadia, tamborileando los dedos en la mesa.
—Lamento mucho la demora —respondí con tono apresurado—. Hice todo lo posible por llegar rápido. Como disculpa, pagaré la cuenta.
Nadia se recostó en su silla, cruzando los brazos lentamente. Luego, sus labios se curvaron en una sonrisa pícara.
—No creas que será tan fácil.
Nadia tenía la piel tan suave como la nieve recién caída, destacando la pureza de su tez. Sus ojos, dos profundos lazos azules, brillaban con una intensidad cautivadora. Mientras se acomodaba el largo cabello negro, que caía en cascada sobre sus delgados hombros, me miró con cierta preocupación.
El café estaba caliente en mis manos, pero el calor no lograba calmar el temblor de mis dedos. Intenté beber un sorbo, deseando que la taza me ofreciera algún tipo de escudo, pero la mirada de Nadia seguía fija en mí. Su belleza me dejaba sin aliento.
Justo cuando estaba a punto de revelar más de mí mismo, una oleada de recuerdos me invadió. Mi sonrisa se desvaneció y sentí cómo mis manos se tensaban. Bajé la mirada, ocultando mi tristeza tras una máscara de serenidad. Pero mi reflejo en el cristal de la mesa delataba mi verdadera naturaleza.
—A mi familia le encantaba este lugar —dije, con un peso en la voz que no pude ocultar—. Ojalá las cosas no hubieran ocurrido de esta manera. La responsabilidad de ser el nuevo fundador… es demasiada.
—¿Cómo te sientes con respecto a asumir el papel que tú hermana Luna habría desempeñado? —dijo Nadia, mientras sus ojos escudriñaban los míos, como si pudieran ver todas las emociones que intentaba esconder.
—Luna siempre tuvo una visión clara y decidida. Ella se enfrentaba a los problemas con una determinación que yo envidiaba. Me siento como si estuviera intentando llenar unos zapatos demasiado grandes… yo… yo… no fui preparado para liderar.
Cerré los ojos, inhalando profundamente en un intento de ordenar mi mente. Al abrirlos, vi a Nadia inclinándose hacia mí. Su expresión se suavizó y, en lugar de simplemente tomar mi mano, acercó su frente a la mía. Era como si quisiera transmitir toda su comprensión y apoyo.
—Sé que la presión es enorme. Pero recuerda que tu madre siempre decía que la verdadera fuerza de un líder radica en su capacidad para escuchar y aprender —dijo ella, con una voz tan suave como una melodía. A pesar de sus quince años, irradiaba una madurez que lograba calmar mis emociones.
—Mi madre solía decir que la diplomacia y la empatía eran tan cruciales como la estrategia. Me enseñó que un líder no solo debe imponer su voluntad, sino también entender a sus adversarios. Pero ahora siento que estoy fallando en todo eso, como si estuviera traicionando sus enseñanzas.
—¿Y qué te decía tu hermana Aurora?
—Ella siempre valoraba su libertad tanto como a mí —respondí, mientras Nadia me abrazaba con ternura. Mis lágrimas fluían libremente, y su caricia y su voz lograban calmarme. Para los presentes, la escena podría parecer romántica, pero en realidad, era todo lo contrario.
Al día siguiente, la luz matinal se filtró, bañando la habitación de Axel. En la mesita de noche, su portátil brillaba como un tesoro esperando ser descubierto. En la bandeja de entrada destacaba un nombre: "Liliana". Se inclinó frunciendo el ceño en un intento por recordar, pero sus recuerdos se desvanecían como sombras tras un velo.
Mientras leía el mensaje, los escasos momentos que compartieron como hermanos eran apenas destellos en su memoria. Liliana había decidido abandonar la mansión que una vez llamaron hogar.
—¿Por qué la he olvidado? —murmuró, mirando el álbum familiar con la sensación de que alguien había borrado la presencia de Liliana de su vida. Tenía muchas preguntas acumulándose. Sin perder un segundo más, se vistió adecuadamente y salió de su hogar, decidido a enfrentar los fantasmas de su pasado.