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Chapter 12 - Parte 4 - Dos madres, dos hijas

Cuando Eliza abrió los ojos, se encontró con el sol brillando directamente sobre ella, como si estuviera velando por su seguridad. Cerró los puños y sintió el pasto seco desprendiéndose del suelo, comprendiendo dónde estaba y qué había sucedido. Giró la cabeza sobre la almohada en la que descansaba y vio a una niña moviéndose rápidamente de un lado a otro con un paño mojado, ocupándose de sus hermanas desmayadas con una diligencia sorprendente. En ese momento, se dio cuenta de que no era el sol quien realmente se estaba ocupando de ella.

La joven se acercó a la pequeña Pipi y escurrió el paño con agua sobre su boca; la estaba hidratando. Eliza sintió la humedad en sus labios, comprendiendo que también había sido hidratada de la misma manera. Al girar nuevamente la cabeza, se encontró con el jardín que tanto amaba, ahora completamente seco; un cementerio donde antes se alzaban bellas flores y rosas.

Tras observar a su alrededor, Eliza comprendió que estaban fuera de peligro, por lo que dejó de preocuparse por el bienestar de sus hermanas. Sin embargo, un atisbo de miedo sobre lo que le deparaba a ella en el futuro en la mansión la mantenía en vilo. El caos que había sumido a la mansión era resultado del engaño de una planta, una Fidonia similar a las que descansaban sobre el suelo, a las que no tenía ni tuvo el derecho de llamar hijas, nunca.

Se sentó en el suelo y observó los rostros y el cabello amarillento de sus hermanas, una sensación de dolor en el pecho comenzó a abrumarla. ¿Eran ellas, acaso, mis hijas esparcidas por el pasto? Se cuestionó a sí misma y su mente se llenó con más preguntas: ¿Tenía el derecho de llamarlas hijas después del mal que les causé? ¿No era deber de una madre velar por la seguridad de sus hijas? ¿Por qué yacían mis hijas jadeantes en el suelo? ¿Qué hice mal? Eliza no tenía respuestas, pero se convenció de que había hecho lo mejor que pudo. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, ella sabía la verdad, aunque seguía engañándose, comprometida con un personaje que había creado para llevar a cabo su verdadero plan.

Brínea, tan comprometida con su tarea como Eliza con sus mentiras, finalmente se percató de su despertar y se alegró. Estaba feliz al saber que lo que estaba haciendo era lo correcto y que pronto despertarían sus demás hermanas. Se dijo a sí misma que, en algún momento, debía agradecer a Ceache por los consejos sobre cómo cuidar de una Fidonia y la perdonaba por cómo la había arrastrado de la sala de estar al jardín, a pesar de que ella podía caminar y no se sentía mal físicamente, aunque emocionalmente todavía se encontraba afectada.

—Eliza —pronunció aquellas palabras casi como un suspiro.

La joven niña salamandra se abalanzó hacia Eliza sin importarle nada. Se hundió en sus pechos y comenzó a llorar, pues ahora sabía que no estaba sola y que, más temprano que tarde, todos volvería a ser una familia; al menos era algo que deseaba con todo su corazón.

Los sentimientos de amor incondicional y el deseo de verla sonreír invadieron el corazón de Eliza. ¿No eran estos los sentimientos propios de una madre? Reflexionó sobre si estaba bien volver a intentarlo, ya que las amaba a todas ellas. Las había visto crecer, les había enseñado todo lo que sabían y siempre las había considerado como sus hijas. ¿Debía bajar los brazos después de todo lo que había hecho para llegar hasta dónde estaba? Rápidamente, halló la respuesta.

—No es momento de llorar —dijo Eliza mientras acariciaba el cabello amarillo rojizo de Brínea—. Ahora es cuando más necesitamos ser fuertes; tenemos mucho por hacer.

Brínea se levantó del suelo y se limpió las lágrimas con las mangas largas de su uniforme de criada. Luego, extendió la mano a Eliza, quien la tomó y se reincorporó del suelo. Se sacudió y acomodó el uniforme, dedicándole una sonrisa maternal a Brínea antes de hablar:

—Así está mucho mejor. Voy a buscar mantas, más agua y una esponja.

—¿No debería descansar? —preguntó Brínea, mostrando genuina preocupación.

—He descansado más que suficiente —respondió Eliza con una sonrisa, luego adoptó un tono serio—. Es mi deber como madre y criada del señor Henry.

Al escuchar el nombre de Henry, Brínea se puso tensa, algo que no pasó desapercibido para Eliza. No obstante, decidió ignorarlo y, con determinación, se dio la vuelta. Mirar las enormes paredes de la mansión le resultaba duro, recordándole lo sucedido en la reunión.

Con cuidado, Eliza se arrodilló y acomodó su falda. Se quitó los guantes y dejó que sus dedos acariciaran con ternura los pétalos descoloridos y secos. A pesar de haber perdido su antiguo esplendor, las flores aún conservaban un rastro de su belleza pasada. Sus formas marchitas aún resonaban con la gracia que una vez había adornado el jardín.

—Está bien —murmuró, y se levantó con más determinación de la que tenía al recobrar la consciencia tras el desmayo. Se encaminó hacia el gran salón sin voltear una sola vez.

Eliza se alejó del patio jardín y abrió las puertas corredizas para ingresar al gran salón, luego las cerró. Una inquietante calma llenó el espacio, pero a medida que se acercaba a la sala de estar, unos murmullos alcanzaron sus oídos. Conforme se aproximaba, logró distinguir las voces y reconocer a quienes pertenecían, sin embargo, entre ellas había una que creía perdida para siempre.

—¿Rosa? —se preguntó y procedió a ingresar a la sala de estar.

Todos voltearon a verla y la sala enmudeció. Beatriz, con la bata puesta, dejó de barrer el suelo y se acercó a Eliza, soltando la escoba que Henry atrapó rápidamente antes de que llegara al suelo.

—Eliza... —murmuró Henry, apretando con fuerza la escoba hasta que comenzó a crujir de lo nervioso que estaba.

Eliza estaba mentalmente preparada para lo que pudiera suceder, pero no podía anticipar lo que Elisheba iba a hacerle. Aun así, no se quedó quieta y avanzó hacia ella, acortando la distancia. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, aguardó, esperando el siguiente movimiento de su madre.

—Eres sin duda una mejor madre que yo —le dijo Beatriz, luego la abrazó con fuerza y agregó—: Gracias.

A pesar de haberse convencido de ser fuerte y de aceptar lo que Elisheba o Henry le dijeran por sus engaños, esas palabras y ese abrazo la quebraron por completo. Eliza, por primera vez en mucho tiempo, empezó a llorar. Aunque se sentía desbordada, no le importó y correspondió el abrazo con sinceridad. En ese momento, se sintió muy tonta, porque hace nada le había dicho a Brínea que no era momento de llorar.

—P-perdón —logró decir entre sollozos.

Elisheba acarició suavemente su espalda, como una madre consolando a un hijo triste.

—No pasa nada, llorar está bien. Sin la tristeza, no sabríamos qué es la felicidad —le dijo mientras continuaba acariciándola. Luego agregó—: Eso lo aprendí de los libros de Henry.

—¿Beatriz? —preguntó Eliza, confundida.

—Sí, madre. Yo ya no soy, ni quiero ser Elisheba. Solamente soy una muchacha enamorada, al igual que mis hermanas.

Pasaron varios segundos abrazados en silencio, al igual que toda la habitación. Finalmente, sintiéndose un poco mejor, Eliza habló:

—Pero eso no es posible, ahora conoces la verdad.

—La verdad es relativa. Solo sé que ahora no tengo cortezas por piel ni ramas como cabello, aunque me crezcan flores en la cabeza —dijo con un tono animado, como si la broma le resultara muy divertida.

—Eso es algo que diría Henry, la realidad y la verdad son siempre relativas —comentó Eliza entre risas.

—¿No tienes algo que hacer, madre? —sentenció audazmente Beatriz.

—Tienes razón, debo ocuparme de mis hijas.

Beatriz la soltó y, a pesar de que ambas tenían la misma estatura, ella sentía que Eliza crecía en su presencia, recuperando su confianza, incluso más que antes; había vuelto a ser la madre a quien tanto admiraba.

Eliza recuperó su estado de ánimo y, con más confianza que cuando ingresó a la sala de estar, se acercó a Henry. Sorprendido, este rompió la escoba en dos, con la mitad superior cayendo al suelo y resonando en toda la habitación.

Rosa y Eleuteria, sentadas en el sofá, y sus acompañantes, parados en la entrada, observaban la escena con expectación, esperando lo que sucedería a continuación. Desde que Rosa y sus amigos llegaron, habían sido testigos de una serie de escenas emotivas. Sin embargo, Ceache, ya había avanzado a la mitad del libro y pasaba a la siguiente página, ignorando la escena que se desarrollaba frente a ella mientras permanecía sentada en el suelo, sumida en su lectura.

—Tengo que disculparme contigo, Henry —dijo, esperando sus palabras en silencio.

—Es mi culpa también. La vida no solo está en los libros y siempre he sido incapaz de expresarme con los demás bien. Tú me conoces mejor que nadie —soltó un gran suspiro—. Este es mi castigo por jugar con el corazón de varias mujeres enamoradas. Soy despreciable —sentenció, arrojando lejos lo que quedaba de la escoba con autodesprecio.

Eleuteria se levantó de golpe, asustando a Rosa, quien estaba a su lado y casi tiró la taza de té vacía que sostenía en su mano. Luego se acercó a Henry y tomó su mano derecha.

—Esto es mi culpa también. No debí pedirte que me amaras. Tampoco debí haberme involucrado en vuestra disputa. Y, sin embargo, no quiero que me consideres una de las mujeres con las que jugaste, porque nunca me sentí así —dijo con una sonrisa—. Yo te sigo amando.

—Yo también te amo —dijo Eliza.

—Y yo —añadió Beatriz.

—¡Nosotras también! —gritaron todas desde la entrada.

Las criadas Fidonias, que estaban escuchando en secreto, sorprendieron a todos. Ceache, aparentemente inmersa en la lectura, cerró el libro de golpe, se levantó y exclamó:

—¡Yo lo amo más que todas, que quede claro!

Brínea permanecía en silencio detrás de todas, sosteniendo la pequeña mano de su hermana Pipi, quien le regaló una sonrisa cálida que la reconfortó profundamente.

—Bueno, quizás no soy tan despreciable después de todo —bromeó Henry, llevando una mano hacia su cabello y jugando con sus cuernos con una sonrisa tímida.

—¡Ah! ¡Qué clase de modales son estos! —exclamó Eliza, sorprendiendo a todos, y continuó—: Es hora del almuerzo y no hemos preparado la comida. Discúlpenos por tan grande falta, señor Henry.

—¡Discúlpenos! —gritaron todas, incluida Beatriz, inclinándose ante Henry.

Brínea permaneció en silencio, enfrentando una situación sin precedentes para ella. Nadie le había impartido instrucciones en casos así. Se convenció de que, en caso de fallarle a Henry, debería seguir el ejemplo de sus hermanas, pero su mayor anhelo era no llegar a decepcionarlo.

—No pasa nada, de verdad. Pueden dejar de inclinarse hacia mí, no importa —respondió incómodo Henry. Luego, mirando a sus invitados, dijo—: Pero si nuestros invitados tienen hambre...

—¡Yo tengo muchísima hambre! —gruñó la mujer, ansiosa ante la propuesta de Henry.

—Yo también —agregó el joven con orejas y cola canina.

Rosa guardó silencio, pero su estómago habló por ella. Henry, con su aguda audición, lo captó y exclamó:

—¡Muy bien chicas, tienen trabajo que hacer, descansar! —dijo Henry, y todas lo miraron confundidas—. Hasta que su cabello no vuelva a ser verde como antes, tienen prohibido regresar a su rutina de trabajo diario.

Hubo algunas quejas, pero finalmente aceptaron, sabiendo que Henry no cedería en sus palabras. Brínea estaba más desconcertada que las demás, pues aunque su cabello era amarillo, sabía que nunca sería verde como el de sus hermanas. 

—¿Y quién se ocupará de los invitados entonces? —preguntó Eliza desconcertada.

—Yo, ¿quién sino? —dijo Henry con una sonrisa amplia.

Aunque estaban felices por poder disfrutar de la comida casera de Henry, se sentían mal por el trabajo que tendría que hacer para preparar el almuerzo él solo. En cambio, Brínea se sentía aliviada de no tener que ayudar en la cocina, ya que Henry se había ofrecido a hacerlo él mismo.

—Por supuesto que Ceache me ayudará en la cocina —añadió, mirando a Ceache, quien seguramente le ofrecería ayuda sin necesidad de que se lo pidiera.

—¡A sus órdenes! —exclamó Ceache con un saludo extraño.

La sala de estar, antes sumida en un silencio sepulcral, ahora bullía de vida. Todas charlaban animadamente y se mostraban contentas. Pando, incapaz de contenerse, se lanzó hacia Eliza en un abrazo, siendo seguido por todas las demás, excepto Beatriz y Brínea, quienes observaban la escena con alegría.

—Tal vez podamos hablar durante el almuerzo. Tengo algunas preguntas para ti, Rosa —dijo Henry en tono serio.

—Está bien —respondió, mirándolo a los ojos y llevándose el libro al pecho—. Gracias por tomarte el tiempo en un momento tan complicado.

—No pasa nada, no todos los días regresa una vieja amiga de entre los muertos.