Aunque Henry y Ceache eran los únicos cocineros, la comida estuvo lista en el tiempo justo en que los ingredientes alcanzaron la cocción suficiente para ser servidos. Ceache se encargó de pelar, cortar y triturar los ingredientes, mientras que Henry, con la camisa arremangada y un delantal, guisó todas las verduras.
La sencillez del platillo añadía un valor especial para Henry, ya que evocaba recuerdos entrañables de su infancia. Tenía la firme convicción de que aquel guiso no solo deleitaría su paladar, sino que también aportaría un poco de paz a su intranquilo corazón. Además, la cuidadosa combinación de ingredientes garantizaba todas las vitaminas y nutrientes esenciales, no solo para las criadas Fidonias y la salamandra como Brínea, sino también para los humanos y drakontos como él.
La imponente olla de aluminio brillante supuso todo un desafío para Henry. Aunque le avergonzaba admitirlo, tuvo que recurrir a Eliza para obtener las medidas exactas y asegurarse de que el guiso no resultara insípido o, peor aún, asqueroso. Sin embargo, Eliza tomó las riendas de la situación, relegando a Henry a un papel de mero espectador y dejándole un regusto amargo, como si no hubiera contribuido en absoluto. Aunque él era consciente de sus limitaciones culinarias, al menos para preparar comida para tantos comensales.
—Soy tan patético —musitó abatido Henry, apoyándose con las manos en la gran mesada de la cocina.
Eliza sorbió un poco del guiso en su pequeño platito y declaró:
—Está muy bien de sal y condimentos, solo le falta un poco al arroz —dijo feliz y colocó el platito sobre la mesada, a la derecha de la estufa donde se encontraba la gran olla.
—Gracias por ayudarme, aunque me siento mal por tenerte trabajando cuando aún no te has recuperado por completo —dijo Henry mientras observaba el cabello amarillento de Eliza.
—No es ningún problema. No hay mayor felicidad para una mujer como yo que cocinarle a sus hijas y a la persona que ama —respondió con una sonrisa de oreja a oreja.
Henry se acercó a la espalda de Eliza cuando esta estaba distraída y la abrazó por detrás, diciendo:
—¿Cómo puedes seguir amándome con todo lo que hice? —apoyando su barbilla sobre su cabeza.
—¿Cómo puedes seguir amándome con todas las mentiras que te dije? —contrarrestó Eliza, agarrando las grandes manos de Henry que descansaban debajo de su pecho.
Permanecieron en silencio sin decir nada durante un par de minutos. El sonido de la olla hirviendo y el murmullo proveniente del comedor eran la única prueba de que el tiempo no se había detenido. Finalmente, una voz desde atrás los sorprendió.
—¿Interrumpo algo? —preguntó Beatriz al entrar.
Henry se separó avergonzado, como solía hacer cuando alguien más lo veía siendo cariñoso. Sin embargo, Eliza se volteó despacio, como si no le importara que la vieran, y saludó:
—Hola, Beatriz. Ya casi está la comida, ¿podrías ayudarme con los platos? —preguntó mientras retiraba con una pinza una piedra roja de debajo de la gran olla y luego dijo—: Yo voy a ir por el carrito y a guardar la piedra roja.
—Está bien —respondió Beatriz.
Eliza desapareció de la cocina, luego de guardar la piedra en el gabinete flotante, e ingresó al almacén, dejando a Henry y a Beatriz solos. La joven, que hasta hace minutos estaba desnuda, ahora llevaba su vestido de criada como si nada hubiera pasado. Henry no podía dejar de pensar que ella era Elisheba, pero optó por actuar con normalidad.
—¿Quieres que te ayude a servir?
—No te preocupes, puedo yo sola. Después de todo, tus órdenes solo iban dirigidas a las que tuvieran el cabello amarillo, yo lo tengo verde —le respondió mientras se acercaba al enorme gabinete.
El gabinete se encontraba en la esquina opuesta en donde se hallaba la puerta que llevaba al almacén y estaba custodiada por dos ventanas. Beatriz abrió la puerta doble del gabinete diáfano, agarró varios platos, formó una fila alta de más de diez y los llevó hasta la larga mesada que estaba junto al gabinete. Los apoyó con cuidado y los acomodó un al lado del otro.
—Pero si quieres ayudarme, puedes lavar el pequeño plato que se usa para probar la comida y, cuando vayas a guardarlo en el gabinete, sacar las cucharas del cajón inferior —le explicó Beatriz mientras señalaba dónde estaban las cucharas, como si él no fuera el dueño de la mansión.
Henry, por su forma de actuar, sabía que ella estaba molesta, pero temía preguntar, ya que podría quebrantar la poca voluntad que había reunido en el tiempo que había pasado a solas con Ceache y Eliza. Además, estaba seguro de que cualquier cosa que le reclamara, ella tendría razón. Sin embargo, sabía que, tarde o temprano, ella terminaría por decírselo si es que ella era aún la Beatriz que conocía y no la gran madre Fidonia. No obstante, si tenía que decirle algo, esperaba que fuera en la cocina, ya que el olor de su platillo favorito pululaba por el aire y actuaba como un escudo para él y su estado de ánimo.
—¿Te refieres a ese plato? —preguntó apuntando con el dedo hacia la mesada que estaba al lado de la estufa, desafiándola, sabiendo que era ese al que se refería, además de haberlo visto mientras lo usaba Eliza.
Sin embargo, Beatriz le respondió sin voltear y con el cucharón de madera listo para servir la comida en el plato que sostenía en su mano izquierda:
—Sí, es ese.
Henry se acercó a la mesada y tomó el pequeño plato. Se dirigió hacia el fregadero, ubicado al lado de la puerta del almacén para facilitar el lavado de las frutas, verduras y carnes. Apoyó el plato en la pileta brillante como plata y luego agarró una piedra azul que estaba sobre su cabeza, específicamente en un gabinete flotante donde Eliza había dejado la pinza y la piedra roja, que previamente había enfriado con la piedra azul que él acaba de tomar.
La puerta del almacén se abrió y lo primero que asomó fue un carrito de metal de tres pisos. Henry lo reconoció al instante, ya que siempre que se reunían a comer, la comida era transportada por ese carrito. Después de todo, eran muchos en la mansión, y era lógico que se utilizara algo que facilitara el transporte de alimentos de manera eficaz.
—Perdón por la demora, no encontraba el frasco con el queso rayado —dijo Eliza luego de entrar el gran carrito.
Aquellas palabras, sumadas al olor del guiso en la cocina, le hicieron gruñir el estómago, así que Henry se apresuró en lavar el plato. Primero, acercó la piedra azul a la pileta y le aplicó un poco de magia, haciendo que el agua comenzara a brotar. Lo enjuagó lo más rápido que pudo, sin utilizar una de las esponjas ni ningún tipo de producto de limpieza, y lo secó con un paño que tomó del gabinete sobre su cabeza.
Cuando Henry se disponía a guardar el plato en el gabinete, Eliza se acercó a él, dejando el carrito en el centro de la cocina, y le dijo:
—Dámelo, lo guardo yo. Ya que tengo que sacar los cubiertos del cajón —dijo estirando la mano para quitárselo.
—No hace falta, yo me encargo de todo a partir de ahora. Quiero que vayas al comedor y tranquilices a nuestros comensales —respondió Henry apartando el pequeño plato.
—Pero...
—Es una orden —la interrumpió antes de que dijera algo más y agregó en voz baja para que solo ella pudiera oírla—. Tengo algo que decirle a Beatriz.
Sin argumentos ni nada para objetar, Eliza asintió con la cabeza y realizó la reverencia que solía hacer cuando escuchaba sus órdenes. Luego, comenzó a caminar hacia el comedor, no sin antes voltear para ver el rostro de Henry y la espalda de su hija y madre al mismo tiempo. Con sentimientos encontrados y con mucha preocupación, Eliza abandonó la cocina.
Henry la vio marcharse y, sin perder más tiempo, se dirigió al gabinete para guardar el pequeño plato. Lo abrió y lo depositó con cuidado al lado de las tazas de té y café, ya que no sabía exactamente dónde debía guardarlo. Se lamentó por eso, ya que le molestaba desconocer aspectos de su propia casa, pero se tranquilizó al abrir el cajón de abajo y encontrar todos los cubiertos organizados.
—Al menos no tendré problemas para guardarlos cuando me ocupe de la limpieza después de comer —masculló para sí mismo y tomó las cucharas necesarias para todos los comensales. Las contó varias veces para no equivocarse y luego se dirigió a Beatriz, preguntándole—: ¿Dónde dejo las cucharas?
—Déjalas sobre el carrito —le respondió mientras terminaba de servir el último plato.
Henry así lo hizo y dejó las cucharas sobre el carrito de metal en la parte superior. Las cucharas de acero hicieron bastante ruido al caer sobre la superficie metálica, y Henry se lamentó por ello, ya que no pensó que fuera tan molesto. Sin embargo, a Beatriz pareció no importarle, ya que tenía una mayor preocupación en su cabeza.
—¿Qué va a pasar en el futuro? —preguntó finalmente.
Henry suspiró aliviado, ya que ahora comprendía su malestar y se sentía un poco mejor, pues él tenía en mente las mismas preocupaciones. Sin embargo, no había encontrado respuestas, por lo que respondió con lo que verdaderamente creía.
—No sé. Pero eso no importa mientras seamos capaces de hablarnos como lo hicimos esta mañana —respondió acercándose a Beatriz.
—Yo espero no volver a destruir otra parte de la mansión —comentó entre risas sin soltar el plato con comida.
Henry se dio cuenta y se lo arrebató de las manos, colocándolo en la fila larga de la mesada con los demás. Luego se acercó para ver en el interior de la olla y dijo:
—Vaya, y yo que pensé que iba a sobrar comida con todos los ingredientes que se usaron —se llevó la mano a la cabeza por la sorpresa.
—Me da pena la pobre Pando, a ella siempre le gusta repetir. Además, le absorbí mucha energía a ella más que a todas —dijo apenada, recordando los sucesos de la mañana.
—No me importaría hacerle un platillo más tarde, después del almuerzo —dijo Henry para calmar a Beatriz.
Permanecieron varios segundos en completo silencio sin saber qué decir, hasta que, finalmente, Beatriz habló:
—¡No tenemos tiempo que perder! Tenemos que cargar los platos en el carrito, deben estar hambrientas.
Henry ayudó a Beatriz a cargar los platos en el carrito. Cuando terminaron de hacerlo, Beatriz lo abrazó desde atrás y le dijo:
—No estás solo, recuérdalo. No tienes por qué afrontar toda esta situación tú solo, me tienes a mí, a Eleuteria, a Eliza, a Ceache y a las demás. Sé lo mucho que querías a Rosa.
Henry tomó las manos de Beatriz y le respondió:
—Lo sé, por eso me siento con la confianza suficiente para plantarle cara a esa impostora.
—Yo no creo que sea una impostora, creo que solo está confundida.
—Eso lo veremos.