De un árbol tan imponente como una colina se desprendió una diminuta flor del tamaño de una nuez. Impulsada por el viento, la flor viajó como si fuera guiada por una mano invisible.
El trayecto no duró mucho, apenas unos cuantos metros desde el árbol que la vio nacer, pero terminó en un pequeño riachuelo que la llevó lejos de su hogar. Sin embargo, no estaba sola; era solo la última en embarcarse en esa aventura. Cientos de flores de variados colores fluían por el agua, todas juntas rumbo a un destino incierto.
Pero pronto, el viaje llegó a su fin. Todas ellas se detuvieron sobre duras redes repletas de otras flores. Las indefensas flores, incapaces de elegir su camino, fueron recogidas por manos arrugadas y sin mucho tacto.
Empezaba así el relato de Eliza, la primera de todas las criadas de la mansión.
—Yo era apenas una niña en aquel entonces, pero sabía que algo no estaba bien, aunque no entendía por qué —expresó Eliza con pesar, apretando los puños sobre sus muslos.
—¿A qué te refieres? —preguntó, confundida por la narrativa.
—Esas pequeñas flores representaban los lamentos de una madre por la partida de sus hijas. Nosotros recolectábamos esos lamentos para venderlos junto a las semillas —dijo, a punto de desmoronarse en lágrimas, pero manteniendo la compostura—. Yo también fui una de esas hijas, y por mis manos pasaron muchas hermanas, todas vendidas como yo…
Su labor había durado tanto tiempo que ya no podía pensar; se había vuelto ajena a sí misma. Aquello para ella no se trataba de un acto inmoral, sino de una obligación vital; siempre había sido una esclava.
Beatriz envolvió a su madre en un cálido abrazo, manteniéndola cerca hasta que su madre se calmó lo suficiente para continuar:
—Lo que ayudé a hacer no tiene perdón, soy un monstruo —comenzó a llorar sobre los brazos de su hija.
Beatriz se sintió mal por haber removido los dolorosos recuerdos del pasado de su madre, y comenzó a reflexionar sobre lo insignificantes que eran sus problemas amorosos en comparación con el terrible secreto que su madre había cargado sola durante tanto tiempo. Sin embargo, su curiosidad persistía, aún más fuerte que antes.
Siempre había sabido que ella no era su madre biológica, pero nunca había explorado en profundidad su pasado. A pesar de ello, su inmensa curiosidad y amor por su madre seguían intactos. Si bien había leído sobre cómo nacían y crecían las Fidonias, para ella, una madre no era quien la había traído al mundo, sino quien la había cuidado y amado con ternura.
Abrazó a su madre varios minutos, esperando que se calmara. Con cariño, acarició su espalda y se mantuvo en silencio.
—Soy una horrible hija y una mala madre —dijo finalmente, separándose de Beatriz. Luego continuó— Pero a pesar de todo, las quiero a cada una de ustedes como si fuera la gran madre Fidrona.
El imponente Fidrona, ese árbol mágico considerado la progenitora de todas las Fidonias, es el ser que libera las semillas de su especie cada década. Esta verdad se develó para Beatriz después de innumerables años de dedicada lectura. Finalmente, ella expresó:
—Y yo te quiero a ti también, mamá.
Ambas se volvieron a abrazar, pero no con tristeza, sino con muchísima ternura, disfrutando del cálido lazo entre madre e hija. Eliza continuó narrando la historia:
—Recuerdo a un joven que paseaba emocionado y curioso por la gran tienda de flores, donde yo trabajaba como cuidadora —dijo con una sonrisa evocadora—. Este hombre no paraba de hablar conmigo, sus ojos amarillos brillaban como el sol. Lo recuerdo como si fuera ayer.
—¿Era Henry? —preguntó Beatriz emocionada.
—Sí, llegó preguntando si vendíamos muchas flores para decorar su nueva casa. Le aseguré que era nuestra especialidad, ya que la tienda era la más importante del reino.
—¿Qué pasó con la tienda? —quiso saber Beatriz.
—Aún está, pero ya no es la más destacada. Lo que la diferenciaba de las demás era su contrato directo con el imperio para explotar, criar y vender Fidonias. Sin embargo, el imperio revocó la concesión debido a nuevos decretos que abogaban por abolir la esclavitud.
—Aunque no han logrado detener el comercio ilegal de esclavos. Después de todo, el rey demonio y la pobre niña fueron adquiridos en un tugurio de subastas ilegal —comentó con decepción, y prosiguió—. Henry tiene un gran corazón, estoy seguro de que mintió acerca del engaño de la niña solo para salvarla de ese lugar.
Beatriz no conocía a alguien más perspicaz que su amo Henry; siempre pensaba que donde los demás veían errores, él veía aciertos. La confianza y admiración que le tenía eran inquebrantables.
—Pobre niña, cuando llegó a esta familia, parecía retraída, como si temiera abrirse con nosotros, como si creyera que eso la llevaría a algún tipo de castigo —volteó hacia la ventana, contemplando el cielo azul que se reflejaba—. Pero me alegra verla sonreír. Aunque no seamos similares y yo carezca de escamas como ella, no me importaría que me viera como una madre o a mis hijas como sus hermanas.
Esa era la madre a la que Beatriz amaba, alguien preocupado por los demás sin importar su origen; un amor auténtico. Sentía alegría por haber compartido su pasado y descubierto un aspecto que sus hermanas desconocían. Aunque le pareciera un sentimiento simple, esa sensación de ser especial le llenaba de felicidad.
Su rostro, blanco como la porcelana, reflejaba la luz del sol sin mostrar señales de molestia. Sus ojos azules, tan vastos como el cielo, permanecían fijos en el gran globo amarillo y ardiente. El cabello largo y suelto descansaba sobre sus hombros, entrelazado por el abrazo del viento que ingresaba por la ventana, moviéndose de vez en cuando con gracia. Aquella imagen la conmovió tanto que anheló abrazarla con fuerza, deseando evitar que el sol se la llevara y la alejara de ella.
—Tú me preguntaste cómo había conocido al hombre que se robó tu corazón, pero nunca llegué realmente a contarte lo más importante —dijo sin dejar de mirar al sol.
—¿Lo más importante? —repreguntó, sin apartar la mirada del perfil de su madre.
—Cómo te conocí a ti, hija mía.
—¿A mí?
Volteó hacia Beatriz y le dijo:
—Tú eres la hija de Henry.
En ese momento, todo se desmoronó para Beatriz. Comprendió por qué se había sentido incómodo y distante al mostrar cariño hacia ella, por qué había intentado ocultar su relación y acercarse más a Sargonas. Sin embargo, algo le resultaba extraño y formuló una pregunta:
—¿Henry no lo sabe?
Recordó muchos momentos en los que Henry fue afectuoso, lo que la hizo sospechar que, tal vez y solo tal vez, su madre le había ocultado la verdad.
—No lo sabe. De hecho, si lo hubiera sabido, tal vez…
Beatriz se levantó y salió corriendo de la habitación, con lágrimas en los ojos y muy alterada por lo que su madre le había revelado. La vida no era justa, siempre lo supo, pero creía que, si permanecía junto a Henry, nada de eso le importaba. Ahora, sentía un dolor en el corazón que amenazaba con desgarrarse en mil pedazos. Comenzó a odiar a su madre por haberla engañado durante años y a Henry por haberlo traicionado con Sargonas.
Su mente divagaba entre posibles realidades: ¿y si Sargonas nunca hubiera llegado? ¿Sería ella feliz? ¿O preferiría nunca haber nacido para no tener que cargar con estos sentimientos pesados en su corazón?
Comenzó a recordar cómo Henry acariciaba y besaba paternalmente a todas sus hermanas, incluyéndola a ella en sus muestras de afecto. Comprendió que siempre se había engañado al creerse especial entre ellas. Sin embargo, cuando ella se acercaba a él, lo besaba como a un amante y expresaba sus verdaderos deseos, él siempre respondía: "No podemos hacer esto". Y ella, insegura, le replicaba: "¿Temes que los demás sepan sobre nosotros?" ¿Y si en realidad él nunca la quiso? ¿Y si, en su afán de buscar afecto paternal, ella se había extralimitado y él no quería rechazarla para no lastimarla?
Cuando entró a la sala de estar, vio a Sargonas tomada del brazo de Henry. Su corazón no pudo soportarlo más y corrió hacia aquel que le había arrebatado lo más preciado.
—¿Beatriz? —exclamó sorprendido Henry.
—Todavía no le has contado lo nuestro —dijo Sargonas con un tono burlón.
Beatriz se acercó aún más y le propinó una cachetada que resonó por toda la habitación. Las hermanas Fidonias, que charlaban animadamente en el comedor, voltearon sorprendidas hacia el estruendo.
—¡Te odio! ¡Ojalá nunca hubieras llegado a esta mansión!
Las demás hermanas se acercaron rápidamente, sorprendidas por la escena que se desarrollaba en la sala.
—¡Ay! ¿Todavía no le has dicho sobre nosotros? —se quejó Sargonas, frotándose la mejilla derecha adolorida, mirando a Henry.
Enojada por sus palabras, Beatriz levantó la mano para darle otro golpe, pero Henry la detuvo rápidamente, sujetándole el brazo con fuerza, una fuerza que no la lastimaba físicamente, pero sí emocionalmente.
—Esto es mi culpa —dijo Henry, soltando la mano de Beatriz.
—No…
—¡Espera! Si te lo hubiera dicho desde el principio, esto no hubiera pasado nunca, lo siento —se apresuró a decir Henry.
—¿De qué estás hablando? —preguntó ella, al borde de las lágrimas.
—Yo estoy enamorado de Eleuteria…
Beatriz comenzó a llorar desconsoladamente, cayendo de rodillas como lo había hecho tiempo atrás Sargonas, quien ahora se erguía victoriosa junto al hombre que ama, amó y amará.
Sus hermanas se acercaron en un semicírculo, sin saber cómo consolar a su hermana, igual de desoladas por la revelación de su amo. Todas lo amaban incondicionalmente, incluso la joven Pipi.
La pequeña salamandra se aferraba a la falda de Pipi, un poco más alta que ella. Sin embargo, aquellas lágrimas le recordaron su pasado y comenzó a ponerse nerviosa, segregando su veneno viscoso por la piel, manchando el uniforme de criada de su hermana mayor, que observaba la escena con asombro como el resto.
—¡Beatriz! —exclamó Eliza jadeando desde el gran salón; había llegado corriendo.
—¿Eliza? —se volvió rápidamente al escuchar su voz.
—Es mi culpa, amo —dijo mientras avanzaba lentamente hacia la sala—. Yo te mentí, te manipulé y te oculté un secreto sobre ella por mucho tiempo…
—¡NO! ¡NO SE LO DIGAS! —gritó a todo pulmón, cubriéndose las orejas y agachando la cabeza casi hasta tocar el suelo.
Su madre dudó unos instantes ante la súplica de su hija, pero tomó una decisión, una de esas decisiones sin retorno.
—¡Ella es tu hija!
Henry se volvió más pálido que el suelo de mármol y el sudor frío comenzó a brotar por su rostro. Caminó unos pasos hasta el sofá, apartando el semicírculo que se había formado alrededor de Beatriz, y se sentó. Cubrió su boca con ambas manos para evitar vomitar y las lágrimas comenzaron a caer, deslizándose por sus dedos hasta el suelo.
Eleuteria se apresuró hacia él, preocupada, y se sentó a su lado. Intentó abrazarlo, pero Henry apenas reaccionaba.
—¿Qué te pasa? —preguntó alarmada Eleuteria.
—¿Ella es mi hija? —repitió una y otra vez, casi en un susurro.
Eleuteria se levantó furiosa y se dirigió hacia Beatriz, quien lloraba desconsolada en el suelo.
—¡Querías acostarte con tu padre! ¡Asquerosa! —gritó.
—¡NO ES CIERTO! —respondió, sin mirarla a la cara.
—¡Por eso Henry comenzó a evitarte, él no soporta los conflictos y tú te aprovechaste de eso! ¡Eres una mala persona!
—¡YO NO SABÍA! —replicó, apretando aún más fuerte sus orejas.
—¡Es suficiente! —clamó Henry, despertando finalmente de su aturdimiento—. Tenemos que hablar, Eliza.