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Chapter 8 - Capítulo 2 – Las criadas de Henry Frank

Un mes había transcurrido desde la llegada del rey demonio, ahora conocido como Eleuteria Valente, a la mansión. Los días transcurrieron sin mayores contratiempos. Brínea, la niña salamandra, se había adaptado perfectamente a su rol de criada. Las primeras semanas, mientras Pipi se encargaba de su instrucción, resultaron un verdadero desafío para todos, pero luego Brínea se adaptó con notable rapidez, demostrando un aprendizaje ágil. Mientras tanto, Eleuteria dedicaba largas horas junto a Henry, casi como si fuese su esposa. Compartían momentos en la biblioteca, sumergidos en lecturas y debates, y por las tardes, salían a pasear por el jardín, aunque nunca abandonaban los límites de la mansión.

Beatriz, por su parte, empezó a experimentar celos por la atención excesiva que la diabla recibía, aunque luchaba por mantener esos sentimientos encerrados en su corazón. Era consciente del tiempo que había dedicado en busca de su salvadora, por lo que comprendía que quisiera pasar tiempo con ella. A pesar de ello, la sensación de ser dejada de lado la entristecía profundamente. 

Con la ayuda de sus compañeras de habitación, María, Pipi y Brínea, Beatriz finalizó la limpieza del pasillo inferior derecho. Luego, como era su rutina matutina habitual, se encaminó hacia el balcón del ala central, cerca de la escalera de caracol.    

Al llegar frente a la puerta, extrajo una llave cuidadosamente guardada en la falda y desbloqueó la entrada. Todas las criadas contaban con una llave que le otorgaba acceso a cualquier balcón de la casa, una medida esencial para criaturas como ellas, seres vegetales que requerían exponerse al sol diariamente, ya que este constituía uno de sus alimentos principales. Esta necesidad justificaba la existencia de tantos balcones en la mansión.

Al cruzar la puerta, entró al balcón adornado con encantadoras macetas repletas de plantas coloridas. El bullicio resonaba claramente desde el otro lado, donde varias de sus hermanas se encontraban inmersas en una animada charla.

      —¡Buenos días, hermana Beatriz! —saludó una criada con cabello largo hasta la cintura, recogido en dos coletas adornadas con varias flores amarillas, siendo la primera en notar su presencia.

      —Buenos días, hermana Cristina —respondió Beatriz, devolviendo el saludo con amabilidad.   

—Mis disculpas por no saludarte antes, hermana Beatriz —se disculpó la joven de cabello corto, adornado con flores violetas, y con una apariencia andrógina.

      —Está bien, hermana Amelie —respondió Beatriz con una sonrisa tranquilizadora—. Acabo de llegar, no te preocupes.

      El balcón central superior era el punto de conexión entre dos balcones de los pasillos superiores del segundo piso, convirtiéndose así en el lugar favorito de las hermanas para reunirse y charlar mientras disfrutaban del sol.

—Estábamos comentando lo cerca que anda esa diabla del amo —dijo Cristina con desdén en su tono de voz y prosiguió—. Estoy tan celosa, desearía que pasara más tiempo conmigo como solía hacerlo antes.

      —Sí, yo también lo extraño. Esos paseos matutinos por el jardín, regando las flores y hablando con Hen... con el amo —corrigió rápidamente, intentando disimular el desliz en su expresión.

      Sus dos hermanas menores también habían percibido la situación, pero ella decidió abordarlo y les dijo:

—No deberían ser tan egoístas. Henry la ha buscado durante años, es comprensible que quiera pasar tiempo con su salvadora —repitió esas palabras consoladoras, aunque en su interior sabía que eran parte de su propia ilusión.      

—Pero…

      —Pero nada. No deberían ser tan desconsideradas. Después de todo, si no fuera por ella, nosotras no estaríamos aquí —interrumpió a Amelie de manera cortante.

      —Tienes razón, pero aún no puedo evitar sentir que nos lo está arrebatando. Antes solo tenía que competir contigo, hermana Beatriz, pero ahora tengo que hacerlo con alguien mucho más complicada, una reina—expresó Cristina, con un tono abatido.

      —Si nosotras estamos pasándola mal, no me puedo ni imaginar cómo te debes sentir tú, hermana Beatriz —agregó la chica andrógina, mostrando preocupación por Beatriz.

      —No digan tonterías yo…

—Sí, lo sabemos. Tú también lo deseas tanto como nosotras. No necesitas engañarte de esa manera —bromeó Cristina, jugueteando con sus coletas.

      —Hermana Cristina, ya he terminado de limpiar los baños. ¿De qué están hablando? —intervino otra de las hermanas que se unió en el balcón superior izquierdo, donde estaba Cristina.

      —¿Sara? No quiero hablar contigo. ¡Hasta te has dejado el cabello como el de esa diabla ladrona! ¡Te has deshecho incluso de tus hermosas rosas rojas del cabello! —exclamó mientras revolvía con enojo el cabello de su hermana.

      —¡No eres nadie para hablar! De repente te dio por la lectura y no haces más que llevarte libros de la biblioteca —respondió enojada, apartando las manos de Cristina, quien era más alta que ella. 

—Hablando de engañarse a uno mismo —murmuró sarcásticamente Beatriz, luego añadió—. Me tengo que ir, hermanas. Nos vemos más tarde para el desayuno.

      —Adiós —respondieron todas al unísono.

      Beatriz salió del balcón, cerrándolo tras de sí, pero aún podía escuchar el bullicio que continuaba afuera. En otras circunstancias, habría intervenido y las habría reprendido, pero en ese momento no estaba de humor para hacerlo. En cambio, la conversación con sus hermanas la hizo reflexionar: ahora no era diferente a ellas, simplemente había sido especial por haber recibido tantos afectos de Henry, mientras las demás no lo percibían.

Desanimada por los nuevos sentimientos que amenazaban con desbordarse, Beatriz descendió por la escalera caracol, anhelando no cruzarse con ninguna de sus hermanas. En ese momento, ansiaba la soledad.

Se encaminó hacia la biblioteca, tomó un libro y lo dejó sobre la mesita central de la sala de estar. El libro se llamaba "El maniquí" y había sido escrito por su amo, Henry Frank. Esta obra era una de sus historias favoritas; se sentía especial al leerla, ya que narraba, a modo de novela, la historia de su amo cuando llegó a este mundo. Muchas de las anécdotas que él le había compartido estaban plasmadas en diferentes partes del argumento.

      Miró la portada del libro durante varios minutos, perdida en sus pensamientos. El dibujo de una figura de madera de la portada pareció cobrar vida y le dijo:

      —¿Quieres un poco de té?

      Aquello le pareció sumamente extraño, pero de repente, una bandeja con dos tazas de té y una gran tetera se posó sobre la mesa, junto al libro. Beatriz giró para ver de quién provenía esa voz y se encontró con la mirada de su madre, observándola con esos ojos que conocía tan bien, llenos de preocupación.

—Sí, gracias mamá —respondió, tomando la pequeña taza. 

Su madre tomó la tetera humeante y comenzó a servir el té con sumo cuidado para no derramar ni una gota sobre su hija. Beatriz acercó la taza caliente a sus labios y dio un sorbo.    

—Está riquísimo, es mi favorito, frutos rojos igual que las flores de mi cabello. Gracias mamá.

      Los ojos de Beatriz se llenaron de lágrimas y su mano comenzó a temblar, derramando un poco del té caliente sobre sus piernas. Su madre actuó rápidamente, arrebatándole la taza de las manos y devolviéndola a la bandeja.

      —¿Estás triste por la llegada del rey demonio? —preguntó su madre, acomodándose a su izquierda en el sillón.

      —Sí, extraño mucho los abrazos y los besos de Henry —dijo sollozando, mirando al suelo avergonzada de que su madre la viera llorar.

Su madre la tomó suavemente de la cabeza y la recostó sobre sus piernas. Comenzó a acariciar su cabello, de un tono verde como el pasto en primavera, y le dijo con ternura: 

—Eres tan fuerte. Has tenido que luchar sola contra esos sentimientos. Después de todo, eras muy joven cuando llegaste aquí conmigo. Ni siquiera podías andar; aún no se habían desarrollado tus piernas y tenías que ser llevada en una maceta. Además, tus hermanas aún eran semillas cuando llegaron a la mansión —le dijo mientras acariciaba su cabello con sus manos.

      —¿Puedes contarme cómo conociste a aquél que se robó mi corazón? Tal vez así pueda hacerme una mejor idea sobre él —le pidió, girándose para mirar a su madre a los ojos.    

—Está bien, creo que mereces saberlo. Aunque eres la primera que me pregunta por su pasado. Estoy orgullosa de que seas tan curiosa —le pellizcó cariñosamente la mejilla derecha y continuó—. Es una historia larga y aún tengo que terminar de ocuparme de la cocina.

      —Por favor mamá… 

—Está bien, pero tengo que llamar a tus hermanas para que se haga cargo por mí.

      —Yo sé quiénes pueden encargarse de la cocina —dijo recordando a sus tres hermanas en el balcón.

Luego de que su madre le pidiera a Cristina, Amelie y Sara que se ocuparan de preparar la comida, se dirigieron a la habitación de Beatriz y ambas se sentaron en la cama.

—Lo que te voy a contar es la historia de cómo Eliza conoció a Henry Frank hace muchísimas lunas y soles...