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Chapter 15 - Parte 1 – Un recuerdo lejano

Era por la mañana, cerca del mediodía. Henry se hallaba en su estudio, sumido en el intento de escribir.

—Beatriz, ¿puedes quedarte quieta? —preguntó Henry a la niña inquieta que estaba sentada sobre sus piernas.

Las risas de Beatriz inundaron la habitación. Comenzó a moverse aún más, pero lejos de molestarle, a Henry le pareció muy divertido. Comenzó a mecer suavemente la pierna donde ella estaba sentada, siguiéndole el juego, pero con cuidado para que no se cayera. De repente, unos golpes sonaron en la puerta; alguien llamaba desde afuera. 

Henry los escuchó atentamente y le dijo a la pequeña:

—Beatriz, creo que es tu madre. ¿Puedes levantarte? Debo atenderla.

—Está bien -respondió ella, reincorporándose ágilmente al suelo. Luego preguntó, curiosa— ¿Cómo sabes que es mi mamá?

—Por el ritmo particular de sus golpes y el sonido amortiguado de sus pasos al caminar. Además, ninguna de tus hermanas suele tocar la puerta —respondió Henry, alborotando el corto cabello verde de Beatriz.

Ella apartó su mano con delicadeza y preguntó, asombrada:

—¿Puedes saber todo eso solo escuchando?

—Así es.

—Increíble —murmuró mientras se peinaba rápidamente con los dedos.

Sin embargo, Henry percibió que Eliza no venía sola; la acompañaba alguien más. Los pasos de esa persona eran pesados, como si cargara algo en sus brazos.

Henry se aproximó pausadamente a la puerta y la abrió, revelando los rostros sonrientes de Eliza y una mujer desconocida que la acompañaba. Al descubrir de quién se trataba, la emoción lo invadió; hacía varios meses que no venía a visitarlo.

—Señor, Rosa ha venido a verlo —anunció Eliza con una leve reverencia, retirándose luego para dejarlos a solas.

—¡Cuánto tiempo, Henry! —lo saludó Rosa, sosteniendo entre sus brazos a una pequeña bebé que miraba a Henry con curiosidad, ladeando su cabecita de lado a lado.

Henry se quedó mudo, sin saber qué decirle. Aunque anhelaba volver a verla, no esperaba encontrársela con una bebé, a pesar de conocer su reciente nacimiento. Pero antes de poder articular palabra, Beatriz se asomó por detrás de Henry, tan curiosa como la niña, para ver quién era la invitada. La reconoció al instante y salió radiante a saludarla.

—¡Señora Rosa, la extrañé tanto! —exclamó, deteniéndose al percatarse de la bebé que llevaba en brazos—. Oh, no la había visto.

—Qué descortés he sido —dijo Henry, dándose cuenta de que no la había invitado a pasar. Se hizo a un lado de la puerta e, invitándola con un gesto, agregó —: Por favor, adelante.

Rosa ingresó al estudio y observó cada rincón, notando que el lugar no había cambiado mucho. Recorrió con la mirada los amplios estantes atestados de libros y cuadernos. Con añoranza, deslizó sus dedos por los lomos de algunos tomos. Luego, centró su atención en un gran mapa continental pegado en la pared junto a la biblioteca. Volviéndose hacia Henry, le preguntó:

—¿De dónde es este mapa? —Se acercó para examinar los nombres de países, ríos y mares trazados sobre el papel. La pequeña en sus brazos estiró las manitos, tratando de tocarlo, así que Rosa se alejó para evitar que lo agarrara.

—Es el mapa de la nueva novela de Henry —se adelantó Beatriz—. Lleva meses trabajando en ella.

—Bueno, es que quería que quedara perfecta —matizó Henry, frotándose el cabello con algo de timidez.

—¿Es la novela de la que me hablaste la última vez? —preguntó Rosa, sin despegar la mirada del continente que llevaba por nombre "América".

—Así es.

—Argentina… —masculló Rosa para sí misma y, acariciando la espalda de su bebé, preguntó—: ¿Ya tiene título?

—¡Se llama El Maniquí! -se apresuró a responder Beatriz—. La historia es bastante triste. Todavía no puedo creer que...

Henry le tapó la boca para impedir que revelara demasiado.

—No le arruines la trama, es una sorpresa —le susurró, y la soltó.

—Tus manos huelen horrible —comentó la niña, arrugando la nariz con disgusto.

—Perdón, debe ser la tinta —se disculpó él.

Rosa no pudo evitar reírse, contagiando a la bebé con su risa.

—Perdón, perdón. No pude evitarlo, Beatriz hizo una cara muy graciosa —dijo Rosa entre risas, sacudiendo al bebé con su risa.

—No te burles de mí, tenemos el olfato muy sensible —refunfuñó Beatriz, cruzándose de brazos.

Henry tomó su pluma y rayó ligeramente su palma izquierda. Luego acercó la mano a la diminuta nariz de Beatriz, quien volvió a hacer una mueca graciosa.

—Tienes razón, su cara es muy chistosa —admitió Henry entre risas contenidas.

—¡Le diré a mamá que me molestas! —amenazó la niña, dirigiéndose rápidamente a la puerta.

—Y yo le contaré que no dejabas escribir —la desafió él.

Al darse cuenta de su derrota, la pequeña salió refunfuñando del estudio, cerrando la puerta con suavidad para no asustar a la bebé.

—Se le pasará, no te preocupes —la tranquilizó Henry.

—Parece muy enérgica, como mi Ana —comentó Rosa, meciendo a su hija.

—¿Es una niña? —preguntó él, curioso.

—Así es, se llama Ana —confirmó la madre, contemplando a su bebé con ternura. La pequeña estiraba sus manitas regordetas hacia Henry.

Desde el primer momento, Henry se había percatado de las intenciones de Ana, y esto se confirmó cuando volvió a alargar sus bracitos en su dirección, imitando el gesto que había hecho antes con el mapa. Decidió preguntar:

—Ana, ¿intentas tomar mis cuernos?

—Le llama la atención todo lo nuevo -justificó Rosa, arrullando a la niña-. No le des importancia.

—Para nada me molesta —la tranquilizó él. Se arrodilló para quedar a la altura de Ana y agregó—: Si quieres tocármelos, adelante. No tengas miedo.

Rosa lo miró, insegura de cómo reaccionar. Pero Ana no dudó ni un instante y estiró sus manitas hacia los cuernos curvos que sobresalían de la cabeza de Henry, aunque no lograba alcanzarlos. Finalmente, Rosa accedió y acercó con cuidado a la bebé, quien intentó aferrarse sin éxito; eran demasiado amplios para sus pequeños deditos. Satisfecha su curiosidad, la niña retiró las manos y su madre la acunó de nuevo contra su pecho.

Henry se incorporó con una sonrisa y comentó:

—Por un momento pensé que no los soltaría. Tiene mucha fuerza en esas diminutas manos —dijo, y se irguió frente a Rosa.

Ella permaneció en silencio unos instantes, como si estuviera ordenando sus ideas, antes de hablar:

—La primera vez que leí un libro tuyo, era solo una niña. Para mi décimo cumpleaños, mis padres me regalaron "Argentina", tu novela de fantasía. Me enamoré por completo de tus historias y de cómo las contabas, y desde entonces he seguido toda tu obra... —posó la mirada en el lomo del libro, evocando recuerdos.

Tras una pausa reflexiva, prosiguió:

—Para mí solo eras un escritor admirado, pero cuando me casé, Ferdinand me obsequió una edición firmada de "Argentina" como regalo de bodas. Sabiendo mi afición por la lectura, me llevó a conocerte. Solo deseaba encontrarme con mi autor favorito —las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas.

Henry se acercó, conmovido, pero se detuvo al ver que ella aún no terminaba.

—Lo que comenzó como una visita ocasional se volvió recurrente. Y fue entonces cuando caí en la cuenta de que me había enamorado, así que le pregunté a Ferdinand en qué consistía su trabajo al venir aquí cada tres meses.

—No es su culpa —la interrumpió Henry—. Él es el artesano mágico a cargo de mi gargantilla, la que me mantiene prisionero en esta mansión —explicó, llevándose la mano al cuello en un gesto instintivo.

—Yo lo ignoraba, pero él lo sabía perfectamente. Intenté convencerlo de que te liberara, pero se negó alegando que nos ejecutarían. Me alejé de este lugar, de ti, y decidí tener un hijo pensando que así lograría olvidarte. Y, sin embargo, aquí estoy, llorando como una adolescente enamorada –confesó Rosa, derramando las últimas lágrimas contenidas.

Henry se dirigió hasta su escritorio, abrió el cajón y extrajo un pequeño libro titulado "El maniquí". Se acercó a Rosa y le dijo:

—Quiero que te lleves este regalo de despedida. Es la primera edición, firmada para ti. De hecho, pensaba enviártela como obsequio por el nacimiento de tu hija, aunque entonces no conocía su nombre —abrió el libro y garabateó algo en la primera página—. Listo, ahora pone "Y también para Ana". Es una historia más corta que las anteriores, pero espero que la disfrutes.

Henry guardó el ejemplar en uno de los bolsillos del abrigo de Rosa. Luego volvió junto al escritorio y confesó, dándole la espalda:

—Yo también te amé. La única forma de no pensar en ti fue escribir, aunque de todos modos acababa recordándote. Quiero que te vayas y no regreses nunca —se giró para mirarla a los ojos—. Tu esposo vino anoche y me dio esto -sacó una pequeña llave blanca del bolsillo—. Con ella puedo quitarme el collar, pero no abandonaré esta casa por la promesa que le hice a ella.

Bajó la mirada con pesar y agregó:

—Vete y no vuelvas. Tu vida corre peligro. Tal vez por ser noble no te ejecuten, pero no volverías a ver a tu hija. Ferdinand de verdad te ama, incluso lo suficiente como para arriesgarse. Vete y no mires atrás.

Rosa anhelaba abrazarlo y besarlo, pero la bebé se lo impedía. Aun así, con el corazón encogido y un nudo en la garganta, acató sus palabras. Ambos se despidieron en silencio, solo con la mirada. Luego de esto, Rosa comprendió por qué Ferdinand insistía tanto en dejar el imperio y huir al reino vecino.

Henry le abrió la puerta caballerosamente y Rosa comenzó a alejarse, conteniendo las lágrimas. Atravesó la biblioteca sin detenerse a ojear los libros como solía hacer, y al salir la esperaba Eliza. Volteó una vez más en busca de Henry, pero no había rastro de él; la puerta del estudio ya estaba cerrada. En silencio, la criada la guió fuera de la mansión. Esa sería la última vez que se verían.

Henry, enfurecido, se dejó caer en su escritorio y comenzó a destrozar todos los manuscritos y cartas que nunca logró terminar de escribir. Aunque se alegraba por Rosa al saber que estaba casada con alguien que la amaba y estaba dispuesto a todo por ella, no pudo evitar sentir una profunda tristeza, y lágrimas de impotencia brotaron de sus ojos.

Tras la partida de Rosa, Henry, enfurecido, se dejó caer sobre el escritorio y comenzó a desgarrar todos los manuscritos y cartas de amor que nunca terminó de escribirle. Aunque se alegraba por ella al saber que su esposo la amaba incondicionalmente, no pudo evitar sentir una profunda tristeza que amenazaba con devorarlo por dentro.

Tomó la pequeña llave blanca y la contempló, pensativo. Luego, con decisión, la llevó hasta su cuello. La gargantilla se desprendió, cayendo sobre la mesa con un sonido metálico que retumbó en las paredes. Al liberarse de ella, Henry comprendió que había completado la primera fase de su plan.

Se puso de pie al escuchar el motor de un auto alejándose de la mansión. Se asomó por la ventana justo a tiempo para ver un coche desplazándose por el camino. Entrecerró los ojos y distinguió la silueta de Rosa en la ventana trasera, llorosa, dirigiendo una última mirada a la casa. Por un fugaz instante sus ojos se cruzaron antes de que el vehículo desapareciera de su vista. Henry cerró la cortina y se encaminó hacia una puerta junto a la ventana. Sacó una llave, la introdujo en la cerradura y abrió.

Con determinación, Henry entró a la habitación oscura y, tras dar un pequeño aplauso, las luces se encendieron, revelando en el centro un enorme huevo negro. Con una mezcla de emoción y seriedad, apoyó la mano sobre la superficie lisa del huevo y murmuró:

—Ahora solo me falta encontrar a Sargonas Xul'tharac.

Secó las lágrimas de sus mejillas y dedicó una sonrisa al misterioso huevo, como si buscara algún tipo de respuesta de su parte. Luego, salió del cuarto cerrando la puerta con llave a sus espaldas. Ya en su estudio, su rostro adoptó una expresión decidida. La segunda fase de su plan estaba en marcha.