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Chapter 14 - Capítulo 3 – El maniquí

En la planta baja de la enorme mansión, el comedor se presentaba como un espacio acogedor y familiar. Los tres enormes ventanales dejaban pasar la luz del día, dando vida a una mesa grande que ocupaba el centro del lugar. La larga y ancha mesa contaba con veinticuatro asientos. A lo largo de su extensión, nueve sillas flanqueaban cada lado, dispuestas con precisión ceremonial, y tres sillas en lo ancho.

 Las tres sillas del centro superior estaban ocupadas; en el medio se encontraba Henry Frank, el señor y dueño de la mansión. A su derecha estaba Beatriz, y a la izquierda del aristócrata estaba Eleuteria. Esta disposición buscaba asegurar que el señor de la mansión y sus allegados más importantes estuvieran más cerca de la cocina y fueran los primeros en ser servidos. Sin embargo, a Henry no le convencía del todo, ya que siempre le gustaba cambiar de lugar y de lado en la mesa; disfrutaba mucho conversar con sus criadas. Por ende, nunca se sentaba ni en la parte superior ni en la inferior, dejando esos lugares vacíos y utilizando solo los flancos. No obstante, en esta ocasión consideró que era apropiado que los invitados vieran quién era el que mandaba en la mansión.

 Los tres invitados se encontraban sentados en el flanco oriental de la mesa, concretamente, debajo de Beatriz. Rosa encabezaba la fila, seguida por la mujer extraña y el joven canino. Ceache se ubicaba al lado del joven, por órdenes de Henry, ya que, debido a la advertencia de Eleuteria de que la mujer podría ser una asesina, decidió que sería bueno que ésta los vigilase. Por otro lado, Brínea, Pipi y Sara ocuparon sus lugares habituales al lado de Ceache. Siempre se encontraban juntas charlando, jugando y compartiendo las comidas, ya que eran las más jóvenes de la mansión y compartían los mismos intereses.

 Henry confiaba en la fuerza de Ceache, por eso no dijo nada al trío de amigas para que cambiaran de lugares. Además, si lo hacía, podría generar preocupaciones innecesarias.

Por otro lado, en el flanco occidental de la mesa se encontraba Eliza, la primera de todas, seguida por Pando, María, Dalia, Amelie, Cristina y Narcisa. Todos estaban disfrutando del guiso que él había preparado, o más bien que había observado cómo Eliza cocinaba.

Ninguna de las criadas, ni siquiera la charlatana Pipi, hablaba como siempre. El comedor siempre había sido el epicentro del cuchicheo y las risas. Sin embargo, ese día todas estaban calladas, a excepción de los dos invitados a los que él no conocía.

—Hermana, esto está delicioso —comentó el joven.

—Le falta carne, pero no está tan mal —opinó la mujer extraña.

A Henry, que tenía buen oído, aquello le produjo bastante placer. El que extraños elogiaran los platos de su niñez siempre le agradaba. Aún recordaba cuando le preparó él mismo, con ayuda de Eliza, un platillo a Eleuteria, esta quedó encantada y Henry contento. 

—Me alegra que les guste la comida —dijo Henry con una sonrisa en dirección de los, ahora que lo sabía, hermanos.

—No está tan mal, pero he comido mejores —dijo la mujer en respuesta, jugando con la cuchara y el arroz, mostrándose totalmente contradictoria a como pensaba antes.

Sin embargo, Henry sabía que aquello era una mentira, pues ni en los mejores restaurantes había encontrado una receta remotamente similar. No obstante, no le importó que se mostrara maleducada, ya que la había escuchado con anterioridad y sabía lo que pensaba realmente.

—A mí me ha encantado —dijo el joven llevándose la cuchara bien cargada a la boca.

—Me alegra que te guste, ¿cómo te llamas, joven? —preguntó Henry mirando al joven que acababa de vaciar el plato.

—Me llamo Nik —respondió con la boca llena.

—Un placer, yo me llamo Henry Frank, dueño y señor de esta mansión —dijo señalándose a sí mismo y agregó—: Aunque creo que ya saben quién soy yo, pero es de mala educación no presentarse apropiadamente.

Henry volteó a ver a la mujer mientras decía esas últimas palabras. La mujer se percató de ello y enojada se presentó vociferando:

—¡Soy Valeri, la novia de Ana!

¿Quién es Ana? Se preguntó Henry, pero antes de que pudiera interpelarla, Rosa comenzó a reprochar a Valeri.

—No seas así, por favor, compórtate —Rosa gesticulaba avergonzada por lo que Valeri acababa de decir.

Todas miraban la escena sin saber cómo reaccionar. Henry se fijó en la reacción de cada una de sus criadas, y más de una le dedicó una sonrisa cuando se cruzó con su mirada, sonrisa que él devolvía y pasaba a la siguiente. Henry estaba juzgando la situación y viendo si las demás habían terminado de comer para poder iniciar su inquisición a Rosa.

Era mejor dejar que pasaran varios minutos, eso era, al menos, lo que deseaba Henry. Sin embargo, sus deseos se vieron frustrados cuando Rosa, como si recordara lo que había venido a hacer, le habló.

—Henry, ¿sabes qué es Argentina? Porque yo ya no estoy muy seguro de nada.

 

¿Seguro? ¿Se refirió a sí misma como él? ¿Es realmente una impostora? Aquellas preguntas comenzaron a surgir en la cabeza de Henry. Confundido decidió devolverle la pregunta con otra pregunta.

—¿Eres una admiradora y no sabes qué es Argentina? —inquirió molesto Henry.

—No es eso, a lo que me refería es ¿qué es realmente Argentina? —preguntó con una mirada triste.

En su cabeza, Henry ya sabía que aquella mujer era una farsante; sin embargo, su corazón estaba tocado por su presencia y bastante vulnerable por lo ocurrido en la mañana. No obstante, tenía que ser firme y desbaratar a quien se estaba haciendo pasar por su mejor amiga y a la mujer a la que, en algún momento, amó.

—¿Es eso realmente a lo único que has venido aquí, farsante? —preguntó con una mirada llena de odio.

Rosa se asustó por la intensidad de sus ojos y retrocedió con silla y todo, haciendo un sonido de deslizamiento sobre el suelo. Valeri intercedió molesta y dijo:

—¡Hey! ¡Ana solo vino a buscar respuestas sobre quién es! —se levantó molesta y golpeó la mesa con ambas manos.

Ceache se puso de pie, y Nik hizo lo mismo mientras sacaba una navaja de su bolsillo derecho. Eleuteria, asustada, agarró la mano de Henry, mientras que Beatriz mantuvo la calma y observó la escena sin inmutarse. Por otro lado, las chicas empezaron a levantarse, nerviosas. Solo María, Dalia y Eliza permanecieron sentadas.

—¡Silencio! ¡Ceache, siéntate! —ordenó gritando enojado, apuntándole con el dedo índice de la mano derecha. 

Ceache volvió a sentarse y se disculpó: 

—Lo siento mucho.

Nik siguió su ejemplo y se sentó de nuevo, guardando su navaja en el bolsillo de su pantalón. Henry volteó a ver a la joven que había iniciado la reyerta y, recordando las palabras de advertencia de Eleuteria y las dagas que exhibió en su presencia en la sala de estar, Henry se concentró en su vestimenta y vislumbró una tela brillante. Aquello debía tratarse de una cota de malla ligera sobre una camisa negra mal abotonada, pues le hacía un escote bastante pronunciado. Sin embargo, aunque él tenía una visión increíble para ver las cicatrices que decoraban su pecho, no tenía la capacidad para ver a través de su ropa y descubrir dónde escondía sus armas. No obstante, recordó haberla visto sacar dagas dobles de su espalda, presumiblemente de sus pantalones bombachos grises oscuros, además de escuchar el tintineo de metal proveniente de su parte inferior, incluyendo sus botas negras cortas.

—¿Oye? ¿Estás mirando mis pechos? —dijo seductoramente Valeri mientras los juntaba con ambas manos.

Henry no podía creer el alarde de payasería de aquella mujer en una situación tan seria y tensa. Sin embargo, no se dejó llevar por ella y le dijo:

—Eres una mujer hermosa como cualquier otra. Sin embargo, no me interesan las mujeres vulgares como tú —dijo con un tono burlón y continuó viendo que estaba a punto de replicarle—. ¡No te confundas! No me conoces. Además, he tenido la amabilidad de aguantarlos en mi casa, pese a meterse a ella como vulgares ladrones solo porque esa mujer —señaló a Rosa—. Se está haciendo pasar por una amiga muerta y quiero saber por qué. 

Las chicas que se habían levantado volvieron a sentarse, convencidas de que no había motivo para preocuparse y dejándose llevar por las palabras contundentes de Henry. Mientras Brínea liberaba su veneno, Pipi y Sara intentaban tranquilizarla tomándola de la mano; permanecieron aún de pie, apartadas en la esquina del comedor. Eliza se percató en la distancia y se sintió mal por no poder hacer nada por la pobre niña. Además, se sentía en deuda con ella, ya que la había cuidado cuando estaba inconsciente. Sin embargo, decidió confiar en sus hijas, quienes la conocían mejor que ella, que había tenido poco trato con Brínea.

Cuando Valeri estuvo a punto de decir algo, Rosa tomó su mano y la miró a los ojos. Sin mediar palabras ella entendió su suplica silenciosa. Valeri tomó asiento nuevamente y dijo:

—Perdón…

—Guau, nunca había visto a mi hermana pedir disculpas a un aristócrata —masculló Nik entre risas.

—Ya verás después cuando salgamos de aquí —susurró Valeri, enojada.

Henry los escuchó y se sintió satisfecho con su alarde de dureza, pero en el fondo sabía que la impostora había sido la que había calmado las aguas. Sin embargo, aquello le recordó a la antigua Rosa y cómo siempre se mostraba calmada ante inconvenientes; albergó la esperanza de que tal vez fuera ella realmente.

—Quiero que me respondas una sola cosa —dijo Henry, fijando la mirada en Rosa mientras soltaba la mano de Eleuteria para apoyar ambos codos suavemente en la mesa, finalmente dejando caer ambas manos.

—Está bien —respondió ella, devolviéndole la mirada con seriedad.

Henry podía escuchar el roce de la piel de sus manos y sabía que Valeri le estaba tomando de la mano, recordándole a Eleuteria, y se sintió motivado sabiendo que no estaba solo, como le había dicho Beatriz en la cocina mientras lo abrazaba. Decidido, realizó la pregunta.

—¿Cuál de estos diez dedos tomó tu hija Ana cuando me vio por primera vez? —Henry hizo bailar los diez dedos mientras esperaba su respuesta.

—Si respondo bien, ¿contestarás mis preguntas? —preguntó Rosa desafiante, siguiendo con los ojos los dedos de Henry.

—Todas, hasta te diré que hay detrás de la puerta de mi estudio —respondió Henry con una sonrisa de oreja a oreja, sabiendo que ella no podría responderle correctamente.

Las criadas comenzaron a murmurar intrigadas, pues nunca nadie había visto qué había detrás de aquella puerta. Se imaginaban todo tipo de cosas, desde condecoraciones de guerra hasta dinero guardado en grandes cajas fuertes. Sin embargo, todas callaron cuando Rosa habló.

—El dedo índice de la mano derecha —respondió Rosa dubitativamente.

—¿Es esa tu respuesta final?