Cuando uno despierta y abre los ojos es imposible no poner la mente a interpretar el mundo material que nos rodea, también es poco probable que nos detengamos, aunque lo racionalicemos, porque el simple hecho de hacerlo es, bueno, poner en práctica aquello que tratamos de evitar. La única manera que yo creo que pondría fin a todo proceso de semiosis es la muerte, pero no es lo único a lo que le pondría fin. Se llevaría a la risa, el amor, el deseo, la tristeza, el rencor y la felicidad que van y vienen en diferentes escalas, como un tren en movimiento que frena en diferentes estaciones que tienen por nombre sentimientos.
—¿Qué es la semiosis? —preguntó Eleuteria, tras leer el primer párrafo del prólogo del libro "El maniquí".
—Es un concepto bastante difícil de explicar —respondió Henry medio adormilado.
—Pero, ¿qué es? —repreguntó Eleuteria mientras seguía con la lectura del prólogo.
—Para eso me tomé el trabajo de escribir las notas finales —respondió, reincorporándose tambaleante del sofá—. Me duele la maldita cabeza, todo parece dar vueltas en la habitación.
—Utilizaste mucha energía mágica para sellar a Elisheba. Además, me da mucha pereza ir a las últimas páginas solo para conocer el significado de una sola palabra —dijo mientras pasaba las páginas del libro con desinterés.
—No tengo tiempo para preguntas tontas cómo esa —respondió hoscamente mientras trataba de no perder el equilibrio al caminar hacia Beatriz, que descansaba en el sillón del frente.
—Me llamó mucho la atención que esta novela llevara tu nombre. No sabía que el gran drakontos destructor de ejércitos ahora se había vuelto un novelista —dijo cerrando el libro y dejándolo a su lado, en el sillón.
Henry la ignoró y solo atinó a decir al aire:
—¿Por qué soy el único con este terrible dolor de cabeza? —se llevó la mano a la cabeza mientras evitaba trozos de escombros del techo.
—Este cuerpo no tiene mucha energía mágica, por lo que la gran mayoría fue suministrada por ti —respondió Eleuteria levantándose y acercándose a Henry para ayudarlo a caminar—. Pareces un recién nacido dando sus primeros pasos —dijo con una risita mientras se prendía por el brazo del hombre con cuernos.
—¿Cómo puedes estar tan contenta en un momento como este? Mi familia está destrozada, no sé cómo podré ver a las demás... —se dejó caer de rodillas clavándose trozos de madera en la pierna y rasgando sus pantalones negros con rayas blancas.
—¿¡Estás loco!? Venga, levántate —le dijo mientras tiraba de él para ponerlo de pie; esfuerzo en vano.
—Yo siempre creí que Eliza era la verdadera Elisheba porque fue ella la primera que vi al despertar. La mujer más hermosa que hubiera visto. Además, el árbol no estaba más ahí, había desaparecido. Sin embargo, ella me dijo que nos conocimos en la tienda y que Beatriz era mi hija porque allí aún estaba el árbol y no había otra fuente de energía más que yo, por lo que esa semilla producida por Elisheba tenía que ser sí o sí mi hija —dijo Henry mientras miraba el rostro durmiente de Beatriz.
—Eso que dices no tiene mucho sentido, la verdad. ¿Cómo es que el gran árbol está en la versión de Eliza, pero no en la tuya? ¿Alguno de los dos está mintiendo? —opinó Eleuteria dándose por vencida en la tarea de levantar a Henry.
—Y si ambos están diciendo la verdad —dijo una voz que Henry conocía muy bien.
—¿Ceache? —dijo Henry al ver la figura de la mujer militar asomar desde la entrada que conectaba con el gran salón—. ¿Quién es ella? —preguntó al ver a Ceache cargando con una mujer con una sola mano.
—Es alguien que encontré intentando ingresar en tu estudio, una ladrona es lo que es —dijo soltando el cuello del sobretodo de la joven extraña dejándola caer al suelo.
—Yo solo quería que me firmaras mi novela favorita —sacó de su sobretodo un libro que tenía escrito en la portada "El maniquí" y debajo H. Frank.
—No tengo tiempo para esto. Además, ese libro es una primera edición con muy pocos ejemplares que fueron entregados a nobles, yo tengo uno en mi estudio guardado, está claro que me lo robaste —dijo enojado acercándose a ella para arrebatarle el libro.
La mujer llevó el libro a su pecho en un claro gesto para protegerlo. Henry ordenó a Ceache que se lo arrebatase y cuando estaba a punto de hacerlo, la mujer se pronunció:
—Es mío, es lo único pista que tengo para encontrar las respuestas de quién soy realmente —dijo con firmeza levantando la cabeza para mirarlo a los ojos.
Aquella mirada apasionada él la conocía muy bien.
—¿Rosa eres tú?
—¿La conoce Henry? —preguntó Ceache.
—¡Sí, pero yo asistí a su funeral! —respondió conmocionado sin dejar de mirar de arriba abajo a aquella joven llamada Rosa y agregó exaltado—. ¡Esto no es posible!
—¡Pues créetelo! —vociferó una mujer detrás de Ceache.
—Hermana, no seas grosera, después de todo hicimos este largo viaje solo para hablar con él —agregó un joven con cola y oreja canina.
Ceache se volteó y enojada gritó:
—¡Les dije que habría consecuencias! —arremetió contra estos con una furia asesina.
Ambos se pusieron en guardia y sacaron a relucir sus armas blancas.
—¡ESPERA, CEACHE! Ellos son mis invitados a partir de ahora —exclamó, llevándose las manos a la cabeza, el sobresalto había acrecentado su dolor de cabeza.
Ceache se detuvo en seco e hizo el saludo que solía hacer al escuchar las órdenes Henry. Los dos extraños cambiaron sus posturas, pero no guardaron sus armas, aun desconfiando de Ceache.
—Pueden guardar sus armas. Siéntanse como en casa, aunque en estos momentos, como verán —gesticuló con las manos abiertas enseñando el estado de la sala de estar—. No estamos ni estoy en muy buenas condiciones para una taza de té.
Eleuteria los analizaba de arriba abajo y llegó a una conclusión sobre los visitantes que no tardó en comunicar a su amado Henry. Se acercó hacia él y tiró de sus mangas para llamar su atención.
—Esa mujer es peligrosa —musitó cerca del oído de Henry.
El joven aristócrata no respondió, pero decidió tomarle la palabra y tener la máxima de las precauciones con su nueva invitada.
—Rosa, levántate y toma asiento en donde gustes —le dijo a la joven que se mostraba más confundida que él cuando despertó.
La mujer se levantó y se sacudió las astillas de madera del sobretodo, luego caminó hasta sentarse en uno de los sillones. Sus ojos se encontraron con el libro que minutos antes Eleuteria estuviera leyendo. Lo tomó con ambas manos y pasó la mano sobre el relieve de la portada.
—Ese es una edición posterior —dijo Henry al verla tanteando el libro—. Espera un momento, ahora regreso.
Henry, sin ninguna explicación, comenzó a caminar hacia el salón. Cruzó miradas con la mujer de cabello negro y expresión para nada femenina y con el joven canino con rostro despreocupado. Finalmente, se alejó de la sala de estar y, en el silencio absoluto, se podía escuchar como sus pasos se alejaban lentamente.
—¿Quién eres tú? —preguntó Beatriz quien se acababa de despertar por el alboroto.
—Eso mismo quiero saber yo, es por eso que estoy aquí —le respondió Rosa.
—Yo acabo de descubrirlo —dijo levantando las manos apuntando hacia el enorme agujero que dejaba pasar la luz del sol la interior de la mansión.
—Me alegro —respondió Rosa sin darle mucha importancia al tema.
Los dos extraños permanecían aún de pie, junto a la entrada de la sala de estar. El joven observaba el lugar asombrado por los lujos, en cambio, la mujer no le quitaba el ojo a Ceache quien se encontraba recostada por la pared, mirando a la nada. Por otro lado, Eleuteria, se alejó de la sala de estar en dirección al comedor sin decir palabra alguna.
—Ese libro —señaló el libro que tenía en las manos Rosa—. Es mi favorito, lo escribió la persona que más amo en este mundo.
Beatriz se sentó y la manta que la cubría cayó al suelo revelando su cuerpo completamente desnudo. Rosa apartó los ojos rápido, avergonzada. En cambio, la mujer dejó de ver Ceache y volteó a ver la espalda desnuda de Beatriz; se encontraba fascinada por el color porcelana de su piel.
—¿Qué ocurrió aquí? —preguntó Rosa, intentando ocultar su vergüenza mientras contemplaba el enorme agujero en el techo.
—El engaño materializado en la realidad —le respondió volviendo los ojos hacia el techo demacrado.
—¿A qué te refieres? —inquirió confundida, sin apartar la vista del techo.
Ella la ignoró y se reincorporó del sofá sin cubrirse. Rosa se sintió avergonzada e hizo un esfuerzo por no mirarla desnuda. Por su parte, la otra mujer la observaba con lujuria, mientras que el joven parecía planear algo malicioso al mirar el interior de la sala. De repente, unos pasos provenientes del gran salón indicaron el regreso de Henry. Ceache volteó hacia él al ingresar a la sala, al igual que los tres invitados y la desnuda Beatriz.
Henry se acercó a Beatriz con una bata y ropa. Pero ella se abalanzó hacia él en un abrazo y le dijo:
—Gracias por sacarme de ahí. Pasé muchos años llorando y suplicando ayuda, pero tú fuiste el único que me escuchó.
—Perdón por ser tan idiota, ¿podrás perdonarme? —respondió Henry, sin soltar las prendas.
Rosa intervino, tomando las prendas de las manos de Henry. Él asintió con gratitud y correspondió al abrazo de Beatriz. Sus manos varoniles se posaron sobre su suave piel, mientras ella se apoyaba en su pecho con fuerza, como si intentara retenerlo solo para ella, al menos en ese momento.
—Ahora que está todo aclarado, debo disculparme con Eliza. Nos vimos envueltos en malos entendidos. Pero, ¿Por qué nunca me dijiste que eras Elisheba? —preguntó, acariciando su cabeza.
—Perdí la noción de quién era, renací como una semilla de Fidonia, y esos recuerdos y dolores milenarios se bloquearon y desvanecieron en mi mente. Al final, parecía como si nunca hubiera sido un árbol —expresó mientras acariciaba la espalda de Henry.
—¿A qué te refieres con que se desvanecieron? —inquirió él, mostrando confusión en sus palabras.
—¿Recuerdas la historia que me contaste de Sargonas y cómo te había hechizado? —repreguntó Beatriz.
—La mente de un drakontos no se asemeja a la de un humano. Pasé por incontables meses de sufrimiento, estuve al borde de la locura. Desearía haber tenido la capacidad de olvidar y, sin embargo, aún tengo pesadillas—afirmó Henry con voz dolorosa.
—Mis recuerdos se desvanecieron, como si la tierra se los hubiera tragado aquella noche, y regresaron de golpe cuando mi mente se quebró por completo con el beso de Ceache. Por suerte, la energía de mis hijas impidió que el sello se rompiera de inmediato, dándoles el tiempo necesario para volver a sellarme.
—Lo lamento —se disculpó de nuevo—. Parece que todo lo que toco termina destrozado.
Henry se echó a llorar sin preocuparse por la mirada de los demás. Rosa parecía haber conectado con la situación, sus ojos mostraban humedad, aunque no entendiera la conversación. Por otro lado, el joven bostezaba mientras miraba el enorme agujero en el techo, mientras que la mujer, con un semblante aterrador, retomó su labor de observar a Ceache, quien en algún momento se sentó en el suelo y se sumergió en la lectura de un libro como solía hacer a menudo cuando no tenía ninguna orden que cumplir.
—Eso no es cierto. Te ocupaste de mis hijas y de mí. Logré conectar con ellas y sus recuerdos, sé que todas te aprecian —hubo un breve silencio. Tomó aliento para reunir valor y prosiguió—. Pero eso no es todo lo que descubrí a través de sus memorias. Aquella noche, Eliza estaba de guardia y te encontró desmayado frente a mí, sosteniendo una semilla en la palma de la mano del gran árbol Elisheba.
—Lo siento —se disculpó una vez más.
Beatriz pasó por alto sus disculpas, pero las aceptó con unas caricias en su espalda, y luego prosiguió:
—Ella estaba decidida. Ideó un plan y tomó esa semilla, mezclándola con las otras ocho que llevaba en su bolsillo. Me ocultó, creyendo que eso me mantendría a salvo mientras llevaba a cabo su plan.
—No entiendo —dijo Henry con la voz entrecortada.
—Ella pretendía chantajearte.
—¿Eliza pensaba que eras mi hija?
—Sí. Pero cuando te llevó afuera para evitar que sus otras hermanas te vieran, despertaste. Antes de que Eliza pudiera decir algo, tú dijiste...
—"Elisheba, eres tan hermosa" —respondió Henry, recordando esa noche.
—Así es, lo demás es historia. Ella se aprovechó de ti hasta el día de hoy solo para mantenernos a salvo, pero mi amor hacia ti destruyó sus mentiras.
—Ella siempre creyó que tú eras mi hija —dijo, abrazándola más fuerte y rompiendo en llantos de felicidad al descubrir que no era su hija y que podía seguir amándola como la amaba.
—Ella abusó de ti esa noche.
—En realidad, fue consentido. Me dejé llevar por su belleza. Es mi culpa —contraargumentó consternado, frotándose los ojos con la mano derecha para limpiarse las lágrimas, mientras miraba el haz de luz que atravesaba la habitación.
—Te engañó, pero siempre creíste que ella era Elisheba. No sería sorprendente que esa noche hubiera surgido una semilla, ya que las Fidonias no pueden concebir hijos; por eso son las esclavas perfectas —continuó acariciando su espalda en silencio durante varios segundos y concluyó—. Ambos se engañaron mutuamente.
—Pero cuando regresé al lugar para ver al árbol, ya no estaba allí...
—El árbol desapareció, pero no esa noche ni la siguiente. Decidiste creer en Eliza y te engañaste a ti mismo, nuevamente, por miedo al fracaso. Pero, en realidad, nos salvaste a todas.
—Me gustaría que sepas que todas están bien. Antes de venir aquí, fui al jardín para asegurarme de su seguridad. Todas seguían inconscientes, así que las dejé al cuidado de Brínea —dijo Henry, tratando de cambiar de tema, sintiéndose avergonzado porque ella había dado en el clavo.
—Lo sé, puedo sentir a todas al igual que cada flor del jardín —respondió Beatriz, dándole unas palmadas en la espalda, como si le estuviera agradeciendo, y añadió—. Aquella niña es muy valiente, decir lo que dijo en un momento tan peligroso.
—¿De quién crees que es la culpa de todo eso? —preguntó Eleuteria, quien llevaba una bandeja con una tetera y tres tazas de té con sus respectivas cucharas, además de una azucarera.
—De todos y de nadie —respondió tajantemente Beatriz.
—¿¡Qué significa eso!? —preguntó Eleuteria, elevando la voz.
La habitación estaba en completo silencio, lo que permitía a los demás escuchar claramente la conversación de la pareja abrazada. Sin embargo, Eleuteria elevó la voz debido a su enojo con Beatriz.
—Exactamente eso —respondió Beatriz, alejándose repentinamente de Henry—. Lo mismo que siempre has deseado durante muchos años.
—¿Sobrevivir? —dijo Eleuteria con cierta duda.
—Amar —corrigió Beatriz, tomando la bata de las manos de Rosa para vestirse con ella. Luego se acercó a Eleuteria y tomó la bandeja de té de sus manos mientras ella aún procesaba su respuesta—. Ese es mi trabajo, soy una criada de la mansión.